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La primera república -efímera experiencia que, tras la abdicación de Amadeo I, vino a continuar una larga inestabilidad política-, marcados por los continuos cambios de gobierno, las luchas entre facciones políticas y el fenómeno del cantonalismo.
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BENITO PÉREZ GALDÓS
EPISODIOS NACIONALES 44
Venid acá otra vez, fieles parroquianos de estas páginas, y escuchad la voz de aquel buen Tito, entrometido indagador de cosas y personas, familiar diablillo que os entretuvo con la vaga historia del Rey saboyano; venid acá otra vez, y os contará có-
mo saltó España del trono mayestático (1) al tablado de la República, las fatigas, desazones y horribles discordias que afligieron a esta Patria nuestra, tan animosa como incauta, y por fin, el traqueteo ner-vioso y epiléptico que la precipitó a su desdichada caída.
Reconocedme, soy el mismo: chiquitín, travieso, enamorado, con tendencias a exagerar estas cualidades o defectos, si es que lo son. Mi estatura parece que tiende a empequeñecerse más cada día; la agilidad de mi espíritu y de mis movimientos toca ya en lo ratonil, y en cuanto a mis inclinaciones y aptitudes donjuanescas, debo decir que vivo en constante combustión amorosa.
Ansío penetrar con vosotros en la selva [6] históri-ca que nos ofrecen los adalides republicanos en once meses del año 1873, año de sarampión agudí-
simo del que salimos por la intensa vitalidad de esta vejancona robusta que llamamos España. La historia de aquel año es, como he dicho, selva o manigua tan enmarañada que es difícil abrir caminos en su densa vegetación. Es en parte luminosa, en parte siniestra y obscura, entretejida de malezas con las cuales lucha difícilmente el hacha del leñador. En lo alto, bandadas de cotorras y otras aves parleras aturden con su charla retórica; abajo, alimañas saltonas o reptantes, antropoides que suben y bajan por las ramas hostigándose unos a otros, sin que ninguno logre someter a los demás; millonadas de espléndidas mariposas, millonadas de zánganos zumbantes y molestos; rayos de sol que iluminan la fronda espesa, negros vapores que la sumergen en temerosa penumbra.
Antes de meternos en este laberinto quiero decirle al picaresco lector algo de mis particulares asuntos.
Obdulia, mi compañera dulce, a quien conocéis con el doble carácter de romántica y hacendosa, me fue arrebatada por su marido, que cayó sobre Madrid y sobre mí como una maldición de Dios a los pocos días de la partida de los Reyes para Lisboa. Recordaréis que aquel gaznápiro respondía por Aquilino de la Hinojosa, y lo mismo desafinaba pianos que los vendía y alquilaba. Se debió sin duda a los mé-
dicos del Infierno la soldadura de la clavícula, el gobierno [7] de la pata, y el admirable lañado de la osamenta craneana, estuche de sus infames pensamientos.
La presencia de aquel mastín, que se nos apareció ladrando con la fiereza que le daban sus derechos, nos truncó la vida y nos mató la felicidad. Intervino la justicia, pasamos días de horrible infortunio y vergüenza, y al fin, la paloma suavísima y arrullado-ra me dejó solo en mi nido. Una tarde, trastornado y rabioso, salí resuelto a matar al ladrón de mi dicha.
No me arredraba perder la libertad, ni la honra, ni la vida; la idea de la cárcel y del patíbulo no aplacaban mi furor… Tras de mí salió corriendo el buen Ido del Sagrario, ansioso de atajarme en el camino de mi perdición, y cuando yo forcejeaba para desasir-me de los amantes brazos del filósofo… ¡pum!, se nos acerca Nicolás Estévanez, risueño, haciendo chacota de mi exaltación homicida.
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