La princesa y el millonario - Caitlin Crews - E-Book
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La princesa y el millonario E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Sigiloso y peligroso como un felino, uno de los rasgos característicos de Luc Garnier era su capacidad para lograr lo imposible. La princesa Gabrielle no tenía precio. Aun así, Luc había desafiado las probabilidades en contra y conseguido un contrato matrimonial. Sería una unión sobre el papel primero, y de carne y hueso después… Sin embargo, Gabrielle era la misma en privado que en público: educada, de modales impecables y una garantía para su país. Luc estaba decidido a encontrar la libertina que seguramente había tras su fachada…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Caitlin Crews. Todos los derechos reservados. LA PRINCESA Y EL MILLONARIO, N.º 2059 - febrero 2011 Título original: Pure Princess, Bartered Bride Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9774-7 Editor responsable: Luis Pugni

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La princesa y el millonario

Caitlin Crews

Prólogo

Luc Garnier no creía en el amor.

El amor era una locura. Era agonía, desesperación y vajillas lanzadas contra la pared. Luc creía en los hechos. En las pruebas. En contratos blindados y en la incuestionable certeza del dinero. Toda su vida había sido implacable y había disfrutado a cambio de un enorme éxito. No creía que fuera suerte o casualidad. La emoción no tenía nada que ver.

Y por lo mismo, la emoción no tendría nada que ver en la elección de su futura esposa.

La Costa Azul refulgía bajo el sol de la tarde mientras paseaba por Niza en dirección a Promenade des Anglais, donde se erigía el famoso hotel Negresco asomado a las azules aguas de Baie de Anges y el Mediterráneo al fondo. Era uno de sus hoteles favoritos en Francia, tanto por el servicio como por las obras de arte que albergaba, pero el motivo que le llevaba a aquel lugar ese día era otro muy distinto.

Había llegado aquella mañana en avión desde París, decidido a comprobar por sí mismo si la última candidata a esposa era tan guapa como parecía en la foto.

El problema era que todas parecían estupendas ya que uno de los requisitos para formar parte de su lista era que provinieran de la nobleza. La última había parecido perfecta, pero unos días con lady Emma en Londres habían revelado una exagerada afición a la vida nocturna y los hombres.

No le preocupaba que su esposa tuviera un pasado, pero prefería que ese pasado no incluyera a personas que pudieran ser objetivo de la prensa amarilla.

–Así son las chicas de hoy –había sentenciado su mano derecha, Alessandro, después de que Luc descubriera la última juerga nocturna de lady Emma.

–Las mujeres modernas podrán ser todo lo juerguistas que quieran –le había espetado–, pero mi esposa no. ¿Pido demasiado?

–¡Si sólo fuera eso! –Alessandro había soltado una carcajada–. Debe ser noble, cuando no aristócrata para honrar tu ascendencia. Deber ser pura. No puede haber sido joven ni estúpida, para que no se haya visto salpicada por ningún escándalo. No creo que exista.

–Puede que no –había admitido Luc mientras cerraba con gesto de desagrado el dosier recopilado sobre lady Emma–. Mi madre me enseñó hace mucho que, a menudo, la belleza no hace más que enmascarar la deshonra y la traición. Sólo te puedes fiar de una reputación intachable –había sonreído a Alessandro–. Si existe, la encontraré.

–¿Y qué pasa si esa maravilla no desea casarse contigo?

–¡Por favor! –Luc había soltado una carcajada–. Eso es poco probable que suceda, ¿verdad? ¿A qué mujer no le gustaría convertirse en mi esposa? ¿Qué puede desear una mujer que yo no pueda ofrecerle? Pondré todo mi dinero y poder a su entera disposición.

–A las mujeres les gusta el romanticismo –Alessandro había suspirado. Su alma romántica italiana se rebelaba–. No quieren ser tratadas como una propuesta de negocios.

–Pues así son las cosas –Luc se había encogido de hombros–. Y ella deberá comprenderlo.

–Me temo, amigo mío, que vas a estar buscando mucho tiempo –Alessandro había sacudido la cabeza.

Pero a Luc no le asustaba el trabajo duro y, aparentemente, inútil. Y en ello reflexionaba al girar la esquina y encontrarse frente a la entrada del hotel. Sus famosos padres habían fallecido cuando él apenas contaba veintitrés años, y había tenido que abrirse camino él solo. Incluso antes de su muerte en un accidente de barco, ya había ido más o menos por su cuenta. A sus padres siempre les había interesado más su relación de pareja, con sus permanentes complicaciones, que su propio hijo.

Sin embargo no lamentaba la manera en que lo habían criado, por mucho que algunas personas insistieran en que reflejaba alguna carencia, algo que nadie se había atrevido a decirle a la cara desde hacía bastante tiempo. Crecer en un ambiente tan cargado de pasión, celos y traición le había liberado de las necesidades que parecían gobernar a otros hombres. También le había permitido tener más éxito, y eso era lo único que le importaba, porque, ¿qué más había en la vida? No le interesaba el amor ni las emociones. Lo que deseaba era una esposa en el sentido más tradicional de la palabra, por los motivos más tradicionales. Estaba a punto de cumplir los cuarenta y ya era hora de formar una familia que portara su legado y la aristocrática sangre italiana de su madre. La esposa que eligiera tendría que tener la misma sangre augusta, de una nobleza que datara de siglos, al menos equivalente a la de su propia familia. Era la tradición. Era su deber.

Necesitaba una esposa que conociera su deber.

Entró en el antiguo y elegante hotel y pasó ante los porteros con guantes blancos. Atravesó el Salon Royal con la cúpula diseñada por Gustave Eiffel y los candelabros de Baccarat que iluminaban a algunos de los mayores filántropos del mundo. Pero él hizo caso omiso de todo mientras buscaba con la mirada a la mujer a la que había ido a conocer. Al fin la vio, la princesa Gabrielle de Miravakia.

Le agradó comprobar que destacaba entre la multitud con naturalidad. No intentaba atraer la atención sobre ella. No se insinuaba de manera indecorosa ni se acercaba a los hombres que competían por su atención. Se mantenía tranquila y elegante, refinada y regia.

Era muy bonita, lógicamente. Era una princesa real, la heredera al trono de su país. Luc ignoró su aspecto y se centró en su manera de conducirse, totalmente impecable.

Llevaba los cabellos recogidos en un elegante moño a la altura de la nuca e iba vestida con un sencillo vestido. Sus únicas joyas eran unos pendientes y una pulsera. Era todo sofisticación y elegancia mientras presidía una de las múltiples galas benéficas que la habían hecho famosa. Era la princesa perfecta en todos los sentidos.

Pero no podía fiarse sólo de su aspecto. ¿Sería realmente tan impecable como parecía?

Luc le pidió una bebida al camarero y se apartó de la gente para poder observarla sin ser visto. Había averiguado que la princesa estaría en Niza durante toda la semana y tenía previstas unas cuantas apariciones en público, algo que no le interesaba tanto como saber a qué iba a dedicar sus ratos libres.

Estaba convencido de que, igual que lady Emma, la princesa Gabrielle acabaría por mostrársele tal y como era. Sólo tenía que tener paciencia y esperar.

Sin embargo se permitió unos segundos de optimismo.

Si resultaba ser tan perfecta como parecía, lo había conseguido. Al fin había encontrado a su esposa.

Capítulo 1

–Cumple con tu deber –le había ordenado su padre instantes antes de que el órgano de la catedral cobrara vida–. Haz que me sienta orgulloso de ti.

Las palabras resonaban en la mente de la princesa Gabrielle cuyo paso era ralentizado por el peso del traje de novia. La larga cola fluía a sus espaldas, extendiéndose casi tres metros como correspondía a una princesa el día de su boda. Pero ella sólo sabía que le costaba caminar, aunque mantuvo la espalda recta y la cabeza alta... como siempre.

Afortunadamente, el velo que le cubría el rostro ocultaba la expresión que, por primera vez en sus veinticinco años, temía no poder controlar, así como las lágrimas que inundaban sus ojos.

No podía llorar. Allí no. No en ese momento.

No mientras avanzaba por el pasillo de la catedral de su reino, del brazo de su padre, el rey de Miravakia. El hombre al que había intentado, sin éxito, complacer toda su vida.

Incluso en la universidad había estado tan obsesionada con ganarse la aprobación paterna que había estudiado a todas horas. Mientras sus compañeros iban de fiesta por Londres, Gabrielle se había enterrado entre libros. Al acabar los estudios, a pesar de su título de economista, se había entregado a las obras benéficas, tal y como esperaba su padre que hiciera una princesa de Miravakia. Cualquier cosa para ganarse su favor. Ése era el mantra de su vida. Incluso el matrimonio con un perfecto extraño que él había elegido.

¿Por qué lo aguantaba? El suyo no era un reino feudal, ni ella un bien consumible. Sin embargo no sabía cómo contradecir a su padre sin caer presa de su furia.

–He aceptado una propuesta de matrimonio –había dicho el rey Josef una mañana tres meses atrás.

Gabrielle había dado un respingo. Su padre ni siquiera había levantado la vista del desayuno. Le sorprendía que le hubiera hablado siquiera. Normalmente desayunaba en silencio mientras leía el periódico, aunque siempre insistía en que ella lo acompañara.

–¿Una propuesta de matrimonio? –se sorprendió. Su padre no había mostrado el menor interés por volverse a casar desde la muerte de su madre cuando ella tenía cinco años.

–Una mezcla de sangre real y riqueza casi ilimitada que me pareció muy atractiva –había dicho el rey–. Y desde luego reforzaría el estatus del trono de Miravakia.

Era como discutir la compra de un coche. La mente de Gabrielle había echado a volar. ¿Iba a tener una nueva madre? La idea casi le resultó divertida. Por mucho que amara a su padre, no era fácil vivir con él.

–No habrá un tedioso y prolongado noviazgo –había continuado su padre mientras se frotaba los finos labios–. No tengo paciencia para esas cosas.

–Claro –había asentido ella.

¿A quién habría podido encontrar su padre que cumpliera los requisitos para ser su esposa? Por norma general solía tener una pésima opinión de cualquier mujer y, como rey de Miravakia, la novia sólo podría pertenecer a una selecta lista de miembros de la realeza.

–Espero que te comportes como es debido –había continuado él–. No quiero ninguna escenita histérica tan habitual entre las de tu género cuando se les habla de bodas.

Gabrielle había evitado responderle.

–Confío en que lo organices todo rápida y eficazmente.

–Claro, padre –había contestado ella de inmediato. Nunca había planificado una boda, pero no podría ser tan diferente de los actos de Estado que sí había organizado. Disponía de un equipo estupendo, capaz de cualquier milagro. Además, a lo mejor una nueva esposa conseguía hacer aflorar un aspecto más tierno de su rígido padre.

Perdida en sus pensamientos le sobresaltó el ruido que hizo el rey con la silla al levantarse. Y sin decir una palabra más, dio por zanjado el asunto. Qué típico de él. Sintió una súbita oleada de afecto por sus rudas maneras que casi le hizo reír.

–Padre –lo llamó antes de que abandonara la sala.

–¿Qué quieres? –se volvió él con impaciencia.

–¿No me vas a decir el nombre de la novia? –sonrió ella mientras se reclinaba en la silla.

–Deberías esforzarte un poco más, Gabrielle –su padre la miró fijamente con el ceño fruncido–. De lo contrario vas a arruinar este país cuando me sucedas. La novia... eres tú.

Sin añadir nada más, el rey se dio media vuelta y salió de la habitación.

Al recordarlo aquella mañana en la catedral, Gabrielle se quedó sin aliento mientras el pulso se le aceleraba. Sentía aumentar el pánico y luchó por hacer entrar algo de aire en los pulmones mientras se ordenaba calma.

Su padre no perdonaría jamás una escena, o si mostraba cualquier cosa que no fuera una dócil aceptación, incluso gratitud, por el modo en que había dirigido sus asuntos. Su vida.

Su matrimonio.

Sintió bajo la temblorosa mano la pesada y áspera manga de la ornamentada chaqueta del rey mientras avanzaban por el pasillo central. Cada paso le acercaba más a su destino.

No podía pensar en ello. No podía pensar en él... su novio. Pronto su esposo. Su compañero. El rey de su pueblo cuando ella se convirtiera en reina. De sus labios surgió un sonido parecido a un sollozo, aunque afortunadamente quedó tapado por la música.

La catedral estaba abarrotada de miembros de la realeza y la nobleza europea, así como aliados políticos y socios de su padre. En el exterior, el pueblo de Miravakia celebraba la boda de su princesa. La prensa proclamaba la alegría en las calles desde que su Gabrielle había encontrado a su esposo. Su futuro rey.

Un hombre al que ella no conocía y apenas había visto. Nunca en persona.

Su futuro esposo la había conseguido mediante contratos, reuniones con su padre y negociaciones. Todo sin el consentimiento o conocimiento de la novia. Su padre no le había pedido opinión, ni siquiera había considerado sus sentimientos. Había decidido que era hora de que se casara, y le había elegido el novio.

Gabrielle jamás discutía con su padre. Jamás se rebelaba ni le contradecía. Era buena, obediente, respetuosa hasta la extenuación. Y todo con la esperanza de que algún día le devolviera algo de ese respeto. Quizás incluso que la amara... un poco.

Sin embargo, su padre la había vendido al mejor postor.

Luc se sintió triunfante al contemplar a la mujer que pronto sería su esposa acercarse por el pasillo central. De pie en el altar, apenas se fijó en los arcos de vidrieras o las cientos de gárgolas que lo contemplaban desde lo alto. Su atención estaba fija en ella.

Apretó los labios con fuerza al pensar en su imprudente e irreflexiva madre y la destrucción que había desencadenado con su rebeldía, sus pasiones. Pero Luc no tenía el carácter manipulable de su padre. Él no aceptaría un comportamiento así, no de su esposa.

Esa esposa debía estar a salvo de cualquier posible reproche. Debía ser práctica, ya que el matrimonio lo sería sobre el papel primero, y de carne y hueso después. Pero, sobre todo, debía ser digna de confianza porque él no toleraba la traición. En su matrimonio no habría ninguna «discreta aventura». Sólo aceptaría plena obediencia. No habría chismorreos en la prensa, ningún escándalo.

Había buscado durante años. Había rechazado a innumerables mujeres, y casi rozado el fracaso con lady Emma. Como todo en su vida, desde los negocios a su vida privada, celosamente guardada, su negativa a un compromiso le había aislado, aunque también recompensado.

Como jamás se había comprometido, había conseguido lo que deseaba. La princesa perfecta. Al fin.

La princesa Gabrielle era sumisa y dócil, como evidenciaba su presencia en la catedral, avanzando hacia un matrimonio concertado porque su padre se lo había ordenado. Todo iba saliendo bien. Suspiró complacido.

Recordó los soleados días en que la había seguido por Niza. Poseía una elegancia natural y no se alteraba por mucho que llamara la atención. Jamás en su vida había provocado un escándalo. Era conocida por su serenidad y su absoluta ausencia en los titulares de prensa. Y si aparecía en los periódicos era sólo en referencia a sus obras benéficas. Comparada con las demás aristócratas que se paseaban por Europa, podría considerársela una santa.

El imperio de Luc Garnier estaba basado en el perfeccionismo. Si no era perfecto no podía llevar su nombre.

Y su esposa no sería una excepción.

No había dejado nada al azar. Había encargado a otros la recopilación de información, pero él había tomado la decisión final, como siempre, fuera cual fuera la adquisición. La había seguido en persona porque sabía que no podía fiarse de la opinión de nadie más. Los demás podrían haber cometido errores o pasado por alto algún detalle, pero él no. No habría abordado a su padre de no haber estado absolutamente satisfecho. No sólo era la mejor elección como esposa, sino su elección.

Luc se había reunido con el rey Josef, para perfilar los últimos detalles del contrato, en la lujosa suite del monarca en el hotel Bristol de París.

–¿No desea conocerla? –había preguntado el monarca una vez concluido el trato.

–No será necesario –había contestado Luc–. A no ser que usted lo desee así.

–¿Y a mí qué me importa? –el rey había resoplado por la nariz–. Se casará con usted.

–¿Está seguro? –había preguntado Luc, aunque sabía que las negociaciones jamás habrían llegado tan lejos si el rey no estuviera seguro de la obediencia de su hija–. El nuestro no es un acuerdo muy habitual hoy en día. Una princesa y un reino a cambio de riqueza e intereses comerciales. Parece algo más propio del pasado.

–Mi hija fue educada para hacer lo correcto por su país –el rey agitó una mano en el aire–. Siempre he insistido en que Gabrielle comprenda que su posición requiere cierta dignidad –frunció el ceño–. Y una enorme responsabilidad.

–Pues parece que se lo ha tomado muy en serio –había observado Luc–. Jamás he oído que se hable de ella salvo para hacer referencia a su elegancia y serenidad.

–Por supuesto –el rey pareció sobresaltado–. Toda su vida ha sabido que su papel como princesa iba antes que cualquier consideración personal. Será una buena reina algún día, aunque necesita una mano firme que la guíe. No le causará problemas.

Eso satisfacía plenamente a Luc.

–Pero basta ya –el monarca parecía molesto por haber dedicado tanto tiempo a hablar de algo tan poco interesante–. Brindemos por el futuro de Miravakia.

–Por el futuro de Miravakia –había murmurado Luc. Gabrielle se convertiría en su esposa y, por fin, se demostraría a sí mismo y al mundo que no estaba cortado por el mismo patrón que sus difuntos padres. Él, Luc Garnier, quedaría libre de cualquier reproche.

–Eso, eso –el rey Josef alzó una ceja invitando a las confidencias–. Y por las mujeres que saben cuál es su lugar.

Esa mujer avanzaba hacia él por el pasillo de la catedral y Luc se permitió una sonrisa.

Era perfecta, se había asegurado de ello. Y estaba a punto de convertirse en suya.

Gabrielle lo veía desde detrás del velo. Se erguía alto ante el altar y su mirada parecía ordenarle que se acercara a él. Que se acercara a su futuro.

A su novio, al que no había visto antes, aunque le había investigado. Por parte de madre descendía de un rancio linaje de aristócratas italianos y su padre había sido un multimillonario francés cuya fortuna había duplicado Luc antes de cumplir los veinticinco. La turbulenta historia de amor de sus padres había sido portada de la prensa. Habían fallecido en un accidente de barco cuando su hijo contaba poco más de veinte años. Y según algunos, eso explicaba su carácter decidido y emprendedor. La mandíbula, junto con el brillo de los oscuros ojos, delataba un carácter despiadado.

«No puedo hacerlo...».

Y sin embargo iba a hacerlo.

No tenía elección, no se había permitido ninguna, pero tampoco tenía por qué obligarse a presenciarlo. Mantendría la mirada baja. No quería mirar a ese hombre, a ese extraño que pronto sería su esposo. Las enormes manos le agarraron los temblorosos dedos para guiarla en los últimos pasos hasta el obispo.

Gabrielle tenía todos los sentidos en alerta. El corazón latía alocadamente contra las costillas y unas lágrimas de rabia, y algo más oscuro, amenazaban con inundar sus ojos e impedirle la visión.

Era tan masculino, tan inconmovible. A su lado, su gran corpulencia le hacía parecer una enana. Irradiaba fuerza y un calor amenazante que surgía de la mano que la aferraba con fuerza y que hacía que sintiera las piernas peligrosamente débiles.

«Sólo es otro ataque de pánico». Se ordenó respirar. Se ordenó calmar la confusión que le hacía estremecerse junto a ese hombre.

El extraño al que su padre la había vendido.

Si cerraba los ojos podía imaginarse fuera, bajo el sol, disfrutando de la agradable brisa de los Alpes que bañaba el país incluso en pleno verano. Los pinos negros y los tejados rojos de las casas se esparcían por la montañosa y diminuta isla, rabiosamente independiente del mar Adriático, más cercana a la escarpada costa croata, hacia el este, que a Italia, al oeste.

Por su país, por su padre, haría lo que fuera.

Incluso aquello.

Sin embargo, mantuvo los ojos cerrados y se imaginó en otra parte.

En cualquier lugar menos...

–Abre los ojos –le ordenó Luc susurrando mientras el obispo oficiaba la ceremonia.

La estúpida criatura se había puesto rígida y a través del velo se veía claramente que tenía los ojos cerrados.

Sintió cómo la joven se sobresaltaba y sus delicadas manos temblaban entre las suyas. Los dedos estaban pálidos y fríos.

–¿Cómo...?

La voz fue apenas un susurro, pero a Luc le provocó un cosquilleo. Se fijó más detenidamente en el fino cuello. Todo su cuerpo estaba formado por delicadas líneas y suaves curvas y de repente sintió el deseo de besar cada una de ellas.

La oleada de deseo le sorprendió. Sabía que era hermosa, y había anticipado el placer que le producirían las relaciones íntimas con ella. Pero aquello era algo más...

Era consciente de la tensión en los frágiles hombros, de la respiración entrecortada. Consciente de toda su persona a pesar de que apenas veía su rostro tras el velo. Sintió una enorme tensión en la ingle que se irradió hacia el exterior. Incluso el leve roce de sus dedos en medio del altar de una iglesia, y a apenas un metro del obispo, le provocaba una oleada de calor en todo el cuerpo.

De repente se dio cuenta de que ella temblaba. A lo mejor no estaba tan contenta con la boda como había supuesto.

Luc casi se echó a reír. Allí estaba, imaginándose la noche de bodas con todo lujo de detalles mientras que su novia estaba hecha un manojo de nervios. No podía reprochárselo. Sabía que muchos lo encontraban intimidatorio. ¿Por qué no ella?

–Nos irá bien juntos –susurró él en un intento de tranquilizarla. Fue un impulso totalmente nuevo en él, tan extraño como el deseo de protegerla que siguió.

Gabrielle volvió a estremecerse y él le apretó los dedos con más fuerza.

Le pertenecía, y él siempre cuidaba de sus posesiones.

Gabrielle se obligó a abrir los ojos aunque la voz del extraño, su marido, le provocara espasmos de inquietud. La mano que la sujetaba estaba demasiado caliente y él demasiado cerca.

El obispo pronunció las tradicionales palabras sagradas y ella tuvo la sensación de que todo iba demasiado deprisa. La sensación de estar a un tiempo presente y lejos y, en cualquier caso, fuera de control. Sentía las fuertes manos de Luc sobre las suyas mientras deslizaba el anillo de platino en su dedo. El tamaño y fuerza de esa mano le maravilló en contraste con el frío metal de la alianza que ella le puso. Oyó de nuevo su voz al repetir los votos, en aquella ocasión una voz fuerte y decidida que le provocó una extraña sensación en el estómago.