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Estar de nuevo tan cerca era una deliciosa tortura para los dos. Holly Tsoukatos apenas podía controlar sus nervios mientras esperaba para hablar con su marido y pedirle el divorcio. Estaba aún más asustada que cuando le dijo a Theo las palabras que destruyeron su unión. Y de eso hacía ya cuatro años. Al ver de nuevo a Holly, y muy a su pesar, Theo se dio cuenta de que seguía deseándola y decidió que, si quería hablar con él, iba a tener que ser en el Chatsfield de Barcelona, el hotel donde pasaron su luna de miel. Holly había conseguido no dejarse llevar por la química que los había consumido en el pasado. Pero, esa vez, Theo no iba a dejar que huyera tan fácilmente...
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Seitenzahl: 258
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Harlequin Books S.A.
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La redención del griego, n.º 117 - junio 2016
Título original: Greek’s Last Redemption
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8128-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Theo Tsoukatos frunció el ceño cuando vio que se abría la puerta de su despacho. Había dado órdenes estrictas de que no se le molestara y esperaba que se obedecieran sus órdenes. Normalmente lo conseguía. Nadie que trabajara para él podía ignorar sus normas sin tener después que sufrir las consecuencias.
Se daba cuenta de que se parecía cada vez más a su padre, que también había sido siempre temido. Era algo que podía tolerar, siempre y cuando fuera así únicamente en el ámbito empresarial. Solo esperaba no llegar a ser nunca como su padre en lo referente a su vida personal.
«Eso nunca, no voy a dejar que suceda», se prometió. Era algo que había tenido muy claro desde su infancia.
–Confío en que sea algo urgente, como que el edificio está en llamas –le dijo a su secretaria con frialdad al verla entrar en su despacho–. O a punto de estarlo…
Supuso que debía de ser algo muy urgente para que estuviera desoyendo sus instrucciones de esa manera.
–Que yo sepa, no. No está en llamas –replicó ella sin inmutarse ante su tono agresivo–. Pero aún es pronto…
La señora Papadopoulos, con su pelo canoso, su cara de pocos amigos y su gesto arisco, le había recordado siempre a su tía Despina. Por su aspecto y también por su carácter. Ninguna de las dos mujeres se dejaba impresionar por sus encantos.
Frunció el ceño al ver que no le daba más explicaciones. Se suponía que había contratado a esa mujer para evitar que nada ni nadie lo distrajeran, no para que resultara ser una distracción más.
Suspiró su impaciencia. Había estado compilando sus notas para lograr una mejora en la eficiencia del combustible y para conseguir recortar gastos en las estrategias de optimización que querían llevar a cabo. Tenía una reunión ese día en la casa de su padre y era muy importante que tuviera preparados todos los datos que le iba a presentar. El viejo y astuto Demetrious Tsoukatos estaba últimamente más centrando en sus problemas médicos que en el negocio de la familia. Miró hacia los ventanales que cubrían una de las paredes de su despacho. Desde allí podía ver todo Atenas extendiéndose a sus pies. La ciudad más grande de Grecia siempre le recordaba que todo lo que se levantaba debía caer antes de levantarse de nuevo, más fuerte que antes. Esa metrópolis tan vida, caótica y llena de historia era un recordatorio permanente de lo que se había convertido en un lema en la familia Tsoukatos.
Y esa era también la historia de su propia vida. Incluso ese fabuloso rascacielos donde tenía su despacho, la orgullosa torre Tsoukatos, se izaba sobre la ciudad con sus vigas de acero y su imponente arquitectura para recordarle al mundo quién era su padre, el exitoso y poderoso armador griego. Un hombre que había conseguido triunfar a pesar de todos los obstáculos que se había ido encontrando en el camino, como los puestos por sus competidores y enemigos, como los que había provocado la grave crisis económica.
Últimamente, esa torre era un símbolo de la creciente reputación y prestigio que Theo estaba consiguiendo en el mundo de los negocios. Empezaban a verlo como a un hombre temerario que no se amilanaba a la hora de arriesgarse y como a alguien que había conseguido mantener la empresa familiar a flote gracias a su imaginación y a su modo de pensar. Durante los últimos años, habían sido muchas las empresas que habían llegado a la quiebra al intentar capear la tormenta económica con políticas demasiado conservadoras.
Pero sabía que eso no le iba a pasar a la naviera Tsoukatos.
Se había hecho un nombre en la prensa del corazón por ser un rico y rebelde heredero que no se había perdido ni una fiesta durante su juventud. Pero, durante los últimos cuatro años, se había dedicado a demostrarle al mundo financiero que podía ser tan implacable y duro como su propio padre. Había descubierto lo bien que se le daba comportarse de esa manera. Se había sentido casi como si esa facilidad para ser despiadado y autoritario corriera por sus venas, tal y como le había asegurado siempre su padre.
Y él había decidido que podía permitirse emular a su padre allí, en la sede de la empresa o en la sala de juntas, donde ese tipo de crueldad podía llegar a ser algo positivo. Su vida personal, como le había pasado a su progenitor, también era un desastre, pero no por las mismas razones.
«Puede que no sea feliz, pero al menos no soy un mentiroso ni un hipócrita», se solía recordar a menudo.
Creía que estaba rodeado de personas que no podían decir lo mismo.
Dirigió su mirada más feroz a la señora Papadopoulos al ver que se acercaba a su escritorio. La mujer lo miró con un gesto reprobatorio en sus ojos, uno que ya había visto antes en su mirada y que, perversamente, le encantaba. Esa mujer le recordaba a diario, con sus gestos, que era un hombre imperfecto y lleno de pecados de todo tipo.
–Es su esposa –le dijo entonces la señora Papadopoulos con firmeza.
Se quedó sin aliento al oír sus palabras.
«Hablando de mis pecados…», se dijo. Ya no le divertía la situación.
Su esposa.
Holly…
Estaba tan acostumbrado a ese brote de rabia que surgía dentro de él, a esa especie de rayo de furia que lo atravesaba, que ya casi le parecía que apenas era consciente de lo que estaba sintiendo. Ese primer brote de furia desencadenó por todo su ser una serie de explosiones secundarias. Habían pasado casi cuatro años desde que viera por última vez a su mujer. Cuatro años desde que estuvieran juntos en una misma habitación o incluso en el mismo país.
Habían pasado cuatro años desde la última vez que la tocó, la besó y se perdió en ella. Pero recordó en ese instante con frialdad por qué nunca iba a volver a hacerlo. Habían pasado también cuatro años desde que descubriera la verdad sobre ella, desde que se diera cuenta de que esa mujer había hecho que su matrimonio no fuera más que una farsa.
«En realidad, no descubrí la verdad sobre ella. Fue esa mujer la que me presentó su confesión en una bandeja de plata», se recordó con amargura. Creía que eran cosas que no iba a poder olvidar nunca. No le convenía hacerlo.
Pero sabía que tampoco debía pensar en ello, dejarse llevar por ese camino oscuro. No podía hacerlo en ese momento y menos aún allí, en su lugar de trabajo, donde todos lo veían como un hombre tranquilo y frío que no se dejaba llevar nunca por la ira por muy fuerte que fuera la presión.
Sabía que debía controlarse.
No entendía por qué esa mujer tenía la capacidad de seguir afectándolo como lo hacía, pero sabía que debía tranquilizarse, respirar profundamente y tratar de relajarse. Vio que sus manos eran puños y las abrió. Todo su cuerpo estaba en tensión y trató de fingir indiferencia, la que creía que debería sentir después de tanto tiempo.
–Si es mi esposa la que quiere hablar conmigo, no solo estoy demasiado ocupado para recibirla sino que, además, no estoy interesado en verla –le dijo sin poder controlar su mal humor–. Ya debería saber que no quiero que me moleste con estas tonterías, señora Papadopoulos. Dígale a mi esposa que, si quiere algo, deje un mensaje en el contestador o que me mande un correo electrónico. Como lo miro solo muy de vez en cuando…
–Señor –lo interrumpió su secretaria.
No supo qué le sorprendió más. Que la mujer se atreviera a interrumpirlo o que se mantuviera firme a pesar de la gélida mirada que le estaba dirigiendo él en esos momentos.
–Insiste en que se trata de una emergencia.
Lo último en lo que quería pensar era en Holly, la mujer que había conseguido engañarlo con su dulzura y su belleza, la mujer que lo había hecho caer en un pozo del que le había costado mucho salir. Durante sus momentos más oscuros, había llegado a pensar que había merecido lo que le había pasado. Después de todo, se había casado con una mentirosa, el tipo de persona del que él siempre había renegado.
Aunque no quería pensar en ella, tenía que reconocer que era algo que hacía todos los días. A pesar del tiempo que había pasado, esa mujer estaba en su mente durante las madrugadas que pasaba en su gimnasio privado, ya fuera mientras trataba de librarse de su rabia golpeando un saco o boxeando con su entrenador. También le pasaba mientras corría un montón de kilómetros a toda velocidad en la cinta andadora.
Trataba de no pensar en ella ni en cómo lo había traicionado con un turista cuyo nombre ni siquiera podía recordar Holly. No podía evitar imaginar las mismas escenas una y otra vez, las tenía grabadas en su cerebro como si él mismo hubiera presenciado su traición.
Se preguntaba cómo podía haberse dejado engañar tan fácilmente, por qué se había creído todas las mentiras que Holly le había dicho. Le costaba entenderlo. Suponía que había estado demasiado hipnotizado para darse cuenta de lo que estaba pasando, para ver que Holly lo estaba tratando de engañar haciendo un papel que nada tenía que ver con la realidad.
Se había pasado los últimos cuatro años completamente centrado en su trabajo y en la empresa familiar. Lo había hecho con él único propósito de ocupar su tiempo y no tener que pensar en sus mentiras ni recordar a la mujer que había conseguido engañarlo. Se arrepentía de haberse casado con ella y sentía que esa mujer le había arruinado la vida de muchas maneras. Holly lo había convertido en el hazmerreír de su entorno y eso le dolía, pero no tanto como el hecho de que le rompiera por completo el corazón. Un corazón que, antes de conocerla, ni siquiera había creído poseer. Y pensaba que eso era infinitamente peor, habría preferido no tener corazón a tenerlo roto.
Para colmo de males, sentía que esa mujer lo había engañado para que ellos dos reencarnaran de alguna manera el fallido matrimonio de sus propios padres y eso no se lo iba a perdonar nunca.
Se había centrado completamente en su trabajo durante los últimos cuatro años y había enfocado en la empresa toda su furia, destruyendo por el camino a todos los rivales de la compañía. Había conseguido así controlar sus sentimientos a la vez que colocaba a la empresa de los Tsoukatos en una posición de superioridad. A todos les había sorprendido su indiscutible éxito durante un tiempo de adversidades económicas casi insuperables en ese país.
Sus logros habían hecho que nadie se refiriera a él como el joven mimado, rico y mujeriego que había sido en el pasado, alguien que había estado orgulloso de ser siempre el alma de todas las fiestas de la alta sociedad europea y un joven conocido por su larga lista de conquistas.
No, nadie le recordaba su pasado. Nadie se atrevía a hacerlo.
Pero había errores de su pasado de los que no le había resultado tan fácil librarse.
Como Holly.
Ella simbolizaba como nadie su mayor fracaso. Su matrimonio había sido la culminación de una juventud completamente desperdiciada. Le costaba aceptar cómo había sido durante esos años, un joven sin principios y sin objetivos en la vida, la gran decepción de su padre y la oveja negra de su familia.
Prefería no recordar siquiera lo que había sentido al ver a aquella joven rubia de Estados Unidos que había fingido enamorarse de él desde el principio. Después de su primera semana juntos en la isla, él la había perseguido casi con desesperación, pero Holly lo había terminado por traicionar de la manera más cruel solo seis meses después de que se casaran. Theo había estado lo suficientemente ciego de amor como para pensar que esa boda tan rápida era algo romántico y maravilloso.
Lo que más le dolía era tener que recordar la desagradable verdad. No podía culpar a nadie más por lo que le había pasado, solo a él mismo.
Después de todo, no podía decir que no hubiera recibido advertencias de otras personas. Todos, menos él, parecían haberse dado cuenta de que la encantadora e ingenua Holly Holt, que estaba viajando sola por Europa para tratar de superar la reciente muerte de su padre, no lo era tanto. Esa joven había resultado ser en realidad una cazafortunas de Texas que había conseguido hacerse con el mejor trofeo que había conseguido encontrar.
Y ese verano en la isla de Santorini, Theo había sido la mejor opción.
–Eres mi sucesor y el heredero de la fortuna de los Tsoukatos –le había dicho su padre con firmeza en más de una ocasión y con poco éxito–. Esa chica, en cambio, no es nadie. Esto no puede llegar a ser nada más que una aventura de verano, Theo. Tienes que entenderlo.
Su padre y Brax, su hermano, habían tratado de convencerlo para que no cometiera un grave error, pero Theo no había querido seguir los consejos del hombre que había destruido a su propia madre con un sinfín de infidelidades. Tampoco le había prestado atención a su hermano pequeño, había creído que era demasiado joven para entenderlo.
Algún tiempo después, cuando vieron que estaba decidido a desoír sus consejos y cometer el error de casarse con Holly a las pocas semanas de conocerla, le rogaron que tomara al menos las medidas necesarias para proteger su fortuna, su futuro y el de la empresa. Temían que Theo estuviera dejando que no fuera su cabeza la que tomara las decisiones, sino otra parte de su cuerpo…
Y él los había ignorado a todos. Había sido así a esa edad. Con veintitantos años, solo le había preocupado él mismo, nadie más. Solo había querido disfrutar al máximo de la vida, dilapidar su dinero y pasárselo bien.
No había pensado más que en él mismo y en la bella joven rubia de deliciosas curvas y unos ojos que rivalizaban con el azul del mar Egeo. Le había parecido entonces que Holly tenía la sonrisa más dulce y más grande que había visto en su vida y se había perdido completamente en ella.
Solo había tenido ojos para esa mujer, que había conseguido hipnotizarlo. Por desgracia, no había tardado en darse cuenta de que tras esa bella sonrisa y esos ojos brillantes solo había un corazón cruel.
Había pagado muy caro el haber actuado sin pensar, de manera impetuosa. Creía que lo que Holly le había hecho era su penitencia. Su matrimonio había sido una humillación que no podía olvidar, pero se aferraba a él y se negaba a darle la satisfacción a Holly de concederle el divorcio.
A pesar de lo que ella le había hecho y de que después se había atrevido a confesárselo a la cara sin pedirle siquiera perdón, se negaba a dejar que Holly viera cómo lo había destruido, cómo le había afectado lo que había pasado en aquella isla durante una larga estación de lluvias.
Habían pasado año casi cuatro años y medio desde que se casaran a toda prisa ese verano y casi cuatro años desde que se vieran por última vez, pero aún seguía enfadado, lo suficiente como para que esa ira le durara otros cuatro años.
Ya no la deseaba y se había prometido a sí mismo que se tiraría por un acantilado de Santorini antes de dejar que esa mujer volviera a ejercer sobre él su maligna magia, pero no iba tampoco a darle la satisfacción de concederle el divorcio. Si quería tener su libertad, iba a tener que pedírselo de rodillas.
En ese caso, estaba decidido a hacerle pagar por lo que le había hecho de la misma manera, humillándola como había hecho Holly con él.
–¿Una emergencia? –repuso al ver que su secretaria esperaba una respuesta–. Mi mujer parece tener un talento especial para exagerar y convertir en emergencia cualquier tontería sin la menor importancia –agregó sin poder ocultar su irritación.
Sabía que en su rígida y estricta secretaria no iba a encontrar mucha comprensión, pero no le importó que lo viera enfadado, tenía que desahogarse con alguien.
Además, Theo le pagaba una fortuna por su trabajo como secretaria de dirección. Tenía en cuenta que la mujer debía enfrentarse cada día a su mal humor y suponía que no sería nada fácil hacerlo.
Creía que era una lástima que no hubiera sido igual de riguroso en su elección antes de casarse apresuradamente con Holly.
–Para ella, por ejemplo, es una emergencia pasarse del límite de su tarjeta de crédito –agregó cada vez más enfadado.
–Creo que esto es distinto, señor Tsoukatos –respondió su secretaria.
Estaba perdiendo la poca paciencia que le quedaba y no era precisamente conocido por tener esa cualidad. Ya estaba prestándole en ese momento más atención y tiempo a pensar en Holly y en su matrimonio de lo que habría querido. No podía evitar acordarse de ella cada día, pero prefería hacerlo en la soledad de su gimnasio mientras trataba de dominar su ira y su frustración corriendo más rápido o golpeando con más fuerza el saco de boxeo.
Miró de reojo la pantalla de su ordenador. Podía ver cómo seguían llegando correos electrónicos a su bandeja de entrada. Muchos eran urgentes y necesitaba contestarlos cuanto antes. Para colmo de males, aún tenía que esbozar el resto de su presentación y lo último que quería era perder el tiempo por culpa de esa mujer. Sabía que se traía algo entre manos.
–¿Por qué? –le preguntó a la señora Papadopoulos en un tono demasiado hostil.
Sabía que no estaba siendo justo con ella, que no debía desahogar con la mujer sus frustraciones, pero cada vez le costaba más trabajo controlarse. Aunque todo su cuerpo ya había estado muy rígido, sintió que sus músculos se tensaban aún más, una hazaña que le parecía anatómicamente imposible.
–¿Por qué cree que sí es una emergencia esta vez? –insistió él encogiéndose de hombros–. ¿Porque se lo ha dicho ella? Siempre lo hace.
–No, porque ha llamado a través de una videoconferencia –le dijo la señora Papadopoulos mientras colocaba frente a él en la mesa una tableta.
Hasta ese momento, ni siquiera la había visto en las manos de su secretaria.
–Ahí la tiene, señor –le dijo la mujer mientras daba un paso atrás sin dejar de mirarlo a los ojos con firmeza y frialdad.
Theo parpadeó sorprendido. En la tableta estaba la imagen congelada de Holly. La miró con suspicacia, como si pudiera salir de ella en cualquier momento y volver a darle una puñalada por la espalda. Quizás una aún más profunda en esa ocasión, un golpe mortal por fin.
Durante unos segundos, olvidó que la señora Papadopoulos seguía allí, mirándolo con gesto reprobatorio. Le hizo un gesto con la mano para que saliera de su despacho. Ya había dejado que lo viera con la guardia baja y no quería estropear aún más la imagen que la mujer tenía de él.
No sabía por qué habría decidido llamarlo por videoconferencia. Tenía que reconocer que aquello era diferente y, cuando se trataba de Holly, lo diferente no solía ser buena señal.
Cuando Holly hacía algo diferente, solía ser porque se trataba de algo importante, algo que solía terminar pagándolo él muy caro.
Esa mujer había sido su error más costoso, con diferencia. De todas las locuras que había hecho durante su juventud de excesos, Holly Holt era la que más lamentaba. Una joven, procedente de un lugar tan lejano para él como un rancho de Texas, que había aparecido en su vida con su gran sonrisa y sus ojos brillantes, haciendo que se encandilara de ella desde el primer momento para dejarlo después con el corazón roto.
Era un error que tenía que recordar, lo quisiera o no, todos los días desde entonces.
–Contrólate –se dijo mientras miraba la tableta que su secretaria había dejado delante de él en la gran mesa de madera.
Se dispuso a finalizar la llamada sin contestar. Sabía que era lo mejor que podía hacer, lo más inteligente, pero la imagen de Holly impidió que lo hiciera. A pesar de estar congelada y de que la imagen estaba algo pixelada, verla de nuevo fue como un puñetazo en el estómago. Pero el dolor lo sentía en cada centímetro de su cuerpo, como si aún pudiera notar sus garras en él.
Se odiaba a sí mismo por lo débil que había sido y seguía siendo, pero sabía que eso no iba a conseguir cambiar las cosas.
Holly ya no era la joven que había conocido en aquella isla, una chica bronceada por el sol de Santorini y con una belleza poco sofisticada que a él le había parecido embriagadora y fascinante.
Estudió la imagen congelada que tenía frente a él como si así pudiera conocerla mejor, como si de ese modo pudiera llegar a entender cómo era de verdad. Seguía sin comprender cómo había podido engañarlo de esa manera.
Ya no era la misma joven de cabello exuberante y botas vaqueras. Recordaba cuánto le había gustado a Holly ese tipo de calzado. Casi podía verla hablando y riendo frente a él, con una expresión abierta y despreocupada que la había hecho brillar más que ninguna otra bajo el sol de Santorini.
Con los años, se había convertido en una mujer más elegante y esbelta. Aunque tratara de evitar fijarse en las revistas en las que aparecía de vez en cuando, había visto algunas fotografías durante esos últimos años, pero en ese momento la tenía frente a él y la imagen congelada de Holly lo miraba directamente a los ojos.
Cuando la conoció había sido una joven llena de curvas exuberantes que lo había encandilado en cuanto la vio con un breve bikini, había conseguido hacerle su esclavo desde el primer momento. Pero también su cuerpo había cambiado. Estaba mucho más delgada y esbelta. Su pelo aún era rubio, pero lo llevaba liso y ese día parecía habérselo recogido en un refinado moño. Llevaba un maquillaje natural y discreto y su vestido era minimalista y clásico. Tenía que reconocer que su aspecto era muy elegante, rozaba la perfección.
Holly Holt, tal y como había sido cuando él la había conocido, cuando se había enamorado y casado con ella, ya no existía. Y la verdad era que dudaba que hubiera existido nunca, ni siquiera entonces.
Esa mujer la había sustituido, la que tenía en la imagen de la tableta. Era una mujer que parecía haber sido fabricada artificialmente, pero de manera muy astuta.
Durante los últimos años, Holly Tsoukatos se había convertido en una filántropa comprometida con todo tipo de causas benéficas gracias al dinero de su marido, un marido que siempre estaba ausente, pero cuya riqueza tenía siempre a su disposición.
Holly Tsoukatos se había hecho conocida en todo el mundo por ser la elegante esposa del que fuera en el pasado uno de los donjuanes favoritos de la alta sociedad europea, aunque era sabido por todos que el matrimonio estaba distanciado. Desde que Theo se convirtiera en un empresario de éxito, conocido por ser casi tan duro y peligroso como lo había sido su padre, la prensa la perseguía a ella aún más, era uno de los personajes de moda en las revistas del corazón.
Odiaba a esa mujer y odiaba la situación en la que se encontraban. Pero lo que más detestaba de todo ello era el hecho de que aún deseara a esa joven americana inculta, divertida y desenfada que había conseguido cautivarlo como no lo había hecho nadie durante una breve pero apasionada semana.
Pero, por supuesto, sabía que esa Holly había sido una mentira y no entendía por qué parecía costarle tanto recordarlo. Creía que no debía olvidar nunca que la persona de la que se había enamorado entonces no había existido, no había sido más que el fruto de una magnífica actuación, nada más.
Pero ya no iba a seguir engañándolo. Tenía muy claro que esa sofisticada mujer sí era la Holly real.
Era una especie de reina de hielo, fría y con exquisitos modales, que había logrado construir un pequeño imperio gracias a sus mentiras y al dinero de su marido. Parecía tener solo un objetivo en la vida, gastarse su fortuna.
Esa sí era la verdadera Holly.
No podía dejar de mirar su imagen congelada. Le costaba mucho recordar la dura realidad, no le gustaba nada hacerlo. Creía que esa era una de las razones por las que solo había hablado con ella por teléfono y en muy raras ocasiones durante los últimos cuatro años.
Por otro lado, sabía que tenía un carácter difícil y esa mujer parecía tener la rara habilidad de sacarlo de quicio sin apenas esfuerzo. Una y otra vez, se esforzaba por mantener la ira en su interior, oculta a los ojos de los demás, hirviendo dentro de él a fuego lento. No podía dejar que ese lado oscuro lo traicionara, tenía que controlarse, por mucho que le costara hacerlo.
Prefería morir antes que mostrarle ese lado oculto, no quería que Holly supiera hasta qué punto lo sacaba de quicio ni el hecho de que no hubiera conseguido superar aún su traición. Solo quería que viera el desprecio que sentía por ella y deseaba hacerlo manteniendo siempre las distancias y con la mayor frialdad posible.
Por desgracia para él, no era solo desprecio lo que sentía por ella, pero era lo único que estaba dispuesto a dejar que viera.
Apretó el botón en la pantalla para descongelar la imagen y hablar con ella. No se molestó siquiera en enmascarar su irritación.
–¿Qué quieres? –le dijo a modo de saludo.
Después de cuatro años de escasas llamadas telefónicas y poco más, era la primera vez que hablaba así con ella, pero prefería ir al grano y acabar con esa conversación cuanto antes. Le habló con voz firme y contundente. Sabía que no iba a ganar ningún concurso por su simpatía pero, en esos momentos, no podía hacer nada para calmar su ira. Le bastaba con mirarla para sentir la necesidad casi primitiva de hacerle daño, de devolverle la puñalada.
–¿No has conseguido arruinarme aún? –agregó irritado.
Holly no tardó en darse cuenta de que llamarlo por videoconferencia había sido un grave error táctico. Lo supo en cuanto la imagen en la pantalla volvió a la vida. Sintió que se esfumaban de repente su valor y su arrojo. Y, lo que era aún peor, también se había quedado sin voz.
Había sido un tremendo error, uno más en su larga lista de terribles errores. Y todos parecían tener algo que ver con ese hombre.
No había estado preparada para verlo de nuevo, para tener que enfrentarse a esa perfección que la dejaba sin aliento. De hecho, nunca lo había estado.
Era Theo y estaba allí mismo, delante de ella, en el enorme monitor de su ordenador.
Después de todos esos años, volvía a verlo y era tan imponente, atractivo y misterioso como lo recordaba. En cuestión de segundos se había metido de nuevo en su triste y solitaria vida, llenándola con su implacable fuerza y el fuego de sus ojos.
No se le pasó por alto que seguía muy enfadado con ella.
Tan enfadado con ella que le bastaba con mirarlo a los ojos para sentir que se sumergía en una temible nube oscura. Era algo que pudo sentir antes siquiera de que abriera la boca.
Después, cuando se dirigió a ella, sus duras y crueles palabras le dolieron tanto como fuertes bofetadas.
Siempre le había sorprendido lo impactante que era su mirada, lo había sido siempre. Pero, después de todo lo que había pasado entre los dos, su mirada era aún más implacable y sentía que podía quemarla con sus ojos oscuros.
Ya había notado su ira durante las cortas y hostiles llamadas telefónicas que habían intercambiado durante los últimos años, conversaciones referidas a las escandalosas facturas de sus tarjetas de crédito. Habían sido siempre cantidades indecentes que ella se encargaba de gastar de manera deliberada, espaciándolas en el tiempo para que coincidieran con los momentos en los que sabía que Theo estaba más ocupado. Trataba de que él no recibiera más de una de esas facturas por trimestre y las llamadas habían sido siempre desagradables y demasiado cortas como para tuvieran una discusión de verdad.
Pero por fin lo veía, después de tanto tiempo, y sintió que se elevaba varios grados la temperatura ambiental. No podía dejar de mirar sus ojos, tan oscuros como el café griego que él le había preparado cada día durante las primeras semanas de su breve matrimonio, antes de que ella lo echara todo a perder.
Por fin podía ver cómo apretaba su mandíbula de hierro, su rostro emanaba fuerza y masculinidad, podía sentirlo incluso dentro de su propio cuerpo, como un escalofrío que la recorría de arriba abajo. Era como una especie de advertencia del terremoto que estaba a punto de ocurrir. Casi se sentía afortunada de que la pantalla del ordenador la separara de él, además de los diez mil kilómetros que había entre ellos.
La miraba como si ese hombre no fuera capaz de hacerse responsable de lo que pudiera pasar si alguna vez volvían a estar juntos en la misma habitación. Se sintió suspendida en las intensas y oscuras promesas que le transmitían su calor, su presencia poderosa y su furia. A pesar de todo el tiempo que había pasado, seguía sintiéndose amenazada por ese hombre.
Una voz en su interior le recordó que había sido absurdo esperar otra cosa de él. Era una voz que sonaba como la de su querido y difunto padre.
«Él te odia. Y te odia porque te aseguraste de que así fuera. Eso es lo que sucede cuando uno abandona a alguien», le recordó esa misma voz.
Sabía que ella debería saberlo mejor que la mayoría de la gente. No podía olvidar que había vivido durante muchos años con la única compañía de su padre, después de que su madre los abandonara a los dos cuando era solo una niña.
Aunque su padre no se había referido nunca con odio a su madre, se había limitado a hablarle del dolor que sentía, de lo mucho que aún la echaba de menos.
Para ella, en cambio, había sido una experiencia que la había marcado para siempre. El abandono de su madre cambió por completo su mundo y, durante años, sintió la ira quemándola por dentro. Era demasiado duro y doloroso.
Y en ese momento estaba, después de tantos años, mirando ese mismo fuego en los ojos de otro, no en un espejo. El fuego de una ira que en ese caso estaba dirigido directamente a ella. Ni siquiera la pantalla de su ordenador estaba consiguiendo suavizar ese odio.
Lo veía en alta definición.