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Me perteneces… y no podrás escapar. En el desierto, la palabra del jeque Kavian ibn Zayed al Talaas era la ley, así que cuando su prometida lo desafió escapando de él tras la ceremonia de compromiso, Kavian pensó que era intolerable. Ya había saboreado la dulzura de sus labios y tal vez Amaya necesitaba que le recordase el placer que podía darle… Cuando por fin la tuvo de vuelta en su reino, Kavian le exigió una rendición total en los baños del harem. Amaya temía que un deseo tan abrasador la convirtiese en una mujer débil, sometida, pero no podía disimular cuánto la excitaba el autoritario jeque. Kavian necesitaba una reina que lo aceptase todo de él, ¿pero podría Amaya enfrentarse con el oscuro pasado de su prometido y aceptar su destino en el desierto?
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Seitenzahl: 198
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Caitlin Crews
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La reina del jeque, n.º 2628 - junio 2018
Título original: Traded to the Desert Sheikh
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-133-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
NO HUBO ninguna advertencia.
Ningún desconocido de expresión seria y destemplada observándola entre las sombras. Ningún silencio en las conversaciones cuando entró en la cafetería del diminuto pueblo canadiense, en la Columbia Británica. Ninguna de las habituales llamadas perdidas en su último móvil desechable, indicando que la soga estaba cerrándose a su alrededor.
Pidió una taza de café bien caliente para defenderse del frío de las Montañas Rocosas de Canadá y, mientras entraba en calor, comprobó su correo. Había un mensaje de su hermano mayor, Rihad, al que no hizo caso. Lo llamaría más tarde, cuando estuviera menos expuesta. Cuando estuviera segura de que sus hombres no podían localizarla. O los hombres de Kavian.
Y entonces, de repente, levantó la mirada. Algo, no sabía qué, hizo que el corazón se le encogiese un segundo antes de que él tomase asiento frente a ella.
–Hola, Amaya –le dijo con toda tranquilidad, mientras ella tenía que contener un grito–. Encontrarte ha sido más difícil de lo que había pensado.
Como si aquel fuera un encuentro normal, en la tranquila cafetería de una zona remota de Canadá, donde había estado segura de que no podría encontrarla. Como si no fuera el hombre más peligroso del mundo para ella.
Kavian, que fingía una aparente calma mientras ponía las manos sobre la mesa, en notable contraste con el brillo de furia de sus ojos grises.
Como si no lo hubiera dejado a él, su Real Majestad, Kavian ibn Zayed al Talaas, jeque y gobernante de la fortaleza del desierto Daar Talaas, plantado casi ante el altar seis meses antes.
Amaya llevaba huyendo desde entonces. Había sobrevivido con el dinero que tenía en la cartera, y su habilidad para no dejar rastro, gracias a una red de amigos a los que había conocido mientras viajaba por todo el mundo con su desolada madre. Había dormido en casas de desconocidos, se había alojado en habitaciones de amigos, o amigos de amigos, y había recorrido kilómetros y kilómetros en medio de la noche para escapar de ciudades o países donde temía que pudiese localizarla. Lo único que quería en ese momento era levantarse de un salto y salir corriendo para lanzarse de cabeza a las heladas aguas del lago Kootenay, pero no tenía la menor duda de que Kavian se lo impediría.
Con sus propias manos.
Y no pudo contener un escalofrío al pensar eso.
Y uno más cuando Kavian esbozó una media sonrisa al ver su reacción.
«Contrólate», se dijo a sí misma.
Pero él la miraba como si pudiera leerle el pensamiento.
–Pareces sorprendida de verme.
–Pues claro que estoy sorprendida –dijo Amaya, aunque no sabía cómo había logrado articular palabra. Sabía que debía salir huyendo y que él esperaría que lo hiciera, pero no era capaz de apartar la mirada. Como la última vez que se vieron en el palacio de su hermano en Bakri, durante su fiesta de compromiso con aquel hombre, Kavian parecía exigir toda su atención–. Pensé que los últimos seis meses dejaban claro que no quería volver a verte.
–Eres mía, Amaya –afirmó él, con una seguridad que le heló la sangre en las venas–. Deberías haber sabido que tarde o temprano te encontraría.
Su voz sonaba engañosamente serena en el silencio de la cafetería, pero eso no empañaba la amenaza que emanaba de ese cuerpo letal, todo músculo y sobria masculinidad; algo que era extraño para ella y, a la vez, fascinante. No se parecía nada a los hombres del pueblo que entraban y salían de la cafetería, con espesas barbas y gruesas chaquetas de cuadros para soportar el frío de las montañas.
Kavian iba vestido de negro de la cabeza a los pies y la camiseta que llevaba bajo una cazadora medio desabrochada mostraba más que esconder un torso como de granito. Su denso pelo oscuro, más corto de lo que recordaba, acentuaba las letales líneas de su rostro, brutalmente cautivador, desde la mandíbula de guerrero a la sombra de barba, como si no se hubiera molestado en afeitarse en varios días. Tenía una nariz recta, con personalidad, y unos pómulos marcados por los que un modelo daría cualquier cosa.
Parecía un asesino, no un rey. O tal vez un rey de pesadilla. Su pesadilla. En cualquier caso, estaba fuera de lugar allí, tan lejos de Daar Talaas, donde su inflexible autoridad parecía tan natural como el desolado desierto y las imponentes montañas que dominaban el remoto país.
Y la mayor catástrofe era que su corazón palpitaba enloquecido, con una mezcla de deseo y adrenalina, recordándole el traidor e inhóspito desierto donde había nacido y donde había pasado los primeros años de su vida, con el sofocante calor, las interminables dunas y esa luz cegadora…
Ella odiaba el desierto y se decía a sí misma que odiaba a Kavian del mismo modo.
–Eres muy emprendedora.
Amaya estaba segura de que no era un cumplido. De hecho, la miraba como si estuviese evaluándola, buscando alguna debilidad que pudiese explotar para su propio beneficio.
«Eso es precisamente lo que está haciendo», pensó.
–Casi te encontré en Praga hace dos meses.
–No lo creo, porque nunca he estado en Praga.
De nuevo, él esbozó una media sonrisa que la hizo tragar saliva. Sin duda, sabía que estaba mintiendo.
–¿Estás orgullosa de ti misma? –le preguntó. Amaya notó entonces que no se había movido desde que se sentó frente a ella. Estaba inmóvil, en guardia como un centinela. O como un francotirador–. Has causado un gran daño con esta ridícula escapada tuya. El escándalo podría desmantelar dos reinos y, sin embargo, aquí estás, mintiendo tranquilamente mientras tomas un café en la zona más salvaje de Canadá, como si no fueras consciente de tus responsabilidades.
No había ninguna razón para que eso afectase a Amaya como si hubiera recibido un golpe.
Era la hermanastra del rey de Bakri, pero no había sido criada en el palacio, ni siquiera en el país, como una princesa. Su madre se la había llevado con ella cuando se marchó de Bakri tras su divorcio del antiguo rey y su infancia había sido un doloroso remolino. Una temporada aquí, otra temporada allá. Yates en el sur de Francia o Miami, comunas artísticas en sitios como Taos, Nuevo México, o en las playas de Bali. Estancias en grandes ciudades, alojándose con los ricos y famosos en áticos de cristal o en suites de lujosos hoteles. Donde el viento llevase a Elizaveta al Bakri, donde hubiera gente que la adorase y pagase por el privilegio de su compañía. Donde encontrase un sucedáneo del amor que su marido no le había dado, allí era donde iban… mientras no fuese Bakri, «la escena del crimen» en opinión de su madre.
Que Amaya hubiese vuelto allí para acudir al entierro de su padre, a instancias de Rihad, había provocado desavenencias entre Amaya y su madre, para quien eso era una traición imperdonable.
Y, en parte, lo entendía. Elizaveta seguía amando a su perdido rey, pero su frustrado amor se había vuelto tan retorcido y envenenado con los años que no podía distinguirse del odio.
Pero no tenía sentido pensar en la complicada relación con su madre y mucho menos en la aún más complicada relación de Elizaveta con sus propias emociones. Desde luego, no resolvía aquel conflicto, o lo que Kavian veía como «sus responsabilidades».
–Te refieres a las responsabilidades de mi hermano, no a las mías –respondió, sosteniéndole la su dura mirada como si su repentina aparición no la afectase en absoluto. Y si lograba hacerlo durante unos minutos tal vez acabaría creyéndoselo.
–Hace seis meses estaba dispuesto a ser paciente contigo. No sabía cómo te habían educado, pero sabía que esta unión sería un reto para ti, y hace seis meses estaba dispuesto a enfrentarme a ese reto de una forma civilizada.
El mundo, inanimado desde que él apareció, se encogió hasta no ser más que un brillo de impaciencia en su peligrosa mirada. Gris y fiera, clavándose bajo su piel como una llama que no podía extinguir.
–Qué comprensivo por tu parte–replicó, irónica–. Es curioso que no dijeras nada de eso entonces. Claro que estabas demasiado ocupado fanfarroneando con mi hermano y representando un papel para los medios de comunicación. Yo no era más que un adorno en mi fiesta de compromiso.
–¿Eres tan vanidosa como tu madre? –le espetó él entonces–. Pues lo lamento por ti. Pronto descubrirás que el desierto no es benévolo con la vanidad. Te dejaré en los huesos para que veas quién eres en realidad, estés dispuesta a enfrentarte con la verdad o no.
Algo brillaba en esa fiera mirada suya, pero Amaya no quería saber lo que era, lo que significaba.
–Pintas una imagen encantadora –replicó, intentando parecer irónica. No entendía por qué seguía allí, charlando con él. ¿Por qué se sentía como paralizada cuando Kavian estaba cerca? Había ocurrido lo mismo en la fiesta de compromiso, seis meses antes. No, entonces había sido mucho peor, pero se negaba a pensar en ello cuando la miraba tan fijamente–. ¿Quién no querría correr al desierto en ese delicioso viaje de autodescubrimiento?
Kavian se movió entonces y eso fue peor que su alarmante inmovilidad. Mucho peor. Se levantó con una elegancia tan letal como natural que dejó a Amaya con la garganta seca y tiró de su mano para levantarla de la silla.
Y lo más absurdo fue que ella no protestó.
No salió corriendo, no se apartó. Ni siquiera intentó hacerlo. Cuando apretó su mano con la suya, grande y callosa, se le encogió el estómago. Se levantó demasiado rápido y trastabilló, a punto de caer sobre aquel hombre. Aquel desconocido con el que no estaba dispuesta a casarse.
Aquel hombre en el que no podía pensar sin que le provocase un incendio en su interior.
–Suéltame –susurró.
–¿Qué harás si no te suelto?
Su voz seguía siendo pausada, pero estaba tan cerca que la sintió retumbar en su interior. Su piel era de color canela y era tan alto que su cabeza solo le llegaba al hombro. Kavian había pasado toda su vida entrenándose en el arte de la guerra y eso estaba escrito en cada centímetro de su cuerpo. Podía ver la línea blanca de una antigua cicatriz en la orgullosa columna de su cuello y la mandíbula cuadrada, decidida.
Aquel hombre era un instrumento de guerra.
«Kavian es un hombre anticuado y solo hay una clase de alianza sagrada para él, los lazos de sangre», le había dicho su hermano. Y ella lo sabía. No podía fingir lo contrario.
Lo que no sabía era cómo iba a afectarla. Se sentía como si estuviera demasiado cerca de una hoguera, con el rostro a punto de quemarse por el intenso calor, sin saber hacia dónde o cuándo cambiaría el viento.
Kavian tiró de su mano e inclinó la cabeza para hablarle al oído:
–¿Vas a gritar? –le preguntó en voz baja. O tal vez no era una pregunta, sino un reto–. ¿Vas a pedir ayuda a estos desconocidos? ¿Qué crees que pasará si lo haces? No soy un hombre civilizado, Amaya. No vivo según las reglas de otros. Me da igual quién se ponga en mi camino.
Y ella se estremeció, tanto por el roce de su aliento como por lo que había dicho. O tal vez porque la apretaba contra su torso y seguía atormentada por lo que había pasado la última vez. Lo que ella no había hecho nada para detener. Pero eso había sido una locura del desierto, nada más, se dijo a sí misma.
No tenía más remedio que creer eso, porque era lo único que tenía sentido.
–Te creo, pero dudo que quieras terminar en las noticias. Eso sería un escándalo, me imagino que estarás de acuerdo.
–¿Es una teoría que quieres poner a prueba?
Ella se soltó la mano de un tirón y Kavian la dejó ir. Controlaba la situación desde el momento en que entró en la cafetería y no necesitaba sujetarla.
Amaya miró a su alrededor, asustada, y se dio cuenta de que había muy poca gente para aquella hora del día. Y los clientes que quedaban parecían evitar su mirada, como si alguien les hubiera dicho que lo hicieran o los hubiera compensado por ello. En la puerta había dos hombres fornidos, también vestidos de negro de la cabeza a los pies, y al otro lado podía ver un brillante todoterreno negro.
Esperándola a ella.
–¿Cuánto tiempo llevas siguiéndome?
–Desde que te localizamos en Mont-Tremblant, al otro lado de este enorme país, hace diez días –respondió él, con calma–. No deberías haber vuelto aquí si de verdad querías seguir huyendo.
–Solo estuve allí tres días –Amaya frunció el ceño–. Tres días en seis meses.
Kavian se limitó a mirarla como si estuviera hecho de piedra. Como si fuera un monolito inamovible.
–Mont-Tremblant era la estación de esquí preferida de tu madre. Supongo que por eso decidiste ir a una universidad de Montreal, para poder esquiar en tu tiempo libre.
–¿Cuánto tiempo llevas vigilándome? –le preguntó ella, con el corazón en la garganta.
Kavian sonrió entonces y su rostro le pareció tan increíblemente atractivo que hasta dudó de su cordura. Pero no había duda de que esa sonrisa la ataba a él, la hacía vacilar.
Y tenía la extraña sensación de que él lo sabía.
–No creo que quieras escuchar la respuesta –respondió, con un brillo burlón en esos ojos grises que iluminaban un rostro de guerrero. Y tenía razón, pensó ella. No quería escuchar la respuesta–. Aquí no, ahora no.
–Creo que me merezco saber desde cuándo me sigues como un acosador.
–Lo que te mereces es que te eche sobre mi hombro y te saque de este establecimiento –respondió él. Amaya nunca lo había visto perder la paciencia y su tono seco la sorprendió–. Y no te equivoques, si te hubiera encontrado en un sitio menos civilizado que Canadá no estaríamos manteniendo esta conversación. Perdí la paciencia hace seis meses.
–¿Me amenazas y luego te preguntas por qué salí huyendo?
–Me da igual por qué salieras huyendo. Puedes subir al coche o puedo subirte yo. Tú decides.
–No lo entiendo –Amaya no intentó ocultar la amargura de su tono, la angustia de haber caído en su trampa seis meses antes o el miedo de no poder volver a salir–. Podrías casarte con cualquier otra mujer. Seguro que hay millones de mujeres que sueñan con coronas y tronos. Y puedes ser aliado de mi hermano sin contar conmigo. No me necesitas.
–Pero te quiero a ti –afirmó él–. De modo que es lo mismo.
Kavian pensó por un momento que iba a salir corriendo y esa cosa salvaje que era parte de él, ese desierto que vivía en su interior, indómito, inconquistable y tan oscuro como la noche, deseó que lo intentase. Porque él no era la clase de hombre que Amaya conocía. No era un débil y complaciente occidental. Él había sido forjado en acero y dolor, había desbaratado traiciones y desmantelado rebeliones con sus propias manos.
Se había convertido en lo que más odiaba porque era un mal necesario, una carga que estaba dispuesto a soportar por el bien de su gente. Tal vez había sido una transición demasiado fácil, tal vez el sedimento estaba ya en él, pero esas eran preguntas para almas inquietas durante una larga y oscura noche. Él no tenía tiempo para eso. Y nunca había sido un buen hombre, solo un hombre decidido.
No solo la perseguiría, sino que disfrutaría de la caza.
Su fugitiva princesa, que le había dado esquinazo durante seis meses, demostrando ser la reina que decía no querer ser. La reina que él necesitaba.
–Corre, a ver lo que pasa –la invitó, como una vez había invitado a un aspirante a intentar quitarle el trono.
La gesta no había terminado bien para el ingenuo advenedizo. Por no hablar de la traidora criatura que había derrocado a su padre. Él no era un buen hombre, no. La mujer que se convirtiera en su reina no tendría la menor duda sobre eso.
Amaya se puso en jarras y lo miró desafiante, como si estuviera a punto de darle una bofetada allí, en público. Y él deseó que lo hiciera. Aceptaría cualquier roce de sus manos.
Era tan bella como una frágil figurita de porcelana, pero había tenido el valor de plantarle cara sin encogerse cuando muchos hombres adultos no se atreverían a hacer lo mismo. Y eso lo ponía furioso.
Bueno, tal vez «furioso» no era el término correcto, pero provocaba en él una oscura reacción que lo apretaba como un torno. Tal vez era admiración por la fiera y digna reina que sería, si podía entrenarla para el papel. De hecho, no tenía duda de que podría hacerlo.
¿No había hecho todo lo que se había propuesto hacer, por traicionero que fuese el camino? ¿Qué era una mujer al lado de un trono reclamado, una familia vengada, la mancha de su alma? Aunque fuese aquella mujer, que luchaba cuando otras se habrían acobardado.
Y cuanto más lo desafiaba, más lo excitaba.
Su belleza lo había tomado por sorpresa. Al fin y al cabo, él era un hombre de carne y hueso y podía cometer los mismos pecados que otros. Aunque esa no era una revelación que le gustase demasiado.
Recordaba demasiado bien su encuentro con Rihad al Bakri, entonces solo el heredero al trono de Bakri, en la vieja ciudad de Daar Talaas, que durante siglos había sido un bastión inexpugnable. Y Kavian se encargaría de que siguiera siéndolo durante mucho tiempo.
–¿Quieres una alianza? –le había preguntado.
–Así es –había respondido Rihad.
–¿Y qué beneficio habría para tu país en una alianza conmigo?
Los tambores de guerra llevaban tanto tiempo sonando en la región que casi eran considerados como música local. Además, sabía que Rihad tenía razón, los poderes que los rodeaban imponían sus reglas con astucia y mano de hierro. Y, cuando eso no funcionaba, con misiles de largo alcance comprados con dinero extranjero. De ese modo, el mundo seguía adelante sangriento día tras sangriento día.
–Y tengo una hermana –había dicho Rihad al final de la reunión.
–Muchos hombres tienen hermanas. Aunque no todos tienen también reinos en peligro que necesitan el apoyo de mi ejército.
Porque Daar Talaas podría no ser un país tan rico como algunos de los países vecinos, pero no habían sido vencidos por un solo ejército desde que derrocaron al último sultanato otomano en el siglo XV.
–Creo que tú eres un hombre anticuado, como yo –había dicho Rihad con expresión sagaz–. Una alianza familiar es la mejor manera de unir a dos países.
–Dice el hombre que no se ha ofrecido a casarse con mi hermana –murmuró Kavian, con aparente despreocupación–. Aunque es su reino el que está en peligro.
Rihad sonrió porque sabía que no tenía hermanas y que sus hermanos habían muerto durante el sangriento golpe de Estado del predecesor de Kavian. Sin decir nada, le ofreció una tablet y pulsó el botón de «play» en el vídeo.
–Mi hermana –se había limitado a decir.
Era guapa, por supuesto, pero Kavian había estado rodeado de mujeres guapas durante toda su vida. Jóvenes presentadas ante él como postres para elegir o, sencillamente, coleccionar. Tenía en su harem una selección de bellezas femeninas de todo el mundo.
Pero aquella mujer era diferente.
Tal vez era el perfecto rostro ovalado o esa exuberante boca de labios carnosos mientras hablaba con Rihad, en un tono retador, desafiante. Y Kavian descubrió que eso le gustaba mucho.
Como le gustaba el largo y lustroso pelo oscuro, que caía sobre uno de sus hombros. Llevaba un top blanco de tirantes que destacaba su piel morena, aunque no parecía muy preocupada por su aspecto. Era la energía que emanaba, la luz de sus ojos euroasiáticos, del color del chocolate amargo, las largas pestañas negras que inspiraban a un hombre a mirar de nuevo, a mirar más de cerca, a hacer lo posible para no apartar la mirada.
Su voz era ligeramente ronca, con un acento extraño, ni norteamericano ni europeo. Movía las manos mientras hablaba y su rostro era muy expresivo. Nada que ver con la estudiada y elegante placidez de otras mujeres que conocía. Hablaba tan rápido y con tanta pasión que se sentía interesado en lo que decía. Más que interesado, excitado.
–A ver si lo adivino –estaba diciendo con tono irónico–. El poderoso rey de Bakri no es fan de Harry Potter.
Entonces empezó a reírse y su risa era tan clara y cristalina como el agua, lavándolo y dejándolo sediento, tan sediento…
Fue como un golpe, haciendo que le diera vueltas la cabeza, el efecto, tan inesperado y poderoso como un virus feroz, quemando todo a su paso y dejando atrás solo una palabra:
«Mía».
Pero Kavian se limitó a sonreír cuando el vídeo terminó.
–No sé si necesito una esposa en este momento –dijo lánguidamente.
Y entonces empezaron las negociaciones.
Nunca se hubiera imaginado que lo llevarían allí, a aquel sitio inhóspito cubierto de nieve, pinos y niebla, tan al Norte que el frío del invierno lo calaba hasta los huesos. Admiraba su desafío, lo deseaba. Sería la reina perfecta para Daar Talaas, pero también necesitaba una mujer que lo obedeciese.
Los hombres como su padre habían manejado esas conflictivas necesidades tomando más de una esposa, una para cada papel, pero Kavian no cometería los errores de su padre. Y estaba seguro de que podría encontrar todo lo que necesitaba en una sola mujer, aquella mujer.
–Escúchame –estaba diciendo Amaya, desafiante, como si aquella fuera una negociación en lugar de una inevitable conclusión–. Si me hubieras escuchado antes, nada de esto habría pasado.
–Te he escuchado.
–No es verdad.
La había escuchado en Bakri, o había querido hacerlo, pero Amaya se dio a la fuga. ¿De qué serviría escucharla? Sus actos hablaban por ella.
–La próxima vez que te escuche será en la vieja ciudad de Daar Talaas, donde podrás correr en todas direcciones sin encontrar nada más que el desierto y a mis hombres. Te escucharé si hace falta, pero todo terminará igual. Estarás debajo de mí, en la cama, y todo esto habrá sido una absurda pérdida de tiempo.
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