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La revolución y la novela en Rusia es una obra de la escritora Emilia Pardo Bazán que analiza la literatura rusa de su época desde un punto de vista tanto político como feminista, mientras que la contrapone de forma crítica a las tendencias literarias españolas.-
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Seitenzahl: 365
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Emilia Pardo Bazán
OBRAS COMPLETAS.—TOMO 33
Saga
La revolución y la novela en Rusia
Copyright © 1887, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726685213
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Idea de este ensayo.—La naturaleza.—La raza.—La historia.—La autocracia.—El comunismo agrario. —Las clases sociales.—La servidumbre.
Aunque yo no lo dijese, nadie dudaría que este momento ha de ser de gran turbación interior para mí. Voy á leer donde leyeron, hablaron y enseñaron tantas personas doctas é ilustres, y donde me escucha el auditorio más entendido de mi patria; doblemente desautorizada por mi insuficiencia y por mi sexo, me arrojo á tratar y exponer un asunto nuevo en España, y á más de nuevo, exótico, arduo y vastísimo. ¿Cómo no sentir ahora el miedo que encoge el corazón del soldado bisoño al silbido de la primer bala?
Y no obstante, alguna de las circunstancias que hacen más solemne y temible el instante crítico, me alentó á arrostrarlo. La misma inteligencia del público del Ateneo se me figuró prenda segura de su benignidad, gaje de que sabría comprender lo difícil de mi empresa y admitir las circunstancias atenuantes si no acierto á darle cima felice; la novedad y extrañeza del asunto, sus graves escollos, disculpa prevenida para toda falta ó error en que yo incurra. Consideré también que si es muy peregrino el objeto de mi estudio para la mayor parte de los oyentes, no hay función de la vida intelectual contemporánea que coja de nuevas á los socios de este Centro ilustradísimo, y así mis yerros y omisiones encontrarán oportuno é inmediato remedio en la probada cultura de los que me atienden.
No sólo aquí tengo que implorar indulgencia. Allá en los confines de Europa, donde se extiende el más vasto imperio del orbe, tal vez, por azar ó por curiosidad erudita, encuentren algún lector estas páginas. Sea quien quiera el escritor ó pensador ruso que ponga en ellas los ojos, le ruego me tome en cuenta la iniciativa y no me acuse si tropiezo en la desconocida senda.
La idea de escribir algo acerca de Rusia, su novela y su estado social, cosas que guardan íntima relación, me ocurrió durante mis invernadas en París, al notar la fama y éxito que logran en la capital del mundo latino los autores y especialmente los novelistas rusos. Recuerdo que fué en Marzo de 1885 cuando cayó en mis manos una novela rusa, que me produjo impresión muy honda: Crimen y castigo, de Dostoyeusky; mas habiendo de regresar á España, no exploté por entonces el filón que incitaba mi literaria codicia. Al invierno siguiente, no tuve labor de más prisa que internarme en la región nueva.
Incentivo del deseo eran las noticias que de ella daban los que ya la habían visitado. Aseguraban que un ramo de la literatura rusa—el que hoy florece y triunfa en toda Europa, la novela—no tenía rivales en las demás naciones, y que la tan discutida tendencia al predominio de la verdad en el arte, conocida por realismo, naturalismo ó verismo, existía consciente y pujante en la novela rusa ya desde el período romántico, un cuarto de siglo antes que en Francia. Veía yo, además, que la parte refinada y selecta del público parisiense, la que tiene educado el gusto y exigente el paladar, compraba y saboreaba las obras de Turguenef, Tolstoy y Dostoyeusky ( 1 ) con igual deleite que las de Zola, Goncourt y Daudet, y no me era dable admitir que esta aceptación universal se debiese tan sólo á un complot urdido para encelar y mortificar á los maestros y capitanes del naturalismo francés; si bien me consta que la tácita conspiración existe, como asimismo los celillos involuntarios, que al fin el artista más ilustre paga tributo á la flaqueza humana.
Una salvedad antes de proseguir. A veces me ha sucedido oir censuras por mi afición á estudiar el movimiento literario extranjero y darlo á conocer en mi patria; siendo así que no tienen las letras españolas, las castizas, las de manantial, quien con más sincera devoción las ame y procure servirlas. Mas esta devoción no pide la ignorancia, desprecio y odio fanático de la belleza cuando se realiza en países extraños. Nunca, que yo sepa, alcanzó la valla del Pirineo ni los mares que nos cercan á aislarnos intelectualmente del resto del orbe, y peor para nosotros si tal llegase á suceder. Romanos, árabes, hebreos, italianos, franceses y alemanes han ido prestándonos sucesivamente elementos estéticos, que en ocasiones frecuentes tuvimos la gloria de restituirles con usura: ¿á qué rodear á España de un cordón sanitario, hoy absurdo, y sobre absurdo, inútil? ¿Ni cómo prosperaría la crítica si la condenasen á privarse de términos de comparación, á girar siempre en un mismo círculo, á no salir de casa así se muera de tedio?
Cuando Pedro el Grande fundó la moderna capital de Rusia, dijo que pretendía dotar á su pueblo de una ventana por donde ver el Occidente. A los españoles no nos viene mal abrir de tiempo en tiempo aunque sea un ventanillo para avizorar lo que se piensa en Europa. Adolecemos de un defecto explicable en pueblos que tocan al apogeo de su gloria, no en los que, como nosotros, miran decaídas sus fuerzas y mermado su poder: el mundo se nos acaba en la frontera, ó tal vez en la Puerta del Sol; no atribuímos importancia sino á nuestras mezquinas agitaciones políticas, á los nimios acontecimientos de nuestra vida interna; y mientras tanto, nuestra influencia exterior se anula, vivimos intelectualmente arrinconados—verdad dolorosa que sería un delito callar, y que nada supone en contra de las aptitudes geniales de nuestra raza.—Entran á partes iguales en este modo de ser nuestro la apatía, la pereza, el orgullo, y un errado instinto de independencia. Somos gente que olvida todo el año sus glorias para recordarlas cuando se encomian las ajenas; confundimos la influencia con la imitación; vivimos temblando que nos roben de noche y por sorpresa nuestra originalidad, y la juzgamos tan frágil y vidriosa, que ni nos atrevemos á tentarnos para averiguar dónde reside.
A pesar de lo dicho, no desconozco los inconvenientes de irse por lueñes tierras en busca de novedades, y me guardaría de afrontarlos si la literatura rusa fuese uno de tantos caprichos de la exhausta imaginación parisiense. Harto sé que la capital de Francia es ciudad novelera, hambrienta de extravagancias que la entretengan un minuto y corten los bostezos de su prosáico fastidio, yá esta necesidad, de distracción beneficiada con ayuda de algún talento y maestría técnica, debe el momentáneo favor de que goza la escuela decadente ó deliquescente, que hoy renueva, mejoradas en tercio y quinto, las aberraciones de nuestro Góngora, á quien acata por maestro. Hace años asistí en París á un concierto donde se dejó oir la orquesta de los bohemios ó zíngaros, músicos ambulantes venidos de Hungría á hacer las delicias de los aficionados. Preguntáronme á la salida mi opinión, y confesé francamente que la tal orquesta me parecía muy cencerril y gatuna; que poco más desapacible es una murga de mi tierra, y que sólo por lo de zíngaros se les podía pasar lo de rascatripas. Rarezas literarias hay anunciadas y encarecidas por la crítica parisiense, que se me figuran los músicos bohemios; ejemplo: la novela japonesa Los leales Ronines, y ciertos ejemplares novelescos de procedencia neogreca y norteamericana.
Justo es, sin embargo, reconocer que en Francia la manía de lo exótico tiene origen laudable y obedece á un instinto de equidad. Conocerlo todo; no ser extraño á cosa alguna; otorgar, no sólo á las grandes naciones, sino hasta á las razas decaídas y oscuras, el más alto derecho de ciudadanía humana, el de crear arte propio y sacrificar conforme á su rito en el ara de la sacrosanta Belleza, es acción generosa en un pueblo directivo; tanto más, cuanto que, para realizarla, necesitan los franceses vencer cierto prurito de vanidosa petulancia que les induce á juzgarse, no ya los primeros, sino los únicos.
Ciñéndome á Rusia, no niego que á mi curiosidad se unían algunas dudas sobre el valor de su tesoro literario. Al dilatar mis investigaciones descubrí que, aparte del mérito intrínseco de sus autores famosos, la literatura rusa merece fijar la atención por relacionarse íntimamente con graves problemas sociales, políticos é históricos de los que importan y preocupan á Europa entera, y por depender del movimiento revolucionario—por haberlo inspirado y dirigido,—sería más exacto quizás.
Aquí es ocasión de confesar paladinamente que me falta algo indispensable tal vez para mi empresa: la posesión del idioma ruso. Fácil me sería, durante mi residencia en París, adquirir una tintura bastante á disfrazar mi ignorancia y conseguir leer algún trozo selecto de poesía ó prosa clásica; no así poseer á fondo, con señorío pleno, una lengua tan caudalosa, de tan espléndido colorido y soberana flexibilidad y armonía que, en opinión de los filólogos, sólo puede compararse al griego antiguo. ¿A qué, pues, un conato vano, insuficiente para prestar á mis estudios carácter definitivo y autoridad irrebatible? Dos años lo menos necesitaría consagrar al aprendizaje; en ese plazo, nuevas ideas, planes distintos, inesperados obstáculos surgirían quizás: volaría la ocasión y se evaporaría mi propósito.
Sin embargo, manifesté mis escrúpulos de conciencia á personas competentes, y convinieron en que el no saber el idioma ruso, caso harto común, por no decir general en España, sería insuperable dificultad para mí si me propusiese escribir una obra didáctica acerca de las letras rusas y no una rápida reseña, un mero aviso con el modesto caracter de ensayo. Añadieron que los mejores libros rusos se hallan traducidos al francés ó al alemán, y que así en estas lenguas como en inglés é italiano se han publicado serios y largos estudios que versan sobre la literatura é instituciones moscovitas, cimiento sólido en que fundar mi trabajo.
A falta de aprender el idioma, alguien dirá con razón que, al menos, debí recorrer el imperio ruso, y como la insigne hija de Necker cuando reveló á su patria la cultura de un país extranjero, ver por mis mismos ojos lugares y personas. Mas no está Rusia á la vuelta de la esquina, y las mujeres españolas, aun las menos cobardes, no viajamos tan intrépidamente como las hijas de la Gran Bretaña. ¡Cuantas veces envidié la fortuna del discreto escocés Mackenzie Wallace, que ha escudriñado toda Rusia, corrido en trineo sobre los ríos helados, charlado con labriegos y popes, dormido bajo la tienda de las tribus nómadas, y compartido el refresco de leche de yegua fermentada, único primor de su hospitalidad patriarcal! En suma, yo reconozco mis deficiencias, y ojalá que alguien mejor preparado venga á perfeccionar esta primera y defectuosa tentativa.
He procurado suplir lo que me falta. No solamente he leído cuanto hay escrito sobre Rusia en lengua inteligible para mí, sino que he procurado relacionarme con escritores y artistas rusos, oyendo el parecer de las personas bien informadas, lo cual, dicho sea entre paréntesis, no dejó de confundirme por ser muy opuestos los dictámenes. Buena parte de los libros que nombro al final, en la lista de fuentes impresas, apenas me sirvieron, y los recorrí por mera honradez literaria. Para ahorrar citas reiteradas y enfadosas, prefiero decir de una vez las condiciones de los que principalmente utilicé. La obra de Mackenzie Wallace, titulada Rusia, rebosa sentido práctico, oportunidad y donaire; la de Anatolio Leroy Beaulieu, El imperio de los Zares, es un estudio profundo, acabado y exactísimo, al decir de los mismos rusos en sus momentos de equidad; la de mi excelente amigo Tikomirof ( 2 ), Rusia política y social, arroja muy clara luz, aunque peca de radical y apasionada—al fin libro de emigrado;— y la de Melchor de Voguié, La novela rusa, es un estudio crítico de incomparable delicadeza, si bien no estoy acorde con todos sus dictámenes. En estas cuatro obras, así como en la notable Historia de Rusia, por Rambaud, he bebido sorbos más copiosos, y dejándolo advertido, podré dispensarme de mentarlas á cada paso.
He dicho que el tema estaba erizado de escollos terribles, sobre todo para mí, pues mi insuficiencia sube de punto cuando me salgo del terreno puramente literario, y ahora he de hacerlo, con la circunstancia agravante de entrar en regiones inexploradas para nosotros. Pienso que nada se ha escrito hasta la fecha en España sobre la situación política y social de Rusia, á excepción de estudios dedicados á la cuestión de Oriente, que me serían de gran provecho si se refiriesen directamente á mi asunto; pero la manoseadísima cuestión atañe á la vida exterior del imperio ruso, á su formidable expansión colonial, á sus esfuerzos por elevarse á la categoría de potencia marítima, abriéndose paso por el Bósforo y los Dardanelos; y mi ensayo versa sobre la vida interior del coloso, la actividad de su cerebro y los movimientos de su alma.
Si consideramos el estado actual de las naciones europeas, observaremos descenso notable en la fiebre política que las abrasó de fines del siglo pasado á mediados del presente. Cierta calma, semejante en algunas á marasmo profundo, sucede á la conquista de derechos más apetecidos que apreciados. Agítase en la masa popular, amenazadora y oscura, la idea de reivindicaciones socialistas y hace explosión parcialmente, de tiempo en tiempo, con huelgas y motines; en cambio, la clase media, dueña de la situación en casi todas partes, desea un entreacto largo, muy largo, que le permita disfrutar del nuevo orden social creado por ella y para ella. Representando la clase media la mayor suma de fuerza intelectual, y habiéndose apartado voluntariamente, por egoísmo, cansancio ó prudencia, del terreno político militante y renunciado á descubrir nuevos rumbos, el arte y las letras, que en conjunto son obra de la gente acomodada, delatan este mismo apartamiento y pierden todo sentido social: se aislan, por decirlo pronto.
Francia, poseedora ya de la forma de gobierno á la cual aspiró tantos años y con tan supremas convulsiones, no ha encontrado en ella ni el género de bienestar que más estiman nuestros vecinos, la prosperidad industrial y económica, ni el anhelado desquite que ha de restituir al gallo de Breno el acerado brillo de sus espolones y la púrpura de su cresta. Vive en paz, pero dudando de sí misma, siempre temerosa de ver reproducirse los vandalismos de la Commune y las catástrofes de la invasión prusiana. Italia, unida y redimida, no ha revivido como potencia europea, ni logrado renacer de sus gloriosas cenizas, animando el polvo de héroes, de grandes capitanes y de excelsos artistas que encierran sus monumentos. No son únicamente los pueblos latinos quienes permanecen, después de alcanzada la meta, en expectación más ó menos angustiosa, en agitado sopor. Si Francia é Italia consiguieron, la una su apetecida república mesocrática, la otra su unidad, Inglaterra ha saboreado todos los frutos y beneficios del sistema parlamentario, ha derramado su vigor en colonias magníficas, ha llegado á imponer sus fórmulas políticas y su noción positiva del vivir á todo el continente, y Alemania ha obtenido la supremacía militar y la aglutinación definitiva de la patria desmembrada por el feudalismo, como también el ensueño teutónico del poder cesáreo, del trono imperial, acariciado desde la Edad Media. Para las razas sajonas ha sonado igualmente la hora de la estabilidad: en cierto modo alcanzaron la plenitud de su destino, cumplieron su oficio histórico, y creo verlas en figura de actores que ya declamaron la más lucida parte de su papel.
Síntoma evidente de lo que afirmo me parece el agotamiento de sus fuerzas creadoras en los dominios del arte. ¿Qué proporción guarda hoy en Inglaterra y Alemania la pujanza política con la artística? Ninguna. Ya no cruzan el Estrecho nombres que puedan ponerse al lado, no diré de los de Shakspeare y Byron, pero ni aun de los de Dickens y Walter Scott; nadie recoge la herencia de la ilustre autora de Adam Bede, encarnación del sentido moral y del templado realismo de su patria, y al par elocuente testimonio del límite que estas dos direcciones, de origen puritano, señalan á los fueros de la estética y la poesía. Allende el Rhin está seco el árbol romántico, cuyas raíces se hundían en el misterioso subsuelo de la leyenda, bajo cuya copa cruzaban, al tendido galope de su corcel, los héroes de las baladas de Bürger y Goëthe, y en cuyos ramúsculos se cristalizaba, fina y brillante como el hielo, la dialéctica de Hegel. Digámoslo sin figuras retóricas: hoy Alemania no da nada de sí, particularmente si comparamos este hoy con el ayer no lejano.
Quisiera menudear restricciones y poner la idea más clara que el agua. No es mi propósito sacrificar en aras de una tesis el ingenio de toda Europa; reconozco de buen grado que en cada nación existen escritores dignos de loa y aplauso, y no sólo en las de primer orden, sino también en las de segundo y tercero, verbigracia Portugal, Bélgica, Suecia, la Grecia moderna, Dinamarca y hasta Rumanía, que tiene una reina escritora en extremo simpática. Sólo afirmo, y al buen entendedor pocas razones, que bien se distinguen los períodos en que un pueblo, sin padecer total esterilidad, y aun gozando de cierta fecundidad relativa, que engaña al observador superficial, ha cesado de determinarse genuina y varonilmente, de poseer elementos vitales y creadores.
De esta regla general considero exceptuada á Francia, pues es en rigor la única nación en cuyo seno, al fenecer el romanticismo, se verificó una gestación literaria, bastante para trascender é influir en toda Europa, fenómeno que no puede achacarse exclusivamente á la virtud comunicativa y vulgarizadora de la nación francesa. Ya se comprende que me refiero al controvertido y asendereado naturalismo, y que hablo de él en sentido lato, no limitándome á los escritos de los jefes, cuyo nombre es más conocido por acá, sino considerándolo en toda su vasta extensión, desde sus orígenes hasta sus novísimas ramificaciones, desde sus antecesores enciclopedistas hasta sus últimos retoños los pesimistas, decadentes, erotistas y demoniacos. Mirado lo que llaman naturalismo francés así en grupo, en esa unidad sucesiva que borra pormenores, llena aparentes soluciones de continuidad y resuelve exteriores antinomias, no acierto á regatear á Francia la gloria de presentar en la segunda mitad del siglo un desarrollo literario que si lleva en sí gérmenes de caducidad por el grosero materialismo de su fondo filosófico, por sus extremos y exageraciones y por su carácter erudito y reflexivo (apreciación aunque insólita, muy demostrable), los posee también de renacimiento en su valiente afirmación de la verdad artística, en su celo por sostenerla, en la fe con que la busca, en el acierto con que la revela á menudo. Cuando se aplaquen los ánimos, también se le agradecerá al naturalismo francés el impulso que supo comunicar á otros pueblos; impulso nunca funesto, porque los países dueños de robusta tradición nacional, siempre sabrán dar forma propia á lo que les venga de fuera, y sólo admitirán hecho el arte los que carezcan de condiciones para llamarse verdadera nacionalidad, por más que figuren como Estados en el mapa.
Dos grandes pueblos hay en el mundo que no se encuentran en el caso de las naciones latinas y sajonas del continente; dos pueblos que aún no acabaron de sentar su piedra en el edificio de la historia: la gran República trasatlántica y el Imperio colosal, los Estados Unidos y Rusia.
¿Qué porvenir artístico espera á la joven nacionalidad norteamericana? Tierra de la civilización material, libre, dichosa, con muy sabias y sensatas instituciones que ella misma se ha dado, con naturaleza espléndida, con floreciente comercio é industria, ese pueblo, mancebo aún, pero ya musculoso como un atleta, lo ha conseguido todo, excepto que brote en su vasto y fértil territorio la flor de la belleza en letras ó en artes. Su literatura, donde resplandecen nombres como el de Edgardo Poe, es prolongación de la inglesa y nada más. ¡Cuánto daría ese país que cubre de oro lienzos de medianos pintores europeos, por sentir en sus entrañas el latido de la gestación inefable que produce los Murillos, los Cervantes, los Goëthes ó los Meyerbeer!
Para que surja en su seno arte y literatura nacional, necesitan los pueblos haber atravesado dos épocas: una en que la elaboración oscura é incierta de lo futuro condensa los mitos y destaca la personalidad de los héroes que simbolizan y encarnan la patria; en que las creencias, las aspiraciones no definidas todavía por el pensamiento reflexivo, se revelan en la poesía popular, en la leyenda; y otra en que, después de un período erudito, vuelve la raza, sacudiendo toda imposición ajena y artificial, á edificar ya conscientemente su arte propio sobre la base de la invencible tradición. Los Estados Unidos nacieron adultos; no cruzaron espacios límbicos; no hubo en su firmamento nebulosa, de la cual irradie, andando el tiempo, un sistema planetario; en resumen, carecen de poesía popular, de lo que hoy se llama Folk-Lore.
Cuando duerme en el fondo de una nación esta simiente prodigiosa, tarde ó temprano germina. Podrá un pueblo enmudecer largos años por azares de su destino, pero al primer rayo de la aurora cantará como la estatua egipcia. Rusia prueba cumplidamente esta verdad. Acaso ningún país del mundo vió más torcido y desviado del cauce su desarrollo estético. Allí, la emballenada cotilla del clasicismo francés ha comprimido el embrión de las letras nacionales para ahogarlo; allí, el romanticismo alemán, triunfante y arrollador, se ha enseñoreado desde principios del siglo con más fueros que en tierra alguna. A despecho de tantos obstáculos, se abrió camino el genio ruso, y hoy nos brinda un espectáculo que en las otras naciones pertenece ya á la historia: el de la súbita revelación de una nacionalidad literaria.
Líbreme Dios de meterme á profetisa augurando á las demás irremediable esterilidad ó decadencia; me ciño á notar un hecho: Rusia es actualmente el pueblo joven de Europa, el último que llega al convite; los restantes se mantienen principalmente del pasado; éste se arroja impetuoso á conquistar lo futuro. Corren actualmente para Rusia los días luminosos y matutinos, los días de oro, los tiempos que habrán de ser clásicos mañana; viven aún parte de los hombres que las generaciones venideras llamarán gloriosos antepasados. Insisto en ello para explicar la curiosidad que en Europa despierta el imperio del Norte, y también á fin de aclarar por qué mientras en el extranjero apenas se escribe sobre España libro ó artículo que no esté plagado de groseros errores é inficionado de incorregible ligereza, se dedican á Rusia tan serios y meditados estudios. Dice el elegante y sutil escritor francés Melchor de Voguié, al hablar del conde León Tolstoy, que es tan grande este novelista ruso, que le parece un muerto; queriendo expresar así cómo la magnitud del genio de Tolstoy anula la ley de óptica crítica, merced á la cual solemos ver disminuida ó empañada la gloria de nuestros coetáneos. Aplico la frase de Voguié á toda la explosión de la literatura nacional rusa. Por más que asisto á ella, la miro rodeada del prestigio de las cosas que fueron.
No, no se da hoy caso semejante en parte alguna. El fenómeno general contemporáneo, que es el renacimiento de las literaturas regionales y la reaparición de las razas postergadas ó absorbidas, no guarda analogía con el movimiento ruso, pues aparte de que aquél representa una protesta del individualismo de raza contra las nacionalidades triunfadoras, y éste, al contrario, ostenta el sello de fortísima unidad que distingue á Rusia, ha de advertirse que las literaturas regionalistas son de suyo reaccionarias, restauradoras de una tradición más ó menos olvidada y perdida, mientras las letras rusas se pasan de innovadoras, no tomando el pasado como ideal, sino como raíz, á lo sumo.
He oído decir á Emilio Zola, con su ingenuidad acostumbrada, que entre su espíritu y la novela rusa se interponía algo parecido á una niebla. Si este vapor gris no es la bruma del Norte, asfixiante para los cerebros latinos, puede ser la extrañeza que á veces produce una obra literaria desligada del medio social y de los factores históricos. Para disipar en lo posible esa niebla, será preciso, señores, que me permitáis consagrar buena parte de estos estudios al conocimiento de la raza, de la naturaleza, de la historia, de las instituciones, del estado social y político de Rusia, singularmente de la efervescencia revolucionaria conocida por nihilismo, siquiera sea por modo rápido y somero; sin tales preliminares, no acertaría á dar idea del fenómeno literario.
Crucemos, pues, las ukranias ó fronteras rusas y penetremos en el coloso, sin que nos arredre su magnitud, superior, dice Humboldt, á la del disco de la luna llena. En realidad, cuando ponemos los ojos en el mapa, resístese la fantasía á concebir que tan inmensa extensión de tierra forme una sola nación y obedezca á un hombre solo: nos subyuga su grandeza geográfica y se apodera del ánimo involuntario sentimiento de respeto, y convicción, no menos instintiva, de que Dios no ha modelado el cuerpo del titán sin alguno de esos fines históricos admirables, que son como la diplomacia de la Providencia. Modelado por Dios está, en efecto: lo prueba su sólida unidad, así geográfica como etnográfica, y su duración como imperio independiente. No es Rusia un conglomerado artificial ni una federación de estados con vida interior y tradiciones distintas, fruto de los azares de una conquista ó de la necesidad de resistir á un enemigo común; pues si la lucha contra los nómadas asiáticos contribuyó á unificarla, la naturaleza fué quien la predispuso fatalmente á esa comunidad de aspiraciones y de existencia política. Islas hay, como Sicilia; penínsulas, como la Ibérica, cuyo territorio se presta más á la división que el ruso: sin montañas que lo corten, con ríos que sirven de vías de comunicación, la vasta planicie rusa es como pieza de tela que se va desenvolviendo siempre igual, siempre inconsutil. La región del Norte, productora de maderas, no puede subsistir sin la región agrícola del Sur, fértil en cereales; así las dos mitades de Rusia se completan, y no se conciben allí los provincialismos que entre nosotros previenen al cántabro montañés y al almogávar de la costa contra el castellano habitante de la meseta central: y á despecho de la imponente magnitud de la nación, que al parecer debía convertir en extraños, ya que no en enemigos, á los rusos nacidos en distinto gobierno, la cohesión es tan fuerte que la enorme Rusia se juzga, mejor que Estado, familia sujeta á la ley de un padre, y padre llama con tierna familiaridad á su autócrata. Aun hoy el nombre del atamán Mazepa, que quiso separar á Ukrania de Rusia, es un insulto en dialecto ukraniano, y su nombre maldecido en los templos. A este sentimiento sublime debe Rusia su independencia nacional. Los demás pueblos eslavos la perdieron.
Ni daña á la unidad moscovita—tal es de incontrastable—la existencia de dos elementos completamente extraños: el germánico y el semítico. Y cuenta que los alemanes ejercen una influencia no menos irritante para los rusos de lo que fué para nosotros la de los flamencos bajo Carlos de Gante: mimados y protegidos del Gobierno, sobre todo en las provincias Bálticas, el ruso les acusa de haber organizado dos cosas aborrecibles: la burocracia y el despotismo. Mas lo que sobre todo le enfurece, es el logrero judío agazapado allí desde la Edad Media, sanguijuela que se interpone entre el productor y el consumidor, hombre que si no presta á réditos, mendiga, y si no mendiga, ejerce industrias sospechosas. Nación incrustada dentro de otra nación, los judíos son á veces víctimas del encono popular: el manso pueblo ruso se levanta estremecido por repentina cólera, y los periódicos nos comunican el saco y degüello de la gente hebrea.
No estriba la unidad nacional rusa en la comunidad de raza: al contrario. Más numerosas que en ningún punto del globo, las razas y las tribus han ido estrellándose sobre aquella ilimitada llanura, y dejando como los surcos paralelos que dibujan las olas en la playa; y al modo que la marea nueva borra las huellas de la anterior y aplana la superficie arenosa, las razas diversas se han ido fundiendo, olvidadas de su distinto origen. Los que estudian la etnografía rusa le llaman un caos, y afirman que por lo menos veinte capas distintas de aluvión humano coexisten sólo en la Rusia europea, perdida la cuenta de las emigraciones prehistóricas de pueblos cuyo nombre yace envuelto en el olvido. Y de gentes tan varias, de tan diferentes estirpes, de la amalgama de aborígenes,—escitas, sármatas, celtas, germanos, godos, tártaros y mogoles,—ha salido el pueblo más homogéneo, de más sólida trabazón, menos propenso á recordar añejas procedencias y sendas perdidas. La identidad geográfica rusa se ha impuesto á la variedad etnográfica, y creado la unidad moral, la más fuerte de todas.
Cuando tantas razas vienen á desparramarse en un mismo territorio, preciso es que alguna ejerza la hegemonía. En Rusia esta raza directiva fué la eslava, no por razón de superioridad numérica, sino de su mayor nobleza, de su carácter más adecuado á la civilización europea, y acaso de su notable virtud de expansión. Comparad el mapa etnográfico de Rusia en el siglo ix y en el xix : en el ix , los eslavos son una manchita que apenas ocupa la quinta parte de la Rusia europea, circunscrita entre el Báltico y el Mar Negro; en el xix, la mancha ha cundido como si fuese de aceite, cubriendo dos tercios del mapa ruso. Y como arrastradas por la inundación eslava, se van replegando hacia el helado polo ó los desiertos asiáticos las razas inferiores. A tiempo que el monje Nestor trazaba la primer crónica rusa, el pueblo eslavo vivía enclavado entre lituanios, turcos y fineses: hoy sube de 60.000.000 de almas.
Así se demostró una vez más que á la raza ariana está reservado, sin violencia y por ley natural, el señorío de la civilización moderna. Hace mil años poblaban la Rusia del Norte tribus finesas; en plazo más reciente aún, el pescador asiático tendía sus redes donde hoy se alza la capital de Pedro el Grande; y sin mediar guerra exterminadora, ni emigración en masa, ni persecuciones, ni privilegios legales otorgados á una raza en daño de otra, los aborígenes fineses se han sumido, se han absorbido, se han rusificado, en una palabra.
No es sorprendente el caso para los que creemos en la superioridad absoluta de la raza indoeuropea, noble y preclara, capaz de las más altas y profundas concepciones á que puede arribar la humana mente. Parécese en algo á la nuestra la evolución etnográfica rusa, si nos atenemos á recientes y autorizadas teorías. Los más remotos pobladores de Rusia son, como los de España, gentes de raza turaní, de chato rostro y pómulos salientes, que hablan un idioma aglutinante, y á veces, como en España también, descúbrense en una fisonomía claras huellas de la antigua sangre, á pesar del predominio definitivo del aria invasor. Mas si entre nosotros los aborígenes turanienses no han legado á las generaciones venideras pruebas de aptitud literaria, y los famosos cantos euskaros de Lelo y Altobizkar resultan supercherías modernas, más ó menos diestramente forjadas, en Rusia la estirpe finesa, cuya influencia étnica persiste, se muestra dotada de grandes facultades creadoras: una de las literaturas populares más ricas que en sus anales registra el Folk-Lore, es el ciclo poético indígena de Finlandia: su poema el Kalevala compite con las epopeyas sanscritas.
Un escritor castellano, de pluma de oro, ausente há tiempo de nuestra patria, al manifestarme en carta particular su criterio respecto á Rusia, me decía que la civilización que admiramos ha sido creada exclusivamente, en cuanto tiene de bueno, por el hombre mediterráneo, venido á vivir en torno de ese mar inspirador que se extiende desde el estrecho hercúleo hasta Sidón y Tiro: el mar que formó los profetas, los dioses encarnados, los grandes capitanes y navegantes, los archifilósofos, iniciadores de ia humanidad. Recientemente el más célebre de nuestros oradores ha suscitado en París manifestaciones grecolatinistas, cuya oportunidad política no es del caso discutir aquí, pero cuyo sentido etnográfico, que tira á dividir á Europa en bárbaros del Norte y gentes latinas civilizadas—ni más ni menos que cuando se derrumbaba el imperio romano, —no se me alcanza poco ni mucho. ¡Quién puede oir hoy sin protestar el dicho famoso de que el Norte sólo nos ha dado el hierro y la barbarie, ó leer con paz á Grenville Murray, que exclama, en un acceso de británico patriotismo:«Rusia caerá en menudos fragmentos: suerte común de todo Estado bárbaro!»Ofendería la ilustración del auditorio, si recordase el papel que en la civilización del universo desempeñaron germanos y sajones, Alemania, Holanda, Inglaterra; pero concretándome á lo que tratamos ahora, no me explico cómo se moteja de bárbaro al eslavo, tan ario, tan nieto de Jafet como el latino, tan descendido como él de las sacras vertientes donde la humanidad tuvo cuna y recibió la luz reveladora. Conociendo su origen, ¿hemos de juzgar al eslavo cual juzgaban los griegos, contemporáneos de Herodoto, al escita y al sármata, relegándole para siempre á la eterna y fría noche de los campos Cimerios?
Cierto que en la varia suerte de las razas de esa gran familia indoeuropea, si al celta le tocó anularse temprano, correspondióle aleslavo llegar tarde. ¿Quién explicará las causas de tal oposición de destinos entre las dos ramas del inmenso árbol que más se asemejan? Al estudiar las letras rusas, muchas veces me sorprendió la analogía del carácter, costumbres y manera de pensar del mujik moscovita y el labriego de mi provincia gallega. Después leí en varios autores que el eslavo se acerca más al celta que á sus otros hermanos, observación que concuerda con las mías. Quizás el celta trajo á España y Francia las primeras semillas civilizadoras; pero la superioridad del heleno y del latino borró los restos de aquella cultura primitiva, que no nos ha legado monumentos escritos. Fortuna mayor la del eslavo, último que concurre á la gran obra, seguro de dejar rastro de su paso por la tierra.
Es innegable que sale á la escena del mundo tardíamente, cuando ya pasaron las épocas instintivas, las brillantes funciones históricas; cuando parece que el cerebro universal ha perdido la frescura y fuerza plástica; cuando las civilizaciones posibles han surgido ya del Océano amargo, así la de Grecia como la de Roma, así la arborescencia ojival de la Edad Media como el impulso humano y emancipador del Renacimiento, así la ciencia positiva de nuestro siglo como su libertad política. No causaron el retraso inferioridades congénitas de la raza: su aptitud es evidente, y si no lo fuese, bastaría á probarla el rico tesoro de poesía popular depositado en los pueblos de sangre eslava, servios, rusos y aun polacos; testimonio irrecusable, que es á las colectividades lo que el habla articulada al individuo en la escala zoológica. Como para nosotros los romances, fragmentos de epopeya donde late en su plenitud la tradición y la vida nacional, son para el ruso las bilinas, ciclo inmenso de canciones en que el pueblo inmortalizó la memoria de personajes y sucesos grabados indeleblemente en su fantasía; copioso manantial, fuente viva á que acudirán los líricos futuros, para beber originalidad. Y cuanto en España representa el Poema del Cid, y en Francia la Gesta de Roldán, simboliza para los rusos el Canto de la Horda de Igor, obra de un Homero anónimo, epopeya panteísta impregnada del sentimiento dominador y casi tiránico de la naturaleza que prepondera en el genio literario ruso.
La historia—y tomo esta palabra en el sentido latísimo que hoy tiene—aguijonea á ciertas razas, por ejemplo, la latina, y á otras, como la eslava, las aherroja y sujeta, paralizando sus instintivos esfuerzos por salir á luz. Suele decirse de Rusia que es un estado asiático, y del ruso que es un tártaro con barniz europeo. Verdad que, aun descontada la influencia bizantina y la larga dominación tártara, el elemento mongólico subsistente en la etnografía moscovita ha de tenerse muy en cuenta para comprender á Rusia. Aún vive, dentro de la Rusia europea, el feo kalmuco: ¿quién contará las gotas de sangre asiática que corren por las venas de las familias rusas más ilustres? Sólo las gentes irreflexivas censuran á nuestros abuelos por su empeño en probar que estaban limpios de toda mancha de judío ó moro, pues en esto de la pureza de las razas hay un quid científico y social, demostrable según las más atrevidas y recientes teorías biológicas. Rusia, con su doble naturaleza europea y asiática, me parece una de esas princesas transformadas en piedra por arte de malignos encantadores, y á quienes vuelve á su sér natural valeroso caballero con potente conjuro; mientras el rostro, y las manos, y el bello torso son ya de carne, los pies están fijos en el granito, y la doncella pugna por reanimarse toda: así se afana el imperio ruso por ser enteramente europeo, por salir del Asia hoy inerte.
Aparte del innegable influjo asiático, hay que considerar, entre las causas de atraso, el clima ceñudo y cruel. Siempre alentó la civilización joven bajo cielos clementes, á orillas de mares cuyas espumas pudiesen envolver como blando algodón los miembros de la diosa recién nacida. Donde la naturaleza maltrata al hombre, éste necesita doble tiempo y trabajo para reconocer su vocación al progreso. A nosotros, habitantes de la zona templada, hechos á la vivificante brisa de nuestras costas, la descripción del cerrado y tremendo clima ruso nos infunde tanto pavor como los suplicios infernales creados por la musa dantesca. La estructura del terreno acrecienta el rigor de la atmósfera. Es Rusia una serie de llanos y mesetas sin orografía, sin mares propiamente dichos, pues apenas se tienen por navegables los que bañan sus costas. Los únicos fragmentos de sistema, las únicas cordilleras rusas, se conocen por el nombre genérico y expresivo de ural, cintura, pues no hacen sino ceñir el territorio. Para un habitante del interior, el espectáculo de un país montañoso es tan nuevo y sorprendente como para un castellano viejo el del mar. Casi todos los poetas y novelistas rusos confinados ó desterrados al Cáucaso, han encontrado en el panorama de las sierras inesperados horizontes, fuente de inspiración. El héroe de la novela de Tolstoy Los Cosacos, al llegar al Cáucaso por vez primera, y encontrarse frente á frente con una montaña, se queda absorto, maravillado de su belleza sublime.
— ¿Qué es eso, di?—pregunta al carretero que le conduce.—Las montañas— responde éste con indiferencia. — ¡Qué cosa tan hermosa!—exclama lleno de entusiasmo el viajero:—allá nadie se la imagina, ni puede concebirla.—Y se abisma en la contemplación de las cimas deslumbradoras cubiertas de nieve, que surgen del fondo de la estepa.
Presos los mares rusos en eterna cárcel de hielo, como el Océano Glacial y el Mar Blanco, á veces también el Báltico y el Caspio, ó arrastrando sus ondas revueltas con pantanoso légamo, como el de Azof, no envían al vasto páramo esencialmente continental de Rusia esas auras bienhechoras que refrescan nuestro litoral y aplacan el ardor de nuestra sangre. Tampoco le llega el hálito tibio de la corriente del Golfo, cuya postrer bocanada espira en las riberas escandinavas. Bárrelo en desquite á su sabor el soplo helado de la región boreal, el viento ártico que se pasea libremente por la planicie sin quebrarse en montaña alguna; y en el corto estío, las exhalaciones de fuego del Asia central, al arrojarse en las estepas desnudas de arbolado, traen de la mano el calor insufrible y la sequía asoladora. Más allá de Astrakan, la columna de mercurio del termómetro se hiela en invierno y estalla al sol en verano.
No es el invierno ruso el sopor apacible de nuestra naturaleza, que acaso por coquetería se empolva el pelo con nieve y corona de azahar las cumbres: Rusia, bajo los rígidos pliegues del sudario que la amortaja, duerme largos meses sueño mortal, y caen sobre su cadáver, pausadas y tercas, aquellas plumas blancas de que habla Herodoto: la tierra se vuelve mármol, el aire corta. Hermoso golpe de vista ofrece un país nevado visto en los kaleidoscopios ó cuando el viajero lo cruza en raudo trineo; mas la nieve es terrible adversario para la actividad humana. Si no produce efectos tan disolventes como el calor excesivo, al menos encoge el alma y paraliza el cuerpo. En los climas extremosos, el hombre lleva la peor parte, y la naturaleza realiza el dicho de Goëthe: nos envuelve y domina; incapaces de penetrarla, lo somos también de eludir su poder tiránico. Formidable en su sueño invernal, en su lúgubre blancura mortuoria, quizás aparece más despótica todavía en su violenta resurrección, cuando ebria de amor rompe sus grillos de hielo y pasa sin transición del letargo á la vida orgiástica y desenfrenada. Es en Rusia la primavera una irrupción, una sorpresa: crecen los días con rapidez mágica, se visten de hoja las plantas y maduran como por encanto los frutos; llega casi á desaparecer la noche, transformándose en crepúsculo nacarado, y la vegetación se desborda con loca impaciencia, cual si supiese que es breve la estación feliz. He aquí cómo pinta el gran escritor Nicolás Gogol la primavera en la estepa.
«Nunca el arado trazó surco entre las olas sin límites de su vegetación salvaje. Sólo las yeguadas indómitas, al refugiarse en tan impenetrable asilo, abren senda por él. Semeja el haz de la tierra océano de dorado verdor, que esmaltan matices varios: entre los delicados y enjutos tallos de las hierbas altísimas, se agrupan los acianos azules, violados y rojos; la retama yergue su pirámide de amarillas flores; los penachos del blanco trébol salpican la oscura alfombra, y bajo su sombra tenue se deslizan, muy estiradas de pescuezo, las ágiles perdices. Gorjeos de aves pueblan la atmósfera, donde se sostienen inmóviles los gavilanes, azotando el aire con la punta del ala y registrando la hierba con ávida pupila. A lo lejos se escucha el agudo graznar de una bandada de patos silvestres, que como espesa nube vuela sobre algún lago perdido en la inmensidad de la llanura. La gaviota de las estepas se eleva con cadencioso movimiento, bañándose regaladamente en las ondas del éter azul: ya parece á lo lejos un punto negro; ya resplandece, blanca y brillante, á los rayos del sol... Al llegar la tarde mudaba enteramente de aspecto la estepa: su abigarrada extensión se inflamaba á los últimos ardientes rayos solares; en breve se oscurecía rápidamente y permitía ver el curso de la sombra que, invadiendo la planicie, la cubría de tonos uniformes verde oscuro. Entonces los vapores se espesaban; cada flor, cada hierba exhalaba su aroma, y toda la estepa hervía en balsámicos vapores... Redoblaba el chirriar de los grillos... Al llegar la noche, las estrellas parecían contemplar á los dormidos cosacos, y si alguno se levantaba, toda la estepa se le aparecía salpicada con chispas luminosas, que eran gusanos de luz. A veces disipaba la profunda oscuridad del cielo el incendio de los juncos secos que crecen á orillas de los riachuelos y lagos, y luenga fila de cisnes volando rumbo al Norte y bañados de improviso en inflamada luz, parecían retales de roja tela que cruzaban la atmósfera ( 3 ).»¿No es cierto que en esta soberbia descripción, parece como que se ve hervir la vida impetuosa, ardiente, espasmódica, aguijoneada por la conciencia de su misma brevedad?
Sin aceptar enteramente la teoría de Montesquieu sobre los climas, fuerza es convenir en que, bien aplicada, encierra un gran fondo de verdad. Juzgo indudable que la imposición del clima, constriñendo al hombre á fijar constantemente los ojos en los fenómenos de la naturaleza y en la alternativa y contraste de las estaciones, condiciona el desarrollo artístico, y, por ejemplo, en los escritores rusos ha ayudado á desenvolver una exquisita intuición pictórica del paisaje. En nuestra zona templada cabe vivir con relativa independencia del mundo exterior, y que sea insensible al alma la transición del verano al invierno; aquí no lidiamos con la atmósfera, la respiramos, flotamos en ella: quizás por eso en nuestra literatura escasean los buenos, los exactos paisajistas, y nuestros poetas descriptivos se atienen á fórmulas y rutinas sobre la aurora y la puesta del sol. Mas dejando este paralelo, que acaso peca de sutil, diré que me parece juiciosa la apreciación de los que otorgan al clima ruso marcada influencia en el desarrollo del carácter, de las instituciones y aun de la historia.