La sonrisa de Laura - Manuela Pérez Cañaveras - E-Book

La sonrisa de Laura E-Book

Manuela Pérez Cañaveras

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Beschreibung

Laura tenía sueños grandes. Desde niña quiso ser enfermera. Se resistía al destino de las chicas de su generación: casarse, ocuparse del hogar y tener hijos. Como todo lo difícil le costó mucho trabajo y tuvo que poner todo su empeño en convertir su sueño en realidad. Se adelantó a su tiempo desde muy pronto. Encontró un marido dispuesto a aceptar que hiciera compatible su decisión de trabajar y tener hijos, pero los celos terminaron con el amor, aunque no con su matrimonio. Una temprana viudedad volvió a situarla ante el reto de la soledad. No se arredró Laura por ello. Viajó por todo el mundo, observando atentamente floras, faunas, paisajes y culturas. Supo disfrutar de sus hijos y sus nietas, guardó sus amigas e hizo otras nuevas. No se alejó de sus padres y de su abuela confidente. La historia de Laura es un ejemplo de superación, determinación y adaptación a circunstancias a menudo adversas. Sin perder la sonrisa. Su lenguaje intimista y amable te atrapa desde las primeras líneas.

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LA SONRISA

DE LAURA

Manuela Pérez Cañaveras

La sonrisa de Laura

© Manuela Pérez Cañaveras, 2022

© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores

Ilustración portada, diseño y maquetación ePub: Bolaberunt

ISBN: 978-84-17400-86-6

Para más información sobre la presente edición, contactar a:

Editorial Alt autores

Henao, 60. 48009 Bilbao (España)

CIF: B95888996

www.altautores.com

Índice
PRÓLOGO
LOS SUEÑOS DE LAURA
LA GRAN IDEA DE MARI
CONVERSACIONES CON SU ABUELA
VER EL MAR POR PRIMERA VEZ
EL NOVIO DE LAURA
LA RESIDENCIA EN LOS AÑOS SETENTA
LA HISTORIA DE VÍCTOR
CAMBIO DE HABITACIÓN EN LA RESIDENCIA
MARI SE CASA
LAURA QUIERE COMPRAR PISO
MÉDICOS Y ENFERMERAS
LA BODA DE LAURA
LAURA EMBARAZADA
LOS CELOS
NACE EL SEGUNDO HIJO, CÉSAR
EL GRAN SUSTO DE LAURA
LA JUVENTUD DE RAÚL Y CÉSAR
LA CASITA DE CAMPO Y PLAYA
POR QUÉ SE APAGA EL AMOR
EL CAMINO DE SANTIAGO
RAÚL E INÉS
LO INESPERADO
LOS ARREGLOS DE LA CASA
LA NUEVA VIDA DE LAURA
LOS PRETENDIENTES DE LAURA
COSTA RICA
SUDÁFRICA
LAS PRINCESAS DE LAURA
MÁS PRETENDIENTES PARA LAURA
LA SOLEDAD SONRIENTE DE LAURA

Este libro está dedicado a las familias a las que llegan nuevos personajes para que sean acogidos con cariño y amor y no se sientan solos ni desplazados.

Por supuesto, todos los personajes que aparecen en esta novela no son reales. Las historias son de mi invención. Todo es producto de mi imaginación. Claro está, puede ser todo real porque son historias que pueden pasar en la vida de cualquier persona.

PRÓLOGO

Los años setenta empezaban como algo nuevo y renovador en España, otra etapa de grandes ilusiones y grandes proyectos. La larga agonía de la posguerra y los años cincuenta y sesenta quedaban ya muy atrás. Había que trabajar muchas horas y muchas personas tuvieron que emigrar a Alemania, Francia y Suiza con su contrato de trabajo, donde eran bien recibidos.

Otras familias, principalmente del campo, se trasladaron a otras regiones de España en busca de alguna oportunidad. Quienes se quedaron en su provincia, a la larga, también prosperaron, con duro trabajo como los que se fueron y así España empezó a despertar de una agonía que nunca debió sufrir.

La soñadora Laura, que se daba cuenta de ello, empezó a caminar con paso firme y, antes de los doce años, empezó a cumplir sus sueños.

LOS SUEÑOS DE LAURA

Laura nació en San Clemente, un pueblo de Cuenca, al principio de los años cincuenta, cuando en España se vivía una eterna posguerra. Su futuro se trazó desde que vio la luz, no parecía capaz de sobrevivir. Su abuela Damiana lo sentenció:

—El poder de Dios es grande, pero esta niña no sé si va a salir adelante, habrá que bautizarla pronto.

La niña había salido larguirucha y delgada y puede que captase los temores de su abuela porque se aferró a la teta con tal furia que en pocos meses engordó para asombro de todos. Era la segunda, detrás de Mari, y sin haber cumplido cuatro meses su madre se quedó de nuevo embarazada. Para alimentarla tuvieron que recurrir a una vecina, que acababa de parir.

De la solución de emergencia pasaron a la leche de la cabra que tenían sus padres, que hervían en una cazuela, a la que añadían harina de avena y trigo y un poco de miel. La bebé larguirucha y delgada se convirtió en una niña que llamaba la atención por su pelo rubio ondulado y su aspecto saludable. La papilla no parecía bastarle a Laura y a menudo la pillaban subida a una banqueta buscando comida en la alacena.

Su avidez por comer se debía probablemente a los avatares de su corta existencia, pero provocaron su mote, Loba, por contraposición a sus hermanas que eran muy parcas en comer y bastante aficionadas a reposar todo el día entre almohadones. Laura saltaba de su espuerta de esparto, que hacía la función de cuna, y gateaba por la casa para tormento de su madre y su abuela.

Su padre quería un niño y ya tenía tres niñas. Como sucede a las de en medio, le prestaban menos atención, salvo por sus escapadas. La mayor, por haber llegado primero recibía montones de elogios y a la pequeña, con la ternura que desatan los bebés, la malcriaban a base de mimos. Laura se fue haciendo independiente, solitaria y soñadora.

Los dos varones que completaron la familia llegaron más tarde: Andrés, que replicó el nombre de su padre y Manuel, el de su madre en masculino. A finales de los cincuenta, España se industrializó y eso produjo una inmensa emigración interior del campo a las ciudades o pueblos con fábrica. La familia de Laura fue una de ellas y se trasladaron a vivir a un pueblo minero de la provincia de Barcelona, donde Andrés trabajó en las oficinas de la mina de sal.

Allí se crio Laura. Su destino marcado era cuidar de sus hermanos, aceptar algún pretendiente, casarse y tener hijos. Es decir, repetir la vida de su madre. Novios no le iban a faltar porque era guapa y apuntaba buen tipo, pero en su cabecita anidaban pájaros de puro soñar en vidas que en nada se parecían a lo que escuchaba en casa que le tocaba vivir.

No le faltaba de nada y vivía en un bonito valle, pero ella quería algo más, algo diferente. Siempre recordaría aquella casa de campo de su infancia, rodeada de grandes plantaciones de cereal, patata, alfalfa y esparceta, también llamada pipirigallo, una planta salvaje de flores rosas que se usa para alimentar al ganado, que en casa de Laura era bastante variado además de conejos y cerdos de cría.

Cuando el buen tiempo lo permitía, su preferencia era hacer los deberes en el porche. Frente a ella, unas hermosas montañas de pinos negros teñidas de un verde tan intenso que parecía que la savia les salía de sus hojas. Por encima de los pinos, circulaban sin descanso las vagonetas cargadas de sal y de potasa. Laura pensaba qué podría pasar si se caía alguna y soñaba si, montada en una ellas, saldría de allí hacia no se sabe dónde.

Un accidente a los ocho años marcó su vida. Pidió agua a su abuela y, como tardaba, se subió a una banqueta para alcanzar el cántaro. Perdido el equilibrio por el peso del botijo, se fueron al suelo niña y recipiente con el resultado del cántaro roto sobre su pie y el tobillo fracturado. No se desnucó de milagro.

La llevaron al hospital más cercano y allí se tropezó con unas mujeres vestidas de uniforme que la curaron. Laura nunca había visto una enfermera y fue entonces cuando nació su vocación por esa profesión, que se guardó para sí, no fuera que se la truncaran de raíz y no pudiera desarrollarla. La primera comunión la tuvo que hacer con la pierna escayolada, pero nada frenaba a Laura y hasta se subió al altar para leer una poesía.

Con quince años, lo normal era encontrarla absorta en sus pensamientos, que no se atrevía a compartir porque nadie podía entender sus sueños, que a su familia le parecían imposibles y que pasaban indefectiblemente por salir del pueblo. Sus amigas y sus primas también soñaban, pero eran sueños de vuelo corto: echarse novio y atarse a él de por vida, confiando en que todo saliese bien.

Quedarse en el pueblo significaba renunciar a un montón de experiencias, resignarse a una vida rutinaria, aburrida, sin emociones, sin necesidad de luchar, dependiente de un marido y amarrada a unos hijos, a los que cuidar sin ayuda. Es mejor no ganar después de luchar que perder sin haber siquiera luchado, pensaba Laura. Al fin y al cabo, eso es lo que hacían los hombres de su entorno, luchar por su supervivencia y la de sus familias.

No tenía más que mirar a su madre para darse cuenta de la realidad, de lo que le esperaba. Pensar en eso la ahogaba. Sufría por no entender por qué nadie entendía sus cuitas. ¿Seré yo la rara?, se preguntaba. Eso llevó a Laura a alejarse, aunque solo fuera al bosque con un libro. Leía cuentos de hadas y las historias de misterio y aventuras de “Los cinco”, dos hermanos, su hermana, una prima y un perro, que descubren cantidad de cosas sin salir de su pueblo.

Se cansó pronto Laura de los cuentos de hadas, que siempre terminaban bien. Su prima Loli, que tenía solo un año más que ella, le decía cosas como esta:

—Todo lo que piensas son tonterías—hacía un gesto despectivo mientras hablaba—. Nunca seguiré tus ideas; asustas a los chicos con ellas.

Claro está que Loli se echó novio muy pronto y empezó a bordar a máquina unas preciosas sábanas y a preparar el ajuar para casarse. Para las jovencitas de aquella época esto, que hoy nos parece tan extraño, era muy normal. Laura no podía entenderlo. Parecía como si su destino estuviera marcado por esas sábanas bordadas a tan temprana edad. La madre de Laura, aunque su hija no tenía novio ni trazas de buscarlo, encargó a Loli que bordara unas pocas para su prima. Laura no hizo ni caso, pero se calló, no le cabía en la cabeza que todas las madres pensaran así.

No quería acumular sábanas y toallas para el ajuar, pero tampoco trabajar de dependienta en algún comercio o de operaria en una fábrica de tejidos, en este último caso por su ruido ensordecedor. Laura quería ser enfermera. Lo ratificó con nueve años, el día en que la operaron de amígdalas. Le gustó cómo trabajaban las monjas y las auxiliares de la clínica y pensaba que eran útiles para ayudar a los demás.

Aunque se casara y tuviera hijos, no era ese su objetivo principal, sino ganarse la vida trabajando en lo que le gustara. Laura era una niña que se adelantaba a su tiempo. Quería estudiar para conseguir buenos trabajos, lo contrario de su prima Loli y de los planes de sus padres para ella. ¿Tan difícil era que la entendieran las personas que la rodeaban? Las dificultades que se le presentaban no impedían que Laura fuera alegre, inquieta, activa y soñadora.

Tenía ya quince años cuando vino a visitarles una vecina. Le preguntó a Laura si quería trabajar de niñera en casa de unos señores de otro pueblo cercano. A pesar de que a su padre no le hizo ninguna gracia, lo tuvo que aceptar al ver tan decidida a Laura. Se trataba solo de cuidar a dos niños, porque de las tareas del hogar se ocupaba otra persona. Cerca de la casa había una fábrica, donde se hacían las sábanas morenas que al lavarlas se volvían blancas y tiempo después empezaron con el nilón. El ruido de los telares se podía escuchar desde la casa.

Un día de verano que Laura libró, se fue a bañar al río con otras chicas de su edad. En la orilla había bastante gente y se metieron tranquilamente en el agua. De pronto, Laura sintió que se hundía y le faltaban las fuerzas para salir. Dos chicos se tiraron y la sacaron del remolino en que se había metido sin darse cuenta. Uno de sus salvadores, empezó a seguirla por todas partes, estaba pendiente de ella en todo momento, cosa que molestaba mucho a Laura.

Cuando el chico se le declaró, Laura le dijo que no entraba en sus planes tener novio y le pidió que no la agobiara más porque la gente, si los veían juntos a menudo, enseguida diría que eran novios y eso Laura no lo podía permitir ya que no le gustaba ese chico ni ningún otro, sus planes no iban por ahí. No obstante, el chico continuó insistiendo y Laura le paró los pies por segunda vez.

—Si no me quieres, me estrello con la moto.

—No digas tonterías—le dijo Laura, un poco asustada, sin saber que, al acabarse el verano, el chico se iba a acercar al pueblo, a casa de Laura para repetirle lo mismo a su padre.

—O su hija me acepta como novio o me mato.

—Cálmate, por favor. No te lo tomes a la tremenda—le aconsejó, para añadir luego—: No puedo hacer nada.

El primer trabajo de Laura fue muy agitado, pero el remolino y el perseguidor no fueron lo peor. Resulta que en la puerta de la casa siempre había una llave puesta para que cuando viniesen los del supermercado con el pedido, pudieran abrir y dejarlo sobre la mesa de la cocina. Uno de esos días, Laura estaba sola en casa, planchando a toda prisa la ropa de los niños que cuidaba antes de ir a buscarlos a la guardería.

De pronto se abrió la puerta y apareció un sobrino de la señora de la casa, a quien Laura casi no conocía. El chaval le dijo que la quería e intentó abrazarla. Laura se guareció detrás de la mesa del comedor y le pidió que se marchara, aun sabiendo que no lo iba a hacer. Fueron dando vueltas a la mesa los dos, hasta que Laura cogió una silla y se la lanzó a las piernas. Consiguió salir a la calle y correr como una loca hasta una peluquería cercana, donde la conocían muy bien, y pudo explicar a la dueña lo sucedido.

A pesar del susto, Laura siguió trabajando en la casa, pero no por mucho tiempo. Una noche, cuando Laura había recogido ya la cocina y se retiraba a su habitación para ducharse y dormir, a la señora le dio por mirar los cacharros que acababa de guardar Laura en los armarios. Cogió un bote de aluminio y le dijo que no estaba bien seco.

—No creo que tenga mucha importancia—se defendió Laura.

—Sécalo—le ordenó—. Ahora mismo.

Laura obedeció en silencio, pero su mente no paraba de pensar qué se creía esa mujer porque su marido tuviese un cargo en la fábrica de telas y por qué la humillaba cuando por edad podía ser su madre. Se sintió tan mal que trazó un plan de fuga. Como los domingos la obligaban a ir a misa, el siguiente al del bote de aluminio madrugó y en lugar de ir a la iglesia se fue a la parada del autobús y volvió al pueblo, dejando colgada a la señora con los invitados que venían ese día. A mí no me maltrata nadie, pensaba Laura sentada en el coche de línea.

—Ya te dije que no fueras—le riñó enfadado su padre, en lugar de defender a su hija.

Coincidió que un tío de Laura llegase en ese momento y, al ver la regañina, se ofreció a acompañar a su padre a la casa para disculparse con los señores. Laura, que había venido con lo puesto, les pidió que le trajeran su ropa, que había dejado metida en una maleta en su habitación. El señor de la casa estaba preocupado por la, para él, inexplicable escapada y se tranquilizó al saber que estaba sana y salva con sus padres. Liquidó lo que la debía y les entregó la maleta. Laura, que lo había pasado fatal, se quedó contenta de volver a ver a sus hermanos pequeños.

No contó a sus padres ni el intento de violación del sobrino ni que estuvo a punto de ahogarse, son avatares que ocurren y si lo contaba lo más seguro es que no la volvieran a dejar salir a trabajar fuera.

—Aquí no te falta de nada—le dijo su padre cuando se le pasó el enfado—. No sé por qué te empeñas en salir por ahí.

Laura sabía que experimentando se aprende y lo demostró el domingo después de su llegada intempestiva. Para sorpresa de su madre, cocinó para toda la familia unos macarrones, a los que añadió trocitos picados de pollo, que les hicieron chuparse los dedos. También aprendió otra lección, que mantuvo en su interior, y es que en la vida hay quien lo tiene más difícil, como ella, que los niños de la familia en la que había servido. Le pareció injusto que, gracias al cargo que ostentaba el señor en la fábrica, tuviese casa gratis y servicio doméstico, y que sus hijos pudieran estudiar sin problemas.

A eso se añadía su condición de mujer. En esos meses se aficionó al dibujo al carboncillo, se dedicaba a dibujar al natural paisajes y a los niños. Incluso se matriculó en un curso por correspondencia. Aunque se encontraba más tranquila, estaba decidida a cumplir sus sueños y dedicarse a lo que le gustase.

LA GRAN IDEA DE MARI

Laura se iba reponiendo de su primera salida fallida, en parte con la ayuda de su hermana Mari. Un día les visitó una tía suya que vino con su hija, que era mayor que Mari y por lo tanto que ella. Como habían anunciado que se quedarían a comer, su madre mató la víspera un conejo y preparó una paella al fuego de leña que aún hoy día recuerda.

Después de comer, los niños se fueron a jugar al bosque, donde había unos columpios, con sus amigas entre las que estaba Pepi. Su prima anunció que se quería ir a la ciudad para trabajar en una fábrica de sofás, porque le habían contado unos familiares que buscaban operarias. Mari le preguntó si podía ella ir también y se le ocurrió preguntar a Pepi si podía quedarse en casa de unos parientes suyos.

Pepi quedó en preguntar en casa y cuando le contestaron que sí, Mari pidió permiso a sus padres y Laura aprovechó la ocasión, no para trabajar en la fábrica sino cuidando niños. Le dijeron que sola no la dejaban ir, pero con Mari sí. Tampoco quería ser la hermana pequeña a la que protege su hermana mayor, lo que sería una prolongación de la tutela familiar, de modo que viviendo separadas y aunque tuviese que trabajar duro, esperaba que la ciudad le ofreciese muchas oportunidades.

Se abría para Mari y para Laura un mundo nuevo, lleno de vida. De golpe se tenían que volver adultas y gestionar su libertad. Volver a trabajar en una casa, después de lo que pasó en la anterior se le hacía cuesta arriba, pero al menos disponía de un sueldo y un lugar dónde vivir. Ya le saldría algo mejor, pensaba Laura, lo importante era haber llegado a la civilización. Además, quería saber cómo le iba a Mari en la fábrica, un empleo que tampoco conocía, y así evaluar esta opción.

Cuidar niños en esos años significaba someterse al abuso de sus madres, trabajar más de doce horas diarias, sin que les dieran de alta en la Seguridad Social, con poco tiempo libre y muchas obligaciones. No solo ocurría eso en la España de Franco, ya que, en Inglaterra, incluso años más tarde, a chicas españolas que iban en régimen de au pair para aprender inglés las ponían a hacer las tareas domésticas, además de ocuparse de los niños.

Laura llevaba a los niños al colegio, a la vuelta tenía que hacer la comida y poner las lavadoras para los seis chavales, cuatro niñas pasables y dos niños muy malos.

—Trabajo muchísimo—le dijo a Mari.

—A mí me va muy bien en la fábrica. Los jefes son majos y he cogido rápido el tranquillo del oficio. Estoy contenta.

—Yo también—aunque se mataba a trabajar, a Laura el trabajo no la mataba.

Para Laura, todo cambió un domingo. Como siempre, fue a misa a la iglesia más cercana a la casa donde vivía, depositó su limosna cuando pasaron el cesto y, al salir, cogió una hoja que había sobre una mesa y, llena de curiosidad, se puso a leerla. Le llamó la atención un anuncio del Instituto Social de la Mujer, entidad de la que Laura nunca había oído hablar, en especial la convocatoria de un curso de puericultura. Ella pensó que si se sacaba el título de puericultora podría colocarse en una guardería. No sabía dónde estaba ese Instituto, desconocía las calles de la ciudad.

El lunes siguiente, después de dejar a los niños en la parada, preguntó por la calle de la Salud y, con el corazón palpitando, entró allí. A la monja que la atendió, la hermana Emilia, le hizo toda clase de preguntas y le contó sus planes, todavía sueños, pero ya más tangibles. Para matricularse necesitaba adjuntar a la solicitud el certificado de estudios primarios y una foto.

—No lo tengo conmigo, hermana—confesó angustiada—. Está en el pueblo, en casa de mis padres.

—Solo queda una plaza libre, está todo lleno por las auxiliares de la clínica del Niño Jesús, así que tienes que darte prisa.

—Trabajo en una casa, no puedo ir al pueblo tan fácil—dijo Laura al borde de las lágrimas, viendo que se le esfumaba la oportunidad.

—No te preocupes chiquilla—se apiadó la hermana—, escribe una carta diciendo que te lo sacaste en el pueblo, vienes mañana con ella y cuando vayas a casa te traes el certificado.

—¿O sea que me cree?

—Claro que sí, hija—respondió sonriente—. Ya verás lo bien que te vas a preparar aquí.

Laura no sabía cómo podría arreglárselas para compatibilizar el trabajo con la asistencia a las clases. Estaba dispuesta a hacer milagros si fuera necesario. Sola en su habitación, aquella noche escribió la carta. Muy nerviosa, pero confiada en su preciosa letra y en que no cometía faltas de ortografía gracias a los dictados que les ponía la maestra en el pueblo. Ahora bien, de nada le serviría la carta si la señora de la casa no la dejaba libre las horas de clase.

Con la excusa de la compra, Laura se fue al día siguiente a llevar la carta a la hermana Emilia, que la leyó. La plaza es tuya, le dijo, y ya sabes qué día empezamos las clases y que el horario es nocturno para que las alumnas vengan después del trabajo. Propuso a la señora dejar la cena preparada y lavar los platos a su vuelta. Creyendo que Laura se cansaría pronto, la dejó salir ese tiempo. No conocía la determinación de Laura.

Tampoco Mari le apoyó, le parecía mucha carga para una chica tan joven, pero a Laura no le importó, era la jovencita más feliz del mundo. Había conocido en clase a unas auxiliares de la clínica, entonces del Niño Jesús, reconvertida más tarde en hospital, y le propusieron ir allí una tarde de domingo, su único tiempo libre, porque les tocaba turno de trabajo. Laura se sintió muy halagada por la invitación, aunque sintiese también mucha pena al ver tantos niños enfermos.

Laura estaba muy contenta con la profesora del curso, notaba que estaba pendiente de sus alumnas. Empezaba a atisbar que el camino de su sueño había comenzado. El curso comenzó en octubre y el primer trimestre aguantó bien el ritmo de vida tan agitado al tener que combinar el trabajo y las clases. Poco antes de terminarlo, le dijeron que después de Navidad tocaba empezar las prácticas en la clínica. Laura lo sabía y ahora se preguntaba cómo se las arreglaría para sacar horas libres.

Trasladaba sus cuitas a Mari y a sus compañeras de curso, que vivían con sus padres y ya trabajaban en la clínica. Su hermana le aconsejó que dejara a los señores y el curso y se viniera con ella a trabajar a la fábrica, que ya había preparado el terreno y la iban a admitir. Laura quiso darse tiempo, a ver cómo resultaba la experiencia, pero Mari no entendía que le gustara un empleo como las clínicas que la obligase a trabajar los domingos. Un disparate, le comentó.

Propuso a la señora hacer las prácticas los domingos por la mañana, de seis a dos, a cambio de no descansar esas tardes, una solución que la dejaría sin ningún día libre. La señora se lo pensó y le dijo que no. A todo esto, Mari se estaba recuperando de una enfermedad que ahora se sabe que era una alergia, pero entonces no. Vivía su hermana desde hacía poco en la residencia de señoritas de la calle Fuente Nueva, al lado del Instituto Social de la Mujer y, vistas las dificultades que estaba encontrando en la casa, le planteó la posibilidad de que se viniera a la residencia.

La idea le gustó a Laura, que tenía ahorrado suficiente dinero como para pagar las mil ochocientas pesetas al mes que costaba la residencia, algo menos de trescientos euros actuales comparando las dos épocas, pero ese cambio la obligaba a buscar un trabajo a tiempo parcial. Mari habló con las hermanitas que gestionaban la residencia y resultó que había sitio libre, aunque no en su misma habitación.

No hubo manera de convencer a la señora de que cambiase de opinión. Su marido no estaba de acuerdo con ella: es una chica muy trabajadora y yo veo bien que la ayudamos a estudiar y progresar, pero la señora se empecinó en su negativa. Ni siquiera la conmovió el argumento de que, siendo menor de edad, ellos dos eran responsables de lo que pudiese pasarla. Entonces Laura sacó las uñas y les amenazó con denunciarles por no estar asegurada.

El señor se quedó de un aire y le hizo la cuenta, nada más saber que esa noche dormiría en la residencia de su hermana. Ya era casi de noche, cuando Laura hizo su maleta con la poca ropa que tenía y sus libros y apuntes, que eran lo que más ocupaba. Asustada por la rapidez de su despido y disgustada al pensar en la maldad de la señora que se negaba a ayudarla a pesar del sacrificio de no librar nunca, iba colocando ordenadamente sus escasas pertenencias en su pequeño maletín.

Contaba con llegar antes de las ocho, la hora de la cena en la residencia, así que se despidió del señor y de los niños y se fue. La portera, con quien había trabado una gran amistad, al verla salir y contarle lo sucedido le ofreció su casa pensando que podía arreglarse el follón, lo que Laura agradecida no aceptó. Quedaron en que les informaría de cómo le iba en la residencia y se despidieron llorando.

Salió deprisa Rambla arriba, se sabía muy bien el camino. No veía a nadie a pesar de la cantidad de gente con la que se cruzaba y adelantaba en su apresuramiento. Terminaba enero y hacía mucho frío, pero Laura tenía calor, ardiente la cara por el sofoco y llorosos los ojos por la rabia, el miedo a un cambio radical obligada por las circunstancias y la tristeza por la incomprensión. Notaba su cara roja a pesar de que no se había mirado al espejo ni para peinar su gran melena, más allá de una cola de caballo hecha aprisa y corriendo.

Llegó a la residencia, dirigida por monjas javerianas lo mismo que el Instituto Social de la Mujer, que eran muy serias y disciplinadas. Para Laura, ese no era ningún problema ya que había recibido de sus padres una educación muy estricta, pero con cariño y buen trato. Mientras se acercaba, iba pensando en cómo acababan de tratarla en aquella casa de la que se había marchado solo por su afán de estudiar.

Ya la estaban esperando y la recibieron con mucho cariño, algo que le hacía mucha falta a Laura. Le dijo a Mari que tenía dinero de sobra para pagar varios meses de residencia. El sueldo que ganaban ambas hermanas se lo quedaban todo ellas. Además, sus padres les abrieron una cartilla a cada una desde que hicieron la primera comunión, en donde iban ingresando dinero, generando una especie de dote para un futuro matrimonio.

Siendo hijas de los mismos padres, Mari y Laura eran muy distintas en sus comportamientos. Laura era muy ahorradora y no se gastaba en ropa más allá de lo estrictamente necesario. Al contrario, Mari se compraba todo lo que estaba de moda y por aquellos años, como la minifalda era el último grito, ella ya tenía varias en su armario.

La única cama libre en toda la residencia estaba en una habitación muy grande. Para llegar a ella había que bajar de recepción, cruzar el comedor y la cocina y recorrer un pasillo oscuro, en cuyo fondo se encontraba un dormitorio donde Laura era la octava chica que lo compartía. Daba a un gran jardín con árboles y flores de todas clases y a un patio en cuyo final había un banco que a Laura le encantó.

Más calmada después de haber dormido, por la mañana empezó a conocer a las siete chicas de su habitación cuyos nombres, dichos de forma apresurada la víspera, había olvidado, de modo que volvieron a presentarse y a darle una ya más sosegada bienvenida. Todas eran maestras: gallegas, aragonesas y andaluzas y fueron atentas y cariñosas con Laura. En la cama a un lado de la suya dormía Olga y en la del otro lado Chelo. En la misma habitación estaba también la hermana de Olga. Las tres eran gallegas.

La interrogaron sobre sus orígenes. Les contó que sus padres vivían en una masía con animales y cómo la criaron con leche de cabra.

—En mi pueblo, cuando era pequeña, se mataba el cerdo todos los años a primeros de diciembre.

—Claro, por eso tu hermana cuando viene del pueblo trae tanto embutido—dedujo Olga—. ¿Y tú veías cómo los mataban?

—No, a los niños nos mandaban al bosque a buscar romero para los conejos. Así no escuchábamos los aullidos del animal cuando lo enganchan. Para cuando volvíamos ya estaban troceados y estaban ya removiendo la sangre para hacer las morcillas.

Las compañeras se tapaban la boca al oírlo contar. El proceso de cómo ese delicioso jamón llegaba a su plato no lo conocían. Tampoco que para quitar el pelo al cerdo recién muerto se empleaba una planta con pinchos que ardía bien y con eso se les socarraba.