La Tierra de Todos - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

La Tierra de Todos E-Book

Vicente Blasco Ibanez

0,0

Beschreibung

En 1910, el escritor valenciano abandonó la creación y cruzó el Atlántico para probar fortuna como colono en la Argentina. Transcurridos los años, los recuerdos de aquella empresa fracasada impregnan una historia que se desarrolla en los áridos territorios de Río Negro, en la Patagonia, y tiene como punto de arranque un asunto que le permite exponer, de forma ficcional, uno de los tipos femeninos característicos de su narrativa: el de la mujer vamp, capaz de seducir a los hombres y sembrar la discordia en el tranquilo poblado de la Presa. La novela sobresale por la destreza descriptiva del escritor, por su hábil manejo de los resortes melodramáticos y por la importancia que se le concede a la emigración europea al continente americano en las primeras décadas del siglo XX.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 395

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La Tierra de Todos

Capítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Página de créditos

Capítulo 1

Como todas las mañanas, el marqués de Torrebianca salió tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y periódicos que el ayuda de cámara había dejado sobre la mesa de su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parecía contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de París, fruncía el ceño, preparándose á una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Además, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haciéndole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban á considerar histórica á causa de su exagerada duración, recibía con más serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Él tenía una concepción más anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta mañana las cartas de París no eran muchas: una del establecimiento que había vendido en diez plazos el último automóvil de la marquesa, y sólo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores—también de la marquesa—establecidos en cercanías de la plaza Vendôme, y de comerciantes más modestos que facilitaban á crédito los artículos necesarios para la manutención y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, que le permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estirados en el cumplimiento de sus funciones.

Muchas veces, Torrebianca, después de la lectura de este correo, miraba en torno de él con asombro. Su esposa daba fiestas y asistía á todas las más famosas de París; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente á su puerta esperaba un hermoso automóvil; tenían cinco criados… No llegaba á explicarse en virtud de qué leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles podían mantener él y su mujer este lujo, contrayendo todos los días nuevas deudas y necesitando cada vez más dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que él lograba aportar desaparecía como un arroyo en un arenal. Pero «la bella Elena» encontraba lógica y correcta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personas de su amistad.

Acogió Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello de Italia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones para fiestas.

—Es de mamá—dijo en voz baja.

Y empezó á leerla, al mismo que una sonrisa parecía aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melancólica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre.

Mientras iba leyendo, vió con su imaginación el antiguo palacio de los Torrebianca, allá en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines. Los salones, con pavimento de mármol multicolor y techos mitológicos pintados al fresco, tenían las paredes desnudas, marcándose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros célebres que las adornaban en otra época, hasta que fueron vendidos á los anticuarios de Florencia.

El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas como sus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa, ofreciendo autógrafos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otros florentinos que se habían carteado con los grandes personajes de su familia.

Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extendían al pie de amplias escalinatas de mármol con las balaustradas rotas bajo la pesadez de tortuosos rosales. Los peldaños, de color de hueso, estaban desunidos por la expansión de las plantas parásitas. En las avenidas, el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundos arcos de triunfo, era semejante á las ruinas de una metrópoli ennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos años sin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida. Resonaban bajo el paso de los raros visitantes con ecos melancólicos que hacían volar á los pájaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectos bajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.

La madre del marqués, vestida como una campesina, y sin otro acompañamiento que el de una muchacha del país, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.

Sus únicos visitantes eran los anticuarios, á los que iba vendiendo los últimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al último Torrebianca, que, según ella creía, estaba desempeñando un papel social digno de su apellido en Londres, en París, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreció á los primeros Torrebianca acabaría por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de mármol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.

Conmovido por la lectura de la carta, el marqués murmuró varias veces la misma palabra: «Mamá… mamá.»

«Después de mi último envío de dinero, ya no sé qué hacer. ¡Si vieses, Federico, qué aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quieren darme por ella ni la vigésima parte de su valor; pero mientras se presenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuesta á vender los pavimentos y los techos, que es lo único que vale algo, para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre. Vivo con muy poco y estoy dispuesta á imponerme todavía mayores privaciones; pero ¿no podréis tú y Elena limitar vuestros gastos, sin perder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que es tan rica, ¿no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?… »

El marqués cesó de leer. Le hacía daño, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre señora formulaba sus quejas y el engaño en que vivía. ¡Creer rica á Elena! ¡Imaginarse que él podía imponer á su esposa una vida ordenada y económica, como lo había intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!…

La entrada de Elena en la biblioteca cortó sus reflexiones. Eran más de las once, y ella iba á dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar á las personas conocidas y verse saludada por ellas.

Se presentó vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parecía armonizarse con su género de hermosura. Era alta y se mantenía esbelta gracias á una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y á los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta años; pero los medios de conservación que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.

Torrebianca sólo la encontraba defectos cuando vivía lejos de ella. Al volverla á ver, un sentimiento de admiración le dominaba inmediatamente, haciéndole aceptar todo lo que ella exigiese.

Saludó Elena con una sonrisa, y él sonrió igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le besó, hablándole con un ceceo de niña, que era para su marido el anuncio de alguna nueva petición. Pero este fraseo pueril no había perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.

—¡Buenos días, mi cocó!… Me he levantado más tarde que otras mañanas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar á mi maridito adorado… Otro beso, y me voy.

Se dejó acariciar el marqués, sonriendo humildemente, con una expresión de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acabó por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.

—¿Tienes dinero?…

Cesó de sonreir Torrebianca y pareció preguntarle con sus ojos: «¿Qué cantidad deseas?»

—Poca cosa. Algo así como ocho mil francos.

Un modisto de la _rue de la Paix_ empezaba á faltarle al respeto por esta deuda, que sólo databa de tres años, amenazándola con una reclamación judicial. Al ver el gesto de asombro con que su marido acogía esta demanda, fué perdiendo la sonrisa pueril que dilataba su rostro; pero todavía insistió en emplear su voz de niña para gemir con tono dulzón:

—¿Dices que me amas, Federico, y te niegas á darme esa pequeña cantidad?…

El marqués indicó con un ademán que no tenía dinero, mostrándole después las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.

Volvió á sonreir ella; pero ahora su sonrisa fué cruel.

—Yo podría mostrarte—dijo—muchos documentos iguales á esos… Pero tú eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero á su casa para que no sufra su mujercita. ¿Cómo voy á pagar mis deudas si tú no me ayudas?…

Torrebianca la miró con una expresión de asombro.

—Te he dado tanto dinero… ¡tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.

Se indignó Elena, contestando con voz dura:

—No pretenderás que una señora _chic_ y que, según dicen, no es fea, viva de un modo mediocre. Cuando se goza el orgullo de ser el marido de una mujer como yo hay que saber ganar el dinero á millones.

Las últimas palabras ofendieron al marqués; pero Elena, dándose cuenta de esto, cambió rápidamente de actitud, aproximándose á él para poner las manos en sus hombros.

—¿Por qué no le escribes á la vieja?… Tal vez pueda enviarnos ese dinero vendiendo alguna antigualla de tu caserón paternal.

El tono irrespetuoso de tales palabras acrecentó el mal humor del marido.

—Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto que merece. En cuanto á dinero, la pobre señora no puede enviar más.

Miró Elena á su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja, como si se hablase á ella misma:

—Esto me enseñará á no enamorarme más de pobretones… Yo buscaré ese dinero, ya que eres incapaz de proporcionármelo.

Pasó por su rostro una expresión tan maligna al hablar así, que su marido se levantó del sillón frunciendo las cejas.

—Piensa lo que dices… Necesito que me aclares esas palabras.

Pero no pudo seguir hablando. Ella había transformado completamente la expresión de su rostro, y empezó á reir con carcajadas infantiles, al mismo tiempo que chocaba sus manos.

—Ya se ha enfadado mi cocó. Ya ha creído algo ofensivo para su mujer… ¡Pero si yo sólo te quiero á ti!

Luego se abrazó á él, besándole repetidas veces, á pesar de la resistencia que pretendía oponer á sus caricias. Al fin se dejó dominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.

Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.

—A ver: ¡sonría usted un poquito, y no sea mala persona!… ¿De veras que no puedes darme ese dinero?

Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parecía avergonzado de su impotencia.

—No por ello te querré menos—continuó ella—. Que esperen mis acreedores. Yo procuraré salir de este apuro como he salido de tantos otros. ¡Adiós, Federico!

Y marchó de espaldas hacia la puerta, enviándole besos hasta que levantó el cortinaje.

Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no podía ser vista, su alegría infantil y su sonrisa desaparecieron instantáneamente. Pasó por sus pupilas una expresión feroz y su boca hizo una mueca de desprecio.

También el marido, al quedar solo, perdió la efímera alegría que le habían proporcionado las caricias de Elena. Miró las cartas de los acreedores y la de su madre, volviendo luego á ocupar su sillón para acodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudes de la vida presente parecían haber vuelto á caer sobre él de golpe, abrumándolo.

Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de su primera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejor época de su vida había sido á los veinte años, cuando era estudiante en la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propio trabajo el decaído esplendor de su familia, había querido estudiar una carrera «moderna» para lanzarse por el mundo y ganar dinero, como lo habían hecho sus remotos antepasados. Los Torrebianca, antes de que los reyes los ennobleciesen dándoles el título de marqués, habían sido mercaderes de Florencia, lo mismo que los Médicis, yendo á las factorías de Oriente á conquistar su fortuna. Él quiso ser ingeniero, como todos los jóvenes de su generación que deseaban una Italia engrandecida por la industria, así como en otros siglos había sido gloriosa por el arte.

Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurgía en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un español de carácter jovial y energía tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Había sido para él durante varios años como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos difíciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.

¡Intrépido y simpático Robledo!… Las pasiones amorosas no le hacían perder su plácida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el período de la juventud habían sido la buena mesa y la guitarra.

De voluntad fácil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompañarle, se prestaba á fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el español se preocupaba más de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo más ó menos frágil de la compañera que le había deparado la casualidad.

Torrebianca había llegado á ver á través de esta alegría ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretendía ocultar como algo vergonzoso. Tal vez había dejado en su país los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba á Robledo, que hacía gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano país.

Terminados los estudios, se habían dicho adiós con la esperanza de encontrarse al año siguiente; pero no se vieron más. Torrebianca permaneció en Europa, y Robledo llevaba muchos años vagando por la América del Sur, siempre como ingeniero, pero plegándose á las más extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en él, por ser español, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.

De tarde en tarde escribía alguna carta, hablando del pasado más que del presente; pero á pesar de esta discreción, Torrebianca tenía la vaga idea de que su amigo había llegado á ser general en una pequeña República de la América del Centro.

Su última carta era de dos años antes. Trabajaba entonces en la República Argentina, hastiado ya de aventuras en países de continuo sacudimiento revolucionario. Se limitaba á ser ingeniero, y servía unas veces al gobierno y otras á empresas particulares, construyendo canales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilización á través del desierto le hacía soportar alegremente las privaciones de esta existencia dura.

Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo, en el que aparecía á caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba á sentir las huellas de la civilización material.

Cuando recibió este retrato, debía tener Robledo treinta y siete años: la misma edad que él. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, á juzgar por la fotografía, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos países no le había envejecido. Parecía más corpulento aún que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegría serena de un perfecto equilibrio físico.

Torrebianca, de estatura mediana, más bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias á sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que había sido siempre la más predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura. Abundaban en él las arrugas; los ojos tenían en su vértice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrastándose con el vértice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca caían desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parecía revelar el debilitamiento de la voluntad.

Esta diferencia física entre él y Robledo le hacía considerar á su camarada como un protector, capaz de seguir guiándole lo mismo que en su juventud.

Al surgir en su memoria esta mañana la imagen del español, pensó, como siempre: «¡Si le tuviese aquí!… Sabría infundirme su energía de hombre verdaderamente fuerte.»

Quedó meditabundo, y algunos minutos después levantó la cabeza, dándose cuenta de que su ayuda de cámara había entrado en la habitación.

Se esforzó por ocultar su inquietud al enterarse de que un señor deseaba verle y no había querido dar su nombre. Era tal vez algún acreedor de su esposa, que se valía de este medio para llegar hasta él.

—Parece extranjero—siguió diciendo el criado—, y afirma que es de la familia del señor marqués.

Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ¿No sería este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inverosímil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?… Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto á dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto sólo se ve en el teatro y en los libros.

Indicó con un gesto enérgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levantó el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandalizó al ayuda de cámara.

Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se había metido audazmente en la pieza más próxima.

Se indignó el marqués ante tal irrupción; y como era de carácter fácilmente agresivo, avanzó hacia él con aire amenazador. Pero el hombre, que reía de su propio atrevimiento, al ver á Torrebianca levantó los brazos, gritando:

—Apuesto á que no me conoces… ¿Quién soy?

Le miró fijamente el marqués y no pudo reconocerlo. Después sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicción.

Tenía la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del frío. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparecía con barba en todos sus retratos… Pero de pronto encontró en los ojos de este hombre algo que le pertenecía, por haberlo visto mucho en su juventud. Además, su alta estatura… su sonrisa… su cuerpo vigoroso…

—¡Robledo!—dijo al fin.

Y los dos amigos se abrazaron.

Desapareció el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco después se vieron sentados y fumando.

Cruzaban miradas afectuosas é interrumpían sus palabras para estrecharse las manos ó acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.

La curiosidad del marqués, después de tantos años de ausencia, fué más viva que la del recién llegado.

—¿Vienes por mucho tiempo á París?—preguntó á Robledo.

—Por unos meses nada más.

Después de forzar durante diez años el misterio de los desiertos americanos, lanzando á través de su virginidad, tan antigua como el planeta, líneas férreas, caminos y canales, necesitaba «darse un baño de civilización».

—Vengo—añadió—para ver si los restoranes de París siguen mereciendo su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han decaído. Sólo aquí puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace muchos años.

El marqués rió. ¡Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y beber en París!… Siempre el mismo Robledo. Luego le preguntó con interés:

—¿Eres rico?…

—Siempre pobre—contestó el ingeniero—. Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el más caro de los lujos, podré hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios años de trabajo allá en el desierto, donde apenas hay gastos.

Miró Robledo en torno de él, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitación.

—Tú sí que eres rico, por lo que veo.

La contestación del marqués fué una sonrisa enigmática. Luego, estas palabras parecieron despertar su tristeza.

—Háblame de tu vida—continuó Robledo—. Tú has recibido noticias mías; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdido muchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta los últimos años he ido de un lugar á otro, sin echar raíces. Algo supe, sin embargo, de tu vida. Creo que te casaste.

Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:

—Me casé con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la corte del zar… La conocí en Londres. La encontré muchas veces en tertulias aristocráticas y en castillos adonde habíamos sido invitados. Al fin nos casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muy elegante, pero muy cara.

Calló un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba en Robledo este resumen de su vida. Pero el español permaneció silencioso, queriendo saber más.

—Como tú llevas una existencia de hombre primitivo, ignoras felizmente lo que cuesta vivir de este modo… He tenido que trabajar mucho para no irme á fondo, ¡y aún así!… Mi pobre madre me ayuda con lo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.

Pero Torrebianca pareció arrepentirse del tono quejumbroso con que hablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese considerado absurdo, le hizo sonreir confiadamente.

—En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso. El banquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has oído hablar de él. Tiene negocios en las cinco partes del mundo.

Movió su cabeza Robledo. No; nunca había oído tal nombre.

—Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias á Fontenoy, soy director de importantes explotaciones en países lejanos, lo que me proporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubiese parecido la riqueza.

Robledo mostró una curiosidad profesional. «¡Explotaciones en países lejanos!… » El ingeniero quería saber, y acosó á su amigo con preguntas precisas. Pero Torrebianca empezó á mostrar cierta inquietud en sus respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que su rostro, siempre de una palidez verdosa, se enrojecía ligeramente.

—Son negocios en Asia y en África: minas de oro… minas de otros metales… un ferrocarril en China… una Compañía de navegación para sacar los grandes productos de los arrozales del Tonkín… En realidad yo no he estudiado esas explotaciones directamente; me faltó siempre el tiempo necesario para hacer el viaje. Además, me es imposible vivir lejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las ha visitado todas, y tengo en él una confianza absoluta. Yo no hago en realidad mas que poner mi firma en los informes de las personas competentes que él envía allá, para tranquilidad de los accionistas.

El español no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro al oir estas palabras.

Su amigo, dándose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la conversación. Habló de su mujer con cierto orgullo, como si considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido á ser su esposa.

Reconocía la gran influencia de seducción que Elena parecía ejercer sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jamás había sentido la menor duda acerca de su fidelidad conyugal, mostrábase orgulloso de avanzar humildemente detrás de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era él: sus empleos generosamente retribuídos, las invitaciones de que se veía objeto, el agrado con que le recibían en todas partes, lo debía á ser el esposo de «la bella Elena».

—La verás dentro de poco… porque tú vas á quedarte á almorzar con nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo daré hasta matarte de una indigestión.

Luego abandonó su tono de broma, para decir con voz emocionada:

—No sabes cuánto me alegra que conozcas á mi mujer. Nada te digo de su hermosura; las gentes la llaman «la bella Elena»; pero su hermosura no es lo mejor. Aprecio más su carácter casi infantil. Es caprichosa algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ¿qué mujer no es así?… Creo que Elena también se alegrará de conocerte… ¡Le he hablado tantas veces de mi amigo Robledo!…

Capítulo 2

La marquesa de Torrebianca encontró «altamente interesante» al amigo de su esposo.

Había regresado á su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horas antes por la falta de dinero parecían olvidadas, como si hubiese encontrado el medio de amansar á su acreedor ó de pagarle.

Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder á las preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad que parecían inspirarle todos los episodios de su vida.

Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda. Tenía por inverosímil que un habitante de América, lo mismo la del Norte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, como la mayor parte de los europeos, siéndole necesaria una lenta reflexión para convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres como en todas partes.

—Yo soy todavía pobre—continuó Robledo—; pero procuraré terminar mis días como millonario, aunque solo sea para no desilusionar á las gentes convencidas que todo el que va á América debe ganar forzosamente una gran fortuna, dejándola en herencia á sus sobrinos de Europa.

Esto le llevó á hablar de los trabajos que estaba realizando en la Patagonia.

Se había cansado de trabajar para los demás, y teniendo por socio á cierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonización de unos cuantos miles de hectáreas junto al río Negro. En esta empresa había arriesgado sus ahorros, los de su compañero, é importantes cantidades prestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocio seguro y extraordinariamente remunerador.

Su trabajo era transformar en campos de regadío las tierras yermas é incultas adquiridas á bajo precio. El gobierno argentino estaba realizando grandes obras en el río Negro, para captar parte de sus aguas. Él había intervenido como ingeniero en este trabajo difícil, empezado años antes. Luego presentó su dimisión para hacerse colonizador, comprando tierras que iban á quedar en la zona de la irrigación futura.

—Es asunto de algunos años, ó tal vez de algunos meses—añadió—. Todo consiste en que el río se muestre amable, prestándose á que le crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida extraordinaria, una convulsión de las que son frecuentes allá y destruyen en unas horas todo el trabajo de varios años, obligando á empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran economía los canales secundarios y las demás arterias que han de fecundar nuestras tierras estériles; y el día en que el dique esté terminado y las aguas lleguen á nuestras tierras…

Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.

—Entonces—continuó—seré un millonario á la americana ¿Quién sabe hasta dónde puede llegar mi fortuna?… Una legua de tierra regada vale millones… y yo tengo varias leguas.

La bella Elena le oía con gran interés; pero Robledo, sintiéndose inquieto por la expresión momentáneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresuró á añadir:

—¡Esta fortuna puede retrasarse también tantos años!… Es posible que sólo llegue á mí cuando me vea próximo á la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en España los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado allá.

Le hizo contar Elena cómo era su vida en el desierto patagónico, inmensa llanura barrida en invierno por huracanes fríos que levantan columnas de polvo, y sin más habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.

Al principio la población humana había estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los ríos y por fugitivos de Chile ó la Argentina, lanzados á través de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban á sus espaldas. Ahora, los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno había hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesión del desierto, se convertían en pueblos, separados unos de otros por centenares de kilómetros.

Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde vivía Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase á ser una ciudad de cierta importancia. En América no eran raros prodigios de esta clase.

Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro ó en el cinematógrafo, sentía despertada su curiosidad por una fábula interesante.

—Eso es vivir—decía—. Eso es llevar una existencia digna de un hombre.

Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseración á su esposo, como si viese en él una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrecía en aquellos momentos.

—Además, así es como se gana una gran fortuna. Yo sólo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras ó los capitanes del dinero que conquistan millones… Aunque mujer, me gustaría vivir esa existencia enérgica y abundante en peligros.

Robledo, para evitar á su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, habló de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareció sentir menos admiración por la vida de aventuras, confesando al fin que prefería su existencia en París.

—Pero me hubiera gastado—añadió con voz melancólica—que el hombre que fuese mi esposo viviera así, conquistando una riqueza enorme. Vendría á verme todos los años, yo pensaría en él á todas horas, é iría también alguna vez á compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, sería una existencia más interesante que la que llevamos en París; y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.

Se detuvo un instante, para añadir con gravedad, mirando á Robledo:

—Usted parece que da poca importancia á la riqueza, y si la busca es por satisfacer su deseo de acción, por dar empleo á sus energías. Pero no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede dar de sí, se necesita vivir al lado de una mujer.

Volvió á mirar á Torrebianca, y terminó diciendo:

—Por desgracia, los que llevan con ellos á una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda á realizar sus grandes empresas á los hombres solitarios.

Después de este almuerzo, durante el cual sólo se habló del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuentó la casa, como si perteneciese á la familia de sus dueños.

—Le has sido muy simpático á Elena—decía Torrebianca—. ¡Pero muy simpático!

Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese á un triunfo, no ocultando el disgusto que le habría producido verse obligado á escoger entre su esposa y su compañero de juventud, en el caso de mutua antipatía.

Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seducción que parecía emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quería ser su iniciadora y maestra en la vida de París, dándole consejos para que no abusasen de su credulidad de recién llegado. Le acompañaba para que conociese los lugares más elegantes, á la hora del té ó por la noche, después de la comida.

La expresión maligna y pueril á un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba á veces sus palabras hacían gran efecto en el colonizador.

—Es una niña—se dijo muchas veces—; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las muñecas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara… Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.

Cuando no la veía y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiración irónica de la credulidad de su amigo. ¿Quién era verdaderamente esta mujer, y dónde había ido Torrebianca á encontrarla?…

Su historia la conocía únicamente por las palabras del esposo. Era viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo indecisa. Unas veces había sido, según ella, Gran Mariscal de la corte; otras, simple general, y el que verdaderamente podía ostentar una historia de heroicos antepasados era su propio padre.

Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hacía memoria de un sinnúmero de personajes de la corte rusa ó de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero él no los había visto nunca, por estar muertos desde muchos años antes ó vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.

Las palabras de ella también alarmaban á Robledo. Nunca había estado en América, y sin embargo, una tarde, en un té del Ritz, le habló de su paso por San Francisco de California, cuando era niña. Otras veces dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversación nombres de ciudades remotas ó de personajes de fama universal, como si los conociese mucho. Nunca pudo saber con certeza cuántos idiomas poseía.

—Los hablo todos—contestó Elena en español un día que Robledo le hizo esta pregunta.

Contaba anécdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado á otras personas; pero lo hacía de tal modo, que el colonizador llegó algunas veces á sospechar si sería ella la verdadera protagonista.

«¿Dónde no ha estado esta mujer?… —pensaba—. Parece haber vivido mil existencias en pocos años. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.»

Si intentaba explorar á su amigo para adquirir noticias, la fe de éste en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura é inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguación. Pero llegó á adquirir la certeza de que su amigo sólo conocía la historia de Elena á partir del momento que la encontró por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sabía por lo que ella había querido contarle.

Pensó que Federico, al contraer matrimonio, habría tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparación de la ceremonia nupcial. Luego se vió obligado á desechar esta hipótesis. El casamiento había sido en Londres, uno de esos matrimonios rápidos como se ven en las cintas cinematográficas, y para el cual sólo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados á la ligera.

Acabó el español por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y él no tenía derecho á intervenir en la vida doméstica de los otros. Además, sus sospechas bien podían ser el resultado de su falta de adaptación—natural en un salvaje—al verse en plena vida de París.

Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que él no había tratado nunca. Sólo al matrimonio de su amigo debía esta amistad extraordinaria, que forzosamente había de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba lógico lo que momentos antes le había producido inmensa extrañeza. Era su ignorancia, su falta de educación, la que le hacía incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiración iguales á las de Federico.

Vivía en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradisíacas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en París; pero las más de sus comidas las hacía con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran éstos los que le invitaban á su mesa; otras los invitaba él á los restoranes más célebres.

Además, Elena le hizo asistir á algunos tés en su casa, presentándolo á sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del «oso patagónico», como ella apodaba á Robledo, á pesar de las protestas de éste, que nunca había visto osos en la Argentina austral. Como él abominaba de tales reuniones, Elena se valía de diversas astucias para que asistiese á ellas.

También fué conociendo á los amigos más importantes de la casa en las comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no presentaba al español como un ingeniero que aún estaba en la parte preliminar de sus empresas, la más difícil y aventurada, sino como un triunfador venido de una América maravillosa con muchísimos millones.

Decía esto á sus espaldas, y él no podía explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simpática atención con que le oían apenas pronunciaba algunas palabras.

Así conoció á varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados más importantes. También conoció al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos.

Robledo, contemplándole, se acordaba de él mismo cuando vivía en Buenos Aires y había de pagar al día siguiente una letra, no teniendo reunida aún la cantidad necesaria. Fontenoy ofrecía la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parecía respirar seguridad y convicción de la propia fuerza. Pero á veces, como si olvidase el presente inmediato, fruncía el ceño, quedando pensativo y completamente ajeno á cuanto le rodeaba.

—Piensa alguna nueva combinación maravillosa—decía Torrebianca á su amigo—. Es admirable la cabeza de este hombre.

Pero Robledo, sin saber por qué, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros allá en Buenos Aires, cuando habían tomado dinero en los Bancos á noventa días vista y era preciso devolverlo á la mañana siguiente.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar á pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomaría el _Metro_. Iba con él uno de los invitados á la comida, personaje equívoco que había ocupado el último asiento en la mesa, y parecía satisfecho de marchar junto á un millonario sudamericano.

Era un protegido de Fontenoy y publicaba un periódico de negocios inspirado por el banquero. Su acidez de parásito necesitaba expansionarse, criticando á todos sus protectores apenas se alejaba de ellos. A los pocos pasos sintió la necesidad de pagar la comida reciente hablando mal de los dueños de la casa. Sabía que Robledo era compañero de estudios del marqués.

—Y á su esposa, ¿la conoce usted también hace mucho tiempo?…

El maligno personaje sonrió al enterarse de que Robledo la había visto por primera vez unas semanas antes.

—¿Rusa?… ¿Cree usted verdaderamente que es rusa?… Eso lo cuenta ella, así como las otras fábulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jamás tal marido. Yo no me atrevo á decir si es verdad ó mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto á ningún personaje de dicho país.

Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y añadió con energía:

—A mí me han dicho gentes de allá, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest; otros aseguran que nació en Italia, de padres polacos. ¡Vaya usted á saber!… ¡Si tuviésemos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en París y nos invitan á comer!…

Miró de soslayo á Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que podía tener en su discreción.

—El marqués es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia á sus méritos y le ha dado un empleo importante para…

Presintió Robledo que iba á oir algo que le sería imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vacío un automóvil de alquiler, se apresuró á llamar á su conductor. Luego pretextó una ocupación urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno parásito.

Siempre que hablaba á solas con Torrebianca, éste hacía desviar la conversación hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.

—Tú no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; además, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas célebres, el otoño en los balnearios de moda…

Robledo acogía tales lamentaciones con una conmiseración irónica que acababa por irritar á su amigo.

—Como tú no conoces lo que es el amor—dijo Torrebianca una tarde—, puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.

El español palideció, perdiendo inmediatamente su sonrisa. «¿Él no había conocido el amor?» Resucitaron en su memoria, después de esto, los recuerdos de una juventud que Torrebianca sólo había entrevisto de un modo confuso. Una novia le había abandonado tal vez, allá en su país, para casarse con otro. Luego el italiano creyó recordar mejor. La novia había muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse… Este hombre corpulento, gastrónomo y burlón llevaba en su interior una tragedia amorosa.

Pero como si Robledo tuviera empeño en evitar que le tomasen por un personaje romántico, se apresuró á decir escépticamente:

—Yo busco á la mujer cuando me hace falta, y luego continúo solo mi camino. ¿Para qué complicar mi existencia con una compañía que no necesito?…

Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostró deseos de conocer cierto restorán de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar mágico, á causa de su decoración persa—estilo _Mil y una noches_ vistas desde Montmartre—y de su iluminación de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso á los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados á sus parroquianos.

Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates rítmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uniéndose á esta cencerrada bailable un _claxon_ de automóvil y varios artefactos musicales de reciente invención, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae…

En un gran óvalo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres—espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro—, así como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparcían en torno á las manchas cuadradas de los manteles.

Con la música estridente de las orquestas venía á juntarse un estrépito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algodón, ó insistían con un deleite infantil en hacer sonar pequeñas gaitas y otros instrumentos pueriles. Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes habían dejado escapar de sus manos. Los más, mientras comían y bebían, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de bebé, crestas de pájaro ó pelucas de payaso.

Había en el ambiente una alegría forzada y estúpida, un deseo de retroceder á los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo á los pecados monótonos de la madurez. El aspecto del restorán pareció entusiasmar á Elena.

—¡Oh, París! ¡No hay mas que un París! ¿Qué dice usted de esto, Robledo?

Pero como Robledo era un salvaje, sonrió con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champaña sumergida en un cubo plateado, que parecía repetirse en todas las mesas, como si fuese el ídolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instantáneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.

La marquesa, que miraba á todos lados con cierta impaciencia, sonrió de pronto haciendo señas á un señor que acababa de entrar.

Era Fontenoy, y vino á sentarse á la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.

Robledo se acordó de haber oído hablar á Elena repetidas veces del banquero mientras estaban en el teatro, y esto le hizo presumir si se habrían visto aquella misma tarde. Hasta se le ocurrió la sospecha de que este encuentro en Montmartre estaba convenido por los dos.

Mientras tanto, Fontenoy decía á Torrebianca, rehuyendo la mirada de la mujer de éste:

—¡Una verdadera casualidad!… Salgo de una comida con hombres de negocios; necesitaba distraerme; vengo aquí, como podía haber ido á otro sitio, y los encuentro á ustedes.

Por un momento creyó Robledo que los ojos pueden sonreir al ver la expresión de jovial malicia que pasaba por las pupilas de Elena.

Cuando la botella de champaña hubo resucitado en el cubo por tercera vez, la marquesa, que parecía envidiar á los que daban vueltas en el centro del salón, dijo con su voz quejumbrosa de niña:

—¡Quiero bailar, y nadie me saca!…

Su marido se levantó, como si obedeciese una orden, y los dos se alejaron girando entre las otras parejas.

Al volver á su asiento, ella protesto con una indignación cómica:

—¡Venir á Montmartre para bailar con el marido!…

Puso sus ojos acariciadores en Fontenoy, y añadió;

—No pienso pedirle que me invite. Usted no sabe bailar ni quiere descender á estas cosas frívolas… Además, tal vez teme que sus accionistas le retiren su confianza al verle en estos lugares.

Luego se volvió hacia Robledo:

—¿Y usted, baila?…

El ingeniero fingió que se escandalizaba. ¿Dónde podía haber aprendido los bailes inventados en los últimos años? Él sólo conocía la _cueca_ chilena, que danzaban sus peones los días de paga, ó el _pericón_ y el _gato_, bailados por algunos gauchos viejos acompañándose con el retintín de sus espuelas.

—Tendré que aburrirme sin poder bailar… y eso que voy con tres hombres. ¡Qué suerte la mía!

Pero alguien intervino como si hubiese escuchado sus quejas. Torrebianca hizo un gesto de contrariedad. Era un joven danzarín, al que había visto muchas veces en los restoranes nocturnos. Le inspiraba una franca antipatía, por el hecho de que su mujer hablaba de él con cierta admiración, lo mismo que todas sus amigas.

Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear irónicamente la altura de su gloria, lo había apodado «el águila del tango». Robledo adivinó que era un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageración en el vestir. Las mujeres admiraban la pequeñez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atrás y tan unida como un bloque de laca.

Esta «águila» bailarina, que se hacía mantener por sus parejas, según murmuraban los envidiosos de su gloria, se vió aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron á danzar. El cansancio obligó á Elena repetidas veces á volver á la mesa; pero al poco rato ya estaba llamando con sus ojos al bailarín, que acudía oportunamente.

Torrebianca no ocultó su disgusto al verla con este mozo antipático. Fontenoy permanecía impasible ó sonreía distraídamente durante los breves momentos que Elena empleaba en descansar.

Volvió á acordarse Robledo de la expresión de lejanía que había observado en todos los que tienen un pagaré de vencimiento próximo. Pero este recuerdo pasó rápidamente por su memoria.

Miró con más atención al banquero, y se dió cuenta de que ya no pensaba en cosas invisibles. La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo había acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca.

Siempre que pasaba ella en brazos de su danzarín, sonreía á Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto.

El español miró á un lado de la mesa, luego miró al lado opuesto, y pensó:

«Cualquiera diría que estoy entre dos maridos celosos.»

Capítulo 3

En uno de los tés de la marquesa de Torrebianca conoció Robledo á la condesa Titonius, dama rusa, casada con un noble escandinavo, el cual parecía absorbido por su cónyuge, hasta el punto de que nadie reparase en su persona.

Era una mujer entre los cuarenta años y los cincuenta, que todavía guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y flácida tenía por remate una cabecita de muñeca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresurándose á recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la habían apodado «Cien kilos de poesía».

Se presentaba en plena tarde audazmente escotada, para lucir con orgullo sus albas y gelatinosas superfluidades. Usaba joyas gigantescas y bárbaras, en armonía con una peluca rubia á la que iba añadiendo todos los meses nuevos rizos.

Entre estas alhajas escandalosamente falsas, la única que merecía cierto respeto era un collar de perlas, que, al sentarse su dueña, venía á descansar sobre el globo de su vientre. Estas perlas irregulares, angulosas y con raíces se parecían á los dientes de animal que emplean algunos pueblos salvajes para fabricarse adornos. Los maldicientes aseguraban que eran recuerdos de amantes de su juventud, á los que la condesa había arrancado las muelas, no quedándole otra cosa que sacar de ellos. Su sentimentalismo y la libertad con que hablaba del amor justificaban tales murmuraciones.

Al saber por su amiga Elena que Robledo era un millonario de América, lo miró con apasionado interés. Hablaron, con una taza de té en la mano, ó más bien dicho, fué ella la que habló, mientras el ingeniero buscaba mentalmente un pretexto para escapar.

—Usted que ha viajado tanto y es un héroe, ilústreme con su experiencia… ¿Qué opina usted del amor?

Pero la poetisa, á pesar de sus ojeadas tiernas y miopes, vió que Robledo huía murmurando excusas, como si le asustase una conversación iniciada con tal pregunta.

Elena le rogó semanas después que asistiese á una fiesta dada por la condesa.