La verdad eterna - Louise Fuller - E-Book

La verdad eterna E-Book

Louise Fuller

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Beschreibung

Bianca 2963 Querías casarte conmigo, y lo harás. Pero con mis condiciones. A Vicenzu le había sorprendido Imma Buscetta, la hija del rival que le había arrebatado todo a su familia. Su idea era casarse con ella por venganza, pero la belleza de Imma desarmó al más despreocupado de los magnates. No obstante, iba a reclamar lo que era suyo por derecho. La inocente y reprimida Imma abandonó toda prudencia con Vicenzu. Después de un trascendental encuentro, se sorprendió cuando él se declaró… hasta que averiguó los motivos. Si Vicenzu buscaba venganza en su unión, ella buscaba libertad. Y así iba a comenzar la más apasionada de las negociaciones…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2020 Louise Fuller

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La verdad eterna, n.º 2963 - noviembre 2022

Título original: The Terms of the Sicilian’s Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-204-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

El bar empezaba a vaciarse.

La rubia sentada junto a la barra le dedicó a Vicenzu Trapani una perezosa sonrisa. Normalmente él se la habría devuelto, animándola a acercarse. Pero ya no había nada normal.

Ciro y él acababan de abandonar la reunión con Vito Neglia, su abogado y última esperanza.

Una esperanza brutalmente aniquilada cuando Vito había confirmado lo que ya sabían.

Cesare Buscetta había actuado según la ley.

Era el nuevo y legítimo dueño tanto de Trapani Olive Oil Company como de la hermosa y adorada propiedad familiar en la que Vicenzu y Ciro habían pasado su idílica infancia.

Esa propiedad a la que él seguía llamando hogar.

Recordando la expresión de su madre al entregar las llaves, sintió que se le encogía el estómago.

No olvidaría jamás el rostro aturdido y bañado en lágrimas.

–Tenemos que arreglarlo.

La voz de Ciro interrumpió sus pensamientos y su mirada se encontró con la de su hermano.

El rostro de Ciro estaba tenso, los ojos verdes entornados, tan parecidos a los de su padre que Vicenzu tuvo que desviar la mirada.

Era su hermano menor, pero era hijo de su padre. Listo, disciplinado, capaz de dirigir el negocio con los ojos cerrados. Y de haber sido su padre de otro modo, eso habría ocurrido.

Pero para Alessandro Trapani la familia era lo más importante. ¿O no?

Vicenzu rechazó las posibles respuestas, todas igualmente desagradables, y apuró su bebida.

Miró a su hermano a los ojos y asintió.

–Tenemos que recuperarlo. Todo.

Su hermano tenía razón. Cesare Buscetta era un ladrón, un matón y un delincuente. Pero era demasiado pronto, los sentimientos muy crudos.

Había intentado explicárselo a Ciro, le había recordado que la venganza era un plato que se servía frío. Pero Ciro no podía esperar, no quería. Su necesidad de venganza lo quemaba por dentro. Y necesitaba a su hermano para conseguirla.

–¿Vicenzu?

Cerró los ojos un instante. Si pudiera regresar en el tiempo, devolverle a su padre el dinero que había tomado prestado. Ser el hijo que su padre había necesitado… deseado.

Pero lamentarlo no iba a corregir el daño hecho a su familia.

–Sé qué tengo que hacer, y lo haré. Recuperaré el negocio.

Sentía una opresión en el pecho. Sonaba muy sencillo, quizás lo fuera. A fin de cuentas solo necesitaba conseguir que una mujer se enamorara de él.

Pero no cualquier mujer. Immacolata Buscetta, la hija del hombre que había atormentado a su padre hasta la muerte y había despojado a su hermosa y risueña madre de su esposo y su hogar.

No sería sencillo. Cesare era un padre protector y su hija mayor era igual que él, tan gélida como hermosa. ¿Quién mejor que ella para pagar por los pecados de su padre?

Sintió una oleada de ira. La seduciría y la desnudaría, literal y metafóricamente, y la convertiría en su esposa. Recuperaría lo que pertenecía a su familia, y cuando fuera totalmente suya, le revelaría por qué se había casado con ella.

Llegó una nueva ronda de bebidas y él levantó su copa.

–Por la venganza –brindó Ciro.

–Por la venganza –repitió Vicenzu y, por primera vez desde la muerte de su padre, se sintió vivo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Qué hermosa está! ¿Verdad?

Immacolata Buscetta asintió, el estómago encogido con una mezcla de amor y tristeza.

–Así es –susurró.

«Hermosa», era demasiado mundano para describir a su hermana menor. Estaba beatífica.

Palabra que jamás utilizaba, y que no volvería a utilizar, pero la única que se acercaba remotamente a describir la expresión de felicidad en el rostro de su hermana.

Imma sintió una ligera punzada en el corazón mientras contemplaba al esposo de Claudia, que saludaba a algunos de los cien invitados a la boda de Claudia Buscetta y Ciro Trapani en un casi perfecto día de verano en Sicilia. Para la recepción posterior se esperaban cien invitados más.

Por supuesto que Claudia estaba feliz. Acababa de casarse con el hombre que había sitiado la ciudadela de su padre y declarado su amor por ella como el caballero de un romance cortesano.

Pero la tensión de Imma y el errático latido de su corazón, era por el hombre que estaba al lado de los novios.

El hermano de Ciro, Vicenzu, era el dueño del legendario hotel La Dolce Vita, de Portofino. Cual peregrinos, miembros de la realeza, novelistas en busca de inspiración, divas y chicos malos del mundo de la música y el cine, todos acababan en ese hotel.

Y Vicenzu era el más malo de todos. Su fama de playboy y buscador de placer iba más allá de la Riviera italiana. Y era fácil ver por qué.

Su mirada se desvió hacia él, atraída como la polilla a la llama de los hermosos rasgos.

De cabellos oscuros y boca seductora, destacaba entre los robustos sicilianos y los hombres de negocios italianos y sus esposas… y no solo porque les sacara una cabeza a la mayoría.

Imma sintió un escalofrío. Había pocos invitados que no estuvieran sudando bajo el ardiente sol, pero él parecía fresco, la camisa blanca de corte impecable abrazando su musculoso cuerpo y resaltando sus oscuros ojos.

De repente él se volvió y sus ojos burlones encontraron los de Imma. Antes de que ella pudiera pestañear, mucho menos moverse, se acercó con una perezosa sonrisa en los labios.

–Immacolata… –él hizo un gesto de contrariedad–. No juega limpio, ¿verdad, señorita Buscetta?

–¿Limpio? –ella lo miró, el pulso frenético, intentando aparentar calma–. No comprendo.

De cerca, la belleza de Vicenzu era impactante. Los ojos, la hermosa boca, las líneas de sus rasgos… a Imma se le quedó la mente en blanco, sintiéndose desnuda, expuesta.

–Jugar al escondite sin decirme nada –él sacudió la cabeza.

–No me escondía –mintió ella, cautiva de la voz de Vicenzu–. Atendía a mis invitados.

–No a todos –contestó él–. Yo me sentía ignorado. Mareado. Deberíamos ir a algún lugar tranquilo para que puedas colocarme en la posición de seguridad.

Imma sintió arder las mejillas. Irritada con su evidente reacción a las palabras de Vicenzu.

–Hay bebidas frías en la terraza, y mucho sitio para sentarse.

–¿No quieres saber por qué me siento mareado? –Vicenzu sonrió.

–No. Estoy bien así.

–No podría estar más de acuerdo –contestó él.

Mientras hablaba, recorría el cuerpo de Imma con la mirada, haciéndole sentir nerviosa. En un esfuerzo por controlarse, ella fijó la vista en la solapa de la chaqueta.

–Vicenzu, yo…

–Está bien –los ojos de él brillaron–. Lo pillo. Pensaste que solo era una cara bonita, pero ahora que me conoces mejor, empiezo a gustarte. Me pasa siempre. Tranquila, no se lo diré a nadie.

–Iba a decir que has perdido la flor del ojal –contestó ella con el rostro en llamas–. Ahora, si me disculpas, tengo que comprobar… algo. En la cocina.

Antes de que Vicenzu pudiera responder, ella se volvió y se alejó de la mirada burlona.

¿Qué le pasaba? Era una mujer cultivada, la primera de la clase en la escuela de negocios, hija de uno de los hombres más poderosos de Sicilia, pronto CEO de la última adquisición de su padre. ¿Por qué había huido como un conejo?

Le dolía mirarlo, y todavía más apartar la vista, aunque se había esforzado por hacerlo desde la llegada de Vicenzu a la iglesia. Pero al ser ella dama de honor y él padrino, no había podido evitar esos oscuros ojos burlones durante la ceremonia.

También había sido imposible no verse arrastrada por la belleza y el romanticismo de la ceremonia, y cuando el sol había iluminado los fotogénicos rasgos, ella se había permitido fantasear brevemente con que era su boda y Vicenzu su esposo…

Su respuesta a ese hombre era tan escandalosa como perturbadora.

Distraída por su mirada, había perdido en tres ocasiones el curso de la ceremonia. Esa mirada no parecía haber abandonado su rostro en ningún momento y le hacía estremecerse por dentro.

Ninguna mujer, sobre todo una que careciera de experiencia con los hombres, consideraría a Vicenzu como candidato a esposo. Estaba claro que se había ganado su fama de seductor.

Tampoco importaba, se dijo a sí misma mientras se abría paso entre los invitados. No tenía intención de enamorarse, sobre todo de un hombre cuyo comportamiento era tan provocativo.

Bastaría con ignorar su propio cuerpo, y a él, durante las siguientes dos horas y centrarse en lo que importaba realmente: Claudia y su esposo.

Aceptó un mimosa helado de una camarera que pasaba y fijó la mirada en Ciro.

Al igual que su hermano, era alto, moreno y atractivo, pero su parecido con él era superficial.

Donde Vicenzu era todo lánguida elegancia y mangas enrolladas, Ciro lucía el traje como una armadura a medida, y la autoritaria inclinación de la mandíbula sugería una confianza y una determinación que había impulsado estratosféricamente su imperio minorista.

Era ese éxito comercial el que había convencido a su excesivo protector padre siciliano de acceder al apresurado matrimonio. Eso y que Ciro provenía de una familia respetable como la que ansiaba para sus hijas.

Los Trapani eran una familia siciliana que gozaban de respeto y confianza, y con un sólido negocio familiar a su nombre. Negocio que Alessandro Trapani, el padre de Ciro, había vendido a su padre junto con la hermosa residencia.

Imma desconocía los detalles de la venta. Cesare era controlador y hermético sobre muchos aspectos del negocio que había levantado de la nada. Según él, el viejo Trapani se había metido en un lío y necesitaba una venta rápida. Seguramente esos mismos problemas económicos habían llevado a Alessandro a sufrir un colapso dos meses atrás.

Imma desvió la mirada hacia la pequeña mujer que hablaba con Claudia. Con los cabellos oscuros y ojos almendrados, Audenzia Trapani seguía siendo una mujer hermosa. Pero había cierta fragilidad y rigidez en ella, como si estuviera reprimiéndose.

Seguía contemplando a la mujer cuando fue repentinamente consciente de que la observaban. Levantó la vista y descubrió que Vicenzu, junto a su hermano, la miraba de nuevo, sus ojos fijos en ella con una intensidad que casi le provocó un escalofrío.

–¡Immacolata!

Ella se volvió entre aliviada y decepcionada. Su padre se acercaba.

Como muchos sicilianos de su generación, Cesare era compacto y robusto. Una fuerza de la Naturaleza. Todavía atractivo, enérgico e inflexible, una presencia poderosa y, para algunos, intimidante.

–Papá –ella sonrió con la esperanza de desviar la crítica que se avecinaba.

–¿Por qué no estás con tu hermana? –él frunció el ceño–. Quiero presumir de mis hermosas hijas –su mirada se suavizó–. Sé que no es fácil para ti, piccioncina mia, ver a tu hermana marcharse de casa, y sé que te parece todo demasiado rápido, que es muy joven para casarse…

La sonrisa de Imma se congeló. No era solo la juventud de Claudia lo que le hacía sentirse ansiosa por la rapidez del matrimonio. Era algo más personal, una promesa…

Ni su padre ni su hermana querían oírle hablar de sus reservas. Cesare se había casado con su madre a los diecisiete años. Y en cuanto a Claudia… era una soñadora.

Sus sueños de amor, un esposo atractivo y un hermoso hogar se habían hecho realidad.

«¿Y qué hay de mis sueños?». Imma apretó con fuerza la copa mientras intentaba ignorar la punzada de envidia que latía en su pecho. «¿Cuándo se harán realidad?».

Difícil saberlo cuando no tenía ni idea de qué quería, de quién era.

Nunca había tenido tiempo de pensar en esas cosas, demasiado ocupada intentando ser una madre para Claudia, estudiando mucho y siempre pendiente de los deseos de su padre. Sin un hijo que colmara los sueños de Cesare, ella se había convertido en el centro de sus ambiciones.

Incluyendo la elección de un futuro esposo, que jamás sería alguien como Ciro Trapani o su disoluto hermano mayor.

Claro que Vicenzu nunca se interesaría por ella, reflexionó mientras su mirada se deslizaba fugazmente sobre el perfecto perfil. Encargarse de la casa de su padre y ejercer de madre para Claudia le hacía parecer mayor de lo que era. Sus decepcionantes contactos con los hombres, que no describiría como citas, le habían vuelto tan recelosa que su timidez pasaba por desprecio.

Algo que no animaría a un hombre como Vicenzu quien, si era cierto lo que publicaba la prensa o internet, era un imán para las mujeres.

Además, ¿por qué iba a querer que alguien se acercara a ella? Estaba harta de que le hiciesen daño, de que los hombres huyeran al saber que se apellidaba Buscetta. De no ser suficientemente buena, guapa, deseable como para que se enfrentaran a su padre por ella.

–Solo al principio, papá –ella le apretó una mano.

–Has sido como una madre para ella –Cesare sonrió–, pero el matrimonio es bueno para Claudia. No tiene cabeza para los estudios o los negocios.

Imma asintió, la breve punzada de envidia rápidamente sustituida por remordimiento. Claudia, más que nadie, merecía ser feliz pues, aunque su padre la mimaba, también la ignoraba.

–Lo sé –contestó.

–Es muy hogareña –Cesaré gruñó–, y él es un buen hombre. Fuerte, honrado –prosiguió con evidente satisfacción–. Venga –le ofreció un brazo a Imma–, vamos con tu hermana… casi es hora de comer.

–¿Dónde estabas? –Claudia corrió hacia ella–. Estaba a punto de enviar a Ciro a buscarte.

Quizás fuera una mujer casada, pero Claudia siempre sería, su hermana pequeña, a la que había consolado cuando estaba triste o herida. Su padre tenía razón: era el día para estar a su lado… porque al día siguiente se marcharía.

Ignorando el dolor en su pecho, tomó la mano de su hermana.

–Solo quería ver a Corrado.

Corrado era el chef con estrella Michelin de los Buscetta, y se había disgustado mucho ante la insistencia de Cesare de contratar más chefs con estrella Michelin para el catering de la boda.

Cesare se había mostrado inflexible. Quería que toda Sicilia, toda Italia, se quedara muda de envidia y asombro y, nuevamente, le había tocado a Imma calmar las aguas.

–No pasa nada –añadió cuando Ciro y Vicenzu se reunieron con ellos–, solo le cuesta tener que compartir su cocina y no quería que saliera enfurruñado en ninguna foto.

–Si lo hace tendrá que buscarse un nuevo trabajo –gruñó Cesare–. Puede olvidarse de las referencias. Si no sonríe durante todo el día, me aseguraré de que no vuelva a trabajar.

El exabrupto fue seguido de un incómodo silencio. Claudia se mordió el labio y Ciro parecía confundido. Vicenzu, sin embargo, parecía más divertido que desconcertado.

–No tendrá que buscar otro trabajo, papá –contestó Imma con firmeza–. Corrado lleva diez años con nosotros. Es de la familia, y todos sabemos cuánto valoras la familia.

–Nosotros compartimos esos mismos valores, signor Buscetta.

Imma miró a Vicenzu. Durante unos segundos se había distraído con el estallido de su padre.

Parecía sincero, pero ella no pudo evitar pensar que no lo era. Por si su padre empezaba a pensar lo mismo, decidió intervenir rápidamente.

–¿No es así como hemos terminado todos aquí hoy? –preguntó con una sonrisa en los labios.

–Perdona –gruñó su padre–. Solo quiero que todo sea perfecto para mi pequeña.

–Y lo es –la voz grave de Ciro resonó entre ellos–. Si me permite, señor, me gustaría agradecerle que todo sea tan especial para ambos –se volvió hacia Claudia, que lo miraba con adoración–. Prometo hacer que mi matrimonio con Claudia sea igual de memorable.

Recuperado el buen humor, Cesare propinó una palmada en el hombro de Ciro y consultó ostentosamente el reloj de oro de la muñeca.

–Te tomo la palabra. Y ahora creo que es hora de comer. Ammuninni!

Le ofreció un brazo a Imma, pero antes de que ella pudiera aceptarlo, Vicenzu se adelantó.

–¿Puedo?

Imma sintió la tensión en su padre. Conocía su opinión sobre el hermano mayor de Ciro. Su estilo de vida y su fama de playboy había sido su única objeción al matrimonio de Claudia.

–Creo que prefiero escoltar a mi hija –intervino antes de que ella pudiera contestar.

El corazón de Imma se aceleró ante la burlona mirada de Vicenzu.

–¿Qué preferirá Immacolata?

Imma se quedó helada, las palabras de Vicenzu clavándola al suelo como si en vez de una pregunta hubiera lanzado un conjuro.

Nadie, y menos su padre, había preguntado jamás por las preferencias de Imma, que no sabía qué responder. Su padre esperaba que rechazara a Vicenzu, y quizás por eso, junto con un repentino deseo de permitirse un pequeño comportamiento impulsivo, lo que la decidió.

–Creo que tú deberías escoltar a Audenzia, papá. Sería lo correcto.

–Por supuesto, tienes razón –contestó él mientras a Imma se le aceleraba el pulso cuando Vicenzu le ofreció su brazo.

–¿Vamos?

Con el corazón golpeando las costillas, ella se preguntó cómo podía una palabra decir tanto. Siguieron a Claudia y a Ciro hacia la marquesina, del tamaño de una carpa de circo, donde se celebraba el banquete nupcial. El interior era imposiblemente romántico. Vicenzu la condujo hacia la mesa atestada de flores y ella empezó a lamentar haber desafiado a su padre. Vicenzu Trapani seguramente coqueteaba hasta en sueños y no debía olvidarlo.

–Bueno, Vicenzu –Imma comenzó la conversación antes de que pudiera hacerlo él–, he oído muchas cosas sobre tu hotel. Cuéntame… ¿cuántos empleados hay en La Dolce Vita?

–Vaya –él frunció el ceño y se sentó a su lado–. Veamos, en un día bueno supongo que alrededor del cuarenta por cierto.

La sonrisa dibujada en el rostro de Vicenzu era irresistible y los labios de Imma comenzaron a curvarse hacia arriba por voluntad propia.

–Pensarás que deberían trabajar todos. Y tienes razón.

–Quería decir…

–Bromeaba –Vicenzu sonrió abiertamente–. Ni lo sé ni me importa. Solo sé que ahora voy a disfrutar de tu compañía. Y, dado que eres la mujer más hermosa en esta diminuta tienda –miró burlonamente a su alrededor–, eso me convierte en el hombre más afortunado de la tierra.

–¿En serio? –ella lo miró a los ojos. El corazón le latía desbocado

–En serio. De verdad. Absolutamente. Sin lugar a dudas. ¿He sido claro?

–Sí, pero eso no lo convierte en verdad.

–¿Por qué iba a mentirte? –el tono seguía siendo divertido, aunque la miraba fijamente.

–No soy gran cosa… pregunta a cualquiera que me conozca.

Él se inclinó hacia delante y ella sintió su piel arder y tensarse.

–Soy un experto en belleza, y tú eres una mujer muy hermosa.

Durante un instante el mundo pareció detenerse y el ruido en la carpa quedó reducido a un sordo murmullo bajo el alocado latido de su corazón. Seguramente se lo diría a todas las mujeres, pero Imma no pudo evitar sentir esperanza de que le estuviera diciendo la verdad.

Vicenzu le tomó una mano. Sin embargo, no la besó, le giró el brazo y examinó su muñeca.

–¿Qué haces?

–Buscar alguna grieta en tu armadura –murmuró él.

Tras un breve silencio él levantó la mirada cuando los camareros empezaron a desfilar.

–Estupendo, hora de comer.

Sus miradas se encontraron. La de él dulce y a la vez intensa, privándole a ella de toda respiración.

–Esperemos que la comida sea tan deliciosa como mi anfitriona –observó Vicenzu–. No recuerdo haber tenido tanta hambre jamás…

 

 

La comida resultó increíble. Siete platos acompañados de la música de un cuarteto de cuerda. Después se pronunciaron los discursos, y Claudia y Cesare inauguraron el tradicional baile.

Imma apenas se había dado cuenta de nada, ocupada intentando descifrar el enigma que era Vicenzu Trapani.

No le sorprendía que le gustara. Un hombre no conseguía la reputación que tenía él por nada. Y ella no era distinta al resto de mujeres en su reacción a sus encantos y exuberante belleza.

Pero aunque le habría gustado encontrarlo superficial, ligón y frívolo… cosa que sin duda era, tenía la sensación de haberlo juzgado mal.

Sobre todo en ese momento, mientras sus ojos buscaban a su madre al otro extremo de la mesa.

Imma echaba de menos a su madre, pero la pérdida de Vicenzu era mucho más reciente.

–Debe serte difícil –murmuró ella titubeante.

–¿Difícil? –él enarcó su perfecta ceja.

–Hoy. Sin tu padre. Sé que a papá le habría gustado que hubiera acudido antes a él.

El hermoso rostro de Vicenzu no se alteró, pero ella sintió cierta tensión.

–No es más difícil que cualquier otro día.

–Lo siento, Vicenzu… – Imma se sonrojó y deseó abofetearse a sí misma

–Llámame Vicè… y soy yo el que lo siente –él frunció el ceño–. Tienes razón. Es difícil no tenerlo aquí, pero soy un idiota.

–No eres idiota por echar de menos a tu padre. Yo echo de menos a mi madre cada día.

Estaban tan juntos que ella sentía su cálido aliento sobre la cara. Durante un minuto se miraron fijamente, hechizados por el nexo que parecían haber formado.