La vida es una tómbola -  - E-Book

La vida es una tómbola E-Book

0,0

Beschreibung

La vida es una tómbola es un compendio de textos de 50 autores, peruanos y extranjeros, escritos en un taller literario durante un año pandémico. Con historias que tocan temas desde el amor, el desamor, la infidelidad, el sexo, la amistad, la paternidad y maternidad, entre otros, este es un libro que explora la idiosincrasia humana a partir de miradas breves en temas profundos. El libro está estructurado en capítulos que representan las distintas consignas del taller y así, cada texto aborda desde una mirada diferente temáticas similares. 50 autores vuelcan en este libro más de 50 relatos de auto ficción.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 525

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LA VIDA ES UNA TÓMBOLA

DE NOCHE Y DE DÍA

Editado por Chiara Roggero

La vida es una tómbola

© 2021, Ediciones Pichoncito

Medianoche es un sello editorial de Ediciones Pichoncito S.A.C.

Edición general:

Chiara Roggero

Autores:

© Daniella Andrade

© Marcos Armstrong

© Raúl Baltar

© Rubén Benderman

© Raphaela Berckemeyer

© Eva Bracamonte

© Fiorenza Bragagnini

© Carolina Cano

© Alfonso Casabonne

© Giselle Ceballos

© Luz Chozo

© Jennifer Cottle

© José Dammert

© Jose Diez Canseco

© Sharon Drassinower

© Diego Galindo

© Ernesto Gálmez

© Nelly García

© Omar Goyenechea

© Cristine Gray

© Darice Gubbins

© Mark Hoffmann

© Patrick Huggard-Caine

© Carmen María Irazola

© Jorge Kajatt

© Juan Luis Laghi

© Carlos Andrés Luna

© Verónica Marsano

© Jorge Miranda

© Pepe Montes de Peralta

© María Gracia Morales

© Annie Mulánovich

© Milagros Palma

© Claudia Pareja

© Luben Petkoff

© Irzio Pinasco

© Alejandro Ponce

© Christina Poppele-Braedt

© Felipe Ossio

© Marisol Quiroga

© Alvaro Raffo

© Jaime Raygada

© Juan Carlos Rey de Castro

© Marco Rivera

© Chiara Roggero

© José Antonio Rosas

© Edu Saettone

© Lucero Sánchez

© Gabriel Solsol

© Fiorella Terrazas

© Lucho Vargas

© Natalia Vidal

Diseño de portada:

Raquel Tudela

Dirección creativa y dirección gráfica:

Raquel Tudela

Fotografias: Maricé Castañeda

Diseño y diagramación:

Daniel Torres Otero

Corrección de textos:

Jorge Cornejo

Editado por:

Ediciones Pichoncito S. A. C.

Jr. Santa Rosa 359,

Barranco 15063,

Lima, Perú

www.pichoncito.pe

Primera edición digital: febrero de 2022

Digitalizado por: Book And Play Studiobap-studio.com

ISBN: 978-612-48383-8-5

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.º 2022-01449

Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de este libro incluido el diseño tipográfico y de portada, por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de la editorial.

A los que nunca se ganaron la lotería.

Prólogo

La vida es una tómbola, de noche y de día. A mí me tocó el estrabismo, el privilegio de nacer en una clase social acomodada, la patria peruana, el poco pelo, ser la última de mis hermanos, tener escasa habilidad para aprender idiomas, el don de la ortografía, la precariedad en la puntería, tener rodillas chuecas, la rapidez de reacción, la hipocondría, la imposibilidad de estacionar en paralelo, la mala memoria, la facilidad de hacer humor negro, el sueño ligero, la adicción al lenguaje, el ser un imán para los mosquitos y la capacidad de preparar un buen sándwich. Pero quizás el premio gordo de mi tómbola fue la intuición que me permitió convocar a un grupo de Extraños a que jugasen en el piso de papel con sus monstruitos.

En estas páginas, nos reunimos quienes en cualquier otra circunstancia nunca lo hubiéramos hecho. Y aunque no puedo quitar el mérito ni a su atrevimiento de inscribirse en mis talleres de escritura ni a mi terquedad de romper un poco con una Lima cada vez más compacta y aburrida, lo cierto es que el verdadero responsable de este libro, de Solo se lo diría a un extraño y de todo lo que pasó desde mayo de 2020 hasta hoy, es y será siempre el azar.

Nuestras vidas están presididas por fenómenos aleatorios, muchos de ellos con una escasa posibilidad de suceder. Haber nacido es un pequeño milagro. Nuestra carga genética, tan personal y a la vez tan fortuita, el lugar en el que nacemos, nuestros padres y hermanos, los amigos de la escuela, impactan en nuestros caminos y preferencias. Los eventos que marcaron nuestra vida para siempre fueron de alguna manera producto de extraños procesos dominados por la casualidad.

Soy devota del azar. Creo en la genialidad de lo no planeado. En que doblar a la derecha en lugar de a la izquierda puede ser tan trascendental como elegir una carrera o una persona con quien pasar el resto de tu vida. Estoy convencida de que el esfuerzo y el sacrificio pueden ayudar a superar los vericuetos del destino, pero solo si a ese destino se le antoja. Creo en los encuentros amorosos en un vagón de tren, en las señales que un cartel publicitario puede darte para resolver un problema existencial, en que la vida, de un momento a otro, puede transformarse en otra, por cuestiones que escapan a nuestra voluntad.

Se reparten las cartas y a cada uno le toca algo distinto. Es responsabilidad de cada quien definir qué hacer con esa mano: si sacarle provecho o mantenerse en un quejido constante. La escritura referencial, que es la favorita del taller, nos obliga a escribir desde ese único lugar que habitamos y nadie más ocupa. Al final, nuestras desdichas y peripecias son la tinta de nuestras historias: los pollitos de la tómbola que todos ganamos alguna vez y con los que después no sabemos qué hacer.

La vida es una mano rebuscando en una caja llena de papelitos, un puñado de probabilidades esperando a resolverse. En este libro y en cada texto que lo compone estará plasmada esa suerte. Una mujer que enviudó demasiado pronto, un banquero que conoció la quiebra, una paciente recurrente de la unidad de cuidados intensivos, una madre malabarista en un mundo que no comprende a su hija, un tipo que busca el amor en los lugares equivocados.

Lo paradójico de todo este asunto es que fue al exponer nuestras diferencias que empezamos a sentirnos parecidos. Dejamos de usar esa lógica equivocada que dice que la empatía solo puede darse entre semejantes. El gerente se hizo amigo del carpintero; el abogado, de la actriz; el cocinero, del empresario; la maestra, de sus alumnos. Dibujamos nuevas formas de relacionarnos, hicimos pandilla, establecimos constitución, confirmamos que la amistad no requiere de patios de colegio ni de barrios de infancia y, como teníamos tiempo y ganas, publicamos dos libros con nuestros relatos de vida.

Mi obsesión es promover la transgresión de los límites, pero no de las fronteras elementales o carentes de ética (esas las venimos transgrediendo todos, todo el tiempo) sino de las más importantes de todas, esas que nos separan entre mostrarnos fuertes o frágiles, aquellas que dividen la placidez de la incomodidad, esas que te alejan de sentirte orgulloso o avergonzado del premio que te tocó en la tómbola de la vida.

Mantenerse en el taller es todo un reto. Supone un compromiso con el grupo, pero sobre todo con uno mismo. Está prohibido escribir sin ganas, sin sangre, sin alma. Nadie llega con un texto cómodo, y si así fuera, el resto se encarga de incomodarlo. Preservar un espacio como el que tenemos supone una batalla contra el reloj, contra la mirada crítica, la ansiedad y la autoexigencia, pero al mismo tiempo abre una puerta que para casi todos permanecía cerrada. Mirarse, mirarnos, desde la bondad y la belleza.

El azar nos juntó, pero nosotros nos encargamos de mantenernos unidos. Este es nuestro segundo libro y, en él, esta vez incluimos a nuevos autores con nuevas voces e historias que contar; nuevos extraños que fueron dejando de serlo en el camino. Este no es un espacio cerrado sino todo lo contrario, publicamos nuestros textos no con el fin de hacernos conocidos (como verán, otra vez los relatos van sin firma) sino con el único objetivo de compartir nuestras particularidades para que otros encuentren en las suyas un significado que vaya más allá de la crítica, la pena o la vergüenza.

La vida es una tómbola y no hay mejor opción que jugarla, con todas nuestras cartas y numeritos, con nuestro esfuerzo y talento, nuestra alegría y nuestra pasión. Estoy convencida de que, si jugamos bien, y siempre que nos acompañe la suerte, nos llevaremos los buenos premios. Yo me llevé el combo de amigos que te llegan después de los cuarenta, y aunque el convertible rojo hubiera estado simpático, elijo 1.000 veces a mi banda de compañeros, a mi puñado de escritores, a mi entrañable, y hoy más grande, grupo de Extraños.

Chiara Roggero

Este libro está dividido por temas.

Cada tema corresponde a las consignas que se enviaron en el taller.

La congruencia no siempre es perfecta, pero ¿quién lo es?

EL AZAR

El azar

Durante una buena parte de mi vida (probablemente durante mi etapa más egocentrista), creía que eran solo nuestras acciones las que afectaban a nuestros resultados. Por supuesto, esto también era aplicable al resto de los mortales. Cuando alguien tenía éxito profesional era porque había trabajado duro y se lo merecía, mientras que el que tenía un trabajo mediocre también se lo merecía, por no esforzarse lo suficiente.

Y aunque considero que este modelo es útil porque implica que somos los únicos responsables de nuestro destino y, por lo tanto, podemos cambiarlo, hoy estoy convencida de que ese planteamiento es erróneo e incompleto. Hay otros factores que afectan el funcionamiento de nuestro mundo.

Vivimos en una realidad extremadamente compleja, que es el resultado de la interacción entre muchos agentes y fuerzas diferentes. Eso hace que sea imposible predecir con exactitud el resultado de un evento o la probabilidad de que ocurra un suceso determinado. Justamente esa es la principal característica de los sucesos que ocurren por azar: la imposibilidad de predecirlos.

Una gran parte de nuestra vida depende del azar y, hagas lo que hagas y seas quien seas, nunca podrás escapar de él.

Esta consigna fue inspirada por Paul Auster, un enamorado del azar y de la manifestación de las coincidencias. Su obra es un permanente homenaje a los misterios de la vida.

¿Estás?

¿Qué te pasó conmigo? No sabes la pena que me da no creer en ti. Me has fallado mucho y duele. Entiendo que la gente te quiera, porque eres generoso con ellos. En cambio, yo te tengo rabia. Tengo una lista enorme de reclamos para ti, pero haré uso de mi capacidad de síntesis para no abrumarte.

¿Qué pasó cuando me embarqué en ese viaje para la maestría? Me plantaste, ¿no? ¿Y cuando estuve a puertas de casarme? Te perdiste o decidiste huir en lugar de acompañarme. ¿Y qué onda cuándo por fin salió la chamba esperada por tantos años? Te coronaste al mandarme el maldito virus, que anuló mis posibilidades. ¿Dónde andabas cuando estuve cerca de ser mamá? ¿Te dio miedito o te pareció una mala idea? Aplicaste el “taxi-fuga” y me dejaste con el motor prendido y la puerta abierta.

Cierro aquí la lista de quejas y te pregunto:

¿Quién carajo te mandó a ponerme en esa fila? Si supieras que ni siquiera creo en tu poder. Que cuando tiran esa moneda, esperando que salga cara o sello, aparece mi odio porque es entonces cuando dudo de tu existencia. Me enervo porque para otros sí estás, sacándoles sonrisas y cumpliendo sus putos deseos.

¿Por qué no puedes estar conmigo? Eres como un padre ausente. Ese que esperaba todas las noches hasta que el sueño me vencía. Ese que espero hoy en sueños y ni ahí logro encontrar.

Siendo racional, entiendo lo que haces: me empujas, me retas, me obligas a luchar. Podría tomarlo mejor, como una gran motivación, pero…¡cómo te aborrezco! Y es que contigo ganan mis demonios.

Admito que esta situación me hace sentir inmadura y soberbia. ¡Una gran picona!

Me siento como una niña furiosa en Navidad porque a sus amigos les regalaron bicicletas y Barbies y a ella le tocó una toalla.

Si quisiera ser justa, diría que tienes tu encanto. Tiras buenos anzuelos. Pero no entiendo por qué a mí me lo incrustas en el ojo y me dejas sangrando.

Quiero creer que vas a aparecer y que algún día te voy a querer.

No te rías, Nostradamus

¿Me despiertolevantocorro o sigo durmiendo?

¿Me despiertolevantocorro o sigo durmiendo?

¡Mierda, ya estoy despierto!

No, mejor hoy no corro.

¡Ya, qué chucha! Me despierto.

Comí mucha carne ayer y tengo que sudarla.

¡Qué flojera!

¿O mejor duermo?

Hoy nadie me apura.

La playa está vacía.

Primera reunión a las diez.

No, a correr.

Pero tres minutitos más pasteleando.

¡No, sal ahorita!

Selecciono la playlist en Spotify. Armo la ruta en mi cabeza. Primeros kilómetros por aquí, después paso a la otra playa, entro a la trocha que da a la carretera, ¿o mejor al final? Mejor al inicio, para salir de eso.

Listo. Padrenuestro, avemaría, agradecimiento a la vida y play.

En esta corrida tengo que encontrar la historia perfecta para el texto que nos han pedido escribir sobre el azar. Todos los textos están saliéndome muy aristotélicos.

El primer boceto que escribí comienza así:

Oye, Luciana, cuando te pedí que me pasaras otro pedazo de pizza, no estaba pensando en el pedazo pizza. Tampoco pensaba que, cuando quiero mirar un pie en mi cama, justo quiero que sea el tuyo con ese arco venoso. Mucho menos estaba cuestionándome quién te enseñó a descifrar lo que te quiero decir y digo mal.

Malísimo. Muy trillado.

También ensayé otro texto medio astrológico, que terminaba así:

Doscientos millones de galaxias. Cien mil millones de sistemas solares en la Vía Láctea. Ocho mil millones de personas en la tierra. ¿Y me vienes a decir que no te has preguntado por qué chucha teníamos que tomar la misma combi?

Pésimo. Puedo hacer algo mejor.

Recién voy en el kilómetro dos. Frecuencia cardiaca, excelente.

Entro rumbo a la carretera tarareando Leonard Cohen. Ni un alma. Le meto 4:50 de pace. Voy hecho un pincho. Comienzo a ver las ideas con más claridad. Estoy completamente solo en la trocha y diviso a lo lejos la carretera. Me sale una sonrisa que, sin aviso previo, se transforma en un grito desgarrador cuando siento el golpe helado de una moto arrollándome todo el cuerpo.

Mi primera reacción es pararme para seguir corriendo, pero no logro incorporarme. Hay un hueco en mi pierna que me trae el recuerdo de los accidentes que uno ve en la tele. Me cojo la cabeza, y mis manos chorrean sangre. Ya no estaba solo. Varios ojos me miraban y murmuraban como si se estuvieran burlando del azar.

¡Puta madre, Nostradamus, no te rías, carajo!

Lo irreversible de la existencia

Protones, electrones y partículas se funden aleatoriamente y dan inicio al universo.

Un espermatozoide se estrella contra un óvulo y empiezas a moldearte.

Una cucaracha en pleno vuelo aterroriza a tu madre, y rompe la fuente antes de tiempo.

Existes.

Tu carga genética omite los códigos de los trastornos mentales y resultas “normal”.

La cabeza de tu madre apenas esquiva el poste de concreto que aplasta el parabrisas de su auto, y ella sobrevive.

Una bolsa de peces persuade a un tiburón de no devorar a tu padre.

Llega una nueva profesora, hurga más allá de tu pelo desaliñado, y nace tu amor por las matemáticas.

Ya no eres invisible.

Un limeño en una montaña perdida en Chile, al que jamás habías visto, te hace descubrir la pasión.

Te quedas flechada de un guapísimo ermitaño y compruebas que es el mejor amigo de tu nuevo novio.

Un extraño aparece en la fiesta del trabajo y tropiezas con tu compañero de vida.

Vas llenando las páginas de tu libro.

No llegas a tiempo donde tus amigos y el auto en que iban termina hecho trizas.

Un objeto te atraviesa, acabas con dieciséis puntos en el ojo y te pierdes el viaje que cambiaría tu vida.

Te subes a un avión que se desploma y juras seguir tu instinto la próxima vez.

El pelo de un gato callejero te traslada de urgencia al quirófano.

Sobrevives.

Con el tacón roto, te acercas torpemente al profesor que acabas de conocer y consigues tu trabajo soñado.

Una mujer con quien cruzas un par de palabras te transmite un mensaje tentador y retornas al mundo corporativo.

Te pierdes.

Una pandemia te encierra en un Zoom con un grupo de íntimos extraños y, finalmente, vuelves.

Jódete, Santiago

Salí al estrecho balcón de mi piso a fumar otro pucho.

El paisaje muestra una hacinada hilera de edificios y cientos de carros estacionados a lo largo de una empedrada calle que se pierde en el horizonte. Un infierno urbano. Son las siete y aún no se pone el sol. Yo solo deseo que oscurezca y así acabar con este día nefasto.

Sentado en un balcón idéntico al mío, pero en el edificio de enfrente, me mira con atención el viejo barbón. Me irrita encontrarme con su mirada cada vez que salgo a mi balcón a fumar. Es giboso, y su ceño fruncido le da la apariencia de estar siempre molesto.

Hoy no estoy para miramientos y decido contraatacar su enojada mirada con otra aún peor. A ver, pues, anciano. Veo con sorpresa aflorar una desdentada sonrisa en la cara del viejo y, desconcertado, no me queda más que corresponderle con otra.

Me hace señas. ¿Me estará mentando la madre? No. ¡Me está pidiendo que vaya! Dudo entre pepearme para dormir o darle una última oportunidad al día. Desesperado por compañía, tomo mi cajetilla de cigarros, una botella de ron y aparezco en el piso cuatro del edifico de enfrente. Ya sé: soy patético.

Toco el pesado picaporte de su puerta y suena el tosco “cloq” de aquellas cerraduras que se abren jalando de un cable a la distancia. Empujo la puerta y veo al viejo aún sentado en su balcón. Con discreción, me siento a su costado. Nos embiste un penetrante silencio. Hay un intenso olor a orina.

Ha sido un error venir.

Hago un ademán para levantarme, pero el viejo me da una fuerte palmada en la espalda.

Supe que algo andaba mal cuando lo escuché decir:

—Jódete, Santiago.

Quise decirle que ese no era mi nombre, pero en ese momento sentí un líquido caliente que chorreaba por mi espalda. Me volteé alterado y fue cuando vi el cuchillo clavándose en mi cuello.

—¡Jódete, Santiago!

Tosí con fuerza para destrabar mis pulmones, pero lo único que logré fue ver mi sangre salpicando la barba amarillenta del viejo ante su inexpresiva mirada. Intenté agarrarme de él, pero solo logré sentir otra punzada, esta vez en el estómago.

—¡Jódete, Santiago!

Fue lo último que escuché antes de que todo se pusiera oscuro.

La reconstrucción

Rómulo es un hombre tierno que aprendió a vivir con coraza y escudo, y al que la vida le jugó un partido complicado. Su padre murió cuando él tenía cinco años. El jueves 3 de octubre de 1974, se desplomó su casa en Barranco por el terremoto de Lima. Acababa de cumplir quince años.

Rómulo quedó sepultado debajo de una pared y terminó internado en un hospital en estado de coma. Al despertar, descubrió que había perdido a su madre y a su hermanito. Estuvo a punto de perder las piernas.

Con el tiempo, trató de recomponer su vida como quien pega un jarrón valioso que se ha roto en pedazos pero cuyas grietas siguen ahí: sin posibilidad de ser borradas. La reconstrucción fue agonizante y lenta.

Años después, en un vuelo de Los Ángeles a Lima, el destino lo sentó junto a un médico con quien compartió una copa de vino y un par de horas de conversación. Intercambiaron sus nombres.

—¿Tú eres Rómulo Parodi? —le preguntó con asombro, sin poder creerlo.

El médico, de barba larga y canosa, le explicó que había sido él quien lo atendió en el hospital en aquellos meses negros de dolor en 1974. Tenía más detalles de lo que él alguna vez hubiese podido recordar.

—He guardado para ti algo que te quiero hacer llegar. Debe sonar todo esto muy extraño, pero valdrá la pena que lo tengas.

Obediente, Rómulo accedió a darle sus datos.

Unos días después, encontró junto con su correspondencia un sobre con una nota:

Rómulo, espero que la vida te haya regalado, de alguna forma, todo lo que te quitó cuando eras un niño.

Se le estrujó el corazón. Abrió ansioso el sobre, como si, por un segundo, pudiera cambiar su pasado.

Del sobre, sacó un recorte de periódico junto con una carta dirigida a él. Se la había escrito Alfonso Tealdo, un reconocido periodista, cuando él estaba todavía convaleciente. Nunca la había leído. No lloró, pero algo se movió dentro de él. Revivió el recuerdo de su familia, escuchándolos fluir en su sangre. Haber sobrevivido es un inapreciable privilegio. Las palabras de esos dos extraños forjaron el designio de su futuro.

La protagonista

Cuando es tu primer viaje de trabajo con tu jefe, a un país absurdamente lejano, y, por error, se olvidan de etiquetar tus maletas y estas se pierden en el submundo aeroportuario, dejándote sin muestras para negociar ni calzones.

Cuando sales sorteada por única vez y ganas ese viaje lujoso todo incluido a un crucero por la Amazonía, y la embarcación decide hundirse a las pocas horas de empezar a navegar y nos deja a los pasajeros con las maletas listas y el repelente puesto.

Cuando inviertes todos tus ahorros en un carro cero kilómetros y celebras ese logro en un bar barranquino, sales de madrugada y te encuentras al vigilante de la cuadra sentado dentro cuidándolo porque lo dejaste prendido todas esas horas.

Cuando tu novio te pide matrimonio, pero al día siguiente tomas un vuelo transatlántico y te toca sentarte al costado de quien fácilmente podría convertirse en tu verdadero amor. Y, como si fuera poco, te hace una propuesta indecente que, de haberla aceptado, te hubiera llevado a una vida en Holanda cultivando tulipanes mientras él fotografiaba paisajes para National Geographic.

Cuando logras la entrevista que perseguiste por meses para poder construir una vida en Barcelona, pero el tren sufre una avería y se queda varado. Y luego llamas para suplicar otra oportunidad y te la niegan.

Cuando ese hombre, víctima de tu obsesión, por fin te invita a salir y, en lugar de llevarte al cine, te lleva a un reconocido bingo en San Miguel, ganas el premio mayor y, saliendo del local, te asaltan.

Cuando sufres tu primer ataque de asma justo en el viaje en el que no llevas el Ventolín —porque no suceden tragedias en una luna de miel—, pero resulta que ese hotel romántico y aislado está al lado de un hospital, y te salvas.

Cuando tienes demasiados intentos fallidos de embarazo y tres pérdidas, pero, luego de un tratamiento extenso y abrumador, sobreviven seis embriones que siguen esperando por ti.

Cuando la vida y la ironía, una adicta a la otra, se toman unas cervezas y te eligen, entre tantos, para que seas tú la protagonista de su borrachera, y se burlan de tus destinos.

El favorito

Domingo depresivo. Estaba con una resaca espantosa, apático y mortificado por mi estúpida idea de invitar a Nathalie Bielich a comer al Costa Verde. ¿Cómo carajo pensaba pagar la cuenta del restaurante más caro de Lima, si anoche no me había alcanzado la plata ni para comprarme un taco de la Super Rueda? Hubiera estado mejor que me dijera que no.

A mediodía, apareció Federico en mi casa y, a empellones, me obligó a acompañarlo a apostar a los caballos. Al final, accedí. Se me ocurrió que quizás la suerte podría estar de mi lado y podría ganarme unos mangos para tener cómo mierda pagar la comida de la noche.

En la quebrada silla del hipódromo, después de la útima carrera, miraba con tristeza aquel miserable boleto con mis últimos ocho soles, con los caballos errados. Ni al favorito le acerté, conchesumadre.

Mirando mis zapatillas desgastadas, con la boca seca mientras intentaba pensar en qué excusa darle a Nathalie para cancelar el plan de la noche, cayeron ocho boletos de la tribuna de socios. Boletos que apostaban 1.000 soles: nada que ver con los cinco u ocho soles que les metía a mis caballos.

Examiné los boletos y descubrí que dos de los caballos, el tres y el once, no habían corrido por no entrar al partidor, y estaban en todos los boletos. En un acto de lucidez, le pregunté a Federico:

—Cuándo un caballo no corre, ¿te devuelven la plata?

Corrí a la boletería para llegar antes de que cerraran. La espera en la cola fue eterna, como lo que dura una misa para un niño.

En la cómoda silla, luego de comer langostinos almendrados, lomo con salsa béarnaise, crêpe Suzette, acompañados por espumante francés, y con las piernas de Nathalie Bielich rozándome por debajo de la mesa, me sentía el favorito para ganar la última carrera de la noche por más de tres cuerpos.

Dados

Cristina y yo nos habíamos entregado a una furiosa partida de backgammon como pretexto perfecto para tomarnos una botella de vino, o quizás dos, y así calmar la ansiedad de estar encerrados durante casi dos años.

Era una noche de verano. El canto de los grillos, mezclado con un disco de Louis Armstrong, creaba un manto de sonido inmejorable que solo interrumpía el toke y roll recurrente de los dados contra el tablero.

5-3: un clásico.

Cris juega en automático, bloqueando una posición.

4-2: bloqueo ahora yo, una de ella. Vamos iguales.

Jugamos al mismo ritmo, sabiendo que una equivocación puede significar la avalancha perfecta que destruya su juego o el mío.

5-6: avanza una ficha al extremo opuesto del tablero y queda a salvo.

2-1: el tiro que nadie quiere. Quedo descubierto.

Los dados hasta ahora habían estado parejos.

Las probabilidades de ganar parecían depender del nivel de concentración de ambos, del filo de cada jugada. Acá no juega ni la imaginación ni el deseo. Porque una cosa es ver figuras en las nubes, conejos en la luna llena o formas en las manchas de las paredes descascaradas por el sol y la humedad. Eso es fantasía. No desafía las probabilidades. No se forman mágicamente solo para que nosotros las descubramos. Vemos lo que queremos.

Otra cosa es cuando las extremas probabilidades están de tu lado y te sorprenden. Te llevan a lo místico, a lo alucinógeno. Pero eso suele ser un bien esquivo.

Excepto para mí. Ya descubrí cómo vencer a las probabilidades.

Ya sé dónde viven y cómo hacer que salgan esos dobles.

Y es así:

Pongo los dados en mi palma. Cierro el puño, lo levanto y, apretándolo, invoco a las fuerzas mayores portadoras de esos dobles altamente improbables.

Cris, incrédula, me mira a los ojos.

Y es entonces, en ese eclipse de pupilas, en ese casi te creo, pero serías muy lechero, cuando ella me entrega, sin querer, ese chispazo que hace que ocurra.

Finger-fucking

Estaba derrotada, sentada en el bar del Hilton del aeropuerto. Mi paraguas se había rendido a la mitad del trayecto de siete cuadras en las que tuve que correr bajo una lluvia torrencial que me dejó con un aspecto de gato recién salido de la ducha.

Pedí un vaso de Hibiki para regresar mi cuerpo a una temperatura humana. Cansada y molesta con el clima que ha cambiado la hora de partida de mi vuelo a “indefinida”, trato de sacar como puedo el pelo mojado de mi cara mientras rebusco en mi cartera los Kleenex que mi mamá insiste en que cargue pero que yo, por necedad pura, nunca llevo.

El bartender, distraído por un partido de béisbol en la tele, pone mi vaso en la barra, casi frente a ti. Cuando estiro el brazo para cogerlo, te sonrío y me saludas con los ojos y una sonrisita que me hace saber que, si estoy interesada, tú también.

La small talk fluye fácil. Después del segundo vaso, escondes tu aro de matrimonio dentro del bolsillo del pantalón, y yo pretendo no verte. Para el cuarto vaso, nuestra conversación ya es foreplay. Tu voz ronca con aliento a whisky me pone la piel de gallina. Apoyas tu mano casualmente en mi pierna y me acaricias como midiendo mi respuesta. Yo abro un poquito las piernas, sin ánimos de prolongar lo inevitable.

Subimos a tu cuarto, me besaste como un animal. Me arranchaste la ropa mientras me metías la lengua en la boca sin ninguna delicadeza. Me amarraste las manos con el cinturón de mi saco y me empotraste contra la pared. Por un segundo, pensé que iba a terminar descuartizada en tu maleta, y eso solo sirvió para mojarme más.

Jalaste las caderas hacia ti y te bajaste el cierre.

—Fuck! The condom broke —me dijiste.

Me volteé a verte. Vi en tu cara que no tenías otro y, sin pensarlo dos veces, me arrodillé frente a ti. Calata, con los pezones apuntándote la verga gruesa y parada. Primero, te lamí la punta. Luego, le di una vuelta con mi lengua. Y te la chupé como si fueras el manjar más delicioso. Un deep throat absoluto. Yo estaba de rodillas, pero, durante esos minutos, el placer de follarte con mi boca te había robado el control, y eso es lo que más me excitaba.

Te lamí las bolas mientras sentía tus piernas temblar. Tenía tu pinga en el fondo de la garganta, y cuando me jalaste el pelo para meterla más adentro aún, los ojos se me llenaron de lágrimas, pero succioné más fuerte, como si me la pudiera pasar. Cuando sentí que te venías, te miré a los ojos y tragué hasta la última gota. Mientras recuperabas la respiración y abrías los ojos, hice un bailecito de victoria en mi cabeza.

Y tú, tan caballero, sonreíste y me dijiste:

—Baby, you are about to get finger-fucked into a coma.

El destierro de Eutychia

Mi nombre es Nicodemus. Soy un semidiós y mi labor es defender las demandas que los mortales tengan en contra de los dioses. Es el encargo que lleva mi familia desde el inicio de los tiempos. Lo heredé de mi padre: Diácono, El Justiciero; y él, de mi abuelo Lykaios, El Implacable.

He recibido la misión más delicada que me ha tocado afrontar. Estoy en las faldas del monte Olimpo, a minutos de presentarme ante los Doce Sabios para demandar, en nombre de los mortales, la expulsión de la tierra de Eutychia, la diosa de la fortuna.

Los mortales denuncian la crueldad de esta deidad que los hipnotiza con su belleza y los subyuga como monigotes. Sostienen que, dependiendo de sus caprichosos estados de ánimo, los sujeta a sensaciones sublimes, aunque también a terribles injusticias. Por ello, exigen su destierro inmediato.

Presentan evidencia de cómo Eutychia, con sus intrusiones, distorsiona sus efímeras existencias. Traen ejemplos de aldeanos premiados con tesoros escondidos en medio de sus matorrales. De indecorosas señoras que quedan embarazadas tras encuentros clandestinos. De recatadas jovencitas de alcurnia arrojadas a la desdicha de la infertilidad. De épicos guerreros que, deambulando por las viñas, encuentran la muerte en la pedrada proveniente de un juego de infantes.

¡Qué ilusas estas criaturas! No saben apreciar los deliciosos contrastes que emanan de las eventualidades. Menos aún, los impredecibles efectos que estas generan. Mucho menos, comprender el valor del albur en sus mundanas existencias.

Pero no es mi lugar rebatirlos ni tampoco educarlos, debo cumplir mi labor y limitarme a defender sus causas, por más absurdas que sean. Serán los Doce Sabios quienes decidan la suerte de esta estirpe tan miope como su propia existencia. Sin duda, sabrán retribuirles con la moneda de sus carencias.

¡Me aseguraré de que así sea! Pondré toda mi vocación y destreza para que su súplica sea atendida, para que sus mortales almas queden condenadas a vivir por siempre atrapadas en las mazmorras de la insípida monotonía, a que sean devoradas por la repugnante certeza.

Eliazar

¿A qué has venido? Yo no te llamé. No me digas que vienes a pedirme que vuelva. Porque tú no eres de los que piden; al contrario, tú eres de los que dan, ¿no?

Golpes, caricias, excesos. Para ti es igual, porque en ti nada cala: ni las personas ni el tiempo ni las huellas que dejas.

La distancia y los años me devolvieron la perspectiva y te vi de frente. Sigues siendo el mismo ególatra de siempre, el que aparece y desaparece cuando le da la gana, sin vergüenza. No voy a negar que tu atractivo de entrada siempre es inquietante, conmovedor, pero lo volátil ya no me interesa.

Conmigo fuiste paciente. Me trabajaste con astucia. Hilaste lento. Tenías claro que yo no quería nada contigo, que no me comía tu floro: vacío, esquivo. ¿Fue eso lo que te atrajo de mí?

Porque fuiste implacable, nunca bajaste la guardia hasta que caí. Podría jurar que leías mis pensamientos, como si de pronto fuera transparente. Nada escapaba a tu mirada. No había deseo, secreto o miedo solo mío que no pudieras revelar.

Me mimeticé contigo. Adopté tu garbo altanero y arrogante. Olvidé la razón por la cual instintivamente te rechazaba. Me llenaste de emociones efímeras, esas que me hacían sentir la adrenalina de un orgasmo inesperado, que me dejaban siempre queriendo más, que me volvían adicta.

¿Fue entonces cuando dejé de ser interesante para ti?

Porque te fuiste y me dejaste jadeando, perdida y sin ruta.

De cómo el sapo se transformó en pejesapo

Quién diría que ese óvulo se fijaría en mí. Yo era un espermatozoide achorado, confundido. Me alucinaba embrión. Pero estaba blandito... y de repente, ¡PUF!, lo fertilicé.

Quién diría que caería en ese 0,23% que nace sano, en una familia funcional y pudiente.

Quién diría que mi viejo, por roño, se gilearía (¡con éxito!) a la directora del Humboldt para que admita al único gordito no alemán de la promoción.

Quién diría que ahí me flecharía una flaquita ojiceleste preciosa a la que, por salvaje (y rosquete), nunca me acerqué.

Quién diría que Heinz jalaría de año y nos haríamos tan amigos. Y que, como vivía en Camacho y andaba con gente del Roosevelt, soñaría con estudiar en los Estados Unidos. Y que él me insistiría para que nos fuéramos juntos. Y que su viejo, que era un nazi de mierda, nunca lo apoyaría. Pero el mío, a mí, sí.

Quién diría que cuando Patitasucia, mi bróder de La Aurora, se fue a estudiar fuera, yo sería tan marciano de ni siquiera preguntarle adónde.

Quién diría que aquella mañana, en el Fullbright Institute, mi dedo insolente aterrizaría en esa solicitud que decía “Boston”. Y que, sin conocer a nadie, y sin ni siquiera saber dónde quedaba, allí estudiaría.

Quién diría que ahí conocería a Juanpa (un paisa), que conoció a Guillermo (un boricua), que se cepillaba a Sharon (una gringa), que le avisó de un tono en 15 Aberdeen Street, Apt. 6, al cual nos zampamos, y que resultó ser el depa de... ¡Patitasucia!

Quién diría que, desde ese reencuentro, conocería a la mayoría de quienes, por el resto de mi vida, participarían en mis decisiones más trascendentales: amigos, socios, amores.

Quién diría que mi inmadurez me desviaría de Economía para hacerme transitar por la Música y reciclarme vía la Filosofía. Y que esa excursión recablearía mi cerebro para enamorarlo de los números.

Quién diría que mi metamorfosis haría que Precious le sugiriera a su padre que me tomara para KPMG. Y que, gracias a ello, mi hermano persuadiría a ese grupo financiero español de contratarme. Y que los mercados confabularían a mi favor y me regresarían a los Estados Unidos.

Quién diría que elegiría a una peruana, a la que conocí en Madrid, para casarme en Nueva York y ser padre en Lima. Quién diría que Lima nos divorciaría y que Madrid educaría a nuestro hijo.

Quién diría que, tras desamores, bancarrotas y la caótica aleatoriedad de mis tendencias, conquistaría a esa flaquita ojiceleste de mi cole. Aquella a la que le había apuntado la placa. Quién diría que ese óvulo se fijaría en mí. Y que hoy me enseñaría a amar.

¿Qué parte de mí habita en ellas?

Mi envenenada fuente de comparación, y con quienes elijo mentirme sobre todo aquello que me incomoda, son las exmujeres de mis hombres.

Sí. Ellas con quienes convivo durante el romance con todo su movimiento y a las que tengo que expulsar de una oleada de mi vida, no por voluntad sino porque ellos se van antes.

¿Qué sombra mía se reflejará en Rocío? Bruta, pero siempre linda. Tan torpe que tomó veneno y no se mató.

Me pregunto si Gisela habrá hecho algo que valga la pena en estos últimos años. Lo único que le reconozco son las decenas de maratones en las que ha participado en el último tiempo.

¿Cuándo se caerá el antifaz de Vanessa? ¿Logrará por fin pasarse al lado incorrecto que busca de cuando en cuando en las terapias alternativas? ¿Servirán de algo los internamientos en la selva, rodeada de chamanes y rituales con ayahuasca?

En mi defensa, confieso que a ellas no las convoca mi consciencia sino mi adicción al placer. Ese que se genera cada vez que vuelvo con alguno de ellos o cuando decido alfombrar mi morbo mental en ese afán de descubrir qué parte de mí habita en ellas.

Demasiado todo

Se murió.

Un idiota no respetó el límite de velocidad y perdió el control en una de las curvas del malecón, y terminó arrollándolos con su auto. Ninguno de los tres sobrevivió. En el periódico, publicaron una foto donde se veían sus zapatillas negras, esas que quería cambiar porque la suela ya estaba gastada y le dolían las rodillas cuando salía a correr. El resto de su cuerpo no se veía en la imagen. Parecía como si el auto se lo hubiera tragado.

Dos años después del accidente, salí embarazada. Fue un descuido. Jamás hubiera querido tener otro hijo, menos a los cuarenta y dos años. Todo el embarazo me la pasé en cama. Fingía sentirme mal para que nadie me obligara a moverme de mi cuarto, ni siquiera a abrir las cortinas. Casi no comía y tiraba al inodoro las vitaminas y el ácido fólico que el doctor me había recetado. Tampoco fui rigurosa con las ecografías ni los controles. Si me tocaba un hijo enfermo, supongo que me lo merecía.

Nació sano y grandote. Yo hubiera querido ponerle como él, pero nunca me animé a plantearlo. Le pusimos Andrés. No le di de lactar, ni siquiera en la clínica. Me inventé que no me salía leche y mandé a comprar la fórmula más cara que encontraran en las farmacias. Hice lo que jamás había hecho con mis otros hijos: contraté a una de esas niñeras que cobraban fortunas a cuenta de encargarse del bebe las veinticuatro horas. No pasé una sola noche sin dormir de corrido. No estuve en su primera papilla ni tampoco el día que caminó. Supongo que habría estado de viaje o escondida en alguna sala de cine.

Emilia hacía un poco el rol de madre con el bebe. Con sus trece años, sabía mejor que yo cómo calmarlo, cómo hacerlo reír, qué le dolía cuando algo le dolía. Ella no me decía nada, jamás me hizo sentir culpable de estar lejos del chiquito. Todo lo contrario, cada vez que podía, me recordaba lo buena mamá que había sido yo con ella. Siempre se refería a ella y no al bebe. Supongo que, en el fondo, Emilia sabía que yo, para entonces, estaba rota y no podía amar a nadie más, ni siquiera a un hijo.

Una vez, en un avión, se me sentó un tipo al lado. De esos hombres que una desea que se le sienten al lado. Conversamos durante todo el vuelo. Pedimos vino, y cuando la aeromoza ya no quiso rellenarnos las copas por tercera vez, él sacó su tarjeta y compró una botella carísima del catálogo del duty free, que acabamos en menos de media hora. Había pasado mucho tiempo desde que no me sentía tan contenta ni me reía tanto.

Cuando llegamos al aeropuerto de San Francisco, me sugirió compartir el taxi. Le dije que no. Me dio su teléfono y nunca lo contacté, aunque lo vi en la televisión un par de días después, como parte de la delegación peruana que había viajado para correr la maratón de la ciudad.

Cumplí cincuenta y nunca había estado tan flaca. Me había dejado las canas y toda mi ropa era negra. Mis hijos mayores viajaron desde sus ciudades universitarias hasta Lima para asistir a la fiesta que me habían organizado mis amigas. Esa noche, me dediqué a fumar marihuana y a hablar tonterías con todos los que se me acercaban a saludarme o felicitarme por mis últimos libros. No bailé ni una sola canción. La música ya no me gusta como antes.

Como regalo de cumpleaños, me prometí escribir mi tercera novela, esa que hablaba de ti. A diferencia de las otras, aquella me demoró solo tres meses.

La novela empezaba con dos palabras: “Se murió”. Y, en realidad, hubiera podido terminar ahí.

Yuxtaposición

Escena 2 – En el cuarto de baño de un hotel cualquiera.

Una pareja arrodillada en el piso.

Ella, desnuda, mirándose las manos pegajosas sin entender.

Él, abatido, llora bajito. Aún tiene las manos limpias.

—Tócalo tú —le dice, sin querer ver aquello.

Él no se atreve.

Escena 1 – En la ducha del cuarto de baño de un hotel cualquiera.

Ella se ducha sola. Se frota bien los codos y el cuello con la esponja de mar. Se enjuaga la vulva. Luego, se estira y suspira contenta. Distraída, revolotea con las manos y las mira a contraluz. Las olfatea. Sonríe. Todavía huelen a sexo. Constata que será una de las pocas veces que van a compartir el mismo vuelo a Milán.

Hoy, 21 de abril, antes de partir al aeropuerto, le pedirá un selfie juntos sobre esa cama.

Sale de la ducha y se extiende para alcanzar una toalla. Se le cae algo. Aquello. Al dar contra el suelo, el sonido muere en un golpe denso, sin intensidad ni resonancia. Así como cae una bolsa de té empapada.

Escena 3 – En el mismo cuarto de baño.

Ella ha extendido las piernas y, sobre sus muslos, ve las huellas de sus manos ensangrentadas. Él, titubeante, entra y sale del espacio y de su dolor, mirando sin querer ver.

Desde ese umbral, él le pregunta:

—Amor, ¿qué hago? ¿Qué hacemos? ¿Quieres tocarlo?

Ella no contesta. Se encapricha con las flores de su camisa, demasiado grandes y fluorescentes, como sus dientes. Lo demás le es indiferente. Pero siente miedo ante esa revelación. Se protege. No piensa. No piensa. El tiempo ha cambiado la unidad de medida. Ahora lo marcan sus bocanadas, sus palpitaciones, y las lágrimas que resbalan sobre su piel simulando un dolor que no se manifiesta dentro de sí. Su cuerpo reacciona, pero ella no entiende a qué.

Él le suplica:

—Dime, amor, háblame. ¿Qué hacemos? ¿Lo envuelvo en mi pañuelo y lo llevamos con nosotros? ¿O prefieres dejarlo aquí? ¿Lo colocamos junto al arroyo? ¿O lo entregamos en el hospital?

Escena final – Unidad de cuidados intensivos en un hospital de Ciudad del Cabo, 15 años después.

El adolescente despertó hoy después de varios días de coma y delirio. Ha identificado a sus padres. A las preguntas del médico, ha contestado correctamente con su nombre completo, su fecha de nacimiento y el título de su libro preferido. Ha sobrevivido sin secuelas aparentes un cuadro de malaria cerebral extremo.

Su madre le agrega una pregunta al azar:

—¿Sabes qué día es hoy?

—21 de abril —se equivoca el chiquillo, sin saber lo bien que ha acertado.

—Sí, Pablo, hoy, 21 de abril, has vuelto a nacer.

Nada podía saber Pablo que aquella respuesta remontaría a su madre a un baño olvidado en un cuarto de hotel cualquiera, quince años atrás.

Hoteles de arena

Los mejores veranos de mi vida los pasé en Ancón. Éramos una collera de chicos y chicas. Juntos descubríamos todo. El día entero lo pasábamos en la playa y en el malecón, con ropa de baño y crema Nivea, y siempre descalzos.

Solo volvíamos a nuestras casas para almorzar y comer. Lo que hiciéramos en el ínterin parecía no importarle a nadie. Jugábamos en la orilla haciendo las bolas de arena más grandes y duras o los castillos más inexpugnables. Todos menos Humberto, porque él construía hoteles de arena con grandes piscinas, jardines ingleses sembrados con algas, y sombrillas hechas con palitos de fósforos y conchitas. En sus manos, las ramitas con hojas se convertían en árboles centenarios. Sus construcciones nos confirmaban que Humberto no era como nosotros.

Siempre fue el más guapo, el más ordenado, el más limpio y el mejor de los amigos. A medida que fuimos creciendo, Humberto fue cada vez más Humberto, y la collera se fue haciendo menos collera.

Harto de Ancón y de Lima, se fue a vivir a Miami, y todos le perdimos el rastro.

Yo continué yendo a Ancón para seguir descubriendo el mismo mundo finito que los demás. Me casé con una chica de la collera y tuvimos hijitos anconeros. Los criamos y educamos para que revivan nuestras vidas llenas de seguridad y limitaciones.

Siempre que recordaba a Humberto, pensaba en que, de todos, era el único que era libre, y me daba alegría y envidia. Siempre aprecié su sensibilidad y coraje para hacer lo que sentía.

Hace unos años, viajé a Paris y, en la boca del metro de la Concorde, me encontré cara a cara con Humberto. Estaba igualito: flaco, guapo y, aunque parecía vestido de Zara, igual se le veía elegantísimo.

Nos abrazamos con el mismo cariño de toda la vida. Nos fuimos por unas copas a Le Paradis de la Rue Saint-Martin. Me contó de su vida, de sus parejas, de sus miedos de antes y de sus certezas de ahora.

Mi envidia se convirtió en deseo, y él supo leerlo.

Soltó su vaso de cerveza y, con su mano mojada, cogió la mía. Agarrados de la mano, caminamos en busca de un hotel de arena y de mi coraje.

Un viaje a Juawái

Tomás y yo habíamos salido a caminar. Podía sentir su mano chiquita agarrada fuerte de la mía.

—Ma, de grande quiero vivir en “Juawái” y correr las olas más grandes del mundo —me dijo, muy seguro.

—Tú puedes ser lo que quieras, mi niño —le respondí mientras me preguntaba cuándo podría llevarlos a Hawái.

En medio de la caminata, sentí un dolor punzante en el medio del estómago. Lo reconocí de inmediato. Era mi regreso a la clínica, no había dudas. Había pasado un poco mas de un año desde la última vez que estuve internada ahí. Todo apuntaba a que la misteriosa enfermedad sin nombre, sin antecedentes y sin cura había decidido volver por un segundo round.

En la clínica me esperaba un escuadrón de médicos.

—Es la chica de los stents —dijo una de las enfermeras como si acabara de toparse con Gisela Valcárcel.

Todo se volvió confuso. Me retorcía de dolor, y los opioides esta vez se demoraban en hacer efecto. Tuvieron que anestesiarme mientras trataban de averiguar cuál de las arterias se había roto esta vez. Cuando desperté, el frío en los huesos, el ruido de las máquinas y las luces blancas me confirmaron el lugar: había vuelto a la UCI y ahí me iba a quedar un tiempo.

Esta vez, ya no tenía miedo, tenía rabia. ¿Por qué carajo estaba aquí de nuevo?, ¿no había sido suficiente con la primera vez? Había seguido al pie de la letra todo lo que me habían dicho los médicos, mi vida estaba en paz, pero ahí estaba otra vez, en esa camilla, conectada a miles de cables, reflexionando sobre cómo un día estás pensando en llevar a tus hijos a conocer Juawái y al minuto siguiente tu mundo cambia para siempre.

La migración

Toda la vida he tenido el deseo de escribir. A mi viejo le gustaba mucho leer y, como cualquier niño, quise ser como mi héroe. A los doce años, leía una novela por semana. Luego de un tiempo, fue natural que también quisiera imitar a mis nuevos héroes: Hemingway, García Márquez o Vargas Llosa. Hice algunos intentos, pero mis historias me parecían sosas en comparación con cualquier cosa que leía. Me frustré y lo fui postergando.

Mi viejo era médico, pero su vida estaba en el mar, y eso también lo imité. A los quince años, yo ya podía navegar un velero, bucear con arpón y hacer todo tipo de nudos. Hasta que mi padre murió, íbamos regularmente a Punta Sal, a donde regresé solo a inicios de 2020, y me cambió la vida.

Una mañana, salí a pescar en kayak. A mis ganas de proveer a mi familia de un ceviche fresco las acompañaban mi caña y una muestra de tres anzuelos muy filudos. Fue ni bien comenzada la faena cuando un piquero de grandes alas marrones y cuello blanco hizo una curva en su vuelo y se lanzó sobre la muestra como un Zero japonés en vuelo kamikaze. Quiso escapar aleteando, pero varios anzuelos lo atravesaban, y mientras más trataba de alejarse, más se enredaba con el nailon. Después de unos segundos, sus alas quedaron completamente inutilizadas.

Lo atraje hacia mí. En sus ojos azules, pude ver el terror de tener a un humano tan cerca. Pensé en cortar el nailon, pero el piquero no podría volar y me era imposible abandonarlo a esperar la muerte. Luché contra sus picotazos hasta que, con la mano derecha, pude sujetarlo del cuello. Empecé a desenredarlo y, cuando casi lo había logrado, aleteó nuevamente. En el jaleo, uno de los anzuelos que había logrado sacarle se clavó muy profundo en el pulgar de mi mano izquierda.

Si soltaba su cuello, el piquero, que aún tenía dos anzuelos hundidos en su plumaje, trataría de volar y, en el intento, se llevaría consigo mi dedo. Recordé la calma de mi viejo, la misma con la que navegaba confiando siempre en el rumbo que había trazado, y, con mucho dolor y paciencia, pude meter una uña en la argolla que unía el anzuelo a la muestra y, como quien saca una llave del llavero, logré liberarme. Dejé ir al ave pidiéndole perdón porque, en ese estado, su fin llegaría lentamente.

Lleno de culpa, le conté del piquero al doctor de la posta de Máncora mientras sacaba el acero de mi pulgar. Entre risas, me dijo que debía escribirlo. Se llamaba Carlos, como mi viejo.

A la mañana siguiente, salí a caminar por la playa. Por más que lo intentaba, no dejaba de pensar en el piquero y en su muerte, y, por alguna razón, tampoco podía dejar de pensar en mi padre. Cuando estaba por llegar al pueblito de Cancas, noté que, en la orilla, un grupo de aves se levantaban en vuelo, todas menos una. El mar había varado a mi piquero. Estaba vivo, aunque sus alas aún seguían enredadas. Me saqué el polo y lo usé para taparle la cabeza. Me temblaban las manos, pero en tierra firme fue más fácil poder retirarle el nailon y los anzuelos. Con eso, yo también me libere.

Seguí el consejo del doctor: escribí un cuento sobre aquella aventura con el piquero, que por alguna razón llegó a manos de un amigo que me propuso inscribirme en un taller de escritura, donde lo volví a escribir. Hoy está en un libro, en la página 68, donde tú, un extraño, estás leyendo lo que yo viví.

Casa para dos

Imaginemos que nunca me escribiste, que viste la foto de mi padre —muerto desde hacía veinte años, los mismos que llevábamos sin vernos— y deslizaste el dedo hacia arriba o hacia abajo. Supongamos también que no te respondí ni pasamos la noche —ni el resto de la semana— pegadas a las pantallas de nuestros teléfonos. Digamos que esa electricidad que te recorría completa cada vez que pensabas en mí, no apareció nunca. Así como no apareció la ansiedad de sentir tu libertad diluirse ante la inminencia de lo que sentías.

Hagamos de cuenta que, dos semanas después, no dejaste colgado un pañuelo en la manija de la puerta de tu departamento, ni yo lo usé para taparme los ojos, antes de tocar y esperar a que me abrieras, tú también, a ciegas. Digamos que no me tomaste de la mano para conducirme hasta el cuarto de huéspedes. No sonaba Pass this on de The Knife desde un parlante que parecía estar en todos lados y en ninguno. No nos sentamos en el suelo ni te agarré de la mandíbula para acercarte a mí antes de todo lo que no pasó después.

Convengamos en que, después de eso, cada una siguió con su vida, con sus momentos de plácida tranquilidad. Que no volvimos a vernos tres días después, ni durante el mes siguiente. Nunca te acomodaste en la silla de mi escritorio, encima de mí, para decirme que necesitabas sacarme de los márgenes de tu vida y hacerme entrar en ella, como se entra a una casa muy grande, donde hay espacio para muchas cosas que en los márgenes no existen. Tampoco te pusiste a llorar después, sabiendo lo que eso implicaba. Ni yo tuve miedo.

Estemos de acuerdo, entonces, en que, llegado el momento de abrirme la puerta, no sentiste que tus palabras caían como bombas sobre una ciudad indefensa. Nunca te pareció que la persona que hablaba no podías ser tú. Ni dudaste de si valía la pena. Aseguremos que nunca me culpaste sin darte cuenta. Finjamos que, a partir de eso, el suelo no empezó a separarse bajo nuestros pies.

No presenciamos, con pasividad, cómo una sutil hostilidad se acomodaba entre nosotras. Convengamos en que esa hostilidad no llegó a sentirse nunca igual que un alambre de espinas, y asegurémonos, de paso, que siempre nos tratamos con amor y respeto.

Digamos, ya que estamos en eso, que yo nunca dudé ni quise salir corriendo. Hagamos de cuenta que no estoy escribiéndote esto, un año después, desde el patio de esa casa que ya no sé si nos pertenece, sin saber si tocar el timbre o pedir un taxi. Aparentemos también que tú sigues estando segura de querer abrirme la puerta.

De acentos y latitudes

Iowa, el vigésimo sexto estado más grande de los Estados Unidos y quizá el más emblemático del Midwest, nace en el río Mississippi al este, llegando al Big Sioux por el oeste. Sus habitantes se jactan de tener el inglés más perfecto y libre de acentos regionales de todas las colonias inglesas.

Esta extraña creencia, la de tener el idioma más fiel al original, la comparten con muchas localidades de habla hispana que creen lo mismo de sus dialectos del castellano. Desde el italianísimo porteño argentino al costeño de Caracas, del andino quiteño hasta el cadencioso paisa de Antioquia. Todos estos pueblos dicen tener el español más fiel al de sus conquistadores españoles de hace cinco siglos.

Es quizá por esta afinidad lingüística, o quizá no, que un hijo de doctor y bailarina del pueblo de Ottumwa, Iowa, viaja con el Cuerpo de Paz a Medellín. El afán por aprender el español, en un lugar que se jactaba de una pureza lingüística comparable a la de su lugar de origen, lo llevaría a conocer a una lugareña de familia numerosa y energía inagotable con quien hubo química instantánea y matrimonio próximo.

Su vida juntos empezó en Wisconsin, donde vieron nacer a su hija mayor, de colorido aparentemente heredado de los escandinavos que algún día poblaron la zona. Más adelante, volvieron a Colombia y tuvieron a su segunda hija, de paleta consistente con los colores de su tierra cafetera. Sus obligaciones los llevaron a recorrer el hemisferio en una sucesión de encargos en el altiplano sudamericano, las islas caribeñas y el istmo de Mesoamérica.

Ya con ambas hijas estudiando lejos, llegaron al Perú. Las hijas visitaron aquel país, para ellas desconocido. La menor, la morocha, expresó con desprecio su desagrado irremediable con el gris eterno de Lima. La madre, adaptable como pocas, le espetó que por quejona terminaría pasando el resto de sus días en ese lugar si no dejaba de remilgar. Con el tiempo, la joven hizo amigas bajo el cielo color panza de burro. Su mundo creció hasta que el hechizo de su madre se hizo realidad. Un día, conoció a un peruano bien hablado que llenó de luz la tiniebla del lugar y de quien nunca más se separó.

Veinte años después, su seguro servidor aún no cree la fortuna que le trajeron los vericuetos de la vida del gringo y de su esposa que hablan lindo, cada uno en su idioma.

Las siete cenas

Mis pulgares recorren nerviosos las costuras del vaso de cuero buscando una respuesta, un refugio.

—Tres cenas.

He perdido el hilo de la apuesta: quién comenzó, quién dijo qué, quién habló con firmeza, quién vaciló. Aparto la mirada de mis manos, que se aferran al cacho, solo para encontrarme otra vez con sus ojos que me observan desde el lado opuesto de la mesa. ¿Me está mirando a mí? ¿O me lo estoy imaginando? Definitivamente es a mí a quien mira, pero ¿es real lo que intuyo en esa mirada? ¿Es posible?

Vuelvo a mirar mis pulgares.

—Cuatro cenas.

La ronda avanza: el círculo se va cerrando como una ola en las tribunas de un estadio. Pero esta ola va a quebrarse sobre mi cabeza. Trato de concentrarme, de estar presente en el juego, pero siento su mirada sobre mí y me paraliza. Es su turno. Vuelvo a levantar la mirada.

—Cinco cenas —dice, casi deletreando las palabras, sin quitarme los ojos de encima, como si nos hubiésemos quedado solos y esta partida de cachito fuese un duelo. Me mira, muerde su labio inferior de manera casi imperceptible y sonríe, cruel y bellísima, sabiendo que me tiene totalmente anulado.

—Seis cenas.

Concéntrate, idiota, ahorita te toca. Seis cenas ya son bastante improbables. Pero ¿a quién le interesan las matemáticas, a quién le importan las probabilidades? Si lo que tengo enfrente es una certeza: algo que antes creía lejano, imposible, ahora es cierto. Tan cierto como las costuras en este vaso de cuero. Siento ganas de tumbar la mesa que nos separa y entregarme a esa certeza. Pero me acobardo.

—Siete cenas —lanza el idiota del bigote a mi izquierda.

Es mi turno. Solo tengo una, y ya vamos en siete. Siete. Como los mares, las plagas, los colores del arcoíris y las trompetas del Apocalipsis. Busco su mirada y la encuentro, expectante. ¿Dónde está el engaño? Tiene que haber un engaño. Los siete días de la creación. ¿Es este el fruto prohibido?

—Te toca —me apura el bigotón.

—¡Dudo! —exclamo con el último hilo de cordura que me queda.

Todos los cachos, menos el suyo, se levantan de la mesa. Cinco cenas. Despacio, sin quitarme los ojos de encima, ella levanta su cacho para mostrarme las dos cenas que faltaban, y me dice:

—Hubieras calzado, tonto.

El camino de Santiago

Cada vez que voy a Londres, nos vemos. Él viene a donde yo esté. No importa la hora, el clima o la espera. En cuanto me ve, apaga el pucho, sonríe y abre los brazos como un niño esperando un abrazo.

Santiago nació en Costa Rica, se crio en Lima y tiene pasaporte británico. Sus papás leían mucho y salían poco. Vivía en una casa enorme de gusto impecable, llena de gatos y libros. Estudiamos juntos en el colegio, pero en esa época, por etiquetas ridículas, no éramos tan amigos.

Nos conocimos mejor en la academia para entrar a la universidad. Le gustaban los autos, pero no manejaba. Era fanático de Led Zeppelin, Pink Floyd y Mazzy Star. Sin embargo, tenía menos ritmo que un rinoceronte. Era pésimo para los deportes, pero hincha del fútbol hasta la irracionalidad. Hablaba de viajes e historia, de guerras y de países de los cuales yo nunca antes había escuchado. Saludaba a su papá con la mano, jamás con beso, y ambos fumaban sin parar mientras discutían de actualidad, política y literatura, y se servían cervezas en copas de cristal.

En los primeros años de universidad, nos hicimos grandes amigos. Aprendía mucho en esas charlas que se daban los viernes después de clases como preludio a nuestra acostumbrada visita al Juanito de Barranco. Fue un curso acelerado de historia, cultura y risas. Chanti era también un experto en el arte de reírse de sí mismo. No sentía vergüenza.

Empezamos la facultad de Derecho juntos. Fumábamos tronchos en el estacionamiento de la universidad e íbamos a raves en el Cocobongo o el María Angola. Fueron buenos años de descontrol, gringas, viajes y excesos.

A Chanti le importaba poco la universidad y mucho la noche. Cuando me gradué, él todavía naufragaba en quinto ciclo rodeado de caras extrañas. Un día, abrió su cajón, vio su pasaporte británico y se mudó a Londres. Su partida fue el colofón de una de las etapas más divertidas de mi vida.

La suerte y el trabajo hacen que pueda verlo dos o tres veces al año. Luego del abrazo de bienvenida, vamos al pub y nos atiborramos de anécdotas, Guinness y nostalgia hasta que suenan las campanadas que alertan del final de la noche.

Por unas horas, en un local lleno de extraños, volvemos a tener veinte años y, aunque no somos los mismos, hay cosas que, felizmente, nunca van a cambiar.

Me rindo

Con la venia del señor presidente del jurado, quisiera decir unas palabras antes de comenzar.

Yo a esta batalla no he venido a ganar, señores. Todo lo contrario. He venido a rendirme. A capitular frente a la concurrencia de circunstancias que, azuzadas y organizadas astutamente por la chica Roggero, terminaron juntándome con las veinticuatro personas que más necesitaba en mi vida. Eso no es fácil: es como cuando estás misio y te compras solamente un paquete de figuritas, para darte con la improbable sorpresa de que te tocaron las últimas cinco que te faltaban: Messi, Ronaldo, Pelé, Higuaín y la copa.

Esos veinticuatro fenómenos me regalaron, cada uno de manera distinta y desinteresada, una combinación de cariño, complicidad, talento, chacota y, francamente, purito amor, que nunca dejaré de agradecer. Me dieron la confianza para conocerme en voz alta y gritar mis peores defectos, burlarme de lo pelotudo que soy y sentirme cómodo conmigo mismo. Como alguna vez le escuché decir a una referente del folclore peruano: “Somos lo que somos”.

También me permitieron conocer a personajes literarios entrañables cómo Martín Vergara, Félix, Sabine o el Pepe Lynch, a quienes he secuestrado en mi imaginación y a veces dejo salir a divertirse juntos. Los veo en una impensada kermesse: Máximo apostándole al cuy, Efigenia comprando boletos para la tómbola, el Puma torturando pollitos, y los más inquietos, como Lucía, siguiendo la tradición holandesa, interpretando la kermesse como una explosión desenfrenada de libertad popular.

Yo quiero vivir en esa kermesse, señores, y aprovechar que, si la vida es una tómbola, la fortuna me permitió sacarme el pasaje a Miami ida y vuelta en Faucett, y compartirlo con mis veinticuatro Extraños favoritos, ante quienes, hoy, me rindo.

SOBRE LLORAR

SOBRE LLORAR

El llanto tiene algo de inmanejable. El llanto irrumpe. El llanto desnuda nuestra relación con lo trascendente. El llanto resquebraja nuestra comodidad. Es una alarma que nos indica que hay algo que no encaja.

Escribe sobre llorar. Sobre no llorar. Sobre aguantarte el llanto. Sobre lo que te produce el llanto de otro. Sobre tu peor llanto. Sobre el llanto que le debes a alguien. Sobre el llanto ajeno con el que cargas hasta ahora. Sobre el llanto que te aterra. Sobre el llanto que te da risa. Sobre el llanto del miedo. Sobre el llanto del hombre. Sobre el llanto de la mujer. Sobre el tiempo que llevas sin llorar. Sobre llorar cuando tienes sexo. Sobre llorar como un niño. Sobre llorar en la ducha, en el auto. Sobre llorar en grupo. Escribe sobre el llanto. Y si lloras mientras escribes, también escribe sobre eso.

El llanto de los desconocidos