Laberinto de Fractales - Diego Caroca - E-Book

Laberinto de Fractales E-Book

Diego Caroca

0,0

Beschreibung

Natalia es una joven común y corriente, excepto por un detalle: su ansiedad le permite ver el futuro de las personas. Recién llegada de Iquique a Santiago, enfrenta una ciudad nueva, un colegio nuevo y compañeros nuevos. Y lo que es peor, se pone nerviosa hablándole hasta a un pepino. Natalia está al límite y su poder parece cada vez más incontrolable. Es solo cuestión de tiempo antes de que se pierda en un laberinto de fractales. Sin embargo, Natalia descubrirá que no está sola. Conocerá a otros estudiantes con poderes como el suyo. Nicolás, por ejemplo, tiene un futuro invisible. Ciertos dones pueden transformarse en una aventura, un desafío. Las posibilidades son infinitas, pero el tiempo siempre se mueve en contra.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 421

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Laberinto de fractales

Sello: Tricéfalo

Primera edición digital: Julio 2024

© Diego Caroca

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: José Canales

Corrección de textos: Gonzalo León

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

_________________________________

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6386-03-2

ISBN digital: 978-956-6386-31-5

__________________________________

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

1. Yo

En cuanto la alarma suena, la apago y me doy media vuelta. Ya volverá a sonar, me ducharé, vestiré, tomaré mi mochila y mi mamá nos irá a dejar a mi hermana y a mí al colegio en auto, por Arturo Prat hacia el norte, como ha hecho desde que tengo memoria.

Cuando mi papá abre la puerta de golpe con un “¡Arriba, hoy es su primer día!”, la terrible realidad vuelve a mí. Hoy es martes 2 de mayo, y es nuestro primer día en un nuevo colegio, en una nueva ciudad. Y más encima, claro, a mitad de semestre. Con la misma energía con la que mi papá nos despertó, me pongo de pie de golpe y corro a la ducha, mientras siento que el corazón se me va a salir del pecho.

Soy Natalia Calderón, tengo dieciséis años. Voy en 3ro medio… No, Natalia, no necesitas decir eso al presentarte en tu curso, obviamente todos sabrán en qué curso estás, ¡dah! Soy iquiqueña —tierra de campeones, al norte de Chile, por si acaso—, y mi familia se acaba de mudar a Santiago. Y con acaba me quedo corta. La habitación que compartimos mi hermana y yo está cubierta a la mitad con cajas de mudanza. La pieza de mis papás y el living están peor. Lo único decente es la cocina. Porque, bueno, la necesitamos para comer.

Me confundo al buscar los interruptores de la luz. Me giro hacia el lado equivocado al salir del baño. En mi pieza, no reconozco mi propio uniforme, porque es completamente diferente al que usaba en Iquique. Pierdo al menos cinco minutos antes de decirle a mi mamá que no lo encuentro en ninguna parte. Y ella gasta no más de dos segundos en señalar que está doblado sobre el respaldo de la silla, a simple vista. Seré ciega.

Mi hermana reclama lo fría que es el agua aquí. Yo me replanteo entre diez y quince veces si no será que hoy tengo que ir con buzo para educación física —quizás me cambiaron el horario, se lo dieron mal a mi mamá o ella lo malentendió por completo—, con ropa de calle —por algún jeans day— o con un uniforme completamente diferente —por la razón que sea.

Es el grito de mi papá para apurarnos el que me hace desistir y adentrarme en la cocina para desayunar lo que me encuentre. Casi tropiezo con una caja. Me cuesta abrir el refrigerador. No sé usar bien el microondas. Y para rematar, sigo sintiendo que se me va a salir el corazón del pecho: ¿Y si le caigo mal a todos en el primer día? ¿Y si me miran mal? ¿Y si se burlan de mí por ser tan poco santiaguina? ¿Y si…?

—¡Rápido, Nati! —oigo a mi mamá, y otra vez tengo que dejar todo eso de lado. Me hago un pan y agarro mi bolso de almuerzo, sin cuestionarme si de verdad tengo que almorzar en el colegio o si se burlarán de mí por llevar comida—. ¿Lista?

¡Obvio que no estoy lista! ¿Cómo puede pretender que esté lista, si de la noche a la mañana anunció que nos vendríamos a vivir acá? Ni siquiera pudo esperar al fin de semestre; no, mamá tenía que viajar al fin de semana siguiente y meternos en el primer colegio que encontrara. ¡Y por supuesto que no encontró ninguno con cupo para las dos! Así que hace semana y media estaba en Iquique y ahora estoy acá. ¿Ves que es imposible que esté lista? ¡Necesito años para estar lista para algo así!

—¡Nati! —mi papá me apura desde la puerta.

—¡Ya voy!

Ni siquiera sé por qué está tan desesperado por mí, si es a mi hermana a la que irán a dejar en auto, no a mí. Me ahorraré la vergüenza de que mis papás me dejen en la puerta del colegio como toda una niña, siendo que soy casi una adulta. Pero tendré que enfrentarme a la enorme y tenebrosa ciudad de Santiago por la mañana, y por primera vez en mi vida. No sé si reír o llorar.

—¿No quieres que te pasemos a buscar cuando salgas?

Llorar, definitivamente llorar. Salimos todos y bajamos al primer piso. Yo salgo por la entrada principal, mis papás y mi hermana van al estacionamiento. Se despiden con un abrazo y un “¡que te vaya bien!”. Una vez que están afuera en el auto, lo repiten a la distancia y entre bocinazos. Thanos —ya sabes, el gigante morado de las películas de Marvel—, si estás en alguna parte, por favor chasquea los dedos de una vez y hazme desaparecer. Te lo ruego.

Una vez que mi familia se pierde entre los autos, tomo una gran y contaminada bocada de aire y enfilo hacia el colegio. O sea, hacia mi perdición, porque estoy convencida de que no sobreviviré a esta ciudad. “Hola, soy Natalia Calderón”, repaso mentalmente. “Tengo dieciséis y soy iquiqueña. Mi familia se mudó hace semana y media”. ¿Y luego? No lo sé. Honestamente, llegar tan lejos como para tener que presentarme ya sería todo un logro. No, ni siquiera eso. Ser capaz de llegar a clases sin que me ataquen, asalten o secuestren ya sería toda una hazaña. ¡Hay infinitos peligros acechando en cada esquina! En cualquier momento, un hombre lagarto podría atacarme desde las alcantarillas, una horda de zombis podría aparecer o un grupo de agentes del FBI podría abordarme y secuestrarme. ¡Y eso es solo el inicio de la lista! Por ejemplo, está el caso de que un hombre me secuestre, me lleve hasta Bolivia por un paso inhabilitado y me encierre en la granja de su hermano, para que los cerdos me coman.

Luego de doblar en una esquina, distingo a una chica un par de pasos más adelante. Lleva una mochila blanca con líneas rojas, que luce una chapita de BTS. Su uniforme escolar es parecido al mío, aunque va mucho más desabrigada que yo —otoño, Santiago, soy de Iquique; básicamente me congelaría. Mantengo la distancia con ella. Al poco andar, noto cómo su chapita se cae de la mochila y acaba en el suelo. Un bocinazo cubre el ruido del impacto, por lo que la chica no parece darse cuenta. Miro la chapita, boca arriba en el suelo, y sigo caminando. Llego hasta ella y vuelvo a mirarla. Me detengo y me planteo seguir caminando, pero finalmente la recojo.

—¡Oye! —es lo único que logro decir, con la mano temblándome de miedo.

La chica se da vuelta, ve la chapita en mi mano y se sorprende. Se acerca, me agradece varias veces y vuelve a ponerla en su mochila. Mientras la tengo en frente, noto que el logo en su uniforme es de mi colegio. ¡Ella es de mi colegio! “Hola, soy Natalia Calderón. Soy de Iqui…”.

—Hola, Natalia Calderón.

No, no, no, no. Se me aprieta todo el cuerpo, un calor asfixiante sube por mi espalda y mis orejas se calientan como si estuvieran por lanzar humo. ¿Acaso es una telépata? ¿Fue enviada por la CIA para atraparme? ¿El ejército estadounidense me necesita para detener una guerra nuclear? ¿O es una viajera del tiempo, que vino hasta aquí para…?

—¿Natalia? —Pelo negro, liso y largo hasta los hombros. Ojos café oscuro. Rostro ovalado. Mirada curiosa y aparentemente inofensiva. Su cuello luce un collar de corazón de color rojo. Ladea la cabeza y arquea las cejas, esperando una respuesta.

Hazte la tonta.

—No —digo, con la cara hirviendo. Trato de decir algo como “seguro me confundiste con alguien más”, pero se me traba la lengua y acabo soltando un ilógico “ssss”. Y mientras más se alarga el sonido, más arden mis orejas.

—¿Ssss? —repite ella, completamente perdida—. Pues adiós, ssss. ¡Y muchas gracias!

Se despide con una sonrisa y continúa su camino. ¿Y sabes qué es lo peor? No es que quizás haya estado grabando todo y lo suba a TikTok para que todos se burlen de mí. Tampoco es que tal vez más gente estuviera mirando y se esté riendo de mí en silencio. Ni que me hayan tomado fotos y repartan recortes con mi cara por toda la calle, acompañada del título: “Patética”. ¿Por toda la calle? ¡Ja! Por todo Santiago. Y mi rostro, ridiculizado a más no poder; estará en cada esquina, en cada vagón del metro y en cada torniquete de la micro.

Lo peor, definitivamente, es que esa chica es una compañera de colegio. “¿Qué tiene de malo?”, quizás te preguntes. Y espero que lo hagas sarcásticamente, porque la respuesta es obvia: esa chica llegará y les contará a todos lo que acaba de pasar. Les contará sobre la chica nueva, de afuera de Santiago, que estaba hablando sola en voz alta —porque capaz que así fuera y no me haya dado cuenta—, que se puso ridículamente nerviosa y que respondió con un ridículo siseo, como si intentara fingir ser una serpiente. Lo contará riéndose a carcajadas, y los motivará a esperarme a la entrada del colegio, para recibirme a carcajadas. Lo harán no solo hoy, sino todos los días hasta que me gradúe. Y cada vez que vaya en la calle, tome el metro o me suba a una micro, me podré encontrar con alguno de ellos, y me saludarán con ese mismo sonido, seguido de una risa de todos los presentes. Porque obviamente todo Chile sabrá sobre mí.

O tal vez… ¿Tal vez no se burle de mí? ¿A quién engaño? ¡Obvio que se burlará de mí! Lo sé, porque… Agh. “Mi nombre es Natalia Calderón. Tengo dieciséis años y vengo de Iquique”. Pero, aquí entre nos, hay algo que no te he contado todavía: puedo ver el futuro. Sí, ver el futuro. Bueno, no todo el futuro, no. Más bien, veo el futuro de las personas a mi alrededor. Por ejemplo, la chica de mi escuela con la mochila blanca y la chapita de BTS. Lo siento, tienes razón, ¿de qué otra chica estaría hablando? En cuanto fijo los ojos en ella, aunque sea en su cabellera o su mochila, veo su futuro.

Dentro de siete semanas, tendrá una discusión con su grupo de amigas y se distanciarán. Estudiará letras inglesas, pero luego de año y medio se cambiará a ingeniería. Tendrá un par de parejas, algunas más estables que otras. Pasará un par de ramos raspando. No participará demasiado en las actividades extra curriculares, aunque sí se esforzará por llevarse bien con todos. Tendrá un gato, comprará libros por montones y decidirá quedarse con un chico que, sentirá ella, no es lo suficientemente bueno, pero será lo que la vida le dio. Se casarán y viajarán a Italia de luna de miel. Tendrán dos hijas, serán felices, vivirán una vida promedio. Hasta que a los cincuenta años ella encuentre un bulto extraño en su abdomen. Morirá un par de meses después, con una sonrisa en el rostro por la vida que vivió y una lágrima en la garganta por el arrepentimiento de esa vez que se peleó con sus amigas del colegio. No lo sabrá, pero todas ellas, sin falta y con sus familias, la irán a ver a su entierro.

Todo eso vislumbro al verla, y pasará tal y como lo vi. A veces vislumbro más detalles, a veces menos. Algunos momentos pueden ser nítidos y otros difusos, hasta el punto de ser casi irreconocibles. Pueden ser escenas completas o momentos fugaces, o incluso solo emociones. También puede ocurrir que no haya un único futuro posible, sino varias escenas que se superponen la una a la otra, como luchando por dominar. Supongo que es porque el futuro no está decidido aún, aunque no tengo idea de quién lo decide ni cómo lo hace.

Sueno como loca, ¿verdad? No te culpo por pensarlo, yo misma pensé que había enloquecido cuando esto empezó a pasar.

Si pudiera ver todo el futuro y no solo el de las personas, esto sería mucho más fácil. Sí, más fácil. Porque si mañana estallara una guerra, comenzara un apocalipsis zombi o iniciara una invasión alienígena, podría preverlo. Pero no, claro que no. Las cosas nunca son fáciles para mí. Así que tengo barajar yo misma todas las posibles situaciones por venir y todas las posibles formas de salir con vida. Si de mí dependiera, ahora estaría en un búnker, y no de camino a un colegio nuevo con gente nueva, y con mi corazón a punto de estallar quince veces por minuto.

2. Profecía

Aquí estoy, en la vereda del frente. A mi costado, el semáforo en rojo. Delante de mí, el paso peatonal, seguido por la acera y, luego, la fachada del colegio. Puedo ver la entrada principal, abierta de par en par y custodiada por un portero —obvio que un portero, ¿quién más iba a estar custodiando el portón, Natalia? ¿Un duende?—. ¿Y en el interior? Distingo un patio, pero no mucho más. Lo que alcanzo a ver, sin embargo, coincide con lo que averigüé antes de venir. Gracias a esto, estoy lista… ¡Lista para tener un ataque cardíaco!

¿Tengo bien puesto el uniforme? Allá en Iquique usábamos jumper y blusa. Acá, polera y falda. ¿Será que me quedan mal? ¿Es muy corta? ¿Es muy larga? ¡Sí! ¡Sé que estuve la mitad de la noche de ayer con el uniforme puesto frente al espejo, haciéndome exactamente la misma pregunta, hasta que mi mamá me obligó a acostarme! Y esto es lo peor: ¡Ni siquiera pude conseguir la respuesta!

Las preguntas de hoy en casa vuelven: ¿Y si hoy era jeans day y mi mamá, tan despistada, no lo notó? ¿Y si mi uniforme en realidad sí es de jumper y blusa, pero mi mamá, tan despistada, no lo notó? ¿Y si entro y hago el ridículo, vestida diferente a todos?

Aunque… la chica con la chapita de BTS… ella también llevaba polera y falda. ¿No? ¡Sí! Pero entonces… ¡No puede ser! ¿Y si todo fue una alucinación? ¿Y si esa chica nunca existió, sino que fue creada por mi subconsciente para torturarme? ¿Y si…?

Por la acera del frente, veo llegar a un chico con polera, polerón negro con cierre abierto y pantalón gris. Y al poco rato, otro y otro más. Mientras pasan los minutos, se va llenando de escolares a mi alrededor. Todas las chicas con uniformes iguales al mío. Creerás que eso me tranquiliza, pero no podrías estar más equivocada. Y no, no lo digo por la enorme posibilidad de que todos esos escolares sean una ilusión, de que se hayan puesto de acuerdo para engañarme, o que todo esto esté pasando dentro de una simulación aquí en la Matrix.

Esto es mucho peor. Y es que… hay una última cosa que no te he dicho sobre mi poder: es cada vez más incontrolable.

En la acera del frente, veo a decenas de chicos caminar hacia el interior del colegio. Los veo a todos, aunque para ser sincera ya no los veo. Lo único que veo, en cámara lenta y sin poder despegar la mirada, son sus futuros: algunos se cambiarán de escuela pronto. Otros terminarán cuarto medio aquí. Universidades privadas. Universidades públicas. Trabajo. Frenesí. Una familia. La soledad. Una despedida. Un saludo. Una sonrisa. Una lágrima.

Se me revuelve el estómago y siento que estoy a punto de caer de bruces al suelo. Quiero agarrarme del semáforo, pero mi cuerpo no responde. Quiero apoyar las manos en las rodillas, pero mi cuerpo no responde. Quiero cerrar los ojos o apartar la mirada, lo que sea con tal de no ver esos futuros, pero mi vista está atornillada al frente.

Un abrazo. Una llamada perdida. Un accidente de un familiar. Un diagnóstico. Un test positivo de embarazo.

Necesito pensar en otra cosa, cualquier cosa. Porque si me quedo así, frente a ellos, acabaré atrapada en…

Un escape nocturno. Un viaje de negocios. Un magíster en el extranjero. Un emprendimiento. Un libro que cambia la forma de ver el mundo.

Necesito…

Un matrimonio, una tarde fría, una pelea acalorada, un cumpleaños agitado, una micro llena, un neumático roto, una salida al cine, un cupón de descuento, una amistad que se rompe, un recuerdo que se olvida, un familiar que fallece, una mascota que alegra la vida, una cena de aniversario, una comida en un McDonald’s, una nota, una puerta abierta, un video, clase, oferta, intento, ejercicio, cambio, frío, viaje, mudanza…

De pronto, algo llama la atención de mi subconsciente. No sé qué es, pero es suficiente para distraerme, y con eso basta. Poso mi vista en ese pequeño objeto redondo en la acera del frente. Lentamente, lo distingo: está en una mochila. La de una chica de mi escuela. Es una chapita de BTS. ¡Es la chica que cree que estoy loca! Y como si de verdad se tratara de una alucinación mía, justo ahora ella se gira hacia mí y nuestras miradas se cruzan. Ella no dice nada, no abre los labios, no hace ningún gesto con la cabeza. El tiempo parece detenerse por completo a mi alrededor, y mi respiración y los latidos de mi corazón se oyen cada vez más potentes.

Esto va a sonar raro. Pero ahora, frente a esa chica, como si de un espejo se tratara, veo mi futuro: yo, con mi teléfono anunciando ser el 19 de junio, estaré en este mismo lugar, en esta misma calle, esperando cruzar. Y rodeada de los mismos alumnos de hoy, me perderé en sus futuros otra vez. Desde ese día, nada podrá traerme a la realidad. Me quedaré perdida una eternidad, y cada vez que alguien se acerque a hablarme o ayudarme, solo me perderé en su futuro. Y me quedaré sola por el resto de mi vida. El 19 de junio, perderé el control de mi poder para siempre.

En un pestañeo, mi futuro ha desaparecido y todo ha vuelto a la normalidad. Esa chica ya no está ahí, y los chicos que van entrando al colegio son otros, como si me hubiera quedado pegada por un buen rato. Me cuesta recobrar la compostura sin llamar la atención, y estoy segura de que mis orejas a punto de hervir no ayudan en nada.

19 de junio, ¿eh?… Hoy es 2 de mayo, así que estamos a… cinco, seis, siete. Siete semanas. En siete semanas, mi poder me dominará por completo. ¿Es acaso un mensaje de mi subconsciente? ¿Del futuro? ¿De algún ser mágico que…? Da igual. Siete semanas… Suspiro. Lo peor, por supuesto, es que no tengo la menor idea de cómo evitarlo.

Un colegio nuevo, una ciudad nueva. Y ahora, este límite de tiempo. Vuelvo a suspirar, mientras me resigno a esperar, con el corazón en la garganta, a que el semáforo peatonal cambie a verde, por fin.

3. La escuela

Una vez cruzo la puerta principal, me invade otra vez la potente sensación de que algo está mal. ¿Será mi uniforme? ¿Será que no traje todos los cuadernos? ¿Será que este no es mi colegio realmente? ¿Puedes creerlo? Luego de haber revisado cada noche durante los últimos tres días que este sí era mi colegio, acabo de dudarlo otra vez. Sí, buen punto, tal vez debí revisarlo hace cinco días. ¿Quién sabe? Eso tal vez habría hecho la diferencia.

Pero me estoy desviando, sí.

La gente pasa a mi alrededor, y si me quedo quieta destacaré mucho. Por eso solo me queda seguir avanzado. ¡¿Pero a dónde?! Se supone que sé dónde está mi sala ni cómo tengo que llegar, y hago un mayúsculo énfasis en se supone. ¿Y si todos estos días, cuando investigué sobre el colegio, lo hice mal? ¿Y si lo entendí todo mal? ¿Y si mi sala está en otra parte, el edificio está en otra parte, las escaleras están en otra parte, el baño está en otra parte?

Solo tengo que seguir a la masa, sí. Hacer como que tengo la menor idea de a dónde voy, aunque en realidad solo quiera desaparecer. Avanzo por el pasillo, llego hasta el edificio y subo por las escaleras. A mi alrededor van más escolares de más o menos mi edad. ¿Pero qué pasa si ellos son del B, y los del A tenemos clases en un edificio completamente diferente? Me daré cuenta recién frente a la sala, y tendré que darme media vuelta y luchar contra la corriente de alumnos para bajar. Todos me verán y notarán cómo subí al edificio incorrecto, y me volveré el hazmerreír de toda la escuela…

Miro a algunos de los estudiantes. Veo trozos de su futuro y desvío la mirada antes de que se den cuenta. También, aunque no me guste admitirlo, desvío la mirada antes de que mi mente se pierda en sus futuros, pero ya no pueda apartarla. Siento que algunos me miran y me juzgan. Una estudiante nueva que llega en mayo, a mitad del primer semestre. Una extraña. Una potencial amenaza al status quo. Una chica que podría creerse mejor que ellos, destronar a los más inteligentes o a los más populares, o incluso quedarse con el lugar del payaso de la clase. Todo eso pensarán de mí, lo veo pasar sobre sus cabezas, como futuros borrosos y sobrepuestos con tantos otros.

Pero también podrían no pensar nada, ¿verdad? Quizás ni me han notado. Somos tantos alumnos, que quizás nadie haya notado que soy nueva. O tal vez lo hagan y me reciban bien, como un soplo de aire fresco. Eso también puede pasar, ¿verdad? Creo que lo veo pasar sobre sus cabezas, como futuros borrosos y sobrepuestos con tantos otros.

¡¿A quién quiero engañar?! Todos sabemos que eso último es imposible. Me notarán, me verán como una amenaza, eso es lo único que pasará. Ese es el único futuro borroso que importa, que realmente ocurrirá. Me condenarán. Me arrojarán piedras. Me lanzarán a la hoguera. Me perseguirán por el bosque y, cuando me atrapen, me arrancarán el corazón como un sacrificio a un espíritu mapuche, sin duda. Se me acelera la respiración, me veo obligada a bajar la mirada para no ver sus burlas, y mis mejillas arden otra vez. ¡Contrólate, Natalia, el primer día es crucial! Inhala y exhala. Inhala y exhala.

Sí, todo estará bien —absolutamente nada estará bien—. Todo saldrá excelente —todo lo que puede salir mal, saldrá aún peor—. No hay nada de lo que preocuparse —hay demasiado de lo que preocuparse, comenzando por el límite de siete semanas para controlar mi poder—. Solo sigue caminando, termina de subir las escaleras y recorre el pasillo hasta tu sala.

Verifico siete veces el texto “tercero medio A” sobre la puerta antes de acercarme. Coloco una mano en el muro y doy un vistazo al interior. ¿Será esta mi sala realmente? Soy del tercero medio A, esta es la sala del tercero medio A, pero… pero… no tengo idea. Mi corazón late tan rápido, que en cualquier momento rompe la barrera del sonido. Mis manos sudan tanto, que no me sorprendería que se resbalaran de la pared. Mis labios están secos, y mis orejas se vuelven más y más rojas, mientras mis ojos se clavan en el piso, con miedo a descubrir a la mitad de mi nuevo curso observándome y juzgándome. Y con terror a descubrir su futuro, observándome y juzgándome también.

—Permiso —oigo a alguien a mi lado.

¿Me pide permiso para capturarme y exponerme en su colección de seres mágicos? ¿Pero cómo se enteró?

—¿Hola? —lo oigo repetir.

Siento el calor subir por mi espalda hasta mis orejas. Antes de quedar petrificada por la vergüenza, atino a dar medio paso hacia atrás. El chico entra y me mira de reojo. Sin poder evitarlo, veo su futuro: pasará de curso con un par de ramos rojos. Entrará a estudiar periodismo en una universidad del montón. Terminará con normalidad, su papá le conseguirá un pituto y comenzará a trabajar en un noticiero. Cometerá un par de errores, desobedecerá las reglas y lo echarán. Rotará así por un par de canales, hasta que aprenda la lección, haga caso y mantenga su trabajo; aunque para eso tenga que aceptar el turno nocturno, que nadie más quiere. De regreso a casa durante la madrugada, se saltará los semáforos en rojo e ignorará los límites de velocidad bajo el pretexto de que no hay nadie. Lo hará hasta que un coche que hace lo mismo impacte con él y le quite la vida.

Regreso a mi posición original, pegada a la puerta y con el corazón a punto de salírseme del pecho. Dejo la vista en el suelo, en los zapatos, en las patas de las sillas y de los bancos, y siento que hasta la mano empieza a temblarme. Lentamente levanto los ojos, y me atrevo a dar un rápido vistazo. ¿Es mi idea, o todos estaban mirándome como vampiros anhelando carne fresca? Sí, ahora es cuando todos se quedan quietos y aparece Carlos Pinto, quien entra a la sala mirando a la cámara y diciendo: “Nada hacía presagiar que Natalia estaba a punto de entrar en una trampa mortal”. Nada lo hace presagiar, salvo yo. ¡Yo lo presagio!

Juego con los dedos y mi mano comienza a resbalarse. Levanto el pie, que tiembla más y más con cada centímetro que se adelanta al interior de la sala.

—¡Hola! —oigo a mis espaldas y, luego de saltar de susto, me encuentro a mí misma con ambos pies en el interior del aula—. ¿Eres la compañera nueva? Ya nos conocimos afuera, ¿no, Ssss?

Me giro. Es la chica con la chapita de BTS y el collar de corazón. Es la que me oyó sisear como demente y con que crucé miradas en la calle del frente… Ella justo tenía que ser una compañera de curso… Sin voz y una mueca como intento de sonrisa, asiento con la cabeza. Ella se ofrece a llevarme hasta mi asiento y, cómo no, la sigo hasta allá. Acabo sentada en mi puesto, con mi mochila colgada en el respaldo y el bolso de almuerzo en el suelo junto a las patas de la silla. Estoy en la segunda fila, junto a una de las ventanas que dan al exterior.

La chica sonríe. Creo que no ha dejado de sonreír desde que me saludó, y yo solo soy capaz de imitar el gesto como agradecimiento. Entonces, ella continúa y se acomoda un par de bancos más atrás.

Suspiro, sobreviví hasta mi asiento. Sin embargo —alzo la mirada a mis compañeros, completos y amenazantes desconocidos—, el verdadero desafío comienza ahora.

4. ¿Amigas?

En cuanto la clase comienza, el profesor me presenta al resto. Bendita sea la madre que lo dio a luz, porque yo no habría sido capaz de presentarme.¡Y eso que llevo ensayándolo desde que supe que nos mudaríamos!Luego, la clase continúa con normalidad. Leemos un texto del libro guía. El profesor hace unas preguntas, yo no respondo ninguna por razones obvias —equivocarme sería volverme el hazmerreír—. Anotamos cosas. Nos turnamos para leer otro texto: La chica sentada en la primera fila y pegada a la pared del pasillo lee un párrafo en voz alta, llega al primer punto aparte y la chica detrás suyo continúa. En voz alta, llega al siguiente punto aparte y el chico de atrás sigue. Y así. Todos en la primera columna leen en voz alta. Todos en la segunda columna leen en voz alta.

¿Y yo? Trato de contar cuántos chicos leerán antes que yo, cuántos párrafos hay, cuántos quedan y cuál me tocará leer a mí. Lo leo mentalmente y lo vuelvo a leer mentalmente. Lo repaso en voz muy, pero muy baja. La campana que anuncia el fin de clases suena un par de personas antes de que sea mi turno de hablar. Al oírla, casi suelto un grito de alegría.

Fugazmente pienso que, si mi vida fuera un videojuego, ahora aparecería un “trofeo desbloqueado”. O si fuera una serie, ahora probablemente comenzaría el ending o los créditos, y todo se pausaría hasta el próximo capítulo. Ah, cuántas ganas de poder pausar todo esto por una semana entera…

—¡Hola! Entonces sí eres Natalia, ¿no?

Maldición. Parece que, si mi vida fuera una serie, sería de esas de Netflix que se estrenan de golpe, sin pausas.

—S… Sí.

Me giro hacia la voz. Es la chica que me guio hasta mi asiento. ¡Es ella otra vez!

—Genial —sonríe amablemente, parece una buena persona—. Me llamo Miri Mendoza. Miranda, en realidad, pero todos me dicen Miri. Imagino que lo notaste, pero estoy dos asientos detrás de ti.

La miro. Me fijo en su sonrisa tenue, pero completamente pura. No, parece pura, pero nadie puede soltar una sonrisa así con honestidad. Esta chica de verdad trama algo, y no tengo cómo escapar.

—¿Quieres que te muestre la escuela? —pregunta, con la misma sonrisa amable en la que no puedo confiar.

No es necesario que lo haga, claro que no. Ya investigué la escuela, la conozco como la palma de mi mano. Suponiendo que no haya investigado el colegio equivocado, sé dónde están los baños, el casino, el gimnasio, los vestidores, el laboratorio de ciencias, la sala de artes, la de música, la de profesores, las de inspectores, las de aseo. Si ahora mismo alguien de la escuela resultara ser un alienígena y los hombres de negro vinieran por él, yo sabría perfectamente cuál es la mejor ruta de escape y el mejor lugar para esconderme. Lamentablemente, no sé decir que no.

—¿No es necesario? —inquiere ella, de todas formas—. ¿Y el curso? —en un abrir y cerrar de ojos, me toma del hombro y señala a algunos compañeros—. Camila y Deborah son como uña y carne, creo que hasta saben lo que piensa la otra sin necesidad de hablar —señala a dos chicas, las que conversan en sus asientos, al frente de la sala y junto al muro que da al pasillo. Veo en sus futuros que ambas formarán un emprendimiento y les irá bien—. Pero dos cabezas piensan mejor que una, así que, si alguna vez necesitas consejo, ellas de seguro te ayudarán. Yo pondría mi vida en sus manos.

Antes de preguntar a qué se refiere —pero no en voz alta, no me atrevería a hacer algo así—, Miri desvía su dedo índice a otro chico, sentado en solitario al fondo de la sala, con un semblante ausente:

—José Zúñiga es el último, el número 35 de la lista. No es muy hablador, pero… ¿De qué estaba hablando?

No lo sé, ahí donde está señalando no hay nadie, ningún puesto ni nada. Entonces, como si nada, desvía el brazo a alguien más bien al centro:

—Tomás Latorre se la pasa enfermo —le creo, el chico lleva puesta una mascarilla y tiene encima de su banco un frasco de alcohol gel y un paquete de pañuelos desechables. Durante las próximas semanas, sufrirá una extraña mezcla de síntomas, que incluirá fiebre, dolor de cabeza, cansancio extremo y hasta alucinaciones. Y luego de unas semanas, no sé, su pasado se vuelve borroso—. Tiene defensas muy bajas o algo así, porque se pega todo lo que tienen los demás. Oí que una vez se contagió de COVID de solo ver a alguien contagiado. Yo creo que es algo digno de un récord Guinness, pero él no lo ve así.

Tomás me dirige la mirada y la desvía casi al instante. Se pone de pie y, con una mano apoyada en su banco, dice que se siente mareado y que irá a la enfermería. Entonces, Miri señala a una chica sentada cerca de él.

—Lucía Fuentealba tiene las mejores notas, confiamos en ella para la competencia de matemáticas de las alianzas de este año —alza el brazo, como dándole ánimos—. Pero no preguntes cómo terminó la del año pasado, eso está prohibido por decreto real.

Lucía postulará a nada más y nada menos que Harvard, dos veces, pero fracasará. No será un fracaso total, dado que entrará a otra universidad gringa. Se enamorará, con su pareja vendrán a vivir de vuelta a Chile y, luego, volverán allá. Después de…

—Ricardo Gutiérrez está en el centro de alumnos —señala a un chico con un montón de papeles en su banco. Parece concentrado, pero al oír su nombre levanta la vista hacia nosotras. Estudiará ciencias políticas y luego se cambiará a leyes. Los nervios lo harán retrasar su examen de grado, hasta que por fin lo tome y lo pase. Sus padres lo ayudarán a entrar en una firma y luego a un ministerio con un jugoso sueldo—. Es muy diligente, pero sus pasos de baile son terribles. Si se pone a bailar, huye, huye lejos y nunca regreses.

Ricardo, en respuesta, pone los ojos en blanco.

—¡Es broma! Y de todas formas, sabes que yo soy infinitamente peor que tú —aclara Miri, con una sonrisa y luego vuelve a dirigirse a mí—. Ha mejorado bastante. De aquí a la fiesta de gala cuando salgamos de cuarto medio, de seguro será todo un bailarín profesional.

Miri continúa barriendo la sala con el dedo, pero no queda nadie más.

—Bueno, supongo que eso es por ahora —sonríe—. ¿Quieres pasar el recreo con nosotras?

Asiento instintivamente, y no es sino hasta después de un par de segundos que entiendo bien lo que me acaba de decir: ¿Nosotras? ¡¿En plural?!

—¡Ven, solemos juntarnos en el pasto! —En un abrir y cerrar de ojos, Miri me jala del brazo y me arrastra al pasillo. Mi primer día, y ya me volví prisionera de alguien más, maravilloso.

Lo digo en serio, es maravilloso. Es el sueño de todo introvertido: Ser adoptado por un extrovertido. Me arrastrará a todas partes, me hará conversar con otros y mi vida irá viento en popa. ¡Quizás hasta logre controlar mi poder!

Mientras Miri me arrastra por el pasillo, no puedo evitar esbozar una sonrisa. Esa sonrisa desaparece, sin embargo, cuando Miri se detiene a saludar a media docena de personas. Los saluda alegremente, ellos la saludan de vuelta y luego se giran hacia mí. Maldición, maldición, maldición. ¿Qué les digo? ¿Cómo los saludo? ¿Cómo habla la gente? ¡Deja de temblar, Natalia! De seguro ellos lo notan, y notan el latido de mi corazón, tan fuerte que en cualquier momento derrumbará todo el edificio.

Los desconocidos se preguntan quién soy, si me han visto antes. Me juzgan con la mirada: que no parezco santiaguina, que me falta encanto, que mi uniforme está desarreglado, que desentono en la escuela. Llegarán con sus grupos de amigos o a sus salas de clases hablando sobre una chica rara de fuera de Santiago, que no fue capaz de corresponderles el saludo. Y no mentirán, porque no pude sino sellar mis labios y guardar absoluto silencio, hasta que se hartaron y se fueron. Soy un desastre. Y este desastre se encuentra ahora en el pasto, junto con Miri y otras dos chicas.

—Eres la chica nueva, ¿no? —saluda una de ellas. De estatura normal, rostro ovalado, pelo y ojos negros y un collar con un crucifijo—. Soy Paula.

Veo que su futuro es difuso: entrará a estudiar astronomía y terminará, pero luego sufrirá por no encontrar empleo. O abandonará a la mitad y se cambiará a pedagogía y se volverá profesora de matemáticas. Conocerá buenos estudiantes, otros no tanto. Sobrevivirá con el bajo salario de maestra, mientras hace guías de ejercicios para otro colegio. Acabará jubilándose lo más tarde posible. Tendrá una vejez tranquila y humilde, y fallecerá por un ataque al corazón, junto a su familia. ¿Se casará? ¿Tendrá hijos? ¿Cuántos? ¿Dónde vivirá? Esos detalles no los distingo.

—Y yo Andrea —se presenta la otra, sentada de costado a nosotras. Su mirada es un poco más apagada y distante; eso me tranquiliza un poco. Su futuro cercano es muy claro: acabará el colegio y estudiará animación digital. Junto con un amigo programador, tratarán de crear sus propios videojuegos. Tendrán fracasos y también éxitos, pero más fracasos que éxitos. Tendrá un perro quiltro, recogido de la calle. Comprará videojuegos en rebaja, y se abrirá un canal de Youtube y uno de Twitch para transmitir sus partidas. Vivirá bien por un tiempo, pero luego… ¿Luego? Su mamá enfermará, las transmisiones se complicarán y un embarazo repentino acabará de sentenciar su futuro. Pero también veo otra posibilidad: Su mamá enfermará, ella se las arreglará para balancear su vida y se habrá protegido de un embarazo, y vivirá feliz. O tal vez, y solo tal vez, la noticia de la enfermedad no le afecte y seguirá su vida como si nada hubiera pasado. Las tres cosas las veo ocurrir al mismo tiempo, una sobre la otra, como si pelearan por salir de un estanque de incertidumbre. Veo esos futuros en una fracción de segundo, y a la siguiente, me reconozco otra vez en el patio, sentada en el pasto y frente a Miri, Paula y Andrea.

—Paulosky y Andreini son el alma del curso —explica Miri, sentada entre ambas y con ambos brazos apoyados sobre los hombros de ellas, como si las abrazara—. La pasaremos fino las cuatro.

Paula y Andrea asienten, medio incómodas, medio a gusto. Luego de eso, Miri se para y se sienta a mi lado, de cara a las otras dos chicas.

—Oí que vienes de afuera de Santiago, ¿no? —pregunta, tan pronto como puede.

Maldición. ¡Ya lo descubrieron! En cualquier momento comenzarán a lanzarme piedras por ser de afuera. Espera, Natalia, aún no está todo perdido. Investigaste a fondo. Te memorizaste varias de las estaciones de metro. Aprendiste nombre de parques, museos y otros lugares emblemáticos. Practicaste cientos de veces a decir “pimentón” en vez de “morrón”, “corrector” en vez de “típex” y “lápiz pasta” en vez de “lapicera”. ¡Sí! ¡Eres como una santiaguina hecha y derecha! Solo hay que mover el flujo de la conversación para demostrarlo. O bueno, eso haría si fuera una persona normal. Contaría que soy de Iquique y que vivo en unos departamentos cerca de acá. Les preguntaría dónde viven ellas y luego la conversación simplemente fluiría.

—S... Sí, de Iquique —respondo, con un contenido tartamudeo, mis orejas a punto de reventar de lo rojas que deben estar y el corazón en mi garganta. Las palabras “estoy viviendo en unos departamentos cerca de acá” resuenan en mi cabeza, pero no las digo en voz alta. ¿Y si ya lo saben? ¿Y si no les interesa? ¿Y si me ignoran por completo y quedo como una tonta? ¿Cómo podría soportar algo así?

—¡Vamos! No seas tan tímida —dice Miri, y yo siento que me parto en dos. Como si fuera tan fácil. Como si pudiera. Como si no lo hubiera intentado. Como si no llevara siendo así cada instante de mi vida desde que tengo memoria. Tal vez ella tenga la cura, pero yo no; y no tengo cómo preguntarle sin morir en el intento.

—Tú estuviste igual cuando llegaste, Miri —responde Paula—. Y Andrea también. Debiste haberlas visto, Nati, las dos estaban completamente perdidas hace dos años —baja la voz y se acerca, acompañado por un gesto de complicidad—. Las dos estuvieron a punto de entrar al baño de hombres, ¡y había un profesor dentro!

—¡No cuentes eso! —Miri le da un golpe en el hombro—. ¿No ves que me da vergüenza?

—Dudo que te dé tanta vergüenza como la zancadilla que te hizo Joaco.

—A ti, Andrea, te hizo algo mucho peor —comenta Paula, y Miri se lleva la mano a la boca y suelta un largo “uh”, que no sé exactamente qué significa.

—Acordamos no hablar de eso —Andrea pone los ojos en blanco y se gira hacia mí—. Miri y yo nos mudamos a Santiago hace dos años, así que sabemos más o menos cómo es. Ella es de Rancagua y yo de Valdivia.

¿Rancagua? ¿Valdivia? Lo que faltaba… Soy iquiqueña, no sé nada de nada de lo que hay al sur de Santiago. Para mí todo es desierto, playa y cordillera. Lo que hay entre árboles es un misterio para mí. ¿Qué se supone que debería decir?

Tú, que estás leyendo esto, ¿no quieres cambiar de lugar conmigo? Te lo ruego.

—Eh… ¿Rancagua? Eso queda al sur, ¿no? —digo, a duras penas.

—¿Sur? No es tan sur.

¿Qué? ¡No, no, no, Natalia, metiste la pata! ¿Te gustaría que alguien saliera con una payasada como que Antofa es lo más al norte que hay? ¡Claro que no, po! Pero eso es exactamente lo que les acabas de decir a ellas, en versión sur. De seguro las insulté e insulté a su hogar. Me mirarán feo a partir de ahora. Me ignorarán, me marginarán en todos los recreos y, cuando llegue algún compañero nuevo, le dirán “No hables con ella, es una egocéntrica que desprecia el sur”.

—Eh… Bueno… Es que… para mí, casi todo es sur —respondo, casi vomitando las palabras. Aunque creo que, si de verdad fuera a vomitar algo, sería mi corazón, que sigue latiendo a toda velocidad en mi cuello.

—Sí, tiene sentido —responde Miri, acompañado con un gesto aprobatorio de cabeza.

Uff. ¡Eso sí que estuvo cerca! Apenas puedo saborear la tranquilidad cuando Paula interrumpe con otra pregunta dirigida hacia mí:

—¿Cuánto te demoras en llegar a Iquique, por cierto?

¿Llegar cómo? ¿En auto? ¿En bus? ¿En avión? ¿En cuál? No puedo preguntárselo. Por supuesto que no puedo preguntárselo. Pensará que soy una tonta por no estar en sintonía o que soy muy despistada por no inferirlo. “Obvio que me refería al avión, ¿por qué querría saber el tiempo en bus?”, algo así dirá, de seguro. Y entonces… ¿Entonces…?

—¿No son como dos horas? —pregunta Miri. ¡Gracias, Miri! Evidentemente, se refiere a ir en avión.

—Dos horas doce, más o menos —me recupero, con aire triunfante. Y otra vez, antes de saborear la tranquilidad, Andrea lanza una pregunta asesina:

—Vaya, es un poco menos que ir a Curicó.

¿Curicó? ¿Qué es eso? ¿Se come?

—Hablando de Curicó, mi abuela dijo que podemos ir a su fundo este verano —dice Paula—. Sería bueno ir unos días, quizás una semana.

¿Es una persona? ¿Es un lugar? ¿Es un momento del año?

—Me agrada la idea —aprueba Andrea—. Pero en diciembre, entre la salida de clases y navidad. Porque mis papás quieren viajar en enero.

—¡Me parece bien! —aprueba Miri—. Tenía muchas ganas de ir el año pasado, lástima que no se pudo.

—Lo dices solo porque iba a estar mi primo también —Paula arquea una ceja—. Me utilizas para llegar a él.

—Ja, ja. No olvides que te seguimos el juego la otra vez con el chico del otro curso.

—Shh, podría estar aquí cerca.

—A todo esto, ¿cómo te va con tu pololo, Andreini?

—No es mi pololo… Juanpi y yo estamos andando, nomás. Pero bien, nos llevamos bien, hablamos de videojuegos, de películas. Todo bien.

¿Qué?

—Es increíble que la inexpresiva Andrea esté pololeando y yo no. ¿Será que tengo mala suerte?

—¿Mala suerte en el amor y buena suerte en el juego? Quizás deberías ir a un casino, tal vez nos hagamos millonarias.

¿Qué?

—¿Nos? ¡Pero si yo gano, el dinero sería mío!

¿Esta es la forma en que la gente conversa?

—¡Pero fue mi idea!

Apenas puedo seguir el ritmo y pensar en qué decir, y ya están cambiando a otro tema nada que ver. Es como jugar al UNO, tener solo una carta de color verde en la mano y que, cada vez que es tu turno, el color sea otro y otro y otro, y nunca puedes ganar. ¿Cómo pueden ellas seguir el ritmo? ¿O será…? ¿Será que es intencional? ¿Es esta una audición para unirme a su grupo de amigas? ¿O lo es para unirme a la sociedad secreta que controla la escuela desde las sombras? ¿Será que necesitan mi poder para ver el futuro para algo? ¿O es que, según una antigua profecía, yo estoy destinada a destruir la escuela en exactamente siete semanas? ¿O será otra cosa? ¿Me estarán molestando? ¿Quieren ver cómo me pierdo en la conversación para luego burlarse de mí? ¿Y si hay una cámara oculta y están transmitiendo todo esto por Twitch? ¿Cuánta gente me estará viendo hacer el ridículo? ¿Cuántos comentarios hirientes habrá?

—No te preocupes, Nati —dice Miri de pronto, y quedo en blanco. ¿A qué se refiere? ¿Me perdí una parte crucial de la conversación? ¡Haz memoria!—. Aún falta, pero estás invitada a ir a Curicó con nosotras.

¿No habíamos dejado ese tema atrás? Espera, eso da lo mismo. Me invitó. ¡Me invitó! Eso es bueno, ¿no? Es una señal de que nos llevamos bien, de que me considera su amiga. ¡Ya hice mi primera amiga! Claramente, Miri no es una mala persona. Es alegre y comunicativa, y se preocupa por los demás. Agradezco haberme hecho su amiga…

Espera… Sí, lo veo. En siete semanas ella se peleará con su grupo de amigas. Lo vi más temprano antes de llegar al colegio y lo vuelvo a ver ahora, claro como el agua en su futuro. Si yo me uno a su grupo, ¿significa que me pelearé con ella también? ¿Nos hicimos amigas para separarnos? ¿Y por qué pelearemos? ¿Un chico? ¿Un trabajo? ¿Una actitud que alguna ya no puede soportar? ¿Un resentimiento que crece y crece hasta reventar? O quizás…

Siete semanas. Ese plazo otra vez…Quizás sea por mi poder. Tal vez, esta oportunidad de conversar no fue más que una coincidencia. Tal vez, mi futuro es inevitable.

5. UNO

Detengan el año, me quiero bajar.Todos los tutoriales de YouTube sobre cómo hacer conversación. Todos los resultados de Google sobre cómo caer bien. Todos los videos de la Universidad del Carisma —en YouTube también, muy recomendados—. Todos los podcasts sobre cómo hacer amigos… Nada me preparó para esto.

Miri dice algo, no tengo idea de qué. La mitad de lo que dice es sobre alguna anécdota que no conozco. La otra mitad la dice tan rápido que me llega como si se tratara de un mensaje codificado. Paula asiente con la cabeza y no entiendo por qué, y luego comenta otra cosa extra que tampoco entiendo. Andrea, para rematar, dice algo tajante y categórico con rostro serio, pero que hace a las otras dos reírse a carcajadas. Luego, alguna toma el tema de conversación y le encuentra una ramificación, que ni Sherlock Holmes habría podido descubrir, y el proceso se repite y se repite. ¿Esto es a lo que llaman tortura?

Resistí el primer recreo. Acabé agotada el segundo. No creo que salga con vida de la media hora que nos queda de recreo de almuerzo. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo lo hace la gente normal? Yo hace rato me cansé de esperar a que saliera la carta verde y por fin ganar la partida. Estoy condenada a seguir así por siempre, sentada en la sala con Miri y las demás, con la misma carta verde hasta el fin de los tiempos. Pero no puedo rendirme, no. De lo contrario, me mirarán mal. Se alejarán, harán como que no existo. Y cuando alguien se acerque a almorzar conmigo, le dirán “No hables con ella, es demasiado tonta como para seguir una conversación”.

—Miri —oigo una voz diferente, y mi mente se aferra a ella como una cuerda para salir de un pozo. Me enderezo en el asiento, alzo la cabeza y me giro hacia el origen de la voz—. ¿Qué tal?

Se trata de un chico, supongo que de mi edad, pero no un compañero de curso. Lo sé porque durante las clases y los recreos memoricé sus 32 rostros —una tiene que estar lista para todo—. Lleva consigo una lonchera, igual que nosotras, pero no se acerca mucho, sino que se mantiene bajo el umbral de la puerta que da al pasillo. Pero eso no es todo…

—¿Qué quieres, Nico? —responde Miri, con algo de hostilidad. Es la primera vez que la oigo no siendo amable.

Nicolás es alto, debe estar entre los más altos de su clase. Pelo negro y corto. Ojos café oscuros de aspecto inofensivo. No tiene una mirada inteligente, pero tampoco hay que ser prejuiciosa. Tiene una barbilla fuerte. Y aunque apenas se nota, bajo su polera parece tener algo de músculo. Pero…

—Mi vieja me pidió que te devolviera esto —muestra un envase plástico de tapa verde—, es de tu mamá. Ten.

Sin dudarlo y sin esperar confirmación, lo lanza por los aires. Es un tiro perfecto, que surca tres cuartos de la sala hacia Miri. Ella, como si de una pelota se tratase, lo agarra con ambas manos.

—Lo tengo, piérdete.

Justo antes de que Nicolás se dé vuelta para marcharse, mis ojos se cruzan con los suyos. Arquea las cejas y suelta un “Eres la chica nueva, ¿no? ¿Qué tal?”, pero no soy capaz de responder. No sé qué decir. No sé cómo reaccionar. Lo miro, y no sé qué hacer. Como si nada hubiera pasado, él deja salir una tenue sonrisa y se marcha. Su futuro, no puedo verlo.

Lo que será de él en unos años, en unos meses. Incluso sus posibles reacciones a lo que yo le diría, no las puedo ver. No hay momentos nítidos ni tampoco difusos. No hay escenas ni flashes que se superponen al mismo tiempo. No hay ni siquiera interferencia, que es lo que veo cuando el futuro es demasiado incierto. En él no veo nada de nada.

No soy una persona sociable, eso lo sabes a estas alturas. No he conversado con muchas personas, evidentemente. Pero cuando iba al colegio en mi antigua ciudad. Cuando salía a cualquier parte. Cuando fuimos al aeropuerto. Cuando estuvimos en el avión. Cuando veo otros autos andar por la calle. Cuando camino por la acera rodeada de personas. Cuando entré a esta escuela esta mañana. Todo el tiempo, a todos a los que vi, aunque fuera a lo lejos, les vi el futuro. A todos y cada uno, sin excepción. Salvo él. Nicolás. ¿Quién eres?

Por la sorpresa, la emoción o la incertidumbre, me pongo de pie de golpe y clavo la vista en la puerta al pasillo. ¿Quién eres, Nicolás?

—Vaya, vaya. ¿Te gusta Nicolás, Nati? —pregunta Paula.