Las cerezas - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Las cerezas E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Las cerezas es un cuento corto de Emilia Pardo Bazán. Narra el pecado de un cura de pueblo incapaz de resistirse a la tentadora fruta. Emilia Pardo Bazán es una escritora española nacida en La Coruña en 1851 y fallecida en Madrid en 1921. De ascendencia noble, se la considera una de las escritoras pioneras de las letras españolas y precursora de la lucha de los derechos de las mujeres en la España de su época. Entre su dilatada obra se cuenta la primera novela naturalista española, La Tribuna, amén de artículos periodísticos, ensayos y libros de viajes.

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Seitenzahl: 146

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

Las cerezas

 

Saga

Las cerezas

 

Copyright © 1901, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685435

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Cierto día de fiesta del mes de junio, a los postres de una comida de aldea, de las que se prolongan y degeneran en sobremesas interminables, tuve ocasión de hacer una de esas observaciones, detrás de las cuales suele vislumbrarse oculta una novela íntima o latir el asunto de un drama. Hallábase sentado frente a mí el párroco de Gondar, y como le daba de lleno en el rostro la luz de la ventana, luz que se abría paso entre las ramas de los rosales, ya sin flor, pude notar que se inmutaba y se le cubrían de amarillez las siempre coloradas mejillas al servirle el criado un frutero de cristal donde se apiñaban, negreando de tan maduras, las últimas cerezas. Lo demudado de la cara, el movimiento nervioso de la mano crispada al rechazar el frutero, eran inequívocos, y no podían proceder únicamente de repugnancia de su paladar a la sabrosa fruta; delataban algo más: una especie de horror, que sólo originan muy hondas causas morales. Apunté la observación y resolví salir cuanto antes de la curiosidad. Una hora después charlaba confidencialmente con el párroco, recorriendo la larga calle de castaños que rodea como un cinturón de sueltos cabos flotantes el soto.

Antes de resumir el relato del cura, debo decir que nuestro clero rural tiene en él un representante muy típico. Sencillo, encogido y hasta rudo en sus maneras; nada gazmoño, según se demostrará en esta historia; más hombre que eclesiástico y más aldeano que burgués; más positivo que idealista, y asaz incorrecto en esas exterioridades que el clero de otras naciones tanto cultiva y estudia, el párroco de Gondar -como muchos curas de aldeas en España- conserva en su corazón, sin hacer de ello pizca de alarde, un convencimiento del deber que en momentos críticos y en casos extremos puede convertirle en mártir y en héroe. Del pueblo en su origen, tienen las condiciones y también las virtudes del pueblo.

-Ya me da rabia -decíame el párroco bajando los ojos y frunciendo las cejas- que se me note tanto la impresión que la vista de las cerezas me produce. ¡Hay que vencerse, caramba! Y, o poco he de poder, o llegaré a comerme sin escrúpulos una libra de esas cerezas de pateta..., que, si me descuido, me cuestan el alma o la vida.

-¿El alma... o la vida, nada menos? -repetí con sorpresa e interés.

-Nada menos. ¿Qué tiene de extraño? ¿No perdió Esaú, por un plato de lentejas, su derecho de primogenitura y el porvenir de toda su casta? Pues las cerezas aún saben mejor que las lentejas, que sólo para dar flato sirven.

Conformes en la superioridad de la cereza comparada a la lenteja, y viéndome que esperaba atentamente la historia, el párroco tomó la ampolleta muy gustoso:

-Ha de saber usted que allá, hará unos siete años, no estaba yo en la mejor armonía con el coadjutor de mi parroquia... No soy el único cura a quien esto le sucede, y siempre ha de haber rencillas en el mundo, mientras los hombres no se vuelvan ángeles... Al decir que no estaba en la mejor armonía, debí decir que no estábamos propiamente como el gato y el perro... No quiero hacer mi apología; pero a la verdad, él tenía la culpa; él era más artero y más zorro que yo..., y supo maquinar una conjuración tan hábil, que puso en contra mía a todos los feligreses, tanto, que tuve soplo que no debía salir de noche porque era fácil que detrás de un vallado me soltasen, ¡pum!, un tiro. También me avisaron de que algún día me matarían a palos, fingiendo una de esas riñas que se arman entre borrachos en las fiestas. El granuja hizo correr la voz de que yo había jurado dejar sin misa a la gente el día más solemne y con estas y otras infinitas artimañas, que sería muy largo contar, logró aislarme y colocarme en situación muy penosa para un cura.

Cada cual tiene su defecto: yo soy algo terco y muy soberbio; por eso me desdeñé de refutar las calumnias de mi enemigo, y fui consintiendo que se les diese crédito, y hasta por tema y fanfarronería -era uno entonces más muchacho que ahora y corría la sangre más caliente y más alborotada- me dejé decir que sí, que dejaría sin misa a la parroquia cuando se me antojase, y a ver si había hombre para pedirme cuentas de eso ni de cosa ninguna. Por aquí vino el daño que pudo suceder...; por aquí y por las cerezas malditas.

El día del Sacramento, los mozos de la aldea dispusieron costear una función con misa, y para darme en cara quisieron que se celebrase en la iglesia del anejo. Yo tenía que asistir, claro es, y concluida mi misa mayor monté a caballo sin volver a la rectoral, porque en el anejo me esperaría, según costumbre, la "parva" o desayuno. Al llegar cerca de la iglesia noté que estaba la gente toda en remolino y que, al verme, los mozos prorrumpían en gritos y amenazas y levantaban las varas, bisarmas y palos como para herirme. No me asusté; pasé entre ellos, y apeándome a la puerta de la sacristía, entré. Allí no había nadie; sin duda andaban por la iglesia disponiendo la función. Sobre los cajones en que se guardan los ornatos vi un pañuelo desatado y lleno de cerezas hermosísimas. Yo venía acalorado; el gaznate se me resecaba del polvo y también del berrinche; las cerezas convidaban, de tan frescas y tan maduras... Alargué la mano y me comí tres de un gajo solo. Apenas las había tragado, apareció en la puerta interior mi enemigo, como si saliese de debajo de tierra, y, sin mirarme, medio escondiendo la cara, me dijo (parece que aún le oigo aquella voz tan falsa y sorda):

-Ahí viene el sacristán... Puede revestirse para misar, que todo está ya preparado...

¡Revestirme! Vamos, en el primer momento me quedé hecho un santo de piedra. Vi que había caído en la trampa y sólo tuve ánimos para preguntar, así, todo tartamudo:

-¡Misar! Pero ¡si ésta la dice usted!...

Y el gran embustero, muy sereno:

-Estuve enfermo de cólico por la mañana, y tuve que tomar medicinas... Ya le mandé allá recado de que hoy doblaba usted.

-¿Recado? Ningún recado se ha recibido.

-Pues fue allá el Cuco bien temprano.

Yo sabía que el tal Cuco era el paniaguado y compinche de mi enemigo, y no necesité más para comprender la asechanza.

-Pues no llegó -grité ya atufado y muy sobre mí.

-Pues no importa -contestó el bribón (¡Dios me perdone!)- porque usted vendrá en ayunas.

Mire usted, el tantarantán de furia que me entró al oír esto parecía un ataque de alferecía: los dientes míos sonaban como castañuelas. Me habían cazado lo mismo que una liebre. ¡Cogido, cogido! No me cabía duda; detrás de la puerta me atisbaba mi enemigo, y así que me vio comer las tres cerezas, apareció, seguro ya de atraparme.

Bien combinado: o mi vida, que me la quitarían a palos los mozos -se les oía jurar, y maldecir, y bramar detrás de la puerta- o mi alma, que iba a matar cometiendo un sacrilegio horrible... Aquí no valen bravatas; la verdad pura; yo titubeaba; el sudor me corría en gotas por la frente abajo, y era frío, frío, lo mismo que la escarcha; la vista se me turbaba y el corazón se me encogía como si lo apretasen poco a poco en una prensa de hierro...

Aquello no sé si duró un segundo o diez minutos; porque hay ocasiones en que el tiempo no se calcula. "Usted está en ayunas", repetía el malvado para tentarme... Pero, ¡qué pateta!, una cosa es ser pecador e imperfectísimo y otra que, cuando se trata del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, no le tiemblen a uno de respeto las carnes... Me acordé de lo que es la misa... Cesé de sudar, se me aclararon los ojos, se me puso expedita la lengua y descarándome con mi enemigo, le dije así..., no sé de qué manera...: creo que con una especie de alegría y de afán de padecer:

-No estoy en ayunas, no... He comido tres cerezas de las que usted puso ahí... ¡Si tiene usted conciencia, hará que no me rompan el alma, y si no..., ya sé que me espera la misericordia de Dios, porque no he querido hacerme reo de su Cuerpo sacratísimo! Que vengan, que me trituren... ¡Hay otra vida, y en ella le aguardo!

No sé si fueron estas mismas las palabras ni sabría ahora pronunciarlas como en aquel trance; lo cierto es que el hombre se me quedó así, parado, sobrecogido... Su cara cambió de expresión, y para mí, le entró el mismo sudor que acababa de quitárseme y le castañetearon también los dientes..., hasta que, en un arrebato, se me echa de rodillas y me dice:

-Absuélvame, reconcílieme, que voy a misar... Fue verdad lo del cólico; pero no lo de las medicinas... Yo sí que estoy en ayunas...

Le absolví; dijo su misa...; ayudé a la función..., y tan campantes. Sólo que cuando veo una cereza se me aprieta la garganta como si aún estuviésemos en la sacristía y se oyesen tras la puerta los reniegos de los que querían escabecharme...

-¿Y no fue usted, desde ese día, amigo del coadjutor? -pregunté con emoción y gozo.

-¡Sí, amigos! Al llegar las elecciones ya me preparó siete emboscadas diarias. Sólo estuvimos en paz aquel minuto, que se colocó entre nosotros Cristo Nuestro Señor...

EL SANTO GRIAL

Aquella madrugada, al recostarse, más cerca de las cuatro que de las tres, en el diván del Casino, Raimundo, sin saber a qué atribuirlo, sintió hondamente el tedio de la existencia. Echada la cabeza atrás, aspirando un cigarrillo turco de ésos que contienen ligera dosis de opio, entró de lleno en los limbos del fastidio desesperanzado. Al advertir los pródromos del ataque de tan siniestra enfermedad, revivió mentalmente la jornada, analizó su existencia y adquirió la certeza de que, en su lugar, otro hombre se consideraría dichoso.

¿Qué había hecho? Levantándose a las once, después de un sueño algo agitado, las pesas, las fricciones, el masaje, el baño, el aseo, los cuidados de una higiene egoísta y minuciosa duraron hasta la hora del almuerzo. Éste fue delicado, selecto, compuesto de manjares sólidos sin pesadez, que ahorran trabajos digestivos y reponen las fuerzas vitales.

En pos del almuerzo, ejercicio y sport; paseo en coche de guiar, la tónica acción del aire puro que azota el rostro, la alegría de la claridad, la animación de las calles, el fresco verdor de los parques públicos, ya embalsamados por la florescencia blanca y rosa de la acacia... Luego, apearse a la puerta del Congreso, y hora y media de intencionada esgrima en la sección, donde Raimundo, con su cultura y sus ideas personales, estaba formándose un núcleo de amigos, la base de una posición política, una aureola para los años de madurez. Y a casa a escape, a vestirse, habiendo de sentarse a la mesa de la señora de Armería... Comida encantadora, organizada con la habilidad y tino social que a la de Armería distingue; doce personas que todas simpatizan y tienen gusto en reunirse, pero no tan íntimas que se cansen de verse juntas; dos políticos de talla, un sabio académico, un artista famoso muy huraño y por lo mismo apetecido; un diplomático extranjero, ya españolizado y del género ameno, y algunas señoras de alto copete o de singular hermosura y elegancia...

La casualidad, siempre complaciente y buena, quiso que entre estas últimas se contase una muy especial amiga de Raimundo; por casualidad también salieron a la vez casi, y como Raimundo no tenía coche allí y la calle no era céntrica, ofreció la dama a su acompañante un asiento. Al llegar aquí, los recuerdos de Raimundo, con ser tan recientes, se confundieron y embrumaron, como si los velase de niebla el humo azul del cigarrillo turco que contenía opio... Sólo distinguía bien un conocido perfume de white rose adherido a su ropa, y sólo podía precisar con exactitud que a cosa de las dos entró en el casino y jugó su partida de poker, y ahora, después de rápida ojeada a los diarios, estaba allí, invadido por un hastío mortal, detestando la realidad, el momento, el punto del espacio en que se determinaba su existir; criticando implacablemente, con dolorosa exasperación, el vacío de los goces materiales de la civilización, enervante, que no basta, que irrita la concupiscencia del espíritu al satisfacer la del cuerpo. "Yo he comido, he bebido y me he recreado, pero hay algo en mí que tiene hambre, y sed, y se queja, y llora..."

Sobre todo lo sucedido durante el día; sobre las impresiones, en su mayor parte físicas, destacábase una del orden intelectual referente a cierta conversación oída a la hora del café, en el gabinete Luis XVI de la señora de Armería. El artista -un gran músico- hablaba con el académico del simbolismo de Wagner. Trataban del palacio o basílica del Santo Grial, y el académico afirmaba que era una idea de los Templarios, empeñados en construir el misterioso templo de Salomón y encerrar en él la clave y el significado de la creación entera. "Allí -decía el sabio- supusieron que había de custodiarse el vaso de la redención, nada menos que el Santo Grial, que contiene líquida, fresca y ardiente la sangre de Cristo, recogida por José de Arimatea. ¿No nota usted qué simbolismo tan precioso? ¿Y no le encanta el sentido profundo de la condición impuesta a los que han de ver con sus ojos el invisible Grial? Para ver el Grial es estrictamente necesario..." Raimundo recordó que, al llegar aquí, la señora a quien después acompañó, la que olía a white rose, le había llamado, golpeándole suavemente en la manga del frac con el abanico. "Dígame usted qué hay del lance de la Jaruco con la Lobatilla, anoche en el teatro... Parece que fue delicioso..." Y Raimundo, mientras el cigarrillo turco se consumía, experimentaba una indefinible desazón, angustia, pena; un anhelo vehemente por enterarse de lo que es necesario si se ha de ver, con los ojos de la cara y después con los ojos del alma, el invisible Grial...

Entornando los párpados, Raimundo perdió de vista el salón del Casino, su lujo vulgar, sus dorados insolentes, sus cortinajes de tapicería industrial y moderna, su alumbrado eléctrico excesivo; y, poco a poco, con la lentitud de los fenómenos naturales, cambió la decoración y, sobre el fondo del éter, surgió un edificio singular y espléndido. Era redondo como el planeta que habitamos, y tan alto que su cúpula majestuosa se confundía con las nubes. Por su bóveda de un azul de zafiro, tachonada de brillantes, giraban un disco grande de oro y otro más pequeño, de plata, representación del sol y la luna; y al girar, producían los discos una música a maravilla armoniosa y dulce, que casi no se escuchaba sino con la mente. El suelo del edificio, revestido de traslúcido y refulgente cristal, mostraba en relieve peces, monstruos marinos, rocas, algas y corales, representando la extensión y variedad del Océano.

Correspondiendo a los cuatro puntos cardinales, las estatuas de oro de los cuatro evangelistas decoraban el pórtico del edificio, y por vidrieras esmaltadas, fijas en ventanas góticas del trabajo más exquisito, entraba la luz, refractándose y descomponiéndose en las franjas de pedrería que se engastaban en las paredes. Trepaba por éstas, caprichosamente entrelazada a las columnas, colgando sus festones por las arcadas hasta la altura de la bóveda, una asombrosa vid; sus hojas eran de esmeralda y los racimos de granate, pero tan redondos y bien tallados, que parecían uvas verdaderas llenas y maduras. Raimundo sintió impulsos de extender la mano, coger un racimo y refrigerarse... "Es el templo del Santo Grial, no hay duda discurría Raimundo-, y ahí, en el centro, donde se condensa una nube blanca, aljofarada, como formada de gotitas de rocío; sobre ese pedestal de ónice debe de encontrarse el vaso divino de que oí hablar y que contiene la Sangre..., el Grial mismo". Impulsado por esta idea, acercóse, alargó los brazos para disipar la nubecilla, y el rocío, en perlitas menudas, le mojó las manos y el rostro; pero nada vio; cegábale la humedad, y el rocío corría por sus mejillas a manera de un arroyo de llanto.

Mientras se desesperaba y maldecía, he aquí que vienen lentamente, de los cuatro puntos cardinales señalados por estatuas de oro, largas teorías de figuras vestidas de blanco, de rojo, de ricos tisúes, de andrajos míseros. Cantando himnos de gozo, dirígense al santuario en que Raimundo sólo encontraba lágrimas, y llegados al pie de la nube, se postran, adoran, alzan las manos con extático terror, o cruzan los brazos sobre el pecho, dando, en fin, muestras de contemplar algo celeste que los sumía en transportes de beatitud.

Acercóse Raimundo a uno de los devotos, muchacho como de quince años, pálido, demacrado, ascético, capullo marchito por el hielo antes de abrirse, y le preguntó humildemente:

-¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este edificio tan admirable?

El adolescente, sin alzar los ojos, respondió: