Las cinco caras de Dios - Javier Alonso López - E-Book

Las cinco caras de Dios E-Book

Javier Alonso López

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Beschreibung

¿Por qué los judíos no comen cerdo? ¿En qué se diferencian las diversas confesiones cristianas? ¿Es verdad que el Corán insta a los fieles musulmanes a hacer la guerra santa? ¿Por qué se bañan en el río Ganges los hindúes? ¿Qué son las cuatro Nobles Verdades del budismo? A pesar de la secularización, así como múltiples prohibiciones, las religiones han sobrevivido con fuerza a la modernidad. Además, el contacto permanente con otros pueblos y colectivos suscita nuestra curiosidad ante las distintas formas de religiosidad. Javier Alonso nos ofrece una breve introducción para el gran público sobre las principales religiones que se profesan en la actualidad por parte de casi 6.000 millones de seres humanos: judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo y budismo. De cada una de ellas nos explica brevemente su origen, los fundamentos de su credo, sus símbolos, ritos, textos, profetas, templos, jerarquías, lugares sagrados y fiestas destacadas. La obra se completa con una veintena de ilustraciones que representan visualmente algunos de los ritos y lugares tratados en el texto.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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Javier Alonso López

LAS CINCO CARAS DE DIOS

Guía breve para comprender las principales religiones del mundo actual

Las cinco caras de Dios

Guía breve para comprender las principales religiones del mundo actual

© 2018, Javier Alonso López

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria

© 2018, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid

© Fotografías de cubierta e interior: Covadonga Valdueza Villaseñor

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-17241-32-2

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,

Índice
Introducción
JUDAÍSMO
Orígenes
Libros sagrados
Profetas y figuras destacadas
Doctrina y autoridad
Calendario y festividades
El ciclo de la vida
Variantes
Ciudades sagradas
Objetos y símbolos
CRISTIANISMO
Orígenes
Libros sagrados
Profetas y figuras destacadas
Doctrina y autoridad
Calendario y festividades
El ciclo de la vida
Variantes
Ciudades sagradas
Objetos y símbolos
ISLAM
Orígenes
Libros sagrados
Profetas y figuras destacadas
Doctrina y autoridad
Calendario y festividades
El ciclo de la vida
Variantes
Ciudades sagradas
Objetos y símbolos
HINDUISMO
Orígenes
Libros sagrados
Profetas y figuras destacadas
Doctrina y autoridad
Calendario y festividades
El ciclo de la vida
Variantes
Ciudades sagradas
Objetos y símbolos
BUDISMO
Orígenes
Libros sagrados
Profetas y figuras destacadas
Doctrina y autoridad
Calendario y festividades
El ciclo de la vida
Variantes
Ciudades sagradas
Objetos y símbolos
Epílogo
Bibliografía
Sobre el autor
Títulos publicados por ARZALIA

Introducción

Música de Dios, letra de los hombres

¿Por qué los judíos no comen cerdo? ¿En qué se diferencian las diversas confesiones cristianas? ¿Es verdad que el Corán insta a los fieles musulmanes a hacer la guerra santa? ¿Por qué se bañan en el río Ganges los hindúes? ¿Qué son las cuatro Nobles Verdades del budismo?

Estas y otras muchas preguntas son las que se plantea el ser humano cada día, independientemente de la religión que profese, o incluso aunque no sea creyente. En un mundo cada día más globalizado, donde las distancias entre dos puntos cualquiera de la Tierra se reducen a unas horas de avión, y donde estamos en un permanente contacto con personas de otros países, lenguas, culturas y religiones, es inevitable que nos asalte la curiosidad ante el que es distinto a nosotros, y en esa diferencia tiene un lugar preferente la religión.

Todas las culturas humanas, desde tiempo inmemorial, se han caracterizado por poseer creencias y prácticas religiosas. La religión ha sido la herramienta de la que se ha valido la humanidad para satisfacer una serie de necesidades. La primera es, posiblemente, ofrecer una explicación para todos aquellos fenómenos que quedan fuera del entendimiento racional y científico. Para las sociedades y culturas más primitivas, desde la lluvia hasta el viento, las enfermedades, el crecimiento de las plantas o los cambios de estaciones se debían a la acción de una divinidad. A medida que la humanidad ha avanzado en sus conocimientos científicos, la explicación de estos hechos ha migrado de la religión a la ciencia, aunque a la primera sigue perteneciendo, en gran medida, la gran pregunta: ¿cómo se ha creado el Universo?

Dentro de aquellos fenómenos de difícil explicación para el ser humano hay uno que le afecta en lo más íntimo, y es el miedo a no saber qué hay después de la muerte. Por eso, todas las religiones del mundo presentan a sus seguidores una visión de aquello que nos espera al final de nuestra existencia terrena. Por lo general, la creencia se basa en el hecho de que hay una parte de la persona que es inmortal y que alcanza su verdadero objetivo en un supuesto más allá una vez se ha liberado del cuerpo. Además, dependiendo del comportamiento del individuo durante su vida en la tierra, habrá un premio o un castigo en esa vida posterior.

Este hecho es muy importante, pues significa que nuestros actos en esta vida influirán en el destino que corramos en nuestra existencia posterior. Así, la religión da el salto desde el ámbito de las creencias al de los comportamientos, y nos dice, bajo la forma de mandato divino, cómo debemos conducirnos, tanto personalmente como respecto a nuestros semejantes. Todas las religiones constituyen, bajo formas más o menos estrictas, una guía de comportamiento para la vida.

Además, puesto que estas normas y creencias harán que un determinado grupo religioso se diferencie de otro que no practica esa religión, se desarrollan también una serie de procedimientos que reforzarán esa identidad y diferenciación. Los calendarios basados en la religión, las fiestas, los lugares sagrados y, muy especialmente, los ritos de paso dentro del grupo social-religioso (nacimiento, paso a la vida adulta, matrimonio, muerte, etc.) sirven como elemento diferenciador entre unas religiones y otras.

El último elemento que encontraremos en todas las religiones del mundo es la presencia de un grupo reducido, una élite religiosa, que posee el poder y la autoridad para decir qué está de acuerdo con la religión y qué comportamientos o creencias son incompatibles con la misma. Esta jerarquía religiosa, que puede adquirir diversas formas (desde el brujo de una tribu primitiva hasta el organigrama, similar al de una multinacional, de la Iglesia católica) justifica y defiende su autoridad por medio de una conexión directa con la divinidad, una revelación, que en las religiones más evolucionadas se presenta como uno o varios libros sagrados.

Estos cinco rasgos (la explicación para el origen del mundo, una visión de la existencia más allá de la muerte, una guía de conducta, una serie de rasgos distintivos del grupo y una jerarquía religiosa que vela por el mantenimiento del orden dictado por la divinidad) son comunes a todas las religiones del mundo. Son, por así decirlo, la música de fondo de todas ellas, la esencia procedente de Dios. Las diferencias entre unas religiones y otras son tantas como sociedades humanas hay en la tierra. Cada grupo pone una letra diferente a esa música divina, decide con qué instrumentos hay que tocar la melodía y qué ritmo se debe adoptar. El resultado es un mosaico de creaciones humanas, muy diferentes a primera vista, pero casi idénticas en el fondo.

En este libro se ofrecerá un panorama general de las cinco grandes religiones del mundo actual, judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo y budismo, siguiendo un mismo esquema para todas ellas. La intención es que, al final de cada capítulo, el lector haya adquirido unos conocimientos básicos que le permitirán reconocer y comprender cada una de estas religiones.

Quizá la palabra más importante sea ‘comprender’. Porque comprender al otro nos acerca a él, porque comprender evita los abismos de la ignorancia en los que nace el odio al diferente, un odio basado, casi siempre, en informaciones falsas, incompletas o tendenciosas. Porque comprender nos ayudará a escuchar esa música que todas las religiones tienen en común, aislándola de la letra que cada uno de nosotros le hayamos puesto, y nos hará ver que es mucho más lo que nos une a todos los seres humanos que lo que nos separa.

Madrid, julio de 2018

 

JUDAÍSMO

Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y llorábamos, acordándonos de Sión. De los sauces que hay en medio de ella colgábamos nuestras cítaras, y los que nos habían llevado cautivos nos pedían cantares, y nuestros capataces nos pedían alegría: «¡Cantadnos algún cántico de Sión!» ¿Cómo cantaremos el cántico de Yahvé en tierra extranjera? Si me olvidara de ti, Jerusalén, olvídese mi diestra. Se me pegue mi lengua al paladar, si de ti no me acordase. Si no enalteciera a Jerusalén como cima de mi alegría. Recuerda, ¡oh Yahvé!, a los hijos de Edom en el día de Jerusalén. Los que decían: «¡Arrasadla, arrasadla hasta los cimientos!» ¡Población de Babilonia, desolada! ¡Feliz aquel que te dé el pago que tú nos diste! ¡Feliz el que estrelle a tus hijos contra la peña!

(Salmo 137)

El manantial del que nacen dos grandes ríos

Y allí, junto a los ríos de Babilonia, llorando y acordándose de su ciudad perdida, probablemente habría acabado la historia de cualquier otro pueblo de la Antigüedad. El destierro no fue una experiencia exclusiva de los judíos, sino una práctica común durante los dos milenios anteriores a la era cristiana. Una potencia invasora conquistaba un territorio, deportaba a otro lugar de su imperio a las élites dominantes o, incluso, a toda la población y la aislaba de su entorno, con la intención de que renunciase a defenderse y acabase integrada, aunque desarraigada, en un lugar muy alejado de su patria.

Y, sin embargo, en el caso de los judíos, el destierro supuso una transformación colectiva, una revisión de todo su pasado para intentar entender por qué su dios, Yahvé, había permitido que sufrieran tan insoportable desgracia, y una oportunidad de redención para no volver a defraudar a la divinidad que los había elegido entre todos los pueblos de la tierra.

Y allí, junto a los ríos de Babilonia, comenzó a brotar un pequeño manantial, el judaísmo, tal como lo conocemos hoy en día, y ese pequeño manantial se convirtió, con el paso de los siglos, en una religión que actualmente tiene unos catorce millones de seguidores, la mitad aproximadamente en Israel y la otra mitad repartida por diferentes países del mundo.

Y de ese pequeño manantial del judaísmo, la religión monoteísta más antigua del mundo, surgieron siglos después dos grandes ríos, el cristianismo y el islam, que reúnen entre ambos a varios miles de millones de creyentes.

Y así, todos los occidentales y todo el mundo árabe, creyentes o no, somos deudores, si no religiosos, al menos culturales, de aquellos hombres que se sentaron junto a los ríos de Babilonia y lloraron por la pérdida de su amada Sión.

Orígenes

Aunque nos hemos referido al destierro en Babilonia (586 a. e. c.) como fecha clave en el nacimiento de la religión judía, conviene retroceder hasta comienzos del primer milenio antes de nuestra era (aproximadamente el año 800 a. e. c.) para encontrar los orígenes del judaísmo.

En el territorio que ocupa el actual Israel, tierra de paso entre los dos grandes centros de civilización del mundo antiguo, Egipto y Mesopotamia, había dos pequeños reinos que sobrevivían en relativa paz e independencia frente a los gigantes egipcio y asirio. El reino del norte se llamaba Israel y tenía su capital en Samaria (actual Nablus, en territorio de Cisjordania); el del sur se llamaba Judá, y su capital era Jerusalén.

Ambos reinos compartían lengua (el hebreo), tradiciones, cultura y creencias religiosas. Aunque con distintos nombres (El, Elohim o Yahvé), todos ellos adoraban a una misma y única divinidad. Además, consideraban que tenían un origen común, el patriarca Abraham, y sus descendientes Isaac, Jacob y los doce hijos de este último (las doce tribus de Israel). Con Abraham habría establecido Dios-Yahvé un pacto según el cual sus descendientes serían el pueblo elegido por Él, tendrían un país y una monarquía eterna a cambio de mantenerse fieles en su fe. También creían que habían vivido la experiencia de un exilio en Egipto, y que su dios les había librado de la ira del faraón por medio de su legislador, Moisés, y su hermano, el sacerdote Aarón. En su camino de regreso a la Tierra Prometida, Yahvé había dictado a Moisés en el monte Sinaí la ley que regiría la vida de su pueblo a partir de entonces.

De acuerdo con estas creencias compartidas por las poblaciones de ambos reinos, desde Egipto, las tribus de Israel se habían trasladado hasta la tierra que ahora ocupaban y, tras una fase de conquista, habían creado un reino unificado en el que tres reyes los habían gobernado sucesivamente: Saúl, David y Salomón.

Tras la muerte de Salomón, el reino unificado se había dividido por desavenencias entre las tribus del norte y del sur, lo que dio lugar a los dos reinos que ahora existían: Israel y Judá. Es en este punto donde las tradiciones y los mitos sobre el pasado de ambos pueblos se encuentran con la realidad histórica.

Esta existencia paralela de ambos reinos tuvo un brusco final a finales del siglo viii a. e. c. Aproximadamente en 732 a. e. c., una primera embestida del rey asirio Tiglatpileser III puso al reino del norte en una situación muy delicada; apenas diez años después, en 722 a. e. c., otro monarca asirio, Sargón II, destruyó Samaria, conquistó todo el reino de Israel y deportó a gran parte de la población a otros lugares de su imperio. Son las «diez tribus perdidas» que jamás han sido halladas.

También hubo quien pudo evitar la deportación huyendo al vecino reino del sur. De ese modo, Judá, que hasta entonces había sido el hermano menor de los dos reinos, ganó en poder, élite intelectual y prestigio. Sin embargo, los judíos se habían quedado solos ante el peligro, y únicamente se salvaron de la destrucción a manos de los asirios por un golpe de suerte: la peste asoló el campamento asirio que asediaba Jerusalén (hacia 701 a. e. c.).

Judá sobrevivió para ver el final del Imperio asirio por obra de los babilonios, pero acabó sucumbiendo a la nueva superpotencia de la región. En 586 a. e. c., Nabucodonosor de Babilonia destruyó Jerusalén y envió a parte de la población al destierro en la capital de sus dominios: Babilonia.

La experiencia de la derrota, la deportación y la destrucción de todo lo que había sido la vida de este pueblo hasta aquel momento hizo que reflexionara profundamente sobre lo ocurrido. Es en este momento cuando la antigua religión israelita-yahvista se transformó en el judaísmo.

El destierro se interpretó como la prueba de que, hasta aquel momento, no se había cumplido correctamente la voluntad de Yahvé. Los habitantes de Israel y de Judá habían ido en pos de otras divinidades, y no habían cumplido los preceptos señalados por su dios. Sin embargo, no era el fin, sino la oportunidad de renacer surgiendo de las cenizas, era el momento de volver definitivamente el rostro hacia Yahvé para no abandonarlo nunca más.

Ezequiel, uno de los profetas del destierro, ofrece una ventana a la esperanza, al mostrar un Dios que premia o castiga a cada uno según sus obras, y no condena a los hijos por los pecados de sus padres:

 

Decís: «¿Por qué no carga el hijo con la culpa de su padre?». Puesto que el hijo ha practicado derecho y justicia, ha guardado todos mis mandatos y los ha cumplido, ciertamente vivirá. La persona que peque, esa morirá. El hijo no cargará con la culpa del padre, ni el padre cargará con la culpa del hijo; la justicia del justo será sobre él mismo, y la maldad del malvado sobre él será (Ezequiel 18, 19-20).

 

La ventana se abrió de par en par cuando, en 538 a. e. c., tras medio siglo de cautiverio, Ciro de Persia conquistó el Imperio babilónico y permitió que los judíos regresaran a su país, vivieran en una relativa autonomía política y reconstruyeran su templo de Yahvé en Jerusalén.

Tres son los personajes principales del regreso de los deportados y de la reconstrucción de la nueva identidad nacional basada en la fidelidad a Yahvé y en el cumplimiento de sus preceptos: Zorobabel, que llegó a Jerusalén en 538 a. e. c. y erigió un modesto templo dedicado a Yahvé; Nehemías, copero del rey persa que se presentó en Jerusalén unos ochenta años después y reorganizó las instituciones y defensas del reino, y, sobre todo, Esdras, escriba y experto en la ley de Yahvé, que llegó aproximadamente en la misma época que Nehemías y sentó las bases del judaísmo moderno a través de la imposición de un corpus de libros sagrados y de una serie de normas de conducta de obligado cumplimiento que diferenciaría para siempre a los seguidores de Yahvé entre todas las demás naciones.

Desde ese momento, aproximadamente en 450 a. e. c., hasta el día de hoy, el judaísmo ha sido, básicamente, la misma religión. Por el camino se ha estudiado e interpretado cada versículo de los libros sagrados, han surgido visiones muy diferentes sobre cómo deberían los judíos cumplir las leyes de Dios, y la fe en Yahvé se ha extendido por los cinco continentes, pero siempre podremos encontrar una serie de rasgos distintivos que nos harán ver que estamos ante la religión monoteísta más antigua del mundo.

 

 

Libros sagrados

Se ha dicho muchas veces que para alcanzar las exigencias planteadas por el judaísmo no hay que practicar una ortodoxia, es decir, la conformidad o el seguimiento de una serie de creencias establecidas, sino una ortopraxia, esto es, el cumplimiento estricto y leal de todas las leyes. El judaísmo es «hacer» más que «creer», y por eso sus libros sagrados y los libros que interpretan a estos adquieren una importancia capital.

Tanaj, la Biblia hebrea

El libro (más bien, grupo de libros) que rige todos los aspectos de la vida de un judío practicante es el Tanaj, un acrónimo hebreo compuesto por las letras iniciales de los tres grupos de obras que lo componen: Torá(«instrucción»), Nevi´im («profetas») y Ketuvim («escritos»). Según el alfabeto hebreo, la primera letra de Ketuvim (kaf) se pronuncia como una «j» cuando queda en último lugar en una palabra, de ahí que el nombre sea Tanaj y no Tanak.

No todos los libros se escribieron a la vez ni fueron considerados revelados y, por tanto, sagrados, en el mismo momento. La redacción de las obras del Tanaj fue un proceso que duró desde aproximadamente el siglo ix u viii a. e. c., cuando se escribieron textos de los primeros cuatro libros de la Torá, hasta el siglo ii a. e. c., fecha de redacción del libro de Daniel (aproximadamente en 167 a. e. c.). Su consideración de sagrados y, por tanto, su inclusión en el canon judío, fue progresiva y estuvo sujeta a discusiones entre diferentes corrientes del judaísmo sobre el acierto, o no, de admitir ciertas obras dentro del mismo.

En realidad, solo hay dos momentos de acuerdo unánime respecto al canon. Un primer grupo de libros admitido como palabra divina lo compone la Torá ya antes del destierro en Babilonia de 586 a. e. c. El resto de libros, con mayor o menor aceptación (incluyendo alguno que al final quedó excluido, como Jubileos) fue objeto de debate hasta el siglo primero de nuestra era.

Solo después de la destrucción del templo de Jerusalén y la completa derrota de los judíos frente a los romanos en la primera guerra judía (66-73 d. e. c.), que trajo consigo la desaparición de todas las sectas judías, a excepción de la farisea, se admitió de manera universal un canon formado por Torá, Nevi´im y Ketuvim, tal como lo conocemos hoy en día.

 

 

Tanaj

 

Torá («instrucción»): Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.

Nevi´im («profetas»): Josué, Jueces, 1 Samuel, 2 Samuel, 1 Reyes, 2 Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías.

Ketuvim («escritos»): Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, 1 Crónicas y 2 Crónicas.

 

Torá

Según la creencia judía, la ley que Dios entregó a Moisés en el Sinaí está recogida en los cinco primeros libros de la Torá: Génesis, Éxodo, Levítico, NúmerosyDeuteronomio.

En la Torá se narra de manera lineal la historia del pueblo elegido desde sus orígenes. Comienza en el Génesiscon la creación del mundo, las primeras generaciones (Adán y Eva, Noé y el Diluvio, Torre de Babel, Abraham, Isaac y Jacob y los doce hijos de Jacob-Israel). Éxodo cuenta la esclavitud del pueblo judío en Egipto y su liberación de la mano de Moisés. A partir del capítulo 20 de Éxodo tenemos noticia de los cuarenta años que pasa el pueblo judío en el desierto de camino a la Tierra Prometida y, algo fundamental, se ofrece toda la legislación que regirá hasta el más mínimo aspecto de la vida del pueblo judío según el pacto que le ofrece Yahvé (véase, más adelante, Las 613Mitzvot).

Nevi´im

El segundo grupo de libros, Nevi´im («profetas»), lo componen los libros de los llamados primeros profetas (Josué, Jueces, 1 Samuel, 2 Samuel, 1 Reyes y 2 Reyes), los últimos profetas (Isaías, Jeremías y Ezequiel) y los doce profetas menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías).

Siguiendo con la narración lineal de la historia del pueblo elegido, los libros de los primeros profetas (desde Josué hasta 2 Reyes) cuentan lo ocurrido desde la entrada del pueblo judío en la Tierra Prometida hasta la caída de Jerusalén en 586 a. e. c. y el destierro a Babilonia. Comienza con la conquista del territorio bajo la dirección de Josué, las luchas con los pueblos de la región bajo el liderazgo de los jueces (Sansón, Gedeón, etcétera), la fundación del reino bajo Saúl, su apogeo bajo David y Salomón y la división en dos reinos diferentes (Israel y Judá) a la muerte de este último. Como ya se ha mencionado, es en este momento cuando la narración adquiere un tono marcadamente histórico frente al carácter mítico de lo expuesto hasta entonces. Los dos libros de los Reyes describen la existencia paralela de Israel y Judá hasta sus respectivas destrucciones (722 a. e. c. para la primera, 586 a. e. c. para la segunda).

Los libros de los primeros profetas y los doce profetas menores constituyen un género literario completamente distinto. Todos ellos son obras atribuidas a un profeta en concreto, que recibe una revelación divina en un momento determinado de la historia de Israel o Judá y predica lo revelado para el arrepentimiento y conversión de la población. Estos libros no son, por lo tanto, historia, aunque podemos situar a los personajes (el profeta y el rey al que amonesta) y las situaciones descritas dentro del relato histórico conocido por 1 y 2 Reyes. Por ejemplo, la vocación del profeta Jeremías coincide con el reinado de Josías de Judá hacia el año 626 a. e. c., y Ezequiel vive en la época del cautiverio en Babilonia.

Ketuvim

El último grupo de obras, los llamadosKetuvim («escritos»), lo componen los libros de Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, 1 Crónicas y 2 Crónicas.

Ketuvim carece de la homogeneidad de los dos grupos anteriores, y constituye, más bien, un «cajón de sastre» donde entraron todas las obras de difícil clasificación y aquellas que se introdujeron en el canon en época más tardía.

Se puede conformar un primer grupo de libros sapienciales, en el que estarían Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Lamentaciones y Eclesiastés. La literatura sapiencial, propia del período posterior al exilio babilónico, aparece tras la desaparición de la palabra profética característica de la época anterior al mismo. Estas obras son poemas didácticos que tratan asuntos de muy diferente tipo: incluyen desde alabanzas a Yahvé hasta respuestas acerca del sentido de la existencia, cuestiones morales o arrebatos cercanos al erotismo, como el Cantar de los Cantares.

No obstante, esta clasificación de libros sapienciales no es la que aplican los judíos dentro de los Ketuvim. Para ellos, Salmos, Proverbios y Job forman un grupo de libros poéticos denominado «Libros de la Verdad». En hebreo, la palabra verdad es אמת, «emet», que es, además, un acróstico formado por la primera letra de los nombres de cada uno de estos libros.

Los otros libros sapienciales, Cantar de los Cantares, Lamentaciones yEclesiastés, junto con RutyEster, son los cinco rollos de lectura obligatoria en cinco festividades judías: Cantar de los Cantaresen Pesaj (véase Fiestas anuales, pág. 59), Eclesiastés en Sukkot (véase Fiestas anuales, pág. 61), Ester, en Purim (véase Fiestas anuales, «pág. 65), Ruten Shavuot (véase Fiestas anuales, pág. 63) y Lamentaciones enTsom tish’á be’av(véase Ayunos, pág. 71).

Por último, el grupo de libros históricos. 1 Crónicas y 2 Crónicasconstituyen una narración histórica paralela a la de la Torá y los libros de los llamados primeros profetas, y se extiende desde Adán hasta el destierro babilónico. Esdrasy Nehemíaspresentan el regreso a Judea de los exiliados babilónicos a partir de la promulgación del Edicto de Ciro en 538 a. e. c. y su existencia en los decenios siguientes, en los que se conforma la sociedad judía postexílica en torno al judaísmo modelado por los líderes de la comunidad para dar sentido a la vida del pueblo elegido durante su segunda oportunidad de pacto con Yahvé.

Para terminar, el libro de Daniel, incorporado al Tanajtras su redacción en el siglo ii a. e. c. Representa un género nuevo, el de la apocalíptica, en el que un personaje tiene visiones sobre lo que va a ocurrir y aborda la forma de actuar en el presente de acuerdo a ese futuro anunciado. Con esta se cierra la producción de obras que entraron en el canon judío.

 

 

¿Quién escribió el Tanaj?

 

Evidentemente, un conjunto de libros escritos entre los siglos ix u viii a. e. c. y ii a. e. c. debieron de ser, a la fuerza, obra de diferentes autores. Pero, ¿quiénes fueron?

Aunque la tradición judía atribuyó durante siglos la redacción de toda la Torá a Moisés (de hecho, recibe también el nombre de Los cinco libros de Moisés), es de todo punto imposible que así fuera. Las duplicidades de historias, diferencias de estilo, vocabulario, contradicciones temáticas y, sobre todo, la narración de la muerte del propio Moisés (Deuteronomio 34, 5) excluyen la posibilidad de que el autor fuera este, sin entrar a valorar la historicidad del personaje.

La investigación actual propone varias épocas de redacción y fuentes (más que autores) para los cuatro primeros libros:

Hay dos primeras fuentes, la J o yahvista, procedente del reino de Judá y que data del año 850 a. e. c., y la fuente E o elohísta, del reino de Israel, anterior a 722 a. e. c. A las fuentes J y E pertenecen casi todos los textos de Génesis, Éxodo y Números. La tercera fuente es la D o deuteronomística. D se sitúa en Jerusalén hacia 622 a. e. c. y termina unos cincuenta años después, ya en el destierro babilónico. La fuente D se encuentra en Deuteronomio, además de en la llamada Historia deuteronomista (Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes). La cuarta fuente es la P o sacerdotal, localizada en tiempos del destierro, y que se encuentra en todo el Levítico, gran parte de Números y parte de Génesis y Éxodo.

En algún momento después del destierro, hubo una mano, el llamado redactor, que fundió estas cuatro fuentes, creando así una primera Biblia judía que abarcaría desde Génesis hasta 2 Reyes (véase profetas y figuras destacadas. el compilador tras el destierro: esdras, pág. 29).

El resto de libros del Tanaj son de difícil atribución, aunque la tradición adjudica cada libro profético al profeta que le da nombre. Esto no siempre es así: por ejemplo, en Isaías se distinguen claramente tres autores de tres épocas diferentes, y los Salmos atribuidos al rey David no pertenecen, en ningún caso, al padre de Salomón.

No se puede ser más preciso que para afirmar que cada libro es obra de uno o varios autores diferentes, procedentes de épocas distintas y que no siempre compartieron una misma visión global del judaísmo.

 

La Misná

Ya se ha comentado que, a partir del capítulo 20 de Éxodo, y continuando con Levítico, Númerosy Deuteronomio, la Toráofrece toda la legislación (las 613 Mitzvot) por la que ha de regirse el pueblo judío, que Yahvé dictó a Moisés en el monte Sinaí. Esta Torá escrita ofrece las pautas generales de comportamiento, pero no analiza las posibles excepciones, casos confusos o choque de intereses entre dos leyes.

Por ejemplo, la Torá escrita obligaba al descanso sabático:

 

Recuerda el día sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para Yahvé, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo Yahvé el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahvé el día del sábado y lo hizo sagrado (Éxodo 20, 8-11).

 

Y también prescribía que la circuncisión de todo varón judío debía realizarse al octavo día de su nacimiento (Génesis 17, 10-12). Puesto que la circuncisión requería de una serie de acciones que se consideraban trabajo (preparación del material quirúrgico, el acto mismo de la intervención, curas posteriores, etc.), se planteaba un conflicto entre dos leyes aparentemente irreconciliables, y la Torá escrita no ofrecía la solución.

Por eso, desde la vuelta del destierro (finales del siglo vi a. e. c.) aparece la idea de que, además de esta Torá escrita, Yahvé también dictó a Moisés una Torá oral, en la que se analizaban pormenorizadamente todos los aspectos conflictivos o poco claros de cada ley. En el caso de la circuncisión en sábado, por ejemplo, la Torá oral ordenaba realizarla, pues se considera que la circuncisión prevalece sobre el sábado.

Y así, desde la vuelta del destierro y hasta el siglo iii d. e. c., la labor fundamental de los expertos en la ley de Moisés fue recopilar y analizar todos los casos contemplados en esa Torá oral. Estos expertos legales capacitados para emitir juicios recibían el tratamiento derabí («mi maestro») y ejercían una labor de control y legislación entre la población, aunque sin contar con el respaldo de una autoridad eclesiástica similar a la Iglesia cristiana.

Hacia el año 220 d. e. c., Rabí Yehudá el Príncipe, patriarca de la judería palestina, puso por escrito todas las tradiciones conservadas sobre la interpretación de esta Toráoral, lo que, en cierto modo, es una contradicción, puesto que supuso la aparición de una segunda legislación escrita. La obra recibe el nombre de Misná, y conforma, junto con la Torá escrita, la norma de vida de todo el pueblo judío hasta en el más mínimo aspecto.

La Misná se divide en seis órdenes, cada uno de los cuales contiene, a su vez, varios tratados hasta un total de 63. Cada tratado se ocupa de una cuestión general de la que toma el nombre. Así, por ejemplo, el tratado Meguilá («rollo») aborda todos los aspectos de la lectura del rollo (o libro) de Ester, que se lee en la fiesta de Purim; el tratado Shabbat («sábado») legisla acerca de todos los detalles relativos a la observancia del sábado, y el tratado Miqwaot («baños») se ocupa de todo lo concerniente a los baños rituales de purificación.

 

 

Jesús de Nazaret y la Torá oral

 

Jesús de Nazaret vivió en el período de formación de las tradiciones y doctrinas sobre la interpretación de esta Torá oral y, de hecho, participó en el debate sobre ciertas normas, como en este pasaje del Evangelio de Lucas en el que discute con otros sabios sobre la legalidad o no de curar a un enfermo en sábado.

 

Y sucedió que, cuando fue un sábado a casa de uno de los principales de los fariseos a comer, ellos estaban acechándolo. Y he aquí que había un hombre hidrópico delante de él. Y como respuesta se dirigió Jesús a los expertos en la ley y a los fariseos diciendo: «¿Debo atenerme a la ley y no curar en sábado?» Pero ellos se mantuvieron callados. Y él, cogiéndole, lo curó y lo despidió. Y les dijo: «Si en sábado llegara a caer un hijo o un buey de alguno de vosotros a un pozo, ¿no lo sacaríais al instante?» Y no pudieron contestar a esto (Lucas 14, 1-6).

 

Aunque, al no tratarse de un maestro de prestigio dentro del judaísmo, no ha quedado rastro de su enseñanza en la Misná, los Evangelios nos ofrecen, sin embargo, numerosos ejemplos del carácter de Jesús de Nazaret como rabí (recordemos que la forma habitual de dirigirse a él era «maestro»), y así lo vemos ofreciendo su interpretación sobre cuestiones relativas a los alimentos (Mc 7, 19), el divorcio (Mt 19, 9), el valor de la ley de Moisés (Mt 5, 20-48) o el sábado (Mc 3, 1-5).

 

El Talmud

Dado que la Misná no era más que la puesta por escrito de una Torá oral a la que desde antiguo se le reconocía un carácter sagrado, fue aceptada enseguida y pasó a convertirse en el principal objeto de estudio de los sabios posteriores.

Los debates en torno a la Misná, con opiniones tanto mayoritarias como minoritarias, quedaron compilados en dos colecciones de textos que recogen todo el relato sobre estas discusiones. Cada uno de estos textos recibe el nombre de Guemará y, junto con el texto de la Misná, dieron lugar al Talmud(«estudio»), en dos versiones diferentes, el Talmudde Babiloniay el Talmudde Jerusalén. Ambos están compuestos por dos elementos, Misná y Guemará, y el texto completo sigue la misma división en seis órdenes y 63 tratados de la Misná, puesto que es el texto el que marca el discurso. En ambos casos el texto de la Misná es idéntico, mientras que la Guemará es diferente.

Talmud de Babilonia

Considerado el Talmud por excelencia, fue redactado por rabinos de la comunidad judía que se quedó en Babilonia y no regresó a Judea después del destierro. Su redacción se remonta al período comprendido entre los siglos iii y v d. e. c., es decir, comenzó poco después de la fijación por escrito del texto de la Misná, aunque no hay acuerdo unánime sobre su verdadera antigüedad, hasta el punto de que algunos lo consideran posterior al de Jerusalén.

Talmud de Jerusalén

El Talmud de Jerusalén,oPalestinense, es un texto más breve que el babilónico, y se remonta al siglo v d. e. c. Es obra de la comunidad rabínica establecida en Palestina.

 

 

Torá, Misná y Talmud. Un caso práctico

 

Torá, Misná y Talmud nos ofrecen el recorrido completo de interpretación y cumplimiento de cada una de las leyes (las 613 Mitzvot) dictadas a Moisés por Yahvé en el Sinaí. Veamos un ejemplo completo:

En Éxodo tenemos la prohibición de la Torá acerca de encender luces en sábado:

 

No encenderéis fuego en ninguna de vuestras moradas el día del sábado (Éxodo 35, 3).

 

Esta prohibición suponía que, a fin de no quedarse a oscuras, había que encender las lámparas el viernes, si bien no todos los materiales se consideraban aptos para esta tarea. Así, la Misná dice al respecto:

 

¿Con qué está permitido encender y con qué no? (la lámpara del sábado) No se puede encender con fibra de cedro, ni con lino, ni con borras de seda, ni con mecha de cañamazo, ni con pabilo del desierto, ni con el musgo que flota sobre las aguas, ni con pez, ni con cera, ni con aceite de ricino, ni con aceite de combustión, ni con aceite de la grasa de la cola ni con sebo. Najum el persa decía: «Se puede encender con sebo cocido». Pero los sabios dicen: «Ya esté cocido o no lo esté, no se puede encender con él» (Misná, tratado Shabbat, II, 1).

 

El Talmud de Babilonia, que reproduce el texto de la Misná, amplía la discusión con un par de anécdotas de rabinos relativas al tema en cuestión:

 

Rabbin y Abayi estaban sentados ante Rabbanah Ne’hemías, el hermano del Exiliarca (tras la muerte de su hermano se convirtió en Exiliarca bajo el nombre de Ne’hemías el Segundo), y vieron que iba vestido con un manto de seda basta. Dijo Rabbin a Abayi: «Esto en nuestra Misná se llama khlakh». Y respondió: «En nuestra ciudad se llama Shira Peranda (ferandinis)». Sucedió que los mismos (Rabbin y Abayi) estaban en el valle de Tamruritha, y vieron una especie de sauce, y Rabbin dijo a Abayi: «Este es el edan mencionado en nuestra Misná»; y Abayi replicó: «Solo es madera común; ¿cómo podría hacerse una mecha con ella?». Y arrancó una rama y le mostró una especie de sustancia lanuda entre la corteza y el tallo (Talmud de Babilonia, Libro 1, tratado Shabbat).

 

Profetas y figuras destacadas

Para cualquier persona de cultura occidental son de sobra conocidos los personajes de lo que el cristianismo llama historia sagrada, es decir, los protagonistas de los relatos del Antiguo Testamento (o, lo que es prácticamente lo mismo, el Tanaj). Adán, Eva, Noé, Abraham, Sara, Isaac, Jacob, José, Saúl, Samuel, David, Salomón, etcétera, pertenecen al patrimonio cultural de todos los occidentales, creyentes o no, y son, en primera instancia, modelos básicos dentro del judaísmo.

Cada una de las cinco figuras principales del judaísmo representa, además, un papel en la evolución del pueblo judío, como si de un ser humano se tratase. El primero, Abraham, encarna la figura del padre, primer modelo para cualquier niño. Moisés será el maestro y legislador que marcará el camino a seguir al pueblo adolescente. Una vez que se haga adulto, buscará nuevos referentes de autoridad en los reyes David y Salomón. Aparecerá un monarca, Josías, que indicará los cambios que hay que hacer si no se quiere caer en el pecado. Sin embargo, ante la corrupción de las creencias y las costumbres y el castigo infligido por Yahvé, surgirá un segundo maestro y legislador que ofrecerá al pueblo una segunda oportunidad, una revisión de valores, para volver al camino de Yahvé: Esdras.

Independientemente de que la existencia de estos personajes sea histórica o, por el contrario, pertenezcan al mundo mítico, a través de todos ellos se desgranan los conceptos fundamentales que cualquier judío identifica en su religión.

El padre: Abraham

Abram, que significa «el padre es exaltado», cambia su nombre por el de Abraham, que significa «padre de un gran pueblo», cuando Yahvé le anuncia que será el padre de una numerosa estirpe.

 

Yahvé dijo a Abram: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gén 12, 1-3).

Mas he aquí que la palabra de Yahvé le dijo: «No te heredará ese, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas». Y sacándole afuera, le dijo: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas». Y le dijo: «Así será tu descendencia» (Gén 15, 4-5).

 

Como se verá más adelante, estos textos constituyen la clave para entender en qué consiste ser judío, puesto que en las diversas promesas hechas por Yahvé a Abraham se entrelazan tres conceptos diferentes: religión, territorio y raza.

La figura de Abraham, cuya historia se extiende a lo largo de veintidós capítulos del libro del Génesis, es la segunda más citada en el Tanaj después de Moisés, y se vincula a dos conceptos fundamentales.

Por un lado, Abraham es el padre de todas las naciones, pero especialmente de los judíos y de los árabes. De los primeros lo es a través de su hijo Isaac, nacido de su unión con Sara, su estéril esposa que concibe por obra de Yahvé siendo ya anciana. Por línea paterna, Isaac será padre de Jacob, y este, además de varias hijas, tendrá doce varones: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón, Dan, Neftalí, Gad, Aser, José y Benjamín. Estos doce hijos se corresponden con las doce tribus de Israel, aunque con algunas salvedades. Los descendientes de Leví, los levitas, eran sacerdotes, pero nunca poseyeron territorio propio. Por otra parte, jamás existió la tribu de José, de manera que, para mantener el número de doce, el lugar de Leví y José fue ocupado por los dos hijos que, según el Génesis, tuvo este último: Efraín y Manasés.

Pero, además, Abraham es también el padre de los árabes, a través de Ismael, el hijo que tuvo con Agar, una esclava de su esposa Sara (Génesis 16). Ismael es el primogénito, pero, cuando Sara da a luz por fin a Isaac, pide a Abraham que expulse de su hogar a la esclava Agar y a su hijo Ismael. Abandonados en el desierto, madre e hijo están a punto de morir, pero Yahvé los salva y le promete a Agar que también su hijo, al igual que Isaac, será padre de un gran pueblo (Génesis 21, 14-18). De este relato surge la idea de que árabes y judíos son pueblos hermanos, puesto que ambos tienen un mismo antepasado común y padre de ambos pueblos: Abraham o, en su versión árabe, Ibrahim.

Por otro lado, Abraham es el perfecto modelo de fe en Dios, lo que le lleva a aceptar siempre la voluntad de Yahvé. Acepta, por ejemplo, abandonar su ciudad natal de Ur para vivir en la tierra que Yahvé le mostrará (Génesis 12), y expulsa a Agar e Ismael de su casa, pero no por la petición de Sara, sino porque Yahvé le confirma que es también su deseo (Génesis 21, 12). Sin embargo, el paradigma absoluto de aceptación de la voluntad divina lo constituye su obediencia ante la petición de Yahvé de sacrificar a Isaac, su único hijo (Génesis 22). Junto a esta obediencia de los designios divinos, Abraham muestra bondad y misericordia por los demás, e intercede por ellos ante Yahvé. Así lo hace ante la expulsión de Ismael y Agar y, especialmente, cuando intenta salvar la vida de aquellos habitantes de Sodoma y Gomorra que pudiesen ser justos (Génesis 18, 23-33).

En resumen, Abraham ocupa un lugar único en la historia y la religión judías y, como herederas de esta, la cristiana e islámica. Yahvé se revela a Moisés como «el Dios de Abraham» (Éxodo3, 6), una fórmula que se repetirá a partir de entonces. Todo aquello que Abraham recibió por elección divina se transmite a sus herederos: la promesa de fecundidad, la bendición, la misericordia y el pacto con Dios.

El legislador: Moisés

Moisés, cuyo nombre procede quizá de una raíz egipcia (la misma, por ejemplo, de los faraones Tutmosis), es, posiblemente, un personaje mítico, cuya vida y obras abarcan los libros de Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.

Moisés nace en el seno de una familia judía de la tribu de Leví durante el cautiverio en Egipto. Como la mayoría de los personajes míticos, históricos e incluso dioses destinados a ejercer una función salvadora o fundacional dentro de un pueblo, corre un peligro de muerte en su infancia (igual ocurre con Zeus, Horus, Rómulo y Remo, Hércules, Ciro el Grande y el propio Jesús de Nazaret).

Siendo ya adulto, es elegido por Yahvé para liberar al pueblo judío de la esclavitud en Egipto, objetivo que logra después de que el poder de Yahvé castigara a los egipcios y les mandara las diez plagas (Éxodo, capítulos 7 al 12).

Tras la huida de Egipto, el pueblo hebreo vaga durante cuarenta años por el desierto antes de alcanzar la Tierra Prometida. Durante este periplo, Moisés es convocado por Yahvé a la cumbre del monte Sinaí, donde le será entregada la ley que regirá la vida del pueblo elegido a partir de entonces.

 

Moisés subió hacia Dios. Yahvé le llamó desde el monte, y le dijo: «Así dirás a la casa de Jacob y esto anunciarás a los hijos de Israel: “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. Estas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel» (Éxodo 19, 3-6).

 

Hay que recordar que, aunque las obras de arte y el cine nos repiten una y otra vez la imagen de Moisés recibiendo las tablas de la ley con los diez mandamientos, este decálogo no es, en realidad, toda la ley, sino solo una pequeña parte de la misma. Como ya hemos visto, la ley es la Torá completa, es decir, los primeros cinco libros del Tanaj, en los que, junto a ciertas partes narrativas, se encuentran, a partir del capítulo 20 de Éxodo, las 613 Mitzvot (Véase, más adelante, Las 613 Mitzvot), y, por otra parte, la Torá oral, a la que ya nos hemos referido al tratar la Misná y el Talmud.

Así pues, Moisés representa el papel de legislador del pueblo judío, razón por la cual durante siglos se le consideró también autor de los cinco libros de la Torá, y aún hoy sigue considerándose así en los círculos ortodoxos judíos y cristianos, pese a que la crítica textual moderna ha desmontado convincentemente esta creencia.

Los reyes de la promesa mesiánica: David y Salomón

La madurez del pueblo judío llega con la conquista de la Tierra Prometida. Tras su instalación, los judíos se miran en el espejo de los pueblos vecinos y desean ser como ellos, con sus estados, sus ejércitos y, sobre todo, sus reyes. Por eso, piden a Samuel, profeta de Yahvé, que les de un rey (1 Samuel 8). Es el primer paso en las malas relaciones entre Yahvé y su pueblo, porque Yahvé considera la petición como un desprecio contra su poder:

 

Yahvé dijo a Samuel: «Atiende la voz del pueblo en todo lo que te digan, pues no es a ti a quien recusan, sino a Mí, para que no reine sobre ellos» (1 Samuel 8, 7).

 

Tras Saúl, el primero, reinarán otros dos monarcas sobre todo el territorio ocupado por las tribus que huyeron de Egipto: David y su hijo Salomón, paradigma de la sabiduría. Se trata de dos figuras cuya existencia histórica no se ha podido demostrar, por lo que, en principio, deben ser tratadas como míticas. Sus reinados (narrados entre 1 Samuel16 y 1 Reyes 11) han sido considerados la cumbre de la gloria israelita: un poderoso dominio que se extendía desde la frontera egipcia hasta parte del territorio de los actuales Líbano y Siria, en cuya capital, Jerusalén, la plata era tan abundante como las piedras (1 Reyes 10, 27).

La cima de toda esta gloria monárquica fue el templo de Yahvé que Salomón construyó en el monte Moria de Jerusalén, y en cuyo interior se guardaba el Arca de la Alianza con la ley que Moisés había recibido en el Sinaí. Este período de la historia mítica de Israel quedó fijado en el recuerdo colectivo del pueblo judío como la pasada Edad de Oro a la que había que intentar regresar.

Sin embargo, el legado más importante de las figuras de David y Salomón para la religión judía (y cristiana) lo constituye la denominada «promesa mesiánica». El texto, absolutamente clave para entender el concepto de mesías y su repercusión en la religión judía y en el origen mismo del cristianismo, se encuentra en el segundo libro de Samuel. El profeta Natán transmite a David el siguiente mensaje:

 

Y cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, suscitaré detrás de ti un vástago tuyo, salido de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Él construirá una casa en mi Nombre y consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y él será para Mí un hijo; que si él se pervierte le castigaré con vara de hombre y con golpes habituales entre humanos. No apartaré de él mi benignidad, como la aparté de Saúl, al cual aparté de tu presencia. Y tu casa y tu realeza permanecerán firmes para siempre ante Mí: tu trono será estable por siempre (2 Samuel 7, 12-16).

 

Si pensamos en términos de historia sagrada, la identificación lógica de este descendiente de David que edificará un templo en honor de Dios debería ser Salomón. Sin embargo, el rey sabio no encajaba con el resto de características atribuidas al personaje, pues Salomón acabó perdiendo el favor de Yahvé, el reino se dividió a su muerte y su templo fue destruido por Nabucodonosor en 586 a. e. c. El fracaso del Israel histórico, tal como lo concebían los judíos de épocas posteriores al destierro babilónico, supuso una nueva interpretación de la promesa: significaba que ese vástago de David prometido aún estaba por llegar.

El siguiente paso resulta lógico. A partir de ese momento, el judaísmo ha esperado la llegada de ese descendiente de David en el que se cumpla la promesa del trono eterno de Israel, un rey y, por tanto, ungido, es decir, mesías —la forma de coronación de los reyes de Israel era la unción de aceite sobre la cabeza; de ahí que la idea de ungido signifique, en realidad, rey coronado de Israel—. Muchos han sido los que desde entonces han sido señalados o se han proclamado mesías, entre ellos Jesús de Nazaret, aceptado como tal por los cristianos, pero no por los judíos, que siguen esperando hasta el día de hoy la llegada del «hijo de David».

El segundo legislador: Josías

Josías, rey de Judá entre 639 y 608 a. e. c., es el primero de estos cinco personajes que puede considerarse plenamente histórico. Los libros bíblicos lo entienden como el paradigma absoluto del buen rey, con una fe y una fidelidad a Yahvé que no mostró ni siquiera el rey David. El libro segundo de los Reyes dice respecto a Josías que:

 

No hubo antes ningún rey que se volviera como él a Yahvé, con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza, según toda la ley de Moisés, ni después de él se ha levantado nadie como él (2 Reyes 23, 25).

 

La ley de Moisés a la que se refiere este texto no es la Torá completa, sino aquella parte que ya existía en el siglo vii a. e. c., es decir, los libros de Génesis, Éxodo, Levítico y Números. Esto es importante, porque tiene una íntima relación con lo ocurrido en el año 622 a. e. c. durante el reinado de Josías. Mientras se hacían unas obras en el templo de Yahvé en Jerusalén sucede lo siguiente:

 

El sumo sacerdote Jilquías dijo al secretario Safán: «He hallado en la casa de Yahvé el libro de la Ley». Jilquías entregó el libro a Safán, que lo leyó. Fue el secretario Safán al rey y le rindió cuentas diciendo: «Tus siervos han fundido el dinero en la casa y lo han puesto en manos de los que hacen las obras, los encargados de la casa de Yahvé». Después el secretario Safán anunció al rey: «El sacerdote Jilquías me ha entregado un libro». Y Safán lo leyó en presencia del rey. Cuando el rey oyó las palabras del libro de la Ley, rasgó sus vestiduras. Y ordenó el rey al sacerdote Jilquías, a Ajicam, hijo de Safán, a Akbor, hijo de Miqueas, al secretario Safán y a Asaías, ministro del rey: «Id a consultar a Yahvé por mí y por el pueblo y por todo Judá acerca de las palabras de este libro que se ha encontrado, porque es grande la cólera de Yahvé que se ha encendido contra nosotros porque nuestros padres no escucharon las palabras de este libro haciendo lo que está escrito en él» (2 Reyes 22, 8-13).

 

¿Qué libro es ese que encontró Jilquías y que contenía la ley de Yahvé, pero que no había sido escuchado por los padres de los judíos? Se trata del Deuteronomio (la palabra Deuteronomio significa «segunda ley», por oposición a la primera, que sería la Toráconocida hasta ese momento). El Deuteronomio adopta la forma de discurso de despedida de Moisés al pueblo judío antes de morir, y en él se formulan numerosos mandatos que insisten en puntos poco claros o que se consideran erróneos en la Toráanterior. Quizá los dos rasgos más marcados del Deuteronomiosean su condena de cualquier lugar de culto que no sea el templo de Yahvé en Jerusalén (centralización absoluta) y una tendencia humanitarista mucho más marcada que en los otros libros de la Torá. Además, inició la costumbre de celebrar la Pascua (Pesaj) como fiesta de peregrinación a Jerusalén, frente a la celebración familiar que se había mantenido hasta entonces.

Inspirado en esta nueva formulación de la ley, que unía la Torá primitiva y el Deuteronomio en un solo cuerpo doctrinal (la Torá escrita, con sus 613 Mitzvot), nació el grupo de libros históricos que hemos llamado de los primeros profetas incluidos dentro de Nevi´im. Este grupo de libros (Josué, Jueces, 1 Samuel, 2 Samuel, 1 Reyes y 2 Reyes) hace un recorrido por toda la historia del pueblo judío, desde su llegada a la Tierra Prometida hasta el comienzo del destierro en Babilonia en 586 a. e. c., y utiliza como vara de medir para juzgar la rectitud o maldad de todos los gobernantes su fidelidad a las leyes del Deuteronomio, por lo que los especialistas conocen estos libros históricos bajo la denominación general de Historia deuteronomista.

El compilador tras el destierro: Esdras

Esdras fue un sacerdote judío que pasó la primera parte de su vida en el destierro babilónico iniciado en 586 a. e. c. y era reconocido entre sus compatriotas por su profundo conocimiento de la ley de Moisés. Tras la caída del Imperio babilónico (538 a. e. c.) a manos de los persas, obtuvo de los nuevos amos el permiso para regresar a Judá y «enseñar a Israel sus estatutos y decretos» (Esdras 7:1-10).

El rey persa Artajerjes autorizó a Esdras a reorganizar, de acuerdo a la ley de Moisés, la comunidad judía que había regresado a Judea (liderada por Nehemías).

Resulta difícil minimizar la importancia de Esdras dentro del judaísmo. Era una tradición conocida de siempre por los judíos estudiosos de la ley, pero algunos investigadores actuales han llegado a la misma conclusión: probablemente, Esdras fue la mano que reunió en un solo volumen toda la ley, esparcida hasta entonces en diferentes obras (véase cuadro pág. 23 ¿quién escribió el tanaj?). La presentación oficial de esa nueva ley reunida en un solo corpus tuvo lugar en Jerusalén:

 

Todo el pueblo se reunió como un solo hombre en la plaza que está ante la puerta del Agua. Entonces dijeron a Esdras, el escriba, que trajera el libro de la Ley de Moisés, que el Señor había dado a Israel. El sacerdote Esdras trajo la Ley ante la asamblea, compuesta por los hombres, las mujeres y por todos los que podían entender lo que se leía. Era el primer día del séptimo mes. Luego, desde el alba hasta promediar el día, leyó el libro en la plaza que está ante la puerta del Agua, en presencia de los hombres, de las mujeres y de todos los que podían entender. Y todo el pueblo seguía con atención la lectura del libro de la Ley. […] Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo —porque estaba más alto que todos— y cuando lo abrió, todo el pueblo se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo, levantando las manos, respondió: «¡Amén! ¡Amén!». Luego se inclinaron y se postraron delante del Señor con el rostro en tierra. […] los levitas exponían la Ley al pueblo, que se mantenía en sus puestos. Ellos leían el libro de la Ley de Dios, con claridad, e interpretando el sentido, de manera que se comprendió la lectura (Nehemías 8, 1-8).

 

Esta lectura pública puede considerarse el comienzo de la religión judía y el fin de la religión israelita anterior al exilio. La ley de Esdras procedía, casi en su totalidad, de textos redactados antes del exilio: las fuentes J, E, P, que comprendían Génesis, Éxodo, Levítico y Números, más el Deuteronomio y la Historia deuteronomista, pero incluyó también algunos pequeños añadidos, como la obligatoriedad de celebrar la fiesta de Sukkot o Tabernáculos, que era desconocida para los judíos de épocas anteriores (Nehemías 8, 13-17).

La labor de Esdras lo convierte en el creador de aquel manantial surgido junto a los ríos de Babilonia, en el padre del judaísmo tal como lo conocemos hoy en día, con sus tres pilares básicos: ley, raza y templo. Fue una persona de profundas convicciones, empeñada en proteger a la comunidad judía que había sobrevivido al destierro, lo que explica la intransigencia de algunas de sus normas y el carácter extraordinariamente peculiar que confirió al pueblo judío y que lo ha mantenido diferenciado, pero vivo, a través de los siglos.

Doctrina y autoridad

Ya se ha comentado que el judaísmo es más una ortopraxia que una ortodoxia. De hecho, ser judío no exige prácticamente ningún esfuerzo de fe más allá de aceptar que Yahvé es una divinidad única y que ha elegido a los judíos entre todas las naciones como pueblo con el que establecer su pacto.

No es tan sencilla, sin embargo, la tarea de ser un buen judío si se trata de cumplir con todas las exigencias legales que plantea la Torá.

Creencias básicas

Las creencias básicas del judaísmo se articulan en torno a tres temas fundamentales: la relación del hombre con Yahvé, la esperanza en la llegada de un mesías y las ideas sobre qué ocurre más allá de la muerte.

 

 

La alianza de Yahvé: un dios, un pueblo, una tierra

Tres son los pilares que sostienen la alianza o pacto que Yahvé establece con su pueblo: el compromiso de exclusividad, la promesa de una descendencia numerosa y la entrega de una tierra donde el pueblo elegido pueda adorar a su dios. La comprensión de estas tres facetas nos ayudará a responder correctamente a la pregunta «¿qué es ser judío?».

Como si de un contrato se tratara, ambas partes, Yahvé y el pueblo judío, se obligan a cumplir con las obligaciones que estipula la Alianza.

La primera obligación se refiere a la exclusividad de Yahvé como dios de los judíos. Esta exigencia tiene su origen en las palabras de Yahvé a Abraham («yo seré el Dios de los tuyos», Génesis 17, 8), pero se especifica aún más claramente en el principio del decálogo que le es dictado a Moisés en el Sinaí:

 

Yo, Yahvé, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso» (Éxodo 20, 2-5).

 

Pero tener a Yahvé como único dios supone que hay que cumplir todos sus preceptos, es decir, la totalidad de mandamientos contenidos en la Torá (las 613 Mitzvot), más toda la Torá oral reflejada en la Misná. Como ya hemos comentado, se trata, por tanto, de cumplir con normas más que de creer complicados dogmas teológicos.

A cambio de la fidelidad del pueblo que ha elegido como suyo, Yahvé se compromete a garantizar a los judíos una gran descendencia. La promesa no aparece en la revelación a Moisés en el Sinaí, sino que procede del inicio mismo de la relación entre Yahvé y el primer judío, Abraham:

 

Dijo Abram: «He aquí que no me has dado descendencia, y un criado de mi casa me va a heredar». Mas he aquí que la palabra de Yahvé le dijo: «No te heredará ese, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas». Y sacándole afuera, le dijo: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas». Y le dijo: «Así será tu descendencia» (Génesis 15, 1-5).

 

Además de garantizar la pervivencia de los descendientes de Abraham, Yahvé entregará al pueblo judío una tierra donde vivir, para que no tenga que morar entre otros pueblos como extranjero. Esta promesa aparece en dos formulaciones diferentes. Las dos tienen como receptor a Abraham, y cada una hace hincapié en un aspecto de la promesa. La primera formulación garantiza la propiedad eterna de la tierra:

 

Yo te daré a ti y a tu posteridad la tierra en que andas como peregrino, todo el país de Canaán, en posesión perpetua, y yo seré el Dios de los tuyos (Génesis 17, 8).

 

La segunda formulación hace las veces de mapa, marcando los límites geográficos del territorio concedido a los judíos:

 

En aquel día pactó Yahvé alianza con Abram diciendo: «A tu posteridad otorgo este país, desde el río de Egipto hasta el Río Grande o río Éufrates: los qenitas, los qenezeos, los cadmoneos, los hititas, los pereceos, los refaítas, los amorreos, los cananeos, los girgaseos y los jebuseos» (Génesis 15, 18-21).

 

Por último, como ocurre en todo contrato o pacto, habrá una firma que concrete los términos exactos de lo allí acordado. En el caso de esta Alianza, la señal del pacto será la circuncisión de todos los varones.

 

 

La Alianza

 

1. Los descendientes de Abraham tendrán como único dios a Yahvé y cumplirán todos sus preceptos.

2. Yahvé concederá una gran descendencia a la estirpe de Abraham.

3. Yahvé les entregará una tierra en posesión eterna, Israel, para que no tengan que vivir como extranjeros en otros países.

4. El pacto se sella mediante la circuncisión de todos los varones.

 

 

Se plantean entonces las siguientes preguntas. ¿En qué consiste exactamente ser judío? ¿Es judío aquel que nace judío? ¿O bien aquel que cree en Yahvé y cumple sus preceptos? ¿Es absolutamente necesario vivir en la tierra que Yahvé entregó a los hijos de Abraham? ¿Hay que cumplir las tres condiciones? Trataremos de responder a estas cuestiones.

Quizá la condición más fácilmente prescindible es la de nacer en la tierra concedida por Yahvé, que se corresponde con el Israel de hoy día. Si se contempla desde un punto de vista actual, ser israelí no significa ser judío, pues hay israelíes de otras religiones, especialmente árabes y cristianos. De la misma manera, hay muchos judíos que viven fuera de Israel (casi dos millones solo en Nueva York, cerca de seis millones en Estados Unidos). Así pues, el elemento territorial debería considerarse secundario, aunque muy importante desde el punto de vista de la fe del judío practicante.