Las hermanas Makioka - Junichirô Tanizaki - E-Book

Las hermanas Makioka E-Book

Junichiro Tanizaki

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Beschreibung

«Tanizaki quizás sea el más notable novelista japonés del siglo XX y Las hermanas Makioka, su libro más importante.» New York Times Book Review Pocos años antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial, en la tradicional Osaka, cuatro mujeres de clase alta tratan de preservar una forma de vida ancestral que está a punto de desaparecer. Las hermanas Makioka es el retrato conmovedor, pero implacable, de una familia y de la sociedad japonesa que estaban enfrentándose al abismo de la modernidad. Lleno de bellas y delicadas estampas de las costumbres de la aristocracia japonesa, captura tanto las convenciones sociales como la íntima angustia de sus protagonistas.Las hermanas Makioka, obra fundamental de Junichirô Tanizaki, es fruto de una redacción lenta y meditada, en la que buscó refugio de la catástrofe de la guerra, recreando un suntuoso y exquisito mundo con la nostalgia de un tiempo y felicidad que se estaban desvaneciendo.

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Índice

Cubierta

Personajes principales

LIBRO I

LIBRO II

LIBRO III

Notas

Créditos

Personajes principales

Las cuatro hermanas Makioka:

Tsuruko, la señora de la casa más antigua o «principal» de una familia de Osaka, la cual, según la tradición japonesa, tiene autoridad sobre las ramas colaterales.

Sachiko, la señora de la casa de la rama menor en Ashiya, pequeña ciudad de los alrededores de Osaka. Por razones sentimentales y de comodidad, las hermanas menores solteras prefieren vivir con ella, un poco contra la tradición.

Yukiko, de treinta años y aún soltera, tímida y reservada, actualmente no muy solicitada; tantas peticiones de mano han sido rechazadas en años anteriores que la familia ha adquirido fama de altivez a pesar de que su fortuna disminuye.

Taeko (familiarmente llamada Koi-san), más voluntariosa y refinada de lo que corresponde a sus veinticinco años; espera impaciente el matrimonio de Yukiko para que sus relaciones secretas con un hombre puedan ser legitimadas ante el mundo.

Tatsuo, marido de Tsuruko, cauteloso empleado de banco que tomó el apellido de los Makioka y que, al retirarse su padre adoptivo, se convirtió en el cabeza de familia según la costumbre japonesa.

Teinosuke, marido de Sachiko, contable con notables inclinaciones literarias e instintos mucho más humanos que Tatsuo; también ha tomado el apellido de los Makioka.

Etsuko, hija de Sachiko, chiquilla precoz que acaba de ingresar en la escuela.

O-haru, criada de Sachiko.

La señora Itani, dueña de un salón de belleza, inveterada comadre cuya profesión se presta al emocionante juego de concertar matrimonios.

Okubata (familiarmente llamado el chico Kei), el hombre con quien Taeko intentó escaparse a los diecinueve años y al que continúa viendo en secreto.

Itakura, hombre sin posición social, por el que Taeko se siente atraída al ver que su compromiso con Okubata se demora demasiado.

LIBRO I

1

–Por favor, ¿quieres hacerme eso, Koi-san?

Al ver por el espejo que Taeko había aparecido tras ella, Sachiko dejó de empolvarse la espalda y tendió la borla a su hermana. Sus ojos aún estaban fijos en el espejo y evaluaban aquella cara como si perteneciera a otra persona. La ropa interior larga que llevaba, que le llegaba hasta el cuello, se proyectaba rígida por detrás. Y le dejaba al descubierto espalda y hombros.

–Y Yukiko, ¿dónde está?

–Vigilando los ejercicios de Etsuko –respondió Taeko.

Las dos hablaban en el plácido y lento dialecto de Osaka. Taeko era la más joven de la familia, y en Osaka la chica más joven es siempre Koi-san, ‘hijita’.

Se podía oír el piano abajo. Yukiko había terminado pronto de vestirse, y la pequeña Etsuko siempre necesitaba alguien a su lado cuando ensayaba. Jamás protestaba cuando se iba su madre, con tal que Yukiko se quedara a hacerle compañía. Hoy, al ver que su madre y Yukiko y Taeko se vestían para salir, se mostraba rebelde. Muy a regañadientes concedió su permiso cuando le prometieron que por lo menos Yukiko regresaría inmediatamente después del concierto –que empezaba a las dos– y estaría con ella a la hora de cenar.

–Koi-san, tenemos otra propuesta para Yukiko.

–¿Eh?

La blanquecina borla bajaba desde la nuca a la espalda y los hombros de Sachiko. Esta no estaba encorvada en absoluto y, sin embargo, la carne opulenta, voluminosa de la nuca y la espalda daba cierta impresión de que se agachaba. El cálido color de su piel, bajo la clara luz del sol otoñal, hacía difícil creer que tuviera más de treinta años.

–Llegó por medio de Itani.

–¿Eh?

–Ese hombre trabaja en una oficina, Industrias Químicas M. B., dice Itani.

–¿Acomodado?

–Gana unos ciento setenta o ciento ochenta yenes al mes, posiblemente doscientos cincuenta, con los pluses.

–Industrias Químicas M. B. ¿Una compañía francesa?

–¡Qué lista eres! ¿Cómo te enteraste?

–Pues mira, lo sé.

Taeko, la menor, estaba realmente mucho mejor informada en tales materias que sus hermanas. A veces daba la sensación de que se aprovechaba de su ignorancia para hablarles con una condescendencia propia de una persona de más edad.

–Jamás había oído hablar de las Industrias Químicas M. B. La oficina central está en París, dice Itani. Parece que es muy importante.

–Tienen un gran edificio en el puerto de Kobe. ¿No te has fijado nunca?

–Ese es el sitio. Ahí es donde trabaja.

–¿Sabe él francés?

–Eso parece. Se graduó en la especialidad de francés de la Academia de Lenguas de Osaka, y pasó una temporada en París... aunque no larga. Gana cien yenes al mes enseñando francés por las noches.

–¿Tiene propiedades?

–Muy poca cosa. Conserva aún la casa solariega de su familia en el campo –su madre vive allí– y una casa y un terreno en Kobe. Y nada más. La casa de Kobe es muy pequeña, y la compró a plazos. Como ves, todo muy sencillo.

–Sin embargo, no tiene que pagar alquiler. Puede vivir como si tuviera más de cuatrocientos al mes.

–¿Crees que podría ser un buen partido para Yukiko? Solo tiene que preocuparse por su madre, y esta nunca va a Kobe. Ya pasa de los cuarenta, pero no ha estado nunca casado.

–¿Por qué no, si pasa de los cuarenta?

–No ha encontrado a nadie lo bastante refinado para él, dice Itani.

–Muy raro. Tendríais que hacer averiguaciones.

–Y dice Itani que está muy entusiasmado con Yukiko.

–¿Y le mandasteis su retrato?

–Le dejé uno a Itani, y ella se lo mandó sin decírmelo. Dice que está muy satisfecho.

–¿Tienes un retrato de él?

Abajo, continuaban los ejercicios. No parecía probable que Yukiko las sorprendiera.

–Mira en el cajón de arriba, a la derecha. –Frunciendo los labios como si fuera a besar el espejo, Sachiko cogió el lápiz de labios–. ¿Lo encontraste?

–Aquí está. ¿Se lo habéis enseñado a Yukiko?

–Sí.

–¿Y qué ha dicho?

–Como de costumbre, casi nada. ¿Qué opinas, Koi-san?

–Que es muy feo. O quizá solo un poquitín feo. Un mediocre empleado de oficina, lo puedes ver a la primera ojeada.

–Pues es precisamente eso, después de todo. ¿Por qué te sorprende?

–Puede haber una ventaja. Podrá enseñar francés a Yukiko.

Satisfecha en términos generales con su rostro, Sachiko empezó a desdoblar un quimono.

–Por poco se me olvida. –Levantó la vista–. Me siento un poco corta de B. ¿Me haces el favor de decírselo a Yukiko?

El beriberi se cernía siempre por la región de Kobe-Osaka; cada año, al pasar del verano al otoño, toda la familia –Sachiko, su marido, sus hermanas y Etsuko, que recientemente había empezado a ir a la escuela– se resentía de él. La inyección de vitamina se había convertido en un hábito de la familia. Ya no iban a ver al médico, pero en cambio tenían al alcance de la mano una provisión de vitaminas concentradas que se administraban mutuamente con completa despreocupación. Una sombra de apatía era atribuida inmediatamente a la falta de vitamina B y, aunque ya habían olvidado quién acuñó la expresión «corto de B», todos la entendían.

Los ejercicios de piano habían terminado. Taeko llamó desde lo alto de la escalera y salió una de las criadas.

–¿Puedes preparar una inyección para la señora Makioka, por favor?

2

La señora Itani (todo el mundo la llamaba Itani) tenía un salón de belleza cerca del Hotel Oriental, en Kobe, y Sachiko y sus hermanas figuraban entre sus clientas asiduas. Sabiendo que Itani se moría por planear matrimonios, Sachiko le había hablado una vez del problema de Yukiko y le había dejado una fotografía para que se la mostrara a los probables candidatos. Hacía poco, al ir Sachiko para una permanente, Itani aprovechó unos pocos minutos libres para invitarla a salir y tomar una taza de té. En el vestíbulo del Hotel Oriental, Sachiko oyó por primera vez el relato de Itani.

Había sido un error no hablar antes con Sachiko, reconocía Itani, pero había tenido miedo de que, si desperdiciaban el tiempo de que disponían, llegaran a perder una buena oportunidad. Había oído hablar de aquel posible marido para la señorita Yukiko, y le había mandado la fotografía –solo eso, nada más– hacía aproximadamente un mes y medio. No había vuelto a saber nada de aquel hombre, y ya casi lo había olvidado, cuando se enteró de que al parecer estaba ocupado investigando los orígenes familiares de Yukiko. Había descubierto todo lo que se relacionaba con la familia Makioka, incluso con la rama principal de Osaka.

(Sachiko era la segunda hija. Su hermana mayor, Tsuruko, estaba al frente de la casa principal, en Osaka.)

...Y continuó haciendo averiguaciones acerca de la propia señorita Yukiko. Fue a la escuela a ver a su profesor de caligrafía, y a la mujer que le había enseñado la ceremonia del té. Lo descubrió todo. Incluso se enteró del asunto del periódico y se fue a dar una vuelta por las oficinas para ver si había habido un error en la información. A Itani le parecía claro que había quedado satisfecho de los resultados de la investigación, pero, para estar segura de ello, le dijo que debería encontrarse con Yukiko y ver por sí mismo si era la clase de muchacha que había descrito el artículo del periódico. Itani estaba segura de haberlo convencido. Era muy modesto y discreto, decía ella, y objetó que no pertenecía a la misma clase que la familia Makioka y tenía muy pocas esperanzas de encontrar una novia tan espléndida, y que si, por azar, se podía arreglar el matrimonio, le apenaría ver a la señorita Yukiko intentando vivir de su miserable salario. Pero, por si había alguna posibilidad, esperaba que Itani mencionara al menos su nombre. Esta se había enterado de que sus antepasados hasta su abuelo habían sido los principales criados de un daimyo poco importante, en la costa del mar del Japón, y de que aún les quedaba una parte de la finca familiar. En cuanto a la familia, pues, no parecía estar a mucha distancia de los Makioka. ¿No estaba de acuerdo Sachiko? Los Makioka eran una antigua familia, desde luego, y, probablemente, en Osaka todo el mundo había oído hablar de ellos en una ocasión u otra. Pero de todos modos –Sachiko tendría que perdonarla por decirlo así–, no podían vivir siempre de sus viejas glorias. Descubrirían solo que la señorita Yukiko había perdido finalmente su oportunidad. ¿Por qué no buscar un compromiso, mientras se estaba a tiempo, con alguien que no fuera inadecuado del todo? Itani admitía que el sueldo no era gran cosa, pero aquel hombre tenía solo cuarenta años y no era del todo imposible que llegara a ganar más. Y no era como si estuviera trabajando para una compañía japonesa. Le quedaba tiempo libre, y con más clases nocturnas estaba seguro de ganar sin dificultad cuatrocientos yenes o más. Le podría proporcionar por lo menos una criada; de eso no cabía duda. Y en cuanto al hombre en sí, el hermano de Itani lo conocía desde que eran muy jóvenes y lo había recomendado encarecidamente. Aunque lo perfectamente ideal sería que los Makioka hicieran por su parte las debidas averiguaciones, no parecía haber duda de que la única causa de no haberse casado antes era la de no haber encontrado a nadie de acuerdo con sus gustos. Puesto que había estado en París y había pasado de los cuarenta, era difícil garantizar que no hubiera querido saber nada de mujeres, pero cuando Itani lo vio se dijo a sí misma: «He aquí un hombre honrado, gran trabajador, que no pertenece ni remotamente a la clase de los que juegan con las mujeres». Era bastante razonable, para un hombre de tan buena conducta, exigir una muchacha elegante, refinada; pero por algún motivo –quizá como una reacción después de su visita a París– insistió también en que solo aceptaría una belleza puramente japonesa –gentil, plácida, graciosa, capaz de llevar vestidos japoneses. No importaba cómo le quedaran los trajes extranjeros–. También quería un rostro bello, naturalmente, pero más que nada deseaba manos y pies bonitos. Para Itani, la respuesta perfecta le pareció la señorita Yukiko.

Esta era su historia:

Itani mantenía a su marido, paralítico, y, después de hacer estudiar a su hermano en la Escuela de Medicina, había enviado aquella primavera a su hija a Tokio para que ingresara en la Universidad Femenina de Japón. Responsable y práctica, era mucho más lista que la mayoría de las mujeres, pero su manera de decir sin rodeos lo que pensaba, sin ambages ni circunloquios, era tan poco femenina, que uno a veces se preguntaba cómo conseguía conservar a las clientas. Y sin embargo, no había nada artificial en su franqueza –uno tenía solo la sensación de que era preciso decir la verdad– y, por tanto, Itani provocaba cierto resentimiento. El torrente de palabras se precipitaba como por un dique roto. Sachiko no podía evitar pensar que aquella mujer era atrevida, pero, dado que la animosa Itani se parecía tanto a un hombre habituado a ser obedecido, quedaba claro que aquella era la manera de expresar su amistad y su ayuda. Una consideración aún más poderosa era el razonamiento en sí, que carecía de fallos. Sachiko tenía la sensación de que se había quedado clavada en el suelo. Hablaría con su hermana de Osaka y quizá podrían hacer algunas averiguaciones. Aquí había terminado el asunto.

Podría ser que alguien buscara profundas y sutiles razones para explicar el hecho de que Yukiko, la tercera de las cuatro hermanas, hubiera pasado la edad de casarse y alcanzado los treinta sin marido. No había, en realidad, ninguna razón «profunda» digna de ese nombre. O, si había que encontrar una, acaso consistía en que Tsuruko, en su casa solariega, Sachiko y la propia Yukiko recordaban todas el lujo de los últimos años de la vida de su padre y la dignidad del apellido de los Makioka; en una palabra, eran esclavas del apellido familiar, del hecho de que eran miembros de una antigua y honorable familia. En su esperanza de encontrar para Yukiko un marido digno, habían rechazado todas las propuestas que les habían llovido durante los años anteriores. Nadie comprendería qué era lo que querían. Ahora el mundo ya se había cansado de sus desaires, y la gente ni siquiera mencionaba a posibles candidatos. Mientras, la fortuna de la familia disminuía. No había duda, pues, de que Itani había sido bondadosa al apremiar a Sachiko a «olvidar el pasado». Los mejores días de los Makioka habían llegado quizá hasta mediados de 1920. Su prosperidad solo perduraba ahora en la memoria de los habitantes de Osaka que habían conocido bien los viejos tiempos. En efecto, incluso ya en aquella época, las extravagancias y la mala administración habían ejercido sus efectos en el negocio familiar. La primera de una serie de crisis les había sorprendido entonces. Poco después murió el padre de Sachiko, el negocio disminuyó, y la tienda de Semba, situada en el corazón de la vieja Osaka –que se enorgullecía de una historia que comenzaba a mitad del siglo pasado durante los días del shogunato–, tuvo que ser vendida. A Sachiko y Yukiko les resultó difícil olvidar cómo les había ido en vida de su padre. Antes de ser derribada la tienda para dejar sitio a otro edificio más moderno, no podían pasar por delante de la sólida fachada de ladrillo y mirar por los escaparates al sombrío interior sin un estremecimiento de pena.

Había cuatro hijas, y ningún hijo, en la familia. Al retirarse el padre, el marido de Tsuruko, que había tomado el apellido de Makioka, se convirtió en el cabeza de la familia. También se casó Sachiko, y también su marido tomó el apellido Makioka. Cuando Yukiko llegó a esa edad, sin embargo, ya no tenía, por desgracia, a su padre para buscarle un buen partido y no se llevaba muy bien con su cuñado Tatsuo, el nuevo cabeza de familia. Este, hijo de un banquero, había trabajado en un banco antes de convertirse en heredero de los Makioka y, de hecho, incluso poco después, había dejado, en gran parte, la dirección de la tienda a su padre de adopción y al encargado principal. A la muerte del padre, Tatsuo desoyó las protestas de sus cuñadas y del resto de la familia, que pensaban que aún se podía salvar algo, y permitió que la vieja tienda pasara a manos de un hombre que había sido en otro tiempo sirviente de la familia. El propio Tatsuo volvió a su antiguo banco. Justo al revés que el padre de Sachiko, que gastaba con ostentación, Tatsuo era austero y solitario casi hasta la timidez. Con esa manera de ser, llegó a la conclusión de que, antes que tratar de dirigir un negocio que no le era familiar y que estaba cargado de deudas, debía emprender un curso más seguro y dejar perecer la tienda, y cumplir así con su deber respecto a la familia Makioka; y en realidad había escogido ese camino precisamente porque se preocupaba mucho por sus obligaciones como heredero de la familia. Para Yukiko, sin embargo, atraída por el pasado, había algo en su cuñado muy poco satisfactorio, y estaba segura de que, desde la tumba, su padre también hacía reproches a Tatsuo. Fue durante esta crisis, poco después de la muerte del padre, cuando Tatsuo se convirtió en entusiasta buscador de un marido para Yukiko. El candidato en cuestión era el heredero de una rica familia y directivo de un banco de Toyohashi, no lejos de Nagoya. Como ese banco y Tatsuo tenían relación, este poseía todo lo necesario para estar enterado del carácter del hombre y de su situación financiera. La posición social de la familia Saigusa de Toyohashi era incuestionable, acaso un poco demasiado alta para lo que había llegado a ser la familia Makioka. El hombre en sí era admirable en todos los aspectos, e inmediatamente se convino una entrevista con Yukiko. A todo lo cual esta puso objeciones y no hubo manera de hacerla cambiar de opinión. No era que, en realidad, encontrara defectos en el aspecto y maneras de aquel hombre, pero dijo que era demasiado rústico. Aunque sin ningún género de dudas era tan admirable como decía Tatsuo, se podía ver a simple vista que carecía por completo de inteligencia. Había caído enfermo al terminar la enseñanza secundaria, se decía, y no había podido ir más allá, pero Yukiko no podía evitar la sospecha de que la estupidez tenía algo que ver en el asunto. Sabiéndose con un título expedido por un seminario para señoritas y con matrícula de honor en inglés, Yukiko estaba segura de que sería completamente incapaz de respetar a aquel hombre. Y, además, por enorme que fuera la fortuna de que era heredero y por muy seguro que fuera el futuro que le ofrecía, la idea de tener que vivir en una ciudad provinciana como Toyohashi le resultaba insoportablemente sombría. Yukiko gozó de la ayuda de Sachiko; no había que pensar en enviar a la pobre muchacha a semejante sitio. Aunque Tatsuo, por su parte, admitía que Yukiko no carecía de inteligencia, había llegado a la conclusión de que, para una muchacha japonesa por los cuatro costados y extremadamente reservada, una vida plácida y segura en una ciudad provinciana, libre de toda innecesaria excitación, sería el ideal, y no se le había ocurrido que la propia dama pusiera objeciones. Pero la tímida e introvertida Yukiko, incapaz como era de abrir la boca en presencia de extraños, poseía un temperamento fuerte que era difícil de conciliar con su aparente docilidad. Tatsuo descubrió que su cuñada, a veces, no era tan sumisa como parecía.

En cuanto a Yukiko, todo habría ido bien si hubiera aclarado su postura inmediatamente. En cambio, se empeñó en dar respuestas vagas que podían significar cualquier cosa, y cuando llegó el momento crucial no fue a Tatsuo o a su hermana mayor a quienes reveló sus sentimientos, sino a Sachiko. Eso quizá en parte era porque le resultaba difícil hablar de ello con el entusiasta Tatsuo; pero era uno de los defectos de Yukiko, decir apenas lo suficiente para hacerse comprender. Tatsuo había concluido que Yukiko no era contraria a la propuesta, y el futuro novio aún se entusiasmó más después de la entrevista; dejó claro que tendría a Yukiko y a nadie más. Las negociaciones habían avanzado hasta el punto, pues, en que ya era virtualmente imposible dar un paso atrás con elegancia; pero una vez Yukiko dijo «no», su hermana mayor y Tatsuo podrían haber establecido turnos para hablarle hasta enlonquecer y no hubiera habido esperanzas de llegar a conmoverla. Dijo «no» hasta el final. Tatsuo se sentía especialmente satisfecho con la pareja propuesta porque estaba seguro de que era de los que habría aprobado su difunto suegro, y su decepción fue, por tanto, enorme. Lo que más le molestaba de todo era que uno de los directivos de su banco había actuado de intermediario. El pobre Tatsuo se preguntaba qué le podría decir a aquel hombre. Si Yukiko hubiera expuesto objeciones razonables, naturalmente, habría sido otra cosa, pero aquella búsqueda de defectos menores –que aquel fulano no tenía cara de inteligente, decía ella–, que daba después como razones para rechazar alegremente una propuesta de una naturaleza que no era probable que se presentara de nuevo, solo podía explicarse por la terquedad de Yukiko. O, si uno se decidía a albergar tales sospechas, quizá no era imposible llegar a la conclusión de que había actuado deliberadamente para poner en un aprieto a su cuñado.

Tatsuo, en apariencia, había aprendido la lección. Cuando alguien se le presentaba con una propuesta, le escuchaba con mucha atención. Pero ya no salía en busca de un marido para Yukiko, y trató de evitar siempre que le fue posible mezclarse en tratos de matrimonio.

3

Había, sin embargo, otra razón en las dificultades para encontrar marido a Yukiko: «el asunto que llegó hasta los periódicos», como lo llamaba Itani.

Unos cinco o seis años antes, cuando tenía diecinueve, Taeko, la más joven de las hermanas, se había fugado con el hijo de los Okubata, una antigua familia de Semba que tenía una joyería. Sus motivos eran bastante razonables, al parecer; la tradición no le permitía casarse antes de encontrar un marido para Yukiko, por lo que había decidido tomar medidas extraordinarias. Ambas familias, sin embargo, no simpatizaban. Los enamorados fueron pronto localizados y llevados a casa, y así el incidente se hubiera olvidado de no haber sido por el hecho poco afortunado de que un periódico de Osaka lo recogió. En el relato del periódico, Yukiko, y no Taeko, se convirtió en protagonista, e incluso apareció su edad. Tatsuo le dio vueltas a lo que tenía que hacer: ¿pediría, por consideración a Yukiko, una retractación? Pero no resultaría acertado, pues significaría, en efecto, confirmar el relato de la mala conducta de Taeko. ¿Debía, pues, ignorar el artículo? Finalmente llegó a la conclusión de que, cualesquiera que fueran los efectos sobre la parte culpable, no tenía que salpicarle a la inocente Yukiko. Pidió una retractación. El periódico publicó una versión rectificada y, como habían temido, esta vez el público leyó cosas de Taeko. Aunque sabía que tenía que haber consultado antes a Yukiko, también sabía que no podía esperar que esta le diera una auténtica respuesta. Y había la posibilidad de que se produjera un disgusto entre Yukiko y Taeko, cuyos intereses, en el asunto, eran opuestos. Cargó, pues, con toda la responsabilidad, después de consultar solo a su esposa. Posiblemente, en algún profundo rincón de su mente tenía la esperanza de que, si salvaba la reputación de Yukiko aun a costa de sacrificar la de Taeko, aquella llegaría a tener un buen concepto de él. La verdad era que, para Tatsuo, que se hallaba en situación difícil como cabeza de la familia por adopción, aquella Yukiko, tan dulce y tan dócil superficialmente, pero tan dura en el fondo, era la más molesta de sus parientes, la más embarazosa y la más difícil de manejar. Pero, cualesquiera que fueran las razones de Tatsuo, no consiguió sino contrariar a ambas, a Yukiko y a Taeko.

Fue culpa de mi mala suerte (pensaba Yukiko) que el asunto llegase a los periódicos. Y no tiene remedio. Una retractación no hubiera servido para nada en un rincón donde nadie se habría dado cuenta de ella. Y con o sin retractación, odio ver nuestros nombres otra vez en los periódicos. Habría sido mucho más juicioso fingir que nada había sucedido. La intención de Tatsuo era buena, supongo, pero ¿qué pasa con la pobre Koi-san? No tenía que haber hecho lo que hizo, pero después de todo los dos apenas eran lo bastante mayores para saber lo que tenían que hacer. Me parece que, en realidad, la responsabilidad recae sobre las dos familias por no haberles vigilado con más cuidado. Tatsuo tiene que cargar con su parte, y yo con la mía. La gente dirá lo que quiera, pero estoy segura de que nadie que me conozca se tomará en serio esa historia. Yo no pienso que me haya perjudicado. Pero ¿y Koi-san? ¿Y si se convierte ahora en una auténtica delincuente? Tatsuo piensa solo en principios generales, y jamás en las personas interesadas. ¿No habrá ido un poco demasiado lejos? Y además sin consultarnos a nosotras dos.

Y Taeko, por su parte: tiene mucha razón al querer proteger a Yukiko, pero podría haberlo hecho sin poner mi nombre en los periódicos; y al tal periodiquillo, podría haberlo comprado fácilmente, pero siempre le da miedo gastarse algo de dinero.

Taeko era madura para su edad.

Tatsuo, que sentía que ya no podía mirar al mundo de frente, presentó su dimisión al banco. Naturalmente, no fue aceptada, y para él el incidente quedó zanjado. El daño infligido a Yukiko, sin embargo, fue irreparable. Poca gente, sin duda, vio la rectificación del periódico y se enteró de que la chica había sido difamada, pero, por pura y recatada que pudiera ser ella, ahora se sabía qué clase de hermana tenía, y, a pesar de toda la confianza que tenía en sí misma, Yukiko vio alejarse inmediatamente la perspectiva de encontrar marido. Sintiera lo que sintiera en su interior, continuaba insistiendo en que el incidente no la había perjudicado mucho y, felizmente, no existía resquemor entre las hermanas. De hecho, Yukiko más bien tendía a proteger a Taeko de su cuñado. Ambas habían tenido durante cierto tiempo la costumbre de realizar largas visitas a Sachiko, en Ashiya, entre Osaka y Kobe. Por turnos, la una estaba en la casa solariega de Osaka y la otra en Ashiya. Después del incidente del periódico, las visitas a Ashiya fueron cada vez más frecuentes, y ahora se las podía encontrar allí a las dos juntas durante semanas. Teinosuke, el marido de Sachiko, daba menos miedo que Tatsuo en su casa solariega. Teinosuke, un contable que trabajaba en Osaka y cuyos ingresos complementaban el dinero que había recibido del padre de Sachiko, no se parecía en nada al severo y rígido Tatsuo. Para ser un hombre graduado en una escuela de negocios, sentía notables inclinaciones literarias y hasta había probado su destreza en poesía. De vez en cuando, si las visitas de sus dos cuñadas le parecían demasiado prolongadas, se preocupaba por lo que podrían pensar en la casa solariega.

–Supón que regresaran allí por algún tiempo –decía.

–Pero no hay en absoluto nada de qué preocuparse –respondía Sachiko–. Me imagino que Tsuruko se alegra de tenerlas lejos de vez en cuando. La casa ya no es ni la mitad de grande, con todos aquellos chiquillos. Deja que Yukiko y Koi-san hagan lo que les dé la gana. Nadie se quejará.

Y así, residir en Ashiya, se convirtió para las jóvenes hermanas en algo habitual.

Pasaron los años. Mientras poca cosa le acontecía a Yukiko, la vida de Taeko tomó un nuevo rumbo, un rumbo que afectó igualmente a Yukiko. A Taeko se le daba muy bien hacer muñecas desde que iba a la escuela. En sus momentos de ocio era capaz de hacer frívolas muñequitas de unos retales de tela, y su habilidad había mejorado hasta tal punto que, en aquel momento, sus muñecas se vendían en los grandes almacenes. Hacía muñecas al estilo francés y las hacía puramente japonesas con un destello de auténtica originalidad y con variedad tal, que uno podía darse cuenta de lo vastos que eran sus gustos en cine, teatro, arte y literatura. Se creó una clientela con el tiempo y, con la ayuda de Sachiko, había alquilado una galería para hacer una exposición en el centro del barrio de Osaka dedicado al ocio. Empezó pronto a hacer las muñecas en Ashiya, ya que la solariega de Osaka estaba llena de niños y era completamente imposible trabajar allí. En seguida comenzó a sentir la necesidad de un estudio mejor equipado, y alquiló una habitación a una media hora de la casa de Sachiko en Ashiya. Tatsuo y Tsuruko, en Osaka, se oponían a cualquier cosa que hiciera parecer que Taeko era una muchacha que trabajaba. Particularmente, tenían sus dudas acerca de que alquilara una habitación para ella sola, pero Sachiko fue capaz de superar sus objeciones. A causa de aquel pequeño error, argumentó, Taeko estaba más lejos de encontrar marido que la propia Yukiko, y estaba bien que algo la mantuviera ocupada. ¿Y qué pasaba si alquilaba una habitación? Era un estudio, y no un sitio para vivir. Afortunadamente, una viuda amiga de Sachiko había abierto una pensión. ¿Qué pasaría, sugirió Sachiko, si pedían a aquella mujer que vigilara a Taeko? Y como estaba tan cerca, la propia Sachiko podría echarle un vistazo a su hermana de vez en cuando. Así Sachiko venció finalmente a Tatsuo y Tsuruko, aunque era casi seguro que le concederían su permiso.

Al contrario que Yukiko, Taeko era muy dada a travesuras y bromas. Era verdad que había tenido sus accesos de depresión después del incidente del periódico; pero ahora, ante aquel mundo nuevo que se abría ante ella, volvía a ser la alegre Taeko de antes. Hasta aquí las teorías de Sachiko parecían correctas. Pero a partir del momento en que Taeko tuvo una asignación de la casa solariega y le fue posible pedir un buen precio por sus muñecas, se encontró con que tenía dinero para gastar y, de vez en cuando, aparecía con un bolso increíble bajo el brazo o con zapatos que mostraban claras señales de haber sido importados. Sachiko y su hermana mayor, ambas algo intranquilas ante aquella extravagancia, la apremiaban a ahorrar el dinero, pero Taeko ya conocía el valor que tenía este en el banco. Sachiko no se lo tenía que decir a Tsuruko, dijo, pero mira esto (y abrió la libreta de la caja postal de ahorros).

–Si alguna vez necesitas gastarte algo de dinero –añadió–, no tienes más que decírmelo.

Después, un día, a Sachiko la alarmó cierta noticia que le dio un conocido:

–Vi a vuestra Koi-san y al chico Okubata paseando junto al río.

Poco antes se le había caído a Taeko del bolsillo un encendedor al sacar el pañuelo, y Sachiko se había enterado por primera vez de que su hermana fumaba. No había nada que hacer si una muchacha de veinticuatro o veinticinco años decidía fumar, se dijo Sachiko, pero ahora había nuevos chismorreos. Llamó a Taeko y le preguntó si la noticia era cierta. Lo era, dijo Taeko. Las preguntas de Sachiko sacaron a relucir los detalles: Taeko no había visto ni había tenido noticias del chico Okubata desde el incidente del periódico hasta la exposición, cuando él había comprado la muñeca más grande. Después había vuelto a verse con él. Pero, naturalmente, se trataba de la más inocente de las relaciones y además le veía muy de tarde en tarde. Después de todo era ya una mujer adulta, y no una niña caprichosa, y esperaba que su hermana confiara en ella. Sachiko, no obstante, se reprochaba haber sido demasiado indulgente. Después de todo, tenía ciertas obligaciones para con la casa solariega. Taeko trabajaba como le venía en gana y, muy artista por temperamento, no hacía ningún esfuerzo por seguir un programa fijo. A veces no hacía nada durante días, para volver a trabajar durante toda la noche y regresar a casa por la mañana con los ojos enrojecidos –eso a pesar de que se suponía que no se quedaba por la noche en el estudio–. Además, la comunicación entre la casa solariega de Osaka, la de Sachiko en Ashiya y el estudio de Taeko no había sido tanta como para poder saber cuándo esta abandonaba un sitio y tenía que presentarse en otro. Sachiko comenzó a sentirse realmente culpable. Había sido demasiado blanda. Escogió un momento en que no era probable que Taeko estuviera y visitó a la viuda amiga para informarse de las costumbres de su hermana. Esta había llegado a ser tan famosa, parecía, que ya tenía discípulas. Pero solo madres de familia y muchachas jóvenes; a excepción de los artesanos que hacían las cajas para sus muñecas, jamás visitaban el estudio hombres. Taeko, una vez hallado su camino, era una trabajadora esforzada y no era insólito que trabajara hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Como no había cama en la habitación, tenía que fumar mientras aguardaba el alba y el primer tranvía. Las horas coincidían bastante bien, por lo que había observado Sachiko. Taeko, al principio, ocupaba una habitación de seis esteras1, al estilo japonés, pero hacía poco se había trasladado a otra mayor, de tipo occidental, según vio Sachiko, con un pequeño vestidor japonés situado a un nivel un poco superior. Había por la habitación toda clase de obras de consulta y de revistas y una máquina de coser, retales, muñecas inacabadas y fotografías clavadas con un alfiler en las paredes. Era exactamente el estudio de un artista y, sin embargo, algo en él sugería la vivacidad de una muchacha muy joven. Todo estaba limpio y en orden. No se había dejado ni una sola colilla en el cenicero. Sachiko no encontró nada en los cajones ni en el archivador de cartas que levantara sus sospechas.

Había tenido miedo de hallar pruebas acusadoras y por ese motivo temía la visita. Ahora, sin embargo, se sentía enormemente tranquila y satisfecha de haber venido. Confiaba en Taeko más que nunca.

Al cabo de dos o tres meses, en un momento en que Taeko estaba en el estudio, Okubata apareció de repente en el portal y anunció que deseaba ver a la señora Makioka. Ambas familias habían vivido muy cerca la una de la otra en los viejos tiempos de Semba, y puesto que, por tanto, no era un completo extraño, Sachiko pensó que no había inconveniente en verle. Él sabía que no era correcto presentarse sin avisar –así empezó–. Por irreflexivos que hubieran sido unos años antes, él y Koi-san habían sido impulsados por algo más que un capricho momentáneo. Habían prometido esperar, no importaba cuántos años, hasta obtener por fin el permiso de sus familiares para casarse. Aunque era verdad que antes, su familia consideraba a Taeko como una delincuente juvenil, veían ahora su gran talento artístico y que el amor del uno por el otro era limpio y sano. Había oído decir a Koi-san que aún no habían podido encontrar un marido para Yukiko, pero que una vez le encontraran pareja a esta, permitirían a aquella casarse con él. Se había presentado hoy después de hablar del asunto con Koi-san a conciencia. No tenían prisa alguna; esperarían hasta el momento oportuno. Pero querían que por lo menos Sachiko supiera la promesa que se habían hecho y deseaban que tuviera confianza en ellos para luego, en el momento oportuno, exponer su caso a su hermana y a su cuñado de la casa solariega. Le quedarían eternamente agradecidos si pudiera hacer de alguna manera que sus esperanzas no resultaran defraudadas. Sachiko, por lo que había oído decir, era el miembro de la familia más comprensivo y una aliada de Koi-san. Pero reconocía, naturalmente, que estaba fuera de lugar acudir a ella con aquella embajada.

Eso fue lo que le dijo. Sachiko contestó que examinaría el asunto y le rogó que continuara su camino. Como ya sospechaba que lo que le había dicho él coincidía con los hechos, sus palabras no la sorprendieron particularmente. Puesto que ambos habían salido juntos en los periódicos, se inclinaba a considerar que la mejor solución para ellos era que se casaran, y estaba segura de que, dentro de poco, la casa solariega también llegaría a la misma conclusión. La boda podría tener un desafortunado efecto psicológico en Yukiko, sin embargo, y por esta razón Sachiko deseaba demorar la decisión tanto como le fuera posible.

De acuerdo con su costumbre cada vez que el tiempo le parecía interminable, se fue a la sala de estar, hurgó en un montón de partituras de música y se sentó al piano. Aún estaba tocando cuando entró Taeko. Esta, sin duda, había calculado con cuidado el momento de regresar, aunque su expresión no revelara nada.

–Koi-san. –Sachiko levantó la vista del piano–. Acaba de estar aquí Okubata.

–Ah.

–Me hago cargo de vuestros sentimientos, pero espero que lo dejaréis todo en mis manos.

–Lo comprendo.

–Podría ser cruel para Yukiko si actuáramos demasiado deprisa.

–Ya.

–¿Te haces cargo, pues, Koi-san?

Taeko parecía incómoda, pero su rostro estaba cuidadosamente sereno. No dijo nada más.

4

Sachiko no reveló a nadie, ni a Yukiko, su descubrimiento. Un día, sin embargo, Taeko y Okubata encontraron a Yukiko, que se apeaba del autobús, en el preciso momento en que iban a atravesar la carretera nacional. Yukiko no dijo nada, pero quizá al cabo de quince días Sachiko oyó hablar del incidente a Taeko. Imaginándose lo que Yukiko habría podido llegar a pensar, Sachiko resolvió contarle todo lo sucedido: no existía prisa alguna, dijo –en efecto, podían aguardar hasta que se hubiera arreglado algo para la propia Yukiko–, pero había que dejar, en el momento oportuno, que aquella pareja se casara, y cuando llegase ese momento también Yukiko haría lo que pudiera para conseguir de la casa solariega el correspondiente permiso. Sachiko observaba atentamente si se producía un cambio en la expresión de Yukiko, pero esta no mostró ni una señal de emoción. Si la única razón para no autorizar la boda inmediatamente era que las hermanas tenían que casarse por orden de edad, dijo al terminar Sachiko, en realidad, entonces, no existía razón alguna. No la trastornaría quedarse atrás, añadió sin rastro de amargura o de reto. Sabía que ya llegaría su momento.

Sin embargo, no había ni que pensar que la hermana pequeña se casara antes, y puesto que, para Taeko, el matrimonio ya podía considerarse concertado, se convirtió en más urgente que nunca encontrara un marido para Yukiko. No obstante, además de las complicaciones ya descritas, otro hecho operó aún en desventaja de Yukiko: había nacido en un año aciago. En Tokio, el Año del Caballo es a veces infausto para las mujeres. En Osaka, por el contrario, es el Año del Carnero el que priva a una muchacha de encontrar marido. Especialmente entre la vieja clase mercantil de Osaka, los hombres tienen miedo a tomar por novia a una chica nacida en el Año del Carnero. «No permitas que la mujer del Año del Carnero se pare a tu puerta», dice un proverbio de Osaka. La superstición está profundamente arraigada en esa ciudad tan fuertemente coloreada por los mercaderes y sus creencias, y a Tsuruko le gustaba decir que el Año del Carnero era el auténtico responsable del fracaso de la pobre Yukiko en su búsqueda de marido. En fin, bien considerado, también la gente de la casa solariega había llegado finalmente a la conclusión de que ya no tendría sentido continuar aferrándose a sus altos principios. Al comienzo dijeron que puesto que se trataba del primer matrimonio de Yukiko, también tenía que ser el primero del pretendiente; a continuación concedieron que un hombre que hubiese estado una vez casado resultaría aceptable, si no tenía hijos; y después, que no tenía que tener más de dos hijos e incluso que podía ser un año o dos mayor que Teinosuke, el marido de Sachiko, con tal que pareciera más joven. La propia Yukiko manifestó que se casaría con cualquier persona acerca de la cual se pusieran de acuerdo sus cuñados y hermanas. Por tanto, no tenía ninguna objeción a esta revisión de principios, aunque sí dijo que, si el hombre tenía descendencia ya, esperaba que fueran preciosas niñitas. Creía que realmente llegaría a querer a sus pequeñas hijastras. Añadió que, si el hombre había alcanzado la cuarentena, la cúspide de su carrera estaría cercana y que habría pocas probabilidades de que aumentaran sus ingresos. Era muy posible que se quedase viuda, además, y, aunque no pedía una gran fortuna, esperaba encontrarse al menos con lo suficiente para proporcionarle seguridad al llegar a la vejez. La casa solariega de Osaka y la de Ashiya convinieron en que todo eso era de lo más razonable, y se revisaron otra vez los principios.

Ese, pues, era el ambiente. En general, el candidato de Itani no parecía diferir mucho de lo que buscaban. No tenía propiedades, cierto, pero solo tenía cuarenta años, uno o dos menos que Teinosuke, y no se podía decir que no tuviera porvenir. Habían aceptado la posibilidad de que fuera mayor que Teinosuke, pero, naturalmente, era mucho mejor que fuera más joven. Lo que lo forzaba prácticamente a aceptar la propuesta, sin embargo, era el hecho de que fuera su primer matrimonio. Casi habían abandonado la esperanza de encontrar a un hombre soltero, y parecía muy improbable que apareciera otra oportunidad igual. Si abrigaban algunos recelos acerca de aquel hombre, estos quedaban más que anulados por el hecho de que no había estado casado. Y, dijo Sachiko, a pesar de que solo era un empleado, estaba al corriente de las maneras francesas y familiarizado con el arte y la literatura franceses, lo que complacería a Yukiko. La gente que no la conocía bien la tomaba por una dama completamente japonesa, pero solo porque su exterior (el vestido y el aspecto, el lenguaje y el porte) era muy japonés. La Yukiko real era totalmente diferente. Incluso estaba estudiando francés y comprendía la música occidental mucho mejor que la japonesa. Sachiko hizo que un amigo averiguara si Segoshi –tal era su nombre– estaba bien considerado en las Industrias Químicas M. B.; y no pudo encontrar a nadie que hablara mal de él. Llegó casi del todo a la conclusión de que aquella era la oportunidad que habían estado esperando. Consultaría con la casa solariega. Entonces, de repente, apareció Itani a su puerta en un taxi. ¿Qué había del asunto que habían discutido el otro día? Estaba como siempre, agresiva, y esta vez llevaba la fotografía del hombre. Sachiko no podía confesar que todo lo que había decidido era consultar a su hermana de Osaka, eso la habría hecho parecer demasiado descuidada. Lo consideraban, en efecto, una espléndida propuesta, respondió finalmente, pero, puesto que la casa solariega estaba haciendo averiguaciones acerca de aquel caballero, esperaba que Itani aguardara otra semana. Eso estaba muy bien, dijo Itani, pero era una clase de propuesta que requería rapidez. Si estaban en disposición de dar una respuesta favorable, ¿no harían bien en apresurarse? Cada día recibía una llamada telefónica del señor Segoshi. ¿Aún no se habían decidido? ¿No les enseñaría aquella fotografía ni vería qué era lo que pasaba? Por eso había venido, y esperaba la respuesta para dentro de una semana. Itani terminó su gestión y se marchó en cinco minutos.

A Sachiko, típica hija de Osaka, le gustaba tomarse su tiempo y pensaba que resultaba ofensivo disponer de lo que en definitiva era la vida entera de una mujer de una manera tan superficial. Pero Itani había tocado el punto sensible, y, con sorprendente rapidez, Sachiko partió al día siguiente para ver a su hermana de Osaka. Le contó toda la historia, sin olvidar mencionar que Itani había insistido en la prisa. Si Sachiko era lenta, sin embargo, Tsuruko lo era más, sobre todo cuando se trataba de propuestas de matrimonio. Una perspectiva bastante buena, que podía ser tomada a la ligera, dijo, pero antes quería hablar de ello con su marido y, si parecía aceptable, harían averiguaciones sobre el hombre y quizá mandarían a alguien a provincias para echarle un vistazo a la familia. En resumen, Tsuruko propuso tomarse el tiempo necesario. Un mes parecía un cálculo mucho más exacto que una semana y correspondía a Sachiko hacer esperar a Itani.

Entonces, justo una semana después de la primera visita, un taxi volvió a pararse ante la puerta. Sachiko contuvo la respiración. En efecto, era Itani. Precisamente ayer había intentado que le contestaran de la casa de Osaka, dijo Sachiko con cierta confusión, pero parecía que aún estaban informándose. Había tenido la impresión de que no existía objeción alguna. ¿Podría disponer de cuatro o cinco días más? Itani no la dejó terminar. Si no había ninguna objeción especial, con toda seguridad podrían demorar una investigación detallada. ¿Qué le parecía si los dos se veían? Nada más lejos de su mente que un complicado miai, o sea, una entrevista formal entre los futuros novios. Más bien tenía la intención de invitarlos simplemente a cenar. Ni tan solo era preciso que estuvieran presentes los de la casa solariega, habría más que suficiente con que Sachiko y su marido acompañaran a Yukiko. El señor Segoshi estaba muy impaciente. Ni la propia Itani quería aplazarlo. Sentía, en realidad, que tenía que hacer que aquellas hermanas se despertaran a la vida. (Sachiko se dio cuenta de todo eso.) Estaban demasiado enamoradas de sí mismas; continuaban sin hacer nada mientras la gente trabajaba para ellas. De ahí las dificultades de la señorita Yukiko.

¿Cuándo, exactamente, pensaba, pues, hacerlo?, preguntó Sachiko. Era un poco precipitado, respondió Itani, pero tanto ella como el señor Segoshi estarían libres al día siguiente, domingo. Por desgracia, Sachiko tenía un compromiso. ¿Pasado mañana, pues? Sachiko accedió vagamente, y dijo que le daría por teléfono una respuesta definitiva al día siguiente al mediodía. Ese día había llegado.

–Koi-san. –Sachiko empezó a ponerse un quimono. Decidió que no le gustaba, se lo quitó y cogió otro. Los ejercicios de piano habían vuelto a empezar–. Estoy preocupada.

–¿Cuál es el problema?

–Tengo que telefonear a Itani antes de salir.

–¿Para qué?

–Para darle una respuesta. Vino ayer y me dijo que deseaba que Yukiko se viera con ese hombre hoy.

–¡Qué propio de ella!

–No se trataba de nada formal, dijo; solo cenar juntos. Le dije que hoy estaba ocupada, y me propuso mañana. No fui capaz de negarme.

–¿Y qué piensan en Osaka?

–Tsuruko me dijo por teléfono que, si íbamos, tendríamos que ir solos. Y dijo que si nos acompañaban, después les resultaría violento rechazarlo. Itani dijo que le parecía bien que no fueran.

–¿Y Yukiko?

–El problema es Yukiko.

–¿Se negó?

–No exactamente. ¿Pero cómo crees que debe sentirse al pedirle que se entreviste con un hombre con solo un día de antelación? Debe pensar que no nos portamos muy bien con ella. Apenas lo sé, de todos modos. No dijo nada definido, excepto que podría ser una buena idea averiguar algo más acerca de él. No me dio una respuesta clara.

–¿Y qué vas a decir a Itani?

–¿Qué le voy a decir? Tendría que haber una buena razón; y no podemos enfadarla. Puede ayudarnos aún otro día. Koi-san, ¿quieres llamar para preguntarle si podríamos esperar unos días más?

–Puedo, supongo. Pero no parece que Yukiko vaya a cambiar de idea en unos días.

–Eso me temo. La altera solo la poca antelación, sospecho. Dudo de que, en realidad, piense de esa manera.

Se abrió la puerta y entró Yukiko. Sachiko no dijo nada más. Había una posibilidad de que Yukiko hubiera oído ya demasiado.

5

–¿Vas a llevar ese obi? –preguntó Yukiko. Taeko estaba ayudando a Sachiko a ajustársela–. La llevaste... ¿Cuándo fue? Cuando fuimos al recital de piano.

–Sí, llevé esta.

–Y cada vez que respirabas, crujía.

–¿De verdad?

–No muy fuerte, pero, en definitiva, un crujido. Cada vez que respirabas. Juré que nunca más te dejaría llevar ese obi en un concierto.

–¿Cuál me pongo, pues?

Sachiko sacaba obi tras obi del cajón.

–Este.

Taeko escogió uno con un dibujo en espiral.

–¿Y quedará bien con el quimono?

–Es el adecuado. Póntelo, póntelo.

Yukiko y Taeko habían terminado de vestirse poco antes. Taeko hablaba a su hermana como a una chiquilla poco dispuesta a ceder y estaba detrás de ella para ayudarla a ajustarse el segundo obi. Sachiko se arrodilló ante el espejo y lanzó un pequeño chillido.

–¿Qué pasa?

–Escucha con atención. ¿No oyes? Cruje.

Sachiko respiró profundamente para demostrar que crujía.

–Tienes razón, cruje.

–¿Cómo me sentaría aquel del estampado de hojas?

–¿Quieres ver si lo encuentras, Koi-san?

Taeko, la única de las tres vestida a la manera occidental, se abrió camino con ligereza a través de la colección de obi esparcidos por el suelo. Otra vez ayudó a ajustarlo. Sachiko se levantó e hizo dos o tres profundas inspiraciones.

–Este parece que va bien.

Pero cuando el último lazo estuvo en su sitio, el obi comenzó a crujir.

Las tres estaban muertas de risa. Cada nuevo crujido las hacía estallar de nuevo.

–Es por culpa de la doble faja –dijo Yukiko, recuperándose–. Prueba una sencilla.

–No, la dificultad está en la tela. Al doblarla, doblas también el crujido.

–Las dos os equivocáis. –Taeko cogió otro obi–. Este no crujirá jamás.

–Pero también es doble.

–Haz lo que te digo. He descubierto la causa.

–Pero mira la hora que es. Tú y tus obis nos harán perder el concierto. Nunca suelen ser muy largos, ya lo sabes.

–¿Quién fue la primera que le puso pegas a mi obi, Yukiko?

–Quiero oír la música, y no tus crujidos.

–Me habéis dejado exhausta. Poner y quitar, quitar y poner...

–¡Tú, exhausta! Piensa en mí.

Taeko hizo un esfuerzo por dejar tirante el obi.

–¿Lo dejo aquí?

O-haru, la criada, traía el equipo médico en una bandeja: una aguja hipodérmica esterilizada, vitaminas concentradas, alcohol, algodón hidrófilo, esparadrapo.

–¡Mi inyección, mi inyección! Yukiko, ponme la inyección. Oh, sí. –O-haru se había vuelto para salir–. Llama un taxi. Haz que venga dentro de diez minutos.

Yukiko estaba completamente familiarizada con el procedimiento. Abrió la ampolla con una lima, llenó la jeringa y levantó hasta el hombro la manga izquierda de Sachiko. Después de limpiar el brazo con un poco de algodón empapado en alcohol, asestó la aguja.

–¡Huy!

–No tengo tiempo para ir con cuidado.

Un fuerte olor a vitamina B inundó la habitación. Yukiko, con unos golpecitos, puso el esparadrapo en su sitio.

–Yo también estoy lista –dijo Taeko.

–¿Qué lazo irá bien con este obi?

–Ese mismo. El que ya tienes. Y date prisa.

–Pero sabéis perfectamente bien lo inútil que soy cuando trato de ir deprisa. Lo hago todo al revés.

–Ahora, por fin. Respira profundamente para nosotras.

–Tienes razón. –Sachiko respiraba con afán–. Tienes toda la razón. Ni un crujido. ¿Cuál es el secreto?

–Las nuevas crujen. No tienes que preocuparte con una vieja como este. Está demasiado cansado para chillar.

–Tienes razón.

–Solo hay que utilizar el cerebro.

–Una llamada telefónica para usted, señora Makioka. –O-haru venía corriendo por el vestíbulo–. De la señora Itani.

–¡Qué horror! Me había olvidado completamente de ella.

–Y el taxi está a punto de llegar.

–¿Qué hago? ¿Qué le digo? –Sachiko revoloteaba por la habitación. Yukiko, por su parte, estaba completamente serena, como para dejar claro que el asunto no la concernía–. ¿Qué le digo, Yukiko?

–Lo que te plazca.

–Es que no le puedo decir cualquier cosa.

–Te lo dejo a ti.

–Voy a decir que no, ¿para mañana, pues?

Yukiko inclinó la cabeza.

–¿Quieres que lo haga, Yukiko?

Yukiko volvió a inclinar la cabeza.

Sachiko no pudo ver la expresión del rostro de su hermana. Yukiko tenía los ojos clavados en el suelo.

6

–Volveré en seguida, Etsuko. –Yukiko miró hacia el salón, donde Etsuko jugaba a cuidar la casa con una de las criadas–. ¿No prometiste ocuparte de todo en nuestra ausencia?

–Y tú me traerás un regalo, recuérdalo.

–Ya me acuerdo. Aquel chisme pequeño que vimos el otro día, el chisme para hervir el arroz.

–¿Y volverás antes de cenar?

–Volveré antes de cenar.

–¿Prometido?

–Te lo prometo. Koi-san y tu madre tienen que cenar con tu padre en Kobe, pero yo he prometido volver. Podremos cenar juntas. Tienes que hacer los deberes, acuérdate.

–Tengo que hacer una redacción.

–Entonces, no tienes que jugar demasiado. Escribe tu redacción, y así la podré leer cuando vuelva.

–Adiós, Yukiko. Adiós, Koi-san.

Etsuko solo llamaba tía a la mayor de las hermanas de su madre. A Yukiko y a Taeko les hablaba como si fueran sus propias hermanas.

Etsuko salió saltando sobre las baldosas sin preocuparse de ponerse los zapatos.

–Tienes que volver para la cena. Lo has prometido.

–¿Cuántas veces crees que necesitas preguntarlo?

–Me pondré furiosa contigo. ¿Comprendes?

–¡Qué criatura!

Yukiko, en realidad, estaba encantada con esas muestras de afecto. Por algún motivo, Etsuko nunca se aferraba tan obtinadamente a su madre, pero a Yukiko no se le permitía salir si no aceptaba las condiciones de Etsuko. Superficialmente, e incluso para la propia Yukiko, los motivos de pasar tanto tiempo en Ashiya eran que no se llevaba bien con su cuñado y que Sachiko era la más simpática de sus dos hermanas mayores. Últimamente, sin embargo, Yukiko había comenzado a preguntarse si no podría ser un motivo aún más importante su afecto por Etsuko. No había sido capaz de encontrar una respuesta cuando una vez Tsuruko se quejó de que, aunque se le caía la baba con Etsuko, casi no prestaba atención a los niños de la casa solariega. Lo cierto era que a Yukiko le gustaban sobre todo las niñas de la edad de Etsuko y de la clase de Etsuko. La casa solariega estaba, naturalmente, llena de niños, pero, a excepción del bebé, todos eran chicos que no pretendían competir con Etsuko por el cariño de Yukiko. Esta, que había perdido a su padre unos diez años antes y a su madre cuando era muy joven, y que no tenía un verdadero hogar propio, hubiera podido haberse ido sin remordimientos al día siguiente de casarse, si no fuera porque pensaba que ya no vería más a Sachiko, la persona a la que más quería en el mundo y en la que más confiaba. No, aún podía ver a Sachiko. Era a la pequeña Etsuko a la que no vería, pues esta iría cambiando y creciendo lejos de ella, y olvidaría el viejo afecto. Yukiko estaba un poco celosa de Sachiko, que siempre gozaría del amor de la niña. Si se casaba con un hombre que ya lo hubiera estado, esperaba que este tuviera una hija pequeña y hermosa. Aun en el caso de que lo fuera más que Etsuko, sin embargo, temía que su amor no igualaría el que sentía por esta. Que hubiera tardado tanto en encontrar marido a Yukiko la atormentaba menos de lo que los demás podían suponer. De hecho, tenía la esperanza de que, si no podía encontrar una pareja que le agradara de verdad, se quedaría en Ashiya para ayudar a Sachiko a criar a la pequeña. Eso, en cierta manera, la compensaría de la soledad.

No era imposible que Sachiko, deliberadamente, las hubiera puesto juntas. Cuando Taeko comenzó a hacer muñecas en la habitación asignada a ella y a Yukiko, Sachiko se las arregló para trasladar a Yukiko a la de Etsuko, una habitación de seis esteras al estilo japonés, en el segundo piso. Etsuko dormía en una cama infantil, baja, de madera, y una criada había dormido siempre en el suelo, a su lado, en una estera de paja. Cuando Yukiko reemplazó a la criada, tendió dos colchones de kapok sobre una esterilla plegable de paja, de manera que su cama quedara tan alta como la de Etsuko. Poco a poco fue relevando a Sachiko de sus obligaciones: cuidar a Etsuko cuando estaba enferma, tomarle las lecciones y vigilar sus ejercicios de piano, prepararle el almuerzo o el té de la tarde. Yukiko, en muchos aspectos, estaba mejor preparada que Sachiko para cuidar de la pequeña. Etsuko era regordeta y tenía las mejillas sonrosadas, pero, como su madre, ofrecía poca resistencia a las enfermedades. Constantemente tenía fiebre alta o tenía que meterse en la cama con las glándulas linfáticas hinchadas o con un ataque de amigdalitis. En tales ocasiones, alguien tenía que levantarse durante dos o tres noches para cambiar las cataplasmas y volver a llenar la bolsa de hielo, y era Yukiko quien mejor soportaba el esfuerzo. Yukiko aparentaba ser la más delicada de las hermanas. Sus brazos eran apenas un poco más recios que los de Etsuko, y el hecho de que pareciera que en cualquier momento iba a caer enferma de tuberculosis había contribuido a ahuyentar a futuros maridos. La verdad, sin embargo, es que era la más fuerte de todas. A veces, cuando la gripe invadía la casa, era la única que se libraba. Jamás había estado enferma de gravedad. Sachiko, por el contrario, podía haber sido tomada por la más fuerte de las tres, pero su aspecto engañaba. De hecho, era muy poco fiable. Si se cansaba, por poco que fuera, al cuidar de Etsuko, inmediatamente caía también enferma, y doblaba la carga sobre el resto de la familia. Como la atención de su padre se había centrado en ella cuando la familia Makioka se hallaba en la cumbre de la prosperidad, seguía habiendo en ella algo de niña mimada. Sus defensas eran bajas, tanto mental como físicamente. A veces, como si fueran mucho mayores que ella, sus hermanas habían creído necesario reprocharle algún exceso. Estaba, pues, muy poco preparada para criar a Etsuko y atender sus necesidades diarias. Sachiko y Etsuko se peleaban a veces. Había quien decía que Sachiko no quería perder una buena institutriz y que, cuando aparecía un posible novio para Yukiko, se entrometía para echar por tierra las negociaciones. Aunque Tsuruko, en la casa solariega, no tendía a creer tales rumores, sí se quejaba de que Sachiko encontrara a Yukiko demasiado útil para devolverla a su casa. El marido de Sachiko, Teinosuke, también estaba un poco molesto. Que Yukiko viviera con ellos estaba bien, decía, pero era una desgracia que se hubiese abierto una brecha entre ellos y la niña. ¿No podía Sachiko mantenerla más a distancia? Que Etsuko llegase a querer a su tía más que a su madre no estaba bien. Pero Sachiko le respondió que estaba inventándose los problemas. Etsuko era lo bastante inteligente para su edad y, por mucho que pareciera inclinarse por Yukiko, en realidad la quería más a ella. No era necesario que Etsuko se pegara a su madre como se pegaba a Yukiko. La chiquilla sabía que Yukiko la dejaría un día para casarse, eso era todo. Tener a Yukiko en casa era una gran ayuda, naturalmente, pero que solo duraría hasta que le encontraran un marido. Sachiko sabía que a Yukiko le gustaban los críos y le dejaba a Etsuko para hacerle olvidar la soledad de la espera. Koisan tenía sus muñecas y los ingresos que le proporcionaban (y en realidad parecía que tenía la compañía de un hombre), mientras que la pobre Yukiko no tenía nada. Sachiko lo sentía muchísimo. Yukiko no tenía adónde ir, y ella le había dado a Etsuko para que estuviera contenta.

Era imposible decir si Yukiko había adivinado o no todo eso. En cualquier caso, su devoción por Etsuko cuando estaba enferma era algo que ni Sachiko ni siquiera una enfermera profesional podrían jamás imitar. Cuando alguien tenía que quedarse a cuidar la casa, Yukiko trataba de alejar a Teinosuke, Sachiko y Taeko, mientras se quedaba con Etsuko. Hubiera deseado quedarse también hoy, pero se trataba de un pequeño concierto privado para escuchar a Leo Sirota, y no podía perderse un recital de piano. Teinosuke había ido de excursión a las fuentes de Arima, y Taeko y Sachiko tenían que encontrarse con él en Kobe para cenar. Yukiko decidió rechazar por lo menos la invitación a la cena. Regresaría para cenar con Etsuko.

7

–¿Qué la estará entreteniendo?

Taeko y Yukiko estaban en el portal. No había ni rastro de Sachiko.

–Son casi las dos.

Taeko se dirigió al taxi. El conductor le abrió la portezuela.

–Llevan hablando una hora.

–Ya podría intentar colgar.

–¿Crees que Itani la dejará? Creo que intenta alejarse del teléfono. –El regocijo de Yukiko de nuevo sugería que no le concernía aquel asunto–. Etsuko, di a tu madre que cuelgue.

–¿Nos vamos?

Taeko hizo el gesto de dirigirse al coche.

–Creo que debemos esperar.

Yukiko, siempre muy correcta, no podía subir al coche antes que su hermana mayor. No le quedaba otro remedio a Taeko que esperar con ella.

–Ya he oído la historia de Itani.

Taeko procuró que el conductor no la oyera. Etsuko se había metido corriendo en casa.

–¿Sí?

–Y he visto el retrato.

–¿Sí?

–¿Qué opinas, Yukiko?

–No lo sé solo con la fotografía.

–Tendríamos que verle.

Yukiko no respondió.

–Itani ha sido muy amable, y Sachiko se va a disgustar si rechazas.

–¿Pero es necesaria tanta prisa?

–Ya dijo que se imaginaba que era la prisa lo que te molestaba.

Alguien que corría tras ellas se detuvo.

–Me he olvidado el pañuelo. Un pañuelo, un pañuelo. ¡Que alguien me traiga un pañuelo!

Hurgando aún por las mangas del quimono, se lanzó al portal.

–Fue una gran conversación.

–Ya supongo que pensáis que es fácil inventarse una excusa. Solo me preocupaba quitármela de encima.

–Ya hablaremos de eso después.

–Sube, sube.

Taeko se introdujo en el taxi tras Yukiko.

Había casi un kilómetro hasta la estación. Cuando tenían prisa cogían un taxi, pero a veces, en parte por el ejercicio, iban a pie. La gente se volvía para mirarlas a las tres, muy arregladas, cuando iban andando hacia la estación. A los tenderos les gustaba hablar de ellas, pero pocos probablemente adivinaban su edad. A pesar de que Sachiko tenía una hija de seis años y no podía ocultar su edad, no aparentaba más de veintiséis o veintisiete. A la soltera Yukiko se le supondrían quizá veintidós o veintitrés, y a Taeko se la tomaba a veces por una chica de dieciséis o diecisiete. Yukiko había alcanzado una edad en la que ya no era propio dirigirse a ella como si fuera una muchacha y, con todo, nadie encontraba extraño que fuera «la joven señorita Yukiko». Las tres, además, lucían mejor con trajes quizá demasiado juveniles para ellas. No era que el colorido de las ropas disimulara su edad; al contrario, la ropa acorde a sus edades era simplemente demasiado vieja para ellas. Cuando, el año anterior, Teinosuke había llevado a su esposa, a sus hijas y a Etsuko a ver los cerezos floridos junto al puente de Brocado, había compuesto estos versos para que acompañaran a la fotografía que tomó como recuerdo:

Tres jóvenes hermanas,

una al lado de la otra,

aquí, en el puente de Brocado.