Las Joyas de Gwahlur - Robert E. Howard - E-Book

Las Joyas de Gwahlur E-Book

Robert E. Howard

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Beschreibung

En "Las Joyas de Gwahlur" de Robert E. Howard, Conan busca las legendarias Joyas de Gwahlur en el reino de Keshan. Encontrándose con trampas traicioneras y ladrones rivales, se enfrenta a peligrosos desafíos para reclamar las gemas de valor incalculable. Pero a medida que la búsqueda se desarrolla, Conan se da cuenta de que el verdadero valor de las joyas puede ser mucho mayor de lo que imaginaba.

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Seitenzahl: 82

Veröffentlichungsjahr: 2024

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As Joias de Gwahlur

Robert E. Howard

Sinopsis

En "Las Joyas de Gwahlur" de Robert E. Howard, Conan busca las legendarias Joyas de Gwahlur en el reino de Keshan. Encontrándose con trampas traicioneras y ladrones rivales, se enfrenta a peligrosos desafíos para reclamar las gemas de valor incalculable. Pero a medida que la búsqueda se desarrolla, Conan se da cuenta de que el verdadero valor de las joyas puede ser mucho mayor de lo que imaginaba.

Palabras clave

Conan, Tesoro, Sobrenatural

AVISO

Este texto es una obra de dominio público y refleja las normas, valores y perspectivas de su época. Algunos lectores pueden encontrar partes de este contenido ofensivas o perturbadoras, dada la evolución de las normas sociales y de nuestra comprensión colectiva de las cuestiones de igualdad, derechos humanos y respeto mutuo. Pedimos a los lectores que se acerquen a este material comprendiendo la época histórica en que fue escrito, reconociendo que puede contener lenguaje, ideas o descripciones incompatibles con las normas éticas y morales actuales.

Los nombres de lenguas extranjeras se conservarán en su forma original, sin traducción.

 

Capítulo I:Senderos de intriga

 

Los acantilados se alzaban escarpados sobre la jungla, imponentes murallas de piedra que brillaban con un azul jade y un carmesí apagado bajo el sol naciente, y se curvaban hacia el este y el oeste sobre el ondulante océano esmeralda de frondas y hojas. Parecía infranqueable, aquella gigantesca empalizada con sus cortinas de roca maciza en las que los trozos de cuarzo parpadeaban deslumbrantes a la luz del sol. Pero el hombre que ascendía tediosamente ya estaba a medio camino de la cima.

Pertenecía a una raza de montañeses, acostumbrados a escalar peñascos imponentes, y era un hombre de fuerza y agilidad poco comunes. Su única vestimenta era un par de pantalones cortos de seda roja, y sus sandalias estaban colgadas a la espalda, fuera de su camino, al igual que su espada y su daga.

Era un hombre de constitución fuerte, flexible como una pantera. Su piel estaba bronceada por el sol, y su melena negra de corte cuadrado estaba sujeta por una cinta de plata que le rodeaba las sienes. Sus músculos de hierro, sus ojos rápidos y sus pies seguros le servían bien aquí, pues era una escalada para poner a prueba al máximo estas cualidades. Ciento cincuenta pies por debajo de él ondeaba la jungla. A la misma distancia, el borde de los acantilados se recortaba contra el cielo matutino.

Se esforzaba como quien se ve impulsado por la necesidad de apresurarse; sin embargo, se veía obligado a avanzar a paso de tortuga, aferrándose como una mosca a una pared. Sus manos y pies, que buscaban a tientas, encontraban nichos y pomos, asideros precarios en el mejor de los casos, y a veces prácticamente colgaba de las uñas. Sin embargo, seguía subiendo, arañando, retorciéndose, luchando por cada pie. A veces se detenía para descansar los músculos doloridos y, sacudiéndose el sudor de los ojos, giraba la cabeza para mirar escrutadoramente la jungla, buscando en la verde extensión cualquier rastro de vida o movimiento humano.

Ahora la cima no estaba muy lejos de él, y observó, sólo unos metros por encima de su cabeza, una ruptura en la escarpada piedra del acantilado. Un instante después había llegado: una pequeña caverna, justo debajo del borde del precipicio. Cuando su cabeza se elevó por encima del borde del suelo, gruñó. Se quedó allí, con los codos enganchados en el borde. La cueva era tan pequeña que apenas era un nicho excavado en la piedra, pero tenía un ocupante. Una momia marrón y marchita, con las piernas cruzadas y los brazos cruzados sobre el pecho marchito en el que se hundía la cabeza encogida, estaba sentada en la pequeña caverna. Los miembros estaban atados con correas de cuero sin curtir que se habían convertido en meros mechones podridos. Si alguna vez había estado vestida, hacía tiempo que los estragos del tiempo la habían convertido en polvo. Pero entre los brazos cruzados y el pecho encogido había un rollo de pergamino, amarilleado por el tiempo hasta alcanzar el color del marfil viejo.

El escalador estiró un largo brazo y arrancó el cilindro. Sin investigar, se lo metió en la faja y se levantó hasta que estuvo de pie en la abertura del nicho. Un resorte hacia arriba y se agarró al borde del acantilado, tirando hacia arriba casi con el mismo movimiento.

Allí se detuvo, jadeante, y miró hacia abajo.

Era como contemplar el interior de un vasto cuenco rodeado por un muro circular de piedra. El suelo del cuenco estaba cubierto de árboles y vegetación más densa, aunque en ninguna parte duplicaba la densidad selvática del bosque exterior. Los acantilados marchaban a su alrededor sin interrupción y de altura uniforme. Era una rareza de la naturaleza, sin parangón, quizá, en todo el mundo: un vasto anfiteatro natural, un trozo circular de llanura boscosa, de tres o cuatro millas de diámetro, aislado del resto del mundo y confinado dentro del anillo de aquellos acantilados empalizados.

Pero el hombre de los acantilados no dedicó sus pensamientos a maravillarse ante el fenómeno topográfico. Con tensa impaciencia escudriñó las copas de los árboles bajo él, y exhaló un suspiro cuando percibió el destello de las cúpulas de mármol entre el verde titilante. No era un mito, pues; bajo él se hallaba el fabuloso y desierto palacio de Alkmeenon.

Conan el cimmerio, antiguo habitante de las Islas Baracha, de la Costa Negra y de muchos otros climas donde la vida corría salvaje, había llegado al reino de Keshan siguiendo el señuelo de un tesoro de fábula que eclipsaba el tesoro de los reyes turanios.

Keshan era un reino bárbaro situado en el interior oriental de Kush, donde las amplias praderas se funden con los bosques que se extienden desde el sur. Sus gentes eran mestizas: una nobleza morena gobernaba a una población mayoritariamente negra. Los gobernantes -príncipes y sumos sacerdotes- afirmaban descender de una raza blanca que, en una época mítica, había gobernado un reino cuya capital era Alkmeenon. Leyendas contradictorias intentaban explicar el motivo de la caída de esa raza y el abandono de la ciudad por los supervivientes. Igualmente nebulosas eran las historias de los Dientes de Gwahlur, el tesoro de Alkmeenon. Pero estas nebulosas leyendas habían bastado para llevar a Conan hasta Keshan, a través de vastas distancias de llanuras, selvas surcadas por ríos y montañas.

Había encontrado Keshan, que en sí misma era considerada mítica por muchas naciones del norte y del oeste, y había oído lo suficiente para confirmar los rumores del tesoro que los hombres llamaban los Dientes de Gwahlur. Pero no pudo averiguar dónde se escondía, y se vio en la necesidad de explicar su presencia en Keshan. Los forasteros sin compromiso no eran bienvenidos allí.

Pero él no se inmutó. Con fría seguridad hizo su oferta a las majestuosas, emplumadas y suspicaces majestades de la bárbaramente magnífica corte. Era un luchador profesional. En busca de empleo (dijo) había llegado a Keshan. A cambio de un precio, entrenaría a los ejércitos de Keshan y los dirigiría contra Punt, su enemigo hereditario, cuyos recientes éxitos en el campo de batalla habían despertado la furia del irascible rey de Keshan.

La proposición no era tan audaz como pudiera parecer. La fama de Conan le había precedido, incluso hasta la lejana Keshan; sus hazañas como jefe de los corsarios negros, esos lobos de las costas del sur, habían hecho que su nombre fuera conocido, admirado y temido en todos los reinos negros. No rechazaba las pruebas ideadas por los señores oscuros. Las escaramuzas a lo largo de las fronteras eran incesantes, lo que brindaba al cimmerio numerosas oportunidades de demostrar su habilidad en la lucha cuerpo a cuerpo. Su temeraria ferocidad impresionó a los señores de Keshan, que ya conocían su reputación como líder de hombres, y las perspectivas parecían favorables. Todo lo que Conan deseaba en secreto era un empleo que le diera una excusa legítima para permanecer en Keshan el tiempo suficiente para localizar el escondite de los Dientes de Gwahlur. Entonces se produjo una interrupción. Thutmekri llegó a Keshan a la cabeza de una embajada de Zembabwei.

Thutmekri era un estigio, un aventurero y un pícaro cuyo ingenio le había recomendado a los reyes gemelos del gran reino comercial híbrido que se encontraba a muchos días de marcha hacia el este. Él y el cimmerio se conocían de antiguo, y sin amor. Thutmekri también tenía una proposición que hacer al rey de Keshan, y también se refería a la conquista de Punt, reino que, por cierto, situado al este de Keshan, había expulsado recientemente a los comerciantes zembabwanos y quemado sus fortalezas.

Su oferta superaba incluso el prestigio de Conan. Se comprometió a invadir Punt desde el este con una hueste de lanceros negros, arqueros shemitas y espadachines mercenarios, y a ayudar al rey de Keshan a anexionarse el reino hostil. Los benévolos reyes de Zembabwei sólo deseaban el monopolio del comercio de Keshan y sus tributarios y, como prenda de buena fe, algunos de los Dientes de Gwahlur. Thutmekri se apresuró a explicar a los suspicaces caciques que no harían un uso vil de ellos; los colocarían en el templo de Zembabwei junto a los ídolos de oro de Dagon y Derketo, huéspedes sagrados del santuario del reino, para sellar el pacto entre Keshan y Zembabwei. Esta declaración provocó una sonrisa salvaje en los duros labios de Conan.

El cimmerio no intentó entablar un duelo de ingenio e intriga con Thutmekri y su socio shemita, Zargheba. Sabía que si Thutmekri ganaba, insistiría en el destierro inmediato de su rival. A Conan sólo le quedaba una cosa por hacer: encontrar las joyas antes de que el rey de Keshan se decidiera, y huir con ellas. Pero para entonces ya estaba seguro de que no estaban escondidas en Keshia, la ciudad real, que era un enjambre de chozas de paja apiñadas alrededor de un muro de barro que encerraba un palacio de piedra, barro y bambú.

Mientras humeaba con nerviosa impaciencia, el sumo sacerdote Gorulga anunció que, antes de llegar a ninguna decisión, era preciso averiguar la voluntad de los dioses en relación con la alianza propuesta con Zembabwei y la pignoración de objetos considerados sagrados e inviolables desde hacía mucho tiempo. El oráculo de Alkmeenon debía ser consultado.