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eBook Interactivo. Todos estos revolucionarios acontecimientos se vieron acompañados del enfrentamiento religioso que provocaron las distintas sectas en las que se había dividido el cristianismo. Estas guerras inverosímiles fueron representadas con un arte inconfundible que narraba y describía sus peculiaridades con un lujo primoroso de detalles, como podemos ver en esta breve colección presente.
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ÍNDICE
LA REFORMA
LA CONTRARREFORMA
SITUACIÓN RELIGIOSA A FINALES DEL SIGLO XVI
OTRAS PUBLICACIONES
El Renacimiento es el resultado artístico y cultural de un gigantesco cambio de creencias. El mundo occidental sufre una profunda crisis, cuyos síntomas externos pueden observarse desde el siglo XIII al XVIII. Es el paso de la Edad Media a la Moderna, del hombre medieval al hombre moderno. Este cambio se produce por fases y épocas sucesivas.
Por ejemplo, la crisis económica comienza a hacerse patente en el XII-XIII, pero cobra características definitivas en el XVI, después de los grandes descubrimientos geográficos. La crisis artística comienza en el siglo XIII en Italia, en el XIV en Flandes y algo más tarde en cada uno de los países de Europa. La crisis religiosa, aunque atraviesa muchas situaciones tensas y difíciles, no explota hasta el siglo XVI y, cuando lo hace, es uno de los aspectos más sangrientos y tremendos del cambio a la Edad Moderna. No nos debe extrañar que el cambio religioso vaya acompañado de sangre y destrucción y encienda la violencia de los hombres, pese a que la religión es una fábrica de moralidad en sí misma. Mucha gente se extraña de que, en nombre de la religión, los hombres sean capaces de causar muertes e incendios y de enfrentarse en horribles guerras. En este capítulo vamos a tener oportunidad de contemplar uno de los siglos más sangrientos de Europa, más no hemos de dar demasiada importancia al hecho ni debemos escandalizarnos en nombre de un humanismo tan falso como trasnochado. En realidad, es perfectamente normal que los hombres llegaran a la guerra más cruel y a la muerte más terrible por motivos religiosos y, sin embargo, sería ridículo pensar que podían llegar a similares desastres por un cambio pictórico o filosófico. ¿Por qué? Sencillamente porque la filosofía, lo mismo que la pintura, son ideas y actos de una minoría, cosas que no trascienden a la masa, que «no importan al pueblo». La religión, en cambio, reside en los sustratos más profundos del alma humana, está formada por creencias, por dogmas multiseculares grabados a fuego en nuestro espíritu sin que sepamos cómo. A la hora de arrancar estas creencias es lógico y natural que se produzcan choques y violencias. Todos permitimos desprendernos de algún objeto nuestro (arte, filosofía, técnica) si nos convencen de ello. Pero nadie permite que le arranquen la cabeza por mucho que se lo expliquen. El cambio artístico se había producido con dificultades y resistencias. En el pequeño mundo de los pintores y escultores de cada lugar hubo violentas tensiones, pero el mundo apenas si se dio cuenta de aquellas luchas sofocadas y personales que no afectaban para nada las creencias humanas. Entiéndase que no pretendemos restar importancia al arte renacentista, porque aquel arte ya presentaba los mismos síntomas que luego iban a aparecer en la filosofía y en la religión. Pero aquellos síntomas no eran agresivos, se presentaban de una forma plástica y no molestaban a casi nadie por la sencilla razón de que casi nadie entendía de arte ni tenía cultivada su sensibilidad de un modo tal que pudiese sentir un choque entre sus creencias y las representaciones plásticas de Donatello o Massaccio. Sin embargo, los discursos de Savonarola, que estaban inspirados en el mismo espíritu de naturalismo y amor a la humanidad fueron aplastados, anatemizados y reducidos a la hoguera. Lo mismo ocurre hoy, si nos tomamos la molestia de observarlo con detenimiento. Los países comunistas condenan la ideología capitalista y los capitalistas condenan la ideología comunista. Ahora bien, en pleno mundo capitalista se producen brotes de arte pro-comunista y no sólo no es marginado, sino que el público capita-lista compra esas obras y las contempla con fruición si son auténticamente bellas. Es decir, que mientras se produce un rechazo y algunas veces una formal persecución ideológica, se admite y aun se aplaude la representación plástica de la ideología perseguida. En los países comunistas sucede otro tanto.
El choque de distintas creencias produjo en la Europa del XVI un torbellino de matanzas y desastres sin cuento. Fue el más curioso anticipo de las guerras mundiales.
El espíritu religioso había cambiado mucho durante el siglo XV, como pudo apreciarse cuando Pío II quiso convocar una Cruzada para reconquistar Constantinopla a los turcos (1453). Nadie acudió a la llamada del Papa. La mentalidad medieval que había hecho posible las Cruzadas, había sido sustituida por una distinta.
Los deseos imperiales de los Papas medievales se esfumaron definitivamente en el siglo XVI. Adriano VI, apoyado por el emperador Carlos V, fue el último Pontífice que tuvo aspiraciones «europeas». Los Papas siguientes se convirtieron en príncipes italianos preocupados por los problemas internos de sus territorios como cualquier otro príncipe europeo. Alejandro VI Borgia, Julio II de la Rovere y León X Médici (FIG. 1) son los ejemplos más claros de estos pontífices del XV, extraordinariamente preocupados de la política romana y despreocupados de los problemas europeos. Los prelados romanos eran casi exclusivamente italianos y vivían una vida fastuosa (FIG. 2) en palacios lujosísimos. La Roma del XVI ha pasado a la historia como ejemplo de vida libertina y desordenada. Siete mil cortesanas vivían por aquel entonces en la Ciudad Eterna y los prelados no tenían reparos en pasear públicamente a sus amantes.
Los obispos europeos fueron poco a poco relajando la moral tal como veían hacerlo a Roma.Los cargos eclesiásticos eran un negocio productivo para los nobles europeos que procuraban conseguir algún cargo de éstos para sus hijos o familiares más cercanos. Obispados y arzobispados se daban a gente seglar, incluso a gente de armas. Entre los generales que Luis XII llevó a la guerra en Italia había dos arzobispos, tres cardenales y cinco obispos.