Las luminarias - Eleanor Catton - E-Book

Las luminarias E-Book

Eleanor Catton

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Beschreibung

NOVELA GANADORA DEL MAN BOOKER PRIZE Un tempestuoso día de enero una prostituta es arrestada. Ese hecho podría pasar desapercibido en mitad de la fiebre del oro que recorre la costa de Nueva Zelanda en el año 1866, si no fuera por los otros tres acontecimientos misteriosos que se producen el mismo día: se descubre una enorme fortuna en la casa de un borracho indigente, un hombre rico desaparece y un capitán de navío de mala reputación suspende todos sus tratos y leva anclas, como si pretendiera darse a la fuga. Los tres hombres están conectados con Anna Wetherell, la prostituta en cuestión. Los doce hombres más poderosos de la ciudad se reúnen en la taberna local para debatir sobre esta secuencia de hechos aparentemente fortuitos, pero su asamblea es interrumpida por la llegada de un extraño: el joven Walter Moody, que también esconde su propio secreto… Moody pronto se verá involucrado en el misterio: una red de destinos y fortunas que resulta tan compleja y tan bien intrincada como el firmamento nocturno. «Las luminarias es una verdadera proeza. Las páginas pasan volando entre los dedos mientras un universo  se abre y se cierra ante nosotros y el alma humana se nos revela en toda su desesperación y su conflicto.»   The New York Times Book Review «Irresistible, magistral, fascinante… Catton es una maestra del argumento y del ritmo.»The Telegraph

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Índice

Cubierta

Portadilla

Las luminarias

Aviso al lector

Carta de personajes

Primera parte. Una esfera dentro de una esfera

Mercurio en Sagitario

Júpiter en Sagitario

Marte en Sagitario

Saturno en Libra

La medianoche amanece en Escorpio

Luna en Tauro, creciente

Sol en Capricornio

Medium Coeli / Imum Coeli

Nodo verdadero en Virgo

Venus en Capricornio

Conjunciones

Mercurio en Sagitario

Segunda parte. Augurios

Eclíptica

Aries en la Tercera Casa

Júpiter en Sagitario

Mercurio en Capricornio

El Maléfico Menor

Sol en Acuario

Saturno en Libra

Marte en Capricornio

Tierra cardinal

Un mes sin luna

Venus en Acuario

Tercera parte. La casa de la perdición personal

Mercurio en Acuario

Sol en Piscis

Saturno enVirgo

Venus en Piscis

Júpiter en Capricornio

Luna en Aries, creciente

Marte en Acuario

Nga potiki a rehua / Los hijos de Antares

El Maléfico Mayor

Equinoccio

Cuarta parte. Paenga-wha-wha

Primer punto de Aries

Mercurio en Piscis;

Venus es una estrella matutina

Exaltación en Aries

La Casa de los Mil Deseos

Crux

Combustión

Mercurio se pone

El Sol y la Luna en conjunción

Quinta parte. Peso y lucro

Plata

Oro

Cobre

Wu Xing

Hierro

Hojalata

Alquitrán

Contrapesos

Sexta parte. La viuda y el vestido de luto

Tierra fija

Marte en Cáncer

Te-Ra-o-Tainui

Dignidad accidental

Aries, regido por Marte

Sol en Géminis

Escorpio, regido por Marte

Séptima parte. Domicilio

Cáncer y la Luna

El Sol de Leo

Acuario y Saturno

El largo reinado de Júpiter

Dignidad inherente

El ascendente

Octava parte. La verdad sobre la Aurora

Saturno en Virgo

Júpiter en Sagitario

Luna en Leo, nueva

Sol en Leo

Otro tipo de amanecer

Novena parte. Tierra mudable

Luna en Virgo, creciente

Sol en Virgo

Un eclipse de sol parcial

Papa-tu-a-nuku

Décima parte. Cuestiones de sucesión

Detrimento

Caída

El descendiente

Undécima parte. Orión se pone cuando sale Escorpión

Luna en Tauro

Sol en Escorpio

Duodécima parte. La Luna vieja en brazos de la Luna joven

Las luminarias

Agradecimientos

Notas

Créditos

Las luminarias

Para papá, que ve las estrellas, y para Jude, que oye su música.

Aviso al lector

Las posiciones estelares y planetarias que aparecen en este libro han sido determinadas astronómicamente. Es decir, que tenemos en cuenta el fenómeno celeste conocido como precesión, movimiento por el cual el equinoccio vernal, equivalente astrológico del meridiano de Greenwich, se ha desplazado. En otros tiempos, el equinoccio vernal (otoñal en latitudes meridionales) ocurría mientras el Sol se hallaba en la constelación de Aries, el primer signo. Ahora ocurre mientras el Sol está en Piscis, el duodécimo. En consecuencia, y como advertirán los lectores de este libro, cada signo del Zodiaco «ocurre» aproximadamente un mes después de lo que cree el saber popular. Con esta corrección no pretendemos faltarle al respeto al saber popular; sí queremos observar, no obstante, que el antedicho error pasa por alto el dato material de nuestro firmamento decimonónico, y nos atrevemos a conjeturar, asimismo, que la naturaleza de esta convicción podría considerarse pisciana: emblemática, en efecto, de los nacidos en la Era de Piscis, una era de espejos, tenacidad, instinto, relaciones gemelares y cosas ocultas. Esta idea nos satisface. Nos reafirma en nuestra fe en la vasta y sabia influencia del cielo infinito.

Carta de personajes

ESTELARES:CASA AFÍN:Te Rau Tauwhare, buscador de piedra verdeCabaña de Wells (Valle Arahura)Charlie Frost, bancarioBanco de la Reserva (calle Revell)Benjamin Löwenthal, periodistaOficina del West Coast Times (calle Weld)Edgar Clinch, hotelero /Hotel Gridiron (calle Revell)Dick Mannering, magnate de yacimientos auríferosMina de oro AuroraQuee Long, orfebreForja del Barrio Chino (Kaniere)Harald Nilssen, comisionista mercantilNilssen & Co. (muelle Gibson)Joseph Pritchard, boticarioFumadero de opio (Kaniere)Thomas Balfour, consignatarioGodspeed (bricbarca, reg. en Port Chalmers)Aubert Gascoigne, oficial de juzgadoJuzgados de Hokitika (juzgado de primera instancia)Sook Yongsheng, mineroThe Wayfarer’s Fortune (calle Revell)Cowell Devlin, capellánCárcel de Hokitika (Seaview)PLANETARIOS:INFLUENCIA AFÍN:Walter MoodyRazónLydia (Wells) Carver, de soltera GreenwayDeseoFrancis CarverFuerzaAlistair LauderbackMandoGeorge ShepardRestricciónAnna WetherellLo más exterior (antes lo más interior)Emery StainesLo más interior (antes lo más exterior)TERRA FIRMA:Crosbie Wells(fallecido)

Primera parte

Una esfera dentro de una esfera

27 de enero de 1866

42º 43’ 0” S / 170º 58’ 0” E

MERCURIO EN SAGITARIO

En el que un forastero arriba a Hokitika, se interrumpe un conciliábulo, Walter Moody oculta sus recuerdos más recientes y Thomas Balfour empieza a contar una historia.

Los doce hombres congregados en la sala de fumadores del hotel Crown daban la impresión de ser un grupo reunido al azar. Por la variedad de portes y atuendos –levitas, fracs, chaquetas Norfolk con botones de asta, piel de topo amarilla, batista y sarga– podrían haber sido doce extraños en un vagón de tren, cada uno rumbo a un rincón distinto de una ciudad dotada de niebla y mareas suficientes para separarlos; en efecto, el estudiado aislamiento con que cada hombre se enfrascaba en su periódico, se inclinaba para sacudir las cenizas en la rejilla de la chimenea o colocaba la mano abierta sobre el paño de la mesa de billar para lanzar su tiro conspiraba hacia el mismo tipo de silencio corpóreo que se produce, a última hora de la tarde, en un ferrocarril público, amortiguado en este caso no por el runrún y el traqueteo de los vagones, sino por el copioso repiqueteo de la lluvia.

Tal era la percepción del señor Walter Moody desde el umbral, donde se había detenido con la mano apoyada en el marco de la puerta. Desconocía que hubiese interrumpido ningún tipo de conferencia privada, ya que todos habían dejado de hablar al oír sus pasos en el pasillo; para cuando abrió la puerta, cada uno de los doce hombres había reanudado su ocupación (sin orden ni concierto en el caso de los jugadores de billar, pues habían olvidado sus posiciones) con un alarde de absorción tan estudiado que ninguno alzó siquiera la vista cuando entró en la habitación.

El aire severo y uniforme con que lo ignoraban los hombres podría haber despertado el interés del señor Moody, de haber sido el mismo de siempre en cuerpo y en temperamento. Pero lo cierto era que estaba inquieto y alterado. Había sabido que, en el peor de los casos, el viaje a West Canterbury podría haber resultado fatídico, una interminable fosa ondulada de agua blanca y espuma que moría en el destrozado camposanto de la barra de Hokitika, pero no había estado preparado para los particulares horrores de la travesía, de los que todavía era incapaz de hablar, ni siquiera para sus adentros. Moody, por naturaleza, perdía la paciencia ante cualquier posible defecto de su persona –tanto el miedo como la enfermedad lo llevaban a la introspección–, y fue este el motivo de que, cosa poco habitual en él, no calibrase el tenor de la habitación en la que acababa de entrar.

La expresión natural de Moody era decidida y atenta. Sus grandes ojos grises miraban sin pestañear, y su boca flexible y aniñada esbozaba por lo general una expresión de cortés solicitud. Su cabello tendía a ensortijarse; de joven, los tirabuzones le habían caído sobre los hombros, pero ahora lo llevaba cortado a ras del cráneo, con la raya a un lado y repeinado con una pomada de dulce olor que oscurecía su tono dorado, tornándolo un untuoso castaño. Su frente y sus mejillas eran angulosas, su nariz recta y su tez suave. Aún no había cumplido los veintiocho años, seguía siendo ágil y preciso en sus movimientos y poseía esa modalidad de vigor pícaro y sin mácula que no transmite ni credulidad ni astucia. Su modo de presentarse era el de un mayordomo discreto y sagaz, y en consecuencia era frecuente que hasta el menos locuaz de los hombres se confiase a él, o que lo invitasen a mediar en relaciones entre personas a las que había conocido tan solo recientemente. Tenía, en suma, un aspecto que delataba muy poco de su carácter y en el que la gente se sentía inclinada a confiar al punto.

A Moody no se le pasaba por alto la ventaja que le concedía su inescrutable garbo. Como casi todas las personas de desmesurada belleza, había estudiado su reflejo minuciosamente, y, en cierto modo, como mejor se conocía era por fuera; siempre se hallaba en algún aposento de su mente percibiéndose desde el exterior. Se había pasado horas y horas en la recámara de su vestidor, donde el espejo triplicaba su imagen: de perfil, de medio lado y de cara, el Carlos de Van Dyck, aunque mucho más imponente. Era esta una costumbre íntima, costumbre que él probablemente habría desmentido, pues ¡cuán rotunda es la condena que del escrutinio de la propia persona hacen los profetas morales de nuestra época! Como si el yo careciera de toda relación con el yo, y uno solo se mirase al espejo para confirmar su arrogancia; como si el acto de contemplarse a uno mismo no fuera tan sutil, tenso y cambiante como cualquier otro vínculo entre almas gemelas. En su fascinación, Moody no pretendía tanto elogiar su propia belleza como llegar a dominarla. Cierto es que siempre que sorprendía su reflejo, ya fuese en una balconada o en una cristalera al anochecer, se estremecía de satisfacción; pero igual que podría estremecerse un ingeniero que al toparse con un mecanismo de su invención juzga que es espléndido y rutilante, que está engrasado como es debido y que funciona exactamente como había pronosticado que lo haría.

En estos momentos se veía a sí mismo de pie en la entrada de la sala de fumadores, y sabía que la planta que ofrecía era de una compostura perfecta. Estaba casi temblando de cansancio; en sus entrañas pesaba una plúmbea carga de pavor; tenía la sensación de que lo seguían, incluso de que le estaban pisando los talones; estaba aterrorizado. Contempló la habitación con aire de cortés indiferencia y respeto. Tenía el aspecto de un lugar reconstruido de memoria al cabo del tiempo, cuando muchas cosas han caído en el olvido (morillos, cortinajes, una repisa de chimenea como Dios manda), pero persisten los pequeños detalles: una imagen del difunto Príncipe Consorte, por ejemplo, recortada de una revista y clavada con tachuelas a la pared que daba al patio; la costura en medio de la mesa de billar, que había sido aserrada en dos en los muelles de Sídney para que sobreviviera mejor a la travesía; el montón de periódicos sobre el secreter, sus páginas desgastadas y borrosas debido al roce de tantas manos. Los dos ventanucos que flanqueaban el hogar daban al patio trasero del hotel, una parcela cenagosa sembrada de cajas y bidones herrumbrosos separada de los terrenos colindantes tan solo por matojos de maleza y helechos bajos y, al norte, por una fila de conejeras cuyas puertas habían sido encadenadas para protegerlas de los ladrones. Más allá de esta periferia difusa se veían cuerdas de tender medio aflojadas que se entrecruzaban tras las casas que asomaban a una manzana de distancia al este, pilas entramadas de madera en bruto, pocilgas, montoneras de chatarra y chapa de hierro, artesas de lavado y tubos rotos, todo ello abandonado o en un estado de mayor o menor deterioro. El reloj había dado esa avanzada hora del crepúsculo en la que parece que los colores pierden súbitamente su intensidad, y llovía a cántaros; a través del vidrio prensado, el patio se desteñía y cada vez se veía más borroso. Dentro, las lamparillas de alcohol aún no habían sucedido a la luz marina del día moribundo, y en virtud de su palidez parecían acentuar la tristura general de la decoración de la estancia.

Para un hombre acostumbrado a su club de Edimburgo, donde todo estaba iluminado en tonos rojos y dorados y los sofás tachonados relucían con una intensidad que reflejaba la circunferencia de los caballeros en ellos sentados, y donde, nada más entrar, le daban a uno una suave chaqueta que desprendía un agradable olor a anís o a menta, momento a partir del cual bastaba con acercar el dedo a la cuerda de la campanilla para pedir una botella de clarete en una bandeja de plata, el panorama era de lo más burdo. Pero Moody no era un hombre para el que una calidad ofensiva constituyese causa suficiente para enfurruñarse: la tosca sencillez del lugar solo lo llevó a retraerse interiormente, de la misma manera que un hombre rico se hace con presteza a un lado, vidriosa la mirada, cuando lo sale al paso un mendigo en la calle. Su apacible semblante no se inmutó mientras recorría la habitación con la vista, pero, en su fuero interno, cada nuevo detalle –el montoncito de cera sucia debajo de esta vela de aquí, el cerco de polvo en torno a ese cristal de allá– lo hacía replegarse más en sí mismo y pertrecharse más rígidamente contra la escena.

Este retraimiento, a pesar de ser inconsciente, no era deudor de los prejuicios habituales de las grandes fortunas –de hecho, Moody solo era modestamente rico y solía dar monedas a los pobres, si bien, hay que reconocerlo, nunca dejaba de sentir un leve escalofrío de placer por su largueza–, sino más bien del desequilibrio personal sobre el cual se esforzaba por prevalecer en estos momentos sin que se notase. Al fin y al cabo, esta era una ciudad aurífera, recién construida entre la selva y el oleaje en el límite más meridional del mundo civilizado, y no había esperado encontrarse con lujos.

La verdad era que no habían pasado ni seis horas desde que Moody, a bordo del bricbarca que le había llevado desde Port Chalmers hasta el fragmento salvaje de la costa, había presenciado un acontecimiento tan extraordinario y turbador que ponía todas las demás realidades en tela de juicio. Todavía tenía presente la escena, como si en algún rincón de su mente se hubiese entreabierto una puerta para mostrar una franja de luz grisácea y ahora fuese incapaz de desear que volviera la oscuridad. Estaba haciendo grandes esfuerzos para evitar que esa puerta se abriese más. En semejante estado de fragilidad, todo lo que fuese poco convencional o inconveniente constituía una afrenta personal. Tenía la sensación de que la sombría escena que tenía ante sí era toda ella un eco de las tribulaciones que acababa de padecer, y la rehuyó para impedir que su mente siguiera la pista de esta conexión y regresase al pasado. El desdén era útil. Le procuraba un firme sentido de la proporción, una legitimidad a la que podía recurrir para sentirse seguro.

Tachó la habitación de desafortunada, parva y lóbrega; y con su fuero interno fortificado de este modo contra el mobiliario, se volvió hacia los doce ocupantes. Un panteón invertido, pensó, y al dar vía libre a esta idea se sintió de nuevo un poco más sereno.

Los hombres estaban bronceados y curtidos a la manera de los hombres de la frontera; tenían los labios blanquecinos a fuer de agrietados, y un porte que expresaba privaciones y pérdidas. Dos de ellos eran chinos, ataviados idénticamente con calzado de paño y holgados vestidos grises de algodón; tras ellos se hallaba un nativo maorí, su rostro tatuado con volutas de un azul verdoso. En cuanto al resto, Moody no era capaz de averiguar su origen. Aún no entendía cómo era posible que las excavaciones envejeciesen a un hombre en cuestión de meses; mientras recorría la habitación con la mirada, consideró que era el más joven de los presentes, cuando en realidad había varios hombres que lo eran más y otros de su misma edad. Poco les quedaba ya del lustre de la juventud. Estarían malhumorados para el resto de sus días, inquietos, zozobrantes, cenicientos y tosiendo polvo en los surcos marrones de las palmas de sus manos. A Moody le parecían vulgares, incluso pintorescos; le parecían hombres de poca influencia; no se preguntó por qué estaban tan callados. Quería un brandy, y también un lugar donde sentarse y cerrar los ojos.

Entró y se quedó un instante en el umbral esperando a que salieran a recibirlo, pero al ver que nadie hacía ningún gesto de bienvenida ni de rechazo dio otro paso al frente y cerró suavemente la puerta a sus espaldas.

Una vaga reverencia en dirección a la ventana y otra en dirección al hogar bastaron como presentación general de su persona, y a continuación se acercó a la mesita y se sirvió una bebida de las licoreras dispuestas a tal efecto. Escogió un puro y lo cortó; mientras se lo encajaba entre los dientes, se volvió de cara a la habitación y escudriñó de nuevo los rostros. Nadie parecía ni siquiera remotamente afectado por su presencia. Esto le gustó. Tomó asiento en el único sillón disponible, encendió su puro y se arrellanó con el suspiro íntimo de un hombre que piensa que su confort cotidiano está, por una vez, muy bien merecido.

Su contento duró poco. Apenas había estirado las piernas y cruzado los tobillos (observó, para su fastidio, que la sal seca había dibujado surcos blancos en sus pantalones) cuando el hombre que estaba inmediatamente a su derecha se inclinó hacia delante en su silla, pinchando el aire con la colilla de su puro.

–Eh, oiga, ¿tiene usted algún asunto entre manos aquí, en el Crown? –le preguntó.

El modo de formularlo fue bastante brusco, pero la expresión de Moody no lo acusó. Inclinó cortésmente la cabeza y explicó que, en efecto, había reservado una habitación en el piso de arriba y que había llegado a la ciudad esa misma tarde.

–¿Quiere decir que acaba de desembarcar?

Moody volvió a inclinar la cabeza y afirmó que eso era precisamente lo que quería decir. A fin de no parecerle cortante al hombre, añadió que venía de Port Chalmers con la intención de probar suerte buscando oro.

–Eso está bien –dijo el hombre–. Eso está bien. Ha habido nuevos hallazgos por ahí por la playa; está plagadita. Arenas negras: esa es la consigna que escuchará. Arenas negras en dirección a Charleston; eso está al norte de aquí, claro..., Charleston. Aunque en el desfiladero también se sacará un sueldo. ¿Trae un compañero o ha venido solo?

–Yo solo.

–¡Conque nada de vínculos!

–Bueno –dijo Moody, de nuevo sorprendido por la formulación–. Tengo intención de procurarme mi propia fortuna, eso es todo.

–Nada de vínculos –repitió el hombre–. Y ningún asunto entre manos; porque dice que no tiene ningún asunto entre manos aquí, en el Crown, ¿no es así?

Esto de exigir dos veces la misma información era impertinente, pero el hombre parecía cordial, incluso tenía cierto aire distraído, y no paraba de rasguearse la solapa del chaleco con los dedos. Quizá, pensó Moody, no había sido lo bastante claro.

–Lo único que tengo que hacer en este hotel es descansar –explicó–. Los próximos días iniciaré mis pesquisas en las excavaciones: qué ríos son productivos, qué valles están secos... y, por decirlo así, me pondré al corriente de la vida del minero. Tengo pensado quedarme aquí en el Crown una semana, y después emprender el camino hacia el interior.

–Así que nunca ha excavado.

–No, señor.

–¿Nunca ha visto el color del oro?

–Solo en la joyería; en un reloj o en una hebilla, nunca puro.

–Pero ¡habrá soñado con él en estado puro! ¡Lo habrá soñado..., se habrá visto a sí mismo arrodillado en el agua, tamizando para separar el metal de la arenilla!

–Supongo..., bueno, no exactamente –dijo Moody. El estilo expansivo de la charla del hombre se le antojaba bastante peculiar: a pesar de su aire distraído hablaba con vehemencia, y con una energía que casi resultaba impertinente. Moody miró a su alrededor, deseoso de intercambiar una mirada cómplice con alguno de los presentes, pero no consiguió que sus ojos se cruzasen con los de nadie. Tosió, y añadió–: Supongo que he soñado con lo que viene después..., es decir, con aquello a lo que puede conducir el oro, en lo que puede convertirse.

Al hombre pareció que le agradaba esta respuesta.

–Alquimia inversa, así es como me gusta a mí llamarlo. Me refiero a todo esto de buscar oro. Alquimia inversa. ¿Me entiende? La transformación no en oro, sino a partir del oro...

–Una idea excelente, señor –observó Moody, y hasta pasado un rato no habría de reflexionar que esta noción armonizaba con su reciente imagen de un panteón invertido.

–Y qué me dice de sus averiguaciones –dijo el hombre, asintiendo vigorosamente–. Sí, de sus averiguaciones..., porque estará preguntando por ahí, supongo, qué tipo de palas, de artesas... y mapas y todo eso.

–Sí, exactamente. Pretendo hacerlo bien.

El hombre se arrellanó en su sillón; era evidente que se estaba divirtiendo mucho.

–Una semana de pensión completa en el hotel Crown ¡solo para hacer preguntas! –Soltó una breve risotada–. ¡Y después se pasará dos semanas en el barro para recuperar lo que ha gastado!

Moody volvió a cruzar los tobillos. No estaba en disposición de ánimo para corresponder a la energía del otro hombre, pero lo habían educado con demasiada rigidez como para que se le pasase siquiera por la cabeza ser descortés. Se podría haber limitado a disculparse por su turbación y confesar que sentía un vago malestar –desde luego, el hombre parecía comprensivo, con aquellos dedos que no paraban de rasguear y aquella risa que subía a borbotones–, pero Moody no tenía por costumbre sincerarse con extraños, menos aún revelarle sus dolencias a otro hombre. Se removió en su interior y dijo, en un tono de voz más vivaracho:

–¿Y usted, caballero? Me da la impresión de que se ha establecido bien aquí.

–Sí, en efecto –replicó el otro–. Agencia Naviera Balfour; nos habrá visto nada más pasar los corrales, un lugar de primera..., ya sabe, la calle del Embarcadero. Balfour: ese soy yo. Thomas es mi nombre de pila. Va a necesitar un nombre de pila en las excavaciones: en el desfiladero, a nadie se le llama «señor».

–Entonces debería ponerme ya a practicar con el mío –dijo Moody–. Es Walter. Walter Moody.

–Sí, pero sepa que lo llamarán de todo antes que Walter –dijo Balfour, dándose un manotazo en la rodilla–. Walt el Escocés, quizá. O Walt Dos-Manos, Wally el Pepitas... ¡Ja!

–Ese nombre me lo tendré que ganar.

Balfour se rio.

–Nada de ganárselo. Grandes como una pistola de señora, algunas de las que yo he visto. Grandes como una pistola de señora..., pero le aseguro que no es ni la mitad de difícil ponerles la mano encima.

Thomas Balfour tenía unos cincuenta años de edad y un cuerpo compacto y robusto. Su cabello era completamente cano, peinado hacia atrás desde la frente y largo alrededor de las orejas. Lucía una barba cuadrada, y era dado a acariciársela con el cuenco de la mano cuando algo lo divertía; esto mismo hizo ahora, complacido por su propio chiste. Su prosperidad armonizaba con él, pensó Moody, reconociendo en el hombre la relajada sensación de merecimiento que llega cuando el optimismo de toda una vida se ha visto ratificado por el éxito. Iba en mangas de camisa; su pañuelo, a pesar de ser de seda y de fina hechura, tenía manchas de salsa y se le estaba aflojando por el cuello. Moody estimó que debía de ser un libertario: inofensivo, de espíritu renegado y alegre en sus efusiones.

–Estoy en deuda con usted, señor –dijo–. Esta es la primera de muchas costumbres que ignoro por completo, estoy seguro. No me cabe duda de que habría cometido el error de utilizar mi apellido en el desfiladero.

Era cierto que su imagen mental de las excavaciones de Nueva Zelanda era extremadamente imprecisa, pues estaba informada sobre todo por bosquejos de los yacimientos de oro de California –cabañas de troncos, valles de fondos llanos, vagones polvorientos– y por una vaga sensación (no sabía de dónde le venía) de que la colonia era de algún modo la sombra de las Islas Británicas, el anverso inmaduro y salvaje de la sede y el corazón del Imperio. Lo había sorprendido, al doblar las puntas de la península de Otago unas dos semanas antes, ver mansiones en el cerro, muelles, calles y jardincitos; y lo sorprendió, en estos momentos, observar cómo un caballero bien trajeado le pasaba sus fósforos a un hombre chino y se inclinaba después por encima de él para recuperar su vaso.

Moody era un antiguo alumno de Cambridge, nacido en Edimburgo en el seno de una familia de modesta fortuna con tres empleados domésticos a su servicio. Los círculos sociales que había frecuentado en Trinity, y después, en años más recientes, en Inner Temple, distaban mucho de la rigidez de los círculos nobiliarios, donde la única diferencia entre la historia y el contexto de unos y otros era una cuestión de grado; no obstante, su educación lo había vuelto estrecho de miras, pues le había enseñado que el modo adecuado de entender cualquier sistema social era contemplarlo desde arriba. Con sus compañeros del colegio universitario (vestidos con capas y borrachos de vino del Rin) defendía la fusión de las clases con toda la angustia y la vitalidad de los jóvenes, pero cuando se la encontraba en la práctica siempre se asustaba. Aún no sabía que un yacimiento de oro era un lugar de mugre y riesgo, donde cada tipo era un extraño para su vecino y un extraño para la tierra; donde podía haber oro a espuertas en la artesa de un tendero y nada en la de un abogado; donde no había divisiones. Moody era unos veinte años más joven que Balfour y por tanto le hablaba con deferencia, pero era consciente de que Balfour era un hombre de rango inferior al suyo, como también era consciente de que lo rodeaba una extraña miscelánea de personas cuyos patrimonios y orígenes no tenía modo de adivinar. Su cortesía, por tanto, tenía cierto tono acartonado, de la misma manera que un hombre que no suele hablar con niños carece de todo criterio sobre lo que resulta conveniente y en consecuencia se mantiene distante, y envarado, por mucho que desee ser amable.

Thomas Balfour notaba esta condescendencia, y estaba encantado. Sentía una divertida aversión hacia los hombres que hablaban, según él, «demasiado bien», y gustaba de provocarlos... no para hacerlos enfadar, lo cual lo aburría, sino para que se mostrasen vulgares. La rigidez de Moody se le antojaba un collarín a la moda, de hechura aristocrática e insoportablemente restrictivo para quien lo llevaba –así veía él todas las convenciones de la gente fina: como adornos inútiles– y disfrutaba al ver a Moody tan incómodo a causa de su refinamiento.

Balfour era, en efecto, un hombre de rango humilde, tal y como había adivinado Moody. Su padre había trabajado en una talabartería de Kent, y él mismo lo habría sucedido en el puesto si en su undécimo año de vida un incendio no se hubiese llevado al padre con el establo; pero era un muchacho inquieto, con los puños de la camisa deshilachados y una impaciencia que desdecía de la expresión soñadora, medio ausente, que solía lucir, y un trabajo tan porfiado no habría sido para él. En cualquier caso, como solía decir, un caballo no podía seguir el ritmo de un vagón de tren, y el oficio no había capeado el trajín de los tiempos cambiantes. A Balfour le era muy grato pensar que se hallaba en la vanguardia de una era. Cuando hablaba del pasado, era como si cada década anterior al presente año fuese una vela mal hecha que se hubiese quemado y consumido. No sentía la menor nostalgia por las cosas de su infancia –el oscuro licor de las cubas de curtir, el escurridor de cueros, la bolsa de piel de becerro donde su padre guardaba sus agujas y su punzón– y casi nunca las recordaba, excepto para compararlas con industrias más modernas. Las menas: ahí era donde estaba el dinero. En las minas de carbón, en las acerías y en el oro.

Empezó con el vidrio. Tras varios años de aprendiz, fundó una fábrica de vidrio, una modesta empresa que más adelante vendió por valor de una participación en una mina de carbón que, a su debido tiempo, se amplió hasta convertirse en una red de pozos mineros y fue vendida a inversores de Londres por muchísimo dinero. No se casó. En su trigésimo aniversario compró un billete de ida en clíper a Veracruz, la primera etapa de un viaje de nueve meses que habría de llevarlo por tierra hasta los yacimientos de oro de California. El relumbre de la vida del buscador de oro pronto palideció, pero el trajín y la esperanza incesantes de los yacimientos, no; con su primer polvo de oro compró participaciones en un banco, construyó tres hoteles en cuatro años y prosperó. Cuando California se agotó, liquidó todo y zarpó con rumbo a Victoria –un nuevo descubrimiento, una nueva tierra ignota–, y de allí, al oír de nuevo la llamada que cruzaba el océano como el sonido de un caramillo transportado por una rara brisa, a Nueva Zelanda.

A lo largo de sus dieciséis años en yacimientos vírgenes, Thomas Balfour había conocido a muchísimos hombres como Walter Moody, y decía mucho a favor de su carácter que hubiese conservado, durante tanto tiempo, un afecto y una estima profundos por el candor de unos hombres a los que la experiencia aún no había puesto a prueba. Balfour simpatizaba con la ambición, y su generosidad de espíritu, como buen hombre hecho a sí mismo, era poco ortodoxa. La iniciativa lo agradaba; el deseo lo agradaba. Estaba predispuesto a que Moody le cayese bien por la sencilla razón de que había emprendido una actividad de la que era evidente que apenas sabía nada, y de la que seguramente esperaba obtener grandes ganancias.

Esta noche en particular, sin embargo, no era que Balfour no tuviese cosas que hacer. La entrada de Moody había sorprendido bastante a los doce hombres reunidos, que habían tomado todo tipo de precauciones para garantizar que no serían interrumpidos. El salón principal del hotel Crown estaba cerrado esa noche debido a una celebración privada, y habían apostado a un muchacho debajo del toldo para que vigilase la calle, no fuera que a alguien se le ocurriese pasarse por allí a tomar un trago; lo cual era poco probable, ya que la sala de fumadores del Crown no era precisamente célebre por su concurrencia ni por su encanto, y de hecho era muy frecuente que estuviese vacía, incluso las noches de fin de semana, cuando los mineros volvían en tropel de los cerros para gastarse el polvo en alcohol en las covachas de la ciudad. El muchacho que estaba de guardia trabajaba para Mannering, y tenía en su poder un grueso fajo de entradas de tribuna para repartir gratis. La función –Sensaciones de Oriente– era un espectáculo nuevo y tenía el éxito asegurado, y además había cajas de champán esperando en el vestíbulo del teatro de ópera, cortesía del propio Mannering para la noche del estreno. Con semejantes distracciones, y convencidos de que ningún barco se arriesgaría a recalar en el lóbrego atardecer de un día tan inclemente (a esas horas, las llegadas previstas en las páginas de navegación del West Coast Times ya se habían producido), al grupo reunido no se le había ocurrido tomar medidas en previsión de que un desconocido fortuito se hubiese registrado en el hotel una media hora antes del anochecer y que, por tanto, se hallase ya dentro del edificio cuando el muchacho de Mannering se apostó de cara a la calle bajo el toldo empapado.

Walter Moody, a pesar de su rostro tranquilizador y, también, del cortés distanciamiento de su porte, no dejaba de ser un intruso. Los hombres no sabían cómo persuadirlo de que se marchase sin revelar que, en efecto, los había interrumpido, desenmascarando así la naturaleza subversiva de la reunión. Que Thomas Balfour hubiese asumido la tarea de escudriñarlo obedecía tan solo al azar de su proximidad, los dos junto al fuego... una feliz conjunción, ya que Balfour, con todo lo fanfarrón y ditirámbico que era, también resultaba tenaz y estaba acostumbrado a utilizar las situaciones para su propio provecho.

–Sí, bueno –dijo ahora–, enseguida se aprenden las costumbres, y todo el mundo tiene que empezar como usted... como aprendiz, quiero decir; sin saber nada de nada. Y ¿qué fue lo que sembró la semilla, si no le molesta que se lo pregunte? Es algo que me interesa personalmente: qué es lo que hace que un tipo venga hasta aquí, ya sabe, hasta los confines de la tierra..., qué es lo que lo motiva.

Moody dio una calada a su puro antes de responder.

–Mi objetivo era complicado. Una disputa de familia, dolorosa de contar, que explica que haya hecho la travesía en solitario.

–Ah, pero en ese aspecto no está usted solo en absoluto –dijo alegremente Balfour–. Aquí todos y cada uno de los muchachos están huyendo de algo... ¡de eso puede estar seguro!

–Vaya –dijo Moody, pensando que se trataba de una perspectiva más bien alarmante.

–Todo el mundo es de otro lugar –prosiguió Balfour–. Sí: este es el meollo de la cuestión. Todos somos de otro lugar. Y en lo que a familia se refiere, en el desfiladero encontrará usted hermanos y padres de sobra.

–Muchas gracias por ofrecerme consuelo.

Balfour estaba sonriendo de oreja a oreja.

–Esa sí que es una buena frase –dijo, agitando el puro con tanto énfasis que se esparció plumas de ceniza por todo el chaleco–. ¡Consuelo...! Si esto le sirve de consuelo, entonces es usted un puritano de tomo y lomo, hijo mío.

Moody no pudo pergeñar una respuesta adecuada a este comentario, así que volvió a inclinar la cabeza; y a continuación, como para negar cualquier insinuación de puritanismo, echó un buen trago de su vaso. Fuera, una ráfaga de viento interrumpió el monótono azote de la lluvia, arrojando una cortina de agua contra las ventanas que daban al oeste. Balfour examinó la punta de su puro, sin dejar de reírse entre dientes. Moody se encajó el suyo entre los labios, miró hacia otro lado y le dio una calada suave.

Justo en ese momento, uno de los once hombres silenciosos se puso en pie a la vez que plegaba su periódico en cuatro cuartos y cruzó hasta el secreter a fin de cambiar el periódico por otro. Llevaba un abrigo negro sin cuello y una corbata blanca; el atuendo de un clérigo, observó Moody con cierta sorpresa. Qué raro. ¿A qué podía deberse que un clérigo decidiera informarse de las noticias en la sala de fumadores de un hotel del montón un sábado por la noche? Y ¿por qué en tan silenciosa compañía? Moody se quedó mirando mientras el reverendo revolvía el montón de periódicos y rechazaba varias ediciones del Colonist en favor del Grey River Argus, entresacándolo con un murmullo de placer para sostenerlo después a poca distancia de su cuerpo y ladearlo, con aprecio, hacia la luz. Por otra parte, se dijo Moody, razonando consigo mismo, quizá no fuese tan extraño: era una noche muy lluviosa, y probablemente los salones y las tabernas de la ciudad estarían abarrotados. Quizá el clérigo se había visto obligado, por el motivo que fuese, a guarecerse de la lluvia durante un rato.

–De modo que hubo una pelea –dijo al poco rato Balfour, como si Moody le hubiese prometido un relato emocionante y después se hubiese olvidado de comenzarlo.

–Me vi involucrado en una pelea –lo corrigió Moody–. Es decir, la disputa no fue responsabilidad mía.

–Con su padre, supongo.

–Señor, me resulta doloroso hablar de ello. –Moody lo miró con intención de silenciarlo con un semblante adusto, pero Balfour respondió inclinándose más hacia delante, animado por la gravedad de la expresión de Moody a creer que la historia merecía ser escuchada incluso con mayor interés.

–¡Venga! Aligere su carga.

–No es una carga que pueda aligerarse, señor Balfour.

–Amigo mío, que yo sepa no existe semejante cosa.

–Disculpe que cambie de tema.

–¡Si es que me ha picado! ¡Ha picado mi curiosidad! –Balfour estaba sonriente.

–Permítame que me niegue –dijo Moody. Intentaba hablar bajito, para proteger su conversación del resto de la sala–. Permítame que me reserve mi intimidad. Mi motivo es, sin más, que no deseo causarle una mala impresión.

–Pero el agraviado es usted, ha dicho... no fue responsable de la disputa.

–Así es.

–Pues ¡cuéntelo! ¡Ese tipo de cosas no hay por qué mantenerlas en secreto! –exclamó Balfour–. ¿Acaso no es cierto lo que digo? ¡No hay por qué ser reservado en relación con los agravios ajenos! ¡No hay por qué avergonzarse de los..., de los actos ajenos, a ver si me entiende! –Estaba muy vocinglero.

–Lo que usted describe es la vergüenza personal –dijo Moody en voz baja–. Yo me refiero a la vergüenza que se abate sobre una familia. No quiero mancillar el apellido de mi padre; también es mi apellido.

–¡Su padre! Pero ¿qué le acabo de decir? ¡Que encontrará padres de sobra ahí abajo, en el desfiladero, le digo! No es un modo de hablar..., es la tradición, y la necesidad... ¡Así se hacen las cosas! Permítame que lo informe de lo que se considera una vergüenza en las excavaciones. Avisar en falso de un yacimiento merece tal nombre. Disputar las estacas de una concesión: eso lo merece. Robar a un hombre, estafar a un hombre, matar a un hombre: todo eso lo merece. Pero ¡la vergüenza familiar...! Eso cuénteselo a los pregoneros, para que lo anuncien a voz en cuello por la carretera de Hokitika. ¡Menuda novedad!, pensarán. ¿Qué es la vergüenza familiar cuando no se tiene familia?

Balfour concluyó su exhortación dando un golpe seco con el vaso vacío sobre el brazo de su silla. Sonrió encantado a Moody y levantó la palma de la mano como para decir que, aunque había formulado su razonamiento de una manera tan convincente que no cabía mejorarlo, no obstante agradecería algún tipo de asentimiento. Moody hizo otro movimiento automático con la cabeza y replicó, en un tono que delataba por vez primera que tenía los nervios agotados:

–Sus palabras son muy persuasivas, señor.

Balfour, sin desprenderse de su radiante sonrisa, rechazó el cumplido.

–La persuasión consiste en trucos y astucia. Yo hablo claro.

–Se lo agradezco.

–Sí, sí –dijo Balfour con tono agradable. Parecía que estaba disfrutando mucho–. Pero hábleme ahora de su riña familiar, señor Moody, para que pueda juzgar si al final su apellido ha quedado mancillado o no.

–Perdone –murmuró Moody. Miró en derredor y reparó en que el clérigo había vuelto a su asiento y se hallaba enfrascado en su periódico. El hombre que estaba a su lado, de aspecto rubicundo, con bigote imperial y cabello rojizo, parecía haberse dormido.

Thomas Balfour no estaba dispuesto a dejarse disuadir.

–¡Libertad y seguridad! –gritó, agitando nuevamente el brazo–. ¿Acaso no se reduce a eso? Verá, ¡ya me conozco el argumento! ¡Sé qué forma tiene! La libertad antes que la seguridad, la seguridad antes que la libertad... que el padre provea, que el hijo sea libre. Naturalmente, puede que el padre sea demasiado controlador, eso puede ocurrir, y que el hijo sea despilfarrador..., pródigo..., pero la pelea siempre es la misma. También los amantes –añadió al ver que Moody no intervenía–. Lo mismo les ocurre a los amantes: en el fondo, siempre, la misma disputa.

Pero Moody no lo escuchaba. Había olvidado por un momento la ceniza que iba avanzando por su puro y el brandy que se estaba entibiando en el fondo de su vaso. Había olvidado que estaba aquí, en la sala de fumadores de un hotel, en una ciudad que no hacía ni cinco años que se había construido, en los confines del mundo. Tenía la cabeza puesta en otra cosa, y a ella regresaba: el pañuelo ensangrentado, la mano de plata que se agarraba, el nombre que se repetía entrecortadamente en la oscuridad, una y otra vez: «Magdalena, Magdalena, Magdalena». La escena volvió a comparecer ante él de golpe, sin aviso, como una sombra transitando fríamente por delante del sol.

Moody había partido de Port Chalmers a bordo del bricbarca Godspeed, una pequeña y resistente embarcación con un elegante lanzamiento de proa y un mascarón de roble pintado: un águila, en honor a san Juan. En el mapa, la travesía tenía forma de horquilla: el bricbarca zarpaba hacia el norte, cruzaba el angosto estrecho entre dos mares y después volvía a dirigirse al sur, hacia las excavaciones. El billete de Moody incluía un estrecho hueco bajo la cubierta, pero el hedor y el bochorno de la bodega eran tales que se vio obligado a pasar casi toda la travesía arriba, encorvado bajo las regalas con su maleta de cuero mojada apretada contra el pecho y el cuello vuelto para protegerse de la roción. En cuclillas, de espaldas al panorama, apenas vio nada del litoral: las llanuras amarillas del este, que daban paso mediante una sutil inclinación a alturas más verdes, y después, sobre estas, las montañas, azules en la distancia; más al norte, los verdeantes fiordos, silenciados por aguas mansas; al oeste, los arroyos trenzados que se deslustraban al encontrarse con las playas y tallaban fisuras en la arena.

Cuando el Godspeed dobló la lengua norte e inició la travesía hacia el sur, el barómetro empezó a caer. De no haberse sentido tan enfermo y desdichado, Moody tal vez habría tenido miedo y habría encomendado su alma al Altísimo: el ahogamiento, según le habían dicho los muchachos de los muelles, era el mal de la Costa Occidental, y la pregunta de si podía o no considerarse un hombre de suerte quedaría resuelta mucho antes de que llegase a los yacimientos de oro, y mucho antes de que se arrodillase por primera vez a rozar las piedras con el borde de su batea. Eran tantos los que se perdían como los que tocaban tierra. Desde su puesto en el alcázar, el patrón de la nave –de nombre, capitán Carver– había visto a tantos marineros de agua dulce arrastrados a la muerte que cabía decir con toda propiedad que el barco entero era un camposanto..., esto último, pronunciado con queda solemnidad y los ojos abiertos de par en par.

La tormenta llegó sobre unos vientos verdosos. Empezó como un sabor a cobre al fondo de la boca, un dolor metálico que iba en aumento a medida que las nubes se oscurecían y avanzaban, y cuando golpeó, lo hizo con el azote de una furia sin sentido. El tumulto de la cubierta, el extraño látigo de luz y sombras proyectadas por las velas que se chascaban y se tensaban en lo alto, el temor palpable de los marineros mientras bregaban por mantener el rumbo de la nave... era una pesadilla hecha realidad, y Moody tenía la espeluznante sensación, a medida que se iban acercando a los yacimientos de oro, de que de algún modo la embarcación se había obstinado en que la infernal tormenta rompiese sobre ella.

Walter Moody no era supersticioso, aunque disfrutaba sobremanera con las supersticiones ajenas, y no se dejaba engañar fácilmente por las impresiones, aunque ponía mucho celo en formarse las suyas propias. Esto, sin embargo, no se debía tanto a su inteligencia como a su experiencia, cuya naturaleza, antes de embarcar con rumbo a Nueva Zelanda, no podía calificarse ni de extensa ni de variada. En lo que llevaba vivido, solo había conocido la duda en su vertiente calculada y segura. Solo había conocido la sospecha, el cinismo, la probabilidad... jamás el espantoso desmoronamiento que llega cuando uno deja de confiar en su propia capacidad de confiar; jamás el terrible pánico que sigue a este desmoronamiento, ni el embotado vacío que llega en último lugar. De estas modalidades de incertidumbre se había mantenido, al menos hasta tiempos recientes, felizmente ignorante. La imaginación de Moody no se extraviaba de manera espontánea hacia lo descabellado, y rara vez teorizaba si no tenía en mente algún objetivo práctico. Su propia mortalidad no encerraba para él más que una fascinación intelectual, un árido lustre; y, como no tenía religión, no creía en fantasmas.

La versión completa de lo sucedido durante esta última etapa de la travesía pertenece solo a Moody, y a él debemos dejársela. Nos parece suficiente decir, en este momento, que cuando el Godspeed salió del puerto de Dunedin había ocho pasajeros a bordo, y que para cuando tocó tierra en la Costa, había nueve. El noveno no era un bebé nacido en el viaje, ni tampoco un polizón, ni nadie a quien hubiesen subido después de que el vigía, avistándolo en el agua, a la deriva, agarrado a un pecio, diese la voz de alarma. Pero decir esto es robarle a Walter Moody su propio relato... y además injustamente, ya que si todavía no era capaz de evocar la aparición por completo, menos aún lo era de componer una narración para deleitar a un tercero.

En Hokitika llevaba dos semanas lloviendo sin tregua. Lo primero que vislumbró Moody del municipio fue una mancha movediza que avanzaba y retrocedía al compás de la bruma. Tan solo había un estrecho corredor de tierra llana entre el litoral y las repentinas montañas, azotado por la inagotable espuma que se convertía en humo sobre la arena; aún parecía más plano y contenido en virtud de la nube que truncaba por abajo las faldas de las montañas y formaba un techo gris sobre los apiñados tejados de la ciudad. El puerto se encontraba al sur, remetido en la tortuosa desembocadura de un río, plagado de oro, que se convertía en espuma al toparse con el salado filo del mar. Aquí en la costa el agua era marrón y estéril, pero río arriba era fresca y blanca, y se decía que destellaba. La desembocadura del río, a su vez, era calma, un laguito abarrotado de mástiles y de las grandes chimeneas de los vapores que estaban a la espera de un día más claro; no eran tan insensatos como para exponerse a la barra que yacía oculta bajo el agua y se desplazaba con cada marea. La inmensa cantidad de naves que se habían ido a pique en la barra estaba desperdigada a modo de infeliz testimonio del peligro sumergido. En total había treinta y pico pecios, y algunos eran muy recientes. Sus cascos astillados forjaban una extraña barricada que daba la funesta impresión de fortificar la ciudad contra el mar abierto.

El capitán no se atrevía a llevar el bricbarca a puerto hasta que el tiempo mejorase, así que avisó a una gabarra para que trasladase a los pasajeros a través de los cachones que se batían sobre la arena. La gabarra llevaba seis tripulantes, adustos Carontes que miraban de hito en hito sin mediar palabra mientras se bajaba en silla a los pasajeros por el cabeceante flanco del Godspeed. Sobrecogía acurrucarse en la minúscula barca y alzar la vista hacia las desmesuradas jarcias del barco; al balancearse proyectaba una oscura sombra desde las alturas, y cuando al fin se soltó el cabo y salieron a mar abierto, Moody sintió el alivio en su piel. Los demás pasajeros estaban alegres. Prorrumpían en exclamaciones sobre el tiempo y sobre lo espléndido que había sido pasar por una tormenta. Se preguntaban por cada pecio que veían, tratando de averiguar los nombres; hablaban de los yacimientos, y de las fortunas que habrían de encontrar en ellos. Su alegría era detestable. Una mujer apretó una redoma de sales volátiles contra el hueso de la cadera de Moody –«Tómeselas sin decir nada, para que los demás no vengan pidiendo»–, pero Moody le apartó la mano. La mujer no había visto lo que había visto él.

Parecía que el aguacero arreciaba a medida que la gabarra se iba acercando a la orilla. El roción del oleaje echaba tal cantidad de agua por la regala que Moody se vio obligado a ayudar a la tripulación a achicar la barca, utilizando un cubo de cuero que le encasquetó mudamente un hombre al que le faltaban todos los dientes salvo las muelas traseras. Moody no tenía ánimos ni para inmutarse. Pasaron sobre la barra y entraron en la calma de la desembocadura del río sobre una ola coronada de blanco. No cerró los ojos. Cuando la gabarra llegó a su atracadero fue el primero en desembarcar, calado hasta los huesos y tan mareado que tropezó en la escalera, provocando que la barca se alejase de él con un violento bandazo. Como un hombre perseguido, enfiló el muelle tambaleándose, prácticamente renqueando, hasta que tocó tierra firme.

Cuando volvió la vista atrás, apenas pudo distinguir la frágil gabarra embistiendo su atracadero, al fondo del muelle. En cuanto al bricbarca, hacía mucho que se había esfumado entre la neblina que flotaba en láminas de cristal empañado, oscureciendo los pecios, los vapores de la rada y, a lo lejos, el mar abierto. Moody hizo un alto, tambaleándose. Percibía vagamente a la tripulación sacando bolsas y maletas del barco, a los demás pasajeros correteando de acá para allá, a los mozos y estibadores gritando sus instrucciones bajo la lluvia. Veía la escena como a través de un velo, las figuras como a través de una gasa: como si la travesía, y todo lo concerniente a ella, ya hubiese sido reclamada por la niebla gris de su insegura imaginación; como si su memoria, reculando sobre sí misma, se hubiese topado con su reverso, la capacidad de olvidar, y hubiese invocado la neblina y las lluvias torrenciales a modo de paño espectral para protegerse de las formas de su pasado reciente.

Moody no se entretuvo. Se dio la vuelta y se fue corriendo por la playa, dejando atrás los mataderos, las letrinas, las barracas cortavientos que salpicaban el arenoso borde de la orilla, las tiendas de campaña que se combaban bajo el ceniciento peso de dos semanas de lluvia. Corría con la cabeza gacha y la maleta bien pegada al cuerpo, y no vio nada: ni los corrales, ni los altos hastiales de los almacenes ni las ventanas con parteluz de las oficinas de la calle del Embarcadero, tras las cuales unos cuerpos informes se desplazaban por habitaciones iluminadas. Moody siguió avanzando trabajosamente, hundido hasta las canillas en el fango, y cuando advirtió que la falsa fachada del hotel Crown se alzaba ante sus ojos salió disparado hacia ella y tiró la maleta al suelo para agarrarse con las dos manos a la puerta.

El Crown era un establecimiento de corte práctico, sin adornos, recomendable tan solo por su proximidad al muelle. Aun siendo conveniente, sin embargo, esta característica difícilmente podía considerarse una virtud: aquí, tan cerca de los corrales, el sanguinolento olor a matanza se entremezclaba con el olor acre y salobre del mar, y recordaba sin cesar a una fresquera desatendida en la que hay una pieza podrida de carne sin curar. Por esta razón, Moody podría haber desdeñado el local sin pensárselo dos veces y haber optado, en cambio, por aventurarse en dirección norte por la calle Revell, hacia donde las fachadas de los hoteles se ensanchaban, lucían colores más vivos, incorporaban pórticos y ofrecían, con sus ventanales y su delicado calado, todos los consuelos de la riqueza y el confort a los que, como hombre de posibles que era, estaba acostumbrado... Pero Moody se había dejado todas sus facultades de discernimiento en el bamboleante vientre del Godspeed. Solo quería un refugio, y soledad.

Una vez que hubo cerrado la puerta a sus espaldas, amortiguando el sonido de la lluvia, la calma del vestíbulo vacío tuvo un efecto inmediato y físico en Moody. Ya hemos señalado que obtenía un considerable provecho personal de su aspecto, hecho del cual era completamente consciente: no estaba dispuesto a entablar sus primeras relaciones en una ciudad desconocida con la apariencia de un hombre angustiado. Sacudió el agua de su sombrero, se pasó la mano por el pelo, dio unas patadas al suelo para que le dejasen de temblar las piernas y ejercitó la boca de forma vigorosa, como poniendo a prueba su elasticidad. Ejecutó estos gestos deprisa y sin vergüenza. Para cuando apareció la criada, había compuesto su rostro con su habitual expresión de benévola indiferencia y estaba escudriñando la unión de cola de milano de la esquina del mostrador de recepción.

La criada era una muchacha de aspecto poco avispado, cabellos incoloros y dientes tan amarillos como su piel. Recitó los términos de las comidas y el alojamiento, desplumó diez chelines a Moody (soltándolos con un brusco repiqueteo en un cajón cerrado que había debajo del mostrador) y lo condujo con aire cansino al piso de arriba. Moody se percató del rastro de agua de lluvia que iba dejando a su paso y del enorme charco que había formado en el suelo del vestíbulo, así que le insistió en que aceptase una moneda de seis peniques; la criada la cogió con desprecio e hizo ademán de retirarse, pero de pronto pareció como si desease haber sido más amable. Se sonrojó y, tras una breve pausa, sugirió que tal vez le apetecía que le subieran de la cocina una bandeja con la cena. «Para que se le sequen las entrañas», dijo, y estirando los labios le dedicó una sonrisa amarilla.

El hotel Crown se había construido recientemente, y todavía conservaba los trazos polvorientos y mielados de la madera recién desbastada; sus paredes seguían soltando gemas de savia por cada surco, y sus hogares aún estaban limpios de cenizas y manchas. La habitación de Moody estaba amueblada de forma muy rudimentaria, como en una pantomima donde una única silla evoca una casa grande y suntuosa. El cabezal apenas destacaba del colchón, y estaba relleno de algo semejante a torzales de muselina; las mantas eran ligeramente grandes y sus bordes se amontonaban sobre el suelo, de tal suerte que la cama, acurrucada como estaba bajo la desigual pendiente del alero, ofrecía un aspecto un tanto encogido. La desnudez confería a la estancia una cualidad espectral, inacabada, que podría haber sido inquietante si el panorama que se veía a través del cristal combado hubiese sido otra calle y otra época diferentes, pero para Moody el vacío era como un bálsamo. Colocó la maleta empapada en la estantería de al lado de la cama, escurrió y secó su ropa lo mejor que pudo, apuró toda una tetera, comió cuatro rebanadas de pan negro con jamón y, después de atisbar por la ventana el impenetrable aguaje de la calle, resolvió aplazar los asuntos que tenía pendientes en la ciudad hasta la mañana siguiente.

La criada había dejado el periódico de la víspera debajo de la tetera; ¡qué delgado era, para ser un periódico que costaba seis peniques! Moody sonrió al cogerlo. Tenía afición a las noticias intrascendentes, y le hizo gracia ver que «La Bailarina Más Seductora» del lugar también anunciaba sus servicios como «La Comadre Más Discreta» del lugar. El periódico dedicaba una columna entera a buscadores de oro desaparecidos («En caso de que esto llegase a los ojos de Emery Staines, o de cualquiera que conozca su paradero...») y toda una página a «Se necesitan camareras de bar». Moody leyó dos veces el periódico, incluidos los avisos sobre transportes, los anuncios de alojamientos con comida barata y varios discursos de campaña aburridísimos que se reproducían íntegros. Se sintió decepcionado: el West Coast Times se leía como una hoja parroquial. Pero ¿qué se había pensado? ¿Que un yacimiento de oro sería una exótica fantasía, toda oropel y promesas? ¿Que los mineros serían infames y taimados... asesinos todos ellos, todos ladrones?

Moody plegó lentamente el periódico. Sus pensamientos lo habían devuelto al Godspeed y al sangriento cofre que había en su bodega, y de nuevo el corazón empezó a palpitarle con fuerza. Se puso en pie y apartó bruscamente el periódico doblado. En cualquier caso, pensó, empezaba a oscurecer y no le gustaba leer en la penumbra.

Salió de su habitación y regresó al piso de abajo. Se encontró con la criada, que estaba retirada en el habitáculo de debajo de la escalera restregando con betún negro un par de botas de montar, y le preguntó si conocía algún salón donde pudiera pasar la tarde. La travesía lo había sometido a una enorme tensión, y tenía una necesidad acuciante de un brandy y de un lugar tranquilo donde dar descanso a sus ojos.

Esta vez la sirvienta estuvo más servicial; pocas veces, y distanciadas, debía de darle nadie seis peniques, pensó Moody, lo cual más adelante podría serle de utilidad si necesitaba de ella. La sirvienta le explicó que el salón del Crown estaba reservado esa noche para una fiesta privada –«Los Cordiales Católicos», aclaró, sonriendo de nuevo–, pero que podía llevarlo, si quería, a la sala de fumadores.

Moody volvió al presente con un sobresalto, y vio que Thomas seguía mirándolo con una expresión de intrigada expectación en el semblante.

–Le ruego me disculpe –dijo Moody, confuso–. Me temo que me he dejado llevar por mis pensamientos... por un momento...

–¿En qué estaba pensando? –dijo Balfour.

¿En qué había estado pensando? Solo en el pañuelo, en la mano de plata, en aquel nombre pronunciado ahogadamente en la oscuridad. La escena, reflexionó Moody, era como un pequeño mundo que poseía sus propias dimensiones. El tiempo ordinario podía transcurrir sin medida cuando su mente se extraviaba hasta allí. Por un lado, este vasto mundo del tiempo que discurre y los espacios que se desplazan, y por otro ese mundo pequeño y detenido de horror y desasosiego; encajaban el uno dentro del otro, una esfera dentro de otra esfera. Qué extraño que Balfour lo hubiese estado contemplando; que el tiempo real hubiese estado transcurriendo..., girando a su alrededor todo el rato...

–No estaba pensando en nada en particular –dijo–. He tenido que soportar una travesía difícil, eso es todo, y estoy muy cansado.

Tras él, uno de los jugadores de billar lanzó un tiro: un chasquido doble, un plaf aterciopelado, un murmullo de apreciación de los demás jugadores. El clérigo sacudió ruidosamente su periódico; otro hombre tosió; otro se quitó el polvo de la manga y se removió en la silla.

–Le estaba preguntando por su pelea –dijo Balfour.

–La pelea... –empezó a decir Moody, pero se interrumpió. De repente se sentía demasiado agotado para hablar siquiera.

–La disputa –le apuntó Balfour–. Entre usted y su padre.

–Lo siento –dijo Moody–. Los pormenores son delicados.

–¡Un asunto de dinero! ¿He dado en el clavo?

–Discúlpeme: no. –Moody se pasó la mano por el rostro.

–¡Conque no es de dinero! Entonces... ¡un asunto de amor! Está usted enamorado, pero su padre se resiste a dar su aprobación a la muchacha elegida...

–No, señor –dijo Moody–. No estoy enamorado.

–Es una lástima –dijo Balfour–. ¡Bueno! ¡Concluyo que ya está usted casado!

–No estoy casado.

–¡Quizá es que es un joven viudo!

–Jamás he estado casado, señor.

Balfour soltó una carcajada y levantó las manos para dar a entender que la reticencia de Moody se le antojaba exasperante a la vez que divertida, y muy absurda.

Mientras Balfour reía, Moody se irguió apoyándose en las muñecas y se giró para echar un vistazo a la habitación por encima del alto respaldo de su butaca. Quería involucrar a más hombres en su conversación, con la esperanza de desviar a Balfour de su objetivo. Pero nadie alzó la mirada para cruzarla con la suya; daba la impresión, pensó Moody, de que lo estaban evitando a propósito. Le pareció extraño. Pero la postura era incómoda y se estaba mostrando como un maleducado, así que retomó de mala gana su colocación anterior y volvió a cruzar las piernas.

–No es mi intención decepcionarlo, señor –dijo, cuando amainaron las risotadas de Balfour.

–Decepcionarme... ¡en absoluto! –exclamó Balfour–. No, no. ¡Guarda bien sus secretos!

–Me interpreta usted mal –dijo Moody–. No pretendo ocultar nada. Es un asunto que me resulta personalmente angustioso, eso es todo.

–Ah –dijo Balfour–, pero eso siempre pasa, señor Moody, cuando se es joven... Ya sabe, sentir angustia por el pasado de uno..., no querer que se conozca..., no compartirlo jamás... con otro hombres, quiero decir.

–Sabia observación.

–¡Sabia! ¿Nada más?

–No lo entiendo, señor Balfour.

–¡Está usted empeñado en frustrar mi curiosidad!

–Confieso que me asusta un poco.

–¡Esta es una ciudad aurífera, señor! –dijo Balfour–. Uno debe confiar en sus semejantes..., fiarse de sus semejantes..., ¡no lo dude!

Esto aún era más raro. Por primera vez –quizá debido a que su frustración iba en aumento, lo cual sirvió para que atendiese más a la escena que tenía delante–, Moody empezó a sentir que se le despertaba el interés. El extraño silencio de la habitación no daba precisamente testimonio de esa fraternidad en la que todo es compartido y relajado... Es más, en lo referente a su propio carácter y a la reputación de que gozaba en la ciudad, ¡Balfour apenas había ofrecido ninguna información que hubiese podido dar pie a que Moody confiase más en él! Miró de reojo al hombre gordo que estaba pegado al hogar, cuyos párpados cerrados temblaban con el esfuerzo de fingir el sueño, y después al hombre rubio que estaba tras él, que no hacía más que pasarse el taco de billar de una mano a la otra, pero que daba toda la impresión de haber pedido el interés por la partida.

Se estaba tramando algo: de repente, no le cabía la menor duda. Balfour estaba interpretando un papel en nombre de los demás: lo estaba calando, pensó Moody. Pero ¿con qué fin? Había un sistema detrás de esta sarta de preguntas, un plan ingeniosamente oculto por las maneras excesivas de Balfour, por su derroche de simpatía y encanto. El resto de los presentes estaban escuchando, por mucho que pasaran las páginas de los periódicos como si tal cosa o fingieran dormitar. Nada más caer en la cuenta, pareció que la habitación se clarificaba, como cuando unas estrellas dispersas al azar se resuelven ante los ojos en una constelación. Balfour ya no le parecía risueño y efusivo, como le había creído en un primer momento; por el contrario, le parecía crispado, tenso, desesperado incluso. Moody se preguntó si no daría mejores resultados complacer al hombre que contrariarlo.