Las redes del amor - Mara Fox - E-Book
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Las redes del amor E-Book

Mara Fox

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Beschreibung

Cuanto más tiempo pasaba allí, menos soportaba la idea de marcharse... Cuando vio aparecer a Roxy Adams al volante de su Porsche amarillo, el sheriff supo que ni él ni su pequeña ciudad volverían a ser los mismos. En sólo veinticuatro horas había tenido que sacarla de una pelea, meterla en el calabozo... y había pasado los mejores momentos de su vida junto a ella. Y, aunque sabía que pronto se iría, Luke decidió asegurarse de que echaría de menos estar entre sus brazos. Seguramente el sheriff la consideraría una niña mimada con ganas de llamar la atención, pero lo cierto era que se había marchado de Dallas para no meterse en más líos. Tenía la intención de quedarse sólo el tiempo necesario para reunir fuerzas y continuar su camino. Mientras, disfrutaría de los encantos del lugar... y de sus habitantes. Lo que no sospechaba era que su pasado la perseguía...

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Seitenzahl: 202

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Mara Fox Horstman. Todos los derechos reservados.

LAS REDES DEL AMOR, Nº 1370 - agosto 2012

Título original: I Shocked the Sheriff

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,

total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de

Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido

con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas

registradas por Harlequin Books S.A

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y

sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están

registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros

países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0780-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Roxanne Adams se pasó la lengua por los labios ásperos.

«Diantres. Lo he vuelto a hacer».

–Oh –suspiró mientras levantaba la cabeza y giraba el cuello.

Agarró el volante con fuerza. El olor a vainilla del ambientador inundaba el interior del coche. «Esta vez estoy a salvo en el Porsche».

Apoyó la cabeza con cansancio sobre el borde del volante. No quería pensar en el horrendo episodio de su última borrachera, pero a pesar del tiempo que había pasado seguía repitiéndose en su mente. El borracho había levantado la cabeza para decirle lo bonita que era. Desnuda, ella había mirado su asquerosa cara y se había visto allí reflejada.

Esa imagen la mantenía sobria. Esa imagen, las doce etapas y todos sus amigos de Alcohólicos Anónimos. Habían pasado más de dos años.

«Me las puedo arreglar. Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo».

Estaba llorando. «Sí, llora, boba», se decía mientras se enjugaba las lágrimas. Pero Joey estaba aguantando. Tal vez hubiera intentado suicidarse, pero le gustara o no se le iba a conceder una segunda oportunidad, y esa vez lo iba a conseguir.

Roxy gimió y levantó la cabeza del volante. Sabía que si se miraba al espejo retrovisor tendría un círculo en la frente. Le había pasado antes; demasiadas veces como para llevar la cuenta. A veces aún le había durado la borrachera y se le había antojado gracioso. En ese momento, nada más lejos de la realidad.

Ese día estaba sobria. A pesar del tiempo que había pasado, sintió una prudente sensación de alegría.

Unos golpes en la ventanilla la sacaron de su ensimismamiento. Volvió la cabeza y se encontró con la mirada de desaprobación de un hombre uniformado. ¿Cómo se le habría ocurrido ir hasta allí...? Lo sabía perfectamente. Ir allí la había salvado.

–Abra la puerta, por favor. No voy a pedírselo otra vez.

¿Qué iba a hacer? ¿Disparar a través del cristal? ¿Sacarla del coche agarrándola del pelo? El Porsche estaba a su nombre; había sido un regalo de su padre después de pasar un año entero sin beber ni una gota de alcohol. Le diría un par de cosas a aquel policía... con respeto, por supuesto.

Por muy desesperados por encontrar profesores que estuvieran en su instituto, la echarían inmediatamente si se dieran cuenta de que había pasado las vacaciones de verano en una cárcel del oeste de Texas.

Resultaba extraño que la persona más joven del grupo de Alcohólicos Anónimos la hubiera animado a sacarle provecho a su carrera enseñando en un instituto. El hecho de tener un propósito en la vida la había ayudado a no beber, y el enseñar a niños desfavorecidos, a valorar más su vida.

Sonrió ante la ironía. Se alegraba incluso de estar en aquel sitio perdido, delante de aquel policía que parecía haber ido a rescatarla. En realidad, estaba encantada por el puro alivio de estar sobria.

Roxy quitó el seguro de las puertas.

–Salga del coche despacio.

Roxy se apartó lentamente del volante. Con algunos policías era mejor no discutir; sobre todo con esa clase de policía. Lo notó en sus fríos ojos marrones.

Sacó tímidamente un pie, agradecida al notar la firmeza del suelo y el ruido de la hierba seca bajo sus sandalias, al tiempo que la conocida sensación de mareo la invadía de nuevo.

Aspiró hondo varias veces, antes de notar en él un gesto de impaciencia.

–Lo siento, agente. No me encuentro muy bien esta mañana. He olvidado tomar mi medicación y me he quedado sin gasolina. Una mañana redonda, vamos.

El tono de Roxy no era burlón, pero tampoco conciliador. Ella de conciliadora tenía muy poco, a pesar de todos los errores espectaculares que hubiera cometido en su vida.

Él la miró como si fuera un peligro al volante. Ella se pasó la lengua por los labios. No se había cepillado los dientes, pero tampoco había bebido. «Afortunadamente para él, mi aliento no será demasiado tóxico».

–¿Cree que podría pasar la prueba de alcoholemia? –le preguntó el policía.

«Claro, el sheriff de Villapaleto se imagina lo peor». Plantó el otro pie en el suelo sin levantarse del asiento. Allí, sentada frente a él, con los pies en el suelo y la hierba haciéndole cosquillas, contuvo las ganas de tirarse de los pantalones cortos. Sólo conseguiría que él se fijara en sus muslos desnudos. Y allí, cualquiera que no llevara vaqueros y sombrero tejano seguramente acabaría en el calabozo por exposición indecente.

–No he estado bebiendo –dijo, tratando de sonreír.

Que pensara lo que quisiera. Sólo quería que la llevara a la gasolinera con lavabo más cercana.

Él la miró.

–¿Qué medicación está tomando?

Estaba claro que se había estado fijando en algo más que en su melena pelirroja y en sus ojeras. Un punto para el policía.

–¿Tiene un poco de zumo de naranja? Me preocupa mi nivel de azúcar en sangre.

–¿Me está diciendo que es diabética? –le dijo en tono escéptico.

–No, pero casi. Y no tengo gasolina. Así que supongo que tendré que montarme con usted. Si me ayuda a ponerme de pie podremos ir a la ciudad; si es que hay una ciudad en este sitio perdido de la mano de Dios.

–¿Ni siquiera sabe dónde está? ¿Es que no sabe lo peligroso que es quedarse sin gasolina en el oeste de Texas en el verano más caluroso de la historia? En unas horas estaría cociéndose en ese coche, y aquí no hay ni una sombra ni agua en varios kilómetros a la redonda.

Ella lo miró con una mueca de fastidio. Se conocía los sermones de los policías; todos eran iguales.

–En realidad, he venido hasta aquí para probar a hacer autoestop en una carretera desierta en pleno verano –se retiró el pelo hacia atrás–. Y creo que no es demasiado agradable por su parte que intente privarme de una experiencia tan prodigiosa.

–Esa palabrita me dice que tiene usted formación, pero no me parece demasiado inteligente. De haber permanecido aquí más tiempo podría haber muerto de un golpe de calor.

Roxy se pasó la lengua por los labios resecos mientras se imaginaba estando aún más sedienta de lo que ya lo estaba.

–Supongo que no sabía lo que hacía.

Estaba diciendo la verdad. Su amigo Joey había intentado suicidarse después de haber pasado seis meses sin beber. El shock había sido muy grande para ella. Para colmo, el recuerdo de hacía cinco años cuando se había encontrado a su hermano muerto por sobredosis de éxtasis la había golpeado como si hubiera ocurrido el día anterior.

Por eso Roxy había agarrado las llaves del coche y se había puesto a conducir por las carreteras más solitarias que había podido encontrar. Cualquier cosa para evitar el reclamo de neón de la civilización y el alcohol.

–Señorita, necesito ver su documento de identidad. ¿De dónde es?

–Soy de Dallas. Tengo mi carné de conducir por aquí.

Fue a sacar su bolso y vio que no estaba debajo del asiento, donde normalmente lo dejaba. Miró en el asiento trasero y vio que tampoco estaba allí. La verdad era que el coche parecía vacío. En su prisa por salir de la ciudad se había dejado el bolso y el móvil en casa.

–¡Diantres!

En el instituto no estaban permitidas las palabras malsonantes, y Roxy se encogió interiormente ante su propia exclamación.

–Lo siento, no tengo el bolso –le informó.

–¿Señorita Dallas, además de que no me da respuestas coherentes, no lleva identificación?

–Estoy llena de respuestas coherentes. Lo que pasa es que usted no me ha hecho las preguntas adecuadas.

–De acuerdo, vamos a ver. ¿Suele conducir con o sin permiso?

Ella se encogió de hombros.

–Estaba muy disgustada cuando salí de casa –dijo, sabiendo que eso no alcanzaba a explicar lo que había sentido–. Creo que por eso olvidé traérmelo.

–No me deja otra opción. Tendré que llevarla a Red Wing; se quedará en comisaría hasta que nos confirmen su identidad.

–¿Red Wing?

–Es una ciudad a unos quince kilómetros de aquí. Ha tenido suerte de que tuviera un asunto que resolver en la granja de Pete, porque de otro modo se habría visto en un buen aprieto. Este tramo de carretera es muy solitario.

–¿Hay gasolineras o zumo de naranja en Red Wing?

Él asintió.

Roxy se preguntó por qué se molestaba en ser sarcástica, porque él ni se daba cuenta. Resultaba casi tan fastidioso como su actitud de típico policía. Porque bajo ese uniforme había sin duda un hombre muy apuesto, con un cuerpo lo suficientemente magnífico como para despertar sus adormiladas hormonas. Siempre le habían encantado los hombres de hombros anchos y culitos prietos.

–Necesito que me dé las llaves de su coche para cerrarlo.

Ella le tendió una mano, sabiendo que de otro modo no se levantaría.

–Si no quiere tener que levantarme del suelo, será mejor que me ayude a ponerme de pie. Estoy muy mareada.

Él le tomó la mano como si fuera lo que menos le apetecía en el mundo. Cuando se puso de pie notó lo alto que era; tanto que tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo.

–Gracias –dijo ella de mala gana al notar su poca disposición.

Pero él no pareció percatarse de una actitud por la que ella era conocida. Roxy le pasó las llaves con fastidio. «Debo ser más lista y no enfrentarme a él. No merece la pena que me echen del trabajo por desafiar a este tío».

Él asintió y se guardó las llaves en un bolsillo al tiempo que la agarraba del brazo con la otra mano. Roxy intentó apartarse de él, pero con ello sólo consiguió que esa horrible sensación de mareo aumentara. Así que aceptó su ayuda.

El sheriff la condujo hasta su coche como si fuera una anciana, cerniéndose sobre ella a pesar de su también altura y los cuatro centímetros del tacón de sus sandalias.

Se dijo que su actitud impersonal no le molestaba. Le daba igual que aquel guapísimo policía de Villapaleto no la mirara como a una mujer. Seguramente tendría un bonito rancho, una esposa y seis hijos.

En realidad, lo único que importaba era que lo había conseguido. Se había mantenido sobria a pesar de la provocación. Eso demostraba... Bueno, no demostraba nada. A sus veintiséis años había huido, demostrando que no era lo suficientemente fuerte. Llevaba más de dos años sobria y seguía teniendo miedo.

«Así que seguiré luchando como lo he hecho hasta ahora; enfrentándome al día a día. Y hoy es un buen día. Un día más limpia», pensaba mientras llegaban al coche de policía.

Luke Hermann arrancó el coche y salió de detrás del impresionante Porsche amarillo. El coche era tan precioso como la mujer.

No volvió a decirle nada a la pelirroja, a la que había apodado señorita Dallas. Y no sólo porque cuando estaba con una mujer bella se quedara sin habla.

Luke no estaba seguro de hasta qué punto había infringido la ley, aparte del hecho de que no llevara encima el permiso de conducir. Pero pronto lo aclararía todo.

–¿Cómo se llama? –le preguntó ella.

Tenía la voz rasposa, como si llevara años fumando como un carretero, aunque Luke estaba seguro de que no pasaba de los treinta.

Ella le dedicó una sonrisa superficial que le daba a entender que le gustaba tan poco como ella a él.

–Soy el sheriff Hermann.

Ella asintió, pero no dijo más. Se recostó en el asiento y pareció como si se fuera a quedar dormida. Su propia decepción lo sorprendió. Se había preguntado qué se le ocurriría decir a continuación; esa chica parecía llena de sorpresas.

Y a él no le gustaban las sorpresas. Por esa razón había vuelto a la ciudad donde se había criado. Allí conocía a todo el mundo, y la tendencia de cada uno a quebrantar o respetar las leyes. Normalmente los problemas no surgían de la noche a la mañana, y conociéndolos a todos como los conocía solía anticiparlo. Aunque no siempre.

No era un héroe, pero le gustaba proteger a los habitantes de su ciudad.

–Tendrá que decirme su nombre –le preguntó él, aunque como no llevaba documentación tal vez le diera un nombre falso.

–Soy Roxy. Roxanne Adams.

Él asintió.

–Es usted mujer de pocas palabras, señorita Adams.

–Mmm...

Él negó con la cabeza. No tenía ni idea de lo que iba a hacer con ella.

–¿Se encuentra bien?

Ella volvió la cabeza hacia él. Entonces se dio cuenta de que ella tenía los ojos azules; de un azul tan profundo como las aguas del arroyo que discurría por la tierra que tenía en Comstock. Tenía el blanco de los ojos muy claro; no parecía como si estuviera recuperándose de una borrachera o de algún viaje. Y el coche no lo había robado.

Esa mujer estaba hecha para aquel automóvil.

–Estoy bien –dijo mientras volvía la cabeza hacia el otro lado y se acomodaba en el asiento.

Colocó una rodilla sobre la guantera y, sin poder evitarlo, Luke le miró las piernas de reojo. ¡Qué largas las tenía! Sólo de mirarlas se le aceleró el pulso, y no precisamente porque le importara que apoyara allí las rodillas. Mientras tamborileaba con los dedos en el volante se preguntó cómo cabría una chica tan alta en ese coche tan pequeño.

La chica se quedó dormida con la facilidad de un niño, y Luke no pudo evitar la tentación de observarla un poco más. Un cuerpo de impresión acompañaba a esas piernas. Se compadeció de su mala suerte al ver que el cinturón de seguridad le ceñía unos pechos altos y turgentes.

Esa mujer era un peligro. Sobre todo por el rumbo que habían tomado sus propios pensamientos. Pero en cuanto la dejara en la clínica y le pasara el muerto a otro habría dejado de representar un peligro para él. Apartó los ojos de ella e intentó concentrarse en la carretera; pero cada vez que ella suspiraba en sueños, él sentía como si se le encogiera un poco el corazón.

Detestaba prejuzgar a los demás, pero últimamente, Luke había empezado a preguntarse si su trabajo no estaría contribuyendo a esa tendencia. Allí estaba, tratando a esa mujer como si hubiera hecho algo malo sólo porque despertaba su curiosidad, porque le hacía sentir.

Detuvo el vehículo delante de una pequeña clínica que servía para las emergencias que se producían en la ciudad y la despertó con delicadeza. Las pecas que adornaban su nariz parecían azúcar moreno espolvoreado sobre una piel pálida y tersa.

Cuando ella lo reconoció, su expresión pasó de la serenidad del sueño a la inquietud. Al instante pestañeó y se incorporó en el asiento. Miró por la ventanilla del coche.

–¡Oh, co... córcholis! Una clínica. Sólo hay una cosa peor que una clínica, y es una comisaría.

–¿Ha visto muchas?

Ella se volvió para mirarlo. En sus labios se esbozaba una leve sonrisa.

–Hace mucho que no. ¿Qué es lo que me ha delatado?

–He visto a mucha gente como usted.

Ella se volvió.

–Ése es el problema de los policías. No ven más allá de los estereotipos.

Luke intentaba ser justo, pero tras llevar años en la policía, su trato con los delincuentes le había enseñado a ser desconfiado. Había acabado fiándose más de la experiencia y menos del instinto, y sólo porque no quería que ella fuera una delincuente había roto todas sus reglas.

–Debería llamar a mi padre. Se va a preocupar.

–Señorita Adams, la ayudaré a ponerse en contacto con su padre en cuanto estemos dentro.

«Mejor que la vea el médico. Así me aclarará si tiene alguna adicción o si es algún problema médico».

Ella asintió.

–Seguramente, lo mejor será ocuparnos primero del tema del azúcar en sangre; no quiero estar mareada cuando lo llame, porque si no, es capaz de montarse en su avión y plantarse aquí en menos que canta un gallo.

Luke se preguntó cómo sería tener un avión privado a la disposición de uno. ¿Sería su dinero lo que le daba esa frescura?

–Entonces supongo que deberíamos entrar. ¿Me van a pinchar? –preguntó ella mientras se frotaba el brazo, imaginándose ya el pinchazo.

–Le harán un análisis.

–¿Para saber si he tomado drogas? –levantó las cejas.

Luke se fijó en que tenía las cejas del mismo color que el pelo. Había pensado que era teñido, pero parecía que aquel vibrante color de pelo era natural.

–Un análisis para ver el nivel de azúcar en sangre.

Ella le regaló una sonrisa que le dejó sin respiración.

–Caramba, un análisis normal. Pensé que tal vez seguirían utilizando pis de caballo y sanguijuelas para medir los niveles.

Él se dio la vuelta mientras se afanaba en abrir la puerta del coche, empeñado en no darse por aludido o ponerse nervioso. Al oír que ella abría la puerta volvió la cabeza.

Nada más ponerse de pie notó que se tambaleaba y que estaba a punto de caerse. Por suerte, él reaccionó en seguida y consiguió llegar a tiempo.

–Ya la tengo.

Roxanne Adams intentó apartarse de él.

–De eso nada. Soy capaz de caminar sola hasta la entrada de la clínica. ¿Tienen zumo de naranja?

Luke se sorprendió al percibir el latigazo de deseo que provocaron de repente en él esas curvas esbeltas y sinuosas. Lo necesitaba.

–Insisto en ayudarla. No quiero que acabe denunciando al doctor Peterson si se desmaya en la acera.

–De verdad, agente, estoy bien –protestó, empeñada en convencerlo.

Él la empujó con suavidad, una de las ventajas de ser incluso más fuerte y alto que la más alta del sexo débil.

–La ayudaré. No me gustaría que acabara en el suelo llena de cardenales. Tal vez después alegue crueldad policial.

–¿Crueldad policial? ¿Como por ejemplo su modo de agarrarme del brazo? ¿Acaso teme que me pierda entre el gentío?

Señaló las calles casi vacías, por donde la señora Henderson paseaba a su anciano perro y tres niños montaban en bicicleta.

Él sonrió y aflojó la mano un poco.

Ella le devolvió la sonrisa con facilidad. ¿Entonces por qué le daba la impresión de que ella no sonreía así a menudo?

Luke negó con la cabeza. Roxanne Adams era un peligro, se la mirara por donde se la mirara. Y tenía que pensar en Carla, su novia desde hacía tantos años.

De pronto, Roxanne se le desmayó en los brazos. Un extraño sentimiento de alarma lo recorrió. Había vivido muchas situaciones distintas, pero aquélla no se parecía a ninguna. La tomó en brazos muy despacio y la llevó a la clínica, deseoso de saber en qué clase de lío se estaba metiendo.

–¿Qué está mirando? –le preguntó mientras lo miraba con irascibilidad.

Se preguntó cómo podrían sus padres pegar ojo de noche teniendo que preocuparse por ella. Él no había sido capaz de ahogar esa inquietud mientras esperaba a descubrir lo que le pasaba.

–Creo que estoy mirando a una loca del volante.

–Qué bonito sentimiento. ¿Son tan poéticos todos los vaqueros?

«Ésta cree que soy un paleto. Eso debería aliviar el deseo que me quema las entrañas».

Sin embargo, él también tenía sus dudas. ¿Qué estaba haciendo él en aquel pueblo de paletos? Tal vez sería la tranquilidad de una población como Red Wing; la seguridad de las personas y los lugares de siempre. «Necesito ver a Carla de inmediato». Llevaba ya varios años saliendo con esa mujer, y sin embargo, no tenía ni idea del perfume que usaba.

Por el contrario, llevaba todo el día acordándose del aroma a vainilla del Porsche de la señorita Adams.

–Bien, señorita Dallas, nosotros los paletos hemos conseguido ponerle un parche sin las sanguijuelas y el pis de caballo.

–¿Que me han puesto un parche? ¿Es así como lo llama?

–Deduzco que no se siente mucho mejor.

Ella abrió mucho los ojos.

–Creo que no.

–¿A qué hora se ha parado a tomar algo por última vez? Estaba totalmente deshidratada. Le han tenido que poner una inyección de caballo.

–Seguramente será lo único que tendrán en este pueblo perdido –dijo ella.

–Estaba inconsciente, hablando, pero inconsciente. ¿No se acuerda?

Ella se retiró el pelo de la cara.

–Recuerdo que el médico me estaba hablando, pero no lo que me decía. Duermo como un tronco.

–Sí, estaba bastante dormida.

–¿Ha esperado a que me despertara para poder llevarme a comisaría? ¿Tan desesperado está por algo de compañía? No puede haber demasiadas mujeres en esta ciudad de menos de ochenta años.

–¿Es que tengo alguna razón para llevarla a comisaría? –la miró con intención–. ¿Quiere confesar algo?

–No tiene sentido del humor. Bien pensado, me acuerdo de haber tenido pesadillas. Creo que estaba en alguna de ellas.

Para demostrarle que estaba equivocada, él esbozó esa sonrisa tan encantadora.

–Me he quedado para asegurarme de que no se metía en ningún lío.

–Ah, el granjero John se preocupa de todo el mundo menos de la desafortunada mujer que se ha quedado tirada en mitad de la carretera por un problema de salud. Su comprensión resulta impresionante.

Intentó incorporarse mientras se tiraba del cuello del camisón del hospital que le estaba ahogando.

Él le puso las manos delante, como si intentara parar a un caballo desbocado.

–Eh. Será mejor que se tumbe. No creo que el médico esté de acuerdo con que se levante ya.

–Tengo que ir a hacer pipí, granjero John, y no pienso permitir que me tengan enganchada a un gotero. Estos cacharros son de lo más molesto.

Se agarró a las barras que flanqueaban la cama y se sentó.

Él retrocedió un paso, y finalmente ella fue a ponerse de pie. Entonces ella hizo una mueca. No podría levantarse si el suelo no dejaba de moverse. Maldijo entre dientes para no asustar al sheriff.

Él no decía nada; permanecía en un silencio casi forzado. Ella dio dos pasos y entonces volvió la cabeza. El sheriff tenía la vista fija en su trasero desnudo.

Ella le echó una sonrisa y lo saludó, y a él se le subieron los colores. Aparentemente, no le gustaba que lo pillaran in fraganti. Qué pena que no pudiera ponerle una multa por comportamiento indecente.

El sheriff escapó dando un portazo. Ella avanzó los pasos que le quedaban hasta el cuarto de baño. No había nada para animar a una mujer como ver a un hombre boquiabierto.

Capítulo Dos

–¿Qué estaba haciendo Ted aquí?

El sheriff Hermann señaló al hombre que acababa de salir de su habitación con una tablilla en la mano.

–Está locamente enamorado de mí, pero no es mi tipo –sonrió Roxy mientras se terminaba de poner las sandalias.

Después de cómo se había marchado el sheriff habría pensado que no volvería. Parecía que tenía más agallas de las que ella había pensado, o tal vez quisiera volver a verle el trasero.

–Supongo que te sientes mejor. ¿Quieres decirme qué quería Ted o tengo que preguntárselo a él?

Roxanne suspiró. ¿Sería siempre tan impaciente?

–Yo quiero marcharme, y ellos no se hacen responsables.

Él no la miraba a ella, sino que tenía la vista fija en la pared que Roxy tenía detrás.

–He oído que has montado un buen lío.

Eso era normal en ella.

–¿Has venido a detenerme, sheriff? –le dijo con tranquilidad–. ¿Es que es un crimen intentar no pasar la noche en el hospital?

Él se llevó la mano a la placa.