Las reglas del jeque - Abby Green - E-Book
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Las reglas del jeque E-Book

Abby Green

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Beschreibung

"No te enamores de mí". Esa era la regla del jeque. El imponente castillo y la tierra baldía de Merkazad no tenían nada que ver con la modesta granja y los campos de color esmeralda a los que la amazona Iseult llamaba "hogar", pero tendría que acostumbrarse a su nuevo entorno. El jeque Nadim había comprado los establos de su familia y ella trabajaría a las órdenes de su majestad, en un país exótico y lejano. Nadim era un hombre exasperante, pero también despertaba en ella un sentimiento desconocido llamado deseo. Inmersa en un mundo fantástico y sensual, Iseult iba a descubrir lo que era sentirse hermosa y segura de sí misma por primera vez en toda su vida. Pero no podía olvidar la regla de oro del jeque…'Abby Green, finalista Premios RITA en 2011 con un historia corta. Otros libros de Abby Green: Perdón si olvido, Venganza exquisita, El refugio de la novia, Los secretos del oasis, Heredero de amor…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Abby Green. Todos los derechos reservados.

LAS REGLAS DEL JEQUE, N.º 2274 - Diciembre 2013

Título original: Breaking the Sheikh’s Rules

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3895-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

El jeque Nadim bin Kalid al Saqr siguió al jinete con la mirada mientras entrenaban en la pista. Su asombro no dejaba de crecer, no solo por la magnificencia del potro, sino también por el intenso verdor de todo lo que le rodeaba. La llovizna caía sin cesar y lo cubría todo con una fina neblina que refrescaba ese cálido día de septiembre.

Curtido en la aridez del desierto y las montañas, jamás hubiera esperado sentir afinidad con esa parte inclemente del mundo, pero, sorprendentemente, la exuberancia del lugar apelaba a un rincón de su alma.

Hasta ese momento su interés por las carreras y la cría de los purasangres jamás había traspasado las fronteras de la península arábiga. Sus ayudantes compraban en Europa y le hacían llegar los caballos. Pero había llegado la hora de establecer una sede en Europa y el lugar elegido había sido Kildare, la capital irlandesa de la cría de caballos.

Irlanda tenía fama de dar los mejores caballos, criadores y entrenadores del planeta. El hombre que estaba a su lado, a pesar de su rubicundez, síntoma inequívoco de problemas con el alcohol, era uno de los mejores entrenadores del mundo, pero llevaba tiempo alejado de las carreras.

El silencio se hizo tenso, pero Nadim siguió sin hablar durante unos segundos, mirando al ejemplar de dos años.

El caballo era de los mejores, pero el jinete también era excelente. Parecía tener unos dieciocho años y era de constitución delgada. Definitivamente era muy joven, pero tenía una forma de manejar al caballo que denotaba un talento innato, coraje y experiencia. Y el animal era de naturaleza brava.

El hombre se movía con impaciencia a su lado, así que Nadim habló por fin.

–Es un potro extraordinario.

–Sí –dijo Paddy O’Sullivan, aliviado–. Estaba seguro de que se daría cuenta enseguida.

El caballo del que hablaban era una de las razones por las que Nadim se encontraba en Irlanda. A Paddy O’Sullivan le había tocado el premio gordo. Su granja de sementales, humilde y pequeña, ya no volvería a ser la misma después de semejante venta.

–Sería difícil no verlo –murmuró Nadim, contemplando el formidable movimiento de los músculos del caballo.

Había enviado a su ayudante más experto a ese rincón del mundo y el potencial de la zona no había tardado en hacerse evidente. Era el lugar perfecto para su base de operaciones en Europa.

Apretó los labios al recordar la esperpéntica historia que le había contado su ayudante. Al parecer, una mujer furiosa y su perro rabioso le habían echado de la propiedad. Por eso se había asegurado de contactar con Paddy O’Sullivan directamente.

El criadero de caballos O’Sullivan había sido un negocio próspero en otro tiempo. De allí habían salido numerosos ganadores. La misma línea de sangre de la que provenía el potro ya se había hecho un nombre en Irlanda, después de ganar dos de las carreras más conocidas en los meses anteriores. Nadim sintió la sacudida de la expectación, una sensación que llevaba mucho tiempo sin experimentar.

–Iseult lleva tiempo trabajando con él sin descanso. No sería el caballo que es ahora sin ella.

Nadim frunció el ceño y miró al hombre menudo que estaba a su lado. No había oído antes ese nombre. Debía de ser de origen irlandés.

–¿Ee... sult?

El hombre gesticuló en dirección a la pista de entrenamiento.

–Iseult es mi hija, la mayor. Tiene el don. Ni siquiera andaba y ya se entendía con todos los animales que se encontraba.

Nadim volvió a mirar al jinete, sorprendido. ¿Era una chica? ¿Y había entrenado al caballo? Era imposible. Había trabajado con muchas mujeres, pero nunca con una que fuera tan joven. Era demasiado joven, por mucho talento que tuviera.

Sacudió la cabeza y entonces fue cuando empezó a ver ciertas diferencias. El jinete tenía la cintura demasiado estrecha. La silueta de sus hombros era delicada... Aparte de eso, no podía decir mucho más. La chica llevaba unos vaqueros y un forro polar, y tenía el pelo recogido y oculto bajo una gorra. De repente se dio cuenta de que no llevaba casco.

El viejo escalofrío le recorrió por dentro una vez más, pero logró controlarlo. No estaban en Merkazad. El suelo era suave.

Pero de todos modos debería haber llevado la protección adecuada. Si hubiera estado en sus establos en ese momento, se hubiera llevado una buena reprimenda por no haberse protegido la cabeza.

–Siento lo ocurrido con... su ayudante –dijo O’Sullivan en un tono bajo, para que nadie pudiera oírle–. Iseult no quiere vender el picadero ni tampoco a Devil’s Kiss –prosiguió con nerviosismo–. Está muy apegada a su hogar y a su... –el hombre titubeó un momento y se corrigió a sí mismo–. A este caballo que ya no es suyo –añadió.

Nadim sintió que le hervía la sangre. ¿Había sido ella quien había echado a su ayudante? En su país las hijas eran obedientes y educadas.

–Está a punto de ser mío. Al igual que la finca –dijo en un tono soberbio–. A menos que haya cambiado de opinión.

A O’Sullivan se le atragantaron las palabras.

–No, jeque Nadim. En ningún momento he querido decir eso. Es que Iseult lleva mucho tiempo entrenando a Devil’s Kiss... y está muy apegada a él.

Nadim le lanzó una mirada sombría.

–Espero que la ventaja de mantener la propiedad y el caballo a su nombre, así como la posibilidad de conservar su trabajo como encargado, sea recompensa suficiente. Que el banco le desahucie es una alternativa mucho peor.

El irlandés se frotó las manos, temeroso.

–Por supuesto, jeque Nadim. No quería decir otra cosa. Es que Iseult... Bueno, es un poco testaruda. Espero que no ofenda...

Su voz se desvaneció al ver que el jinete aminoraba la marcha. Se detuvo frente a ellos. No había duda. Era una chica. ¿Cuántos años podía tener?

La joven no se molestó en bajar del caballo para saludarle como era debido, pero Nadim no podía fijarse en otra cosa que no fuera su rostro, parcialmente oculto bajo la visera de la gorra. Algo se le clavó en el corazón de repente.

Aquel rostro parecía esculpido con exquisitez. Tenía los pómulos altos, la mandíbula firme, la nariz recta. No se le veían los ojos, pero tenía la boca contraída, rígida. Nadim bajó la vista y entonces reconoció las curvas, sutiles pero inconfundibles, de un cuerpo femenino.

Iseult O’Sullivan había sufrido lo indecible al tener que montar a Devil’s Kiss para exhibirle ante su nuevo dueño. Aquel hombre estaba allí para hacer inventario del botín. Ni siquiera se había molestado en comprobar lo que estaba comprando antes de hacer el trato.

Había enviado a un ayudante para que se colara en la propiedad e hiciera fotos. Después había comprado las tierras colindantes y desde entonces se había dedicado a acechar, a esperar el momento adecuado para atacar, como un buitre que merodea alrededor de la carroña.

De repente se sintió absurdamente feliz de volver a montar a Devil’s Kiss. De haber tenido los pies en el suelo no hubiera sido capaz de recordar por qué estaba tan furiosa. Agarró las riendas y el caballo se movió con impaciencia. Podía sentir su agitación.

El hombre parecía sacado de otro planeta, y no tenía nada que ver con el estereotipo del jeque árabe que se había imaginado. Había tenido que buscarle en Internet para obtener algo más de información sobre él. Había visto muchas fotos, pero aun así le costaba asimilar la realidad. Parecía tener unos treinta años y era tan apuesto como parecía en los medios; alto, guapo y moreno.

Llevaba unos vaqueros desgastados que se le ceñían a los músculos y la tela de su camisa, remangada hasta los codos, se tensaba sobre unos bíceps poderosos. Con un pie apoyado sobre el travesaño inferior de la valla, derrochaba desenfado y prepotencia. Tenía el cabello corto y muy oscuro, pero abundante.

Iseult se estremeció sin querer. Había una sexualidad innata en él, una virilidad que apelaba a sus instintos más básicos.

Era un aristócrata y, como tal, emanaba un aire de autoridad y poder difícil de ignorar. Su reino era una rica nación donde se criaban y entrenaban caballos que hacían historia.

Con el corazón acelerado, Iseult le vio saltar por encima de la valla con un movimiento ágil. Devil’s Kiss echó la cabeza atrás de inmediato y empezó a moverse de un lado a otro, resoplando. Le dio unas palmaditas rápidas y murmuró algo para tranquilizarle.

Su padre, de pie a unos metros de distancia, no hacía más que mandarle mensajes en silencio. Le rogaba que se portara bien, pero a Iseult le dolía demasiado el corazón como para rendirle pleitesía a un potentado del mundo ecuestre.

El jeque la miraba con unos ojos intensos, y podía ver cómo cambiaba su expresión. Parecía que le molestaba que no se bajara del caballo para saludarle. Finalmente oyó la voz de su padre.

Había miedo en ella.

–Iseult, por favor, deja que el jeque Nadim monte a Devil’s Kiss. Ha venido desde muy lejos.

Con mucha menos gracia de la que solía tener, Iseult se bajó del caballo y le entregó las riendas. Al ver lo alto que era, sintió que le temblaban las rodillas un poco.

–Aquí tiene –le dijo.

Los ojos del jeque emitieron un destello peligroso y entonces tomó las riendas. Sus dedos se rozaron brevemente, pero Iseult retiró la mano con rapidez. Devil’s Kiss se movió de nuevo.

Antes de perder la compostura del todo, dio media vuelta y se alejó. Saltó por encima de la valla y se paró junto a su padre. Este la miraba con unos ojos llenos de impaciencia y exasperación.

El jeque Nadim caminó alrededor del caballo. Aflojó un poco los estribos, deslizó una mano sobre el lomo del animal y montó con una gracia inesperada. Nada más darle un golpe en los flancos, Devil’s Kiss echó a andar a medio galope.

Iseult se puso tensa. Su caballo era un completo traidor. No había opuesto ni la más mínima resistencia.

El jeque Nadim al Saqr tenía fama de ser un rebelde en el gremio. Había tardado mucho en establecerse en Europa y mantenía a sus caballos en su tierra natal, lejos de miradas curiosas, en secreto. El año anterior había revolucionado el mundo de la equitación al inscribir a uno de sus caballos en una de las carreras más prestigiosas, la de Longchamp. El potro había salido victorioso y así se había ganado el respeto de expertos y rivales.

–No esperabas que Devil’s Kiss se acostumbrara tan bien, ¿verdad? –le dijo su padre, riéndose.

Iseult sintió lágrimas en los ojos; algo muy impropio de ella. Después de todo lo que había pasado en la vida, rara vez sentía ganas de llorar.

Dio media vuelta y echó a andar hacia la casa de la que ya no eran dueños, lejos de los campos que también les habían arrebatado.

–Iseult O’Sullivan, vuelve aquí ahora mismo. No puedes irte así como así. ¿Qué va a pensar él?

Iseult se volvió un segundo, pero siguió andando hacia atrás y levantó ambos brazos.

–Lo hemos perdido todo, papá. No pienso hacerle una reverencia y ponerme de rodillas. Que se lleve a Devil’s Kiss al establo si de verdad lo quiere tanto.

Después de haber pasado tantos años cuidando de su padre y de tres hermanos menores, su autoridad nunca era discutida en casa. Incluso su padre sabía cuándo debía dejarla en paz. Le debía demasiado.

Mientras caminaba hacia la casa, se fijó en el enorme todoterreno plateado con las ventanillas tintadas. Había un guardaespaldas junto al vehículo, alerta y atento a todo lo que le rodeaba.

Era igual que aquel ayudante insolente que había inspeccionado la propiedad como si se tratara de una esclava a punto de ser subastada. Por aquel entonces ni siquiera habían anunciado que vendían la finca.

Iseult se volvió y siguió andando. Las lágrimas le nublaban la visión. Una parte de ella se avergonzaba de su falta de educación y grosería, pero había algo en el jeque que la instaba a levantar todas las defensas posibles, algo que la empujaba a mantenerse siempre en alerta.

Sencillamente no podía quedarse allí, viendo cómo le robaba a su caballo, humillada y convertida en un simple mozo de caballeriza.

Las lágrimas se secaron rápidamente. Las cosas serían así en su país, pero en Irlanda eran muy distintas. Se lo imaginaba en un exótico país de bárbaros, con decenas de harenes a su disposición, rodeado de mujeres semidesnudas que complacerían todos sus deseos. Sin duda se creía lo bastante importante como para aparecer en un pueblo de Irlanda rodeado de guardaespaldas.

Iseult entró en las cuadras y se quitó la gorra, soltándose el pelo. Respiró profundamente. Un sudor caliente le caía entre los pechos y a lo largo de la espalda. Sabía que llevaban tiempo librando una batalla perdida, y el final había llegado. Realmente no tenía motivos para sentir tanta antipatía por el jeque, pero era el nuevo dueño de su casa, de su hogar.

Miró a su alrededor y contempló los establos destartalados. Las fuerzas la abandonaron en ese momento. La fatiga y la pena le pasaban factura por fin. Apenas quedaban caballos. Y el picadero del final del camino también estaba vacío... La casa estaba a la derecha de los establos. En otra época había sido toda una casa de campo, reluciente y próspera, pero no era ni la sombra de lo que había sido. Había trabajado muy duro para mantenerlos a flote, pero todo les había salido al revés.

Habían ganado dos carreras muy prestigiosas recientemente, pero ese dinero apenas había servido para pagar una mínima parte de las deudas que se habían acumulado tras muchos años de mala gestión. El único as bajo la manga que les quedaba era Devil’s Kiss, y estaban a punto de perderlo. El jeque tenía intención de llevárselo a su país para hacerle correr y para crear una nueva línea de ganadores. Iba a llevarse lo mejor de la granja y les convertiría en una mera cadena de montaje ecuestre.

Iseult no tenía inconveniente en ampliar el negocio, pero siempre había valorado por encima de todo el hecho de permanecer fiel a su propia identidad. Muchos habían vendido sus granjas a los árabes ricos y a los sindicatos, pero ya no había nada que les distinguiera de ellos.

Llena de pena, Iseult se dirigió hacia el establo de Devil’s Kiss para prepararlo todo. Abrió una manguera y empezó a rociar la cuadra. Pensaba en su abuelo, en lo mucho que hubiera odiado vivir un día como ese. Había enfermado cuando ella tenía diez años, y le había seguido a todas partes hasta su muerte.

Todo había salido a la luz entonces.

Iseult ahuyentó los pensamientos tristes. Nada más demostrar su pedigree, Devil’s Kiss había acaparado toda la atención, sobre todo porque llevaban mucho tiempo sin dar un caballo ganador. Todo el mundo sabía que estaban entre la espada y la pared, y que lo habían vendido todo excepto las yeguas más viejas para invertir en Devil’s Kiss. El revuelo mediático sin duda debió de llamar la atención del jeque. Se habían convertido en un jugoso plato para los carroñeros.

Las lágrimas amenazaban con aflorar de nuevo y fue entonces cuando Iseult oyó el sonido de las herraduras al golpear el suelo. Se secó las lágrimas rápidamente y se dio la vuelta. El sol escogió ese momento para salir de su escondite entre los negros nubarrones y la hizo estremecerse. Se vio cegada momentáneamente. Lo único que veía era la negra silueta del jeque sobre los lomos de Devil’s Kiss, como un mal presagio.

Durante una fracción de segundo, Nadim se quedó paralizado. La muchacha se había quitado la gorra. Era muy joven y su belleza quitaba el sentido. Su piel parecía de alabastro y tenía una larga cabellera, roja como el fuego. Pero eran sus ojos lo que más le llamaba la atención, almendrados y del color del ámbar.

–Si ya ha terminado la inspección, me llevaré a Devil’s Kiss. Yo no soy parte del inventario de su nueva adquisición.

Su voz era sorprendentemente grave, pero Nadim no reparó en ello en ese momento. Su mirada altiva y soberbia acababa de desatar su rabia. Se bajó del caballo rápidamente. Una vez más se había dejado embelesar por alguien que no era más que un mozo de caballerizas. Ignoró la mano que ella había extendido para tomar las riendas y la atravesó con una mirada fulminante.

–Corríjame si me equivoco, señorita O’Sullivan, pero me parece que usted y su padre son parte del inventario. En el contrato de compraventa se especifica que todo el personal mantendrá su puesto de trabajo para garantizar un buen proceso de cambio. ¿Usted no es parte del personal?

–Soy algo más que un empleado. A lo mejor en el lugar de donde usted viene están acostumbrados a comprar y a vender personas, pero en este país ya hemos superado esas prácticas tan ancestrales.

–Tenga cuidado, señorita O’Sullivan. Está yendo demasiado lejos. Su insolencia es intolerable. No me gusta tener empleados que contestan groseramente y utilizan perros de presa para intimidar.

Iseult se sonrojó.

–Murphy no es un perro de presa. Simplemente es un poco protector. Su ayudante entró en una propiedad privada y yo estaba aquí sola.

–Usted ignoró una petición formal para venir a visitar la finca, aunque todo el mundo sabía que estaban a punto de ponerla en venta.

Iseult no fue capaz de mirarle a los ojos.

–¿Tengo que recordarle que muy pronto seré el dueño de todo lo que ve a su alrededor, y que podría echarla de aquí para siempre?

Algo brilló en esos ojos insondables. Incluso pudo haber dicho algo que sonaba como un juramento entre dientes.

Iseult retrocedió y Nadim se detuvo.

De repente tuvo el impulso de disculparse, pero reprimió las ganas. No recordaba la última vez que había tenido que disculparse por algo. Además, no tenía por qué rebajarse entablando una conversación con alguien como ella. Era una empleada más, una entre miles, repartidos por todo el planeta.

Le entregó las riendas por fin.

–Devil’s Kiss viajará mañana. Asegúrese de que esté preparado.

Capítulo 2

Un rato después, Iseult entró en casa por la puerta de atrás. Se quitó las botas de una patada y fue hacia la cocina. La señora O’Brien, el ama de llaves, parecía un tanto agobiada y Murphy no hacía más que interponerse en su camino.

Iseult lo hizo salir y se volvió hacia ella.

–¿Qué pasa?

La mujer sopló para apartarse el pelo de la cara.

–Tu padre me ha dicho hace poco más de una hora que el jeque va a comer aquí, con él y con los abogados. Eso significa que tengo que cocinar para cinco. No recuerdo haber tenido que cocinar para tanta gente desde que los chicos se fueron a la universidad.

Los «chicos», como ella les llamaba cariñosamente, eran sus hermanos menores, Paddy Junior y los mellizos, Nessa y Eoin.

Iseult sintió el aguijón de la ira nuevamente, pero agarró un delantal y se dispuso a ayudar a la señora O’Brien. La mujer se lo agradeció con una sonrisa.

Más tarde, frente a la puerta del comedor, con una sopera en las manos, Iseult titubeó un momento. Al otro lado de la puerta se oía la voz profunda y sensual del jeque. ¿Sensual? ¿Cuándo se había vuelto sensual? Apretó los dientes, esbozó su mejor sonrisa y entró.

Se hizo el silencio en la sala. Evitando todo contacto visual, se dirigió hacia la mesa. Su padre le había cedido al jeque el lugar de honor en la cabecera de la mesa. Con una mano temblorosa, les sirvió la sopa a los abogados, a su padre y, por último, al jeque. Manteniendo la compostura a duras penas, recogió la sopera y dio media vuelta. De camino a la puerta oyó que su padre se aclaraba la garganta.

–Iseult, cariño, ¿no vas a comer con nosotros?

Había una súplica en su voz.

Iseult vaciló un instante.

–¿Desde cuándo comen con los dueños los mozos de cuadra y los sirvientes? Me parece que no, señor O’Sullivan. Su hija no puede participar en esta conversación privada.

Iseult se volvió hacia el jeque. Todavía tenía la sopera sujeta contra el cuerpo, pero tenía ganas de estampársela en la cabeza a modo de sombrero. Esbozó su sonrisa más dulce y exageró su acento irlandés más chabacano.

–No podría estar más de acuerdo, jeque. Sé muy bien cuál es mi sitio, y tengo un caballo que preparar para mañana, pero eso lo haré cuando termine de servir la comida. Por supuesto.

Hizo una reverencia y dio media vuelta. Mientras caminaba hacia la puerta creyó oír una risita contenida. Parecía ser su propio abogado.