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Ewen Fraser tenía fama de libertino. Rosanna Carey había visto su fotografía en los periódicos con una colección de novias, amigas y acompañantes... Pero eso no le había impedido enamorarse de él. Era divertido, tierno, cálido, sexy y trabajar con él era un placer. Cuando descubrió que Ewen, el empedernido solterón, iba a pedirle que se casara con él, Rosanna estuvo tentada de aceptar. Pero ¿sería sincera la oferta de matrimonio?
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Seitenzahl: 188
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Catherine George
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Las trampas del destino, n.º 1398 - enero 2022
Título original: The Temptation Trap
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-551-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
EL OSCURO ático era agobiante aquella calurosa tarde de junio. Rosanna encendió la luz y empezó a abrirse paso entre cajas llenas de polvo, sonriendo al ver la guitarra eléctrica de su hermano y el pequeño escritorio que usaba cuando era niña. Por fin, detrás de un montón de maletas, encontró un viejo baúl en el que estaban grabadas las iniciales R.N. Lo abrió con gesto de triunfo y se sentó en cuclillas, sin atreverse a apartar el papel de seda que cubría el contenido. Su abuela había muerto mucho tiempo atrás y, sin embargo, le daba reparo curiosear entre las cosas que Rose Norman había guardado tan celosamente.
Con una muda disculpa, Rosanna levantó el papel esperando encontrar viejos trajes de noche y sombreros pasados de moda, pero lo que encontró fue un montón de vestidos grises y mandiles amarillos por el tiempo, en los que había bordada una cruz roja.
Rose Norman había sido miembro del Cuerpo de Enfermeras Voluntarias durante la I Guerra Mundial y a Rosanna siempre le había encantado escuchar el relato de cómo su abuela había abandonado la casa paterna a los diecisete años para ir como enfermera al frente, sin salario alguno y con mínimos conocimientos, pero convencida de que era su obligación.
Debajo de los vestidos encontró paquetes de cartas, fotografías y una antigua cajita de palo de rosa cerrada con llave, todo lo cual guardó en una bolsa de plástico. Después, volvió a colocar los vestidos en el baúl, lo cerró y salió del ático a través de la escalerilla que llevaba al primer piso.
Rosanna llevó su tesoro a la cocina y lo colocó sobre la mesa, sonriendo al recordar la treta de su madre. Estaba llevándola en su coche al aeropuerto cuando Henrietta Carey había mencionado, como por casualidad, que un hombre iría a visitarla al día siguiente.
–Iba a decírtelo antes, querida, pero se me olvidó. El señor Fraser llamó la semana pasada y pensé que no te importaría recibirlo.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó Rosanna.
Henrietta le había explicado que, unos días atrás, había descubierto un anuncio en el periódico en el que alguien solicitaba información sobre su madre, Rose Norman.
–¿En serio? ¿Y qué quiere saber sobre la abuela?
–Está haciendo una investigación de no sé qué tipo sobre la vida en el frente durante la I Guerra Mundial y me ha parecido muy simpático –había contestado ella–. Le dije que lo recibirías a las ocho, así que no te olvides. La verdad, Rosanna, es que me alegro de que te quedes cuidando la casa hasta que volvamos de viaje –había añadido su madre con una sonrisa–. Espero que no eches de menos tu apartamento.
A Rosanna le gustaba mucho el apartamento que compartía con su amiga Louise en Londres, pero estar sola en casa de sus padres durante unas semanas le había parecido una magnífica idea.
Mientras conducía de vuelta a casa, pensaba en lo emocionante que era que alguien estuviese interesado en escribir sobre su abuela. Henrietta no le había explicado nada sobre aquel señor Fraser, pero si estaba escribiendo un libro de memorias sobre la I Guerra Mundial, debía de ser un anciano. Y, en tal caso, con una copita de Jerez y una breve charla se daría por satisfecho, pensaba Rosanna.
Ella creía saber todo lo que había que saber sobre su abuela, hasta que su madre había mencionado el baúl del ático. Rose Norman se lo había dejado a su hija antes de morir, diciéndole que se lo diera a Rosanna «cuando llegase el momento». Y el momento, pensaba Rosanna mientras abría el diario, había llegado.
Entre otras cosas, la abuela Rose narraba en su diario la proposición de matrimonio de Gerald Rivers y lo guapo que estaba con su uniforme de oficial. Rose había aceptado, pero, cuando estaban haciendo los preparativos de boda, Gerald tuvo que volver al frente. Se despidieron con un casto beso, haciéndose la promesa de que se casarían cuando la guerra terminara, pero su abuela no había vuelto a saber nada de él.
Gerald ha muerto, decía una nota, fechada en 1916. No puedo quedarme aquí llorando y sin hacer nada. Necesito sentirme útil.
Llevaba horas leyendo y, en ese momento, Rosanna se dio cuenta de que no podía mantener los ojos abiertos. Bostezando, salió de la cocina y decidió que seguiría por la mañana.
Al día siguiente, el contenido de las cartas que su abuela había guardado bajo llave en la cajita la dejó fascinada y perpleja. Estuvo pensando en ello todo el día mientras paseaba y hacía algunas compras y, sin darse cuenta, llegó la hora prevista para su cita con el señor Fraser. Después de ducharse a toda prisa se hizo un discreto moño y tomó prestadas una falda de lino y una blusa de gasa blanca de su madre; atuendo que le parecía el más adecuado para recibir a su, presumiblemente, anciano visitante. Cuando sonó el timbre, bajó corriendo la escalera y abrió la puerta con su mejor sonrisa. Una sonrisa que se congeló al ver al hombre que esperaba en el porche.
Desde luego, no era ningún caballero anciano. Era un hombre alto, bronceado y con una espesa cabellera oscura. No debía ser mucho mayor que Rosanna y parecía tanto o más sorprendido que ella misma. Llevaba una sencilla chaqueta de tweed, camiseta blanca, vaqueros y mocasines. Su rostro le resultaba vagamente familiar y era muy, muy atractivo. La miraba como si estuviera fascinado y sus ojos rasgados provocaron en Rosanna una extraña reacción. A él parecía ocurrirle lo mismo y dio un paso hacia ella, pero después se paró en seco.
–Buenas noches –dijo él por fin, aclarándose la garganta–. Soy Ewen Fraser.
–Hola –saludó Rosanna–. Mi madre me dijo que vendría esta noche.
–¿Quiere que le muestre alguna acreditación? –preguntó, sacando un carné del Sindicato de Periodistas–. Si quiere, puede llamar a las oficinas del Sunday Mercury.
–¿Es ahí donde trabaja?
–Ya no, pero me conocen bien. Trabajé allí durante mucho tiempo.
–No creo que sea necesario. Pase, por favor –sonrió, ofreciendo su mano–. Soy Rosanna Carey.
El visitante estrechó su mano con formalidad y después la siguió por el pasillo hasta un pequeño cuarto de estar desde el que podía verse el jardín trasero de la casa.
–Gracias por recibirme, señorita Carey –dijo él con una seriedad que era desmentida por su mirada, clavada aún en su rostro–. Su madre me habló de unos papeles que podían interesarme.
–Sí, es cierto. Ayer los encontré en el ático –explicó ella–. Mi madre no está, pero me ha pedido que sea yo quien lo reciba.
–Es muy amable por su parte –dijo el hombre, apartando por fin los ojos de ella y mirando hacia el jardín. El aroma de las rosas entraba por las ventanas y llenaba el aire cálido de la noche–. Su casa es muy agradable.
–Siéntese, por favor. ¿Le apetece beber algo? –sonrió Rosanna–. Tenía preparado Jerez y galletas porque pensaba que sería usted un poquito mayor.
–Lamento desilusionarla –sonrió el hombre, mostrando unos preciosos dientes blancos.
–Todo lo contrario. Creí que iba a tener que tratar con un anciano venerable. Lo que sí me gustaría decirle desde el principio es que tengo mis reservas sobre dejarle algunos de los papeles que he encontrado.
–¿Cartas?
–Cartas muy privadas.
–¿Podemos salir a tomar algo? –preguntó él de repente, levantándose–. Señorita Carey, usted no me conoce y quizá sería mejor tomar algo en un sitio público.
–¿Está escribiendo un artículo?
–No. Ésto no tiene nada que ver con un periódico –contestó él, sacando un libro de su cartera que puso en las manos de Rosanna.
–Amanecer salvaje, de Ewen Fraser –leyó ella en la portada, abriéndolo para ver la fotografía del autor. Ewen Fraser, claro. Aquel libro era un best-seller y muchos periódicos habían publicado notas no sólo sobre el texto sino sobre su autor–. Por eso su cara me resultaba famiiar.
–¿Lo ha leído? –preguntó él, halagado.
–No, lo siento. Pero he leídotodo lo que han publicado sobre usted en los periódicos –sonrió ella. Habían aparecido muchas fotografías suyas, siempre con alguna belleza del brazo desde que el libro se había convertido en un éxito.
–No crea todo lo que lee, señorita Carey –dijo él con una mueca de disgusto–. Excepto mi libro, claro. Antes de escribirlo hice una investigación exhaustiva –añadió, un poco picado por la referencia a su vida privada–. Amanecer salvaje tiene lugar durante las guerras zulúes. Se está vendiendo tan bien que mi editora quiere que escriba la segunda parte. Por esto estoy tan interesado en todo lo que sepa sobre su abuela.
–¿Por qué mi abuela?
–Si viene a tomar una copa conmigo, se lo explicaré.
Rosanna se quedó pensando un segundo. Era fácil entender por qué las mujeres, incluida su madre, se sentían inmediatamente atraídas por aquel hombre. Ella misma se había sentido atraída a primera vista.
–Todos los papeles de mi abuela están aquí, señor Fraser y no creo que podamos leerlos en un bar. Si quiere tomar una copa aquí, podremos revisar todas las cartas con tranquilidad.
El brillo de alegría en los ojos de él encendió una pequeña llama en su interior que, de nuevo, la sorprendió.
–Me gustaría mucho –dijo él con énfasis–. Gracias por dedicarme su tiempo.
–¿Qué le apetece, whisky, coñac?
–¿Podría ser una cerveza? –sonrió él.
Rosanna fue a la cocina y volvió con una bandeja en la que había colocado las bebidas.
Ewen Fraser le contó entonces que la idea para el libro había nacido después de escribir una serie de artículos para el Mercury sobre famosos héroes de guerra. Mientras trabajaba como periodista había escrito dos novelas, pero Amanecer salvaje era su primer éxito literario.
–¿En qué trabaja usted? –preguntó él, de repente.
–Soy profesora de literatura. He tenido la suerte de conseguir un puesto en mi antiguo colegio, pero no empezaré hasta el próximo mes de septiembre, así que hasta ahora me he dedicado a estudiar informática aplicada a la enseñanza –sonrió–. Hoy en día es fundamental saber usar un ordenador.
–Desde luego –asintió él–. ¿Y qué hace ahora? ¿Está de vacaciones?
–No. Un amigo de la universidad me pidió que lo ayudara en su empresa hasta septiembre y yo he aceptado como una tonta.
–¿Por qué como una tonta?
–Porque Charlie Clayton quiere una esclava, no una secretaria. Es administrador de fincas y necesita un ayudante, pero también espera que le sirva café, que le haga la comida y que le planche una camisa de vez en cuando.
–Insoportable, desde luego –sonrió él–. ¿Es eso lo que ha estado haciendo hoy?
–No. Su mujer y él se han ido de vacaciones, gracias a Dios. Ya le he dicho que, cuando vuelva, puede buscarse otra chica para todo.
–Me parece muy bien –aprobó él.
–¿Quiere otra cerveza, señor Fraser?
–Gracias. Pero me gustaría más que me llamaras Ewen.¿Te importa si nos tuteamos?
–No. ¿Eres escocés?
–A medias. Mi padre lo es.
–Ah, ya veo –dijo Rosanna–. Bueno, Ewen, ya te he dicho que me ha sorprendido ver que no eras un anciano, pero ¿por qué te has quedadó tú sorprendido al verme?
–Creí que estaba viendo visiones –sonrió él–. He visto una fotografía de tu abuela y os parecéis tanto que no daba crédito.
–¿Y cómo has visto una fotografía de mi abuela?
–Mi tío abuelo conoció a Rose Norman en Francia –contestó él, mirándola a los ojos.
–¿Era el teniente Henry Manners de los Fusileros de Gales, por casualidad?
–El mismo –asintió él–. Sobrevivió en la guerra de milagro. Era un tipo estupendo, un militar de carrera. Yo lo quería mucho.
–¿Se casó alguna vez?
–No. Y tú sabes por qué.
–Porque Rose Norman se casó con otro.
Los dos se miraron en silencio durante unos segundos y después Rosanna se levantó.
–Si vamos a empezar será mejor que lo hagamos en la cocina.
–Muy bien –replicó él, levantándose a su vez–. Yo no he traído muchas cosas, pero en casa tengo el diario de mi tío, algunas cartas y la fotografía de tu abuela.
–Yo tampoco tengo mucho. Sólo una caja de palo de rosa que mi abuela dejó a mi madre y que yo no había visto hasta ayer.
Cuando estuvieron preparados para empezar, Ewen se quitó la chaqueta y acercó su silla a la de Rosanna. Después de abrir la cajita, se la dio y él se quedó mirando la fotografía del teniente Henry Manners, vestido de uniforme. Llevaba el cabello oscuro peinado hacia atrás y sus ojos rasgados brillaban en su joven e inteligente cara.
–Todas las cartas son de él –dijo Rosanna suavemente, observando el bronceado y musculoso brazo del hombre cubierto de un suave vello oscuro y el reloj de oro que llevaba en la muñeca–. Creo que lo mejor es que te las lleves a casa y las leas con tranquilidad –añadió. Las cartas de Henry eran tan apasionadas que sería mejor que las leyera en privado.
–Gracias. Te dejaré las cartas de tu abuela –dijo Ewen sacando un paquete de cartas de su maletín. Sobre ellas había una fotografía de Rose Norman en sus mejores años, una fotografía que Rosanna nunca había visto. Llevaba el pelo sujeto en un moño y un vestido de tul blanco que dejaba los hombros al descubierto. Su radiante sonrisa seguía iluminando la fotografía, a pesar del paso del tiempo.
–Esa sonrisa era para tu tío –dijo ella con un nudo en la garganta.
–Lo sé. Al principio me sentía como un mirón, pero cuando empecé a leer no podía parar. Simplemente, tenía que saber qué había ocurrido entre ellos. Una bobada, porque sabía perfectamente que no hubo un final feliz, aunque me hubiera gustado. Mucho, además.
–Sé lo que quieres decir. Yo también me sentí incómoda cuando abrí el baúl –suspiró Rosanna–. Su diario me dejó perpleja. Henry Manners fue el amor de su vida y, por sus cartas, él sentía lo mismo.
–Y, sin embargo, se casó con tu abuelo.
–Sí –asintió Rosanna con una sombra de tristeza en los ojos.
–Te pareces tanto a ella que es una pena que el viejo Henry no llegara a conocerte. Aunque, supongo que habría sido muy doloroso para él –dijo Ewen, mirándola a los ojos.
–¿De verdad me parezco tanto? –preguntó ella, mirando la fotografía.
–Eres igual que ella –aseguró él, mirándola como si fuera la reencarnación de Rose Norman. Aquello, sorprendentemente, hizo que se sintiera celosa de su abuela.
–Supongo que nos parecemos un poco –replicó entonces Rosanna con frialdad. Ewen se levantó de la silla, como si hubiera notado su cambio de actitud.
–Bueno, ya te he entretenido suficiente. Si no te importa que llame por teléfono, pediré un taxi.
–Claro. El teléfono está en el pasillo.
Después de hacer la llamada, Ewen volvió a la cocina.
–¿Puedo llevarme la caja? Te prometo cuidarla bien. O, si lo prefieres, puedo llevarme sólo las cartas…
–Puedes llevarte la caja, pero me gustaría conservar el diario hasta mañana. Además de las cartas hay fotografías y recortes de periódico –explicó mientras lo acompañaba a la puerta–. Son recortes sobre eventos militares. Supongo que estaba siguiendo la carrera de tu tío.
–Lo leeré todo esta noche y te lo devolveré mañana –dijo Ewen guardando la caja en su maletín–. ¿Estarás aquí o hablo con tu madre?
–Estaré aquí –contestó ella–. Mi madre ha ido a visitar a mi hermano en Sidney, aprovechando que mi padre está allí en viaje de negocios y no volverán hasta dentro de un par de semanas.
–¿Por qué no me lo habías dicho antes?
–Porque no te conocía de nada.
–Pero ahora sí me conoces.
–¿Sí?
–Claro que sí, señorita Carey –respondió Ewen tomándola de la mano y colocándola frente al espejo del pasillo–. Somos los descendientes de dos personas que se amaron apasionadamente. Tenemos que conocernos. Además, después de ver la fotografía de Rose, es como si te conociera de toda la vida.
–Tú no te pareces mucho a Henry –sonrió ella–. Pero creo que lo conozco mejor que tú.
–¿Por qué?
–Porque he leído sus cartas.
–Gracias por atenderme, Rosanna –dijo él, estrechando su mano. El roce hizo que el pulso de ella se acelerara inesperadamente.
–De nada. Nunca había conocido a una celebridad –sonrió ella.
–De celebridad, nada. Sólo un periodista con suerte –dijo él, encogiéndose de hombros–. Mañana por la noche te devolveré la caja, ¿de acuerdo?
–De acuerdo.
–Podemos cenar juntos.
–No creo que sea buena idea –dijo Rosanna después de un segundo. Nunca aceptaba invitaciones de desconocidos y, sin embargo, había estado tentada de aceptar aquella.
–Ya veo –dijo Ewen, soltando su mano–. Entonces, vendré por la tarde.
–O después de cenar, si quieres.
–Claro que quiero. Mañana a las diez, entonces –sonrió él otra vez y, de nuevo, el pulso de ella se aceleró.
–Ven un poco antes… si quieres tener tiempo para leer el diario –dijo ella, mordiéndose los labios.
–Son los hombres los que, normalmente, ruegan quedarse más tiempo. No al revés.
–¡Yo no estaba rogando nada! –exclamó ella, indignada.
–Lo sé –replicó él, tomando su maletín–. Lo único que quieres es terminar de una vez y librarte de mí –añadió, con un brillo irónico en los ojos color avellana–. Vendría a las nueve de la mañana si supiera que me ibas a dejar entrar.
La sonrisa del hombre había hecho que Rosanna sintiera un nudo en el estómago y casi estaba a punto de decirle que no volviera. Pero no tenía ninguna excusa para hacerlo y, cuando le dijo que lo esperaba a las ocho, su tono fue más frío de lo que pretendía.
Ewen sonrió con cierta tristeza cuando sonó el timbre de la puerta.
–Mi taxi. Buenas noches, Rosanna.
–Buenas noches. No te quedes hasta muy tarde leyendo las cartas. De hecho, sigue mi consejo y léelas mañana.
–¿Por qué?
–Lo sabrás cuando las hayas leído –sonrió ella.
SINTIÉNDOSE inquieta tras la partida de Ewen, Rosanna se llevó a la cama las cartas de su abuela que él le había dejado; lo cual fue un grave error. Las cartas eran tan inocentemente eróticas como las que ella había recibido de Henry Manners y, sin embargo, aquella dramática historia de amor no la dejaba dormir.
Rosanna ya sabía cómo se habían conocido por el diario de su abuela. Rose Norman había sido enviada a Francia y, en compañía de otra enfermera, había viajado en las viejas e inseguras ambulancias de la época llevando a los heridos desde el frente hasta los hospitales.
El teniente Henry Manners, con un brazo en cabestrillo y una venda manchada de sangre en la frente, había parado aquella ambulancia un día para suplicar que se llevaran a dos de sus hombres al hospital. Cuando los hombres fueron colocados en el interior y las enfermeras intentaban convencerlo de que fuera con ellos, el joven teniente, que insistía en quedarse en su puesto, de repente había caído al suelo desmayado.
Entre las dos habían podido colocar al teniente en el asiento delantero y Rose había ido sujetando su cabeza hasta el hospital. Una bala había pasado rozando la frente del joven y otra se había instalado en su hombro, pasando cerca de la yugular; un balazo providencial que lo envió a Inglaterra para recuperarse.
El destino hizo que Rose Norman recibiera un permiso para volver a casa al mismo tiempo y ambos hicieron el viaje juntos en el tren. Apenas pudieron hablar, pero el joven teniente no dejaba de mirarla a los ojos durante las horas que duró el trayecto. Por fin, él le rogó que le diera su dirección y el día que salió del hospital fue a visitarla.
Rosanna estaba en la misma habitación que su abuela había ocupado de joven, subyugada por aquella historia de amor, que el modesto y sencillo estilo del diario de Rose Norman hacía más apasionada y emocionante. Henry había visitado a su abuela todos los días desde entonces y le había declarado su amor. Cuando le pidió que se casara con él, Rose, que sentía miedo después de la experiencia con Gerald Rivers, le rogó que esperase hasta el final de la guerra.
Pero, mientras tanto –escribía Rose– estamos locamente enamorados y nos sentimosvivos.
Hoy –decía la siguiente entrada en su diario– nos hemos convertido en amantes.
No había vuelto a escribir nada más en el diario hasta que volvió a Francia, después de pasar una semana de amores ilícitos con Henry en un hotel de Brighton; algo muy atrevido para la época.
Su siguiente encuentro tuvo lugar en la ciudad de Rouen, donde alquilaron una habitación hasta que él volvió al frente. Cuando se separaron, Henry le regaló un broche de oro en forma de rosa y los dos se abrazaron entre lágrimas.