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Julia 987 Ángela no podía creer que Rory, su cuñado, estuviera hablando en serio. Le estaba pidiendo que fuera a Londres con él para ocuparse del hijo de su ex-marido, ya que éste había fallecido. La trampa era perfecta, porque Rory sabía que con que ella mirara una sola vez al pequeño Lorcan ya no tendría escapatoria… ¿pero podría escapar de la intensa atracción que sentía por el tío del niño?
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Seitenzahl: 172
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Sharon Kendrick
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lazos de unión, JULIA 987 - abril 2023
Título original: THE BABY BOND
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo
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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411418195
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
EL timbre del teléfono comenzó a sonar y Ángela recorrió a toda velocidad el pasillo para contestar la llamada.
—Hotel Fitzpatrick, buenos días —dijo suavemente.
—¿Ángela?
Se le paralizó el corazón al oír su nombre. Aquella voz desconocida era, al mismo tiempo, tremendamente familiar.
Desorientada, agarró el auricular con fuerza, como si tratara de salvarse de algo.
Abrió la boca para hablar, pero no logró que ningún sonido saliera de ella.
Hubo una larga pausa hasta que la voz masculina volvió a preguntar.
—¿Ángela? ¿Ángela? ¿Estás ahí?
—S… sí —dijo ella entrecortadamente. Sentía que le faltaba el oxígeno. La imaginación le estaba jugando malas pasadas—. ¿Eres tú, Chad?
—No, no soy Chad —la negativa fue enérgica, pero había algo extraño en el tono de la respuesta—. Soy Rory.
Ángela tragó saliva. Claro, por eso sus voces sonaban tan parecidas por teléfono.
Era Rory Mandelson, el hermano de Chad, un hombre al que apenas conocía porque no era fácil de conocer. Un hombre que le había hecho sentir siempre profundamente incómoda, por razones que nunca había querido explorar.
Nunca había aprobado su matrimonio con Chad. Lo había dejado muy claro.
Y, sin embargo, Rory había sido la persona a la que le había pedido apoyo desde el primer momento de la desaparición de su esposo. Si había alguien capaz de encontrar a Chad, ese habría sido Rory.
No había querido llamar a la policía, pues se negaba a poner su vida bajo la atenta mirada de la opinión pública.
Por algún motivo, tenía una fe ciega en su cuñado. Su instinto le había dicho que era lo que debía hacer. Cada vez estaba más convencida de que era en lo mejor que podía basar sus decisiones.
Respecto a Rory, tenía sentimientos encontrados.
No obstante, era la persona que podía devolverle la mitad que le faltaba.
Sí, sabía que había cientos de casos como el suyo, documentados. Pero también había algo en común a todos ellos. Las personas abandonadas siempre tenían esa sensación de haber perdido un trozo de sí. A veces, recuperarlo no era una cuestión de recuperar al otro, sino de desvelar el misterio, de acabar con la incertidumbre.
—¿Lo has encontrado, Rory? —preguntó ella con voz temblorosa—. ¿Has encontrado a mi marido?
Una pausa tortuosa precedió a una respuesta esperada durante mucho tiempo.
—Sí.
—¿Dónde está?
Rory dudó antes de responder, como si hubiera perdido la capacidad de expresión, o si estuviera buscando el modo de decir lo indecible.
—Ángela… tendría que verte…
—¡Cuéntame lo que sea! —insistió—. ¡Por Dios, Rory! ¿Quieres decirme dónde está mi marido?
—Ángela…
Algo en el modo de pronunciar su nombre le dio la respuesta.
—Está muerto, ¿verdad? —balbuceó incrédula—. Chad está muerto…
—Sí —respondió él con un tono mucho más suave del que nunca antes le había oído—. Se mató hace ocho días en un accidente de carretera. Lo siento, Ángela.
—¿Muerto? —Ángela cerró los ojos y se los frotó. Luego bajó la mano hasta el cuello, como para tratar de aliviar la presión que sentía en la garganta—. No, no puede ser.
—Lo siento, Ángela —dijo una vez más.
¿Por qué Rory sentía que ella hubiera perdido a Chad? No era nada más que una esposa nunca aceptada y abandonada.
Trató de poner su cabeza en orden. Seguramente, lo suyo era darle el pésame también a él.
—También lo siento por ti, Rory.
—Claro —dijo él, como si dudara de la sinceridad de sus palabras.
Ángela se forzó a preguntar.
—¿Cuándo es el funeral?
Otra pausa.
—Acabo de llegar del funeral —le dijo con frialdad.
—¿Ya ha sido? —preguntó ella sorprendida y herida.
—Sí.
Ya no había ocasión para rezar por su alma, ya no quedaba ni la oportunidad de un último adiós. ¿No habría sido precisamente un funeral el lugar idóneo para despedirse de Chad? Por supuesto que sí. Al menos lo era a la luz de todo cuanto había sucedido entre ellos.
—Así es que precisamente a mí no me habéis invitado.
—Pensé que no querrías venir, Ángela. Ninguna mujer en tu situación habría querido asistir.
—¿Y no debería de haber sido yo la que decidiera eso? —le gritó—. Lo mínimo que podías haber hecho era habérmelo preguntado.
—Sí, supongo que sí —su voz parecía más profunda, incluso dolida—. Podría habértelo dicho y debería haberlo hecho. Pero no lo creí oportuno. Supuse que…
—¿Qué?
—Que sería demasiado fuerte para ti. Después de todo lo que ha sucedido entre vosotros…
—¿Quieres decir que la gente se habría reído de mí?
—¡No, por supuesto que no quiero decir eso! —protestó él—. Simplemente pensé que ya habías pasado mucho por culpa de Chad y no creí que las circunstancias…
—¿Qué circunstancias? —preguntó ella impaciente—. ¿Qué pasa?
—No, ahora no.
Sus palabras, dichas con un vigor inesperado, cerraron cualquier posibilidad de replica. Como siempre decía Chad, si Rory quería algo, lo conseguía.
—Voy a ir a verte —añadió.
—No es necesario —respondió ella—. No veo el motivo de ese viaje ya. Además, podemos hablar por teléfono. Por qué no te limitas a celebrar que mi relación con tu familia ha llegado a su fin.
—Voy a ir a verte —repitió, como si ella no hubiera dicho nada—. Necesito hablar contigo, Ángela.
Abrió la boca para sugerir que le dijera lo que le tuviera que decir y punto. Pero algo en su tono de voz era inquietante, algo le indicaba que había algo más.
—¿Cuándo? —le preguntó incapaz de seguir peleando.
—El lunes. Estaré allí el lunes.
—¡El lunes! Pasado mañana.
¿Tan pronto?
«Demasiado pronto», pensó Ángela. Demasiado pronto y demasiado repentino todo para poder asimilarlo sin problemas.
Pero Rory había malinterpretado su exclamación.
—Querría haber ido mañana, pero esto es un caos. He estado ocupado… —dudó un momento—. Con todas las formalidades…
Se lo podía imaginar. La parte legal de una muerte era muy dura. Ángela tragó saliva y trató de digerir las noticias.
Era increíble, todo era increíble.
Cerró los ojos. Las imágenes de un caluroso verano, hacía ya muchos años, vinieron a su cabeza. Estaba ella sola, una chica irlandesa en una casa poco acogedora.
Pero había tenido el valor de abandonarla. Su madre, con siete hijos que sacar adelante, seis de ellos varones sin intenciones de ayudar, eran más de lo que la pobre mujer podía aceptar.
Luego apareció él: el demonio con forma de ángel, Chad Mandelson.
Para Chad los problemas no existían. Se encogía de hombros y sonreía, una sonrisa que cautivaba a cualquier mujer, incluida Ángela.
En Irlanda, a Chad lo habrían tachado de aprovechado, pero en la gran ciudad era otra cosa.
Era un ex-modelo que había tratado de llegar a ser actor y había fracasado estrepitosamente. Consentido de su madre y completamente diferente a su austero hermano mayor.
Cuando lo conoció todavía estaba llorando por la muerte de su madre y, de algún modo, aquello fue determinante para que se uniera a Ángela.
De pronto, estaba muerto.
Ángela trató de hacerse una imagen de aquello. Sólo apareció una negritud espeluznante y el vértigo que provoca el vacío.
Entonces, sintió que el teléfono se le deslizaba de entre las manos y trató de sujetarlo, pero no pudo.
Al otro lado del teléfono, Rory escuchó el golpe seco del auricular contra el suelo.
LA señora Fitzpatrick, la matriarca del hotel Fitzpatrick, llamó a la puerta. Al no obtener respuesta, abrió y asomó la cabeza. Allí estaba Ángela, sentada en el sofá, completamente inmóvil.
—¿Ángela?
Levantó la cabeza. Tenía entre las manos una foto que llevaba varias horas estudiando, como si tratara de situarse de algún modo.
Desde la llamada de Rory, sus ojos estaban propensos a la lágrima fácil. Tenía el rostro compungido y la garganta dolorida.
—¿Sí, señora Fitzpatrick?
La mujer parecía nerviosa, incluso más que cuando esperaba ansiosa la llegada del párroco a la hora del té.
Con un profundo acento irlandés que jamás había podido matizar, pues jamás había viajado más de cuarenta kilómetros, anunció el evento motivo de su excitación.
—El caballero al que estabas esperando ya ha llegado. ¡Ha venido en un coche de esos caros! —agregó con una nota de entusiasmo.
Ángela asintió. Así que Rory había llegado. ¡Claro! Era lógico que la mujer se mostrara tan inquieta. Pocas veces se veían apuestos abogados londinenses rondando por aquella zona de Irlanda, ninguno como Rory Mandelson, de eso estaba segura.
—¿Le digo que pase? —preguntó la mujer.
Ángela se removió en el sofá.
Como no sabía a qué hora iba a llegar, llevaba despierta desde las seis de la mañana.
Desde entonces estaba allí, sentada, toda vestida de negro, como aún era costumbre en la zona.
Llevaba el pelo recogido en una coleta. Su color casi ébano brillaba con una intensidad descarada, dadas las circunstancias.
—La verdad es que se lo agradecería, Molly —respondió ella—. ¿Sería mucha molestia?
—¡Ninguna! —la anciana mujer la miró fijamente—. Yo creo que te vendría bien un traguito de brandy. Le devolvería el color a tus mejillas.
Ángela dijo que no con la cabeza. Eran las once de la mañana. No quería que su ya ex-cuñado pudiera reforzar la mala impresión que siempre había tenido de ella viéndola con una copa de brandy en los labios.
Desde la llamada del sábado, Ángela no había podido dormir. Se había pasado las noches mirando al techo de la habitación, preguntándose por qué quería verla. Luego, recordó que era abogado y que, seguramente, su sentido del orden y la responsabilidad lo instaban a hacer lo correcto. Por supuesto, desde su punto de vista lo correcto sería presentar sus respetos a la viuda de su hermano. Pero, encontrarla con una copa de brandy en la mano… ¡impensable!
—No gracias, Molly —sonrió como pudo—. Ahora no.
—¿Lo hago pasar, entonces?
—¿Le importaría?
En cuanto Molly salió de la sala, Ángela dejó la foto sobre la mesa. Se frotó las manos. Estaba muy nerviosa, más de lo que había estado jamás en su vida. No entendía la razón de que Rory Mandelson le provocara ese estado.
Seguramente era tristeza, recuerdos dolorosos…
El dolor provocaba todo tipo de cosas, ¿verdad? Hacía que se sintiera vulnerable, que se cuestionara todo. También incitaba a estudiar una vieja foto de boda con una curiosidad fuera de lo común, como si ese pequeño fragmento del pasado contuviera todas las respuestas que nunca pudo hallar.
Era ella, muchísimo más joven aunque sólo la separaban dos años y poco de aquel instante, con su mirada tierna de ojos verdes, llenos de esperanza.
Pero su marido la desposó y la abandonó poco después, sin una miserable palabra que explicara la situación…
Al darse la vuelta, se encontró con su reflejo en el espejo de enfrente. Tenía un aspecto lamentable. El vestido negro hacía que su figura esbelta luciera una delgadez casi excesiva.Tenía unas amplias sombras oscuras bajo los ojos producto de la falta de sueño.
Al oír la puerta giró la cabeza sobresaltada, como si por muy esperada que fuera la visita entrañara un riesgo difícil de enfrentar.
Rory estaba allí, de pie, frente a ella, con su mirada sombría.
Ángela había olvidado la capacidad que tenía aquel hombre de llenar cualquier espacio con su presencia. Tenía algo particular y magnético que obligaba a volver los ojos hacia él.
Quizás había aprendido eso como parte de su trabajo ante los tribunales. Eso le recordó que Chad siempre menospreciaba el estilo de vida de su hermano. Podría haber hecho millones, si no se hubiera dedicado a defender a los desprotegidos que, generalmente, no tenían dinero para un abogado de su categoría.
Rory era completamente diferente a él, pues Chad iba detrás del dinero casi más que detrás de cada falda que se le ponía delante.
Rory Mandelson era un hombre grande y alto, demasiado, quizás, con el mismo tipo de mirada que su hermano pequeño. Pero no era un ser salvaje, sino que emanaba seguridad y aplomo, como un roble firmemente sujeto a la tierra.
La miró con esa inexpresión típica en él, las líneas de su rostro no mostraban ninguna emoción.
Había algo muy disciplinado en Rory Mandelson. Era imposible saber lo que había dentro de él, lo que pasaba por su cabeza o por su corazón, si es que lo tenía.
Llevaba unos vaqueros negros, una concesión al luto. Arriba un jersey de cashemere verde se le pegaba peligrosamente al torso.
—Hola, Ángela —dijo él, con una suavidad que contradecía su gesto.
—Hola, Rory —respondió ella. Se levantó del sofá y se acercó a él con la lentitud de una anciana. Cuando, finalmente, llegó junto a él, pudo sentir la inmensa tristeza de su alma, un pesar hondo y oscuro que se ocultaba en las cuevas más alejadas. El dolor se le traslucía en la mirada.
Ángela se dejó llevar por su instinto.
Se puso de puntillas y lo abrazó con el tradicional gesto de condolencia de aquella parte del mundo. Apoyó la cabeza en su hombro y esperó a que él le diera las consabidas palmaditas en la espalda. Pero no sucedió.
Habría hecho lo mismo en cualquier otra circunstancia. Pero aquella no era cualquier otra circunstancia.
Él se tensó y tácitamente formuló su rechazo al gesto.
Ella se apartó desconcertada.
—Lo siento —dijo. Claro, era inglés. Quizás la mujer de su hermano jamás debería haberse atrevido a tanto. Era una familiaridad fuera de lugar.
—Lo sé —respondió él—. Todos lo sentimos. Era demasiado joven para morir.
¿Había fingido un malentendido? ¿Tan avergonzado se había sentido? O, después de todo, le había afectado.
Extendió una mano y señaló la silla para que se sentara.
—¿Quieres sentarte, Rory? —le preguntó con un tono de excesiva formalidad—. Has tenido un viaje muy largo.
Él miró la silla, como si dudara de que sus largas piernas pudieran acomodarse en tan pequeño espacio.
—No, gracias. Llevo demasiadas horas sentado al volante.
—¿Algo de beber?
—No, aún no.
Sus miradas se encontraron involuntariamente.
—Bien, ¿me vas a decir para qué has venido hasta aquí?
—Todavía no —era increíble como alguien podía manipular el tiempo a su antojo y tomar decisiones sobre algo que la mayoría de la gente ni se habría planteado opinar.
Volvió la cabeza hacia la mesa y agarró la foto de la boda que había encima.
—Así que has estado rememorando tiempos mejores.
—¿Hay algo malo en ello? —preguntó ella a la defensiva. Tenía la sensación de que quería acorralarla. Pero no se iba a dejar. Si manifestaba una actitud de defensa se daría cuenta de que la tenía en sus manos, así que cambió de actitud—. Es una de las pocas fotos que tengo junto a tu hermano.
Él se encogió de hombros.
—Perdona por parecer tan cínico —dijo él—. Pero ya sabes que siempre pensé que aquella boda era un error.
—¡Sí, claro que lo sé! —susurró ella con rabia contenida—. Lo dejaste muy claro en su momento.
—Y el desarrollo de los hechos posteriores han confirmado que tenía razón —continuó él.
Ángela lo miró horrorizada.
—¿Cómo puedes tener esa sangre fría?
Él no pareció inmutarse por el comentario.
—Sería un verdadero hipócrita si ahora fingiera algo que nunca sentí sólo porque Chad está muerto.
Ángela respiró profundamente y bajó la cabeza.
—¿Tienes que decirlo tan crudamente? —le preguntó con un profundo pesar en la boca del estómago. ¿Es que no tenía piedad para nadie?
—¿Cómo quieres que lo diga? ¿Necesitas que utilice un eufemismo para describir lo que, al fin y al cabo, fue un final duro y cruel para alguien demasiado joven? Está muerto, Ángela, y los dos tenemos que aceptar eso.
—¿Tienes algún motivo para ser tan brutal?
—Sí —respondió él sin escrúpulos—. A veces la brutalidad es la única puerta que te conduce a la realidad. Y, en este caso, es imprescindible afrontar la realidad.
La realidad….
Ángela se sentó en el borde de la silla.
—¿Qué pasó? —preguntó sin pensar.
Rory dudó, como si tratara de encontrar un modo de decir lo que tenía que decir. Pero una vez que rompió a hablar su tono fue ácido, casi cruel.
—El coche saltó al otro lado de la autopista —se detuvo al ver que ella palidecía aún más —. No estás preparada para esto, necesitas un trago.
—No…
—Sí, claro que sí.
Ángela se sentía demasiado débil como para poner ningún tipo de objeciones a la propuesta. Vio como colocaba los vasos, sobre la mesa, Abrió la botella y los llenó.
—Toma —le dijo, mientras le daba el suyo.
Ángela dio un sorbo y sintió la llama líquida regodearse en su boca y, después, caer por su garganta.
Se sentó y cerró los ojos. Se dio cuenta de que él no había tocado su copa aún.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí.
—Pues no tienes buen aspecto. Estás tan pálida que parece que estás a punto de desmayarte. Claro que en eso puede tener algo que ver el hecho de que vayas vestida de negro desde la cabeza hasta los pies —añadió con un tono crítico.
Estaba claro que no le parecía bien su luto.
—Por lo que veo no te gusta que me haya vestido así para la ocasión, ¿verdad, Rory?
Con un movimiento de hombros prácticamente insignificante, lo dijo todo.
—Supongo que lo que yo sienta al respecto es completamente irrelevante —respondió él—. Tienes que vestirte del modo que a ti te parezca adecuado.
Y, por supuesto, para él aquel no era el modo adecuado. Ángela dejó el vaso sobre la mesa con la mano temblorosa. ¿Quién se creía él que era? Nadie lo había invitado a ir a Irlanda. ¿Con que derecho se metía en sus asuntos? Y no los unía nada. Su único vínculo había desaparecido.
—Por supuesto que siempre hago lo que considero adecuado —respondió ella con un tono desafiante—. Pero siento curiosidad. ¿Qué es lo que te parece mal de mi atuendo, dadas las circunstancias?
La miró con una intensidad inquietante.
—¿Era tu marido de verdad, Ángela, o sólo en los papeles? Desapareció de tu vida hace un año y medio. Al final, los votos matrimoniales no tenían ni el valor del papel en el que estaban escritos.
Ángela levantó la barbilla.
—Tal y como tú habías previsto que ocurriría.
Él no dudó.
—Exacto.
—Y supongo que eso te da un placer inigualable. Debe de ser impresionante saberse en posesión de la verdad de forma tan absoluta. ¡Cómo no! Rory Mandelson dijo que ocurriría, que no podríamos vivir juntos y que yo a acabaría por lograr que se marchara.
Frunció el ceño y soltó una carcajada extraña, dolorida.
—¿Qué me da placer? ¿Es eso lo que piensas de mí, Ángela? Crees que mi ego es tan inmenso que prefiero que una cosa así ocurra sólo porque he predicho que ocurriría?
—¿No es así? —preguntó ella con ironía.
Él sacudió la cabeza en un gesto exasperado, se dio media vuelta y se aproximó a la ventana. El impresionante paisaje lo dejó momentáneamente sin respiración, algo que no solía ocurrirle a Rory Mandelson con frecuencia.
Esperó unos segundos.
Ángela lo observaba desde el otro extremo. Se preguntó si era consciente de su atractivo… Al menos podría haber tenido la decencia de ponerse algo que no se pegara tan insinuantemente a su torso bien esculpido.
Ángela se dio cuenta, de pronto, del camino que habían tomado sus pensamientos. ¡Por Dios, estaba pensando de ese modo en su ex-cuñado!