Lazos del pasado - Olivia Gates - E-Book
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Lazos del pasado E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

Los secretos les separaron. ¿Podría reunirles de nuevo su propio hijo? Richard Graves llevaba mucho tiempo batallando con un pasado oscuro, y solo una mujer había estado a punto de hacer añicos esa fachada. Aunque hubiera seducido a Isabella Sandoval para vengarse del hombre que había destruido a su familia, alejarse de ella había sido lo más difícil que había hecho en toda su vida. Pero no tardó en enterarse de la verdad acerca de su hijo, y esa vez no se separaría de ella. La venganza de Richard había estado a punto de costarle la vida a Isabella. ¿Sería capaz de protegerse a sí misma de ese deseo contra el que ya no podía luchar?

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Seitenzahl: 187

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Olivia Gates

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lazos del pasado, n.º 2068 - octubre 2015

Título original: Claiming His Secret Son

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7267-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Richard Graves ajustó su sillón eléctrico, bebió un sorbo de bourbon y le dio al botón de pausa.

La imagen se congeló. Murdock, su mano derecha, lo había grabado mientras seguía a su objetivo a pie. La calidad de la filmación dejaba mucho que desear, pero la claridad del fotograma le hizo esbozar una sonrisa.

Solo cuando la miraba sentía una sonrisa en los labios. Solo cuando la miraba sentía emociones de alguna clase. Ahí estaba, con su hermosa figura, ese paso rápido, ese rostro animado, el cabello color azabache…

Debían de ser emociones lo que sentía, pero tampoco lo tenía claro. Lo que recordaba haber sentido en la juventud quedaba ya tan distante… Era como si hubiera oído hablar de ello, como si otra persona se lo hubiera contado. El chico que había sido alguna vez se había unido a la organización, un cártel criminal que secuestraba a niños y que los convertía en mercenarios imparables, duros como el hierro.

Aun así, ninguno de ellos se parecía al monstruo despiadado por el que todos le habían tomado, y con razón.

No guardaba muchos recuerdos de antes de la metamorfosis, pero, incluso después, solo recordaba haber sentido lealtad, afán de protección, responsabilidad, por Numair, aquel que había sido su mejor amigo para luego convertirse en su mayor enemigo, por Rafael, su discípulo y mejor aliado, y hasta cierto punto por los chicos de Castillo Negro, sus socios reticentes y dueños de un imperio mundial.

Hasta ahí llegaban sus sentimientos nobles, no obstante. Por aquel entonces, los que abundaban en su mente eran los pensamientos oscuros, extremos, crueles, cosas como la sed de poder, la venganza sin piedad.

Por todo ello, nunca dejaba de sorprenderle que ella fuera capaz de suscitarle emociones que jamás se había sentido capacitado para experimentar. Aquello solo podía etiquetarse de una manera: ternura. Y la había experimentado con frecuencia desde que había abandonado la rutina de leer informes de vigilancia sobre ella en favor de las grabaciones de lo que Murdock consideraba episodios relevantes de su vida diaria.

Cualquier persona se hubiera horrorizado de haber sabido que llevaba años teniéndola bajo lupa e interfiriendo según le parecía oportuno, cambiando la dinámica de su mundo de una manera imperceptible. Ella misma hubiera sentido auténtico pánico. Se saltaba unas doce leyes cada día: extorsión, violación de la intimidad y cosas peores, todo para cumplir con la misión de ser su demonio de la guarda. Pero eso no le preocupaba mucho. La ley estaba para romperla, o para esgrimirla a modo de arma.

Lo que sí le preocupaba era que ella llegara a saber que alguien la vigilaba, que sospechara algo, aunque jamás se imaginara que era él quien estaba detrás de aquello. Después de todo, ella ni siquiera sabía que él estaba vivo. Solo sabía que llevaba muchos años desaparecido, que no había vuelto a verle desde que tenía seis años. Seguramente ni se acordaba de él, y aunque se acordara, era mejor para ella seguir creyendo que estaba muerto, al igual que el resto de la familia.

Por todo ello, simplemente se dedicaba a observarla, a velar por ella, tal y como había hecho desde que había nacido. Lo había intentado, al menos. Había habido años en los que se había sentido impotente, incapaz de protegerla, pero en cuanto había tenido ocasión había hecho todo lo posible para darle una segunda oportunidad, una existencia segura y normal.

Soltó el aliento y congeló otro fotograma. Recordaba muy bien el día en que sus padres se habían presentado en casa con ella. Era una criatura diminuta, indefensa. Había sido él quien le había puesto el nombre.

Su pequeña Rose.

Ya no era pequeña, ni estaba indefensa. Se había convertido en una cirujana de éxito, madre, esposa y activista social. La había intentado ayudar siempre que había podido, pero todo lo que tenía lo había conseguido por mérito propio. Él solo se aseguraba de que consiguiera lo que se merecía, aquello por lo que había trabajado tan duro.

Había desarrollado una carrera de éxito. Tenía dos niños y un marido que la adoraba, ese al que no le había permitido acercarse a ella hasta estar completamente seguro de sus intenciones. Tenía una familia perfecta, y no solo era apariencia.

Dio al botón de play y se terminó la copa de bourbon. Si los chicos de Castillo Negro hubieran sabido que el dirigente más letal de la organización, alias Cobra, se pasaba las tardes vigilando a una hermana secreta que no sabía de su existencia, se hubieran reído de él a carcajadas.

De repente frunció el ceño al darse cuenta de algo. La grabación no tenía sentido. Rose estaba entrando en la nueva consulta privada que había abierto junto a su marido en Lower Manhattan. Murdock solo incluía las novedades, las emergencias y cualquier otra cosa que se saliera de lo normal.

Observar a Rose era su única fuente de alegría. Una vez le había dicho a su subalterno que le diera grabaciones de actividades diarias y rutinarias, pero Murdock había seguido llevándole filmaciones de aquello que consideraba relevante.

Soltó el aliento. Vulcan jamás hacía nada que no considerara pertinente y sujeto a la lógica. Aunque le obedeciera ciegamente en todo lo demás, Murdock jamás satisfaría una petición que obedeciera a un sentimiento fútil y que supusiera una pérdida de tiempo para ambos.

Pero había algo más en esa grabación aparentemente rutinaria.

¿Qué era lo que estaba pasando por alto?

Sintió que el corazón se le paraba un momento. La persona hacia la que se volvía Rose con un gesto sonriente era… ella. La imagen estaba tomada desde atrás y solo se veía parte de su perfil, pero la hubiera reconocido en cualquier parte.

Era ella.

Se echó hacia delante con la misma prudencia con la que se había acercado a bombas a punto de estallar. Palpó la mesita de cristal que estaba a su lado. No era la mano lo que le temblaba, sino el corazón, ese que jamás pasaba de sesenta pulsaciones por minuto.

Aquella larga cabellera dorada se había convertido en una corta melena oscura que no pasaba de los hombros. Aquella silueta llena de curvas peligrosas se había vuelto esbelta y atlética bajo una sobria falda de traje. No había ninguna duda, sin embargo. Era ella.

Isabella, la mujer a la que un día había amado con tanta fuerza que había estado a punto de tirar por la borda las metas que había perseguido durante toda una vida.

Ella había sido su única debilidad, su único fracaso, la única que le había hecho desviarse de su camino, la que casi le había hecho olvidarlo todo por momentos. Era la única mujer a la que no había sido capaz de usar, la única a la que no había querido usar. Pero sí había dejado que ella le utilizara. Después de aquella aventura incendiaria, le había dicho que jamás había sido una posibilidad para ella. Pero no era el recuerdo de ese pequeño lapsus lo que le hacía enloquecer. Lo que le disparaba el corazón era su mera presencia, lo que era en realidad. Era la esposa del responsable de la muerte de toda su familia, el hombre que había dejado huérfana a Rose. Había ido a por ella casi nueve años antes. Era el único talón de Aquiles de su marido, pero nada había salido según el plan.

El impacto había sido totalmente inesperado. Y no había tenido nada que ver con su singular belleza. Eso nunca lo había considerado importante. El deseo, en cambio, podía ser utilizado como arma. Era a él a quien enviaba la organización cuando había mujeres en el negocio. Le mandaban para seducir, utilizar y desechar con absoluta frialdad. Pero ella siempre había sido un enigma. Disfrutaba de los privilegios adquiridos por ser la esposa de un bruto que le sacaba cuarenta años, un viejo que la mimaba y la colmaba de lujos, pero al mismo tiempo estudiaba para ser médico y participaba en muchas actividades humanitarias.

Al principio había creído que esa fachada impecable estaba diseñada para lavar la imagen de su infame marido, y había tenido mucho éxito con ello.

Pero con el tiempo las certezas respecto a esa chica de veinticuatro años que aparentaba muchos más se habían desdibujado. Seducirla también había resultado ser mucho más difícil de lo que esperaba.

Aunque la atracción fuera mutua, no le dejaba acercarse, y no había tenido más remedio que reforzar las estrategias de seducción, pensando que solo quería ponerle la miel en los labios hasta tenerle dispuesto a hacer cualquier cosa por estar con ella. Pero, aun así, se le había resistido hasta aquel viaje a Colombia. Había ido allí en una misión humanitaria y él había ido tras ella. Su equipo había estado a punto de sucumbir al ataque de una guerrilla de paramilitares, pero él les había salvado. Los cuatro meses siguientes habían sido los más deliciosos de toda su vida.

Casi había olvidado el objetivo de la misión mientras estaba con ella. Cuando la tenía en los brazos, cuando estaba dentro de ella, había olvidado quién era. Pero finalmente le había sacado secretos que solo ella sabía sobre su marido. Se los había sacado sin que se diera cuenta, y entonces había llegado el momento de dar un paso. Pero eso tampoco había sido fácil. Poner en marcha el plan significaba que la misión había llegado a su fin. Lo que había entre ellos llegaba a su fin y no había sido capaz de alejarse de ella. Quería más, mucho más, y al final había terminado haciendo algo que jamás se le hubiera pasado por la cabeza en otras circunstancias. Le había pedido que se fuera con él.

Ella siempre le había dicho que no era capaz de pensar en una vida sin él, pero su rechazo a la propuesta fue instantáneo y rotundo. Jamás se había planteado dejar a su marido por él.

Febril y ciego de amor, se había convencido de que le había rechazado porque le tenía miedo a su marido y entonces le había ofrecido plena protección, pero ella había representado su papel de amante afligida con maestría y se había negado una vez más.

Poco a poco el calor del deseo daría paso al frío cinismo que acompañaba a la verdad.

Ella había elegido la protección y el lujo que podía ofrecerle el viejo con el que se había casado a la edad de veinte años, ese viejo que era su perrito faldero. A él solo lo había querido para la cama. Jamás le hubiera escogido para nada más.

Pero estaba seguro de que no había tardado mucho en arrepentirse de su elección. Poco tiempo después había acabado con su viejo rico. Había hecho trizas su maravillosa vida de excesos.

Para entonces ya le traía sin cuidado lo que pudiera pasarle, no obstante. Ella misma se había cavado su propia tumba.

Volvió a mirar la pantalla. La visión del pasado aparecía de una pieza. Aunque la calidad del vídeo no fuera buena, podía sentir su sangre fría. Ninguna de las vicisitudes que pudo haber pasado había hecho mella en ella.

De repente la escena se disolvió. Las dos mujeres entraron en el edificio y la filmación se detuvo abruptamente. Contempló la pantalla negra durante unos segundos. Los interrogantes le bombardeaban. ¿Qué estaba haciendo en la consulta de Rose? Parecía que no era la primera vez que se veían. ¿Cómo se había perdido todas las anteriores? ¿Cómo se había puesto en contacto con Rose? No podía ser una coincidencia.

¿Pero qué otra cosa podía ser? Era imposible que estuviera al tanto de su parentesco con Rose. El personaje de Richard Graves, el nombre que había adoptado al dejar atrás sus días como Cobra, había sido fabricado meticulosamente. Ni siquiera la organización, con sus recursos ilimitados de inteligencia, había sido capaz de encontrar alguna evidencia que le vinculara a su agente desaparecido.

Y aunque de alguna forma hubiera descubierto el vínculo que tenía con Rose, aquello que los había unido había terminado para siempre, pero no había sido gracias a él. Si bien había jurado que jamás volvería a contactar con ella, sí se había debilitado en otro frente. Había dejado la puerta medio abierta algo más de un año, por si ella quería restablecer el contacto. Pero no lo había hecho. Si hubiera querido hacerlo después de tanto tiempo, hubiera encontrado la forma de acercarse. No tenía sentido que buscara a Rose, o tal vez sí…

Sacó el teléfono móvil y telefoneó a Murdock.

–¿Qué pasa? –dijo en cuanto descolgaron.

–¿Señor? –la voz de Murdock sonaba llena de sorpresa y compostura a la vez.

–La mujer que estaba con mi hermana. ¿Qué estaba haciendo con ella?

–Todo está en el informe, señor.

–Maldita sea, Murdock, no voy a leerme tu informe de treinta páginas.

Se hizo un profundo silencio al otro lado de la línea. Murdock debía de estar atónito, sobre todo porque llevaba un año haciendo lo mismo. La documentación de Murdock era cada día más exhaustiva, porque así se lo había pedido, pero en ese momento no era capaz de concentrarse ni en un pequeño párrafo.

–Todo lo que encontré sobre la relación entre la doctora Anderson y la mujer en cuestión está en las dos últimas páginas, señor.

–¿Has sufrido un traumatismo últimamente, Murdock, o es que no hablo inglés? No voy a leer ni dos malditas palabras. Quiero que me lo cuentes. Ahora.

Tras el exabrupto, el disgusto de Murdock se hizo evidente. Su lugarteniente le recordó que los hombres como él eran una reliquia de otra era.

Richard siempre había pensado que se hubiera desenvuelto mucho mejor en algo como la mesa redonda del rey Arturo. Le trataba con el fervor de un caballero al servicio de su señor. Había sido el primer niño al que había tenido que entrenar cuando se había unido a la organización en calidad de formador. Él tenía dieciséis años y Murdock seis, la misma edad que Rafael. Le tuvo bajo su tutela seis años más y entonces le cambiaron por Rafael.

Murdock se había negado a aceptar el liderazgo de ninguna otra persona, y Richard había tenido que intervenir para hacerle entrar en cintura. Solo le había dicho que les siguiera el juego, que un día volvería a buscarle, y Murdock le había obedecido sin cuestionarse ni una palabra. Le había creído.

Richard había cumplido su promesa y se lo había llevado consigo al marcharse, dándole una identidad nueva también. Sin embargo, en vez de seguir su propio camino, Murdock había insistido en quedarse a su lado, aduciendo que su entrenamiento no había terminado. En realidad estaba al mismo nivel que el resto de los chicos de Castillo Negro desde el primer día. Podría haberse convertido en un magnate fácilmente, pero Murdock solo quería pagarle la deuda que creía tener con él antes de seguir adelante.

Ya habían pasado diez años desde aquello, y Murdock no parecía tener intención de marcharse. Tendría que deshacerse de él muy pronto, no obstante, aunque fuera como perder un brazo.

El persistente silencio de Murdock le hizo arrepentirse del arrebato. Su número dos se enorgullecía de anticiparse siempre a sus necesidades y de superar sus expectativas. No quería menospreciar su lealtad.

Antes de que pudiera decir nada, Murdock comenzó a hablar. Su tono de voz no dejaba entrever resentimiento alguno.

–Muy bien. Primero, la mujer parecía ser una colega más de la doctora Anderson. Comprobé su historial, como siempre hago, y no encontré nada reseñable. Pero hubo algo más que me hizo ahondar. Descubrí que se había cambiado el nombre legalmente hace cinco años, justo antes de entrar en los Estados Unidos por primera vez después de seis años sin pisar suelo estadounidense. Su nombre era…

–Isabella Burton.

Murdock digirió el hecho de que su jefe ya la conocía. No le había dicho nada acerca de esa misión, ni tampoco a Rafael.

–Ahora es la doctora Isabella Sandoval.

Sandoval… Ese no era ninguno de sus dos nombres de soltera. Como procedía de Colombia, tenía dos. Debía de haber hecho todo lo posible por convertirse en una persona completamente distinta al adoptar el nuevo apellido después de lo de su marido. Y eso también explicaba el cambio drástico en su apariencia. Era médico, además.

Murdock siguió adelante.

–Pero no fue eso lo que me hizo desconfiar, lo que me hizo fijarme en el encuentro con la doctora Anderson. Lo que me hizo indagar más es que encontré una laguna de trece años en su historia. No hay nada sobre ella desde los doce años de edad hasta los veinticinco. No he podido encontrar nada.

Richard no se sorprendió. Había borrado a conciencia todo rastro de su historia con Burton y, por alguna razón que solo ella conocía, también había borrado gran parte de su vida anterior.

–Los rastros comienzan a aparecer a la edad de veintiséis. Empezó una residencia médica de cuatro años en Colombia, en un programa de cirugía pediátrica de California. Fue una residencia especial, en colaboración directa con el jefe de cirugía de un famoso hospital universitario. El año pasado consiguió papeles para viajar a los Estados Unidos y obtuvo el permiso de trabajo para ejercer la medicina. Hace una semana llegó al país y firmó un contrato de un año en una casa de seis dormitorios situada en Forest Hills Gardens, en Queens. Está aquí gracias al apoyo de los médicos Rose y Jeffrey Anderson. Va a empezar a trabajar con ellos en su consulta privada como socia y miembro del comité directivo.

Después de oír todo eso, Richard ni siquiera supo en qué momento había colgado el teléfono. Puso el vídeo una y otra vez, hasta cansarse. Las palabras de Murdock no dejaban de darle vueltas en la cabeza.

Isabella. Iba a ser la socia de su hermana. Masculló un juramento y apretó el botón de apagado con saña.

«Por encima de mi cadáver».

 

 

Cuatro horas más tarde Richard se sintió como si el asiento de su Rolls Royce Phantom estuviera lleno de agujas al rojo vivo.

Ya habían pasado más de dos horas desde que había aparcado frente a la casa de su hermana. Murdock había vuelto a llamar para decirle que había olvidado comentarle que esa noche Isabella iba a cenar con Rose.

Nadie había salido aún de la casa. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Qué clase de cena duraba más de cuatro horas? Bastaba con eso para saber que las cosas podían resultar mucho peores de lo que se había imaginado en un principio. Isabella parecía ser muy amiga de su hermana. No era solo una socia en los negocios. Y aunque Murdock no hubiera sido capaz de averiguar cómo se había forjado tan singular amistad, Richard estaba convencido de que no era una casualidad, al menos no por parte de Isabella. Ella siempre tenía un plan, y lograba sus objetivos sirviéndose del engaño y la manipulación. Seguramente habría obtenido el título de medicina valiéndose de argucias.

Pero aún no tenía nada más que conjeturas. No tenía nada concreto que explicara cómo se había creado un vínculo tan estrecho. Isabella Burton se había vuelto invisible. No había dejado ni rastro de su pasado. Había sorteado el escrutinio de Murdock y, sin embargo, ahí estaba, en la casa de su hermana.

Había conducido hasta allí en cuanto Murdock le había dicho que debían de estar terminando de cenar. Tenía intención de interceptarla en cuanto saliera de la casa, pero ya habían pasado casi dos horas y media. Miró el reloj.

A cada minuto que pasaba más le costaba luchar contra el impulso de irrumpir en el domicilio y sacarla a la fuerza de la casa de su hermana. Se había mantenido lejos de su propia hermana durante toda la vida para protegerla y no iba a permitir que esa siniestra sirena la infectara con su pasado oscuro, con la malicia de sus intenciones y con su sangre fría.

De repente la puerta principal de la casa de estuco de dos pisos se abrió. Salieron dos personas. Isabella iba delante y detrás iba Rose. Richard sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo. Trató de descifrar la conversación tan animada que mantenían. De repente se dieron un abrazo y se besaron y entonces Isabella bajó las escaleras. Al llegar al final se volvió un instante y cruzó la calle, dirigiéndose a su coche.

En cuanto Rose cerró la puerta de su casa, Richard bajó de su vehículo. Bajo la tenue luz de las farolas, la silueta de Isabella parecía resplandecer gracias a un abrigo de color claro que llevaba encima de un vestido ligero de verano. Su cabello era una melena abundante de color negro azabache.

Diez metros antes de interceptarla, Richard se detuvo.

–Bueno, bueno, pero si es la mismísima Isabella Burton.

Ella se paró en seco. Levantó el rostro y le clavó la mirada. Su expresión era de auténtico horror.

–¿Qué…? ¿Dónde demonios…?

Se detuvo, como si no fuera capaz de encontrar las palabras.

Richard no sabía qué era lo que sentía en ese momento, pero sí que era algo enorme. Había cambiado mucho. Estaba casi irreconocible. La mujer que tenía delante no tenía casi nada en común con aquella joven que había conocido en el pasado y a la que había besado con fervor.

Su rostro había perdido la lozanía de la juventud. El tiempo había esculpido sus rasgos hasta convertirlos en una obra maestra de refinamiento e intransigencia. Siempre había sido irresistible, pero la madurez la había convertido en algo formidable.

Sus ojos eran los que más habían cambiado, esos ojos que le habían atormentado durante tanto tiempo. Parecían iguales, resplandecientes, con ese color camaleónico verde esmeralda y topacio. Pero aunque tuvieran el mismo color y la misma forma, se veía que estaban vacíos. Fuera lo que fuera lo que hubiera en su interior, era algo oscuro e insondable.

Ella bajó la vista en ese momento.