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Los Corretti. 1º de la saga. Saga completa 8 títulos. Lo que no sabía su secretaria era que él siempre conseguía lo que se proponía. Elia nunca salía de casa sin su Bolso Santo, que no era precisamente el último diseño de alguna marca de complementos, sino el sitio donde guardaba todo lo necesario para manejar cualquier emergencia que pudiera tener su jefe, el mujeriego Santo Corretti. Pero cuando se complicaron las cosas para la familia Corretti, ni las gafas de sol que llevaba allí para él iban a poder cubrir la preocupación en los ojos de su jefe. A la familia de Santo siempre la había rodeado el escándalo y el futuro de su imperio siciliano estaba en entredicho. Su hermano estaba detenido en comisaría y la película que estaba produciendo iba de mal en peor. Lo único que quería Santo era un poco de cariño y atención. Pero el corazón de Elia no estaba disponible.
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Seitenzahl: 213
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Harlequin Books S.A.
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Legado de secretos, n.º 89 - febrero 2014
Título original: A Legacy of Secrets
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de pareja utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados. Imagen de ciudad utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-4031-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Elia estaba segura de que nunca iba a olvidar ese momento.
–Por favor, Elia, no te vayas.
Se puso de pie. Estaban en el aeropuerto de Sydney y tenía el pasaporte y la tarjeta de embarque en la mano. Miró a los ojos suplicantes de su madre una vez más. Eran del mismo color ámbar de los suyos. Estuvo a punto de ceder. Le dolía dejarla a solas con su padre.
Pero, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido, tampoco creía que pudiera quedarse.
–Tienes una casa preciosa...
–¡No! –la interrumpió Elia con firmeza–. Tengo un piso que me compré con la esperanza de que te fueras a vivir conmigo. Pensé que así por fin te decidirías a dejarlo, pero no lo haces.
–No puedo.
–Sí puedes –insistió Elia–. He hecho todo lo posible para ayudarte a salir de allí, pero te niegas.
–Es mi marido...
–Y yo soy tu hija –le dijo, tratando de contener su rabia–. ¡Me pegó, mamá!
–Porque le disgustaste, hija. Estás intentando que lo deje y me vaya...
Su madre llevaba en Australia más de treinta años y estaba casada con un australiano, pero su inglés seguía siendo bastante pobre. Podía seguir tratando de convencerla, pero sabía que no le iba a servir de nada. Además, no tenía tiempo para eso. Era el momento de decirle las palabras que ya había ensayado en su cabeza. Quería darle a su madre una última oportunidad.
–Vente conmigo –le dijo mientras le entregaba el billete que había comprado en secreto.
–¿Cómo...?
–He traído tu pasaporte –añadió sacándolo del bolso y entregándoselo a su madre para demostrarle que hablaba en serio y que se lo había pensado muy bien.
–Puedes irte y dejarlo, mamá. Puedes volver a Sicilia y vivir allí con tus hermanas. Podrías tener una vida...
Pudo ver en el rostro de su madre cómo luchaba para tomar una decisión. Echaba mucho de menos su país de origen. No dejaba de hablar de sus hermanas y, si por fin tenía el coraje necesario para alejarse de su marido, Elia iba a ayudarla en todo lo que pudiera.
–No puedo –le dijo al fin su madre.
Sabía que no iba a conseguirlo, pero Elia hizo todo lo posible para persuadir a su madre hasta el momento de pasar por seguridad e ir hasta la puerta de embarque. Trató de convencerla para que se fuera con ella, pero su madre ya había decidido que no iba a hablar más de ello.
–Espero que tengas un buen viaje, Elia.
–No es solo un viaje, mamá. No me voy de vacaciones... –le recordó Elia.
Quería que su madre se diera cuenta de lo seria que era la situación, que no se iba al extranjero para pasar un par de semanas de descanso.
–Mamá, voy a buscar trabajo allí.
–Pero me dijiste que ibas a visitar Sicilia.
–Puede que lo haga.
La verdad era que no estaba segura.
–No sé si podré, mamá. Esperaba ir contigo. Ahora creo que me quedaré en Roma.
–Bueno, si al final vas a Sicilia, dales un gran abrazo a tus tías de mi parte. Diles que...
Gabriella vaciló por un momento antes de continuar.
–Quieres que les diga cualquier cosa menos la verdad, ¿no? –repuso Elia mirando a su madre.
Sabía que iba a meterse en un lío por haberse atrevido a acercarse con ella al aeropuerto. Pero, aun así, quería que le dijera a sus tías que su vida en Australia era fantástica. Le parecía increíble que quisiera seguir manteniendo las apariencias de esa manera.
–¿Me estás pidiendo que mienta, mamá?
–¿Por qué me haces esto? –le preguntó Gabriella.
Era la misma reacción que tenía siempre cuando Elia se cuestionaba las cosas o se negaba a aceptar su situación.
A veces le parecía que era más siciliana que su madre. Desde luego, creía que tenía más carácter que ella. No entendía por qué su madre le estaba haciendo algo así. Por qué se había limitado a observarlos y gritar cuando su padre la golpeó en vez de tener el coraje de levantarse e irse de allí. Pero sabía que no era el mejor momento para echarle nada en cara.
Elia no había compartido sus sentimientos con nadie, ni siquiera con su madre, desde aquel día.
–Tengo que irme, mamá –le dijo mientras miraba la pantalla que anunciaba las salidas–. Mamá, por favor... –añadió una vez más con emoción contenida.
–Vete, Elia.
Gabriella se despidió de su hija entre lágrimas, pero Elia las contuvo. No había llorado desde aquel terrible día, aunque ya habían pasado dos meses. Abrazó a su madre y se dirigió a la aduana. Después, se sentó con los ojos aún secos en el avión. Tenía un asiento vacío a su lado. Se sentía muy culpable al haber dejado allí a su madre, pero también sabía que no había nada más que pudiera hacer.
Tenía veintisiete años y ya había pasado bastante tiempo tratando de apartarla de su padre. Hasta el punto de haber elegido su trabajo por el dinero, no porque le apasionara.
Había trabajado como secretaria personal para un par de directores generales. Después, había ido ascendiendo en su carrera hasta llegar a ser la secretaria de un político. Había pasado los últimos dos años en Canberra, temiendo lo que iba a ver de vuelta a su casa en Sídney.
Como no podía vivir así, había cambiado un buen trabajo por uno no tan bueno para poder vivir cerca de ellos. Incluso se había comprado una casa más cerca de sus padres. Pero, después de tantos años tratando de ayudar a su madre, se había dado cuenta de que tenía que escapar.
Tenía muy buenas referencias y sabía hablar italiano. Creía que ya era hora de tener una nueva vida. Su vida.
No se le había pasado por la cabeza que fuera a necesitar algo de tiempo para recuperarse de todo lo que había pasado. Se había centrado por completo en la búsqueda de un nuevo trabajo. Pero, después de tomar la decisión, se había dado cuenta de que la idea era más intimidante de lo que le había parecido en un principio.
Para empezar, llegó a Roma en pleno mes de enero. Había pasado del cálido verano australiano a un frío invierno. Y aquella era una gran ciudad. Nunca había vivido en un sitio tan grande ni con tanta gente.
Aprovechó los primeros días para visitar los lugares más turísticos. Fue al Vaticano y tiró una moneda de espaldas a la Fontana de Trevi, tal y como su madre le había pedido que hiciera. Pero no sabía por qué se lo había pedido. Después de todo, estaba segura de que su madre nunca iba a volver a Italia.
Fue en tren a Ostia Antica, visitó las ruinas y se congeló mientras caminaba por la playa. Tenía mucho tiempo para pensar y esperaba sentir cómo su alma empezaba a curarse después de todo lo que había pasado, pero no ocurrió.
Así que, en lugar de sentarse a esperar, se puso a buscar trabajo.
–Tiene mucha experiencia para alguien de su edad, pero... –le decían en todas las empresas de colocación.
También lo hizo Claudia, la mujer con la que se estaba entrevistando.
Tenía un currículum impresionante y podía hablar italiano, pero su nivel no era tan bueno como para que la agencia de colocación contara con ella.
–Lo entiendes mejor que lo hablas –le dijo Claudia–. ¿Te interesa algún otro tipo de trabajo?
Había sido muy amable con ella y decidió que era mejor pasar por alto el comentario y no dejar que eso la ofendiera. En cuanto a otro tipo de trabajo, estuvo a punto de decirle que no, pero se dio cuenta de que no tenía nada que perder siendo sincera.
–Me interesa mucho la industria del cine –le confesó Elia.
–No tenemos actores inscritos en nuestra agencia, no nos encargamos de eso.
–No, no... –le aclaró Elia–. Lo que me interesa es dirigir.
Era lo que siempre había querido hacer. Pero, hasta ese momento, su prioridad había sido encontrar un tipo de trabajo con el que pudiera ahorrar el dinero suficiente para que su madre pudiera irse de su casa.
En lugar de intentar trabajar como becaria mal pagada en el cine, había buscado siempre empleos bien remunerados. Pero esa mañana, sentada en esa pequeña agencia de empleo en el centro de Roma, Elia se dio cuenta de que había llegado el momento de centrarse en sí misma.
–Lo siento –respondió Claudia encogiéndose de hombros y con gesto impotente.
Elia abrió la boca para darle las gracias mientras se levantaba de la silla, pero Claudia la detuvo.
–Un momento. Tenemos un cliente en Palermo, Corretti Media, que necesita a alguien. ¿Has oído hablar de ellos?
–Un poco –repuso–. Han tenido unos cuantos éxitos durante los últimos años, ¿no?
–Sí. Alessandro es el director general de la empresa y Santo es productor de cine.
–Es verdad. He oído hablar de él.
Pero no lo conocía precisamente por sus dotes como productor, sino por su escandalosa vida.
–Me han dicho que cambia constantemente de secretaria –le dijo la mujer con una mueca–. Te encargarías de viajar con él cuando va a los rodajes. Pero necesita a alguien con una mente abierta. Siempre se está metiendo en líos y tiene reputación de mujeriego.
A Elia no le preocupaba nada la fama que tuviera, la mera idea de estar en un rodaje y empezar a tener algo de experiencia en el cine le apasionaba. Creía que sería al menos un comienzo.
–A lo mejor no le importa que tu italiano no sea perfecto si le digo que estás familiarizada con la industria del cine.
–Además, mi italiano está mejorando cada día –insistió Elia.
–Y también deberías mejorar tu aspecto.
Esa vez, no pudo evitar sentirse ofendida.
–Santo Corretti esperará ver a alguien con un aspecto impecable.
–Entonces, eso es lo que tendrá –repuso Elia con una sonrisa forzada mientras se levantaba.
–Espera un momento –le pidió la dueña de la agencia.
Elia se sentó mientras Claudia hacía una llamada. Estaba muy nerviosa. Por primera vez en su vida, quería de verdad un trabajo, lo deseaba más de lo que había deseado nada.
No pudo evitar sonrojarse cuando Claudia la miró y le dijo a su interlocutor que sí, que era guapa y rubia.
–Lo siento... –le dijo Claudia cuando colgó–. He hablado con la que aún es su secretaria. Aunque está deseando dejar el trabajo, cree que no das el perfil. Al parecer, es muy particular.
–Bueno, gracias por intentarlo.
Salió de la agencia después de despedirse de Claudia y fue a tomarse un café. Se quedó ensimismada mirando a la gente por la ventana del establecimiento. No sabía por qué se sentía tan decepcionada. Se trataba de un trabajo para el que ni siquiera había sido entrevistada.
Y aunque se hubiera presentado ante Santo Corretti, no creía que hubiera tenido ninguna oportunidad. Le parecía que las mujeres italianas tenían una elegancia innata y ya le había dicho Claudia que ese hombre no quería a nadie que no diera la talla en ese sentido.
Le habría bastado con echarle un vistazo y observar su aburrido traje gris para darle la misma respuesta negativa que había obtenido en la agencia.
De todos modos, ni siquiera estaba segura de que hubiera querido trabajar en Sicilia, donde había nacido su madre. Aunque una parte de ella tenía curiosidad.
Cuando salió de la cafetería, en lugar de ir hacia la siguiente agencia de su lista, se encontró mirando el escaparate de una exclusiva boutique, preguntándose qué se pondría la secretaria de Santo Corretti.
Unos minutos más tarde, le estaba preguntando lo mismo a la dependienta de la tienda. No le dio el nombre del productor, le dijo solo que tenía una entrevista de trabajo muy importante.
Una hora después, estaba sentada en un salón de belleza. Le habían cortado las puntas y recogido a la nuca su pelo largo y rizado. También llevaba nuevo maquillaje y se había hecho las uñas.
A primera hora de la tarde, pagó la cuenta del hotel y tomó el corto vuelo que la separaba de Sicilia. Cuando estaba a punto de llegar, miró desde la ventanilla la isla que había visto en un sinfín de fotografías descoloridas que su madre le había descrito una y otra vez. A pesar de la belleza de las montañas cubiertas de nieve, del mar azul brillante y de las casitas blancas de la costa, no sabía si de verdad estaba preparada para aquello.
Pero se recordó que estaba allí para trabajar.
Creía que lo más valiente que había hecho en su vida había sido dejar Australia. Pero, mientras se levantaba de su asiento y salía del avión, se dio cuenta de que lo que estaba haciendo en esos momentos también era muy valiente. O quizás fuera la decisión más absurda de su vida.
De un modo u otro, no iba a tardar en tener una respuesta. Paró un taxi y se metió en él.
–Corretti Media –le indició al conductor conteniendo la respiración.
Elia sacó su espejo del bolso. Se alisó el cabello y se retocó el maquillaje. Sonrió al ver su reflejo y se fijó en sus blancos dientes. Sabía que nadie podría adivinar el precio que había pagado para conseguir esa sonrisa. Y no se refería precisamente al dinero.
Cerró el espejo y lo guardó. No quería pensar en ello.
Cuando el taxi se detuvo frente al edificio de Corretti Media, pagó al taxista y entró con paso firme. Fue directa a donde estaba la recepcionista y le dijo que estaba allí para una entrevista de trabajo en relación con el puesto de secretaria.
–Un attimo, prego –le pidió la recepcionista mientras llamaba a alguien por teléfono.
Le dijo después que subiera a la planta superior. Cuando salió del ascensor, se encontró con una mujer muy bella y llorosa que le dio una agenda negra y las llaves de un coche.
–Buona fortuna! –le dijo la joven.
Después gritó por encima del hombro un refrán italiano que Elia le había oído un par de veces a su madre.
–«Si me engaña una vez, la culpa es de él. Si me engaña dos veces, la culpa es mía».
–Entonces, supongo que eso es un no, ¿verdad?
Elia se dio la vuelta al oír tras ella una voz profunda y muy masculina.
Al verlo, no le costó entender por qué la secretaria se había ofrecido a darle una segunda oportunidad. Pero estaba claro que no iba a darle una tercera.
Se quedó sin aliento al ver sus ojos verdes y su media sonrisa. Se fijó entonces en su sensual boca y en su mejilla izquierda, donde aún tenía la marca roja de la bofetada que acababan de darle.
–¿Está aquí para la entrevista de trabajo? –le preguntó a Elia italiano.
Cuando ella asintió con la cabeza y se presentó, el hombre le hizo un gesto para que pasara a su despacho y así lo hizo.
No le había dicho quién era él, pero estaba claro que no necesitaba presentación.
Santo se despertó sobresaltado y con el corazón a cien por hora. Extendió la mano a un lado para buscar el confort de un cuerpo a su lado, pero vio que no estaba en la cama con una mujer, sino solo y en un sofá.
Trató de recordar lo que había pasado la noche anterior, pero su mente no le respondió, se limitó a mostrarle pequeñas pistas.
Había una botella de whisky vacía en el suelo. Tuvo que pasar por encima de ella para ir al baño. Vio entonces que aún llevaba puesto el traje para la boda, pero sin corbata, y su camisa estaba arrugada y rota.
Comprobó el bolsillo interior de su chaqueta, recordó que Elia le había hecho comprobar varias veces que tenía los anillos antes de que fuera al hotel para cambiarse y ser el padrino en la boda de su hermano. Seguían en el bolsillo.
Se mojó la cara con agua. Tenía magulladuras y moretones en la cara y en el torso.
Se miró el cuello e hizo una mueca, pero unos cuantos apasionados mordiscos eran el menor de sus preocupaciones cuando comenzó a recordar los acontecimientos de la noche anterior.
–¡Alessandro! –exclamó.
Tomó el teléfono para pedir un chófer, pero se puso la recepcionista y le preguntó dónde quería ir. Santo colgó inmediatamente.
Miró por la ventana desde su suite de lujo, podía ver a la prensa esperándolo en la acera. Pero no podía soportar la idea de enfrentarse a ellos ni a su hermano, a solas. Tomó de nuevo el teléfono.
–¿Puedes recogerme?
A pesar de la hora, Elia contestó el teléfono con los ojos aún cerrados. Después de cuatro meses trabajando para Santo Corretti, estaba más que acostumbrada a que la llamara a cualquier hora, pero nunca lo había oído tan desesperado como esa mañana. Su profunda voz parecía algo más ronca de lo habitual. Pero era una voz que siempre la sorprendía, bella y aterradora al mismo tiempo y con un sensual acento italiano. Así era también Santo.
Abrió los ojos y miró el reloj de su mesita.
–Son las seis de la mañana –repuso Elia–. Y es domingo.
Creía que solo con eso tenía razones más que suficientes para dar por terminada la llamada y volverse a dormir. Pero lo cierto era que ya había anticipado que iba a recibir una llamada como esa. Por eso se había ido a la cama con los rulos puestos y tenía la ropa preparada. Toda Sicilia había visto por televisión lo que había ocurrido el día anterior. Todo el mundo sabía ya, incluso su madre en Australia, que la esperada boda del hermano de Santo, Alessandro Corretti, con Alessia Battaglia había sido anulada en el último minuto.
Y había sido de verdad así, en el último minuto.
La novia se había dado la vuelta cuando ya avanzaba hacia el altar y había salido corriendo de la iglesia. El resto del mundo estaba esperando ver cómo dos de las familias más notables de Sicilia iban a lidiar con las consecuencias del escándalo.
Por eso se había acostado ya con la sensación de que Santo iba a necesitar sus servicios antes del lunes.
–Es mi día libre –le dijo con firmeza–. Ya trabajé ayer...
Como solo era su secretaria, no había sido invitada a la boda. Su trabajo había consistido en asegurarse de que Santo llegara a la iglesia sobrio, a tiempo y con un aspecto impecable. Esa última parte había sido fácil. Había estado muy guapo con su elegante traje de padrino. Fueron los otros dos requisitos los que habían requerido mucho más esfuerzo.
–Tengo que recoger a Alessandro, está en comisaría –le anunció Santo–. Lo detuvieron anoche.
Elia se quedó en silencio. No quería pedirle que le diera más detalles, pero estaba deseando saber qué más había sucedido la noche anterior.
Había levantado su copa hacia el televisor al ver por fin cómo llegaba Santo a la iglesia al lado de su hermano, con quien iba hablando y bromeando. Los dos eran muy atractivos y, a primera vista, casi parecían gemelos. Eran altos, de anchos hombros y llevaban su oscuro pelo bastante corto. Ambos tenían además unos sugerentes ojos de color verde oscuro, pero había también muchas diferencias. Alessandro era el mayor y se notaban mucho esos dos años.
Como primogénito del difunto Carlo Corretti, Alessandro era bastante más duro y serio. Santo, en cambio, tenía una personalidad más divertida. Le gustaba jugar y vivir la vida, pero también podía llegar a ser muy arrogante.
–Ven a recogerme –le pidió Santo.
Elia suspiró al oírlo. Recordó entonces que unas semanas más tarde, si conseguía el trabajo que había solicitado, podría dejar atrás y despedirse para siempre de los continuos escándalos y dramas de la familia Corretti. Su trabajo para Santo no era como lo había imaginado.
–La prensa está por todas partes –le advirtió su jefe.
Era la manera que tenía de recordarle que debía arreglarse.
–Toma un taxi, recoge mi coche y conduce hasta la entrada posterior del hotel. Mándame un mensaje de texto cuando estés aquí.
–No me gusta conducir tu coche –protestó ella.
Pero solo obtuvo un silencio por respuesta. Pensó que, como ya le había dado las órdenes, Santo supondría que ya estaba preparándose para salir y habría colgado.
–Malnacido... –susurró sin poder contenerse.
Se quedó sin aliento al oír su voz.
–No digas eso, sé que me quieres.
Estaba demasiado enfadada para sentirse avergonzada.
–Lo que de verdad quiero es quedarme en la cama hasta tarde los domingos por la mañana.
–La vida es muy dura.
Esa vez, sí oyó cómo le colgaba el teléfono.
Trató de recordar que solo iba a tener que soportarlo durante un par de semanas más.
La mujer con la que habló para pedir un taxi a su dirección también parecía medio dormida y le dijo que tardaría quince minutos en tenerlo a su puerta. Tenía tiempo de sobra. Se levantó de la cama y fue directamente a la ducha. Se miró después en el espejo y se le pasó por la cabeza no molestarse en maquillarse. Pero, le gustara o no, Santo era su jefe y Elia se tomaba su trabajo muy en serio. Así que se maquilló con cuidado, se alisó el cabello y se lo recogió en una cola de caballo baja. Se puso una falda gris oscura y una blusa color crema.
Mientras se vestía, se dio cuenta de que una de las ventajas de trabajar para Santo era el dinero que le daba para comprar ropa. De hecho, creía que era lo único bueno. Y eso que a ella nunca le había interesado demasiado la moda.
Al oír el claxon del taxi, se miró una vez más en el espejo y tomó su Bolso Santo, así era como lo llamaba, y comprobó que tenía las llaves de su coche antes de salir. Tuvo que entrecerrar los ojos mientras llegaba al taxi, el sol brillaba con fuerza a esa hora de la mañana. Era un precioso día de mayo en Palermo.
El mar brillaba a lo lejos y la ciudad parecía estar aún dormida. Supuso que toda Sicilia se había acostado tarde la noche anterior, siguiendo las noticias sobre la fallida boda.
–Buongiorno –saludó al taxista.
Le dio la dirección del elegante hotel donde se alojaba Santo y se relajó entonces en el asiento mientras escuchaba las noticias en la radio del coche. Como no podía ser de otro modo, seguían hablando de la boda. Tampoco le sorprendió que el taxista estuviera encantado con la noticia.
–¡Como si una boda pudiera llegar a unir a las familias Corretti y Battaglia! –exclamó el hombre.
Siguió hablándole un poco más, sin saber que iba de camino a reunirse con uno de los hermanos. Decidió que era mejor no decírselo. Además, Santo nunca le contaba nada sobre las idas y venidas de su familia. Siempre hablaba en un italiano mucho más rápido cuando estaba al teléfono con algún familiar. Le era casi imposible entender lo que decía.
–¿Siempre han estado enfrentadas las dos familias? –le preguntó ella.
–Sí, siempre.
Le dijo que no creía que ni siquiera la muerte de Salvatore Corretti unas semanas antes fuera a conseguir que las dos familias hicieran las paces.
–Los Corretti se pelean hasta entre ellos –le contó el taxista.
Eso sí lo sabía. A pesar de que Santo no le había revelado demasiado sobre su familia, se había visto en más de una ocasión metida en enfrentamientos entre los primos. La familia estaba muy dividida y todos estaban constantemente tratando de superar al otro, con la excusa de proteger el imperio familiar. Todos querían ser el líder de la manada. Y no solo en el trabajo, sino también con sus coches, con las mujeres y con los caballos.
Elia estaba harta. Estaba cansada de los oscuros secretos y de cómo se manipulaban mutuamente. Pero sabía que iba a tener que aguantar un poco más. Solo esperaba que Santo pudiera ayudarla un poco en su carrera. Se lo había pedido una y otra vez, quería trabajar en una de sus películas como ayudante de dirección en prácticas.
–Presto –le decía Santo siempre para después traducírselo a su idioma–. Pronto.
Era algo que le irritaba y que él no dejaba de hacer. Odiaba que fuera tan condescendiente con ella.
Creía que, por muy pronto que lo hiciera, ya iba a ser demasiado tarde y ella se habría ido.
Le pidió al conductor que se parara un momento cuando pasaron por una cafetería y compró un par de cafés para llevar.
Cuando se acercaron al hotel, le dijo que entrara en el aparcamiento subterráneo. Tal y como Santo le había dicho, había periodistas y cámaras por todas partes.