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INCLUYE CONTENIDO EXTRA VERSIÓN DIGITAL Sinopsis El cambio climático, es probablemente el mayor desafío al que la humanidad se va enfrentar en un contexto cada vez más próximo en el horizonte de sucesos. Bienvenido al futuro. La gran crisis llegó sin que nadie hiciera verdaderos esfuerzos por impedirla. La sociedad se ha resquebrajado, los acaudalados se han atrincherado en ciudades estado, el resto de la población ha vuelto a una sociedad preindustrial. ¿Puede un libro cambiar el destino de una comunidad? Creo que sí, la historia está llena de ejemplos. Los libros santos de las diversas religiones, las obras griegas y latinas recuperadas que dieron origen al renacimiento, Philosophiæ naturalis principia mathematica, El origen de las especies… Y tantísimos otros que han cambiado el rumbo de la historia. Libros antagónicos bebe de estos acontecimientos y urde una trama donde una vez más se van a batir el fanatismo y el conocimiento, demostrando que el ser humano vuelve a tropezar en las mismas piedras.
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.nou.
EDITORIAL
Título: Libros antagónicos.
© 2022 Víctor Manuel Valenzuela.
© Diseño y maquetación: nouTy.
© Imagen de portada: Grandfailure.
Colección: IRIS.
Director de colección: JJ. Weber.
Primera edición junio 2022.
Derechos exclusivos de la edición.
©nou EDITORIAL™ 2021.
ISBN: 978-84-17268-72-5
Edición digital julio 2022
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Este nuevo libro sigue estando dedicado a todos y cada una de las personas que me han vuelto a apoyar y me han ayudado enormemente en las diversas fases de elaboración de la obra.
A todos vosotros, que nuevamente sabéis perfectamente quienes sois.
Gracias.
Norte de la península ibérica.
Poblado fortificado (43.142866 -4.193573)
En un valle enclavado entre antiguas montañas que fueron testigos de glaciaciones, la llegada de los Homo antecesores y su posterior desplazamiento por el implacable Homo Sapiens, se erguía un antiguo poblado construido con las mismas piedras que erguían las majestuosas cordilleras. Daba la falsa apariencia de estar allí imperturbable desde los albores de los tiempos, totalmente indiferente de las idas y venidas de eras humanas con sus virtudes, desgracias y caídas.
Un joven corría a toda velocidad por la plaza del pueblo, esquivó ágil un grupo que charlaba animadamente cerca de la fuente de agua, dirigiéndose ya casi sin aliento a una casa de madera construida con esmero. Calzaba unas robustas botas de cuero hechas a mano, que retumbaban a cada zancada; vestía ropa ligera de lana y llevaba la barba corta y bien arreglada, perdió el sombrero en la carrera, pero sabía perfectamente que alguien se lo recogería y se lo entregaría luego.
—¡Maestra, maestra! —gritó ya en el quicio de la puerta. Se dejó caer exhausto sobre un banco que estaba estratégicamente colocado al lado de la entrada, en un pequeño porche, intentando recuperar el aliento antes de seguir hablando—. Necesitamos su ayuda, tenemos un herido.
—Pero hombre… —reclamó una anciana saliendo de la cocina—. ¿Qué haces aquí? Ve a buscar a la médica.
—Es el herrero —retrucó el joven respirando pesadamente—. Insiste en que lo vea usted, maestra.
—Daniel sigue siendo igual de cabezota que cuando lo rescaté en los páramos… En fin… qué le vamos a hacer… Tú ve a buscar a la médica. No, no me contradigas —dijo con severidad al ver la expresión del joven—. Yo iré a ver a Daniel. ¿Ha sido en su casa o en el taller?
—En el taller —respondió el joven, que se levantó apoyando las manos sobre sus rodillas. Respiró hondo unos instantes y salió disparado, calle abajo, sin mirar atrás.
—Bien… Corre a por María, yo iré a ver qué le pasa a ese testarudo. Tráetela al taller —gritó la anciana al chico que se alejaba a la carrera en dirección al sencillo ambulatorio del Poblado.
Carmen buscó su maletín y salió de la casa hacia el taller del herrero. Fue refunfuñando, pues hacía años que prefirió dejar la atención médica en manos de María, que era mucho más joven y hábil que ella. Carmen se había leído y entendido todos los viejos libros y tenía una habilidad natural para curar a los demás. Un don que había estado en su familia desde generaciones, aunque ninguno de ellos fuera nunca médico. Pero ella continuaba siendo la matriarca del poblado y muchos seguían confiando en ella ciegamente, a pesar de que, ya con avanzada edad, decidió dejar las principales responsabilidades a los más jóvenes y hacer solo de consejera.
Habían pasado muchos años desde que consiguió juntar una tribu lo bastante numerosa para poder recuperar en parte la civilización. Al principio no le fue nada fácil; era ella, su inteligencia, sentido común y, por supuesto, el Libro. Un pequeño libro azul, que llevaba en su familia desde la Caída, y que contenía los secretos tecnológicos suficientes para construir una ciudad medianamente cómoda. Lo más difícil fue convencer a los demás de que aquel libro era distinto, las gentes de los Páramos o bien tenían reticencias sobre los libros, pues los seguidores del Libro de la Verdad eran unos fanáticos peligrosos, o tenían miedo, pues para los seguidores del Libro de la Verdad la posesión de libros prohibidos estaba penada con una muerte lenta y agónica. Para los nacidos en el seno del Poblado, era algo natural el libro y las reglas que imperaban allí, pero en ocasiones necesitaban atraer a personas de fuera para garantizar el crecimiento del pueblo. Si bien muchos querían venirse a vivir al Poblado, tenían que ser muy escrupulosos a quién dejaban pertenecer a la comunidad.
—¿Qué te ha pasado, hijo? —preguntó Carmen entrando en el taller del herrero. Era un espacio amplio, que mezclaba elementos antiguos como la forja y toques tecnológicos como el martillo pilón, el fuelle y la hiladora, que se movían con la fuerza del caudal del río cercano.
—Maestra… menos mal… —dijo Daniel entre jadeos de dolor—. Creo que me he roto algo.
—A ver… —comentó ella acercándose—. Vaya… no tiene buen aspecto… Espera, tómate esto —sacó una botellita de su bolsa y se la acercó a Daniel a los labios—. Eso… bebe, respira hondo e intenta tranquilizarte, ya verás cómo te hará efecto en un ratito.
—Gracias… No sé qué me ha pasado. Estaba haciendo una pieza para el nuevo molino de agua que has proyectado y… —dijo él con una expresión que alternaba entre el dolor y la vergüenza.
—Calla… déjame que te limpie esto… No te preocupes de nada —dijo Carmen empapando un trapito limpio en una solución desinfectante, que ella misma fabricaba a base de hierbas y del aguardiente más fuerte que podía conseguir en la región.
—¿Necesitas ayuda, abuela? —preguntó María a sus espaldas. También traía una bolsa con su equipo médico. Era una chica joven que fue la mejor aprendiz de Carmen en décadas y que, así como ella tenía un instinto natural para hacer curas, solía llevar el pelo recogido en una larga trenza y usaba un sombrero de ala ancha, pues se quemaba con facilidad con el sol.
—Sí. Me vendría bien… ¿Cómo lo ves? —aclaró Carmen, apartándose un poco para dejarle sitio y que viera a lo que se enfrentaba.
—Umhh… —murmuró María agachándose al lado del herrero—. Hay que limpiar esto lo primero, luego hay que ver si es necesario poner el hueso en su sitio, y por último coser este tajo que es muy profundo. Tranquilo, grandullón, que eso no es nada…
—Lo siento, de verdad que lo siento… —murmuró Daniel ya con voz pastosa por el extracto de amapola.
—Ha sido un accidente. No seas tonto… —dijo María limpiándole la herida—. Venga, tú relájate y respira con tranquilidad. Eso es, respira, respira…
—No. Soy un torpe y ahora por mi culpa no vamos a tener nunca electricidad. Nunca, con lo que nos ha costado entender cómo funciona… —dijo él casi al borde del llanto. Era un hombretón fuerte, aunque extremamente sensible, y cuando tenía tiempo, hacía joyas de metal delicadas y de inusitada belleza.
—Que no te mortifiques he dicho —dijo Carmen en tono autoritario. A ella no le gustaba usar esas formas, pero quiso cortar aquella línea de pensamientos—. No ha sido culpa tuya, ¿me has entendido?
—Sí… —contestó Daniel avergonzado.
—Venga, hijo… No te preocupes, de verdad. Ha sido un accidente y lo más importante es que a ti no te pase nada. Las piezas son cosas, no te olvides —comentó Carmen suavizando el tono y cogiéndolo de la mano.
—Yo me ocupo, Carmen… —dijo María, que ya había terminado de limpiar la herida a conciencia y ahora palpaba la zona—. No hay nada roto, no te preocupes, vuelve a casa y descansa. Yo lo remiendo, lo vendo y lo acompañamos a su casa. Mañana iré a cambiarle el vendaje y ver cómo está.
Carmen tendió la mano a María para que la ayudara a levantarse, besó a Daniel y salió con aspecto preocupado en dirección a la puerta.
—No te olvides de que esta noche hay reunión del consejo —dijo María, quien había terminado de cerciorarse de que la herida estuviera limpia, y ahora que Daniel ya estaba más atontado, rebuscaba en su maletín las agujas y el hilo de sutura.
—Pásame a recogerme y vamos juntas.
Carmen volvió a su casa caminando con firmeza, aunque lentamente. Era ya muy mayor para los estándares de un mundo caído en la barbarie, que dejó su destino en manos de unos fanáticos antitecnología, que regían toda su vida por las enseñanzas de un libro místico y demencial.
Cuando el ecosistema colapsó, hacía ya más de un siglo, por las necesidades humanas, la sociedad entera acabó precipitándose en un abismo. La muerte se cebó con la humanidad, especialmente en las grandes ciudades donde el hambre y las plagas diezmaron a una población acorralada y reclusa. Solo en ambientes rurales, donde todavía se tenía contacto con la naturaleza y con los medios de producción, sobrevivieron reducidos grupos de población, en los lugares privilegiados en los que el cambio climático fue solo una alteración y no una calamidad, claro está.
En la península Ibérica, el sur fue pasto de la desertificación y el Sahara cruzó limpiamente el Mediterráneo devorando vastas regiones. El norte quedó a salvo por la barrera de las montañas, y aunque se había vuelto más cálido y seco, todavía continuaba habitable.
Después de la Caída, las zonas rurales en las que quedaron supervivientes fueron poco a poco prosperando, aunque retornaron a la era preindustrial, y la barbarie y la ignorancia camparon a sus anchas. En este contexto surgió la Hermandad, una secta religiosa, que clamaba que la Caída era un castigo divino debido a que la humanidad había abrazado la ciencia y abandonado a dios. Crearon su propia interpretación de las antiguas religiones de las cuales también renegaban, redactaron un Libro Santo y se erigieron los salvadores de los supervivientes descarriados.
Crecieron como la espuma, la gente necesitaba aferrase a algo para escapar de la dureza de la vida, y así como en la antigüedad la religión ordenaba las vidas de las personas, la Hermandad volvió a hacer lo mismo. Al principio no fueron agresivos, intentaban convencer y realmente no tenían que esforzarse mucho. Brindaban unidad y sensación de grupo. Para muchos era mejor arrojarse a los brazos de la Hermandad que terminar en las garras de los esclavistas, o terminar muertos y devorados por los renegados caníbales.
Crearon las comunidades, organizaron a los supervivientes, surgieron las granjas y algunos empezaron a vislumbrar una tenue esperanza.
Los problemas aumentaron cuando, una vez conseguida cierta seguridad, la gente empezó a querer obtener libertad de credo y de acción, y sobre todo cuando algunos empezaron a pensar que era buena idea rescatar los conocimientos antiguos y dejar de vivir en la barbarie. Se iniciaron entonces las purgas, la doctrina férrea, y los Predicadores pasaron de ser bondadosos divulgadores del Libro Santo a una fuerza armada para aplastar la disidencia y la herejía.
Algunos huyeron de las Aldeas Santas y volvieron a las ciudades en ruinas organizando tribus que sobrevivían como podían eludiendo a los Predicadores, los esclavistas y los bárbaros.
La familia de Carmen huyó de la ciudad antes de la mismísima Caída, fue un secreto a voces que iba a suceder, aunque muchísimas personas se negaban a verlo, era demasiado dramático para poder aceptarlo, e incontables se instalaron en la negación confiando en que las fuerzas políticas harían su trabajo y evitarían el caos. Conocían un pequeño pueblo de casas de piedra antiguas, pero restauradas en lo más profundo de un parque natural, a la orilla de un río, con bosques alrededor y espacio para plantaciones y ganado. Reunieron varios amigos y conocidos y emigraron allí tomando el pueblo casi de asalto. A los pocos habitantes originales no les gustó nada todo aquello, pero en pocos meses vieron que los extraños habían venido a quedarse y que estaban montando una especie de comuna de supervivencia. Los más listos se unieron enseguida, los demás tardaron más en darse cuenta, pero al final el peso de la realidad venció sus reticencias y se tornaron una comunidad. Se prepararon para lo peor, acumularon herramientas y semillas, iniciaron plantaciones y criaron ganado, aprendieron a volver a vivir con economía de subsistencia y se fortificaron lo mejor que pudieron. Cuando las cosas empezaron a ir mal, ellos ya tenían establecida su comunidad y eran bastante autosuficientes. Sobrevivieron a la Caída y a duras penas contuvieron varias oleadas de saqueadores. También llegaron refugiados, que después de una cuarentena y de pasar un periodo de prueba de dos años, pasaron a ser parte integrante de la comunidad. No les fue fácil, se podría decir que tuvieron una buena dosis de suerte, pues sufrieron malas cosechas, enfermedades en el ganado y olas de bárbaros intentando robarlos y hasta incendiar el poblado en varias ocasiones.
Con el tiempo florecieron asentamientos cercanos, orbitando la estabilidad y abundancia del Poblado. Pasaron años prosperando y la comarca tenía lo más parecido a una sociedad civilizada que cabría tener contando la ausencia de tecnología.
Pero nada de aquello habría sido posible sin que la familia de Carmen no hubiera arribado con una maleta llena de libros y entre ellos un pequeño libro azul repleto de fórmulas técnicas; que, básicamente, era física y matemáticas aplicadas a la vida real, desde resistencia de materiales básica hasta hidrodinámica. Lo suficiente para calcular una casa o una pequeña presa de agua. Y una vez más en la historia de la humanidad, una serie de libros consiguió un renacimiento. Antes de la caída, los libros en papel eran ya anecdóticos; y después, los aparatos electrónicos pasaron a ser objetos inservibles sin electricidad donde recargarlos, y sin acceso al extenso almacén de información que fue Internet en sus principios y la Infoesfera después. El conocimiento se evaporó con la desaparición de la red y de sus medios de acceso, y los supervivientes solo podían contar con sus conocimientos, que después de décadas de desprecio por la educación, demostrarían ser totalmente insuficientes para garantizar su supervivencia en muchos casos, y la civilización en la totalidad de ellos.
Nave hábitat Magallanes. Cinturón de asteroides.
Tres unidades astronómicas de Vieja Tierra.
La veterana nave parecía haber pasado por mejores momentos. Varios de sus paneles solares estaban destrozados, uno de los tres contenedores hidropónicos sufrió una descompresión explosiva y su integridad estructural estaba en entredicho. El reactor nuclear de cesio líquido seguía funcionando a pesar de haber excedido en décadas su vida útil, pero lo peor era que la impresora 3D del hangar de mantenimiento estaba definitivamente estropeada. La parte habitable seguía en perfecto estado, así como su potente red de proceso informático.
Como todos los vehículos espaciales que vagaban lentamente por el sistema solar, estaba confeccionada a base de módulos añadidos según las necesidades y los recursos disponibles. Todas tenían algunos elementos comunes: Un reactor nuclear de bolsillo como planta energética adosada a una maraña de estructuras para disipar el calor residual, paneles solares, motores de magnetoplasma de impulso específico variable conocidos como VASIMR para la propulsión, y pequeños motores químicos para las maniobras. En la zona habitable disponían de módulos hidropónicos, depósitos de reciclado a base de algas genéticamente manipuladas, tanques de cultivos de proteínas y en ninguna podía faltar la impresora 3D, imprescindible para mantener todo el enorme complejo funcionando y asegurar piezas de repuesto. Se esperaba que las naves hábitat fueran lo más autosuficientes posibles, pero ninguna lo era realmente, pues ningún artefacto llegaba a la perfección que requeriría la autosuficiencia.
Para un observador ajeno, la Magallanes parecía un amasijo de piezas unidas casi al azar. La humanidad había saltado al espacio de manera caótica y poco centralizada, algunas corporaciones, al principio, buscando el nuevo boom financiero, y casi en las vísperas de la Caída, otro grupo, que se podría definir próximo a una ONG, fue quien en el tránsito entre dos eras humanas organizó a todas las facciones, cuando los poderes de Vieja Tierra se olvidaron de sus hijos tanto en la superficie como en los confines del espacio. Las antiguas películas dejaron en el imaginario popular una exploración espacial perpetrada por enormes, robustas y elegantes flotas de estilizadas naves, tripuladas o bien por científicos aventureros o por aguerridos marines espaciales. La realidad, siempre tozuda e imprevisible, se cristalizó en unas formas abstractas y caprichosamente dispares según cada unidad. Contenedores corrugados de fibra de carbono, patrones impresos en 3D con polvo de regolito y paneles sinterizados, módulos habitacionales blindados contra la radiación fundidos a partir de asteroides metálicos. Ni siquiera la electrónica de a bordo estaba estandarizada, pues las naves iban evolucionando según sus IA aprendían a base de sufridas experiencias, o a partir de parches del software programados por los propios tripulantes, pues todos los espaciales eran una mezcla de mecánicos, fontaneros, expertos ecólogos e ingenieros informáticos.
La IA de control de la Magallanes tenía en sus memorias incontables reparaciones y parches durante su larga y atribulada vida. Fue fabricada en la órbita alta de Vieja Tierra, justo antes del colapso, con piezas remolcadas lejos del pozo de gravedad. Llevaba demasiadas décadas en servicio y una pareja de hermanas era la segunda generación de tripulantes.
—Eso es… Ven con mami… ven aquí… no te resistas —canturreó Cecilia por debajo del casco de inmersión, flotando en caída libre amarrada ligeramente a su hamaca de trabajo. Se encontraba en el módulo de control, un habitáculo construido con capas de titanio y fibra de carbono emulando un panal de abejas. Lo recubría un casco hueco lleno de hielo que hacía las funciones de escudo contra la radiación y depósito auxiliar de agua, y el casco externo de nanocerámica y polímeros sintéticos que le confería una relativa protección contra los micro meteoritos.
—¿Seguro que no quieres que lo haga yo? —preguntó Hipatia, la IA que comandaba parcialmente la Magallanes. Se podría decir que el conjunto de toda la maquinaria y el software de la IA eran una entidad, un organismo cibernético minuciosamente diseñado para mantener con vida a la tripulación.
—Quieta. No me interrumpas… —ordenó Cecilia de forma brusca por el canal de mando. Estaba absolutamente concentrada y, además, sentía auténtico placer en realizar determinadas tareas personalmente.
—ACK —contestó la IA por el canal de señalización—, de acuerdo, le llegó a Cecilia por el canal de mando.
—¡Lo tengo, lo tengo! —gritó ella llena de júbilo, cuando el brazo robótico de la sonda, que telecomandaba en realidad virtual, consiguió clavar un arpón en un pequeño asteroide de hielo—. ¡Teresa! ¿Dónde estás, joder? He atrapado a ese miserable huidizo. Ya es nuestro.
—¿En serio? —dijo Teresa asomándose por la escotilla. Aparentaba estar desnuda, pero en realidad llevaba una ajustada malla de polímero sintético que la recubría como una segunda piel. Se deslizó por la escotilla y flotó hacia su hermana.
—¡Sí! Ya tenemos agua para por lo menos un año. Y podremos poner en marcha el motor y acercarnos a la estación Orbital de Marte a ver si alguien nos ayuda a reparar la jodida impresora 3D.
—Voy a llenar una burbuja y podemos bañarnos —dijo Teresa entre risas. Se acercó aún más a su hermana apretándole la mano. Se cohibió de abrazarla para no interferir en el enlace neural con la sonda
—Hipatia, asume el control —ordenó Cecilia—, remolca esa bola de hielo sucio hasta nosotras y preparémonos para procesarla. Anota todo en el cuaderno de bitácora y envía un mensaje a la red Orbital avisando de que hemos recogido ese objeto celeste y ya no está disponible.
—Derivando potencia… Escalando núcleos de cálculo… Realizando simulaciones… Aguarde… Aguarde… Tiempo estimado del proceso 36,78 horas —recitó la IA por el canal abierto. Les llegó a las hermanas directamente a su nervio auditivo por la interfaz neural parcial de comando de la nave—. Anotaciones, realizadas. Dando de baja el objeto en las cartas estelares.
—Estupendo… —indicó Cecilia en un tono que irradiaba franca felicidad, cortando la conexión neural completa y dejando solo la conexión de interfaz con la nave que tenían establecida permanentemente y que era ya casi una asociación simbiótica con la nave.
Cecilia se desprendió del casco de inmersión soltándose de la hamaca, flotó con la gracia que solo tenían los nacidos en caída libre y se encontró con su hermana, que la esperaba con una sonrisa enorme enmarcada en un rostro de aspecto joven y rasgos asiáticos. Sus implantes no dejaban entrever unos ojos que parecían haber visto décadas de penurias.
—Buen trabajo, hermanita —dijo Teresa. Sus dientes inmaculadamente blancos contrastaban con un color de piel azul oscuro. Tenía unas lentes espejadas implantadas quirúrgicamente, que recubrían sus ojos y que extendían sus sentidos a las necesidades del espacio y de comunicación con la nave. Se impulsó suavemente interceptando a su hermana abrazándola con brazos y piernas, una cola prensil en su malla se enroscó en uno de los múltiples asideros de la sala de control impidiendo que fueran disparadas hasta la mampara.
—Gracias, cariño… —comentó Cecilia aferrándose a su hermana. Salvo por la edad cronológica eran gemelas idénticas, en realidad clones de material genético puro, sin mutaciones dañinas provocadas por la radiación dura del espacio y convenientemente editado para obtener las mejoras genéticas necesarias para sobrevivir en aquel entorno hostil.
—¿Crees que en la vieja colonia orbital de Marte podremos arreglar esa antigualla de impresora 3D? —preguntó Teresa cuando se soltaron.
—Según Hipatia, sí. Parece que la orbital sigue estable a pesar de todo. No ha tenido tanta suerte la colonia de la superficie, ha ido menguando con los años y la descomposición ha hecho el resto. Solo quedamos los orbitales… Las viejas naves hábitat siguen funcionando a duras penas y la población es estable.
—¿Qué hay del viejo submarino? —preguntó Teresa, pues al hablar de viejas naves no pudo impedir la asociación de ideas.
—El muy cabrón sigue en órbita de Ceres, sigue operativo por los mensajes de estado que envía la IA original. Algún día habría que ir y rescatarlo.
—Estaría bien… Fue donde empezó todo…
—Oye… ¿A qué distancia estamos? —aventuró Cecilia dejándose llevar por un pensamiento alocado.
—Pues ni idea… ¿A qué viene eso ahora?
—A ver. Solo por curiosidad… ¿Hipatia?
—¿Sí?
—Calcula un curso hasta Ceres —indicó Cecilia. Se impulsó levemente hasta el dispensador de agua, cogió el tubo que sobresalía levemente y tiró de él. Sorbió de la espita y al soltarlo se enrolló otra vez en el dispensador. El líquido era una solución isotónica aderezada de azúcares y nutrientes.
—¿De alto o de bajo coste? —preguntó la IA. En el panel principal empezó a desgranar detalles de precálculo y simulaciones diversas. Teresa rechazó las imágenes que aparecerían en sus implantes oculares y optó por verlo en el panel.
—Pues… —titubeó Teresa—. ¿Y yo qué sé?
—Qué demonios… Tenemos agua de sobra… Calcula una rápida… —ordenó Cecilia—. Pero sin pasarse, nada de excesos que no vamos en misión de rescate ni nada parecido.
—En pantalla —indicó la IA. La consola principal se inundó con la gráfica de la ruta, datos de costes energéticos, simulaciones temporales y desviaciones probabilísticas.
—¿Qué dices, hermanita? Nos acercamos a ver qué hay de la leyenda viva…
—No sé yo… Mira… Vale, podemos llegar sin problemas, pero sin la impresora 3D lo más seguro es que no podremos poner en marcha lo que seguramente es un viejo pecio, y remolcarlo hasta Marte va ser costoso y lento —sopesó Teresa. Se acercó a la pantalla y con la interfaz parcial fue saltando sobre los datos ampliándolos.
—Hipatia, ¿no hay registro de presencia de nadie más en Ceres?
—Según los registros se empezó a construir una colonia orbital, pero hace unos diez años que dejó de responder a las comunicaciones y la baliza no emite el ping de control desde hace tres años. Por lo visto ni se concluyó ni nadie llegó nunca a ocuparla —indicó la IA. Exhibió el historial de datos e informes de otras naves.
—Parece un buen botín. El viejo Potemkin y una orbital. Es una buena cantidad de recursos que se podrían reciclar —comentó Cecilia con una sonrisa pícara. Estaba excitada y su lenguaje corporal trasmitía que le apetecía muchísimo la aventura
—Estás como un cencerro… —comentó Teresa. Se soltó del asidero donde estaba y alargó su cola hacia su hermana atrapándola por el tobillo y atrayéndola con suavidad más cerca. Se equilibraron con las manos entrelazadas.
—Lo sé. Y por eso me quieres —bromeó Cecilia, haciendo el inconfundible gesto con los labios de enviarle un beso.
—Si no te quisiera ya te habría arrojado en el biodigestor. Y no estés muy segura de que no lo acabe haciendo un día de estos.
—Eres una vieja gruñona…
—Oye, un respeto, que soy la mayor —comentó Teresa frunciendo exageradamente el ceño—. Vale, tú ganas… iremos a Ceres… No me mires así.
Las dos hermanas se abrazaron riéndose a carcajadas. Poseían un vínculo difícil de entender para los demás. Gemelas idénticas, eran clones, habían sido criadas juntas y tenían una relación casi simbiótica ampliada por la interfaz neural y la interrelación con la IA de la nave.
Nacieron como todos los Orbitales: inseminación artificial de cigotos genéticamente editados con optimizaciones para mejorar la calidad de vida en el espacio. La madre pasaba seis meses sedada y con alimentación intravenosa, viviendo en realidad virtual en un entorno de alta gravedad generada en un minúsculo módulo, que rotaba a alta velocidad alrededor de un hábitat para emular gravedad a base de fuerza centrífuga. Los fetos no podían formarse satisfactoriamente en caída libre y era necesario mantenerlos en un ambiente que simulaba un pozo de gravedad para que creciesen sanos. A los seis meses, las gemelas nacieron por cesárea pasando a una incubadora artificial donde seguirían sedadas casi un año, cuando tendrían la constitución equivalente de un bebé de nueve meses. A esa edad, los infantes empezaban a recibir terapias génicas para acelerar exponencialmente su crecimiento, seguían en una incubadora y sujetas a gravedad, les implantaban una interfaz neural y empezaban su interacción y periodo de instrucción en realidad virtual, aunque no eran conscientes de eso.
Cuando tenían una edad cronológica de tres años y un cuerpo físico equivalente a diez años estándares, se les desconectaba de la realidad virtual, salían del entorno de gravedad simulada y empezaban a llevar una vida normal con su familia en la nave hábitat que les correspondiera. No volvían a tener contacto con la RV hasta casi pasada la adolescencia. Para los Orbitales la RV era una herramienta y ponían mucho empeño en que nadie sucumbiese a los cantos de sirena de la vida virtual.
—Hipatia —ordenó Cecilia—, calcula la trayectoria y prepara la nave para el viaje. Avísanos cuando esté todo listo.
—De acuerdo —contestó la IA.
—Bien, creo que tenemos algunas horas hasta que esté todo listo y pasemos a las vainas de éxtasis —comentó Cecilia.
—¿Quieres probar mi nueva sinfonía sensorial? —preguntó Teresa.
—Pues claro…
—Bien, tú recuéstate en la hamaca… Así… deja que te fije por si te mueves que no salgas volando. ¿Estás cómoda, hermanita?
—Sí… gracias
—Bien… Ahora conéctate a RV, relájate y déjalo en mis manos.
—Oye… no será nada… Esto… Extremo como la última vez, ¿no? —preguntó Cecilia con cara de pánico al recordar la última obra conceptual de su hermana.
—No seas exagerada, lo último no era extremo… era digamos exótico —retrucó Teresa con un ademán.
—¿Exótico…? Coño. Que pensé que me iba a dar un infarto o algo…
—Tranquila, esta nueva es de las que te gustan, ya verás… Tú solo relájate.
Teresa también entró en el espacio RV, activó el entorno de trabajo en lugar del lúdico donde se encontraba ya su hermana. Abrió su biblioteca de sinfonías, eligió la última que había compuesto y ajustó los parámetros a las características psicomotrices de su hermana. Lanzó un diagnóstico para asegurarse de que todo estaba correcto y luego volvió a lanzarlo por segunda vez por seguridad. Inició la simulación asumiendo el rol del director de sinfonías fundiéndose con la IA, que inyectaría las sensaciones en la interfaz neural de su hermana y de allí hasta su Neocórtex.
Cecilia sintió la conexión neural, primero la comunión entre su interfaz y la IA de control. Como siempre, era una sensación que generaba una rapidísima confusión seguida de una especie de destello e impresión de mareo que derivaba inmediatamente en algo parecido al bienestar.
Se relajó dejándose llevar, esperando el caudal de sensaciones que la inundaría. Primero le llegó el calor, una sensación agradable como si estuviera tomando el sol desnuda ya bajo en el horizonte. Una impresión cálida y relajante que dejó que la invadiera. Cuando las rutinas de retroalimentación devolvieron a la interfaz de Teresa que su hermana ya estaba relajada, esta empezó con la música.
Una melodía suave, llena de matices. La canción le susurraba paz, esperanza, noches cálidas e indolentes de verano. Al compás de la música vinieron los olores, suaves al principio. Esencias florales entremezcladas con toques cítricos.
La obra cambió a un ritmo que recordaba vagamente al batir de las olas. Las fosas nasales de Cecilia se impregnaron con el aroma de una playa, el mar, la vegetación, un regusto de algas. En sus labios sintió el toque de la sal y en su cuerpo un calor más apremiante como si el Sol se hubiera vuelto más alto y más tórrido. En sus pies tuvo la sensación del tacto de la arena mojada masajeándolos.
La sensación del masaje fue subiendo por sus piernas a medida que la música se volvía más profunda. Ahora le susurraba notas potentes, el retumbar suave de un tambor al mismo ritmo que el latido de su corazón. Hablaba de coraje, juventud y pasión.
La melodía cobró más fuerza y Cecilia sintió el ímpetu de los instrumentos. Le llegó la emoción pasional de los músicos interpretándola, inundándola de una enorme felicidad. La sensación de la culminación de una obra, la de ver los frutos de un largo y arduo entrenamiento hasta dominar un instrumento. Vivió la música como si fuera de su autoría, como si la hubiera interpretado ella y en su interior le quedó la enorme duda de si llorar de emoción o reír de felicidad.
Siguió subiendo de tono. Según los instrumentos se alzaban hacia el clímax de la obra, los aromas cambiaron. Un destello de madera barnizada, una pizca de sudor debido al esfuerzo y el aroma inconfundible de muchas personas juntas. Perfumes entremezclados, suavizante de ropa, jabones diversos. Aroma de multitud trabajando en armonía, esforzándose por un objetivo común. Obviamente Cecilia no era capaz de reconocer ciertos aromas y sensaciones debido a su forma de vida, pero la interfaz inyectaba el contexto directamente con las sensaciones.
La obra llegó al clímax final. Las notas hablaban de la culminación de una vida, de objetivos cumplidos, de esperanzas realizadas. Junto al apogeo de la música, percibió una avalancha de sensaciones físicas. Excitación, euforia, el goce de una caricia, la placentera sensación de descansar después de un arduo día de trabajo. El inmenso bienestar de palabras cálidas de alguien a quien amas se sincronizó con las últimas notas de la sinfonía.
Norte de la península ibérica.
Periferia de la antigua ciudad de Santander.
Ismael despertó medio entumecido, cada mañana le dolían más los huesos al despertarse. Recordaba con cierto pesar cuando era más joven y eso no ocurría, no importa cuán duro estuviese el suelo o el frío que hiciera. Era viejo, tan viejo que ya ni recordaba la edad que tenía. Todos sus amigos en la superficie estaban muertos y de los demás hacía muchísimo tiempo que no sabía nada. Los jóvenes siempre lo miraban intrigados, no sabían bien qué pensar. No podía seguirlos en velocidad, pero él veía los peligros que ellos no eran capaces de percibir, conocía dónde encontrar agua y alimentos y, sobre todo, era un experto en eludir a los Predicadores.
Los jóvenes se levantaron inmediatamente, movidos por músculos que todavía no se habían roto e impulsados por cócteles de hormonas que él ya no tenía en su sangre. En una esquina, Nuria sollozaba para sí misma, todavía triste por la muerte de su bebé. Los demás la ignoraban, pues sabían de sobra que la mayoría de los niños se quedaban en el camino; pensaban que ya tenían bastantes problemas en asegurar su propia supervivencia como para preocuparse por otros. Muchos ansiaban en secreto poder unirse a la Hermandad, dejar de huir, y cambiar libertad por cierta seguridad.
Ismael remoloneó un rato mientras terminaba de despejarse, desentumeció los músculos y recogió sus pocas pertenencias en su inseparable mochila. Nunca tenía la certeza de dónde podría dormir la noche siguiente y jamás se separaba de ella, llevaba mucho tiempo andando escaso de equipaje. La enorme ciudad, ahora en ruinas, estaba plagada de sitios donde refugiarse, pero la mayoría no eran seguros. Muchos habían dormido en sitios inconvenientes y acabaron devorados por las ratas gigantes, que habían evolucionado rápidamente para ocupar el nicho ecológico dejado por los depredadores extintos, o perecido bajo techos que se desmoronaban sin previo aviso.
—Toma, Nuria, bebe esto. —Ismael le acercó a la muchacha una abollada botella de aluminio con un descolorido anagrama azul. Llevaba tiempo acompañando al grupo de Nuria y ya se conocían lo suficiente como para que ella no recelase demasiado de él.
—¿Qué es? —preguntó ella secándose las lágrimas y mirándole con unos enormes ojos. No era más que una jovencita, aunque en este mundo ya fuera más que adulta y hubiera vivido, visto y sufrido demasiado. A pesar del entorno en que vivía, era inteligente para los parámetros actuales y poseía un buen instinto de supervivencia.
—Algo que te hará sentir mejor —comentó él con una sonrisa con dientes perfectos, algo que lo delató como atípico, pues era bastante raro encontrar a gente con aspecto mayor y más viviendo en las tribus urbanas.
Disuelto en el agua había una mezcla de estimulantes, vitaminas, antisépticos, antivirales de amplio espectro y varios virus transgénicos recodificadores de ADN. Reliquias de un pasado mejor y responsables en parte de que Ismael siguiera aún tozudamente vivo en este mundo caótico y despiadado.
Nuria observó la cantimplora con recelo, pero la comida y la bebida era algo que nadie rechazaba en las ruinas. La cogió y bebió despacio. Su expresión cambió abruptamente cuando los neurotransmisores entraron en contacto con sus neuronas y desentumecieron su mente; el color volvió a su rostro cuando los estimulantes reactivaron sus músculos y viejas heridas dejaron de doler por los analgésicos. Los antivirales iniciaron su trabajo y empezaron a limpiar su organismo. Virus se adhirieron a sus células y forzaron alteraciones sutiles en su ADN induciendo pequeños cambios en su organismo.
—Es magia —susurró ella sonriendo sin entender por qué se sentía de forma inexplicable bien, así de repente. Sus recuerdos volaron a su infancia cuando vivió efímeros momentos de algo parecido a la felicidad.
—No, es solo ciencia —contestó él con tristeza. Aunque en su interior sabía perfectamente que esa ciencia perdida, ahora era similar a la magia e igual de irreal en la práctica. Era consciente de que cuando sus existencias se acabaran no habría manera de reponerlas, pues ese conocimiento se perdió en las tinieblas de un nuevo mundo cada vez más dominado por la Hermandad y sus Predicadores.
—¿De dónde has sacado esa agua? —preguntó la muchacha levantándose de un salto y mirándole a los ojos. Él encontró una fuerza nueva en su mirada y sonrió satisfecho. No todas las personas respondían bien a los virus codificadores y acababa de usar la última dosis que le quedaba. Se alegró de haberla elegido, ahora tendrían un largo camino que recorrer juntos.
—Es una larga historia, te la contaré luego, ahora salgamos de aquí. Acompáñame.
Los demás se fueron marchando, las alianzas eran efímeras y pocos eran lo bastante astutos para empezar a cooperar de verdad. Cerca se escuchaban gritos y maldiciones, alguien se peleaba por algún despojo de comida. La muchacha lo miró con suspicacia. Era joven, pero principalmente una superviviente y no continuaba viva siendo lo bastante ilusa como para confiar en cualquiera. Algo en su interior le gritaba que saliera corriendo y se alejara presto de aquel viejo extraño, pero no había conocido nunca a nadie como él y estaba fascinada por el contenido de su cantimplora. Un instinto primario le decía que podía confiar en él y era una sensación muy extraña para ella. Inmersa en un mar de dudas y un poco confundida lo siguió hasta la puerta. La dispar pareja salió a la calle; en la esquina, un muchacho alto y desgarbado estaba sentado con actitud displicente en el bordillo. Al verlos se levantó con un movimiento ágil y fluido y caminó rápidamente hacia ellos. Ella se sobresaltó al verlo, pero al percibir su expresión se relajó.
—¡Maestro! —gritó el joven con una expresión de absoluta felicidad en su rostro.
—¿Quién? —murmuró Ismael volviéndose al oír el grito. Su expresión cambió de la desconfianza al asombro y luego a la perplejidad.
—Hola, maestro, me alegra muchísimo verte todavía entre los vivos —dijo el joven arrastrando las eses. Al hablar mostró una sonrisa que sería perfecta si no fuera por un par de dientes rotos. Reía con una expresión de enorme y sincera felicidad.
—¡Lobo, hijo! También me alegra… —comentó Ismael cuando se recuperó de la sorpresa. Antes de que tuviera tiempo de terminar la frase, Lobo corrió hacia Ismael abrazándolo con fuerza casi levantándolo del suelo.
—Tenía miedo de que hubieras muerto en aquella emboscada —explicó Lobo secándose las lágrimas que le dejaban surcos en la suciedad del rostro—. Llevo casi año y medio buscándote, siguiendo las habladurías sobre el Viejo inmortal. Sabía que estabas vivo, lo sabía en mi interior, pero…
—Faltó muy poco, todavía conservo algunas secuelas y varias cicatrices. Estuve malherido y tardé bastante en recuperarme, contando con mis mejoras. Cuando tuve fuerzas para buscarte nadie sabía de ti. También te busqué. Te busqué como un loco… Pero al final te di por muerto. Ya me había pasado antes… He perdido a tanta gente que amaba, pensé que eras uno más de mi familia arrebatado por esta mierda de mundo y…
—Te he echado mucho de menos, viejo cabezota… —murmuró Lobo. Seguía intercalando episodios de risa frenética con sollozos y lágrimas.
—Hijo… No tienes ni idea de lo feliz que estoy de verte. Ojalá pudiera expresar mejor mis emociones… A veces creo que me he vuelto insensible con tanto dolor… Pero ven aquí, dame otro abrazo… —comentó Ismael también con los ojos húmedos.
Nuria se quedó boquiabierta observando el encuentro más extraño que hubiera presenciado. No recordaba ver demostraciones de afecto así desde su niñez, pues en los Páramos, y en especial en las ruinas, lo que imperaba eran demostraciones muy alejadas. Por un momento casi echó a andar alejándose de ellos, dudó arrepintiéndose, y muy a su pesar, se quedó con ellos esperando pacientemente que dos adultos riesen y llorasen como dos niños.
—Lobo, ella es Nuria… —comentó Ismael cuando se dio cuenta de que ella los observaba con gesto interrogante.
—Hola… —dijo tímidamente Nuria cuando pareció asimilar el extravagante encuentro.
—¿Tienes una nueva pupila, maestro? —preguntó Lobo, examinándola detenidamente e intentando decidir si tenía los requisitos. Se acercó a ella y aspiró profundamente, olfateándola.
—Ha sido madre y ha perdido al niño —contestó Ismael rápidamente.
—Entiendo… —comentó Lobo mirando a la muchacha casi con reverencia.
—¿Os importa hablar de manera que entienda lo que decís? —terminó explotando Nuria.
—Te lo contaré todo cuando estemos en un lugar seguro, vámonos. ¿Vienes con nosotros, Lobo?
—Claro. No te he estado buscando como un loco para ahora dejarte ir, viejo cabezota…
—Oye… ¿A mí no me preguntas si quiero ir o qué? —reclamó ella frunciendo el ceño y cruzándose de brazos.
—Oh… Disculpa —murmuró Ismael un poco avergonzado—. ¿Vienes con nosotros? Por favor…
—Sí, ven con nosotros —intervino Lobo sonriendo—. Ismael parece un viejo raro, pero lo mejor que me ha pasado en la vida fue que él me encontrara.
—Vale… Pero nada de cosas raras, ¿eh?
Bajaron la calle semiderruida, en la mente de Ismael se mezclaban las imágenes de los escombros actuales con el esplendor de la ciudad antes de la Caída. Habían pasado tantos años que no estaba totalmente seguro de sus propios recuerdos. Aunque algunos los sentía tan vívidos que todavía podía oler la contaminación y escuchar el zumbido de los coches eléctricos. Recordaba a los muertos, a los caídos por el hambre, por el azote de las pandemias y posteriormente, cuando empezaba la reconstrucción, llegó la Hermandad y todo se acabó definitivamente.
—Hay un Predicador por aquí, no está muy cerca. Pero anda por aquí —comentó Lobo con tranquilidad.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Nuria mirando afligida en todas las direcciones.
—Lobo puede prácticamente olerlos —dijo Ismael, aparentaba tranquilidad, aunque también empezó a mirar en todas las direcciones —. No te preocupes, lo evitaremos.
—Además, un solo Predicador no es adversario para nosotros —comentó Lobo con una sonrisa feroz. Ismael lo observó de soslayo no estando seguro de si el joven prefería evadir el encuentro o lo ansiaba.
—Estáis locos —resopló Nuria con una mueca, normalmente estaría al borde del pánico, pero la receta de Ismael la había cambiado más de lo que ella era capaz de darse cuenta.
—Lobo, ¿estamos cerca de tu guarida? —murmuró Ismael, acercándose al muchacho.
—¿Cómo sabes que tengo una? —retrucó Lobo con una media sonrisa abrazando a su viejo amigo por la cintura.
—Has sido mi mejor alumno, ¿no? —comentó Ismael. Aunque aparentaba tranquilidad, andaba pegado a las vetustas paredes parándose en cada esquina antes de continuar con cautela. Alternaba miradas fugaces hacia arriba para estar seguro de que ninguna cornisa derruida se les cayera encima, y a su alrededor buscando indicios de Predicadores, saqueadores o esclavistas.
—A unas horas de marcha, está en las afueras, lejos de aquí, aunque llegaremos antes del ocaso —terminó contestando Lobo. Se paró un momento agachándose. Abrió su mochila sacando una serie de piezas y empezó a montar una elaborada ballesta.
—¿De dónde has sacado ese trasto? —preguntó Ismael agachándose a su lado y examinando con cuidado una de las piezas forjada con esmero.
—De un poblado que hay más allá del Páramo. La suelo llevar escondida para no llamar la atención, pues ya sabes que la Hermandad penaliza severamente tenerlas. Llevo buscándote todo ese tiempo para que nos vayamos allí. Pero ahora no hay tiempo para charla, vamos a mi escondrijo. Es por allí. Vamos… —dijo levantándose e indicando la dirección con la mano, se colgó la ballesta al hombro con una cinta de cuero y empezó a andar en la dirección mostrada.
—De acuerdo. Guíanos —dijo Ismael siguiéndole algunos pasos por detrás, hizo señas a Nuria para que los siguiera y se aseguró de que lo hacía.
La muchacha los seguía de cerca, siempre volviéndose para asegurarse de que no tenían nadie a la retaguardia. Andaba con cuidado evitando los escombros, pues sabía que un rasguño o un pinchazo con un fragmento metálico oxidado podían ser mortales. Bajaron una avenida, y en un momento dado, Ismael se quedó parado enfrente de un antiguo local, el escaparate llevaba décadas roto y la maleza crecía en el antiguo piso. Adentro solo quedaba polvo y fragmentos del techo, los muebles habían servido para alimentar hogueras y cualquier cosa útil usada por los grupos que pululaban por las ruinas. A veces algún valiente, o temerario, se aventuraba a subir a los pisos superiores y encontraban restos útiles. Pero a pie de calle hacía mucho que todo era desolación. En algunos antiguos solares y olvidados parques crecían improvisados huertos, y aunque cualquier fragmento de madera era bueno para las hogueras, existía una especie de pacto entre las tribus de preservar de las hachas a los árboles frutales y si alguien osaba ignorar una de las pocas reglas de los Páramos solía acabar colgado de otro árbol próximo.
—¿Estás bien? —preguntó Nuria preocupada al ver que el anciano se había quedado casi paralizado.
—¿Eh… qué? —preguntó Ismael saliendo de su ensoñación—. Sí, sí… Es que este local era de un buen amigo. Era un anticuario especializado en aparatos antiguos. Tenía de todo, conocía a mucha gente y poseía una red de contactos capaces de reparar y restaurar desde coches antiguos a ordenadores del siglo xx. Éramos muy amigos… y bueno… Llevo todavía en la mochila una cosa que me regaló.
—¿Crees que está cuerdo…? A mí me parece que se le va la olla —susurró Nuria a Lobo, mirando de soslayo a Ismael.
—Es la persona más lúcida que conocerás jamás… —sentenció Lobo—. Lo que ocurre es que a veces habla de cosas que nosotros no podemos entender.
—¡Anda ya! —exclamó Nuria—. ¿De verdad quieres que me trague que está vivo desde antes de la Caída como dicen algunos?
—Nuria… —comentó Lobo—. ¿Cuántos años tienes?
—Pues… No, no lo sé… —murmuró ella.
—¿Y cuánto tiempo hace desde la Caída?
—¿Qué sé yo? Joder, nadie lo sabe… Puede que los Predicadores…
—Ismael sabe cuándo y cómo fue y te lo contará todo cuando estés preparada para entenderlo, pero tendrás que confiar en él.
—Sigamos… basta de cháchara… —comentó Ismael extrañado, al verlos parados allí cuchicheando.
Lobo los miró con expresión divertida, su mirada cambió y por un fugaz instante pareció mucho más viejo, como si su mente estuviera llena de recuerdos que prefería olvidar. Sin mediar palabra empezó a caminar rápidamente entre los cascotes, guiándolos por un laberinto de calles derruidas hasta que llegaron a una vieja subestación eléctrica. Sacó una gran llave del bolsillo manipulando un panel que, por algún azar del destino, no sucumbió a la corrosión en todas estas décadas abriendo una trampilla. Tanteó en el suelo, en la semioscuridad, hasta que encontró algo y terminó encendiendo una lámpara de aceite, que iluminó una sala llena de tubos e instrumentos oxidados. Abrió otra trampilla en el suelo del cubículo mostrando un túnel de servicio.
—Es por aquí… —dijo haciéndoles señas—. Hay que bajar por las escaleras, tened cuidado. Id bajando que yo cierro todo y os sigo.
Cerró la entrada a la subestación y la trampilla, y fue guiándolos por un estrecho túnel lleno de canalizaciones de diversos tamaños. Ismael observó los viejos cables de fibra óptica que un día crearon la telaraña, que envolvía el mundo estableciendo una sociedad totalmente interconectada, aunque profundamente individualista. Recordaba como el conocimiento estuvo en la red casi al alcance de cualquiera, pero eclipsado por montañas de información falsa, bulos políticos y consignas de marketing escrupulosamente diseñadas para ocultar la verdad a la ciudadanía.
El trío terminó emergiendo, por un túnel que se veía de construcción más reciente, al jardín de una enorme mansión circundada por un alto muro, que había resistido los embistes del tiempo. En algunas zonas se notaban arreglos más recientes, lo que demostraba que el lugar estuvo habitado mucho después de la Caída. El otrora magnifico jardín era ahora un huerto más o menos atendido.
—Vaya… —murmuró Nuria mirando al huerto con admiración.
—Bienvenidos a mi humilde refugio —dijo Lobo sonriendo, mientras abría los brazos en un gesto que intentaba abarcar la inmensa parcela.
—Impresionante… ¿Cómo has conseguido mantener esto a salvo de los saqueadores? —preguntó Ismael.
—Con mucha suerte… supongo… —contestó Lobo—. Opino que la pintada que hay en el muro exterior con el símbolo de cuarentena de la Hermandad mantiene a algunos alejados. Venid. Entremos, hace calor. ¿Tenéis hambre?
—¿Existe alguien que no tenga hambre siempre? —preguntó Nuria.
Lobo los guio hasta la parte de atrás de la casa, rebuscó debajo de unas piedras sacando una llave y abrió una puerta.
—Cerraduras que funcionan… No me jodas… No te recordaba un manitas de la mecánica —bromeó Ismael.
—Me enseñó unos trucos alguien que conocí. Entrad, por favor… Esta es la parte segura de la casa. Las demás están hechas una pena y hay sitios que es mejor no entrar o se te puede caer el techo encima. Esta parte ha estado habitada y parcialmente reconstruida hasta que la Hermandad apareció y acabó con la colonia que vivía aquí.
Lobo fue hasta una estantería de madera, cogió un tarro de cristal, le quitó un grueso tapón de corcho y se lo tendió a Nuria junto a una cuchara.
—Toma, come esto. Más tarde cocinaremos algo.
—¿Qué es esto? —dijo la muchacha mirando el tarro con recelo, pero totalmente atraída por el intenso aroma que desprendía el contenido.
—Compota de manzana. Te va a gustar, te lo aseguro.
La joven hundió la cuchara en el tarro llevándosela a la boca, sus pupilas se dilataron y una expresión, que mezclaba la sorpresa y el placer, inundó su rostro.
—Bueno… ¿Eh? Tienes muchas preguntas, ¿verdad? —preguntó Ismael a Nuria al ver su expresión.
—Antes no tenía ninguna, desde que me diste esa agua no paro de tenerlas —contestó ella sin parar de comer—. Pero si te digo la verdad, lo que tengo es un sueño de muerte…
—Intenta descansar, déjame hablar con Lobo un rato y luego te prometo que te explicaré lo que pueda.
—Pero… —empezó a reclamar Nuria.
—Confía en mí, Nuria —comentó Ismael posándole la mano en su hombro con suavidad. La joven pareció relajarse y terminó asintiendo—. Termina de comer y después intenta dormir un rato, te sentirás mucho mejor cuando despiertes.
El Predicador deambulaba por las sucias y decrépitas calles en busca de almas a las que salvar. Venía rastreando al Viejo durante días siguiendo las habladurías de las bandas, que seguían intentando sobrevivir en la ciudad, las indicaciones de los mercaderes y de los soplones. Si era verdad lo que decían, el Viejo era un peligroso hereje que todavía se aferraba a las despiadadas costumbres arcanas y renegaba del Libro Santo.
Nuria temblaba en sueños mientras un torrente de virus fluía por su cerebro. Oleadas de imágenes se iban entremezclando formando un puzle hermoso y terrible al mismo tiempo. Había nacido mucho después de la Caída y solo conocía las ruinas, la miseria, el dolor y la amenaza constante de la tenaza de la Hermandad. Su mente estaba parcialmente dañada por la malnutrición infantil y no había tenido acceso a ningún tipo de educación mínima.A pesar de todo, era resistente, una luchadora superviviente, o habría perecido hacía mucho tiempo. Una vez que el cóctel de Ismael hiciera su trabajo, estaría lista para ser instruida. Lobo la observaba en silencio, mientras ella se debatía en sueños recordando cuando él mismo pasó por la misma experiencia.
—Ella será la última. Ya no tengo más compuesto reparador. Se me ha acabado y no hay ninguna instalación donde pueda fabricar más —comentó Ismael con amargura. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pues sabía que estaba viviendo el final de una era que él consiguió alargar durante décadas.
Nuria seguía murmurando, sollozando y, en ocasiones, riendo mientras dormía, a medida que los virus alteraban sutilmente sus neuronas forzando miles de nuevas conexiones sinápticas, aumentando significativamente el coeficiente intelectual de la muchacha.
—Las has recableado… Se decía así, ¿verdad? —preguntó Lobo
—Sabes que si no lo hubiera hecho no tendría capacidad para aprender lo necesario —dijo Ismael con amargura. Se acercó a la muchacha volviendo a taparla con una raída manta de lana de oveja.
—¿Como hiciste conmigo? —comentó Lobo rascándose la corta barba.
—Sí… —contestó él un poco cohibido, pues a pesar de todas las dudas morales que tenía sabía que no gozaba de alternativas si quería divulgar una pizca de conocimiento.
—¿Le has consultado antes?
—¿Cómo hacerlo? No puedo llegar y decirle: «Te voy a dar algo que hará que dejes de ser estúpida».
—Puede que fuera más feliz siendo ignorante… —dijo Lobo con una expresión inescrutable.
—Era profundamente infeliz, había perdido a su hijo.
—Tienes razón, no me hagas caso. En ocasiones me desespero, nada más. Antes de que me instruyeras, yo era estúpido, pero no me hacía preguntas, ahora no paro de cuestionar este jodido mundo y veo con pesar que haga lo que haga nada va a cambiar.
—Vamos… —comentó Ismael sentándose en la mesa—. ¿Qué tienes de beber en este antro?
—Tengo una botella de vino guardada para una ocasión especial. Espera un momento… —Lobo fue hasta la estantería, rebuscó en una caja y sacó una botella de debajo de unos trapos.
—No creo que nos podamos beber eso… —empezó a decir Ismael hasta que observó de cerca la botella—. Espera un momento… Esta botella es…
—¿Te has dado cuenta eh, viejo bribón? —preguntó Lobo riéndose, mientras Ismael tomaba la botella en sus manos y contemplaba absorto las imperfecciones del cristal.
—¿Quién ha hecho esto, quién ha aprendido a hacer vidrio otra vez? —dijo Ismael con voz temblorosa y los ojos húmedos por la emoción.