Llámame Princesa - Sara Blædel - E-Book

Llámame Princesa E-Book

Sara Blædel

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Beschreibung

«Llámame Princesa es apasionante y actual, además de bien escrita y entretenida hasta el punto final.» Politiken Una inocente cita a través de una página web de contactos puede tener terribles consecuencias. El departamento de Homicidios de la jefatura de Policía de Copenhague recibe una denuncia por ataque sexual de una joven que ha sido brutalmente violada por un hombre que ha conocido a través de internet. Tras revisar varios casos de violación sin resolver, la detective Louise Rick descubre que en todos ellos se repite un mismo patrón, y cuando poco después encuentran a una joven asfixiada en un nuevo caso de agresión sexual, el departamento decide destinar todos sus recursos a encontrar a un criminal en serie que opera al amparo del anonimato que ofrece internet. Louise Rick pronto se da cuenta de que tendrán que aplicar métodos poco tradicionales y crea su propio perfil en una página de contactos...

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Seitenzahl: 436

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Créditos

Edición en formato digital: julio de 2014

Título original: Kald mig Prinsesse

Diseño de: © Teresa Janecková, 2013

© Sara Blædel, 2005

First published by Lindhardt & Ringhof, Denmark.

Published by arrangement with Nordin Agency AB, Sweden

© De la traducción, Sofía Pascual Pape, 2014

© Ediciones Siruela, S. A., 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15803-07-2

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

A mi hermano Jeppe

LLÁMAME PRINCESA

El dolor penetró en sus muñecas y no le dio tiempo a reaccionar cuando de pronto le inmovilizó las manos en la espalda. Asustada, se volvió hacia él. El golpe la alcanzó con tal fuerza que su cabeza rebotó en la cama y salió despedida, lista para recibir el siguiente. Abrió la boca para gritar, pero antes de que el sonido pudiera salir él le bloqueó la cavidad bucal con un objeto duro. La cinta americana con la que selló su boca convirtió su rostro en una especie de máscara.

Las velas seguían ardiendo en el salón. La botella de vino y las copas descansaban sobre la mesita de centro. Había ladeado la cabeza y la sangre corría por su nariz mientras miraba fijamente las llamas de las velas y pensaba en el restaurante y en el menú de tres platos.

Él había pedido calvados para acompañar el café sin antes preguntarle si a ella también le apetecía. Así ella se libró de mostrar su ignorancia. Se habían cogido de la mano por encima de la mesa.

Cuando volvió a tensar la cuerda alrededor de sus tobillos, el dolor se propagó por su cuerpo. Algo duro roía su carne justo por encima del hueso.

Más tarde habían bailado en el salón. Muy pegados. Él había rodeado su rostro con las manos y la había besado.

¡Dios mío, ayúdame!

La sangre seguía corriendo, y era una lucha tener que respirar a través de la nariz. Se concentró en apuntar antes de levantar las piernas juntas e intentar echarlo de la cama de una patada. Él estaba sentado de espaldas a ella, pero le dio tiempo a volverse y parar el golpe. Nuevos puñetazos le reventaron el pómulo y la sien.

–Estate quieta y no te pasará nada.

La sujetó y apartó airado sus piernas ligadas.

Su ropa estaba tirada sobre la silla al lado del armario. La de ella estaba amontonada de cualquier manera en el suelo, a los pies de la cama. Pieza por pieza. Él le había pedido que se desvistiera lentamente.

El lado derecho de su cara palpitaba. La suave música procedente del salón seguía fluyendo. El miedo la atenazaba como una agarradera alrededor de sus intestinos.

Lloró de dolor y vergüenza. Hundió la cabeza y el cuerpo en el mullido edredón con la esperanza de que se la tragara. Las lágrimas se mezclaron con la sangre cuando él la arrastró por el borde de la cama hasta que solo su torso descansaba en el colchón. El mundo y la realidad explotaron cuando él la penetró con una fuerza descomunal.

La apretada cinta americana contuvo el grito. Luchó por mantener la nariz despegada de la cama e intentó respirar calmadamente, pero el dolor que amenazaba con reventarla le rompía el ritmo constantemente. Su cuerpo empezó a ceder cuando el dolor se vio envuelto por una neblina y la conciencia la abandonó lentamente.

Se oyó un clic cuando apretó el mando, y al instante siguiente se abrió la puerta de cristal del departamento. Avanzó a paso ligero y con la mirada clavada en el suelo. Con el rabillo del ojo percibió a los familiares conversando en voz baja. En ese momento, un técnico de laboratorio salía de una de las salas de reconocimiento empujando un carrito con las muestras de sangre y solo a duras penas evitó chocar con él.

Sin detenerse para disculparse, siguió avanzando rápido hasta la recepción. Dobló la esquina al llegar a la jaula de cristal y entró en la sala de guardia.

–Louise Rick, departamento A –se presentó–. ¿Con quién tengo que hablar?

Una enfermera joven se levantó y le sonrió.

–Un momento, ahora mismo llamo a la doctora. Mientras tanto puedes sentarte aquí.

Señaló hacia la mesa blanca y oval con marcas de tazas de café y restos del pastel de la merienda.

Louise se sacó las gafas de sol del pelo oscuro y las dejó sobre la mesa mientras seguía con la mirada a la enfermera que en ese momento salía al antedespacho para llamar por teléfono. Luego juntó las manos por detrás de la nuca y respiró hondo. Se había abierto camino iracunda a través del tráfico de la tarde bordeando el muelle de Kalvebod Brygge y el parque de Folehaven, y había golpeado el volante varias veces de pura frustración cada vez que la cola se detenía. El trayecto entre la jefatura de Policía y el hospital de Hvidovre había resultado inusitadamente largo.

Eran casi las cinco cuando el jefe de Homicidios Hans Suhr entró en su despacho. Había estado ocupada elaborando una lista de las cosas que tenía que comprar de camino a casa, pero al ver la expresión de sus ojos, apartó la libreta, dispuesta a llamar a Peter para pedirle que se encargara de las compras. Él ya se lo había propuesto por la mañana, cuando la llevó al trabajo en coche, pero entonces ella lo había rechazado con optimismo y le había dicho que le daría tiempo de sobra a hacerlo.

–Nos ha entrado una violación de la que me gustaría que te encargaras tú.

El jefe de Homicidios se había sentado en la dura silla de madera en un extremo de su escritorio.

Antes de que le diera tiempo a seguir, Louise volvió a coger la libreta y arrancó la lista de la compra. Suhr solía recurrir a ella en los casos de violación. Las víctimas estaban en su derecho de ser interrogadas por una mujer, y puesto que no había muchos casos así en el departamento, todos acababan sobre su mesa.

–La han llevado al hospital de Hvidovre –dijo Suhr, una vez Louise estuvo lista, bolígrafo en mano–. Se trata de una mujer de treinta y dos años del barrio de Valby. Su madre, que vive en el piso de arriba, bajó a la hora del almuerzo y la encontró en el dormitorio, atada de pies y manos y amordazada. Había sangre en la cama, y su hija estaba prácticamente inconsciente de agotamiento.

El jefe de Homicidios pareció considerar si había algo más que debería añadir.

–Su madre retiró la cinta americana de su boca antes de llamar a una ambulancia –dijo entonces.

Louise lo examinó mientras hablaba, intentando evaluar la gravedad de lo que vendría a continuación. El hecho de que la víctima hubiera sido maniatada y amordazada solía bastar para que la comisaría de Station City se pusiera en contacto con el departamento A, y el estado de la víctima dejaba bien a las claras que había que clasificar la violación como un caso de agresión de carácter extremadamente violento.

–Susanne Hansson vive sola, y cuando la policía llegó al lugar de los hechos, la madre les contó que su hija no tiene novio ni ningún amigo con el que quisiera irse a la cama voluntariamente.

Louise frunció el ceño.

–Y ¿ella qué dice? –interrumpió.

Suhr se encogió de hombros.

–Nada. Cuando acudieron al hospital de Hvidovre, los compañeros de la City hicieron lo que pudieron, pero no sirvió de nada. Luego una de los médicos habló un poco con ella, pero no sé qué le habrá podido sacar. Más allá de que la víctima está dispuesta a denunciar la violación. Vas a tener que hablar con ella, y luego hay que llevarla al Rigshospitalet para que la examinen.

Louise asintió con la cabeza, satisfecha porque tuviera la ocasión de crear cierto vínculo de confianza con Susanne Hansson antes de acudir al Centro para Víctimas de Violación. La experiencia en otros casos graves de agresión sexual le decía que si Susanne Hansson estaba tan malherida como había manifestado Suhr, probablemente su psique se vería aún más perjudicada si la sometían al examen de un forense en una misma tarde. Lo mejor sería que tuvieran la ocasión de establecer un contacto previo, de manera que Susanne pudiera antes sentirse protegida, aunque solo fuera un poco.

–¿Cuál es su estado ahora mismo?

–Ve y averígualo –dijo el jefe de Homicidios–. Enviaré a Lars Jørgensen al piso de Lyshøj Allé. Los técnicos de Criminalística ya están allí. Llámame en cuanto te hayas podido formar una idea.

Golpeó decidido la mesa de su escritorio con la palma de la mano, se levantó y abandonó el despacho.

Louise se colgó la cazadora tejana del brazo y echó una rápida mirada a los montones de documentos que había sobre su mesa. De camino al despacho de los jefes de investigación donde guardaban el registro de los vehículos le dio tiempo a enfurecerse ante la perspectiva de que todos los coches estuvieran de servicio y tuviera que pasar por el garaje y arrastrarse ante Svendsen para que le adjudicara uno. Pero no, había dos coches disponibles, así que cogió una llave y anotó su nombre en el registro. Era ridículo ponerse así, pensó mientras bajaba las escaleras de dos en dos.

–Ahora mismo viene –dijo la enfermera cuando hubo colgado el teléfono.

Louise le dio las gracias y se levantó. Se metió las gafas de sol en el bolsillo y sacó el protector labial.

–Me llamo Anne-Birgitte –dijo una joven doctora con unas finas gafas redondas y doradas y una larga melena recogida en la nuca. Le tendió una mano fría y firme.

Louise se sentía sudorosa y desaliñada frente a la doctora, y lo compensó adoptando un tono más incisivo y seco de lo necesario.

–¿Has podido hablar con ella? –preguntó en lugar de presentarse. Enseguida captó la reacción que había provocado, pues la mirada diligente de la doctora se alteró, aunque para entonces ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

–Lo suficiente para saber que tal vez sea, a pesar de todo, demasiado pronto para permitir que la policía la interrogue.

Se miraron fijamente a los ojos, y Louise notó una pequeña burbuja de respeto que se formaba y ascendía a través de su cuerpo. Dejó que se vislumbrara en su mirada el tiempo exacto para que la mujer que tenía en frente se diera cuenta de que se había rendido.

–Está bien, has conseguido que lo denunciara –dijo Louise, y le lanzó una sonrisa a la vez que la tensión entre ellas se esfumaba.

–Si tienes tiempo, tal vez podrías echarle un vistazo a lo que he escrito en la historia clínica. ¿Mejor?

Se sentaron una al lado de la otra, y Anne-Birgitte empezó a hablar mientras echaba de vez en cuando una mirada de soslayo a los folios que había dejado a su lado.

–Estaba atada de pies y manos con unas fuertes bridas de plástico.

La doctora interrumpió la lectura y explicó que se trataba de las que se emplean para juntar cables y que la policía solía utilizar como esposas de un solo uso.

–El personal de la ambulancia las cortó antes de traerla aquí, y para entonces su madre ya había retirado la cinta americana de su boca. Tenía la presión muy baja y pudimos constatar que también estaba deshidratada, así que le pusimos un gotero de glucosa, y parece que ya está surtiendo efecto. Se está despejando.

Dio por terminada su exposición, apartó la historia clínica y se quedó expectante, lista para contestar a las preguntas de la detective.

Louise asintió con la cabeza e intentó recordar qué más le había dicho Suhr antes de irse, y qué respuestas le faltaban.

–Había sangre –dijo–. ¿Está muy malherida?

–Susanne Hansson recibió varios golpes de extrema brutalidad en la cara y sangró mucho, y parece que sufrió también hemorragias en el útero, pero ya han cesado. No la he examinado tan a fondo; ya sabes, eso le corresponde al Rigshospitalet.

–¿Qué te ha contado?

Anne-Birgitte vaciló.

–No gran cosa. Se siente profundamente desdichada, y o bien no quiere decir nada, o no recuerda lo sucedido. En un primer momento tampoco quiso confirmar que se tratara de un ataque. Pero no creo que quepa ninguna duda en este sentido.

Louise apreció el severo rictus que habían adoptado las facciones de la doctora, consciente de que, a estas alturas de la investigación, era una apreciación que tendría que correr enteramente por cuenta de la doctora.

«¿Ataque?», anotó en una libreta, y posó la mano sobre la página para ocultar su anotación.

–¿Sabes si conocía a su agresor?

–Las cosas que dice son demasiado inconexas para que haya podido sacar nada en claro a este respecto. Pero asintió con la cabeza cuando le pregunté si pensaba denunciarlo a la policía, y luego avisé a los dos agentes que la acompañaron hasta aquí.

Louise volvió a meter la libreta en su bolso. No había nada más que rascar, y lo mejor sería que entrara a saludar a Susanne Hansson de una vez por todas.

Se levantó, esperando que Anne-Birgitte hiciera lo mismo, pero la doctora se quedó sentada, mirando fijamente las migas de pastel que estaban esparcidas sobre la mesa.

–La paciente sufre una fuerte conmoción –dijo, y levantó la mirada–. No parece una mujer que consienta voluntariamente según qué prácticas sexuales extravagantes que impliquen que la amordacen, le aten los pies y las manos y la golpeen.

Louise se disponía a interrumpirla, pero la doctora se le adelantó.

–Ha recibido maltratos físicos y psíquicos, y te pido que lo tengas en cuenta.

–Por supuesto –dijo Louise, irritada. No era, ni mucho menos, la primera vez que sentía ese tono recriminatorio solo porque la policía, por motivos profesionales, se veía obligada a formular sus dudas tratándose de la denuncia de una violación–. Supongo que no hay ningún problema para que la traslademos al Rigshospitalet, ¿verdad?

–No, eso no agravará su estado. ¿Vamos?

Louise siguió a la doctora, pero se detuvo en medio del pasillo mientras Anne-Birgitte entraba en la habitación para anunciar su llegada. Poco después se abrió la puerta de golpe, y una señora de unos cincuenta y tantos años se acercó a ella y la cogió del brazo. Louise dedujo rápidamente que debía de tratarse de la madre.

–Tiene que entender que ha sucedido algo terrible.

Louise se apartó un poco, pero lo único que consiguió fue que la mujer la agarrara del brazo con más fuerza.

–Supongo que es su hija con quien tengo que hablar –dijo Louise, y apartó la mano de la madre antes de señalar la hilera de sillas que bordeaban la pared–. Puede esperar aquí mientras hablo con ella.

Guio a la madre hasta las sillas, adelantándose a las más que posibles protestas de la señora, y la empujó amablemente para que tomara asiento.

–En cuanto haya hablado con Susanne nos iremos al Rigshospitalet. Así que será mejor que vuelva a casa y nos espere allí mientras tanto. Si me da su número de teléfono, la llamaré en cuanto hayamos acabado con los exámenes y el posterior interrogatorio en la jefatura de Policía.

Louise volvió a sacar la libreta y se la ofreció a la madre abierta por una página en blanco.

–Les acompaño –dijo la madre, ignorando la libreta.

Louise se acercó a ella y se puso en cuclillas al lado de la silla.

–No se lo puedo impedir. Pero quiero que sepa que tendrá que esperar sentada en una silla durante varias horas, sin que haya nadie que realmente tenga tiempo para hablar con usted. Ahora mismo se trata sobre todo de su hija, y obviamente tiene que estar allí para ella. Pero si realmente queremos descubrir quién la ha dejado en este lamentable estado, necesitamos poder hablar tranquilamente con ella, y luego habrá que poner en marcha una serie de investigaciones.

Parecía que la mujer empezaba a comprender la situación.

–Entonces podría volver a su casa e intentar dejarla un poco recogida –dijo, sobre todo a sí misma.

Louise posó una mano sobre el hombro de la madre.

–Ahora mismo la policía está en el piso, así que tardará un tiempo en poder entrar. Le propongo que se vaya a casa. Tiene que haber supuesto una gran conmoción para usted encontrársela como se la encontró.

La madre asintió con la cabeza, pero Louise se dio cuenta de que estaba a punto de volver a protestar y se apresuró a concluir la negociación.

–Me pondré en contacto con usted esta misma tarde –dijo, y se metió en la habitación a toda prisa.

Ya había pasado por esta clase de conversaciones antes, y no tardó mucho en evaluar hasta qué punto sería una ventaja o todo lo contrario que la madre estuviera presente cuando examinaran e interrogaran a Susanne Hansson. Todo indicaba que, en este caso, costaba ver las ventajas.

La cama de hospital estaba situada al lado de la ventana, y la cortina ondeó ligeramente al colarse una leve brisa en la estancia. Susanne estaba mirando hacia el exterior y no volvió la cabeza hasta que Louise se colocó al lado de la cama.

–Me llamo Louise Rick, soy detective de la Brigada de Investigación Criminal –se presentó–. ¿Podríamos hablar un poco?

Susanne se volvió y miró a través de ella. Se había encerrado en su propio mundo.

«Es una pena», pensó Louise. «Estás mucho peor allí dentro que aquí afuera».

–Es terrible lo que has tenido que pasar –dijo, y bajó la mirada hasta aquel rostro magullado–. Sé que ya te han examinado por encima, y comprendo perfectamente que quieras que te dejemos en paz, pero me gustaría acompañarte al Rigshospitalet, donde tiene su sede el Centro para Víctimas de Violación. Son ellos los que realizan los exámenes médicos cuando hay una denuncia por violación.

No hubo ninguna reacción, y Louise prosiguió:

–Si eres capaz de andar por tu propio pie te propongo que vayamos juntas en mi coche. Pero también puedo pedirte una ambulancia. ¿Qué me dices?

Por fin Susanne reaccionó desplazando la mirada ligeramente hacia su rostro. Louise consideró por un instante si lo mejor sería sentarse y fingir que disponían de todo el tiempo del mundo, hasta que Susanne Hansson sintiera que estaba lista para hablar con ella, o si debía presionarla para provocar una reacción.

Se decidió por un término medio.

–Hay un médico forense que te espera en el Centro para Víctimas de Violación. Tiene que explorarte, y luego tendrás que someterte a un interrogatorio policial. Y la verdad es que esperaba que nos diera tiempo a hablar un poco antes de la exploración.

Susanne Hansson la interrumpió. Su voz era ronca, y cuando por fin salieron las palabras, Louise apenas pudo percibir el movimiento de su boca. Tenía heridas en las comisuras de los labios, y era evidente que seguía sintiendo la cinta americana.

–Un médico forense examina a los muertos. ¿Por qué tiene que examinarme a mí?

Louise se inclinó hacia delante para oír lo que decía. Había acercado una silla y estaba sentada al lado de la cama.

–Los médicos forenses le hacen la autopsia a los muertos, pero también exploran a los vivos –dijo, en un intento de desdramatizar la situación–. Siempre acuden cuando hay que explorar a una víctima en el centro.

Las lágrimas habían empezado a caer por las mejillas de Susanne. Louise cogió su mano, aunque evitó tocar el gotero. Acarició su brazo tranquilizadoramente mientras hablaba:

–Es porque tenemos que procurar asegurar los rastros que el agresor sin duda ha dejado en tu cuerpo...

Las silenciosas lágrimas se transformaron en un insondable sollozo. El llanto se abrió camino a través de su cuerpo como un cubo que sube a través de un profundo pozo.

Louise cambió de táctica. Ahora le concedería a Susanne todo el tiempo que necesitara. Algo se estaba aflojando en su interior, y valía la pena esperar, pensó.

Finalmente el llanto cesó.

–Si quieres puedo ir contigo –dijo Susanne, y se secó las lágrimas–, pero no tengo ropa.

Pareció disculparse, como si se avergonzara por haber estado desnuda cuando la trasladaron al hospital.

Louise le sonrió.

–Le pediremos a la enfermera que te consiga una bata y un par de zapatillas.

Susanne asintió con la cabeza, y Louise se dio cuenta de que la siguió con la mirada cuando se levantó y salió para buscar a alguien que pudiera ayudarla con la ropa.

Una vez en el coche, Louise llamó al número directo de Flemming Larsen. Era el médico forense de guardia, y ya lo había avisado de su visita durante el trayecto hasta el hospital de Hvidovre.

–Ya estamos en camino –dijo cuando Flemming Larsen contestó.

–Muy bien. Y ella ¿qué dice?

Louise evitó mirar de reojo a Susanne Hansson, que iba sentada a su lado.

–Nada.

Se produjo un breve silencio.

–¿Prefieres interrogarla antes o después de la exploración? –preguntó finalmente el forense.

–Esperaré a que acabéis vosotros. Subiremos directamente al departamento. Nos vemos allí.

Acordaron que Flemming aguardaría su llamada antes de desplazarse al hospital desde el edificio Telium, que se encontraba detrás del Rigshospitalet y albergaba el Instituto Anatómico Forense.

Susanne miraba por la ventanilla. Antes de abandonar el hospital de Hvidovre le habían retirado el gotero de glucosa y le habían puesto una bata blanca por encima del camisón hospitalario. Estaba visiblemente aturdida y magullada. La vulnerabilidad y la humillación la envolvían como un halo.

Louise se preguntó si valdría la pena hablar con ella en el coche. No había ningún motivo para presionarla y devolverla a los sucesos de la noche hasta que no hubiera superado la exploración. Necesitaba estar tranquila, decidió Louise, y pensó en la desagradable e ineludible pregunta que siempre había que hacer al interrogar a la víctima de una violación: «¿Estás segura de que te han violado?».

Se pararon en un semáforo en rojo. Louise volvió a mirar la figura hundida en el asiento del pasajero. Le costaba valorar cómo reaccionaría la psique de Susanne ante lo que le esperaba en las próximas dos horas. Ahora mismo parecía que se lo hubieran quitado todo. El silencio que se había instalado en el interior del coche resultaba abrumador y violento, pero difícil de soslayar.

Louise metió el coche en el aparcamiento y lo dejó frente al portal número cinco, y después de cerrar el coche llamó al Instituto Anatómico Forense. Cogieron el ascensor hasta Ginecología y avanzaron por el pasillo hasta que llegaron a la pequeña sección donde se encontraba el Centro para Víctimas de Violación.

Louise se acercó al mostrador y anunció su llegada.

La enfermera a cargo de la recepción salió y le tendió la mano a Susanne.

–¿No te acompaña ningún familiar? –preguntó, extrañada.

–No –dijo Louise, y evitó mirar a Susanne.

Era evidente que la enfermera sabía que Louise se había ocupado de que acudieran solas con vistas al interrogatorio, y que desaprobaba rotundamente su decisión.

Louise se irritó, aunque se contuvo. No dejaba de parecerle increíble que personas que en su vida profesional trataban con esta clase de delitos espeluznantes no comprendieran lo importante que eran la exploración y el posterior interrogatorio. Si realmente querían cazar al agresor, de nada les serviría tener una madre al lado que podía influir sobre las ganas de declarar de su hija.

–Pronto vendrá un médico para examinarte –le dijo la enfermera a Susanne.

Evitó decir médico forense. Louise no había mostrado la misma delicadeza, pero por otro lado tampoco había por qué ocultar quién realizaría la exploración, pensó.

–Si lo necesitas, tenemos una cama en la que puedes echarte hasta que llegue –prosiguió la enfermera, y miró su reloj–. Seguro que está a punto de llegar. También podéis esperar aquí, o entrar en la sala de reconocimientos.

Esto último lo dijo dirigiéndose a Louise.

En ese mismo instante apareció Flemming Larsen con la bata blanca ondeando alrededor de las piernas. Se presentó y le pidió a Susanne que lo siguiera.

–Tú espera aquí –le dijo a Louise, cuando se alejaron en dirección a la pequeña sala de reconocimiento.

En realidad se había preparado para entrar con ellos, a pesar de que sabía perfectamente que a Flemming no le gustaba que hubiera demasiada gente presente mientras realizaba su parte de la exploración. Además, participarían un ginecólogo y una enfermera, así que difícilmente quedaría sitio para ella.

Louise asintió con la cabeza, y sus ojos siguieron a aquel forense de casi dos metros de altura mientras conducía con delicadeza a Susanne Hansson hasta el interior de la sala y cerraba la puerta detrás de ellos.

Si hubiera sido otro forense, se habría enfrentado a él. Solía valer la pena escuchar lo que se decía durante una exploración. A veces, la víctima ofrecía datos cuyo valor palidecía cuando luego había que dar cuenta de ellos. Sin embargo, trabajaba muy bien con Flemming y sabía que podía contar con que sería capaz de ofrecerle un resumen pormenorizado de la información que Susanne pudiera transmitirle.

Se metió en la salita de espera y se sentó. Cuando el médico forense hubiera terminado, el personal del centro se haría cargo de Susanne y le ofrecerían un baño y una charla con el psicólogo antes de que Louise se la llevara a la jefatura de Policía para interrogarla. Mientras tanto, Flemming podría darle el parte.

Louise sacó su teléfono del bolso. Si bien es cierto que no sabía muy bien qué zonas del gran hospital estaban exentas de la prohibición de usar teléfonos móviles, decidió que la sala de espera tenía que ser una de ellas.

–Adiós a lo de hacer la compra –dijo cuando Peter cogió el teléfono. Ya le había enviado un SMS mientras esperaba a la doctora en el hospital de Hvidovre, así que estaba avisado.

–Mientras no sea por falta de voluntad –respondió él entre risas, y dijo que le daba tiempo a pasar por el supermercado Føtex de camino a casa.

–Gracias –dijo Louise, y suspiró exageradamente antes de añadir que la cosa podía alargarse. Le prometió que lo llamaría en cuanto se hubiera hecho una idea de la hora en que habría terminado.

–Prepararé algo para cenar y te lo dejaré en la nevera –dijo Peter, y ella le lanzó un beso esperando que no se ahogara entre los ruidos en la línea.

En medio de la borrachera de champán de Fin de Año su novio había formulado el solemne propósito de mostrarse más comprensivo y amable cuando Louise llamara para decirle que no llegaría a casa a la hora convenida.

En un breve destello lo vio con la copa en alto. Louise había sentido cierta irritación, pues en realidad era un ultimátum que ella le había puesto cuando se fueron a vivir juntos después de que él regresara de una estancia de nueve meses en Escocia. En su momento él había aceptado un puesto que exigía que se mudara a Aberdeen durante seis meses para introducir un nuevo producto de la multinacional farmacéutica para la que trabajaba, pero luego resultó que el contrato se prolongó tres meses más y él no había vuelto a casa hasta justo antes de Navidad.

–Besos a ti también –dijo Peter, y Louise sonrió para sí al colgar el teléfono y devolverlo al bolso. Hojeó una vieja revista hasta que llegó a un artículo sobre una joven con leucemia que necesitaba con urgencia un trasplante de médula si quería sobrevivir. El problema residía en que no había ni un solo donante en el registro a escala mundial que fuera compatible con la chica.

Transcurrida una hora, Louise dio por sentado que estarían a punto de concluir la exploración y salió al pasillo para ver si podía encontrar una cafetera y un par de tazas en algún lugar de la planta.

–Muy bien pensado –dijo Flemming cuando, diez minutos más tarde, se sentó frente a ella.

Louise sirvió café en las tazas y le ofreció una.

–¿Cómo está ella?

–Ha sufrido a una brutal agresión –dijo Flemming.

Louise había dispuesto su libreta y un bolígrafo sobre la mesa. Se la acercó y se lo quedó mirando expectante mientras él soplaba intentando enfriar el café.

–Ha habido penetración anal y vaginal –dijo, y dejó la taza sobre la mesa.

Louise tomó nota.

–Hay excoriaciones recientes y sangrantes en las mucosas de la parte posterior de la apertura vaginal y otras tres en la piel alrededor del ano.

–¿Encontraste semen?

Las palabras cayeron como si estuvieran deliberando sobre sucesos cotidianos.

–A simple vista no, pero tenía unas marcas fluorescentes en la espalda que probablemente sean de semen. Ya las he fijado.

Louise levantó la mirada de la libreta.

–¿Encontrasteis algo en el vello púbico?

Flemming negó con la cabeza.

–Es difícil que la haya penetrado por delante, tal como le había atado las piernas. Creo que solo la poseyó por detrás. Aunque en ese caso podía perfectamente haber quedado algún rastro –añadió, y esbozó una sonrisa torcida.

Para gran irritación del médico forense, estaba pasado de moda que las mujeres tuvieran siquiera vello púbico. El dato provocó la risa de Louise, que se sintió tremendamente anticuada.

–¿Qué me dices del resto del cuerpo?

Louise esbozó un cuerpo humano en la libreta, lista para marcar las partes en las que Susanne había sido expuesta a agresiones.

–Hay ulceraciones sangrantes por la mordaza que le metió en la boca –dijo Flemming.

Louise lo marcó en el dibujo antes de que él prosiguiera su repaso:

–Los extremos de la mordaza coincidieron con ambas comisuras y provocaron rozaduras. Supongo que la mordaza seguirá en el piso, o si no el departamento de Criminalística ya debe de tenerla en su poder.

Louise había visto su imponente colección de mordazas, y ya entonces había sentido un terrible dolor en las mejillas al ver los desagradables artilugios que a los agresores se les llegaba a ocurrir meter en la boca de sus víctimas para impedirles que gritaran. Había de todo, desde tacos de madera metidos en calcetines, hasta diversos cables gruesos envueltos en cinta adhesiva o esparadrapo.

–Y luego hay pequeñas ampollas en la zona rectangular donde estuvo la cinta americana. Supongo que se trata de una reacción alérgica –dijo Flemming, y prosiguió–: Aparte de esto, recibió varios golpes violentos en la cara.

–¿Fue alguien que conocía? –preguntó Louise, y dejó el bolígrafo a un lado.

–Se llama Jesper Bjergholdt –dijo el médico forense, al tiempo que miraba de reojo un papelito que había sacado del bolsillo de su bata blanca–, y vive en H. C. Ørstedsvej.

Louise sacó su teléfono y marcó el número de Lars Jørgensen. Debería habérselo preguntado a Susanne ella misma durante el trayecto en coche. Mientras esperaba que su compañero contestara, animó a Flemming para que siguiera hablando.

–Salieron a cenar el lunes por la noche, pero no conseguí dilucidar del todo si se conocían o si la relación era reciente –dijo en un tono que indicaba cierta frustración–. Insiste en decir que compartieron una velada muy agradable, y que no entiende qué fue lo que pasó luego.

Louise le hizo saber con señas que seguía escuchándole.

–Cuando estábamos a punto de acabar, empezó a insinuar que tal vez no fuese él –añadió el médico forense, y agitó la mano en un gesto de resignación–, aunque no es capaz de decir dónde habría estado entonces, y cómo pudo entrar otro hombre en el piso.

Flemming Larsen hizo una pausa para sopesar sus palabras.

–Está completamente fuera de sí, de eso no cabe la menor duda. Ahora mismo está hablando con el psicólogo.

–¿Es posible que Bjergholdt haya puesto algo en su copa? –preguntó Louise.

–Es una posibilidad, claro, pero la verdad es que no lo creo. Le hemos extraído sangre.

–Solo será un momento –dijo Louise al teléfono cuando su compañero finalmente contestó desde el piso de Susanne–. Se llama Jesper Bjergholdt, vive en H. C. Ørstedsvej y salieron a cenar.

Miró a Flemming y le preguntó dónde.

Él se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

–No sé dónde –dijo Louise–, pero te llamaré cuando haya hablado con ella. Nos vemos luego.

Louise se disponía a colgar cuando se le ocurrió que seguramente Susanne agradecería poder abandonar el centro vestida con algo más que una bata.

–¿Serías tan amable de buscarle algo de ropa y pedirle a alguien que me la traiga aquí? Luego ya me ocuparé yo de llevarla a jefatura.

Louise metió el teléfono en el bolso y echó un vistazo a la libreta para ver hasta dónde habían llegado. Luego le pidió al médico forense que prosiguiera.

–Hemos localizado lesiones circulares alrededor de muñecas y tobillos de cerca de un centímetro de ancho, lo que encaja con que estuviera maniatada con bridas.

Louise anotó cada palabra que dijo.

–Y luego hay surcos que indican que tensó las cintas de plástico. Supongo que tenía las manos moradas e hinchadas cuando el personal de la ambulancia cortó las bridas, pero en el momento de la exploración la hinchazón había cedido y la piel había recuperado su color habitual.

Cuando Louise lo hubo anotado todo, se quedaron charlando un rato de las vacaciones de verano que Flemming estaba organizando con sus hijos. Era la primera vez que irían de vacaciones solos, y los niños se habían enamorado de la idea de pasarlas en una caravana con la que atravesarían los bosques de Jutlandia Central.

–Quieren dormir en tienda de campaña y cocinar en una hoguera –dijo, y meneó la cabeza, al tiempo que se levantaba y la seguía hasta el pasillo.

Acababan de despedirse cuando la llamó una de los psicólogos que estaba vinculado al centro.

–Ahora mismo intenta reprimir todo lo sucedido –dijo cuando llegó al lado de Louise–. Tiene más o menos claro lo que ocurrió a lo largo de la noche, pero cuando llegan al dormitorio el curso de los acontecimientos se enturbia. La he remitido a un psicólogo privado y le he aconsejado que se ponga en contacto con él cuanto antes.

Louise asintió con la cabeza y se preparó para lo que probablemente fuera un interrogatorio largo, si antes se veían obligados a abrirse camino a través de capas y capas de represiones. A lo mejor no les conducía a ningún lado.

Llamó a la puerta de la salita donde se encontraba Susanne.

–Ahora mismo te traen algo de ropa de tu casa –dijo, y se acercó a Susanne–. En cuanto te hayas vestido, cogeremos el coche e iremos a la jefatura de Policía.

Susanne cerró los ojos. Todo el lado izquierdo de su cara estaba tan hinchado que Louise llegó a dudar que fuera capaz de abrirlos. La piel del pómulo era una herida abierta.

–Ya sé que estás cansada y que no te encuentras bien, pero es importante que hablemos de lo sucedido –dijo, y sintió pena por ella–. Es importante porque tenemos que encontrar al que te ha hecho esto. Pero también es importante que saques todo lo que te quema por dentro, y créeme, ayuda hablar de ello.

Louise esperaba que sus palabras hubieran penetrado tras sus ojos cerrados. En ese mismo instante llamaron a la puerta, y Louise la abrió. Era un agente uniformado con una bolsa en la mano.

–Gracias.

Louise sonrió y cogió la bolsa, pero no estaba dispuesta a dejarle entrar. Volvió al lado de Susanne.

–Avísame si necesitas ayuda –dijo, y dejó la bolsa sobre la cama.

Susanne había aceptado la oferta de un baño cuando Flemming acabó su exploración. Ahora tenía el pelo oscuro pegado al rostro.

–Ya me las apaño –dijo, y abrió un ojo con mucho cuidado mientras se incorporaba sobre el codo.

–Te espero fuera –dijo Louise antes de cerrar la puerta.

–¿Tienes hambre? –preguntó Louise. Estaban en el coche de camino a la jefatura de Policía, y Louise había caído en la cuenta de que debía de hacer más de veinticuatro horas que Susanne comió por última vez. Sabía que en el comedor habría, como mucho, algún paquete de galletas, así que estaba dispuesta a parar por el camino para avituallarse. Sin embargo, Susanne negó con la cabeza.

Cuando llegaron al despacho que Louise compartía con Lars Jørgensen, le pidió a Susanne que tomara asiento y salió para ver si había alguien más en el departamento, pero estaba desierto. La puerta del despacho del jefe de Homicidios estaba cerrada con llave y el de Henny Heilmann, la jefa de investigación, estaba a oscuras; aunque había dejado una nota para Louise en la que le decía que podría encontrarla en casa después de las ocho. Louise miró el reloj, eran casi las once. Esperaría hasta la mañana siguiente para informar a Heilmann.

Fue a buscar dos botellas de agua a la pequeña cocina del comedor y volvió al despacho. Desde el pasillo oyó pasos en las escaleras y esperó para ver quién estaba subiendo. Sonrió cuando Lars Jørgensen traspasó la puerta giratoria.

–¿Lo habéis encontrado? –preguntó, curiosa, antes de que a su compañero le hubiera dado tiempo a llegar a su lado.

Habían dispuesto de una hora para localizar a Jesper Bjergholdt.

–No hay ningún Bjergholdt empadronado en H. C. Ørstedsvej, y ahora que estamos, tampoco en ningún otro lugar de Copenhague.

–¡Oh, maldita sea! ¿Habéis acabado en el piso?

–Los técnicos siguen allí.

Louise hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta de su despacho.

–Está allí dentro –susurró–. Creo que lo mejor será que hable con ella a solas.

–Por supuesto. He traído su ordenador y su teléfono móvil. Mañana por la mañana me concederán una orden para que podamos vaciar el disco duro y nos faciliten un extracto de las llamadas de su móvil y de su teléfono fijo.

Louise asintió con la cabeza y dio media vuelta para volver al despacho con las dos botellas de agua.

–¿Podrías preguntarle si tiene su número de teléfono? –preguntó Lars Jørgensen–. Estaré en el despacho de Toft para seguir buscándolo por el nombre.

–Cómo no –dijo Louise antes de entrar.

Si alguien se lo hubiera preguntado hacía un año, le habría resultado difícil imaginarse que llegaría a apreciar tanto a Lars Jørgensen. Había tenido serias dudas cuando lo eligieron como sustituto temporal de su compañero, Søren Velin, que estaba de vacaciones por acumulación de horas extraordinarias. Sin embargo, para su sorpresa pronto olvidó todas sus reservas, y más tarde le había resultado absolutamente natural que Lars Jørgensen sustituyera a Søren Velin, al que destinaron a la Brigada Ambulante.

–Ahora voy a pedirte que me hables de Jesper Bjergholdt –dijo Louise, después de dejar el agua y los vasos sobre la mesa frente a Susanne Hansson–. ¿Solíais llamaros por teléfono?

Sin duda sería de gran ayuda si Lars Jørgensen conseguía localizarlo esta misma noche, pensó.

–No, no tengo su teléfono.

Louise encendió su ordenador y la pantalla parpadeó un poco antes de decidirse a entrar en funcionamiento poco a poco.

–Disculpa un segundo, pero antes de empezar tengo que facilitarle esta información a mi compañero –dijo, y levantó el auricular.

El rostro de Susanne se ensombreció y pareció encerrarse en sí misma. Louise cayó en la cuenta de que Susanne seguramente no era consciente de que en aquel mismo momento había un grupo entero que trabajaba concentrado en su caso.

Tras colgar, Louise intentó entablar una charla informal con Susanne antes de dar comienzo al interrogatorio. Mucho dependería de que consiguiera establecer una relación de confianza entre ellas.

–Por cierto, tengo que preguntarte si quieres que esté presente un abogado durante el interrogatorio.

Pasó un rato hasta que Susanne reaccionó.

–No, no quiero que haya nadie más.

–A lo mejor te viene bien más adelante, cuando se inicie el juicio.

Susanne volvió a negar con la cabeza y se quedó mirando fijamente uno de los montones de papel que había sobre el escritorio de Louise.

–No gracias –repitió.

–De acuerdo –dijo Louise. Le costaba penetrar el semblante apático de la mujer. Estaba más allá del llanto y del colapso, pero el dolor se había instalado en su interior, y Louise detectó en breves destellos que no solo eran el maltrato físico y el rostro magullado lo que llevaba a Susanne Hansson a apartarse de la realidad y el presente. No solo había armado su coraza contra el mundo circundante para proteger su quebrantada psique u ocultar la humillación inherente a la severa agresión. La expresión que de vez en cuando asomaba en los ojos azules y apagados de Susanne revelaba sobre todo a una persona que había confiado en otro ser humano y que había sido traicionada sin que lograra comprender el porqué.

–¿Quién es Jesper Bjergholdt? –preguntó Louise, una vez hubo desistido de entablar una conversación informal.

Susanne, completamente inmóvil, mantenía la mirada fija en el escritorio. Cerró el ojo que tenía abierto con fuerza tras una mueca grotesca de su rostro hinchado, pues el otro estaba completamente cerrado y amoratado.

Louise lo volvió a intentar.

–Lo conocías. Salisteis a cenar. ¿Hasta qué punto lo conocías?

Por fin una reacción.

–Hace más de un mes que nos conocemos.

Susanne clavó la mirada en la pared mientras calculaba.

–Un mes y medio –corrigió.

Miró a Louise con un ojo.

Pero no parecía en absoluto uno de esos, finalizó Louise la siguiente frase para sí. Y ni siquiera pestañeó cuando, un segundo más tarde, esas mismas palabras salieron de la boca de Susanne.

–Por supuesto que no –contestó–, de haber sido así nunca lo hubieras invitado a tu casa.

La voz de Louise estaba completamente desprovista de ironía. Se inclinó sobre la mesa e intentó atrapar la mirada de Susanne.

–Pero estamos de acuerdo en que te violó, ¿verdad?

No hubo reacción.

–No hay ninguna mujer que voluntariamente invite a que la expongan a lo que acabas de soportar. Claro que no era así cuando saliste con él –dejó la frase en el aire un rato antes de proseguir–: Y lo peor es que seguramente nadie hubiera podido prever que fuera a transformarse de esta manera.

Louise había dicho «nadie» a propósito, de manera que no solo fuera Susanne quien no lo había podido prever.

–No –dijo quedamente–. Jamás me lo habría imaginado. No sé qué fue lo que hice mal.

–¿Te violó? –volvió a preguntar Louise, evitando comunicar este último comentario.

Se volvió a producir una larga pausa, hasta que Susanne finalmente asintió con la cabeza.

La paciencia de Louise empezaba a agotarse, pero conducía su voz como un caballo que es guiado por una pista de doma.

–¿Serías tan amable de intentar describir cómo es Jesper Bjergholdt, y luego contarme cómo os conocisteis?

Louise sonrió, plenamente consciente de que su entonación también podía haber sonado demasiado contenida.

–Primero cuéntame cómo os conocisteis –propuso, esta vez en un tono de voz más afilado.

–Tiene el pelo oscuro, y sus ojos son profundos...

Louise planteaba una pregunta y Susanne respondía otra cosa, pero era mejor que nada.

Susanne la miraba con tristeza y vergüenza.

–No recuerdo qué aspecto tenía –dijo con desesperación en la voz, y se echó a llorar. Las lágrimas brotaban de su ojo sano. Ocultó el rostro entre las manos–. Es como si nunca hubiera ocurrido. Como si solo fuera mi cuerpo el que estuvo presente. No logro visualizarlo.

Louise se levantó y se acercó a ella, se agachó al lado de su silla y rodeó sus hombros con el brazo.

–Verás cómo la cosa mejora si dejas de culparte. Y no es nada raro que tu conciencia reprima lo que ha sucedido. Ha sido una experiencia terrible. Pero vas a tener que ayudarme en todo lo que puedas.

Respiró hondo.

–Cuando alguien denuncia una violación es importante que podamos ponerle cerco al agresor cuanto antes, y resulta mucho más fácil si nos echas una mano.

Louise se levantó para coger unos pañuelos de papel. Después de dejar la cajita frente a Susanne prosiguió:

–No logramos encontrar a Jesper Bjergholdt en H. C. Ørstedsvej. ¿Alguna vez has ido a verle allí?

Susanne se sonó la nariz y miró a su alrededor en busca de una papelera. Louise se la acercó con el pie.

–Nunca he estado en su casa, pero me contó que tiene un piso allí.

–Muy bien –dijo Louise. Empezaba a intuir lo que se ocultaba tras esta historia.

–¿Lo conociste a través de internet?

Pasó un rato hasta que Susanne contestó, y sus palabras llegaron titubeantes y entrecortadas.

–No... Nos conocimos... por ahí... En un café.

–¿En qué café? ¿Cuándo? ¿Y cómo empezasteis a hablar?

Susanne la miró fijamente.

–No lo recuerdo, pero él se acercó a mi mesa.

Louise se la quedó mirando un buen rato, y luego, disculpándose, se levantó y salió del despacho. Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de ella, se acercó a la única sala donde todavía había luz y le preguntó a Lars Jørgensen si le apetecía una taza de café.

Su compañero la miró atónito.

–Necesito una pausa. Voy un momento a la cocina para poner una cafetera.

Se dirigió a paso lento a la cocina que había detrás del comedor. Abrió una bolsa y midió el café, luego apretó el botoncito en el lateral de la cafetera, se apoyó en la pared y echó la cabeza atrás con los ojos cerrados mientras la máquina empezaba a gruñir.

Tranquilidad, pensó, e intentó distinguir los sentimientos que bloqueaban el interior de Susanne. Se preguntó cómo podría romper las defensas que había levantado para protegerse de lo que le había sucedido.

A lo largo de los años, Louise había luchado para evitar interiorizar el dolor y los sentimientos de los demás. En el pasado había sufrido mucho al encontrarse en medio de la tragedia de la gente, pero con el tiempo había aprendido a manejarlas. A veces demasiado bien, pensaba ahora. También podía ser una ventaja reconocer los sentimientos que guardaban las personas con las que hablaba. Sin embargo, había algo en Susanne a lo que no conseguía acceder.

–¿Qué pasa?

Lars Jørgensen había aparecido en el vano de la puerta y la miraba.

Louise abrió los ojos, todavía apoyada en la pared.

–A lo mejor necesita hablar un poco más con un psicólogo antes de seguir adelante con el interrogatorio. Parece absolutamente bloqueada.

–¿Quieres decir entonces que deberíamos esperar a que Jakobsen la pueda recibir? –preguntó Lars Jørgensen.

Jakobsen era el psicólogo del departamento A en el Rigshospitalet.

Louise se encogió de hombros.

–Tal vez sea lo mejor.

Sacó tres tazas sucias del lavaplatos y las lavó a mano antes de servirle una taza a Lars Jørgensen. Luego vertió el resto del café en un termo y volvió a su despacho.

Susanne seguía con la mirada clavada en el escritorio.

Louise dejó el termo y las tazas sobre la mesa.

–Creo que necesitas hablar un poco más con un psicólogo antes de seguir adelante –dijo, a sabiendas que una visita a Jakobsen lo retrasaría todo.

Se sirvió una taza de café y acercó el termo a la otra taza, preguntándole así a Susanne si ella también quería.

–Gracias –dijo Susanne.

–Si lo prefieres, podemos dejar el resto para mañana –propuso Louise después de probar el café.

–No tengo ganas de volver a casa –soltó Susanne sin pensárselo dos veces–. Prefiero que hablemos ahora.

Por fin las palabras parecían fluir con cierta coherencia.

Louise se lo tomó como una buena señal.

–Fue en internet. No hay ningún motivo para ocultarlo –dijo Susanne–. Es el primero que he conocido así y con el que he salido de esta manera.

La vergüenza se traslucía en sus palabras.

Menuda manera de estrenarse, pensó Louise. Contempló a Susanne, desde su pelo oscuro y corto que todavía conservaba la forma por haber estado acostada de lado, hasta las facciones algo rudas, maltrechas e hinchadas. No parecía una mujer que acostumbrara a frecuentar bares, se dijo. Era una chica decente. Con todo, a Louise le extrañaba que le costara tanto contarle que había conocido a un hombre a través de internet, porque estaba bastante segura de que su vergüenza no solo tenía que ver con el terrible desenlace. Más bien parecía que Susanne consideraba el hecho de haber conocido a un eventual novio de aquella manera como una especie de derrota.

Apenas hacía un par de semanas, la amiga de Louise, Camilla Lind, había manifestado un gran respeto por las personas que tenían colgado su perfil en internet.

–Hay que ser realmente ingenioso para encontrar un nombre de perfil que todavía no esté cogido –le había dicho por teléfono, sinceramente impresionada, cuando el redactor de la sección de tendencias del Morgenavisen le había pedido que escribiera una serie de artículos sobre citas a través de internet–. Así pues, las personas que pululan por este universo no pueden ser tan estúpidas.

Camilla había escrito un puñado de historias de citas con final feliz y las había presentado a sus lectores, y por lo tanto no era de extrañar que otros se hubieran dejado inspirar.

«Es una manera actual y moderna de conocer a una pareja», había escrito de manera convincente, y Louise no había podido evitar sonreír al leer los artículos de Camilla. «Las posturas y opiniones de cada uno quedan establecidas desde un principio y con ello, las bases de una buena relación de pareja. A diferencia de los que se conocen borrachos en los bares», afirmaba en otro de sus artículos.

Más tarde, no obstante, le había reconocido a Louise que jamás buscaría pareja a través de la red. Podía ver las ventajas, desde luego, pero sería incapaz de escribir un texto para venderse a sí misma. Seguramente era lo mismo que había sentido Susanne, pensó Louise. No consideraba a Susanne como una estúpida, sino como una mujer insegura e inexperta que se había atrevido a adentrarse en el popular universo de los contactos por internet.

–Considero que, en cierto modo, es humillante conocer a un hombre de esta manera –dijo Susanne, y pidió un poco más de café–, y no me gustaría que esto saliera a la luz. Pero Jesper parecía un tipo decente, aunque al principio pensé que era demasiado joven para mí.

En ese momento, Louise sacó su libreta y empezó a anotar.

–Nos hemos estado escribiendo prácticamente cada día –prosiguió Susanne.

–¿Fue la primera vez que os veíais?

–¡No, de ser así nunca lo habría invitado a casa! Salimos dos veces antes, solo para tomar café –añadió.

–¿Cuántos años tiene?

–Treinta, aunque parece más joven.

–Eso quiere decir que os lleváis dos años. No creo que sea tan insólito –dijo Louise.

–Estaba buscando una pareja que fuera mayor que él.

–¿Ah, sí? ¿Había salido con muchas antes de conocerte a ti?

–No, era su primer intento. Así que estuvimos de acuerdo en que había que darle un sentido más profundo al hecho de que nos hubiéramos conocido.

Intentó sonreír un poco, pero Louise se daba cuenta de que le dolía.

–¿Sabes dónde trabaja? ¿O a qué se dedica?

–Algo con ordenadores, pero no recuerdo si me contó dónde.

–Muy bien –dijo Louise–, a lo mejor se te ocurre más adelante.

–Hablamos sobre todo de libros, de arte y... –titubeó ligeramente–, de la vida. Resultaba agradable hablar con él; o mejor dicho, escribirme con él, al fin y al cabo eso es lo que hacíamos. Sabía un montón de cosas, había viajado mucho, y me pareció muy interesante lo que me contaba.

Me juego lo que sea a que es el tipo de hombre que se hace pasar por piloto aunque su única experiencia de vuelo haya sido como pasajero en un chárter, pensó Louise. Era esta una insólita y a veces aterrorizadora capacidad que poseía cierta gente para dibujar la vida que les hubiera gustado tener.

–¿Podrías intentar describirme su aspecto?

–Tiene el pelo oscuro, y también un poco la piel.

–¿Es extranjero?

–No.

De pelo y tez oscuros, anotó Louise.

–¿Cómo de oscura? –intentó sonsacarle.

–Bueno, ya sabes, con la tez un poco oscura. Diría que un poco dorada.

–¿Tiene algún rasgo característico que recuerdes, como por ejemplo un tatuaje o alguna cicatriz o marca especialmente visible?

Susanne cerró los ojos mientras pensaba. Entonces negó con la cabeza.

–No lo creo, pero no estoy segura. Tal vez un tatuaje.

–¿Fue él o fuiste tú quien estableció el contacto cuando empezasteis a escribiros?

–Él –contestó rápidamente–. Escribió que parecía la chica que soñaba conocer.

Louise se dio cuenta que al fin empezaban a hacer progresos. Sonrió y dijo:

–Tranquila, descríbemelo lo mejor que puedas. ¿De qué color son sus ojos?

–Azul oscuros, grises... –titubeó, antes de añadir que también podían ser castaños. En cualquier caso, oscuros. Eran grandes y profundos–. Fue una de las cosas que me atrajeron de él.

–¿Y aun así no recuerdas el color?

Volvió a negar con la cabeza.

–¿Altura, más o menos?

–Es algo más alto que yo, y yo mido un metro sesenta y cinco. Supongo que unos diez o veinte centímetros más que yo. Le llegaba al hombro.

Louise mostró con las manos cuánto eran treinta centímetros, y los midió a partir de su propio hombro para ilustrarlo.