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Lo mejor de mí es una novela romántica que honra la esencia de las mejores historias de amor, las que nos han hecho suspirar durante décadas y que se han convertido en clásicos del cine. Helen Pryce es una periodista acostumbrada a tratar con las más grandes celebridades de Hollywood. Aguda, cínica, hermosa y muy lista, está decidida a escalar en su profesión y a no permitir que algo tan poco práctico como el amor trunque sus sueños. Tiene toda una historia de pérdidas y decepciones tras ella y sabe cuán peligroso puede ser entregar su corazón, de modo que se esconde tras una bien montada fachada de frivolidad y se considera completamente a salvo de caer nuevamente en las garras del amor. Aaron Markham es la estrella del momento, un talentoso actor inglés apenas llegado a Hollywood que se caracteriza por su trato afable, pero reservado; no tolera que nadie se involucre en su vida privada ni está dispuesto a caer rendido ante una de las muchas bellezas que su agente insiste en presentarle. Conoce a Helen y le intriga esa mujer bella e inteligente que muestra un exterior despreocupado cuando él ha logrado atisbar mucho más en ella. Porque está convencido de algo: Helen Pryce es mucho más de lo que aparenta y, aún más interesante, guarda más de un secreto. Y Aaron es un hombre extremadamente curioso, en particular con todo aquello que le interesa, y esa periodista le roba el sueño. Lo mejor de mí es un viaje romántico, divertido y un tanto disparatado que lleva al lector de la mano por las fibras más sensibles de esta historia de amor que trae a la memoria los mejores recuerdos de esas tardes frente a una pantalla en que soñamos que el amor puede derribar cualquier barrera y vencer cualquier obstáculo y, lo más maravilloso, que ese amor puede también ser parte de nuestras vidas si estamos dispuestos a darle una oportunidad. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 540
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Claudia Fiorella Cardozo
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lo mejor de mí, n.º 144 - enero 2017
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están
registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Fotolia.
I.S.B.N.: 978-84-687-9367-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Los Ángeles, Estados Unidos
—Si al menos pudieras quedarte quieta durante cinco minutos…
Helen Pryce levantó la mirada de sus apuntes y sonrió al ver su imagen reflejada en el espejo. Bueno, en realidad lo que le provocó esa sonrisa fue el rostro de su mejor amiga, Prue, que no intentaba disimular su frustración al grado de llevar una mano a su cabello oscuro para mesárselo con desespero al tiempo que le dirigía una mirada asesina a través del espejo.
—Tengo que estudiar —la respuesta de Helen fue sencilla y al parecer inofensiva, pero Prue la conocía lo suficiente para detectar un leve tono burlón en su voz.
—¿Ahora? ¿Precisamente cuando necesito que estés inmóvil para no hacer un desastre de… todo?
Helen volvió a levantar la mirada, esta vez para observarse con detenimiento, y no pudo evitar una sonrisa satisfecha al comprobar que se veía tal y como esperaba: fantástica. Y no es que fuera una mujer vanidosa, o no más de lo que en su opinión debían de serlo todas, sino que simplemente la talentosa Prue había obrado su magia una vez más y podría hacer su trabajo esa noche sin sentirse opacada por las impresionantes mujeres a las que tendría que entrevistar. Una tras otra. Y para no hacer el ridículo en cadena nacional, sí, también necesitaba estudiar, de modo que ignoró una vez más a su amiga y volvió su atención a las anotaciones que había organizado durante las últimas semanas.
—Vamos, Helen, usa uno de esos aparatos en los que encuentras toda la información que necesites; le llaman tecnología —Prue suspiró, resignada, y dio unos pasos hacia atrás—. De acuerdo, eso es todo, puedes verte ahora.
Helen dejó el legajo sobre una silla y se puso de pie para observarse con mucha atención y con ojo crítico en el espejo del tocador que Prue reverenciaba como a un altar, solo que en lugar de efigies religiosas lo ocupaban todos los productos de belleza que una mujer pudiera desear. Al menos una que tuviera la destreza y paciencia para saber qué hacer con ellos. Helen no era una de ellas, pero por fortuna Prue sí que contaba con esas virtudes.
—No está mal —dijo, sonriendo una vez más al encontrarse con la ofendida mirada de su amiga.
—Vaya, gracias, es bueno saber que mi trabajo es valorado —Prue esbozó una sonrisa falta de alegría—. Después de todo, soy solo una estilista…
—Cariño, no eres solo una estilista, eres la reina de las estilistas, quienes, por cierto, son verdaderas artistas —Helen hizo un guiño travieso y señaló su rostro—. ¡Solo mira lo que has hecho conmigo! Miguel Ángel no habría sido capaz de obrar este milagro.
—Y como él, tenía un buen lienzo en el que trabajar.
—¡Oh! ¡Eso es tan dulce! No digas cosas como esas cuando acabas de maquillarme, por favor, sabes que lloro con facilidad.
Prue esbozó una sonrisa un poco burlona.
—Nadie lo diría al verte —comentó.
Helen elevó una ceja y fingió sentirse ofendida.
—¿Insinúas que doy la impresión de ser insensible? —preguntó.
Prue se encogió de hombros sin parecer impresionada por su actuación.
—No exactamente, pero sí mucho más dura de lo que en realidad eres —replicó ella.
Algo cambió en el rostro de Helen al oírla. La mueca burlona fue reemplazada por una pequeña sonrisa que tenía mucho de tristeza, pero el efecto desapareció casi de inmediato, por lo que Prue no pareció notarlo.
—¿Dura? ¿En serio? En ese caso estoy haciendo un buen trabajo —comentó Helen tras encogerse de hombros en un ademán descuidado.
Sin esperar respuesta, dio unos pasos hacia atrás y se estudió nuevamente en el espejo, esta vez con mayor atención, mientras su amiga se ubicaba a un lado, observándola a su vez con ilusión.
Helen sabía que era bonita, mucho. Lo supo casi desde que nació. Una madre obsesionada con la belleza exterior por lo general provocaba ese pronto entendimiento en los niños. Por suerte, Helen no heredó ese rasgo de su carácter, de modo que podía ser objetiva consigo misma sin que ello le llevara a darle más importancia de la que en verdad tenía. Al final, en su opinión, un buen exterior podía ser tremendamente útil, en especial en su profesión, pero su encanto se esfumaba si el portador resultaba ser tan tonto y frívolo por dentro como un cascarón vacío. Helen no era ni lo uno ni lo otro, así que se miró en profundidad, procurando encontrar cualquier detalle que pudiera dar la impresión de lo contrario.
Su cabello rubio, sujeto en un sencillo recogido a altura de la nuca con un broche que debía de costar lo que ganaba en un año, permitía apreciar sus delicadas facciones y sus casi siempre chispeantes ojos azules le conferían un aire travieso. El maquillaje aplicado por Prue era perfecto para realzar sus rasgos, usado con pericia y estilo, apenas daba la impresión de estar allí. Una muestra más de la genialidad de su amiga.
—Me encanta el vestido, es el más bonito que he visto. ¿Segura de que no puedes quedártelo?
Helen recibió las palabras de Prue con un filosófico encogimiento de hombros.
—No, no lo creo, ya sabes cómo es esto. Tengo suerte de poder usarlo al menos una vez, jamás podría pagarlo.
Su amiga suspiró.
—Supongo que es una buena forma de verlo —dijo, no muy convencida.
Helen asintió y pasó una mano con reverencia por el frente del vestido, una creación en seda y encaje del color del mar en calma que caía como una cascada alrededor de sus piernas, cubriendo incluso los delicados zapatos a juego que no planeaba llevar por mucho tiempo.
—Es como ser una Cenicienta, ¿sabes? Al menos eso creo —explicó, sonriendo a su amiga—. Solo que yo lo hago con bastante frecuencia.
Fue el turno de Prue de encogerse de hombros, divertida por la comparación.
—Eso me convierte en tu hada madrina —comentó, sonriendo—. Me gusta la idea.
—Supongo que así es. Por cierto que siempre he pensado que las hadas madrinas son las que más se divierten en los cuentos —le guiñó un ojo y tomó el bolso que habían enviado para ella junto con el vestido, una delicada creación de cuentas y pequeños brillantes—. Lamentablemente para mí, no tengo una calabaza como transporte ni ratones convertidos en cocheros.
Prue ahogó una carcajada.
—Seguro que una unidad móvil y un chofer malgeniado podrán servir.
Helen ahogó un suspiro.
—Sí, bueno, no todo puede ser glamour —reconoció de mala gana—. Me voy ahora o no tendré un buen lugar. Deséame suerte.
Prue hizo amago de abrazarla, pero se contuvo e hizo un gesto curioso con las manos a la altura de su cabeza.
—¿Qué se supone que fue eso? —preguntó Helen, intrigada.
—Es solo que no quiero arruinar tu vestido con un abrazo. Tómalo como… un poco de magia.
—De acuerdo, gracias. Dios sabe que la necesitaré.
Prue sonrió y vio partir a su amiga con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Dudaba mucho de que Helen tuviera una historia propia de un cuento, no iba con su carácter, no con ese del que acostumbraba a alardear, pero ¿quién sabía lo que el destino le deparaba? Quizá se llevara una sorpresa.
“Lo más grande que te puede ocurrir es que ames y seas correspondido”
(Moulin Rouge)
—Buenas noches a todos, estamos en vivo desde la alfombra roja de los premios más esperados de la temporada y les tengo preparada una tarde extraordinaria. Sus actores favoritos desfilarán con sus mejores galas y ustedes podrán saber lo que esperan de la premiación y todo lo que logre averiguar acerca de sus nuevos proyectos. Continúen en la señal, saben que pueden seguirnos también a través de las redes sociales. Volveremos en un minuto para dar inicio a esta cobertura especial. Soy Helen Pryce y les prometo que esta será una tarde inolvidable.
Helen mantuvo la sonrisa incluso cuando el camarógrafo le avisó con una señal de que estaban fuera del aire y dio una mirada alrededor con ojo experto.
El ambiente propio de una alfombra roja como aquella le hacía burbujear la sangre. Había quienes lo encontrarían un poco intimidante, seguro, toda esa gente dando vueltas, ese caótico orden propio de un evento tan importante en que se procuraba tener todo pautado al detalle, y aun así conservar cierto aire informal que hiciera creer al público en una naturalidad que pocas veces era real. A ella le encantaba ese mundo de oropel que era montado y desmontado frente a sus ojos; tenía un poco de magia que no estaba reñida con la realidad. Tal y como Helen veía el mundo.
Los invitados empezaban a llegar, podía verlo desde su posición privilegiada a solo unos metros de la entrada del teatro en que se llevaría a cabo la ceremonia. Una vez que los asistentes cruzaran esa puerta, estarían fuera de su vista, pero aún faltaban un par de horas para aquello, por lo que tenía que aprovechar cada minuto. Las limusinas estacionadas a escasa distancia del inicio de esa larga alfombra por la que empezarían a desfilar los invitados y el grupo de agentes y encargados de relaciones públicas que iban de un lado a otro simulando un enjambre de abejas eran el aviso de que todo estaba por empezar.
Helen era solo una de las decenas de periodistas acreditadas para cubrir el evento; su cadena había enviado también un par de camarógrafos además del que le acompañaba en esa ocasión, el buen Richard Carter, en su opinión el mejor y el más agradable; le gustaba trabajar con él y se entendían a la perfección. Mientras ella se encargaba de las entrevistas en vivo, sus colegas procurarían grabar todo lo ocurrido durante el evento para luego presentarlo en los noticieros de la noche y el programa que trataba al detalle la vida de los famosos, que se emitía los domingos. Incluso ellos, que no estaban frente a la cámara, iban muy bien vestidos; nadie quería desentonar en la gala.
Tras saludar a un par de colegas de cadenas de la competencia, pero con quienes tenía muy buena relación, Helen se preparó para hacer su trabajo. Permanecer inmóvil en espera de que los asistentes a la gala pasaran por su lugar le parecía una tontería, prefería ser ella quien se acercara. Le gustaba tener pautadas algunas entrevistas con tiempo, y para eso tenía que moverse. Conversó con un par de agentes, hizo unas discretas averiguaciones y se mantuvo informada de la identidad de quienes iban llegando gracias a su contacto entre los encargados de señalar los estacionamientos de las limusinas. Una vez que tuvo todo eso preparado, hizo un discreto gesto a Richard, que estaba siempre atento a sus indicaciones, y ensanchó la sonrisa. Para ellos, la fiesta acababa de empezar.
Poco más de una hora después, a Helen le dolía la mandíbula y hubiera dado cualquier cosa por poder sentarse durante cinco minutos, pero si dejaba eso de lado, la verdad era que todo marchaba estupendo. Acababa de terminar una entrevista con una famosa actriz que hacía su regreso triunfal a las grabaciones después de un autoimpuesto retiro de un par de años y había conseguido que confirmara el nombre de la joven actriz que haría el papel de coprotagonista, un dato por el que cualquiera de sus colegas mataría. Y Helen también. Su jefe estaría feliz.
Sin dar la más mínima muestra de cansancio, leyó con discreción los nombres que sus contactos le hacían llegar al móvil en breves mensajes de texto y sus ojos se entrecerraron al encontrarse con el que llevaba esperando casi desde su llegada. Hizo un gesto a Richard para que se mantuviera en su puesto y se abrió paso entre las filas de personas que intentaban avanzar en dirección a la entrada al teatro.
Sonrió al reconocer a Aaron Markham a solo unos metros de distancia. El actor británico del momento. Y eso no era poco considerando la cantidad de sus compatriotas que estaban dando el gran salto al mercado estadounidense. Pero era justo decir que Aaron iba un paso más allá en cuanto a talento y profesionalidad, de allí que su presencia generara tanta expectativa entre los periodistas. Y unos cuantos gritos de los fanáticos que se agolpaban en la zona reservada para el público, como Helen comprobó para desespero de sus oídos. En su defensa se dijo que, tal vez, si ella no estuviera acostumbrada a tratar con actores como él y tuviera diez años menos, también gritaría de emoción al verlo. Solo un poco.
Aaron era realmente llamativo, pero no se trataba solo de su físico. Helen estaba un poco harta de ver tantos rostros atractivos apareciendo todo el tiempo en el panorama actoral. Bastante alto, con cabello rubio cenizo muy corto y pulcro y con sus facciones clásicas, lo tenía todo para hacer suspirar a cualquier mujer, pero era en realidad su aire afable y al mismo tiempo distante lo que Helen encontraba más atractivo.
Así había sido desde que irrumpió en la escena estadounidense gracias a una película independiente de su país que se había convertido en un éxito de taquilla y que fue muy bien recibida por la crítica. Desde entonces le habían llovido contratos, pero él parecía tan cauto para elegir sus papeles como se mostraba frente a la prensa. Aunque trataba a todos los que se le acercaban con mucha amabilidad y poseía una destreza admirable para conectar con las personas, era obvio que mantenía una reserva muy difícil de derribar. Helen lo había intentado y odiaba reconocerlo, pero había fracasado más de una vez; igual que muchos de sus colegas, lo que era un magro consuelo.
Había perdido la cuenta de las veces que se las había arreglado para entrevistarlo en otros eventos como aquel, algunos estrenos, e incluso cuando se lo topó tras bambalinas en el concierto de una famosa banda. Siempre atento y muy cortés, había respondido sus breves preguntas con soltura, pero sin que Helen lograra profundizar como le hubiera gustado. El hecho de haber conseguido solo unos minutos con él no ayudaba a que lo llevara mejor; era una espina clavada en su costado y estaba convencida de que de contar con más tiempo podría conseguir algo. Pero también sabía que no iba a lograr nada con presionar. Aaron Markham parecía el tipo de persona que se encerraba más en sí mismo frente a esa actitud, lo había visto en las entrevistas realizadas por otros de sus colegas cuando insistían demasiado en puntos que él no deseaba tratar. Sus ojos azules, por lo general cálidos, mutaban por completo, y un brillo que le recordaba a un témpano ocupaba su lugar y no había forma de que se abriera nuevamente. Helen no podía culparlo por eso, respetaba a los actores que protegían su intimidad y procuraba ser muy respetuosa con el tema, creía que eso diferenciaba a un buen periodista de uno que se comportaba como un carroñero, pero eso no quería decir que no estuviera dispuesta a ir un poco más allá en busca de respuestas. Al final se trataba tan solo de encontrar un balance.
Esa tarde Aaron llevaba un traje negro impecable, lo que no le sorprendió, porque siempre vestía muy bien y, aún mejor, sabía lucir la ropa con naturalidad. Helen sospechaba que debía de verse elegante incluso en pijama, una imagen que le arrancó una sonrisa y sirvió también para que dejara a un lado sus pensamientos y se concentrara en el presente.
En lugar de acercarse a él, como hacían muchos otros, enrumbó sus pasos a una figura solitaria que se mantenía a unos pasos de distancia del tumulto, pero que no perdía un solo detalle de lo que ocurría frente a sus ojos.
Peter Collins era considerado uno de los agentes más respetados y ambiciosos de Los Ángeles, y ostentar semejante reputación en un lugar como aquel no era poco. De corta estatura, con piel muy blanca y una brillante cabeza sin un solo cabello, podía pasar desapercibido para quien no supiera de quién se trataba, lo que según le había confesado a Helen alguna vez en un inusual rapto de sinceridad, era una ventaja en su profesión. Al verla acercarse, esbozó una gran sonrisa que llegó también a sus ojos y le hizo un gesto en señal de saludo.
—Señorita Pryce, te ves bien hoy, ¿cómo es que no está todo el mundo fotografiándote? —le dijo una vez que ella llegó a su lado.
Helen sonrió, divertida y nada impresionada por el halago. Peter siempre tenía una lisonja en la punta de la lengua, pero jamás le había hecho una sola proposición de mal gusto. Era bien sabido que adoraba a su esposa, una preciosa exmodelo, y que era el orgulloso padre de tres niños tan agraciados como su madre.
—No lo sé, supongo que tienen cosas más importantes que hacer —dijo ella, fingiendo un suspiro resignado—. Te ves muy elegante, ¿traje nuevo?
—¿Te gusta? —se vio las mangas de la chaqueta y sacudió una inexistente pelusa de una de ellas—. Lo escogió Kathy.
—La buena fortuna de contar con una mujer con buen gusto —comentó Helen, sonriendo al detectar el tono amoroso en la voz de ese hombre por lo general tan práctico al mencionar a su esposa— ¿Cómo está ella?
—Bastante bien, prefirió quedarse en casa con los chicos y trabajando, está por publicar un libro de ejercicios, tal vez oíste algo… —Peter se cortó al notar la familiaridad con la que le hablaba. Helen por lo general tenía ese efecto en las personas, inspiraba una confianza inmediata, y a Peter no le hacía mucha gracia, por lo que fue un poco más parco al continuar—. Pero no has cruzado ese mar de gente para preguntar por mi familia. ¿Qué es lo que quieres?
Helen sacudió la cabeza de un lado a otro, sin sentirse ofendida por el cambio en su actitud. Estaba acostumbrada a tratar con un Peter receloso.
—Necesito cinco minutos con Aaron —dijo, como si fuera un pedido muy común.
Peter entrecerró los ojos y Helen casi pudo ver cómo funcionaban los engranajes de su mente. Jamás se negaría, claro, no en un evento como aquel, y menos tratándose de ella, pero el negociar estaba en su ADN.
—Tres —replicó al fin él.
—¡Vamos! ¿Qué le voy a preguntar en tres minutos?
—Eres una excelente periodista, seguro que se te ocurrirá algo —Peter le guiñó un ojo—. Pero nada de menciones a sus próximos proyectos y su relación con Ivana Petrelli.
Helen abrió mucho los ojos y reprimió una maldición. Era precisamente lo que deseaba preguntar. Todo el mundo quería saber cuál sería su próxima película e, incluso más, qué había pasado con esa modelo con quien había estado saliendo los últimos tres meses, pero con quien al parecer acababa de terminar.
—Estás bromeando, ¿no? —dijo ella sin disimular su fastidio.
—Esto es una alfombra roja, no vas a incomodarlo con esas cosas.
—No puedo creer que Aaron esté de acuerdo con eso.
—¿Crees que lo conoces mejor que yo? —Peter suspiró y elevó los ojos al cielo para continuar con un tono más persuasivo—. Mira, sé amable, esta es una noche especial para él.
—Lo sé, también lo es para mí… —Helen pensó a toda velocidad y le dirigió una mirada calculadora al dar con algo que podría servir. Su voz se hizo más dulce entonces. Quizá demasiado—. Pero estoy de acuerdo en que tal vez no sea el mejor momento para hacer preguntas muy profundas, no en vivo, frente a las cámaras…
—Me alegra que lo entiendas.
—Así que seré amable, muy amable… si arreglas esa entrevista de la que ya hemos hablado antes.
Esperó en silencio durante todo un minuto a que Peter registrara sus palabras, y no le extrañó toparse con una mirada irritada.
—¿Me estás chantajeando? —preguntó en un susurro.
Helen se encogió de hombros con una sonrisa cándida.
—Quid pro quo, cariño —replicó, desenfadada.
—¿Desde cuándo enseñan latín en la escuela de periodismo?
—Eso lo aprendí en mi primer día de trabajo —dijo ella—. ¿Tenemos un trato?
Peter dio la impresión de estar a punto de negarse, pero debió pensar en algo, porque hizo un gesto que bien pudo ser de afirmación.
—Veré qué puedo hacer, pero solo porque me gustan tus agallas. Lo que no me gustan son los chantajes —le advirtió, endureciendo el tono.
—Lo tendré en cuenta.
—Tres minutos ahora, no lo olvides, todavía tiene varias entrevistas pautadas antes de entrar al teatro —dijo él.
—Tus deseos son órdenes —Helen aceptó de inmediato. Ya tenía lo que quería. O casi.
Peter resopló al oírla.
—Sí, claro, como si me fuera a creer que eres de las sumisas. Apuesto que tienes un látigo escondido en alguna parte debajo de ese vestido… —sin esperar una respuesta, se fue refunfuñando y sin despedirse.
Helen reprimió una risa y lo vio marchar con los ojos brillantes.
Aaron Markham contuvo el segundo bostezo de la tarde y mantuvo su expresión imperturbable mientras escuchaba la exagerada presentación de una joven periodista frente a las cámaras. Parecía como si estuviera hablando de un líder mundial, y no de un actor, pero hizo lo posible porque no se notara su escepticismo. Ese exceso de entusiasmo lo ponía un poco nervioso en sus inicios, pero a esas alturas se encontraba ya acostumbrado y, aun cuando esperaba que no fuera muy evidente, le parecía bastante aburrido. Pese a ello, mantuvo una expresión de absoluta atención en la entrevistadora y sonrió en los momentos oportunos mientras respondía a sus preguntas y esquivaba las que no estaba dispuesto a responder. Por fortuna, las entrevistas en ese tipo de eventos eran bastante breves y pronto estuvo despidiéndose y dando media vuelta para tomarse un descanso en espera de la siguiente.
Al ver quién se acercaba hacia él no pudo reprimir una sonrisa, esta vez muy sincera.
Le gustaba Helen Pryce. No en un sentido físico o, mejor dicho, no solo en ese sentido, porque tendría que haber estado ciego para no admirarla como la mujer hermosa que era. Lo que la hacía distinta a la mayoría de mujeres con las que trataba en su trabajo, era que además de atractiva le parecía extremadamente agradable. Y eso sí que era algo poco usual.
Aunque a simple vista podía dar la impresión de ser una periodista más que prestaba mucha atención a su apariencia, lo que pensó al verla por primera vez hacía ya varios meses, en realidad había mucho más bajo la superficie, y lo supo tan pronto como la vio abrir la boca. Tenía un sentido del humor delicioso, un poco irónico, incluso cínico, pero a él le encantaba, y siempre parecía encontrar la palabra precisa para arrancarle una sonrisa. Jamás hacía preguntas tontas, y era lo bastante lista para disfrazar las que él consideraba peligrosas con tan buen tino que se había visto más de una vez tentado a responderlas solo para satisfacer su curiosidad y premiar de alguna forma su astucia.
Nunca habían mantenido una charla muy extensa, casi siempre se veían en eventos como aquel, ella hacía algunas preguntas y le deseaba buena suerte si era una premiación o que disfrutara de la película si se trataba de un evento. Alguna vez habían compartido unos minutos antes de salir al aire y la conversación entonces había sido bastante insustancial, pero Aaron recordaba perfectamente que en esas ocasiones se había quedado con el deseo de saber algo más acerca de ella. Excepto que adoraba su trabajo, que podía llevar un vestido con la gracia de una modelo y hacer bromas inteligentes, en realidad apenas la conocía, y hubiera sido hipócrita de su parte no reconocer que le habría gustado hacerlo.
A Peter le encantaría saber lo que pasaba por su mente en ese momento, se dijo con una buena cuota de malicia dirigida a su amigo y representante. La verdad era que al pobre le daría un ataque si se enteraba de lo interesante que encontraba a esa periodista. En su opinión, mezclarse con la prensa a un plano personal era casi un suicidio en su profesión y, le gustara o no, Aaron tenía que reconocer que había algo de razón en esa idea.
Cuando Helen llegó a su lado, con su camarógrafo a una prudente distancia, le regaló una sonrisa amistosa.
—Un día ajetreado, ¿eh? —lo saludó ella con su buen humor habitual.
—Puedes decirlo así. Ha sido una locura, y aún no termina —se acercó un poco más a ella y bajó la voz para evitar ser oído por las otras personas que revoloteaban por allí—. ¿Cómo va para ti?
Helen se encogió de hombros.
—No puedo quejarme, pero considera que encuentro estas cosas mucho más divertidas que tú. Sé cuánto lo odias.
—No lo odio… —Aaron se apresuró a negar esa afirmación.
—Tranquilo, no estamos frente a cámaras y no lo mencionaré a nadie, aunque no creo que sea un gran secreto. Es bastante evidente.
Aaron estuvo tentado a negarlo nuevamente, pero ella habló con tanta naturalidad que no encontró la forma de hacerlo.
—Tal vez tengas razón, pero lo negaré si lo mencionas.
—Entendido —Helen se encogió de hombros una vez más y sonrió—. Me gusta tu traje, ¿de dónde lo sacaste?
—De mi closet —le gustó oírla reír, tenía una risa cristalina y contagiosa—. Es un bonito vestido el que llevas.
—¿En verdad lo crees? —ella llevó una mano a la falda con un gesto que encontró conmovedor—. Estoy enamorada de él, me encanta. Le decía a una amiga esta mañana que me siento como una Cenicienta con él.
Aaron elevó una ceja, sorprendido por ese comentario. No le parecía una mujer que pensara mucho en cuentos de hadas, y lo encontró como un hecho interesante para sumar a las pocas cosas que sabía acerca de ella.
—Espero que no lleves unos zapatos como los suyos, porque odiaría verte sufrir —señaló con discreción a una joven cantante que hacía sus pinitos en la actuación y que llevaba unos tacones que podrían sacarle un ojo a una pobre alma descuidada—. No puedo creer que soportes permanecer de pie aquí durante horas con cosas como esas. En realidad, me sorprende que no te hayas roto un pie.
Helen rio por lo bajo, mirando en la dirección que él señalaba y se mantuvo en silencio un momento, dirigiendo la mirada a sus ojos, como si cavilara mucho acerca de si debía decir o no lo que estaba pensando.
—¡Qué comentario más inocente y propio de un hombre! —respondió ella al fin; luego se acercó un poco e hizo un gesto para que se inclinara para oír lo que decía a continuación—: ¿Quieres ver los zapatos que llevo ahora?
Aaron la miró, intrigado, y se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —dijo, sin disimular su curiosidad.
Helen sonrió, dio una rápida mirada alrededor para asegurarse de que nadie les prestaba demasiada atención, levantó un poco el ruedo del vestido y le hizo un gesto para que viera en esa dirección. Apenas contuvo una carcajada al ver la expresión incrédula en su rostro y volvió el vestido a su lugar con una sonrisa satisfecha.
—Esas son zapatillas —dijo él al fin, aún incrédulo y, según pudo intuir Helen, a punto de romper a reír.
Helen se alisó un poco la falda sin perder un instante su exquisita postura, como si lo que acabara de hacer fuera del todo común.
—El manual no escrito de cómo sobrevivir a una alfombra roja señala como uno de los puntos más importantes que jamás, pero jamás, debes usar zapatos de tacón mientras tienes que ir corriendo de un lado a otro durante las entrevistas —le dijo, y era evidente que hablaba muy en serio—. Claro que puedes usar unos bonitos si tienes suerte y vas a las fiestas que organizan después; traje un par de ellos por si acaso. Pero durante el trabajo, mi amigo, estas bellezas son mis mejores amigas —le guiñó un ojo y al ver que Peter empezaba a hacer gestos tras ellos señalando su reloj se puso en alerta—. Tu guardián empieza a impacientarse. ¿Está bien si empezamos ahora?
Aaron asintió y la miró de reojo.
—Preferiría que no te refirieras a Peter como mi guardián, me hace sentir como si fuera un pastor alemán —le dijo.
Helen contuvo nuevamente una carcajada, empezaba a notar que lo hacía mucho cuando hablaba con él, y era una sensación agradable. Sin profundizar mucho en ello, le hizo una seña a Richard para que preparara la cámara para empezar a grabar, y sonrió a Aaron.
—Lo siento, no pude evitarlo —reconoció en voz baja sin verse muy arrepentida, para luego dirigir su atención a la cámara mientras Aaron hacía otro tanto, como si ambos supieran perfectamente lo que seguía a continuación—. ¿Listo?
—¿Tengo opción? —preguntó él sin perder su calmada sonrisa.
—Me parece que conoces la respuesta a eso.
Aaron metió las manos en los bolsillos del traje y los hombros se le tensaron de forma casi imperceptible, según logró distinguir Helen, algo que había notado le ocurría siempre que era entrevistado; no estaba equivocada al decirle cuán obvio era que no le gustaba mucho recibir toda esa atención, pero en su defensa debía reconocer que un ojo poco entrenado no se daría cuenta.
El camarógrafo hizo el conteo y cuando se encontraron al aire ensanchó la sonrisa, olvidando de inmediato las manías de Aaron y centrándose en su trabajo.
—Continuamos desde la alfombra roja de este gran evento y ahora estoy con uno de los favoritos de la noche, el señor Aaron Markham —dirigió a Aaron una mirada apreciativa, y él a su vez pasó su atención de ella a la cámara con un tiempo perfecto; quizá no le gustara dar entrevistas o ser el centro de atención, pero cuando tenía que serlo, era fabuloso—. Gracias por tu tiempo, Aaron.
—Es un placer.
—Debes de sentirte muy emocionado. Hoy es una noche especial —dijo Helen, dividiendo su atención entre él y la cámara—. Me refiero, claro, a tu nominación como mejor actor de reparto. Felicidades.
—Gracias. Es posible que suene como una frase trillada, pero estoy orgulloso de haber sido nominado junto a colegas tan talentosos —respondió él, y Helen notó que era muy honesto.
—Todos lo son, y estoy segura de que ellos piensan lo mismo de ti —Helen sonrió—. Además, esta es tu primera nominación en suelo americano.
—Lo es, sí, y eso lo hace más significativo.
—Ya lo creo. Debes de sentir que este año ha sido un torbellino. Tres películas, dos de ellas como protagonista y, me atrevo a adivinar, unos cuantos proyectos en camino, ¿cierto?
Aaron esbozó una sonrisa, pero le dirigió una mirada profunda, de esas que parecían ser un sello distintivo en él, la misma que había visto en sus ojos cuando algunos colegas empezaban a tocar una fibra sensible y Helen se replegó de inmediato. ¿Quería ser misterioso? Bien, ella respetaba eso. Por ahora.
—Algunos —respondió él al fin.
—No nos dirás nada más…
—¿Acerca de qué? —preguntó él, simulando inocencia.
Helen fingió una mirada indignada, pero recuperó su desenfado casi de inmediato e hizo el ademán de mirar tras él, buscando a alguien para luego volver su atención a Aaron. En realidad, se había asegurado de que Peter estuviera cerca, y escuchando. Planeaba hacer que respetara su trato y no quería excusas.
—Está bien, está bien, sé cuándo no debo presionar —dijo ella, sin mostrarse muy decepcionada y dispuesta a probar de nuevo. Solo un poco—. Pero tengo otra pregunta, una que estoy segura se hacen todos nuestros televidentes y los asistentes a la gala.
Aaron la miró curioso y, según pudo percibir Helen, en guardia.
—No tengo idea de cuál puede ser… —respondió.
Helen se encogió de hombros y sus ojos brillaron.
—Allí va —dijo, y era obvio que lo estaba disfrutando— ¿Cómo es que uno de los hombres del momento está aquí solo en esta gran fiesta?
Aaron tardó solo un instante en responder.
—No estoy solo —dijo él, señalando la muchedumbre con una sonrisa despreocupada.
Helen atacó una vez más.
—Sabes a lo que me refiero. Todos se preguntan lo mismo que yo. ¿Por qué no hay una hermosa chica de tu brazo? ¿Dónde está tu pareja en una ocasión como esta?
Por un momento, Helen pensó que había ido demasiado lejos; habría tenido que ser un completo idiota para no notar la referencia a su última relación, solo esperaba que Peter no lo hubiera escuchado. Pero si Aaron sintió que acababa de cruzar la línea, no dio visos de ello; mantuvo la sonrisa y respondió con una compostura envidiable.
—No tenía a quién llamar —confesó con simpleza.
Helen recibió la respuesta conteniendo un suspiro de alivio y decidió seguirle el juego, de modo que fingió sentirse horrorizada al mirar a la cámara.
—No tenías… ¿Cómo es eso posible? ¡Debiste llamarme a mí! —exclamó entre risas—. Pensaba venir de cualquier forma y, como puedes ver, tengo un vestido.
Aaron le devolvió la sonrisa.
—Puedo verlo, sí —dijo, más relajado—. Lo tendré en cuenta para otra ocasión.
—Por favor, hazlo —Helen rio y vio a Peter a solo unos metros, haciendo nada discretos gestos—. Gracias por tu tiempo. Que disfrutes la ceremonia, mucha suerte.
—Gracias.
Aaron sonrió a la cámara y le hizo un gesto de despedida.
—Gracias a ti —Helen lo vio alejarse y no pudo resistir la tentación de molestarlo un poco, así que se llevó la mano al oído, como si sostuviera un teléfono invisible—. Ya lo sabes, solo llama.
Él rio una vez más y sacudió la cabeza mientras se dirigía a su próxima entrevista, pero giró a verla una vez sobre su hombro antes de reunirse con Peter.
Cuando Helen llegó a su apartamento, muy tarde por la noche, lo único que deseaba era dejarse caer sobre su cama y dormir por un par de días. Desde luego, lo segundo no era posible, tendría que levantarse muy temprano la mañana siguiente, pero la idea en sí era tan agradable que se permitió soñar con ella mientras giraba la llave de la cerradura.
Había pasado por el canal tan pronto como terminó con sus labores de ese día, eludiendo el ir a una fiesta organizada por uno de los auspiciadores del evento; no creía que pudiera sonreír por mucho tiempo más, estaba exhausta. Incluso alguien con una enorme fuente de energía como ella necesitaba tomarse un descanso. Casi había llorado de alivio al reunirse con Prue en la sala de vestuario mientras la ayudaba a quitarse el vestido y deshacerse del maquillaje. Había disfrutado cada segundo de llevarlos, pero seguro que Cenicienta también habría suspirado de gusto al liberarse de su propio vestido y esa única zapatilla con la que regresó a casa.
Desafortunadamente, Helen estaba acostumbrada a que sus planes se vieran casi siempre truncados. Lo peor era que por lo general no era culpa suya.
Tan pronto como puso un pie en su apartamento, que se encontraba en penumbras, y distinguió una figura sentada en el suelo, justo bajo el umbral de la cocina, inspiró con fuerza, cerró los ojos un momento para reunir la escasa paciencia que le quedaba y se encaminó hacia allí.
Tenía un bonito lugar y estaba muy orgullosa de él. No era particularmente grande, pero tenía un buen tamaño y se encontraba en un buen lugar de la ciudad, muy cerca de su trabajo. El salón era la habitación más grande la casa, y aunque debía de ser también el comedor, se las había arreglado para ubicar una bonita mesa con un par de sillas en una esquina creando un conjunto agradable sin que le restara espacio. La cocina estaba a solo unos metros, separada por unas puertas dobles, precisamente bajo las que se encontraba esa figura tan familiar.
Sin decir una palabra, se dejó caer a su lado y cruzó las piernas a la altura de los tobillos, lanzándole una mirada calculadora con el fin de hacer un recuento de los daños. La botella vacía de cerveza a su lado le dio una buena pista de cómo iban las cosas.
George Spencer se había convertido en su amigo al poco tiempo de conocerse; incluso se atrevería a asegurar que era el mejor que tenía, aun por encima de Prue, a quien adoraba. Quizá se debiera a que tenían mucho en común, como la personalidad un tanto cínica, desenfadada y poco afecta a los filtros. La diferencia era que Helen sabía cuándo mantener la boca cerrada de ser necesario, algo que George no haría aunque la vida se le fuera en ello.
Se conocieron en una fiesta dada por un amigo en común hacía un par de años y simpatizaron de inmediato. En realidad, George había intentado coquetear con ella, y Helen lo rechazó de forma tajante, ya le habían advertido acerca de ese escritor malgeniado de trato un tanto brusco y con una palabra ácida lista en cualquier momento para incomodar al interlocutor de turno. Aunque era un hombre muy atractivo, con apariencia de deportista acostumbrado a hacer ejercicio al aire libre, un cabello castaño abundante y unos ojos grises muy seductores, la verdad era que Helen no pensó ni por un segundo que podría interesarse en él. Hubiera sido como salir consigo misma, se dijo entonces con su humor negro, y luego de conocer un poco más a George se dio cuenta de que había hecho bien al tomar esa decisión. Porque tan pronto como dejó eso en claro y él comprendió que no tenía una oportunidad con ella, se dieron cuenta de que tenían todo para desarrollar una interesante amistad. O al menos eso pensaba Helen.
Por eso, cuando un año atrás George se rompió una pierna en un confuso incidente luego de pelear con su exjefe, quien por acierto acababa de despedirlo de la revista en la que trabajaba entonces, Helen le ofreció de inmediato ocupar la habitación que tenía disponible en su apartamento y ayudarle en lo que fuera posible. George no tenía familia, vivía solo en un minúsculo lugar y era demasiado orgulloso para pedir ayuda, de modo que, aun cuando en un primer momento se negó, cambió rápido de opinión. Y tan cómodo se sintió con el cambio de domicilio que en cuanto pudo ponerse nuevamente de pie le sugirió quedarse allí y compartir los gastos del alquiler.
En un principio Helen estuvo tentada a negarse, le gustaba mucho su independencia, pero no tuvo corazón para rechazar a George cuando fue evidente que había requerido mucho valor el atreverse a pedirlo. Y además, no le vendría mal un poco de ayuda con los gastos, sin mencionar que no tenía una vida social muy agitada, así que tampoco temía que le afectara en ese sentido. Había pasado ya casi un año y no podía decir que hubiera sido una mala experiencia. Helen tenía tres hermanos varones, así que estaba acostumbrada a convivir con hombres y soportar sus manías; comparado con ellos, George era casi un santo y le gustaba pensar que eran una buena influencia el uno para el otro.
Excepto cuando su amigo cometía un error, abría la boca y se veía en una situación como aquella. Lo que desgraciadamente ocurría cada par de meses.
Con un suspiro, le dio un codazo amistoso para llamar su atención y decidió preguntar sin dar muchas vueltas.
—¿Te han despedido del programa?
George levantó la cabeza y enderezó las rodillas para apoyar los codos sobre ellas. La miró de lado y Helen notó que no enfocaba muy bien. ¿Cuántas cervezas habría bebido?
—Solo para que lo sepas, renuncié —le dijo, levantando la barbilla.
—Cariño, lamento decirlo, pero tratándose de ti eso no es digno de mucho mérito —replicó Helen con un ceja alzada.
George frunció el ceño y volvió a enterrar la cabeza entre las manos.
—Vaya, gracias —dijo con voz amortiguada.
Helen no se dejó conmover, ya habían pasado por eso antes. Le dio un nuevo codazo, esta vez con menos amabilidad, hasta que él volvió a prestarle atención.
—O es una cosa u otra contigo, ya lo sabes. Si no lo dejas porque te enfadas por algo, entonces te despiden; tienes una asombrosa capacidad para hacer enojar a la gente, y no es un halago —continuó ella.
George exhaló un hondo suspiro y sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No lo niego, la verdad es que tenía que pasar. Si no me iba, ellos me despedirían de cualquier forma. Sabes que puedo ser un imbécil a veces —reconoció de mala gana.
Solo entonces Helen se permitió mostrar su solidaridad y le dio una palmada amistosa en la mano.
—Claro. Pero también eres un escritor brillante y una buena persona. ¿Por qué no pueden ellos soportar tus tonterías de vez en cuando? Yo lo hago casi todo el tiempo —comentó sonriendo.
—Gracias. De nuevo —George se permitió una risa falta de humor y la observó con curiosidad—. Pensé que habías ido a una alfombra roja o algo así. ¿No acostumbras usar vestido en esas ocasiones?
Helen bajó la mirada a la camiseta gastada y los pantalones por los que había cambiado el vestido en el canal.
—Lo usé, y era muy bonito; te enseñaré fotografías luego, y además podrás verlo en el noticiero. Pero necesitaba algo más cómodo para terminar el día —le dijo, para luego encogerse de hombros—. ¿Ahora vas a decirme qué pasó con el trabajo? Sabes que no eres muy bueno distrayendo mi atención.
George suspiró una vez más y pareció darse por vencido. Helen notó que no estaba tan bebido como había pensado en un primer momento.
—Todos son unos idiotas —dijo al fin, con un leve tono de desprecio.
—Todos menos tú, supongo —replicó ella sin disimular el sarcasmo—. ¿Qué fue exactamente lo que hiciste? Parecías tan a gusto…
Un conocido se puso en contacto con él hacía unas cuantas semanas para decirle que lo había recomendado a una pequeña televisora que acababa de empezar la producción de series para televisión. George era un buen escritor y tenía experiencia como guionista, así que no fue difícil conseguir el puesto; por un tiempo pareció estar disfrutándolo bastante. Hasta entonces.
—En verdad lo intenté, Helen, lo juro. Pero ellos simplemente no querían escucharme.
—¿Te refieres a los otros guionistas? —insistió ella, suponiendo cuál había sido el problema esa vez.
George asintió.
—No digo que soy el dueño de la verdad o que sus ideas fueran malas, pero podían ser mucho mejores. Hubiéramos podido hacer algo genial —George se veía realmente abatido al explicarse—. Solo tenían que escuchar.
—Quizá el problema fuera la forma en que intentaste hacer llegar el mensaje —sugirió Helen con tiento—. A veces eres un poco duro, y eso puede ser ofensivo para los demás. ¿Los llamaste idiotas?
George agachó la cabeza, y Helen emitió un gemido de desespero.
—Los llamaste algo mucho peor que idiotas, ¿no? —Al ver el breve movimiento de cabeza en señal de afirmación, ahogó una maldición—. ¡George!
—Ya lo sé —él hizo un gesto de fastidio y se pasó una mano por el cabello—. No estoy orgulloso, Helen, sé que cometí un error. Y también sé que los cometo a menudo. No tienes que decírmelo.
Helen se encogió de hombros y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Tienes un carácter espantoso —le dijo—, pero sé que puedes ser muy buena persona. ¿Por qué no dejas que los demás también lo vean?
—Porque soy un idiota, ¿recuerdas? —George rio sin pizca de humor—. En mi defensa, intenté disculparme luego.
—Supongo que no fue suficiente.
—¿Lo es alguna vez?
Helen correspondió a su sonrisa, pero de pronto se sentía tan cansada y triste por él que no supo qué decir. Por suerte, George pareció haber tenido suficiente de lamentaciones, porque le dio una palmadita amistosa en el cabello e hizo amago de levantarse, aunque no lo consiguió porque tuvo que apoyarse contra la pared al trastabillar.
—¿Cuántas, George? —preguntó Helen señalando la botella de cerveza.
—Tres o cuatro, no estoy seguro —él se encogió de hombros—. Estaba deprimido.
—Sí, claro.
Él frunció el ceño ante su tono mordaz.
—Debería casarme —dijo de pronto, como quien tiene un momento de iluminación.
Helen lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué? —preguntó, confundida por el brusco cambio de tema.
—Para poder divorciarme —respondió George, como si fuera muy lógico—. Los más grandes autores siempre han escrito mejor después de un divorcio. Mientras más miserable, mejor. Así no tendré que aceptar esos trabajos mediocres.
Helen se apoyó en su hombro para ponerse de pie y le dio una mano para ayudarlo a hacer otro tanto, lo que él logró tras un par de intentos.
—No tienes que divorciarte para ser miserable, créeme —le dijo muy segura.
—¿La experiencia al habla?
—Tú lo has dicho —Helen señaló la puerta de la cocina—. Ahora, ve a prepararte un café mientras tomo un baño y voy a la cama; estoy exhausta. Podemos seguir hablando de esto en la mañana.
—No creo que pueda tolerar un sermón de nuevo.
Helen lo ignoró y se dirigió al baño, pero regresó solo un par de minutos después con pasos rápidos y expresión horrorizada.
—George, hay una mujer dormida en la bañera —le dijo, tomándolo de un brazo.
George entrecerró los ojos e hizo un gesto al recordar.
—Ah, sí, es una compañera de trabajo; bueno, lo era. Se ofreció a traerme luego de… de todo y luego nosotros… ya sabes —se encogió de hombros—. Su nombre es Mary. Creo.
—¿Crees? —preguntó Helen en un susurro histérico.
—No, estoy seguro. Creo.
Ella lo sacudió más fuerte.
—¡George! No puedes traer a una desconocida al apartamento; tenemos reglas acerca de eso. ¿Y si es una asesina en serie o algo así?
—¿Por qué querría una asesina en serie acostarse conmigo?
—No tengo idea —Helen puso los ojos en blanco y contó hasta diez antes de seguir—. Solo comprueba que se despierte del todo y llévala a tu habitación o a su casa. No me importa, pero sácala de mi baño.
—Sí, mamá.
Helen lo fulminó con una mirada y se dirigió a su dormitorio, cerrando la puerta tras ella con un golpe sin importarle si despertaba a su visitante. Estaba cansada y solo quería dormir. Sin cambiarse y olvidando el ansiado baño, se dejó caer sobre la cama y cerró los ojos. Un par de minutos después estaba profundamente dormida. Su día de Cenicienta acababa de terminar.
“Es como ver a alguien por primera vez. Se miran por unos segundos y hay una especie de reconocimiento como si los dos supieran algo. Al siguiente momento la persona se ha ido y es demasiado tarde para hacer algo al respecto”.
(Un romance muy peligroso)
Aaron no ganó el premio al que estaba nominado y le afectó tan poco que un par de semanas después continuaba siendo él el encargado de consolar a Peter por lo que, según el agente, fue una injusticia poco menos que criminal. Aaron no estaba en absoluto de acuerdo; no ideó una frase hecha cuando dijo a Helen Pryce que se consideraba afortunado de haber sido nominado en esa categoría con actores tan talentosos. Si exceptuaba a un chico que apenas se iniciaba en la carrera, pero había mostrado ya un talento sorprendente, los otros nominados tenían unos pergaminos que él esperaba poder emular con el tiempo.
Desde esa noche su rutina había variado más bien poco. Cierto que recibía más invitaciones a algunos eventos, cuya mayoría rechazaba, y que acababa de conseguir un papel tras luchar por él durante meses; pero fuera de eso, ya que no se encontraba en medio de ninguna grabación, podía decir que su vida era bastante tranquila, y eso a él le encantaba.
Aún no lograba acostumbrarse al ajetreo de una ciudad como Los Ángeles, y aun cuando sabía que su decisión de mudarse allí para manejar su carrera en un mercado más grande y dinámico había sido la correcta, no dejaba de extrañar su país, y en particular Oxford, el lugar en que había nacido y crecido. No es que Oxford fuera una ciudad muy tranquila, claro, pero no dejaba de ser su hogar.
Quizá fuera esa nostalgia el motivo por el que aún no se animaba a adquirir un lugar propio en Los Ángeles, como le había sugerido Peter más de una vez porque en su opinión los alquileres eran demasiado altos y el comprar era siempre una buena inversión. Incluso Beatrice, su hermana que vivía en Londres, le envió algunos folletos de propiedades en venta que ella, como arquitecta, estaría encantada de rediseñar si hiciera falta. Pero Aaron no conseguía decidirse, eso hubiera convertido su estadía en ese país en algo permanente y aún no estaba seguro de que fuera lo mejor. Por el momento, prefería habitar uno de los pisos de un exclusivo edificio en una de las zonas más agradables de los Ángeles, que había escogido no solo por su ubicación estratégica, sino porque estaba habitado también por otros personajes públicos como él, y ello requería una atención especial por conservar la privacidad. Quizá lo más preciado para Aaron en la actualidad.
Por fortuna, o quizá no, dependía de cómo se viera, en su mayoría los habitantes de Los Ángeles estaban acostumbrados a toparse con figuras públicas todo el tiempo, así que no podía decir que se viera acosado cuando andaba por las calles, pero era prácticamente imposible no toparse con reporteros al salir y con algunos admiradores que lo detenían para que les firmara autógrafos. En un inicio fue bastante violento para un hombre como él, que prefería mantener un perfil bajo, pero empezaba a acostumbrarse a esa rutina. Esquivaba a los paparazzi y procuraba mostrarse tan atento como le era posible con quienes se le acercaban. Hasta entonces le había funcionado bastante bien, pero si no se encontraba del mejor humor para ser sociable, siempre podía quedarse en el apartamento o ir a nadar en la enorme piscina que estaba a disposición de los residentes en la azotea del edificio, algo que siempre disfrutaba.
Tal y como hizo ese día.
Había algo en el agua en calma, en encontrarse completamente a solas una mañana cuando acababa de amanecer rodeado por un pacífico silencio que nadie rompería en un par de horas, que le inspiraba una inmensa sensación de paz. El bullicio que llegaba hasta él proveniente del exterior simplemente desaparecía, el aire se hacía más limpio y podía vaciar su mente de todo lo que le preocupaba, que no era poco. Su madre y su hermana decían con frecuencia que Aaron pensaba demasiado, y estaban en lo cierto, pero no era algo que pudiera evitar. El preocuparse estaba en su naturaleza, solo necesitaba momentos como ese para ordenar sus pensamientos y aligerar las tensiones. Luego podía enfrentarse casi a cualquier cosa.
Se sintió revitalizado al salir del agua, y mientras se secaba con una toalla fue haciendo un esquema mental de lo que debía ocuparse ese día.
Una reunión para almorzar con el productor de la película que empezaría a grabar en un par de meses, a la que sin duda se uniría Peter si lograba llegar a tiempo de su viaje a Nueva York; una grabación promocional por la tarde para el evento de caridad al que se había comprometido a asistir la siguiente semana y, si conseguía librarse antes del anochecer, podría ir al concierto de un amigo en un pequeño teatro del centro. Difícil, pero no imposible. Además, disponía de buena parte de la mañana libre y pensaba usarla en dar una mirada al guion que acababa de recibir la noche anterior.
Con sus planes ya trazados, bajó a su departamento, que estaba ubicado en la quinta planta. El edificio contaba con siete pisos, seis de ellos diseñados para albergar un amplio y cómodo departamento en cada uno, lo que les confería una privacidad muy apreciada por los ocupantes. El gimnasio y la piscina común ocupaban los pisos restantes y podían pasar días sin que los arrendatarios se cruzaran porque la mayor parte de ellos tenían horarios muy distintos. En realidad, Aaron ni siquiera estaba seguro de la identidad de todos sus vecinos. Hasta donde sabía, un conocido productor musical y su esposa ocupaban el segundo piso, y un par de aristócratas ancianas alemanas vivían en el sexto. Del resto no sabía nada y prefería seguir así.
Al entrar a su apartamento dio una mirada al correo que el conserje le entregó al llegar al edificio la noche anterior y que había dejado sobre una mesa del salón. Nada importante, un par de invitaciones, publicidad, y dos cartas sin remitente. Esas últimas enviadas por admiradores, supuso, aún sorprendido de que en una era en la que era tan sencillo acosar por Internet, alguien se molestara en hacerlo de forma más tradicional. Merecían una consideración especial por el esfuerzo, se dijo mientras las leía con una mueca de fastidio en el rostro. Las dejó a un lado con el resto del correo y encendió el televisor sin prestar mucha atención a lo que veía, listo para darse una ducha y empezar con su lectura, pero una voz familiar llegó a sus oídos y dio media vuelta para mirar la pantalla emplazada en la pared del salón.
Una sonrisa se dibujó en sus labios al encontrarse con el rostro de Helen Pryce.
Nunca dejaría de sorprenderle la facilidad con que esa mujer conseguía hacerlo sonreír. No era necesario que dijera nada, bastaba con ver sus ojos alegres, los más azules que había contemplado en su vida, casi cristalinos. Tenía una mirada muy expresiva y daba la impresión de estar siempre pensando en algo divertido; en opinión de Aaron lo que hacía era burlarse de los demás, pero no estaba del todo seguro, y sin duda ella no lo admitiría con facilidad.
Se quedó un momento apoyado en uno de los sillones oyéndola hablar acerca del evento que cubría desde una boutique exclusiva de Los Ángeles, algo relacionado con el lanzamiento de una marca por una presentadora muy famosa a la que Aaron jamás había visto en persona. La conductora el programa matutino hacía las preguntas más tontas mientras Helen las respondía con su voz clara y ligeramente burlona. Como siempre, iba muy bien vestida; parecía hecha para moverse en ese ambiente con un sencillo vestido blanco y sandalias a juego, aunque según había notado Aaron, incluso con ese tipo de vestuario conservaba un estilo desenfadado y fresco que la hacía resaltar entre otras mujeres.
Cuando ella dio por terminada la transmisión y se despidió de la audiencia para regresar con la conductora del programa, Aaron apagó el televisor y se dirigió a su dormitorio, pero casi sin darse cuenta de lo que hacía su mirada se detuvo en el teléfono sobre la mesa de noche.
Recordó las palabras de Helen la última vez que se vieron hacía un par de semanas.
“Ya lo sabes, solo llama”, había dicho ella, y sabía que era parte de un juego, que solo estaba bromeando. Pero aun así… ¿Qué era lo peor que podría ocurrir? ¿Sería tan malo?
—Ni siquiera lo pienses —se dijo a sí mismo de golpe, y sacudió la cabeza de un lado a otro.
Necesitaba ponerse en acción, su mente empezaba a urdir ideas muy raras cuando no estaba en actividad. Dejando al teléfono en paz, tomó algunas cosas y se dirigió al baño, dispuesto a hacer todo lo que había planeado durante el día y a alejar cualquier locura de su cabeza.
Helen adoraba los domingos, eran su día favorito de la semana. Casi nunca tenía asignaciones en esos días, la mayor parte de ellas eran para los sábados y había estado cubriendo una fiesta de inauguración de un nuevo club buena parte del anterior, así que tenía ese domingo libre y lo único que quería era permanecer en casa y descansar.
Como en otras ocasiones, había invitado a Prue para que almorzara con ella y George, que también prefirió quedarse en el apartamento, aunque en su caso se debía a que aún no lograba conseguir un nuevo empleo y empezaba a ponerse nervioso por esa falta de actividad. Helen había sugerido que hablara con su antiguo jefe, pero su amigo se negó en redondo y no podía culparlo; considerando su temperamento quizá fuera lo mejor, porque tal vez dijera algo imperdonable y eso solo lo perjudicaría para futuros trabajos. En Los Ángeles casi todo el mundo se conocía, al menos en su círculo. Productores, guionistas, actores, presentadores; los nombres eran familiares, así como sus reputaciones, y la de George no era la mejor. Aunque se le consideraba muy talentoso y un miembro valioso para cualquier producción, también tenía fama de conflictivo, lo peor que se podía decir de alguien en su oficio. Quizá no fuera así para los actores famosos y estrellas fugaces del momento, porque unos cuantos escándalos y una reputación de problemáticos eran casi un requisito indispensable en sus currículos para llamar la atención, pero en el caso de quienes trabajaban detrás de cámaras, la profesionalidad era indispensable.
Helen esperaba poder pensar en algo, en un contacto que pudiera echarle una mano para encontrarle un nuevo puesto, pero no quería decir nada aún. En parte porque a George no le haría ninguna gracia y también porque no deseaba que se creara falsas esperanzas. Prue estaba enterada de lo ocurrido y deseaba ayudar, pero lo mismo que Helen conocía bien a George y prefería guardarse su opinión frente a él.
Prue fue la primera persona a quien Helen conoció al llegar a Los Ángeles procedente de Virginia. No tenía trabajo, acababa de terminar un curso de periodismo y apenas contaba con lo que llevaba puesto y dinero suficiente para pagar un apartamento minúsculo. Se empleó como camarera mientras estudiaba por las noches y fue así como conoció a Prue. Simpatizaron de inmediato y mientras Helen le servía un café, ella le hablaba acerca de su trabajo en una conocida televisora como maquillista; fue Prue quien le consiguió una entrevista como asistente del asistente de un productor y así empezó en el tortuoso y sacrificado camino en la busca de sus sueños. Habían pasado casi seis años de eso, y las vidas de ambas cambiaron de forma significativa a base de mucho esfuerzo. Prue era una estilista respetada y jefa de su propio departamento en el canal y Helen se había convertido en una de las corresponsales más apreciadas. A ese paso, no veía tan lejana la posibilidad de empezar a conducir en un futuro cercano, y la idea resultaba emocionante. Era el motivo de su presencia en Los Ángeles y no podía esperar para empezar una nueva etapa.