Lo que desea una mujer - Susan Stephens - E-Book
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Lo que desea una mujer E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

Si pudiera no jugarse el corazón… El conde Roman Quisvada era el playboy italiano por antonomasia. Por eso, cuando la circunspecta Eva Skavanga se presentó en su isla del Mediterráneo con una propuesta empresarial, a Roman le interesó mucho más el placer que podía proporcionarle su boca. Él no era el tipo de hombre que una virgen elegiría para estrenarse, pero Eva, que era un chicazo, estaba empezando a disfrutar con sus atenciones, hacían que se sintiera como una mujer de verdad. Quizá Roman pudiera ayudarla, y no solo a garantizar la continuidad de la mina de diamantes familiar.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Susan Stephens

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lo que desea una mujer, n.º 2420 - octubre 2015

Título original: The Flaw in His Diamond

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7246-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Entonces, ¿qué sabemos de él?

Eva apoyó las manos en la mesa de pino y miró con el ceño fruncido a sus hermanas. Primero, a Britt, la mayor y ya casada, y luego a Leila, la menor. Leila se sonrojó aunque estaba acostumbrada a los rapapolvos de Eva. La hermana intermedia era fuerte, aunque eso era una forma suave de decirlo. Eva también era una pesadilla cuando estaba beligerante, como en ese momento. Leila adoraba a sus hermanas, pero, algunas veces, le gustaría que Eva encontrase un hombre y se marchara de la casa familiar con sus emociones a flor de piel. La vida sería muy tranquila, sería un sueño, pero ¿quién iba a quedarse con Eva? Britt y ella habían intentado que los hombres de Skavanga se interesasen por Eva, les habían alabado todas sus virtudes, pero ninguno había pasado de llevarla a jugar al billar o a los dardos. Todos les habían recordado que, a pesar de sus virtudes, Eva tenía un genio de mil demonios y que podía gritar muy fuerte.

–¡Vamos! – Eva se puso de pie con las manos en las caderas– . Necesito respuestas. No de ti, Britt, que estás casada con el Jeque Negro, uno de los jefazos del consorcio. No espero que pongas en peligro tus lealtades por una opinión, pero tú, ¿Leila? Me sorprende que no lo entiendas. Si lo permitimos, el consorcio arrasará nuestro paisaje polar y se largará. No me digáis que estoy exagerando porque eso es lo que pasará si ninguna de nosotras hace nada.

Leila intentó no alterarse y pensó que era típico de Eva. Podía mantener una discusión sin que nadie más participara.

–No permitiré que el consorcio se salga con la suya – siguió Eva acaloradamente– . Antes de que digas algo, Britt, déjame que lo deje muy claro. Es posible que haya visto que tres hombres sin escrúpulos nos han robado la empresa familiar delante de nuestras narices, pero yo, al revés que vosotras, no pienso acostarme con uno para sentirme mejor…

–¡Ya está bien! – le interrumpió Leila con una vehemencia inusual– . ¿Te has olvidado de que nuestra hermana está casada con el jeque Sharif?

Leila sacudió la cabeza y sonrió a Britt para disculparse en nombre de Eva. Britt se encogió de hombros. Las dos estaban acostumbradas a las peroratas de Eva y a su genio. Tenía buen corazón, pero nunca pensaba antes de hablar o actuar, y, para Leila, eso era lo más preocupante.

–Las dos sois unas inútiles – explotó Eva.

Sus hermanas siguieron bebiendo café y leyendo los periódicos mientras esperaban que el arrebato de Eva se sofocara solo. Eva se apartó de la cara la cascada de rizos rojos que le llegaba hasta la cintura, tomó el periódico y frunció más el ceño al leer los últimos acontecimientos en la mina, encabezados por el hombre que tenía entre ceja y ceja desde que Roman Quisvada, su rival por antonomasia, la había dejado muda en la boda de Britt por su belleza morena y su carácter inflexible.

–¿El conde Roman Quisvada? – preguntó ella en tono hiriente– . ¡Qué nombre tan ridículo!

–Es italiano, Eva – murmuró Britt con paciencia y sin dejar de leer el periódico– . Además, es un conde con todas las de la ley. Es un título muy antiguo que…

–¿Es conde? ¡Ya verá! – le interrumpió Eva en tono burlón– . Ya verá que los piquetes que voy a reunir en la mina no se esconden.

–Además, creo que muy firme y resuelto – comentó Britt sin inmutarse.

–¿Es el mismo al que cerré la puerta en las narices en tu boda? – Eva miró la foto de Roman en el periódico– . Que yo recuerde, no era tan aterrador.

–No te frotes las manos pensando que puedes enfrentarte a él otra vez – le advirtió Leila– . Aquella vez, le cerraste la puerta de la suite nupcial y él no podía meter un pie para entrar.

–Cualquiera pensaría que te impresionó, Eva – intervino Britt dejando el periódico– . Estamos perdiendo mucho tiempo y energía si no lo hizo.

–No soporto que me intimiden, nada más – replicó Eva resoplando con rabia.

–Eva, necesitamos el dinero – le recordó Britt con calma– . Necesitamos al consorcio y no podemos incordiar a este hombre. La mina se habría hundido sin la inversión del consorcio y cientos de hombres habrían perdido el trabajo. ¿Eso es lo que quieres?

–Claro que no, pero tiene que haber otra manera más lenta y cuidadosa. ¿Sabes la cantidad de veces que le he pedido a ese majadero que se reúna conmigo para que podamos comentar lo que me preocupa de su plan de perforación?

–¿Para comentar o para cantarle las cuarenta? – le preguntó Britt.

Ni a Britt ni a Leila le impresionaban los arrebatos de Eva, pero Britt, como Leila, sí soñaba que su hermana encontrara a un hombre que diera una salida alternativa a su pasión.

–¡Alguien tiene que decirle la verdad! – bramó Eva– . Además, hablo italiano. No tiene ninguna excusa para no reunirse conmigo.

–Creo que el conde habla seis idiomas – murmuró Britt.

–Muy bien, si vosotras dos no vais a hacer nada, yo lo haré – replicó Eva resoplando.

–Sabía que podíamos confiar en ti – replicó Britt con ironía.

–¿Alguien quiere más café? – preguntó Leila, quien siempre intentaba aplacar los ánimos.

Su hermana rodeó a Eva como si fuese un cartucho de dinamita con ganas de estallar.

–Mirad esto.

Eva extendió el periódico local encima de la mesa. La página central era una foto del conde Quisvada con el titular en mayúsculas: EL CONDE RESCATA SKAVANGA.

–Parece como si él solito nos hubiese salvado del desastre.

–Es lo que hizo – comentó Britt levantando la barbilla– . Quisvada, Sharif y Rafael León han salvado Skavanga. Si tú no puedes entenderlo…

–Ni se te ocurra mencionarlo, Britt – le interrumpió Eva– . Tú deberías ser quien dirige la mina.

–Y yo dirijo la mina – confirmó Britt– . Si están hablando del conde, es porque lo entrevistaron cuando visitó la mina para comprobar que se ponían en práctica sus órdenes…

–Cuando estaba demasiado ocupado para reunirse conmigo, ¿eso es lo que quieres decir?

–Evidentemente, estaba demasiado ocupado reuniéndose conmigo – confirmó Britt encogiéndose de hombros y mirando a Leila con cautela.

–Estoy segura de que, esa vez, el conde estaba demasiado ocupado y no quería que lo distrajeran – intervino Leila con delicadeza.

–Vaya, muchas gracias – Eva se mordió el labio inferior mientras miraba la foto de su enemigo– . Me alegra saber que puedo ser una distracción. Según este artículo, la familia Skavanga ha desaparecido. Esta periodista solo quiere escribir del todopoderoso conde Roman Quisvada.

–¿Será porque lo ha entrevistado? – preguntó Leila.

–¿Será porque se ha acostado con él? – replicó Eva– . Me da igual. Para un hombre así, cualquier mujer se limita a ser una muesca más en el poste de su cama.

–Qué más quisieras – murmuró Britt.

–¿Qué has dicho? – preguntó Eva mirando fijamente a su hermana mayor.

Britt sacudió la cabeza, apretó los labios, adoptó un aire inocente y miró a Leila, quien hizo un esfuerzo para no expresar nada y no enfurecer a Eva.

–Si me lo preguntáis, es un hombre de aspecto peligroso – comentó Eva dejando el periódico.

–Afortunadamente, no te lo hemos preguntado – replicó Britt con suavidad.

–Pelo engominado, ropa de marca y una buena dosis de arrogancia – murmuró Eva con desdén.

–Nada de gomina – insistió Britt– . Me habría dado cuenta. Además, si Sharif confía plenamente en el conde, yo, también.

Eva entrecerró los ojos al pensar en el conflicto que tenía delante.

–Muy bien. Yo estoy deseando verlo otra vez.

–Estoy segura de que a él le pasa lo mismo contigo – comentó Britt con sarcasmo.

–Yo estoy segura de que Eva entrará en razón con él – intervino Leila para apaciguar las cosas.

–¿Razón? – Britt puso una cara de incredulidad– . Es una forma interesante de decirlo. Sin embargo, Eva, antes de que apliques tu concepto de «razón» con él, te recordaré que sin su dinero y el de los otros dos hombres, la mina y nuestro pueblo ya estarían muertos.

–No me he olvidado de nada – le tranquilizó Eva– , pero tampoco entiendo por qué no se ha quedado aquí para ver cómo marchan las cosas. ¡Ah, me había olvidado! Prefiere pasearse majestuosamente por su isla privada.

–Está en la isla por la boda de un primo – aclaró Britt.

–Aun así, podría haberse reunido conmigo antes de marcharse – insistió Eva– . Si hubiese explicado las cosas claramente, quizá todos comprendiéramos lo que está pasando en la mina.

–Quizá lo hubieses comprendido si hubieses escuchado en vez de protestar.

Britt se lo dijo con delicadeza porque nadie dudaba de que Eva estaba sinceramente preocupada por el inmaculado paisaje que la nueva perforación amenazaba.

–No puedes esperar que lo deje todo para reunirse contigo. Tiene una vida y otros intereses empresariales. Se han metido cantidades enormes de dinero.

–Claro, todo acaba reduciéndose al dinero – comentó Eva sacudiendo la cabeza.

–Eso me temo – reconoció Britt– . Queremos que la gente de aquí conserve sus empleos.

–Eso es lo que más me importa, pero también me importa la tierra que lleva milenios intacta.

–¿Por qué no lo hablas con Roman en vez de discutirlo con nosotras? – le propuso Leila.

–Ya lo he intentado – contestó Eva con rabia– . No ha querido verme.

–Por los motivos antes mencionados – dijo Britt– , pero nada te impide intentarlo otra vez.

Britt miró a Leila cuando estuvo segura de que Eva no las veía. Las dos se habían dado cuenta de las miradas ceñudas que se habían dirigido Eva y Roman durante la boda.

–Nunca se sabe, es posible que te lleves mejor con él cuando vuelvas a verlo.

–Es muy improbable – Eva se pasó los dedos entre la maraña pelirroja– . No creo que esté dispuesto a escuchar a una mujer como yo. Como no creo que desayune clavos y tuercas.

–No lo sabrás si no lo intentas – comentó Leila mientras Britt se levantaba para abrazar a Eva.

–No te enfades por todo – le consoló Britt abrazándola– . Ni tú puedes salvar al mundo solita.

–Pero puedo intentarlo.

–Eso es verdad. Al menos, tu diminuta parte del mundo.

–Es lo que voy a hacer – farfulló Eva con la cara en el hombro de su hermana mayor.

–¿Qué vas a hacer? – le preguntó Britt con recelo y apartándola un poco para mirarla a la cara– . ¿No deberíamos hablarlo antes?

–No – contestó Eva mientras retrocedía un paso– . No quiero más café. Gracias, Leila. Tengo que hacer un viaje.

 

 

Él no bebía jamás, no quería perder el dominio de sí mismo. Había aprovechado la recepción con champán que siguió a la ceremonia de la boda para desaparecer. Todo el mundo se prepararía para la fiesta de la noche y él tendría la oportunidad de ducharse y cambiarse. Además, quizá se diese un chapuzón en su piscina.

Se detuvo donde siempre se detenía en el sendero del acantilado. Ese sitio tenía un significado especial para él, era donde, el día que cumplió catorce años, pensó tirar al mar la cadena de oro que llevaba colgada del cuello y, quizá, él hubiese ido detrás por la furia que bullía en su joven ser. Afortunadamente, resultó ser más fuerte que eso y resistió el impulso adolescente de sofocar el dolor de una forma que habría hecho mucho daño a los demás, y a sí mismo.

Era un día caluroso para una boda. Se quitó la chaqueta, se desabotonó el cuello de la camisa y tocó la fina cadena de oro. Su madre adoptiva le había regalado la cadena por su cumpleaños. Fue el mismo día que, entrecortadamente, le explicó que su madre verdadera había muerto y que había querido que él tuviera su única joya. También fue la primera vez que oyó que tenía una madre verdadera. ¿Qué era entonces la mujer que estaba sentada enfrente de él? Todavía podía recordar su asombro y su dolor. Descubrir que su padre no era su padre, como esa mujer a la que adoraba tampoco era su madre, le cambió la vida. Su padre adoptivo se puso furioso al enterarse de que él sabía la verdad sobre su nacimiento, pero el daño ya estaba hecho. Su padre adoptivo había creído que se derrumbaría por saber la verdad, pero su madre adoptiva lo había rebatido porque sabía lo fuerte que era. Era su hijo, tanto como el hijo de su madre biológica, y lo conocía. Aquel día, se quedó en ese punto del acantilado con una rabia incontenible, hasta que volvió a su casa y exigió que le contaran toda la verdad. Entonces, se enteró de que su padre biológico, el conde, era un jugador y bebedor que había entregado a su hijo a la esposa sin hijos de un capo de la mafia como pago por sus deudas de juego.

–No eres de mi sangre y no podrás hacerte con la empresa familiar – le explicó su padre adoptivo mientras él se tambaleaba todavía– , pero no te querría más si fueses de mi sangre y heredarás la isla y mis posesiones. Tu primo se quedará con la empresa y tu tarea es protegerlo…

Entonces, él se dio cuenta de lo deprisa que podía desconectar los sentimientos. No podía importarle menos ser el dueño de una isla o heredar una cartera de posesiones enorme. Solo le importaba que, hasta ese momento, su vida había sido una mentira. Ese día cambió. Su madre adoptiva lo acusó de haberse convertido en distante y hermético. Su padre adoptivo se enfurecía por la impotencia y no soportaba ver a su esposa devastada por cómo la trataba él. Todavía tenía remordimientos y se preguntaba si su actitud habría acelerado su muerte. Nunca lo sabría, pero todavía oía su delicada voz cuando insistía en que su madre biológica no había tenido otra alternativa, que, en aquellos días y en su sociedad, las mujeres no tenían más remedio que hacer lo que les decía su marido. En ese momento, se imaginaba que su madre y su madre adoptiva lo miraban y solo quería que fuesen felices y estuviesen orgullosas de él.

Oyó un pitido del móvil y volvió al presente. Miró la pantalla, pulsó una tecla y sintió un arrebato de furia. Tardaría media hora en llegar al palazzo si seguía el sendero, pero no si tomaba un atajo.

Capítulo 2

 

Casi había llegado al destino y se detuvo un instante para tomar aliento. Podía ver la magnífica residencia del conde en lo alto del acantilado. Era una fortaleza imponente y de un blanco deslumbrante. El empinado camino serpenteaba por un acantilado sobre el mar azul turquesa. Alguien podría pensar que era un paseo precioso, pero tenía calor, estaba sudorosa y tenía que pensar constantemente en los motivos que la habían llevado allí para que la rabia le diese fuerzas para seguir adelante.

Había buscado cuál era la ruta más rápida desde Skavanga, dentro del Círculo Polar Ártico, hasta la isla del conde, pero no había pensado en la topografía de la zona y mucho menos en el clima. Una cuesta era una cuesta, claro, pero la que llevaba al nido de águilas del conde era traicionera y resbaladiza. Se dejó caer en un montón de tierra y se tapó la cara con un brazo. El sol era como una antorcha abrasadora y ni siquiera se le había ocurrido llevarse una botella de agua del avión. No había planeado casi nada, se había lanzado al viaje después de una pelea con Britt, después de haberle dicho a su querida hermana mayor que no le diera la tabarra y se metiese en sus asuntos, algo de lo que ya se arrepentía y que la abochornaba. ¿Por qué era una bocazas y luego se pasaba el resto del tiempo arrepintiéndose?

Se había marchado sin disculparse y se había montado en el primer vuelo que salía de Skavanga. Había tomado otro vuelo a Italia y, una vez allí, un transbordador a la isla privada del conde. El transbordador estaba lleno de invitados a la boda. Todos estaban de un humor muy distinto al de ella, aunque habían acabado contagiándola y había jugado una partida de dardos con un grupo de hombres mayores. Incluso, hizo un doble ganador. Le dijeron que era uno de ellos, le dieron palmadas en la espalda y ella se hinchió de orgullo.

En ese momento, estaba pletórica. Se levantó, se limpió el polvo y volvió a subir por el acantilado. Cuanto más se acercaba al palazzo, más deprisa le latía el corazón. No le asustaba nada ni nadie, pero se reconocía a sí misma que el conde sí la asustaba un poco. Sobre todo, porque nunca había conocido a nadie igual. La había impresionado durante la boda de Britt por su tamaño y su rostro curtido en mil batallas. Era mayor que ella y como un centurión romano más que como un romano decadente. Recordaba sus labios sensuales, no había pensado en casi nada más desde entonces. Tenía un pelo maravilloso; demasiado largo, demasiado tupido y demasiado negro. Sus ojos eran incisivos, oscuros y peligrosos. Tenía una barba incipiente increíblemente larga porque, cuando lo conoció, no había podido pasar mucho tiempo desde que se había afeitado. Sin embargo, lo que le intrigó fue algo que captó detrás de esos ojos vigilantes, algo que indicaba que tenía un pasado oscuro y peligroso. Ya estaba bien. ¿Quería trastornarse antes de haberse enfrentado a él? Según repetía ella, si pensabas en el fracaso, fracasarías. Si pensabas en el triunfo, podías tener alguna posibilidad. Él era fuerte y ella, también. Tenía la posibilidad de convencerlo para que ralentizara su plan de perforación. Quisvada también era obscenamente rico y aunque ella censuraba las demostraciones ostentosas de riqueza, no podía negar que sentía cierta curiosidad por ver cómo vivían los más privilegiados. En definitiva, nunca había jugado sobre seguro. Necesitaba un reto como ese. Necesitaba salir del Círculo Polar Ártico y ponerse a prueba en el resto del mundo. Además, le importaba tanto la mina que iba a tener la ocasión de demostrarlo. Tenía la certeza absoluta de que iba a conseguir que Quisvada la escuchara.

Se colocó mejor la mochila y siguió subiendo por el sendero, aunque se preguntó por qué sentiría esa opresión en el pecho. ¿De qué tenía que preocuparse? El conde no era un peligro, no era su tipo… Ningún hombre era su tipo. Se detuvo otra vez cuando se quedó sin nada de lo que discutir consigo misma. Además, iba demasiado vestida. Su precipitada decisión de ir allí le había impedido pensar con sensatez y llevaba casi lo mismo que en Skavanga: botas, vaqueros y el chaleco térmico que llevaba en ese momento. Incluso llevaba un chaquetón atado a la mochila cuando lo que necesitaba era unos pantalones cortos, una camiseta y un tubo gigante de protección solar. No habría ido si el conde hubiese sido más racional. ¿Era ese el verdadero motivo o era su último tren en lo referente a los hombres?

–¿Qué quieres decir? – gritó en voz alta.

Avergonzada, miró alrededor. Quería decir que el conde Roman Quisvada transmitía una seguridad en sí mismo que indicaba que sería muy bueno en la cama… Aunque tendría que pensarlo un poco, tenía que reconocer que no sabía gran cosa sobre ser bueno en la cama. No era completamente inocente, pero tampoco era una experta precisamente. Había estado con algunos hombres, pero ninguno la había estimulado tanto como para volver a intentarlo. Los asustaba. Si no eran endebles de entrada, lo eran cuando había acabado con ellos, y ya se le había pasado el momento de seguir experimentando. Se había hecho demasiado mayor, se había convencido de que no importaba, de que no estaba interesada solo en el sexo. Hasta que conoció al conde.

Dejó la mochila en el suelo y apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento. Levantó la cabeza y miró las verjas que protegían su guarida. Eran grandes, pero podía saltarlas. Tiró la mochila por encima y luego trepó como un mono por el hierro forjado. Le habían dicho en el pueblo que estaba celebrándose una boda por todo lo alto y que, probablemente, no habría nadie en la casa, lo cual, le venía muy bien. Podría echar una ojeada antes de que volviera el conde.

Vio algunas cámaras, pero no saltó ninguna alarma. Empezó a caminar por el amplio e impresionante camino flanqueado por cipreses que daban una sombra muy de agradecer. El palazzo estaba recortado contra el resplandeciente cielo azul y sus torres y almenas hacían que pareciera como sacado de un cuento de hadas. No era lo que había esperado. Unas frondosas buganvillas suavizaban los muros, rodeaban las ventanas y colgaban por encima de las imponentes puertas de entrada. En Skavanga el color dominante era el gris, pero allí, el color era deslumbrante y un ataque a los sentidos. No era desagradable, aunque la casa del conde era un reflejo muy claro de su poder y riqueza. Hasta ella tenía que reconocer que el jardín era exquisito. Tenía una variedad de plantas y colores increíble. ¿Cuántas personas tendría empleadas? Probablemente, tendría casas así por todo el mundo y ninguna significaría para él lo que significaba para ella la sencilla cabaña de troncos que compartía con sus hermanas a la orilla de un lago helado. Allí había pasado las vacaciones desde que tenía uso de razón. No era lujosa, pero le daba igual. Se dio cuenta de que el conde y ella no podían ser más distintos.

Una vez en la puerta, levantó la pesada aldaba y llamó. Silencio. Miró por la ventana y comprobó que en el pueblo no habían exagerado cuando le dijeron que todo el mundo estaría en la boda. El palazzo parecía desierto. Se quitó el fular que llevaba al cuello y se secó el sudor de la cara mientras pensaba qué iba a hacer. Quizá hubiese alguien en la parte de atrás… No vio un alma, pero había una piscina fabulosa…

–¡Hola! ¿Hay alguien?