Los derrotados - Pablo Montoya - E-Book

Los derrotados E-Book

Pablo Montoya

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Beschreibung

Los DERROTADOS posee elementos de novela histórica. Una parte de ella está dedicada a recrear desde diferentes perspectivas genéricas -la biografía novelada, la nota ensayística, el diario poético- la vida del naturalista y prócer de la independencia colombiana, Francisco José de Caldas. Otra parte da cuenta de los avatares de tres jóvenes: Pedro Cadavid, un joven escritor; Santiago Hernández, botánico; y Andrés Ramírez, fotógrafo. A través de estos personajes, Pablo Montoya traza, con una singular forma de narrar, la naturaleza de los conflictos armados que han sucedido en Colombia desde el siglo XVIII, en las postrimerías del virreinato de la Nueva Granada, hasta los inicios del siglo XXI. En las páginas de esta novela quedan cifradas las claves de la poética de Montoya, así como sus obsesiones interdisciplinarias. Aún más, queda manifiesto un riguroso trabajo de investigación histórica que el escritor hilvana a la memoria de los días de juventud de su generación, una generación seducida por los movimientos revolucionarios de finales de la década de los setenta, con el posterior desencanto que la realidad impuso a estas ilusiones efímeras y delicadas como una orquídea que brota en silencio en la selva oscura de la violencia.

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Los derrotados

Pablo montoya

 

UNIVERSIDAD VERACRUZANA

Martín Gerardo Aguilar Sánchez

Rector

Juan Ortiz Escamilla

Secretario Académico

Lizbeth Margarita Viveros Cancino

Secretaria de Administración y Finanzas

Jaqueline del Carmen Jongitud Zamora

Secretaria de Desarrollo Institucional

Agustín del Moral Tejeda

Director Editorial

 

© Pablo Montoya, 2012, 2022

© Sílaba Editores

Carrera 25A núm. 38D sur-04

Medellín, Colombia

Primera edición, 5 de diciembre de 2023

D. R. © Universidad Veracruzana

Dirección Editorial

Nogueira núm. 7, Centro, CP 91000

Xalapa, Veracruz, México

Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88

[email protected]

https://www.uv.mx/editorial

ISBN electrónico: 978-607-8923-81-6

Maquetación y collagede forros: Jorge Cerón Ruiz

Cuidado de la edición: Lino Daniel

Producción de ePub: Aída Pozos Villanueva

 

Para Germán

Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.

José Eustasio Rivera

Si je veux écrire sur les hommes, comment m'écarter du paysage?

Albert Camus

Hay que contar la historia de las derrotas.

Ricardo Piglia

 

Prólogo

En 2012 se publicó Los derrotados, la segunda de mis novelas. Fue arduo, apasionante y gozoso el proceso de su escritura. Pero desalentador y lleno de trabas el camino de su edición. La novela fue rechazada por varias editoriales, con la argumentación, cuando la hubo, de que era un texto con problemas de construcción en que los personajes, el espacio, el tiempo y su trama eran dechados torpes y confusos y que, en esencia, era demasiado literaria. Finalmente, Sílaba Editores, una editorial independiente de Medellín, se aventuró a publicarla.

Diez años después, Los derrotados cuenta con seis ediciones en Colombia, una en España y esta que México, a través de la Editorial de la Universidad Veracruzana, realiza ahora. Es una obra que sigue interesando a los investigadores académicos, la crítica ha visto en ella una manera diferente de abordar la violencia en Colombia, y los lectores se conmueven con lo que allí se cuenta y la forma cómo se hace.

Los editores que repudiaron la novela pretendían que Los derrotados debería escribirse de otro modo. Con sus juicios comerciales querían una novela fácil de leer. El propósito de Los derrotados, al contrario, va en pos de la fragmentación del discurso literario, de la referencia intertextual y de los juegos de la ficción. Fundamentalmente, la novela narra los avatares de sus cuatro protagonistas principales y la relación que establecen con la revolución armada en Colombia. Pero estos viven en épocas distintas y por tal motivo hay un ir y venir por sus espacios y sus temporalidades. Los derrotados, además, sigue la divisa de que una novela es una bodega donde todos los géneros literarios caben y dialogan entre sí.

El primer proyecto de Los derrotados consistía en una novela sobre la vida de Francisco José de Caldas, el malogrado naturalista de la independencia colombiana. En este boceto, Caldas hacía un recuento de su vida desde la prisión, en vísperas de su fusilamiento. Pero, poco a poco, todo este planteamiento inicial se fue impregnando de la última violencia colombiana en la que diferentes grupos armados (ejército oficial, guerrillas, paramilitares y narcotraficantes) se involucran. Entonces la evocación biográfica de uno de los próceres nacionales se fue mezclando con mi propia experiencia revolucionaria y la que tuvieron algunos de mis amigos de juventud. Al preguntarme de qué manera un hombre de conocimiento como Caldas se comprometió con el proyecto militar independentista y cómo este vínculo atentó contra sus investigaciones científicas, se me fue revelando también de qué modo la generación a lo que yo pertenecí se entusiasmó y, al mismo tiempo, fue arrasada por sueños libertarios de procedencia comunista.

En Los derrotadosplanea de principio a fin el tema de la naturaleza. Ella es como su columna vertebral. La que insufla de poesía y reflexión los ámbitos de la narración. A la naturaleza del siglo xix, cantada con tonos románticos, surge otra más, ultrajada por los guerreros de los siglos xx y xxi. Y la verdad es que, si hay páginas en esta novela que me siguen satisfaciendo, son aquellas que tienen que ver, por un lado, con las flores y los árboles y, por otro, aquellas en donde la violencia alcanza niveles desgarradores. En cierta medida, mientras escribía este libro consideraba que mi mayor carta de navegación –amén de todos los libros que leí y de los viajes que emprendí para llevarlo a cabo– era imaginar cómo sería el abrazo entre una orquídea y un desaparecido.

Aquí aparece, por último, delineado con claridad un personaje que se convertiría, en novelas posteriores como La escuela de música y La sombra de Orión, en mi alter ego. Se trata de Pedro Cadavid, el escritor que no solo escribe una biografía de Francisco José de Caldas jamás publicada, sino que se aventura a tramar esta novela que el lector mexicano tiene ahora en sus manos. Doy pues mi inmensa gratitud a la Editorial de la Universidad Veracruzana por su interés en publicarla. Este gesto, sencillamente, me llena de honra.

Pablo Montoya

Sevilla, 24 de junio de 2022

1

Caldas pasa de la perplejidad al terror. Desde la ventana, ve la llegada de los soldados. La alternativa de la fuga es un camino que se cierra por todas partes. Escucha el revuelo de la servidumbre en las habitaciones de la casa. Unas puertas se abren, otras se cierran. Voces de alarma provienen de los corredores externos. Una de las sirvientas dice: ¡Don Francisco José, ahíviene la tropa! Y propone el rancho de Nepomuceno, que está a un par de horas de camino. Caldas mira los ojos protectores y las manos agrietadas de Matilde. Es una indígena coconuco que siempre ha querido al amo como a un hijo. Al lado están Ulloa, Dávila y Rodríguez. Con ellos, Caldas ha logrado esconderse en la casa de Paispamba. Ante la represión española, regada por las provincias del Reino, él y otros criollos escaparon de Santafé rumbo al sur. Intentaron embarcarse con Camilo Torres, su primo, en Buenaventura, donde los esperaba un barco inglés. Pero en el trayecto de Cali al puerto habían capturado a Torres. Caldas pudo escapar con varios de sus compañeros. Penetraron la región de Timaná, ascendieron la cordillera y se dirigieron a Paispamba, en las cercanías de Popayán. Allí repondrían sus fuerzas. Luego, emprenderían el escape hacia las selvas espesas de Caquetá. Pero ahora saben que los han denunciado. Los soldados comienzan a gritar. Algunos entran a las caballerizas. Otros se acodan en el portón de la hacienda. Unos más empiezan a golpear las puertas. Todos deben salir de la casa, es la orden. Caldas y sus amigos se lanzan tras la indígena. Alcanzan una de las ventanas traseras y se adentran en el bosque. Matilde, pese a sus muchos años, camina con esa agilidad propia de los nativos que Caldas siempre ha envidiado. Poco después surgen cantos de pájaros, zumbidos de insectos, movimientos de ramas. Tratan de ser sigilosos para que sus botas no se enreden en los arbustos o den un mal paso al atravesar los arroyuelos. Han caminado más de una hora. Matilde hace un gesto, guarda silencio, se detienen en un claro. Hay varias orquídeas que Caldas supone de la familia de las masdevallias. Están encaramadas en las encrucijadas de unos troncos. Son pequeñas, de color violáceo y se suspenden en el aire con languidez. Caldas las observa durante segundos. Toma distancia. Se acerca. Las mira desde diferentes perspectivas. Las flores van cambiando de rostro cuando son observadas, piensa. Luego las roza con las yemas de los dedos y aspira su fragancia. Pronuncia un nombre: masdevallia rosácea. Caldas, que hace poco ha cumplido cuarenta y ocho años, ahora quisiera estar sometido al aroma de una orquídea. No hay mayor deleite que esta breve posesión de la belleza capaz de justificar los actos de un hombre, se dice. Y en tanto huele la flor, escucha el palpitar de su sangre que concuerda con el ritmo de la tierra. Ulloa, más allá, muerde un espartillo y escupe sus pedazos. Rodríguez está acuclillado y observa las faenas de un sendero de hormigas rojas. Dávila masajea su pierna aún resentida, pues tres semanas antes, en medio de la fuga, había caído por un barranco. El tiempo es una criatura escurridiza, innombrable, que se ha paralizado ante la contemplación de unos pétalos. La indígena toca el brazo del amo. Vuelve a insistir. Caldas despierta a la realidad. Mira los retratos adustos de sus abuelos pegados a las tapias. Hay un óleo, colgado cerca al techo, que muestra a Jesús en el monte de los Olivos, elevando sus ojos hacia un arriba de claroscuros quiteños. Mira los pocos libros que ha podido traerse de Santafé: la Filosofía botánica de Linneo, su obra preferida, la que José Celestino Mutis le había obsequiado para que avanzara en las averiguaciones taxonómicas de las plantas; la Historia natural de Buffon, esa suerte de Biblia propia para estudiar las especies de los continentes desconocidos; el Discurso sobre las diferentes razas de Lacépède, que permitía comprender algo de los orígenes del hombre americano. Caldas vuelve a escuchar la voz de Matilde insistiendo en el escape. Pero él sabe que, si huye con sus amigos, los hombres de Juan Sámano cometerán una masacre. Y lo que menos le atrae es derramar sangre en su ámbito familiar. Agradece con una caricia en las manos el gesto de la mujer. Se levanta de la mesa. Acomoda los libros en una repisa. Piensa en el molino para trigo, aún inconcluso, en que ha ocupado las últimas jornadas. Un trabajo más que deberá interrumpir a causa de la guerra. Ordena a los criados no oponer ninguna resistencia. Le da indicaciones a Matilde para preparar un rápido equipaje. Ulloa, Dávila, Rodríguez son detenidos de inmediato. Los tumban boca abajo y les amarran las manos. A Caldas también lo empujan. Un soldado, de piel parda y ojos verdes, se adelanta y lo abofetea por traicionar al rey de España. Esto provoca la furia de Simón Muñoz, quien llega en ese momento. ¡Deténgase!, le grita al soldado. ¡Él es un sabio y no unhideputa como usted! Caldas siente una recóndita humillación. Así, con una cachetada de la soldadesca, inicia su camino hacia la muerte.

A la salida de la hacienda hay un guadual. Bajo su sombra, Simón Muñoz se aproxima al detenido. Le pone la mano en el hombro y dice a su cuadrilla que siga avanzando. Ordena que, con los otros prisioneros, los esperen en el puente levantado más adelante. Muñoz es de musculatura recia y de ojos graves. El rictus de su boca expresa con fuerza la altivez melancólica de los hombres que provienen del Patía. Sabe qué tipo de persona es Caldas. Estimulado por los trabajos científicos, comenzados recientemente en la Nueva Granada, Muñoz ha seguido, hasta donde le permiten los límites de su formación militar, las investigaciones del prisionero. Ha leído algunas de ellas en el Papel Periódico de Santafé y en el Correo Curioso. Muñoz alberga en su corazón admiración por el reo. Y tal sentimiento ha aumentado gracias a las conversaciones mantenidas con la familia de Caldas, mientras este iba y venía, con sus instrumentos de medición, por las tierras de Popayán y Quito. Muñoz comprende que el sabio ha caído en medio de las trampas de la sedición. Tal circunstancia le ocasiona una mezcla de congoja y rabia. Sabe que, si lo conduce a Popayán, la suerte de su detenido será el fusilamiento o la horca. Días atrás había recibido la orden del general Juan Sámano de capturar a quien se consideraba uno de los sujetos más perniciosos para la Corona. La orden, a su vez, Sámano la había recibido del pacificador Pablo Morillo. Pero Muñoz también estaba al tanto de una solicitud de Toribio Montes, autoridad máxima de la provincia de Quito, de enviar a Caldas a esa ciudad donde se le podría hacer un juicio más benevolente. El ascenso que le ofrecía Montes, más el dinero que habría de llegar por parte de los familiares de Caldas, no podía pasar desapercibido para el militar realista. Bajo el follaje de las guaduas, ambos se miran. Caldas escucha el itinerario trazado por este ángel guardián que la Providencia le ha otorgado. Usted es culpable de rebelión, dice Muñoz, pero no merece la muerte. Hombres como su persona no deberían inmiscuirse en estas calamidades, pero la guerra siempre termina devorándolo todo. Sámano, desde Popayán, no vacilará en remitirlo a la capital, y allá darán ejemplo de escarmiento con usía. Caldas se aproxima a uno de los troncos. Sobre él hay un musgo de verde rutilante. Desde hacía tiempo, es verdad, había pensado en la alternativa del exilio. Su regreso al sur era una estratagema para alcanzar el Puerto de Buenaventura y embarcarse hacia Europa con su primo Camilo Torres. París era la ciudad escogida cuando veía ante sí la posibilidad de abandonar el Reino. Allí podría dedicarse a la organización de muchas de sus anotaciones aún en estado incipiente. En París tendría a mano las observaciones de botánicos, geógrafos y astrónomos prestigiosos y los instrumentos más sofisticados. Además, estaba en su centro, como un palacio venerable, el Museo de Historia Natural. Podría renovar, incluso, el vínculo con el barón de Humboldt y Aimé Bonpland, y ayudar al establecimiento de sus grandes herbarios. Pero recordar ambos nombres sume a Caldas en la reserva. Acaso lo reciban con desdén y tenga que llevar cartas de recomendación de una academia a otra, como un mensajero de segundo rango. Quizá le digan que sus descubrimientos no son tales, puesto que ya todo eso se sabe en Europa desde hace años. De repente, con las manos llenas de musgo, Caldas le pregunta a Muñoz qué pasará con sus amigos. No puedo hacer nada por ellos, contesta el militar. Para Montes su merced es quien importa. Caldas piensa en Ulloa, en Dávila, en Rodríguez. Evoca la solidaridad que, durante las últimas jornadas borrascosas, ha sido la mayor prueba de la amistad. Recuerda cuando salvaron a Dávila de la muerte al desbarrancarse su mula. ¡Cuántos días lo habían cuidado! ¡Cuántas horas lo cargaron por la cordillera, camino a Paispamba! Caldas sabe que nunca podría soportar el peso de una traición. Niega con la cabeza. No, jamás he sido desleal y jamás lo seré, dice. ¿Y su familia?, repunta Muñoz. Caldas lo vuelve a mirar. Se restriega las manos con el zumo vegetal. Precisamente pienso en ella, dice. Les sería vergonzoso vivir con un traidor. Haga lo que le parezca entonces, replica Muñoz, y deje que todo se vaya al carajo. Cuántas veces no le oí decir a su madre, a sus hermanas, que usted se quejaba de no tener suficientes garantías para poder dedicarse a sus estudios. En otro país lo podrá hacer. No existe otro país, contesta Caldas. Solo existe este, y siempre ha sido una prisión llena de selvas y montañas. La guerra tan solo ha fortalecido sus barrotes. Caldas, avanzando hacia el puente, vuelve a negar con la cabeza. Sus manos han quedado impregnadas de una baba verde. Con ellas, después de atravesar el puente, golpea con afecto los hombros de sus amigos.

Desde la llegada a Popayán, el sabio siente que el miedo se le ha instalado en los pensamientos. Comprende que un hombre amedrentado es una de las formas de la cobardía. Trata de asirse a algo que le justifique la prisión. Una voz le repite con insistencia que va a morir. Esa voz le impide dormir, comer, mantener el ánimo incólume. La voz le grita que no servirá su renombre como naturalista. Le aclara que de nada ayudarán sus lazos con las familias más prósperas de Popayán. Y mientras pasa más horas en la cárcel, su abatimiento se acentúa. El desaliento le está despojando su convicción patriótica y empieza a mitigar la fortaleza que creyó poseer. Un día su madre lo visita para consolarlo. Pero con solo verlo en el encierro el corazón se le paraliza. Caldas da voces urgidas cuando ve que los guardias la sacan de su celda en una parihuela. Entre los prisioneros, por otra parte, planea la convicción de que todos van a ser ajusticiados por los tribunales de Morillo. Se cuchichea, y a veces en tono de comicidad desalada, que el Pacificador es una suerte de Abadón que Dios ha enviado al pecaminoso Reino de la Nueva Granada. Caldas quisiera aceptar su destino de una vez por todas. Tener el vigor moral para prepararse a morir. Poder burlarse de su propia muerte. Participar en esa cínica chismografía carcelaria con que sus compañeros de cepo sortean el terror. Pero lo que piensa, lo que recuerda, lo que imagina, lo ata a la vida con una ansiedad salvaje. Ulloa intenta calmarlo. Lo ha hecho en varias ocasiones. Su amigo le responde, a regañadientes, que lo deje tranquilo. Este miedo es lo único verdadero que tengo, le grita. La desesperación, finalmente, se desborda cuando llega la noticia de Camilo Torres. El principal dirigente de los criollos será trasladado a Santafé. Caldas ve en ese gesto el presagio de su propia suerte. Pero lo que lo hunde en una opacidad aún más sórdida es otra noticia. Jorge Tadeo Lozano, su compañero zoólogo en la Expedición Botánica, ha sido fusilado. A Emigdio Benítez, uno de los mejores botánicos del Reino, también lo han pasado por las armas. Con todo, una esperanza se le ofrece. A ella se aferra con obcecación. Toribio Rodríguez, como un espejismo, aparece en la celda. Caldas lo abraza con euforia. Es uno de sus viejos amigos payaneses. Con él viajó a Quito e hicieron algunas mediciones astronómicas en el Valle del Patía, en los tiempos en que no se había extendido el caos por la Nueva Granada. Abogado respetable, entusiasta de las ciencias naturales, frecuentador de tertulias literarias, Toribio Rodríguez nunca ha apoyado la separación de las colonias de la Corona española. Su posición frente a las campañas independentistas es particular. Cree en una cierta libertad individual y, por ello, aprecia algunas ideas de la Ilustración que provienen de Francia. No obstante, frente a la libertad política de las provincias americanas es reacio. Le parece insensato cortar los lazos que unen a América con España. Piensa que aún se está lejos de lograr una madurez en los criollos que permita una autonomía total. España lleva varios siglos administrando las colonias y aunque ha habido errores alarmantes, la experiencia del tiempo jamás se improvisa. ¿Qué puede hacer un manojo de jóvenes inexpertos en una aventura como es la de crear una nueva república? No grandes cosas y, en cambio, sí yerros incontables que pesarán sobre el porvenir, concluye Toribio Rodríguez. Son estas consideraciones, y sus estrechos vínculos con los medios realistas de Popayán, los que hacen que la Corona lo vea con buenos ojos. Toribio Rodríguez, después de abrazarlo, le informa a Caldas sobre su familia y no le mitiga la desgracia del horizonte. Su madre ha muerto, días después de la visita. Manuela, su esposa, está todavía débil por el parto reciente y no para de llorar por la suerte de su esposo. Es verdad, por otro lado, lo de Tadeo Lozano y Benítez. Y es verdad también que irá a juicio Camilo Torres por su vínculo con los insurgentes. Pero Toribio Rodríguez no ha venido solo para dar noticias luctuosas. Con rapidez le detalla a Caldas el peligro que corre. Pablo Morillo está iracundo y quiere cortar de raíz el árbol de la revuelta. Casi nadie se ha salvado del fusilamiento, de la horca, del descuartizamiento. Lo único que puedes hacer, aconseja Rodríguez, es escribir una carta al Gobernador Montes. Así él ordenará tu traslado a los tribunales de Quito. Sámano, en cambio, quiere enviarlos a todos ustedes a Santafé porque Morillo le ha prometido un ascenso. El Gobernador Montes puede adelantarse y, al menos, dulcificar tu pena. Ordenará la prisión por unos días, luego te absolverá, o a lo más te mandará a España en calidad de desterrado, puesto que eres un hombre de conocimiento, y él valora ese tipo de cosas. Caldas escucha la propuesta en la que Montes está de nuevo involucrado. Debe escribir entonces una carta de retractación. Expresar su arrepentimiento. Convence al gobernador, vuelve a aconsejar Toribio Rodríguez, de que esta revolución ha sido un desastre y que la culpa te carcome la conciencia. Bésale la mano, besa la del rey, besa a España. Enaltece tus ancestros puros. Señala la Santa Iglesia Católica como la única que puede orientar tus pasos y los del Reino. Abomina del equívoco que significa una Nueva Granada separada de la Corona. Caldas dice que lo hará y siente que le tiemblan las piernas y su respiración se atosiga. Tose para que la voz no se ahogue. Dice que hará cualquier cosa, arrepentirse, arrodillarse, besar, con tal de que su vida sea perdonada. Rodríguez le prodiga ánimos. Le promete que pronto recibirá papel y tinta. Te defenderé hasta donde me sea posible, querido Francisco, le dice. Después lo abraza y sale de la celda.

Poco después, Caldas recibe la noticia. Su suerte ya está en las manos del Pacificador. Le informan que Juan Sámano interceptó la carta escrita por Toribio Montes en la que solicitaba su traslado a Quito. El sabio se hunde completamente en la zozobra. Manuela Barahona acude a sus pensamientos. Para ella ha escrito las primeras cartas desde la prisión. En esas líneas ha intentado la entereza. Cuando las relee, comprende que cada una de sus frases expresa cobardía. Las rasga y vuelve a escribir otras. Así va logrando un tortuoso equilibrio entre el miedo y la ecuanimidad. En tal estado, solo logra dar consejos morales y sujeción a las buenas costumbres. Le pide a Manuela cuidar de ella y de sus dos hijas. Le aconseja valentía y vigilancia. Le recuerda que Dios existe a pesar de no estar en este momento a su favor. Le aclara que se siente arrepentido de no haberse escapado con ella y sus hijas hacia Europa. Allá hubieran vivido tal vez las vicisitudes del exilio, pero los habría protegido la unión familiar. Caldas cambia de posición en el catre. Se rasca la cabeza, los brazos, las piernas. Recuerda su pasado amoroso que, desde hace años, no ha sidomás que una dispersión de rápidos encuentros en medio de la confusión de la guerra. Un amor sometido a los afanes y a las despedidas, a la estrechez material, a las amenazas de muerte, a las vanas promesas de que pronto estarían juntos. Pero ahora sabe que ese pasado maltrecho le corresponde a él y a nadie más. El país que apenas inicia, piensa, es patrimonio de todos y en la defensa de sus bienes, o en el pronunciamiento de sus debilidades, terminamos sumidos en el entusiasmo de sus proyectos o en el marasmo de sus fracasos. El amor de Manuela y mis hijas, en cambio, solo es mío. Caldas se dice, en un momento de arrebato, que lo más importante de su vida fue haber leído esas palabras con las que la novia expresaba el deseo de ser su esposa. El prisionero busca en los recuerdos aquellos papeles donde se trazaban su nombre y el de ella. Recuerda las frases que iban pasando de un usted pudoroso a otro prometedor de confesiones más íntimas. Evoca el olor de los cabellos que Manuela, por petición suya, le había enviado desde Popayán, envueltos en un papel que decía: Aquí estoy, querido mío, mi olor es suyo. Pero después fue la barahúnda de la independencia. La dificultad de encontrarse en cualquier sitio sucedido el matrimonio por poderes. Varios meses debieron transcurrir para que los dos pudieran verse, ya no en La Plata que era el lugar destinado, sino en La Mesa de Juan Díaz, y consumaran por fin ese amor más hecho de misivas ansiosas que de otra cosa. Caldas recuerda el cuerpo de Manuela. Siente que un ahogo lo devasta. La primera vez que se encontraron fue en una casona en los alrededores de Fusagasugá. En medio de la oscuridad de la habitación, élrecorrió a Manuela con sus manos. Olió su cuello. Tocó tras las prendas los senos pequeños y duros. Besó el vientre y los muslos. Apretó las nalgas contra su virilidad desbordada. Hueles a una orquidácea que llaman Cuna de Venus, le dijo esa noche, después de poseerla. Manuela había sido una esposa virtuosa a lo largo de los seis años de matrimonio. Soportaba las ausencias de su esposo que iba de un lado a otro, empujado siempre por una febrilidad que parecía inextinguible, entre la observación, la revelación y la constatación de los fenómenos naturales y el apoyo a la causa política que ahora incendiaba al Reino. Manuela había entendido lo que significaba compartir la vida con un naturalista atraído por las ideas revolucionarias. Y se había casado con él porque estaba enamorada más de la curiosidad del hombre que de los usuales atributos masculinos que subyugan a las mujeres. Manuela vio en ese incesante inquirir de Caldas por el mundo, su mayor encanto. Quería sus ojos negros porque ellos eran capaces de indagar las nubes y las estrellas. Besaba sus manos porque sabía que ellas recogían en vasijas de barro aguas lluvia para medir la altura de los volcanes. Caldas recuerda cuando le dijo que ella era su otro cosmos incógnito, el que descubría en la penumbra de un lecho iluminado por el amor, el que veneraba a escondidas de todos y solo en presencia de ella. Pero ahora Manuela no es más que evocaciones despedazadas. Bastaría un milagro del tiempo, un repentino trastrueque de sus coordenadas, para que los dos ingresaran nuevamente a la realidad de las caricias compartidas. Caldas sabe, no obstante, que su vida nunca ha sido un terreno apto para ese tipo de milagros.

Popayán va quedando atrás. Las calles de una adolescencia curiosa. Los campanarios de los templos donde pidió a Dios socorro para sus investigaciones astronómicas. Las casas de patios esplendentes, con sus fuentes moriscas y los amplios corredores, que presenciaron suscálculos sobre la posición dela luna y los satélites de Júpiter. Desde la mula que lo lleva a Santafé, fuertemente custodiados él y sus compañeros por los soldados de Sámano, Caldas ve a la gente que se mueve en el mercado. Está el vendedor de tripas de cerdo y el vendedor de chicha. Están los comerciantes de telas y los comerciantes de estampas hagiográficas. Alguien grita el precio de los tomates y las papas. Otro ofrece los atributos de la uña de gato y el tomillo. Varios muchachos juegan a la baraja en una carreta donde antes hubo cabezas de ternero y pezuñas de marrano. Un niño mendigo, con gesto atribulado, corre entre las vociferaciones: ¡Agarren al mal parido! ¡Agárrenlo! A su paso, se derrumban los puestos de mantequilla y de queso, los montones de plátanos y de yuca. Las mujeres claman a la Virgen María mientras buscan sus mercancías desperdigadas. Dos hombres atrapan al ladrón, lo estrujan, abrumándolo con coscorrones. Mientras mira el espectáculo de la calle, Caldas recuerda sus deseos de querer establecer, para la infancia y la adolescencia descarriadas, fórmulas de una educación artesanal que les permitieran la práctica de un oficio digno. ¿En dónde había quedado ese plan de seguimiento a todos los menores sin distinción de clasesque, en Popayán, vivían estancados en la ociosidad? Caldas había ideado el proyecto cívico cuando ocupaba el cargo de Padre General de Menores. Pretendía disminuir la degradación de las nuevas generaciones tratando de mejorar los niveles intelectuales de una población sumida en el hambre y la miseria. Había señalado las maneras perniciosas con que las madres levantaban a su descendencia. Afirmaba que ellas eran, con su protección alcahueta, las verdaderas culpables de la perdición de sus hijos. En vez de dejar que fuesen los maestros quienes se encargaran de los niños y los jóvenes, las madres se dedicaban con lágrimas y virtudes depravadas a torcer las benéficas sendas de la educación. Pero al haberse mostrado estricto con la pereza de los jóvenes ricos, al considerar que estos también deberían ser vigilados para que siguieran una adecuada formación, Caldas comenzó a percibircómo se obstaculizaban sus propósitos. Las mulas brincan entre las últimas calles de piedra de Popayán. Un gozque sarnoso enfrenta su paso con ladridos. Así se me despide, concluye el sabio, y sonríe con amargura. La caravana atraviesa el puente limítrofe de la Custodia. Desde allí se puede ver la sucesión de verdes que delimitan a Popayán. Y a él le parece que ese verde, total y a la vez individual, es lo único que nombra la patria. Pero ¿cuál es esa patria?, se pregunta. ¿La ajena a los aires de la Ilustración proveniente de Europa? ¿La que nos tiene enterrados a todos en los limos de la ignorancia? ¿La patria dirigida por una Corona que se ha mostrado mezquina con sus colonias? No, de esa patria rústica Caldas no quiere saber nada. Está hecha de una sustancia burocrática y teológica que él había deplorado desde los primeros días en que su vocación de naturalista se manifestó con fuerza. Pero tampoco podían ser su patria, y ahora lo siente con seguridad irrebatible, estas luchas que buscan la libertad en medio de un desorden hecho de odios intestinos. La patria que él reivindica, en esta última mañana payanesa, es otra. Un conglomerado de valles, ríos y selvas. Es el verde de todos los matices que sus ojos beben ahora con desesperación. De esa patria alguna vez él escribió que estaba mejor situada que Tiro y Alejandría, que podía guardar en sus parajes los perfumes de Asia, el marfil africano, la industria europea, las pieles del norte, la ballena del Mediodía, cuanto había de bueno y amable en el globo terráqueo. Caldas cierra los ojos y se adhiere a ese viento que le habla de misterios que solo las nodrizas de la infancia saben recoger en las palabras cantadas. El verde está aquí, se dice, estará siempre aquí para los que sigan viviendo. Para mí, en cambio, es un rocío que se me escapa, similar a esas lloviznas frías cuya densidad intenté medir mientras ascendía el Puracé, el Antisana, el Pichincha. Caldas reconoce que el verde de la tierra será siempre un color vinculado a la nostalgia. Una ilusión tramada con la luz que aproxima al presente, pero que está unida ineluctablemente al pasado. Mientras que el color que define en estos tiempos a la Nueva Granada es otro: el rojo de las arengas públicas y los motines, el de los conciliábulos y los manifiestos, el de la masonería y la libertad. El rojo de las traiciones que asolan al Reino desde que brotó, roto en mil pedazos, el anhelo de la libertad.

 

2

Se nos presentó un cuestionario a varios colaboradores de una revista especializada en libros. Recuerdo que era la última pregunta, de una lista que tenía las triviales características de una entrevista periodística –color, libro, piedra, película favoritos–, la que se relacionaba con la biografía. ¿Sobre quién nos gustaría escribir una biografía? Sin vacilar puse a Francisco José de Caldas. No preguntaban el motivo de la escogencia del personaje. Para mí no habría sido difícil contestar.

La encuesta se publicó en la página web de la revista. Piedepágina se llamaba, y fue durante un breve periodo el único espacio dedicado a seguir de cerca el mundo editorial colombiano. Su parte más llamativa era la sección de reseñas. Las escribíamos con optimismo porque el director de la revista pensaba que no había libros malos. Todos, para ese editor filantrópico, poseían algo digno de rescatar. Lo de libros buenos, por supuesto, ponía en tela de juicio la calidad de la revista. Porque una revista de literatura, y esta pretendía serlo, que publique únicamenteartículos laudatorios termina siendo una revista mediocre. Sin embargo, Piedepágina gozaba de un acierto. Al menos lo era para mí, y acaso por ello me sabía su colaborador más entusiasta. La revista daba un espacio a libros publicados por editoriales pequeñas y hasta permitía que se hicieran –generalmente yo las escribía– reseñas sobre libros pagados por el autor.

Un editor tropezó con la encuesta, se detuvo en la mía y no demoró en contactarme. Averiguó algo sobre mis libros, que andan perdidos, es necesario decirlo, en editoriales marginales. Jaramillo, editor de biografías con cierto prestigio en el país, leyó algunos de mis ensayos sobre literatura e historia –“Aproximaciones poéticas a la Expedición Botánica de la Nueva Granada”, “Próceres y Realismo Mágico”, “Entre la pompa y el fracaso: Bolívar en la novelacolombiana”–, y me propuso la de Caldas. Sus condiciones no fueron exhaustivas. No una biografía de mamotreto, trabajo de treinta años de investigaciones sesudas, nada que suscite el elogio del especialista ni la envidia del ratón de biblioteca. Algo ágil, pero que no desdeñe el rigor y el buen gusto. Un texto, en fin, que atrapara al público joven.

Pensé que este editor también partía de un malentendido. El de allá pensaba que todos los libros eran buenos. Mientras que este creía en la juventud colombiana y la suponía rigurosa y exquisita. Pasé por alto el traspié. Le dije que mi deseo era escribir una biografía diferente. No quería celebrar al prócer, sino al naturalista. Me interesaba indagar en las intuiciones del sabio, no en el acaloramiento del militar. Me atraíamás el botánico frente a una orquídea en las alturas del Pichincha que el ingeniero frente a una cureña en las fortificaciones de Antioquia. Todas las biografías han ensalzado, como si fueran una sola, ambas categorías. Yo quería diferenciarlas. Precisé que me gustaría detenerme en ciertas cartas; pero que, respetando lo esencial de sus contenidos, mi pretensión era reelaborarlas literariamente. ¡Ah!, concluyó Jaramillo, quiere hacer una biografía novelada. No exactamente, dije, pero necesito libertad para mostrarle al lector los itinerarios geográficos y mentales de Caldas. No me interesa escribir una biografía solamente desde la óptica de la historia, sino también desde la literatura. Me permitiré, señalé a un Jaramillo curioso, juegos del lenguaje, malabares del tiempo, diferentes técnicas narrativas, focalizaciones diversas, cuestionamientos de la historia oficial y, sobre todo, me apoyaré en los cantos de la subjetividad. De la suya o de la de Caldas, preguntó el editor. De ambas, contesté. Considero, anotó el editor, que sería mejor para usted escribir una novela. Así podría dar forma adecuada a su proyecto. Nos miramos un instante. Esa novela ya está escrita, respondí. Y creo que, aunque tiene buenos pasajes, prefiero la lectura de las cartas de Caldas que esa obra en forma de diario. ¿No le parece que es bastante discutible escribir un diario de alguien que ya lo hizo por su propia cuenta? No lo sé, argumentó Jaramillo, Caldas es como Bolívar, como Napoleón, como el Che Guevara: hombres que han terminado por convertirse en patrimonio de la gente. Y el palimpsesto siempre será,más en estos tiempos difusos, una alternativa para los escritores. Novelas sobre las cartas de Séneca, novelas sobre las confesiones de Rousseau, novelas sobre las de San Agustín. Sin duda, interrumpí, pero creo que esas cartas y esas memorias, de algún modo, ya son la obra literaria. Más aúnsi se tiene en cuenta que todas ellas nacieron con claras pretensiones artísticas. Pienso por ello que muy pocos disfrutarían esa novela sobre Caldas. Los versados en él porque prefieren volver a sus cartas. El resto de los lectores, porque un diario novelesco es algo que agotaron hasta marchitarlo los europeos del siglo xviii.

No podré comprender del todo su propósito, dijo Jaramillo después de tomar el último trago del café, hasta no leer lo que quiere escribir. Pero me atrae su propuesta. Si quiere hagamos un trato. Le encargo la biografía sobre Caldas, usted la escribe, le pago su trabajo, pero me reservo la publicación en caso de que el producto no nos satisfaga. Mejor dicho, tómese esto como un reto. Si le interesa, aquí está mi tarjeta. Antes de levantarse, el editor hizo una aclaración: escriba la biografía, pero sin falsear la historia. Recuerde en todo caso que a Caldas lo fusilaron porque asesoró a los ejércitos independentistas y lo hizo con la febrilidad de un convencido. A él le repugnó ese peregrino convencimiento, contesté. Y le aclaro que Caldas no fue un independentista tal como lo hacen creer los manuales de historia colombiana. Sus prácticas científicas y políticas nunca formaron parte de un proyecto revolucionario nacional. Al contrario, nacieron y se desarrollaron en el contexto de una Corona española, despótica e ilustrada, que patrocinó expediciones naturalistas en las colonias de América. Mi propósito, lo repito, es quitarle esa impronta de prócer que lo falsifica completamente. ¿Para qué escribir una biografía más que diga lo que ya se ha repetido hasta la saciedad? Bien, comentó Jaramillo, tenga en cuenta mis opiniones y después hablamos. Es probable que el escándalo que provoque la desmitificación del prócer pueda ayudar a la venta del libro en caso de que se lo publiquemos. Finalmente, eso es lo que nos interesa a los editores: no tanto que el libro sea bueno o malo, sino que sea provocativo. Solo pido que respete el límite de las páginas y que la biografía esté bien escrita. Y en lo que respecta a la forma de la escritura, reflexione muy bien cómo usar las libertades que reclama.

Con estas palabras, y la firma de un contrato que diligenciamos la semana siguiente, me dispuse a organizar las anotaciones que había hecho en los últimos años sobre la vida de Caldas. La verdad era que mi plan variaba. Una novela corta, de tinte poético, algo así como un diario apoyado en las cartas del sabio, que ya había escrito, pasaba a ser una biografía de no más de ciento cincuentapáginas, destinada a jóvenes desavisados. Sentí cansancio. Sentí que caía en la trampa de los contratos literarios. Hasta ahora había sido un escritor fantasmal que gozaba con la libertad de escribir sobre lo que me diera la gana. Me parecía, incluso, vergonzoso escribir bajo contrato. ¿Por qué, entonces, aceptaba condiciones que, en vez de ayudarme en la búsqueda de algo genuino, me arrojaban al sentido práctico tal como lo concebía el universo de las editoriales comerciales? Consideré que era necesario aceptar el compromiso para imponerme una labor que me parecía inexcusable. Por otra parte, la conversación con Jaramillo poseía un triste privilegio. Me había convencido de que mi diario sobre la vida de Caldas, que guardaba en una gaveta, era un fracaso.

 

3

Buscaba entre mis archivos algún apunte referido a la relación entre Humboldt y Caldas, cuando tropecé con las cartas. Eran unas hojas de cuaderno barato, de los tiempos del Liceo Antioqueño, enviadas por Santiago Hernández. Leí las fechas. En vano busqué la firma de quien había escrito. Volví a pasar las hojas que ya estaban amarillas y con las letras desleídas. Puse sobre el escritorio los libros que había prestado en la Biblioteca Pública Piloto sobre Caldas –la biografía de Alfredo Bateman y la recopilación de sus cartas editada por la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Me acomodé en la silla y empecé a leer:

Enero, 1983

Las montañas fueron lo mejor. Majestuosas, empapadas por los aguaceros, iban abriendo sus barrigas enormes para que el bus pasara. Yo me sentía más feliz que el putas, a pesar de que el motor roncaba con fatiga por entre los precipicios. Al ver las cimas de la cordillera desde la ventanilla, me acordé de lo pasado en los últimos meses. Vi los patios, los corredores, los árboles del liceo. En especial ese guayacán amarillo de la entrada. Se me vinieron encima las manifestaciones que hacíamos al frente del Pascual Bravo. Esas pedreas maravillosas que parecían no acabar nunca. Sentí de nuevo el calor de las asambleas, el sabor de los tintos y el aroma de los pielrojas. Me acordé también de esas caminatas tan chimbas que hacíamos por Robledo. ¿Te acordás, Pedro? Vos, Andrés y yo acampando por los lados de La Pola y ahí abajo Medellín, como una mujer acostada que se entregaba con impudicia a nuestros ojos. Me acordaba, en tanto el bus descendía hacia Mutatá, de las fotografías de Andrés sobre los árboles y vos leyéndonos tus poemas. En algún momento pensé que el bus era como la canoa de Caronte. Solo que ahora no me llevaba al infierno, sino hacia un lugar perdido en la serranía. Allá donde el cambio social avanzaba a pasos agigantados. Me venía para Urabá a comenzar la vida, esa que soñaba, esa que me estaba destinada…

Vi los puntos suspensivos y recordé que todas las cartas de Santiago, escritas desde allá, abrían y cerraban así, sin destinatario ni remitente, con esos puntos que suponían la continuidad o la brusca interrupción. La figura del amigo se me impuso con una claridad nostálgica. ¿Qué habrá sido de Santiago?, me pregunté. Pasé a otra carta.

Enero, 1983

Tremendo desorden Turbo. Un calor ni el hijueputa. Como si uno tuviera a toda hora una candelada en el pecho. La gente lanza fuego por la boca. Y ruido a la lata, y por todas partes huele a mierda y a pescado descompuesto. Los compradores y vendedores de cualquier cosa corretean sin parar. Una mezcla de vallenatos, porros y rancheras suena a todo taco. Estuvimos en el Wafer comprando las cosas que necesitamos. Mientras Jota negociaba unos palmolives y unos colgates, me puse a mirar los perros. Varios chandosos se disputaban una cabeza de pescado con una rabia única. Y si me volteaba, me encontraba con negros cargando bultos y con indias embera que tejían manillas, los hijitos, como miquitos hambrientos, chupándoles las tetas caídas. Este es el infierno versión Urabá, decía Jota, mientras recorríamos el mercado. Este miserable caos, esta asquerosa pobreza, este rebusque que todo lo jode, es lo que tenemos que cambiar, iba agregando.

Jota ha sido el compañero en estos primeros días. Todo un señor guía. Pasábamos por los tenderetes e iba señalándome: ¡Atención, flaco!, este es el róbalo, este el bagre, este el mero, este el pargo rojo y a este lo llaman urel, que es el más recuca de todos. Ahora que te escribo estas líneas, Jota anda durmiendo una rasca de aquí a Pekín. Hemos hablado mucho de lo que se debe hacer por el país y del papel que ocuparemos en todo esto. Nos quedaremos en Turbo un par de días más, pues mañana llega otro compa de Pereira…

Enero, 1983

La fiesta fue por la Bahía del Pisisí. Jota dice que son viejos pescadores amigos suyos, pero la verdad es que entre ellos hay una negra. El hombre me ha confesado que ha pasado tantos meses voliándose la paja en el monte, que no hay que volver a lo mismo sin darle una vuelta a la hembrita. Jota me contó incluso que un man de allá a veces hace chochas en los troncos de los platanales con la peinilla para pegarse sus buenas culeadas. Pero eso no tiene nada que ver con la negra. El mejor trasero de Turbo, dice Jota, y se saca la lengua para saborearse. El Grillo, así llaman al compañero de Pereira, no paraba de reírse con la historia de las vaginas de plátano. ¿Has probado pan negro?, le preguntaba Jota. El Grillo decía que no, pero que nunca era tarde para hacerlo. Jota sonreía y decía que la verdad es que no hay coños negros. Todos son rojos, medio morados, como el color de las sandías podridas. Y había que ver cómo se carcajeaba El Grillo. En la fiesta, el hombre se prendió rápido y terminó enredado con una vieja bajita y nalgona que Jota le levantó. El Grillo es flaco, alto, de ojos saltones y tiene una mata de pelo mono que todo el mundo en la rumba le celebraba. Durante la noche y hasta la madrugada bailamos Manyoma, El preso, Los charcos…

Me quedé pensativo. Traté de recordar dónde estaban las otras cartas que Santiago me escribió durante esos años. En todos mis desplazamientos ocurridos de una ciudad a otra, de Medellín a Bogotá, de Bogotá a Tunja, de Tunja a París, de París a Bogotá, de Bogotá a Medellín, se habían extraviado. Y las mías, las que escribí, acompañadas por todos esos poemas escritos en un estilo que rememoraban al peor Neruda y al calamitoso Benedetti, en medio de una adolescencia ansiosa, ¿dónde estaban? Recordé que me veía de vez en cuando con Lis, la intermediaria para que los dos pudiéramos compartir los mensajes. Pero en esos días de la persecución, Santiago tal vez había quemado esos papeles. Me dije que sacaría un tiempo en medio de mis lecturas para la redacción de la biografía de Caldas y buscaría esos paquetes con cartas que estaban en un rincón del cuarto útil de mi apartamento.

Febrero, 1983

¡Qué verracos días! Cómo para no olvidarlos nunca. La jornada inicia a las cinco de la mañana. Se hace una breve formación en la que se explican las faenas. Luego desayunamos chocolate con arepa. Hacia las siete empezamos los ejercicios militares. Lo que le dan a uno es una escopeta de los tiempos de upa, una linterna con pilas eveready, una cantimplora y el uniforme y la gorra con las letras epl. Pensé que iba a encontrar un batallón bien armado, pero a duras penas somos quince y andamos con un equipo militar prehistórico. Cuando los vi por primera vez, enfilados y con los morrales, me di cuenta del tamaño de nuestro sueño. Hay un comisario, un tipo serio y fornido que antes de meterse al monte trabajaba en las bananeras de Apartadó. Es el comandante Ramón. Su origen es campechano, pero ha leído y sabe mucho de economía política y de historia. Además, se conoce el Partido al dedillo. Una de sus funciones es velar por el buen desarrollo de las actividades. Estas no son muy complicadas. Fuera de caminar por el monte, cazar micos y lanchos, preparar la comida y hacer las prácticas milicianas, queda mucho tiempo para leer, enseñar a leer y echar carreta con los compañeros. No hay ninguna mujer entre nosotros. De los quince, doce son analfabetos. Nos habían dicho que trajéramos un par de mudas, una sábana, las botas, un pedazo de tela para la hamaca. Todo eso lo compramos en Turbo con Jota y El Grillo. La hamaca fue lo primero que nos enseñaron a hacer cuando llegamos al campamento. Colgarla de los palos y poner el plástico que nos sirve de protección por las noches, es enredado al principio. Pero uno le va cogiendo el tiro a la cosa. Eso es lo que llevamos en el morral, y dos o tres libros que leemos. Fuera de las tesis de Mao, me traje Así se templó el acero de Ostrovski. ¿Te acordás, viejo Pedro, cuando te contaba las aventuras de Pavel Korchaguin en el liceo?…

Febrero, 1983

Treparse a los árboles con pocos movimientos, construir trincheras, enterrar adecuadamente la mierda de uno, conocer las nociones básicas de los primeros auxilios. Eso es lo que aprendemos por estos lados. Cómo enfrentar una cortada, una picadura de culebra que por aquí las hay en forma, una de esas diarreas que no perdonan ni sitio ni persona que esté al lado, los escalofríos del paludismo. Y preparar las emboscadas al ejército y saber retirarse. Pero hasta ahora no ha habido ni huella de soldados. Ramón calculó que estábamos a una hora del villorrio más cercano. Cuando dijo esto, que estaba cerca Carepa, descansábamos bajo la sombra de un caucho. El árbol parecía como una alucinación en medio de lo que era puro rastrojo. Nos topamos con un claro y en su centro estaba el personaje vegetal. Parecía todo un señor anfitrión que nos esperaba desde hacía tiempo. A mí me dio una alegría incontrolable y de una me deshice del equipo para subirme a sus ramas. Sentí, viendo el horizonte verde bajo un cielo sin nubes, que el verdadero sentido de los meses pasados aquí lo encontraba encaramado en esos ramajes. Desde ellos entendía mejor la esencia de la ilusión que buscaba…

Marzo, 1983

Ha sido más duro de lo esperado. Hace un par de días me dieron ganas de regresarme. Me he acordado mucho de vos, que dijiste que no estabas hecho para vivir en el monte. Empecé a sentir nostalgia por pendejadas. El desayuno con chocolate, la mantequilla y el quesito, los sancochos de los domingos que la cucha prepara mejor que nadie. Hace poco tuvimos que pasar varios días comiendo solo yuca y sin sal. A veces comemos fríjoles, pero son unas cosas duras y quemadas. Dejan en el aire una pestilencia que ya te imaginarás. Y el clima de Medellín que es un paraíso al lado de este calor que todo lo humedece, con sus mosquitos que le amargan la vida a cualquiera. Pero lo que más me hace falta, viejo Pedro, son los cojines. ¿Vos te imaginás un mundo sin cojines? Un mundo donde la suavidad ha sido expulsada del todo. Pues bien, eso es estar en la guerrilla. Vivir sin la caricia que te puede ofrecer un cojín. Hemos entrado a algunos ranchos de campesinos que nos dan de comer y beber, y en vano me la he pasado buscando un cojín. Este malestar de todas maneras se ha ido amainando. La guerrilla es dura y no escatima sentimientos de confort. Aunque eso les parece a muchos un defecto, termina siendo la gran cualidad. Venirse para el monte es entrar a una escuela de la aspereza. Y uno se aguanta los regaños, los aceleres, los insultos de los compas cuando se sabe que en juego está la revolución. Eso hay que repetirlo siempre. Mentalmente, a toda hora, antes de dormir, cuando a uno se le va el ánima en las diarreas, cuando caen esos aguaceros interminables, mientras se hace la guardia y uno rásquele a las ronchas que dejan los mosquitos. Compañero soldado: ¿juras y prometes por la revolución dedicar tu vida y tu acción enteramente al servicio del pueblo y usar las armas exclusivamente para tal fin? Sí, juro y prometo. Eso es lo que debemos decir hasta el cansancio. To-do-es-to-es-por-la-re-vo-lu-ción. Para que la injusticia termine y lleguen tiempos mejores. Una y otra vez, como una de esas planas que hacíamos en la escuela. Día y noche, hasta que las letras van fluyendo sin problema…

Mayo, 1983

Con Jota y El Grillo hemos programado clases de lectura y escritura. El papel hay que regularlo y los pocos libros que tenemos son las cartillas. Cómo gozaba el Calvo, un pelao de Necoclí, cuando podía leer en el prólogo de la novela de Ostrovski: La gran revolución socialista de octubre liberó, por vez primera en la historia, a la clase obrera soviética. No paraba de reírse como un niño y celebrar su primera frase leída como si fuera una victoria. Todos le aplaudíamos y le decíamos, a lo bien, Calvo, a lo bien. Nosotros también recibimos clases. Algo de historia y de economía política que nos da Ramón. El hombre fue sindicalista en sus tiempos de obrero y se mueve bien en el terreno de las discusiones. Es amigo personal de Carvallo y conoció a Pedro Vásquez Rendón y a León Arboleda. Nos habla de la claridad conceptual del primero y de la valentía con que los otros dos sacrificaron sus vidas por la transformación del país. Pero lo que me ha acercado a Ramón no son solo las jornadas de estudio sobre política, sino todo lo que sabe de árboles. Hablando sobre ellos hemos hecho buenas migas. Destinamos a veces un tiempito en las noches para la conversa. Cuando caminamos y nos topamos con los caracolíes, las ceibas y los olletos, el hombre no vacila en compartirme su entusiasmo. Con él he aprendido a reconocer algunos árboles de por estos lados. La variedad de higuerones es formidable, los carrás con sus impresionantes bambas, el guacamayo que lo llaman así por el color que las hojas asumen cuando mudan, la fortaleza de los choibás que arden fácilmente con el fuego. Pero lo que más me ha descrestado de Ramón es todo lo que sabe de orquídeas. Secretos van, secretos vienen sobre estas flores, y él es muy generoso y no se guarda nada. Me ha dicho que cuando vaya a Apartadó, cosa que espero hacer pronto, pase por la casa de uno de sus compas. Allí hay un jardín de orquídeas, dice Ramón, que nadie se imagina…

Mayo, 1983

La víspera del primer operativo casi no duermo. Me dio insomnio. Dicen que es grave no dormir cuando hay que prepararse para el combate. Pero la verdad es que nadie duerme antes de las batallas. Todo el mundo permanece en vela. Como si en ese no dormir estuviera una de las claves de la valentía que se necesita para ir a la pelea. Tampoco se come mayor cosa. Solo un bocado, y así evitar desangres en caso de herida. Cuando uno come demasiado, las posibilidades de morir por un balazo son más altas. Ya ves, las vainas que uno va aprendiendo en el monte. Aquí se comprende eso mejor que en Medellín. En Medellín no pasa nada, viejo Pedro. O si pasa es como si todo fuera falso…

Junio, 1983

Con Jota hemos bajado de la serranía. Cuestión de recibir a un par de compañeros que vienen de Armenia. He tenido la esperanza también de ver a Lis. Me dijo que vendría a Chigorodó. La llamé por teléfono y le conté que iba a bajar. Me prometió que nos veríamos, pero me cansé de esperarla. Estábamos en El Aracatazo, una heladería del pueblo, y Jota para joderme me decía a cada rato, mirala allá, güevón, mirala allá. Al otro día Jota se fue para Turbo y yo me quedé en casa del amigo de Ramón. Es un hombre que empezó a estudiar agronomía en la Nacional, se hartó de Medellín y se vino para Urabá. Simpatiza con nosotros, pero lo suyo son las flores y unos cuantos marranos de engorde que tiene en una finquita, en las afueras del pueblo. Fuimos a ver el jardín y se me hizo un nudo en la garganta cuando vi las orquídeas. Me enseñó a distinguir algunas de ellas. Todo un manjar para los ojos y el olfato. Mañana me veo con Jota. Nos encontraremos en la casa de los pescadores. La misión es entregar unas chapolas que van a Medellín. Si ves a Lis, decile que siempre le perdonaré sus falsas promesas, decile que me hace falta, decile que la quiero…

 

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Apuntes

Caldas hace sus estudios en el Seminario San Francisco de Asís de Popayán. Su temperamento enfermizo, propenso a la melancolía, corre paralelo a la obsesión con que asume la lectura. No duerme por estar leyendo lo que halla en la biblioteca de su padre. Lee desordenadamente, método que jamás lo abandonará. Lee sobre geometría, geografía, religión, historia, literatura, astronomía. Devora lo que le indica su primer maestro, José Félix de Restrepo, un sacerdote de origen antioqueño que imparte en su clase de filosofía nociones de matemáticas y física. Sus otros compañeros de curso demoran meses para asimilar lo que él entiende en pocos días. La falta de sueño, al muchacho le llegan las primeras luces en un estado de vigilia temblorosa, no demora en resquebrajar su salud. Por consejo médico se le quitan los velones en las noches y le prescriben infusiones que induzcan al sueño. El padre se encarga severamente de que su hijo disminuya el caudal de las lecturas. Considera que está perdiéndose en libros que para un futuro jurisconsulto resultan inútiles. Pero Caldas, incapaz de olvidar sus constantes preguntas –¿por qué se mueven los planetas en el cielo?, ¿de dónde proviene la noción del cero?, ¿de quémodo se produce el aire que respiramos?, ¿dónde nace el arcoíris?, ¿en qué se diferencian el macho y la hembra del cóndor?, ¿quién era Euclides?– se levanta a medianoche con cautela, toma una vela del baúl y prosigue sus lecturas. El despertar de toda vocación verdadera va acompañado de estos estremecimientos del cuerpo y de estas voracidades del espíritu. Al lado de la felicidad que prodiga el asombro del pensamiento, surgen los desmoronamientosfísicos.