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"Los náufragos del Jonathan", es una novela del escritor francés Jules Verne que fue escrita en 1897 con el título de "En Magellanie" ("En la Magallanía"). La novela narra la historia de un misterioso hombre llamado Kaw-Dyer, que vive en la tierra de la Magallanía, es decir, en la región del Estrecho de Magallanes. Kaw-Dyer, cuyo lema es «Ni dios ni amo», subsiste por su cuenta y también presta asistencia a los pueblos indígenas de la región.
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Julio Verne
LOS NÁUFRAGOS DEL JONATHAN
PRIMERA PARTE
Capítulo I El guanaco
Capítulo II Misteriosa existencia
Capítulo III El final de un país libre
Capítulo IV En la costa
Capítulo V Los náufragos
SEGUNDA PARTE
Capítulo I En tierra
Capítulo II Mi primera ley
Capítulo III En la bahía de Scotchwell
Capítulo IV El invierno
Capítulo V Barco a la vista
Capítulo VI Libres
Capítulo VII La primera infancia de un pueblo
Capítulo VIII Halg y Sirk
Capítulo IX El segundo invierno
Capítulo X Sangre
TERCERA PARTE
Capítulo I Primeras medidas
Capítulo II La ciudad naciente
Capítulo III El atentado
Capítulo IV En las cuevas
Capítulo V Un héroe
Capítulo VI Durante dieciocho meses
Capítulo VII La invasión
Capítulo VIII Un traidor
Capítulo IX La Patria Hosteliana
Capítulo X Cinco años después
Capítulo XI La fiebre del oro
Capítulo XII El saqueo de la isla
Capítulo XIII Una jornada triste
Capítulo XIV La abdicación
Capítulo XV ¡Solo!
Era un animal grácil, de cuello largo y elegante curvatura, de grupa redonda, nerviosas y finas las patas, los ijares entrados, el pelaje de color rojizo oteado de blanco, la cola corta, en penacho, muy luda. En aquellas tierras le llaman guanaco; en francés: guanaque. Vistos de lejos, estos rumiantes crean con frecuencia la ilusión de caballos montados y, más de un viajero confundido por esa apariencia, ha tomado una de sus manadas que galopan en el horizonte, por un grupo de jinetes.
Ese guanaco, única criatura visible en aquella desierta región, se detuvo en la cresta de un montículo, en el centro de una extensa pradera donde los juncos se rozaban sonoramente unos con otros y apuntaban sus afiladas agujas entre matas de plantas espinosas. Vuelto el hocico hacia el viento, aspiraba las emanaciones traídas por una ligera brisa del este. El ojo avizor, erguida la oreja giratoria, estaba al acecho, dispuesto a emprender la huida al menor ruido sospechoso.
La llanura no ofrecía una superficie uniformemente lisa. Aquí y allá se veían ondulaciones formadas por los barrancos que las grandes lluvias borrascosas habían dejado a su paso. Resguardado por uno de esos rellanos, a poca distancia del montículo, reptaba un indígena, un indio, que no podía ser descubierto por el guanaco. Casi totalmente desnudo, cubierto tan sólo por los jirones de piel de animal, avanzaba sin ruido, deslizándose por la hierba, para acercarse a la presa codiciada sin espantarla. Esta, sin embargo, empezaba a dar señales de inquietud, como si temiera un peligro inminente.
De pronto un lazo cortó el aire silbando y se desenrolló hacia el animal. La larga correa no alcanzó su objetivo, resbaló y, de la grupa, cayó al suelo.
Había fallado el golpe. El guanaco había huido a todo correr. Ya había desaparecido detrás de un grupo de árboles cuando el indio llegó a la cima del montículo.
Pero si bien el guanaco no corría ya ningún peligro, era ahora el hombre el que se hallaba amenazado.
Después de recuperar el lazo, cuyo extremo llevaba sujeto en el cinturón, se dispuso a bajar cuando un furioso rugido estalló a pocos pasos de él. Casi al instante, una fiera se abalanzó a sus pies.
Era un imponente jaguar, de pelaje grisáceo jaspeado de manchas negras, más claras en el centro, que imitaban la pupila de un ojo.
El indígena conocía la ferocidad de aquel animal que con sus quijadas podía estrangularlo con un solo golpe. Retrocedió de un salto. Desgraciadamente, cayó al perder el equilibrio por una piedra que rodó debajo de su pie. Mano en alto intentó defenderse con una especie de cuchillo, hecho con un hueso de foca muy afilado, que había conseguido sacar del cinturón. Incluso creyó por un instante que podría levantarse y colocarse en mejor postura. No tuvo tiempo. El jaguar, levemente herido, cargó con furor sobre él. Estaba perdido; derribado, la fiera le desgarraría el pecho.
En aquel preciso momento retumbó el seco estampido de una carabina. El jaguar cayó fulminado, con el corazón atravesado por una bala.
Cien pasos más allá un ligero vapor blanco flotaba por encima de una de las rocas del acantilado.
De pie, en la roca, estaba un hombre con la carabina aún encarada.
Aquel hombre, de tipo ario muy acusado, no era un compatriota del herido. Aunque muy atezado, no era de piel oscura, ni tenía la nariz ensanchada en un profundo entrante de las órbitas, ni los pómulos salientes, ni corta la frente debajo de un ángulo huidizo, ni los ojos pequeños de la raza indígena. Por el contrario, su fisonomía era inteligente y su frente amplia, surcada por las múltiples arrugas del pensador.
Aquel personaje llevaba el pelo, entrecano como la barba, cortado al rape. Hubiera sido imposible precisar su edad en un margen de diez años, pero debía andar entre los cuarenta y los cincuenta. Era alto y parecía dotado de una robustez atlética, de una constitución vigorosa, así como de una inquebrantable salud. Los rasgos de su rostro eran enérgicos y graves y toda su persona expresaba arrogancia tan diferente de la orgullosa vanidad de los necios, lo que daba una verdadera nobleza a su actitud y a sus gestos.
Comprendiendo que no sería necesario disparar por segunda vez su carabina, el recién llegado la bajó, la descargó, se la puso debajo del brazo, y luego se dio la vuelta hacia el sur.
En esa dirección, más abajo del acantilado, se extendía una amplia superficie de mar. Inclinándose, el hombre llamó: «¡Karroly...!», y añadió dos o tres palabras en una lengua áspera y gutural.
Minutos más tarde, por una hendidura del acantilado, apareció un adolescente de unos diecisiete años, seguido muy de cerca por un hombre en plena madurez. No cabía duda de que ambos eran indios, a juzgar por su tipo, muy diferente al de aquel blanco que, con tan notorio escopetazo, acababa de mostrar su destreza. De fuerte musculatura, de anchas espaldas, corpulento el torso, gruesa cabeza cuadrada sobre un cuello robusto, una estatura de unos cinco pies, muy oscura la piel y muy negro el cabello, con unos ojos de mirada aguda debajo de unas cejas poco espesas y con una barba de escasos pelos, así era aquel hombre que parecía haber pasado ya de los cuarenta años. En aquel ser de raza inferior, los caracteres de la bestialidad pero de una bestialidad dulce y cariñosa, rivalizaban tanto con los de la humanidad que uno se habría sentido tentado a compararle, más que una fiera, con un perro bueno y fiel, con uno de esos intrépidos terranova que pueden llegar a ser el compañero, y más que el compañero, el verdadero amigo de su amo. Y ciertamente acudió a la llamada de su nombre como uno de esos abnegados animales.
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