Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Se conocen pocos datos sobre la figura de Tito Livio (59 a. C.- 17 d. C.), uno de los grandes cronistas de la Antigüedad. Nacido en Patavium (Padua) y ferviente republicano a pesar de mantener una buena relación con el emperador Augusto, consagró buena parte de su vida a escribir una ambiciosa historia de Roma dividida en ciento cuarenta y dos libros, la mayoría de los cuales se ha perdido. Este volumen recoge el libro que sirve para inaugurar su monumental obra, aunque está escrito como si fuera único. Repleto de episodios célebres, en él Livio narra la fundación mítica de la ciudad y la historia de los siete reyes que la gobernaron hasta la llegada de la República, al mismo tiempo que van asentándose las costumbres del pueblo romano en cuanto al arte de la guerra, la religión, la política o la vida social.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 234
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Portada
Los orígenes de Roma
TITO LIVIO
Los orígenes de Roma
prólogo porantonio cascón dorado
traducción de
josé antonio villar vidal
Portadilla
Volumen original: Biblioteca Clásica Gredos, 144.
© del prólogo: Antonio Cascón Dorado.
© de la traducción: José Antonio Villar Vidal.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2021.
Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en esta colección: febrero de 2021.
rba · gredos
ref.: gebo611
isbn: 978-84-249-4094-2
el taller del llibre · realización de la versión digital
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito
del editor cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida
a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 91 702 19 70/ 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados.
Créditos
7
CONTENIDO
prólogo, porantonio cascón dorado, 9
LOS ORÍGENES DE ROMA, 41
Contenido
prólogo
por
antonio cascón dorado
historia y literatura
El libro primero de Ab urbe condita (Desde la fundación de la Ciu-dad) es, desde hace años, lectura obligada en mis clases de litera-tura latina y, aunque tengo la satisfacción de haber forjado algún nuevo admirador de Livio, suelo apreciar en mis alumnos una inicial renuencia, que tiene que ver, sobre todo, con el género li-terario al que la obra pertenece. En literatura también funcionan las convenciones y, digamos, las concepciones apriorísticas so-cialmente asentadas. Mis estudiantes ni se extrañan ni discuten la elección de cualquier obra épica, lírica, teatral..., pero ¿por qué elegir un libro de historia? Su extrañeza parece tener bas-tante fundamento.
La historiografía, como género literario, desapareció hace algún tiempo. Los historiadores modernos escriben en un len-guaje desprovisto de veleidades estéticas y apropiado a la finali-dad científica que persiguen. Veo que mis compañeros historia-dores, presumen, en general, de científicos y desdeñan cualquier uso que se haga de la historia como material poético. Parece, pues, lógico que los estudiantes se sorprendan ante mi recomen-dación de esta y otras lecturas de los grandes historiadores ro-manos. Muy probablemente, no tenían conocimiento de que la historia era, y puede ser, un género literario. Supongo que la cosa cambiaría si yo les dijera que iban a leer una colección de leyen-
9
Prólogo por Antonio Cascón Dorado
10 Antonio Cascón Dorado
das sobre los orígenes de Roma o una novela histórica sobre el mismo tema. Seguramente tendrían mejor disposición y, aunque no les estaría diciendo la verdad, no me alejaría mucho de ella.
En realidad, la historiografía clásica y la novela histórica son géneros literarios bastante afines y los autores de uno y otro gé-nero pretenden objetivos similares. Muchos historiadores de la época clásica tenían la intención prioritaria de crear una obra li-teraria y, al narrar los hechos, intentaban hacerlo con parecidos presupuestos estéticos a los empleados por los novelistas actua-les. Quintiliano, maestro de oratoria del siglo id. C., desaconse-jaba a sus estudiantes utilizar las obras de los grandes historiado-res latinos en sus discursos, pues, decía, entre otras cosas, que la historia era inapropiada porque estaba próxima a la poesía («es en cierta medida un poema liberado de las exigencias métricas»), que sus autores perseguían el reconocimiento de su talento y que escribían para deleitar los oídos cultos y desocupados (X 1, 31-32). Ciertamente, esas cualidades netamente literarias, de las que debía precaverse el estudiante de oratoria del siglo i, coinci-den en buena medida con las características de nuestra novela histórica. Los novelistas buscan realizar una obra artística que consiga el reconocimiento de su talento y escriben para el delei-te de quien dispone de tiempo para la lectura.
Pero aún es posible apuntar algunos paralelismos más. Una de las razones del éxito de la novela histórica es que permite al lector un placentero alejamiento de la realidad. Es, en cierto modo, literatura de evasión. Seguramente, la historia también cumplía esa función en la antigua Roma; la lectura de las hazañas de sus antepasados podía servir a los lectores para alejarse de la realidad. Desde luego, era uno de los beneficios que encontra-ban en su labor los propios historiadores; al menos así lo expre-san en sus prefacios Salustio (Conjuración de Catilina4, 1-2 y Guerra de Jugurta4, 1-3) y el propio Livio: «Yo, por mi parte, espero [...] apartarme, al menos mientras dedico toda la concen-tración de mi mente a recuperar esta vieja historia, del espec-
Prólogo11
táculo de las desventuras que nuestra época lleva viviendo tantos años» (pref. 6). Ambos géneros literarios también comparten esa perspectiva crítica y moralizante: la dedicación a la historia per-mite apartarse de los problemas del presente, pero también ana-lizarlos y denunciarlos desde un punto de vista distinto. Si a los novelistas se les permite incluir en la historia episodios de fic-ción y narrarlos artísticamente, a los historiadores de la Anti-güedad se les exigía, en cierto modo, embellecer el relato y ador-narlo con los recursos literarios al uso. La narración por Tito Livio de la trágica violación de Lucrecia y de tantos otros episo-dios legendarios que adornan su obra sin duda constituye un in-grediente fundamental de su éxito.
Así que, la historiografía romana era un producto netamen-te literario, tanto como lo puede ser la novela en nuestros días. Dentro de la narrativa en prosa era el género más artístico y he-mos de suponer que contaba con potenciales lectores que espe-raban la publicación de nuevas obras con el máximo interés. No hay duda de que Tito Livio y otros grandes historiadores roma-nos, como Salustio y Tácito, gozaron de gran éxito en Roma, tu-vieron el reconocimiento de generaciones posteriores y fueron ensalzados e imitados por los autores del Renacimiento y de los siglos posteriores. Nadie discutía sus merecimientos y eran con-siderados escritores de renombre universal. Hoy en día, sin em-bargo, la situación es diferente; esos grandes autores no son co-nocidos por la gran mayoría de los ciudadanos, ni siquiera por los de mediana cultura. En ello tiene parte de responsabilidad esa persecución larvada contra las humanidades que se desarro-lla en Occidente desde hace unas décadas, pero también ha po-dido contribuir la intromisión de la historia científica en el terre-no de la literatura.
Los historiadores de la Antigüedad clásica empezaron a ser juzgados según los parámetros de la historiografía moderna y se les acusó de poco científicos, cuando no sabemos si pretendían serlo. Alguno salió mejor parado, como los griegos Tucídides o Polibio, porque eran más rigurosos en el examen de la docu-
12 Antonio Cascón Dorado
mentación o el contraste de fuentes, pero los más literarios, como es el caso de Tito Livio, fueron fustigados sin mucho dis-cernimiento. Se le acusó de hacer literatura, justamente lo que él pretendía. Se le echó en cara escribir leyendas, cuando es evi-dente que lo hizo por su valor literario o moral.
El propósito de Tito Livio era escribir una gran obra litera-ria que le proporcionara éxito y reconocimiento. El hecho de que termine su prefacio con una irónica invocación a los dioses y diosas, semejante a las empleadas por los poetas épicos (pref. 13), es una prueba evidente de que esas eran sus intenciones priori-tarias.
Más adelante hablaré de las controvertidas cualidades de Li-vio como historiador, pero tenía interés en dejar claro desde el ini-cio el indiscutible valor literario de esta obra. Si el lector la aborda desde esta perspectiva, difícilmente se sentirá defraudado.
un paduano conservador
Los testimonios de que Tito Livio era natural de Patavium, la actual Padua, parecen bastante seguros. Así lo trasmite san Jeró-nimo, quien da como fechas de su nacimiento y muerte los años 59 a. C. y 17 d. C., afirmando que murió también en la misma ciudad. Era, por tanto, coetáneo de Horacio y Virgilio, y tuvo una vida larga para aquella época; sin embargo, y a pesar del re-nombre que disfrutó, no resulta fácil reconstruir los hitos fun-damentales de su vida. Tenemos noticias dispersas en distintos autores que apenas nos permiten confirmar algunos detalles bio-gráficos: que alcanzó la fama mientras vivía, que tuvo al menos un hijo y una hija, que tenía buena relación con Augusto, que admiraba a Cicerón, que escribió algunos tratados filosóficos hoy perdidos, que inició al futuro emperador Claudio en los es-tudios históricos..., y poco más.
De la lectura de su obra se colige fácilmente su sólida for-mación retórica y nos está permitido suponer que tenía buen
Prólogo13
conocimiento del griego, sobre todo por la utilización entre sus fuentes de escritores helenos, especialmente de Polibio. Si, además, como afirma Séneca en una de sus cartas, Livio escri-bió algún diálogo filosófico, podemos conjeturar que pasó algún tiempo estudiando en Atenas, estancia casi obligada por aque-llos tiempos para cualquiera que quisiera iniciarse en estudios de tal clase.
Esta escasez de noticias probablemente tenga mucho que ver con el tenor de su vida. Suele decirse que Livio era un «escri-tor de gabinete», lo que hoy en día llamaríamos «un ratón de bi-blioteca». Un hombre que no hizo carrera política ni administra-tiva, como era frecuente entre los historiadores romanos que escribieron antes y después de él, y que dedicó todos sus esfuer-zos a escribir una obra de la magnitud de Desde la fundación de la Ciudad, (la Ciudad con mayúscula, Roma, la Urbe por antono-masia); ciento cuarenta y dos libros de historia de la Ciudad, que, según cálculos modernos, serían unos treinta tomos de cua-trocientas páginas cada uno. Le llevó la vida entera y debió de ser bastante feliz, si, además de disfrutar mientras escribía, consi-guió el éxito que pretendía.
Imagino a un hombre entregado a una labor tan creativa como esclava en su casa de Padua, trabajando rodeado de códi-ces toda su vida. Es probable que hiciera con regular frecuencia algún viaje a Roma, sobre todo para alguna consulta biblioteca-ria, pero no parece que fijara allí su residencia, al menos no du-rante mucho tiempo. Los estudiosos de su obra han detectado inexactitudes en las localizaciones de algunos emplazamientos de la Urbe, incompatibles con alguien que hubiera residido en ella mucho tiempo. Así que estamos autorizados a pensar que Livio pasó la mayor parte de su vida en Padua, que, por enton-ces, era la segunda ciudad de Italia, y debía de ofrecer servicios no muy inferiores a los de Roma.
Asinio Polión, un historiador coetáneo, echaba en cara a Li-vio su patavinitas, es decir, su «paduanismo», sin que sepamos muy bien a qué se refería. Aunque el asunto es discutido y se han
14 Antonio Cascón Dorado
realizado diversas interpretaciones, suele pensarse que Polión aludía al carácter provinciano y quizá un tanto retrógrado de nuestro autor. Al parecer, los paduanos tenían fama de austeros, se distinguían por su respeto a las costumbres tradicionales y por cierta independencia frente al poder político dentro de un conservadurismo esencial. Esa imagen se corresponde, desde luego, con la personalidad que apreciamos leyendo la obra de Livio.
Sus profundas convicciones morales se descubren en cada párrafo, así como su respeto por la religión tradicional. Era ne-cesario hacer caso de los augurios y prodigios, y, por supuesto, ce-lebrar los ritos que la tradición había impuesto antes de cada acto cívico. Desde el punto de vista político, es un republicano convencido, partidario del gobierno senatorial que había forjado la grandeza de Roma, defensor de la legalidad por encima de los individuos y contrario a cualquier forma de monarquía.
Livio admiraba a Cicerón, tanto en política como en litera-tura. Quintiliano cuenta que el paduano recomendaba a su hijo la lectura del gran orador y el análisis de Ab urbe conditapone de manifiesto que siguió en buena medida las recomendaciones que Cicerón dirige en sus tratados al escritor de historia. Podría decirse que Livio llevó a cabo el ideal de historiador que preco-nizaba Cicerón, aunque se apartó en un punto: no fijó su aten-ción en un episodio concreto de la historia de Roma, como de-fendía Cicerón y era entonces frecuente, sino que prefirió escribir la historia completa, siguiendo el camino marcado por los primeros historiadores romanos, llamados analistas porque escribían la historia de Roma año por año (annus).
Probablemente, necesitaba hacerlo así para demostrar que la grandeza de Roma había sido decidida por los dioses. El Des-tino había determinado que Roma gobernara sobre todos los pueblos. Desde sus inicios, y a pesar de las numerosas dificulta-des, Roma sale victoriosa de tantas guerras y encuentra siempre alguna solución para salir airosa ante la adversidad. Se trata de la misma idea que encontramos en la Eneidade Virgilio, repetida
Prólogo15
en diversos pasajes: Júpiter explica a Venus en el canto I que las Parcas, hilanderas del sino de los hombres, han decidido que Roma gobierne sobre todos los pueblos. En Ab urbe conditaen-cuentra su mejor expresión en las palabras del propio Rómu-lo cuando, después de muerto, se aparece a un campesino llamado Próculo Julio: «Ve y anuncia a los romanos que es voluntad de los dioses que mi Roma sea la capital del orbe» (I 16, 8).
Esta idea del auge de Roma predeterminado por la voluntad divina es afín a la filosofía estoica y, aunque no tenemos noticia de que Livio perteneciera a una escuela filosófica concreta, es evidente el influjo de los principios estoicos en su obra. La rigi-dez moral de esta doctrina se acomodaba bien al defensor de las antiguas virtudes romanas: la piedad religiosa, la austeridad, la justicia, la moderación, la concordia, la clemencia, la discipli-na... conforman la imagen del romano perfecto, que se aproxima también a la imagen ideal del sabio estoico.
Livio trasmite la idea de que ese designio divino, convertir a Roma en potencia hegemónica, se había llegado a cumplir por-que el pueblo romano lo merecía, porque sus virtudes estaban a la altura de tal designio. Esa idealización del pasado, de la anti-gua Roma y de sus ciudadanos, donde se ensalzan las virtudes que hemos mencionado y se rechazan los comportamientos pa-sionales, la falta de autodominio, la codicia, el lujo, etc., no es propiamente el relato de lo que sucedió, sino quizá el relato de lo que nuestro historiador hubiera querido que sucediera. Y esa proyección utópica hacia al pasado se construye con el soporte moral que proporcionaba la filosofía estoica.
Es difícil saber qué pesaba más en el ánimo de Tito Livio, si la idealización del pasado o la denuncia de la corrupción que rei-naba en su mundo. De la espléndida galería de personajes que protagonizan su obra, quizá el más conseguido, el más verosímil y humano, sea el gran enemigo de la nación romana: Aníbal el cartaginés. Cuando de forma traicionera y miserable los roma-nos rodearon su casa para apresarle, «acordándose de las virtu-des de sus antepasados», cuenta Livio, «tomó un veneno que
16 Antonio Cascón Dorado
acostumbraba llevar consigo, pronunciando estas palabras: “Este día será una prueba de cuánto han cambiado las costumbres del pueblo romano”» (XXXIX 51, 10). El rígido moralista, el repu-blicano conservador, tiene tanto interés en denunciar el proceso de decadencia de la República romana que pone en boca del ene-migo vencido la declaración solemne de su derrota moral.
desde la fundación de la ciudad
Un título como este, Desde la fundación de la Ciudad, evidencia cuáles eran las intenciones de Tito Livio. Su pretensión era es-cribir toda la historia de Roma, desde la fundación de la Ciudad hasta su época. Para ser precisos, desde antes de su fundación, pues la obra se inicia con la llegada de Eneas a Italia, quizá con el propósito de hacerse eco del legendario origen troyano de los ro-manos.
Ciertamente, como dice el propio Livio en su prefacio, «una tarea enormemente laboriosa» (pref. 4), tanto que le ocupó la ma-yor parte de su vida, cuarenta años aproximadamente, los que van de 28 a. C., cuando empezó a escribirla, hasta el final de sus días, en el año 17 d. C. Resulta asombroso encontrar una volun-tad tan decidida y firme, una entrega tan resuelta a un trabajo que, en principio, carecía de originalidad, pues, como afirma el propio Livio, había sido abordado por muchos otros antes que él: «un tema viejo y manido, al aparecer continuamente nuevos historiadores...» (pref. 2). Al inclinarse por la analística, la forma más tradicional de la historiografía romana, Livio se comprome-tía a escribir la historia año por año, según el cómputo marcado por la entrada en el cargo de los dos nuevos cónsules, que eran elegidos anualmente. Livio siguió ese método a partir del li-bro II, ya en tiempos de la República, pero no en el libro I, en el que, superado el preámbulo relativo a la leyenda de Eneas y sus continuadores albanos, la narración se organiza por reinados: los de los siete reyes de Roma que menciona la tradición y que abar-
Prólogo17
can el tiempo que va desde la fundación de la ciudad (753 a. C.) hasta la instauración de la República (509 a. C.). Eso sí, Livio marca bien el fin de cada reinado con la mención del número de años que cada rey ha ocupado el cargo.
Sorprende, desde luego, la determinación de Livio, que, desoyendo los consejos de su admirado Cicerón y apartándose de los usos literarios habituales en su tiempo, se arriesgó a que «su nombre quedara sin relieve entre la multitud de historiado-res» (pref. 3). Parece claro que estaba convencido de la viabilidad de su proyecto y de su capacidad para llevarlo a cabo. Siguió es-cribiendo hasta el final de su vida; en los últimos tres años, del 14 al 17, escribió los últimos veintidós libros.
Desgraciadamente, una gran parte de la obra se ha perdido. De los ciento cuarenta y dos libros de los que constaba solo con-servamos los diez primeros y los que van del XX al XLV. Sin embargo, conocemos el contenido de cada libro gracias a las «pe-ríocas» (Periochae), resúmenes redactados por un abreviador desconocido que nos trasmiten de forma desigual lo fundamen-tal de cada libro. Probablemente, la magnitud de la obra provocó desde muy pronto la tentación de abreviarla; de ella parecen ha-ber surgido, como fuente principal, algunos libros de carácter técnico y didáctico que sí conservamos: Frontino (siglo id. C.) recopiló en sus Estratagemaslas estrategias militares que narra Livio, Valerio Máximo (siglo id. C.) hizo lo propio con los ejemplos morales, Julio Obsecuente (siglo vd. C.) con los pro-digios, y, en buena medida, la Historia de Romade Floro (si-glo iid. C.), sobre todo el libro primero, es un resumen de Ab urbe condita.Es más que probable que se hayan perdido otros re-súmenes mejor compuestos que las Periochae, y, si hoy conser-vamos una parte del texto de Livio, debemos agradecerlo a los círculos intelectuales del paganismo (Macrobio, Símaco, Nicó-maco), que a finales del siglo ivd. C. se afanaron en recuperar la obra íntegra de Livio junto con la de otros autores de la época clásica.
En los difíciles avatares de la trasmisión del texto se perdió
18 Antonio Cascón Dorado
gran parte de la obra, pero creo que hemos de felicitarnos por haber conservado lo suficiente como para apreciar el talento ini-mitable de Tito Livio. Además del libro primero, del que se ha-blará más adelante con mayor detenimiento, conservamos la na-rración de los primeros siglos de la República, con el relato de la larga lucha de clases entre patricios y plebeyos, y de las conti-nuas guerras externas que llevaron a Roma al dominio de la Ita-lia central. En esos primeros libros, encontramos episodios tan recordados como la tragedia de Virginia en el libro III o la toma de Roma por los galos en el V. Perdidos los libros XI al XX (donde se narraban las guerras contra los samnitas, contra Pirro del Épiro y la Primera Guerra Púnica), es una suerte que poda-mos leer, entre el XX y el XXX, el desarrollo detallado de la Se-gunda Guerra Púnica, donde sobresalen las figuras de Aníbal, Fabio Máximo y Escipión. El resto de los libros conservados, los que van del XXXI al XLV, cuentan, después de la victoria sobre Cartago (año 202), los sucesivos enfrentamientos contra Siria y Macedonia, y la expansión romana por el Mediterráneo oriental hasta la batalla de Pidna en el año 167 a. C.
Durante mucho tiempo se pensó, porque así figuraba en al-gunos manuscritos, que Ab urbe conditaestaba dividida en déca-das, grupos de diez libros con unidad temática. De hecho, la pri-mera traducción al castellano, realizada por el canciller Pero López de Ayala (siglo xiv), tiene ese título, Las Décadas de Tito Livio, y traductores posteriores siguieron titulando así la obra. Lo que no sabemos es si esa división se debe a una estructuración del propio autor o fue debida a las necesidades de publicación por etapas de la obra. Desde luego, tal división tiene alguna base, si pensamos, por ejemplo, en la llamada década anibálica, la tercera, que narra la Segunda Guerra Púnica, con inicio y final netamen-te marcados. En la actualidad, sin embargo, tiende a pensarse que Livio concibió una división en péntadas o unidades de cinco libros. La primera péntada se cierra con la toma de Roma por los galos y su posterior reconquista por el dictador Camilo. La se-gunda termina cuando Roma ha conseguido la hegemonía en
Prólogo19
Italia central. La tercera década se divide también y claramente en dos partes: hasta el libro XXV los cartagineses tienen la ini-ciativa en la guerra; a partir del XXVI los romanos empiezan a dominar la situación. La introducción de breves preámbulos al principio del libro VI o del XXI también parece avalar la estruc-turación en péntadas, aunque es discutido si el autor mantuvo tal división hasta el final.
Por las períocas sabemos que Ab urbe conditaterminaba el año 9 a. C., y los especialistas se han preguntado el porqué de tal fecha. Hay opiniones muy diferentes y no parece que ninguna sea concluyente. Algunos piensan que no era ese el término que Livio tenía pensado para su obra, pero que quizá murió o quedó incapacitado por alguna enfermedad para continuar. En la mis-ma línea, hay quienes, afinando más, suponen que el término ló-gico sería el libro CXX, que finaliza con el relato de la muerte de Cicerón; los veintidós libros restantes serían un añadido sobre acontecimientos contemporáneos que el autor no pudo finalizar. Desde luego, la muerte de Cicerón, traicionera e innecesaria-mente cruel, constituía un final lleno de sentido. Ideológicamen-te, podía simbolizar el final de la República romana; desde el pun-to de vista estrictamente personal, Cicerón representaba para Livio el ideal de estadista, así que finalizar con su muerte habría supuesto un sentido homenaje, muy propio de nuestro senti-mental autor.
Sin embargo, mi opinión está más próxima a la de aquellos que defienden el año 9, como un final buscado intencionada-mente con la muerte de Druso, el hermano del emperador Tibe-rio en quien los conservadores como Livio tenían fundadas sus ilusiones de libertad, es decir, republicanismo. Druso había de-mostrado sus tendencias republicanas y su muerte en la guerra contra los germanos suponía el fin de las esperanzas de los de-fensores del antiguo régimen. Por otro lado, el historiador no podía ser ajeno al cambio de Augusto en lo que a libertades se refiere. Tal vez tenía buena relación con el emperador, como transmite Tácito (AnalesIV 34, 3), pero narrar con sinceridad re-
20 Antonio Cascón Dorado
publicana los últimos años del emperador habría sido muy arries-gado, y parece muy alejado del talante de nuestro historiador en-mascarar una realidad que venía denunciando desde el prefacio de su obra. Con esta perspectiva, terminar en el año 9 a. C. parece tener mucho sentido.
historiador controvertido
En la Antigüedad los historiadores siguieron básicamente tres tendencias: los que estaban más preocupados por descubrir la verdad de los hechos, los que veían en las hazañas del pasado una ocasión para el desarrollo de ideas moralizantes y aquellos que, desde una perspectiva netamente literaria, buscaban captar lec-tores con el relato dramatizado de gestas y episodios históricos. Lo normal es que estas tres intencionalidades no falten en nin-gún historiador, pero la diferencia estriba en cuál de estos tres propósitos es prioritario en su narración. Tucídides y Polibio son ejemplos ilustres de la primera tendencia, los historiadores considerados científicos. En general, los analistas romanos del siglo ia. C., que preceden a Livio y son fuente principal de su obra, Valerio Ancias, Licinio Macro, Claudio Cuadrigario, Elio Tuberón, entre otros, mezclaron los postulados morali-zantes con los literarios, dejando en segundo plano la objetivi-dad científica y la preocupación por el análisis racional de los acontecimientos. Se puede decir que Livio continuó esa misma tendencia.
Nuestro autor carece de las tres cualidades que Polibio de-mandaba al buen historiador: debía tener experiencia política y militar, tenía que analizar cuidadosamente los documentos ori-ginales, y había de preocuparse de visitar y estudiar el escenario de los hechos. Livio no tuvo ninguna dedicación a la política ni a la milicia, su única documentación son los historiadores que le antecedieron y muestra escasa preocupación por la geografía y la topografía. En el prefacio deja meridianamente claro que sus ob-
Prólogo21
jetivos como historiador son éticos y didácticos: la historia es un cúmulo de ejemplos de los que hemos de aprender para progre-sar moralmente. Desde esa perspectiva, carece de importancia incluso si las leyendas son verdaderas o falsas, pues su valor sim-bólico siempre resultará de utilidad.
Ese punto de vista tampoco quiere decir que renuncie a con-tar la verdad, pero sí que ese no es su principal objetivo. Livio tiene una visión muy pesimista de la sociedad en la que vive. En su opinión, la avaricia, la corrupción, el afán de lujo han sumido el Imperio en una profunda decadencia moral desde hace mucho tiempo. La solución consiste en mostrar los ejemplos que ofrece la historia de Roma, para seguirlos o para evitarlos. La política no importa tanto como la ética o, dicho de otro modo, la políti-ca se confunde con la ética y la mejor forma de aconsejar a un ro-mano el camino a seguir es con el ejemplo.
Ese enfoque de la historia tan literario y moralizante le ha granjeado duras críticas desde finales del siglo xviiipor parte del neopositivismo y de los defensores de la historia científica. Li-vio, que hasta entonces había gozado de buen crédito como tras-misor fidedigno de la historia de Roma, empezó a ser considera-do un historiador sin método, con escasa capacidad crítica, que se había limitado a asumir sin más las informaciones que le pro-porcionaban los analistas, escasamente objetivos y siempre ten-denciosos en defensa de las familias aristocráticas o de una de-terminada facción política.
Ciertamente, desde el punto de vista del rigor exigible a un historiador que intente trasmitir con objetividad los sucesos, Li-vio adolece de defectos muy evidentes: no analiza documentos originales, asume los prejuicios partidistas de sus fuentes, no es un buen analista del acontecer histórico y, muy ocasionalmente, incurre en contradicciones flagrantes, que son bien conocidas y producto quizá de la contaminación de sus fuentes. A esto ha-bría que añadir que su falta de experiencia militar se pone de manifiesto en la narración de las batallas, escasamente interesan-tes desde el punto de vista técnico. En general, y dejando aparte
22 Antonio