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Los trabajos de Persiles y Sigismunda es la última obra de Miguel de Cervantes. Pertenece al subgénero de la novela bizantina. El propio autor la consideró su mejor obra; sin embargo la crítica da este título unánimemente a Don Quijote de la Mancha. En ella escribió la dedicatoria al Conde de Lemos el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de morir, donde se despide de la vida citando estos versos: Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, esta te escribo.
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Seitenzahl: 666
Miguel Cervantes
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Yo, Jerónimo Núñez de León, escribano de Cámara del rey nuestro señor, de los que en su Consejo residen, doy fee que, habiéndose visto por los señores dél un libro intitulado Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, que con licencia de los dichos señores fue impreso, tasaron cada pliego de los del dicho libro a cuatro maravedís, y parece tener cincuenta y ocho pliegos, que al dicho respeto son docientos y treinta y dos maravedís, y a este precio mandaron se vendiese, y no a más, y que esta tasa se ponga al principio de cada libro de los que se imprimieren. E, para que de ello conste, de mandamiento de los dichos señores del Consejo, y de pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, doy esta fee. En Madrid, a veinte y tres de deciembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
Gerónimo Núñez de León.
Tiene cincuenta y ocho pliegos, que, a cuatro maravedís, monta seis reales y veinte y ocho maravedís.
Este libro intitulado Historia de los Trabajos de Persiles y Sigismunda, corresponde con su original. Dada en Madrid, a quince días del mes de diciembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
El licenciado Murcia de la Llana.
Por cuanto por parte de vos, doña Catalina de Salazar, viuda de Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación que el dicho Miguel de Cervantes había dejado compuesto un libro intitulado Los trabajos de Persiles, en que había puesto mucho estudio y trabajo, y nos suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir, y privilegio por veinte años, o como la nuestra merced fuese, lo cual visto por los del nuestro Consejo, y como por su mandado se hicieron las diligencias que la premática por nos últimamente fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por lo cual os damos licencia y facultad para que por tiempo de diez años, primeros siguientes que corran y se cuenten desde el día de la fecha della, vos o la persona que vuestro poder hubiere, y no otro alguno, podáis imprimir y vender el dicho libro, que desuso se hace mención, por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Gerónimo Núñez de León, nuestro escribano de Cámara, de los que en él residen, con que, antes que se venda, lo traigáis ante ellos juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, y traigáis fee en pública forma en cómo por corretor por nos nombrado se vio y corrigió la dicha impresión por su original. Y mandamos al impresor que imprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer pliego, ni entregue más de un solo libro con el original al autor, o persona a cuya costa se imprimiere, y no otro alguno, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo. Y, estando así, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho libro, principio y primer pliego, en el cual seguidamente se ponga esta licencia y privilegio, y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen. Y mandamos que, durante el tiempo de los dichos diez años, persona alguna, sin vuestra licencia, no le pueda imprimir ni vender, so pena que, el que lo imprimiere, haya perdido y pierda todos y cualesquier libros, moldes y aparejos que del dicho libro tuviere; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís, la cual dicha pena sea la tercia parte para la nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para la persona que lo denunciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidentes y oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte, y Chancillerías, y a todos los corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes mayores y ordinarios, y otros jueces y justicias cualesquier, de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula, y contra su tenor y forma no vayan ni pasen en manera alguna. Fecha en San Lorenzo, a veinte y cuatro días del mes de setiembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
Por mandado de vuesa alteza he visto el libro de Los trabajos de Persiles, de Miguel de Cervantes Saavedra, ilustre hijo de nuestra nación, y padre ilustre de tantos buenos hijos con que dichosamente la enobleció, y no hallo en él cosa contra nuestra santa fe católica y buenas costumbres; antes, muchas de honesta y apacible recreación, y por él se podría decir lo que San Jerónimo de Orígenes por el comentario sobre los Cantares: cum in omnibus omnes, in hoc seispsum superavit Origenes, pues, de cuantos nos dejó escritos, ninguno es más ingenioso, más culto ni más entretenido. En fin, cisne de su buena vejez, casi entre los aprietos de la muerte, cantó este parto de su venerando ingenio. Este es mi parecer. Salvo, etc. En Madrid, a nueve de setiembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
El Maestro Jose¦ de Valdivieso.
insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos,
a quien llevaron los terceros de San Francisco a enterrar
con la cara descubierta, como a tercero que era
Epitafio
Caminante, el peregrino
Cervantes aquí se encierra;
su cuerpo cubre la tierra,
no su nombre, que es divino.
En fin, hizo su camino;
pero su fama no es muerta,
ni sus obras, prenda cierta
de que pudo a la partida,
desde ésta a la eterna vida,
ir la cara descubierta.
ingenio cristiano,
por Luis Francisco Calderón
Soneto
En este, ¡oh caminante!, mármol breve,
urna funesta, si no excelsa pira,
cenizas de un ingenio santas mira,
que olvido y tiempo a despreciar se atreve.
No tantas en su orilla arenas mueve
glorioso el Tajo, cuantas hoy admira
lenguas la suya, por quien grata aspira
a el lauro España que a su nombre debe.
Lucientes de sus libros gracias fueron,
con dulce suspensión, su estilo grave,
religiosa invención, moral decoro.
A cuyo ingenio los de España dieron
la sólida opinión que el mundo sabe,
y a el cuerpo, ofrenda de perpetuo lloro.
Conde de Lemos, de Andrade, de Villalba;
Marqués de Sarriá, Gentilhombre de la Cámara de su Majestad,
Presidente del Consejo Supremo de Italia,
Comendador de la Encomienda de la Zarza,
de la Orden de Alcántara
Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan:
Puesto ya el pie en el estribo,
quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo:
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
gran señor, ésta te escribo.
Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aun más allá de la muerte, mostrando su intención. Con todo esto, como en profecía me alegro de la llegada de Vuesa Excelencia, regocíjome de verle señalar con el dedo, y realégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas, dilatadas en la fama de las bondades de Vuesa Excelencia. Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Semanas del jardín, y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas fin de La Galatea, de quien sé está aficionado Vuesa Excelencia. Y, con estas obras, continuando mi deseo, guarde Dios a Vuesa Excelencia como puede. De Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez y seis años.
Criado de Vuesa Excelencia,
Miguel de Cervantes.
Sucedió, pues, lector amantísimo, que, viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos, sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa uno que, al parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces que no picásemos tanto. Esperámosle, y llegó sobre una borrica un estudiante pardal, porque todo venía vestido de pardo, antiparas, zapato redondo y espada con contera, valona bruñida y con trenzas iguales; verdad es, no traía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla.
Llegando a nosotros dijo:
-¿Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a la corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad, ni más ni menos, según la priesa con que caminan?; que en verdad que a mi burra se le ha cantado el víctor de caminante más de una vez.
A lo cual respondió uno de mis compañeros:
-El rocín del señor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto, porque es algo qué pasilargo.
Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes, cuando, apeándose de su cabalgadura, cayéndosele aquí el cojín y allí el portamanteo, que con toda esta autoridad caminaba, arremetió a mí, y, acudiendo asirme de la mano izquierda, dijo:
-¡Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas!
Yo, que en tan poco espacio vi el grande encomio de mis alabanzas, parecióme ser descortesía no corresponder a ellas. Y así, abrazándole por el cuello, donde le eché a perder de todo punto la valona, le dije:
-Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguno de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino.
Hízolo así el comedido estudiante, tuvimos algún tanto más las riendas, y con paso asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento, diciendo:
-Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna.
Eso me han dicho muchos -respondí yo-, pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para sólo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efeméridas de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado.
En esto llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia.
Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama cuidado, mis amigos gana de decilla, y yo mayor gana de escuchalla.
Tornéle a abrazar, volvióseme a ofrecer, picó a su burra, y dejóme tan mal dispuesto como él iba caballero en su burra, a quien había dado gran ocasión a mi pluma para escribir donaires; pero no son todos los tiempos unos: tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y lo que sé convenía.
¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!
Voces daba el bárbaro Corsicurbo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes sepultura que prisión de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados. Y, aunque su terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de nadie eran entendidas articuladamente las razones que pronunciaba, sino de la miserable Cloelia, a quien sus desventuras en aquella profundidad tenían encerrada.
-Haz, oh Cloelia -decía el bárbaro-, que así como está, ligadas las manos atrás, salga acá arriba, atado a esa cuerda que descuelgo, aquel mancebo que habrá dos días que te entregamos; y mira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay alguna que merezca nuestra compañía y gozar de la luz del claro cielo que nos cubre y del aire saludable que nos rodea.
Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo, y, de allí a poco espacio, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba, en la cual cuerda, ligado por debajo de los brazos, sacaron asido fuertemente a un mancebo, al parecer de hasta diez y nueve o veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre todo encarecimiento.
Lo primero que hicieron los bárbaros fue requerir las esposas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos. Luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos anillos de puro oro, la cabeza le cubrían. Limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura, que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban.
No mostraba el gallardo mozo en su semblante género de aflición alguna; antes, con ojos al parecer alegres, alzó el rostro, y miró al cielo por todas partes, y con voz clara y no turbada lengua dijo:
-Gracias os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde agora salgo, de sombras caliginosas la cubran. Bien querría yo no morir desesperado, a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas son tales, que me llaman y casi fuerzan a desearlo.
Ninguna destas razones fue entendida de los bárbaros, por ser dichas en diferente lenguaje que el suyo; y así, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra y cogiendo al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él a la marina, donde tenían una balsa de maderos, y atados unos con otros con fuertes bejucos y flexibles mimbres. Este artificio les servía, como luego pareció, de bajel en que pasaban a otra isla, que no dos millas o tres de allí se parecía.
Saltaron luego en los maderos, y pusieron en medio dellos sentado al prisionero, y luego uno de los bárbaros asió de un grandísimo arco que en la balsa estaba; y, poniendo en él una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le flechó, y, encarando al mancebo, le señaló por su blanco, dando señales y muestras de que ya le quería pasar el pecho. Los bárbaros que quedaban asieron de tres palos gruesos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla.
El hermoso mozo, que por instantes esperaba y temía el golpe de la flecha amenazadora, encogía los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo, dentro en su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cercano como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrillo. Viendo lo cual el bárbaro flechero, y sabiendo que no había de ser aquel el género de muerte con que le habían de quitar la vida, hallando la belleza del mozo piedad en la dureza de su corazón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre encarada la flecha al pecho; y así, arrojó de sí el arco, y, llegándose a él, por señas, como mejor pudo, le dio a entender que no quería matarle.
En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas formaban, en el cual de improviso se levantó una borrasca, que, sin poder remediallo los inexpertos marineros, los leños de la balsa se desligaron y dividieron en partes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderos compuesta, el mancebo, que de otra muerte que de ser anegado, tan poco había que estaba temeroso. Levantaron remolinos las aguas, pelearon entre sí los contrapuestos vientos, anegáronse los bárbaros, salieron los leños del atado prisionero al mar abierto, pasábanle las olas por cima, no solamente impidiéndole ver el cielo, pero negándole el poder pedirle tuviese compasión de su desventura. Y sí tuvo, pues las continuas y furiosas ondas, que a cada punto le cubrían, no le arrancaron de los leños, y se le llevaron consigo a su abismo; que, como llevaba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse, ni usar de otro remedio alguno.
Desta manera que se ha dicho salió a lo raso del mar, que se mostró algún tanto sosegado y tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leños milagrosamente se encaminaron y del furioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven, y, tendiendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navío que en aquel redoso del alterado mar, como en seguro puerto, se reparaba. Descubrieron asimismo los del navío los maderos y el bulto que sobre ellos venía; y, por certificarse qué podía ser aquello, echaron el esquife al agua y llegaron a verlo, y, hallando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con diligencia y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo hallazgo admiración a cuantos en él estaban.
Subió el mozo en brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco -porque había tres días que no había comido- y de puro molido y maltratado de las olas, dio consigo un gran golpe sobre la cubierta del navío, el capitán del cual, con ánimo generoso y compasión natural, mandó que le socorriesen. Acudieron luego unos a quitarle las ataduras, otros a traer conservas y odoríferos vinos, con cuyos remedios volvió en sí, como de muerte a vida, el desmayado mozo, el cual, poniendo los ojos en el capitán, cuya gentileza y rico traje le llevó tras sí la vista y aun la lengua, y le dijo:
-Los piadosos cielos te paguen, piadoso señor, el bien que me has hecho, que mal se pueden llevar las tristezas del ánimo, si no se esfuerzan los descaecimientos del cuerpo. Mis desdichas me tienen de manera que no te puedo hacer ninguna recompensa deste beneficio, si no es con el agradecimiento. Y si se sufre que un pobre afligido pueda decir de sí mismo alguna alabanza, yo sé que en ser agradecido ninguno en el mundo me podrá llevar alguna ventaja.
Y en esto probó a levantarse para ir a besarle los pies, mas la flaqueza no se lo permitió, porque tres veces lo probó y otras tantas volvió a dar consigo en el suelo. Viendo lo cual el capitán, mandó que le llevasen debajo de cubierta y le echasen en dos traspontines, y que, quitándole los mojados vestidos, le vistiesen otros enjutos y limpios, y le hiciesen descansar y dormir. Hízose lo que el capitán mandó. Obedeció, callando, el mozo, y en el capitán creció la admiración de nuevo, viéndolo levantar en pie, con la gallarda disposición que tenía, y luego le comenzó a fatigar el deseo de saber dél, lo más presto que pudiese, quién era, cómo se llamaba y de qué causas había nacido el efeto que en tanta estrecheza le había puesto. Pero, excediendo su cortesía a su deseo, quiso que primero se acudiese a su debilidad, que cumplir la voluntad suya.
Reposando dejaron los ministros de la nave al mancebo, en cumplimiento de lo que su señor les había mandado. Pero, como le acosaban varios y tristes pensamientos, no podía el sueño tomar posesión de sus sentidos, ni menos lo consintieron unos congojosos suspiros y unas angustiadas lamentaciones que a sus oídos llegaron, a su parecer, salidos de entre unas tablas de otro apartamiento que junto al suyo estaba. Y, poniéndose con grande atención a escucharlas, oyó que decían:
-¡En triste y menguado signo mis padres me engendraron, y en no benigna estrella mi madre me arrojó a la luz del mundo! ¡Y bien digo arrojó, porque nacimiento como el mío, antes se puede decir arrojar que nacer! Libre pensé yo que gozara de la luz del sol en esta vida, pero engañóme mi pensamiento, pues me veo a pique de ser vendida por esclava: desventura a quien ninguna puede compararse.
-¡Oh tú, quienquiera que seas! -dijo a esta sazón el mancebo-. Si es, como decirse suele, que las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse, llégate aquí, y, por entre los espacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos; que si en mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.
-Escucha, pues -le fue respondido-, que en las más breves razones te contaré las sinrazones que la fortuna me ha hecho. Pero querría saber primero a quién las cuento. Dime si eres, por ventura, un mancebo que poco ha hallaron medio muerto en unos maderos que dicen sirven de barcos a unos bárbaros que están en esta isla, donde habemos dado fondo, reparándonos de la borrasca que se ha levantado.
-El mismo soy -respondió el mancebo.
-Pues, ¿quién eres? -preguntó la persona que hablaba.
-Dijératelo, si no quisiera que primero me obligaras con contarme tu vida, que por las palabras que poco ha que te oí decir, imagino que no debe de ser tan buena como quisieras.
A lo que le respondieron:
-Escucha, que en cifra te diré mis males. «El capitán y señor deste navío se llama Arnaldo, es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino por diferentes y estraños acontecimientos una principal doncella, a quien yo tuve por señora, a mi parecer, de tanta hermosura que entre las que hoy viven en el mundo, y entre aquellas que puede pintar en la imaginación el más agudo entendimiento, puede llevar la ventaja. Su discreción iguala a su belleza, y sus desdichas a su discreción y a su hermosura. Su nombre es Auristela. Sus padres, de linaje de reyes y de riquísimo estado.
»Ésta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, se vio vendida, y comprada de Arnaldo, y con tanto ahínco y con tantas veras la amó y la ama que mil veces de esclava la quiso hacer su señora, admitiéndola por su legítima esposa; y esto con voluntad del rey, padre de Arnaldo, que juzgó que las raras virtudes y gentileza de Auristela mucho más que ser reina merecían. Pero ella se defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto ha dejado Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas imaginaciones, arrimándolas a la variación de los tiempos y a la mudable condición de las mujeres, hasta que sucedió que, andando mi señora Auristela por la ribera del mar, solazándose, no como esclava, sino como reina, llegaron unos bajeles de cosarios, y la robaron y llevaron no se sabe adónde.
»El príncipe Arnaldo, imaginando que estos cosarios eran los mismos que la primera vez se la vendieron (los cuales cosarios andan por todos estos mares, ínsulas y riberas, robando o comprando las más hermosas doncellas que hallan, para traellas por granjería a vender a esta ínsula, donde dicen que estamos, la cual es habitada de unos bárbaros, gente indómita y cruel, los cuales tienen entre sí por cosa inviolable y cierta, persuadidos, o ya del demonio o ya de un antiguo hechicero a quien ellos tienen por sapientísimo varón, que de entre ellos ha de salir un rey que conquiste y gane gran parte del mundo; este rey que esperan no saben quién ha de ser, y para saberlo, aquel hechicero les dio esta orden: que sacrificasen todos los hombres que a su ínsula llegasen, de cuyos corazones, digo de cada uno de por sí, hiciesen polvos y los diesen a beber a los bárbaros más principales de la ínsula, con expresa orden que, el que los pasase sin torcer el rostro ni dar muestras de que le sabía mal, le alzasen por su rey; pero no ha de ser éste el que conquiste el mundo, sino un hijo suyo. También les mandó que tuviesen en la isla todas las doncellas que pudiesen o comprar o robar, y que la más hermosa dellas se la entregasen luego al bárbaro, cuya sucesión valerosa prometía la bebida de los polvos. Estas doncellas, compradas o robadas, son bien tratadas de ellos, que sólo en esto muestran no ser bárbaros, y las que compran, son a subidísimos precios, que los pagan en pedazos de oro sin cuño y en preciosísimas perlas, de que los mares de las riberas destas islas abundan: y a esta causa, llevados deste interés y ganancia, muchos se han hecho cosarios y mercaderes).
»Arnaldo, pues, que, como te he dicho, ha imaginado que en esta isla podría ser que estuviese Auristela, mitad de su alma sin la cual no puede vivir, ha ordenado, para certificarse desta duda, de venderme a mí a los bárbaros, porque, quedando yo entre ellos, sirva de espía de saber lo que desea, y no espera otra cosa sino que el mar se amanse, para hacer escala y concluir su venta. Mira, pues, si con razón me quejo, pues la ventura que me aguarda es venir a vivir entre bárbaros, que de mi hermosura no me puedo prometer venir a ser reina, especialmente si la corta suerte hubiese traído a esta tierra a mi señora, la sin par Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me has oído, y destos temores las quejas que me atormentan.»
Calló, en diciendo esto, y al mancebo se le atravesó un ñudo en la garganta; pegó la boca con las tablas, que humedeció con copiosas lágrimas, y al cabo de un pequeño espacio le preguntó si, por ventura, tenía algunos barruntos de que Arnaldo hubiese gozado de Auristela, o ya de que Auristela, por estar en otra parte prendada, desdeñase a Arnaldo, y no admitiese tan gran dádiva como la de un reino, porque a él le parecía que tal vez las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión.
Respondióle que, aunque ella imaginaba que el tiempo había podido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Periandro, que la había sacado de su patria (caballero generoso, dotado de todas las partes que le podían hacer amable de todos aquellos que le conociesen), nunca se le había oído nombrar en las continuas quejas que de sus desgracias daba al cielo, ni en otro modo alguno.
Preguntóle si conocía ella a aquel Periandro que decía.
Díjole que no, sino que por relación sabía ser el que llevó a su señora, a cuyo servicio ella había venido después que Periandro, por un estraño acontecimiento, la había dejado.
En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa -que éste era el nombre de la que sus desgracias había contado-, la cual, oyéndose llamar, dijo:
-Sin duda alguna el mar está manso, y la borrasca quieta, pues me llaman para hacer de mí la desdichada entrega. A Dios te queda, quienquiera que seas, y los cielos te libren de ser entregado para que los polvos de tu abrasado corazón testifiquen esta vanidad e impertinente profecía; que también estos insolentes moradores desta ínsula buscan corazones que abrasar, como doncellas que guardar para lo que procuran.
Apartáronse. Subió Taurisa a la cubierta. Quedó el mancebo pensativo, y pidió que le diesen de vestir, que quería levantarse. Trujéronle un vestido de damasco verde, cortado al modo del que él había traído de lienzo. Subió arriba. Recibióle Arnaldo con agradable semblante. Sentóle junto a sí. Vistieron a Taurisa rica y gallardamente, al modo que suelen vestirse las ninfas de las aguas, o las amadríades de los montes. En tanto que esto se hacía con admiración del mozo, Arnaldo le contó todos sus amores y sus intentos, y aun le pidió consejo de lo que haría, y le preguntó si los medios que ponía para saber de Auristela iban bien encaminados.
El mozo, que del razonamiento que había tenido con Taurisa y de lo que Arnaldo le contaba tenía el alma llena de mil imaginaciones y sospechas, discurriendo con velocísimo curso del entendimiento lo que podía suceder si acaso Auristela entre aquellos bárbaros se hallase, le respondió:
-Señor, yo no tengo edad para saberte aconsejar, pero tengo voluntad que me mueve a servirte, que la vida que me has dado con el recibimiento y mercedes que me has hecho me obligan a emplearla en tu servicio. Mi nombre es Periandro, de nobilísimos padres nacido, y al par de mi nobleza corre mi desventura y mis desgracias, las cuales por ser tantas no conceden ahora lugar para contártelas. Esa Auristela que buscas es una hermana mía que también yo ando buscando, que, por varios acontecimientos, ha un año que nos perdimos. Por el nombre y por la hermosura que me encareces conozco sin duda que es mi perdida hermana, que daría por hallarla, no sólo la vida que poseo, sino el contento que espero recebir de haberla hallado, que es lo más que puedo encarecer. Y así, como tan interesado en este hallazgo, voy escogiendo, entre otros muchos medios que en la imaginación fabrico, éste, que, aunque venga a ser con más peligro de mi vida, será más cierto y más breve. Tú, señor Arnaldo, ¿estás determinado de vender esta doncella a estos bárbaros, para que, estando en su poder, vea si está en el suyo Auristela, de que te podrás informar volviendo otra vez a vender otra doncella a los mismos bárbaros, y a Taurisa no le faltará modo, o dará señales si está o no Auristela con las demás que para el efeto que se sabe los bárbaros guardan, y con tanta solicitud compran?
-Así es la verdad -dijo Arnaldo-, y he escogido antes a Taurisa que a otra, de cuatro que van en el navío para el mismo efeto, porque Taurisa la conoce, que ha sido su doncella.
-Todo eso está muy bien pensado -dijo Periandro-, pero yo soy de parecer que ninguna persona hará esa diligencia tan bien como yo, pues mi edad, mi rostro, el interés que se me sigue, juntamente con el conocimiento que tengo de Auristela, me está incitando a aconsejarme que tome sobre mis hombros esta empresa. Mira, señor, si vienes en este parecer, y no lo dilates, que, en los casos arduos y dificultosos, en un mismo punto han de andar el consejo y la obra.
Cuadráronle a Arnaldo las razones de Periandro, y, sin reparar en algunos inconvenientes que se le ofrecían, las puso en obra, y de muchos y ricos vestidos de que venía proveído por si hallaba a Auristela, vistió a Periandro, que quedó, al parecer, la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces los ojos humanos habían visto, pues si no era la hermosura de Auristela, ninguna otra podía igualársele. Los del navío quedaron admirados; Taurisa, atónita; el príncipe, confuso; el cual, a no pensar que era hermano de Auristela, el considerar que era varón le traspasara el alma con la dura lanza de los celos, cuya punta se atreve a entrar por las del más agudo diamante: quiero decir que los celos rompen toda seguridad y recato, aunque dél se armen los pechos enamorados. Finalmente, hecho el metamorfosis de Periandro, se hicieron un poco a la mar, para que de todo en todo de los bárbaros fuesen descubiertos.
La priesa con que Arnaldo quiso saber de Auristela no consintió en que preguntase primero a Periandro quién eran él y su hermana, y por qué trances habían venido al miserable en que le había hallado; que todo esto, según buen discurso, había de preceder a la confianza que dél hacía. Pero, como es propia condición de los amantes ocupar los pensamientos antes en buscar los medios de alcanzar el fin de su deseo que en otras curiosidades, no le dio lugar a que preguntase lo que fuera bien que supiera, y lo que supo después cuando no le estuvo bien el saberlo.
Alongados, pues, un tanto de la isla, como se ha dicho, adornaron la nave con flámulas y gallardetes, que ellos azotando el aire y ellas besando las aguas, hermosísima vista hacían. El mar tranquilo, el cielo claro, el son de las chirimías y de otros instrumentos, tan bélicos como alegres, suspendían los ánimos; y los bárbaros, que de no muy lejos lo miraban, quedaron más suspensos, y en un momento coronaron la ribera, armados de arcos y saetas de la grandeza que otra vez se ha dicho.
Poco menos de una milla llegaba la nave a la isla, cuando, disparando toda la artillería, que traía mucha y gruesa, arrojó el esquife al agua, y, entrando en él Arnaldo, Taurisa y Periandro, y otros seis marineros, pusieron en una lanza un lienzo blanco, señal de que venían de paz, como es costumbre casi en todas las naciones de la tierra. Y lo que en ésta les sucedió se cuenta en el capítulo que se sigue.
Como se iba acercando el barco a la ribera, se iban apiñando los bárbaros, cada uno deseoso de saber, primero que viese, lo que en él venía; y, en señal que lo recibirían de paz, y no de guerra, sacaron muchos lienzos y los campearon por el aire, tiraron infinitas flechas al viento, y, con increíble ligereza, saltaban algunos de unas partes en otras.
No pudo llegar el barco a bordas con la tierra, por ser la mar baja, que en aquellas partes crece y mengua como en las nuestras; pero los bárbaros, hasta cantidad de veinte, se entraron a pie por la mojada arena, y llegaron a él casi a tocarse con las manos. Traían sobre los hombros a una mujer bárbara, pero de mucha hermosura, la cual, antes que otro alguno hablase, dijo en lengua polaca:
-A vosotros, quienquiera que seáis, pide nuestro príncipe, o por mejor decir, nuestro gobernador, que le digáis quién sois, a qué venís y qué es lo que buscáis. Si por ventura traéis alguna doncella que vender, se os será muy bien pagada, pero si son otras mercancías las vuestras, no las hemos menester, porque en esta nuestra isla, merced al cielo, tenemos todo lo necesario para la vida humana, sin tener necesidad de salir a otra parte a buscarlo.
Entendióla muy bien Arnaldo, y preguntóle si era bárbara de nación, o si acaso era de las compradas en aquella isla. A lo que le respondió:
-Respóndeme tú a lo que he preguntado, que estos mis amos no gustan que en otras pláticas me dilate, sino en aquellas que hacen al caso para su negocio.
Oyendo lo cual Arnaldo, respondió:
-Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos el oficio de mercaderes y de cosarios, trocamos lo que podemos, vendemos lo que nos compran y despachamos lo que hurtamos; y, entre otras presas que a nuestras manos han venido, ha sido la de esta doncella -y señaló a Periandro-, la cual, por ser una de las más hermosas, o por mejor decir, la más hermosa del mundo, os la traemos a vender, que ya sabemos el efeto para que las compran en esta isla; y si es que ha de salir verdadero el vaticinio que vuestros sabios han dicho, bien podéis esperar desta sin igual belleza y disposición gallarda que os dará hijos hermosos y valientes.
Oyendo esto algunos de los bárbaros, preguntaron a la bárbara les dijese lo que decía. Díjolo ella, y al momento se partieron cuatro dellos, y fueron -a lo que pareció- a dar aviso a su gobernador. En este espacio que volvían, preguntó Arnaldo a la bárbara si tenían algunas mujeres compradas en la isla, y si había alguna entre ellas de belleza tanta que pudiese igualar a la que ellos traían para vender.
-No -dijo la bárbara-, porque, aunque hay muchas, ninguna dellas se me iguala, porque, en efeto, yo soy una de las desdichadas para ser reina destos bárbaros, que sería la mayor desventura que me pudiese venir.
Volvieron los que habían ido a la tierra, y con ellos otros muchos y su príncipe, que lo mostró ser en el rico adorno que traía.
Habíase echado sobre el rostro un delgado y trasparente velo Periandro, por no dar de improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de aquellos bárbaros, que con grandísima atención le estaban mirando.
Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó que ella dijo a Arnaldo que su príncipe decía que mandase alzar el velo a su doncella. Hízose así. Levantóse en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventura, estendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él en tierra (a lo menos, así lo dio a entender el hincarse de rodillas, como se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen, que pensaba ser mujer); y, hablando con la bárbara, en pocas razones concertó la venta, y dio por ella todo lo que quiso pedir Arnaldo, sin replicar palabra alguna.
Partieron todos los bárbaros a la isla; en un instante volvieron con infinitos pedazos de oro, y con luengas sartas de finísimas perlas, que sin cuenta y a montón confuso se las entregaron a Arnaldo, el cual luego, tomando de la mano a Periandro, le entregó al bárbaro, y dijo a la intérprete dijese a su dueño que dentro de pocos días volvería a venderle otra doncella, si no tan hermosa, a lo menos tal que pudiese merecer ser comprada.
Abrazó Periandro a todos los que en el barco venían, casi preñados los ojos de lágrimas, que no le nacían de corazón afeminado, sino de la consideración de los rigurosos trances que por él habían pasado.
Hizo señal Arnaldo a la nave que disparase la artillería, y el bárbaro a los suyos que tocasen sus instrumentos, y en un instante atronó el cielo la artillería, y la música de los bárbaros llenaron los aires de confusos y diferentes sones. Con este aplauso, llevado en hombros de los bárbaros, puso los pies en tierra Periandro; llegó a su nave Arnaldo y los que con él venían, quedando concertado entre Periandro y Arnaldo que, si el viento no le forzase, procuraría no desviarse de la isla sino lo que bastase para no ser de ella descubierto, y volver a ella a vender, si fuese necesario, a Taurisa, que, con la seña que Periandro le hiciese, se sabría el sí o el no del hallazgo de Auristela; y, en caso que no estuviese en la isla, no faltaría traza para libertar a Periandro, aunque fuese moviendo guerra a los bárbaros con todo su poder y el de sus amigos.
Entre los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vino con el capitán un bárbaro, llamado Bradamiro, de los más valientes y más principales de toda la isla, menospreciador de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia, y atrevido tanto como él mismo, porque no se halla con quién compararlo.
Éste, pues, desde el punto que vio a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron, hizo disinio en su pensamiento de escogerla para sí, sin esperar a que las leyes del vaticinio se probasen o cumpliesen.
Así como puso los pies en la ínsula Periandro, muchos bárbaros, a porfía, le tomaron en hombros, y, con muestras de infinita alegría, le llevaron a una gran tienda que, entre otras muchas pequeñas, en un apacible y deleitoso prado estaban puestas, todas cubiertas de pieles de animales, cuáles domésticos, cuáles selváticos. La bárbara que había servido de intérprete de la compra y venta no se le quitaba del lado, y con palabras y en lenguaje que él no entendía le consolaba.
Ordenó luego el gobernador que pasasen a la ínsula de la prisión, y trajesen de ella algún varón, si le hubiese, para hacer la prueba de su engañosa esperanza. Fue obedecido al punto, y al mismo instante tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron sin concierto ni policía alguna, diversos géneros de frutas secas; y, sentándose él y algunos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a comer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese. Sólo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavados los ojos en la que pensaba ser mujer. Rogóle el gobernador se sentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran sospiro, volvió las espaldas, y se salió de la tienda.
En esto, llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempo que habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión, llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujer guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida; y, levantándose el capitán, con todos los que allí estaban, acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo que él fue muy contento.
Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura conocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en el mismo estremo en que él se había visto, pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno, a causa que tenía inclinada la cabeza, y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie; pero no dejó de conocer a la mujer que decían ser guardiana de la prisión, cuya vista y conocimiento le suspendió el alma y le alborotó los sentidos, porque claramente, y sin poner duda en ello, conoció ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisiérala hablar, pero no se atrevió, por no entender si acertaría o no en ello; y, así reprimiendo su deseo como sus labios, estuvo esperando en lo que pararía semejante acontecimiento.
El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar felice compañía a Periandro, mandó que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de la ridícula y engañosa prueba.
Asieron al momento del mancebo muchos bárbaros; sin más ceremonias que atarle un lienzo por los ojos, le hicieron hincar de rodillas, atándole por atrás las manos, el cual, sin hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le había de quitar la vida. Visto lo cual por la antigua Cloelia, alzó la voz, y, con más aliento que de sus muchos años se esperaba, comenzó a decir:
-Mira, oh gran gobernador, lo que haces, porque ese varón que mandas sacrificar no lo es, ni puede aprovechar ni servir en cosa alguna a tu intención, porque es la más hermosa mujer que puede imaginarse. Habla, hermosísima Auristela, y no permitas, llevada de la corriente de tus desgracias, que te quiten la vida, poniendo tasa a la providencia de los cielos, que te la pueden guardar y conservar, para que felicemente la goces.
A estas razones, los crueles bárbaros detuvieron el golpe, que ya ya la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta del arrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos; y, mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podría igualársele.
¡Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintió Periandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre! Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón, y con pasos torcidos y flojos fue a abrazarse con Auristela, a quien dijo, teniéndola estrechamente entre sus brazos:
-¡Oh querida mitad de mi alma, oh firme coluna de mis esperanzas, oh prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi mal hallada, aunque no será sino por bien, pues de tu vista no puede proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro.
Y esta razón dijo con voz tan baja que de nadie pudo ser oída, y prosiguió diciendo:
-Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruel que sus moradores; confía en los cielos, que, pues te han librado hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante.
-¡Ay, hermano! -respondió Auristela (que era la misma que por varón pensaba ser sacrificada)-. ¡Ay, hermano! -replicó otra vez-, ¡y cómo creo que éste en que nos hallamos ha de ser el último trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suerte dichosa ha sido el hallarte, pero desdichada ser en tal lugar y en semejante traje.
Lloraban entrambos, cuyas lágrimas vio el bárbaro Bradamiro; y, creyendo que Periandro las vertía del dolor de la muerte de aquél, que pensó ser su conocido, pariente o amigo, determinó de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo inconveniente. Y así, llegándose a los dos, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Periandro, y, con semblante amenazador y ademán soberbio, en alta voz dijo:
-Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de tocar a estos dos, aun en un solo cabello. Esta doncella es mía, porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre, porque ella lo quiere.
Apenas hubo dicho esto, cuando el bárbaro gobernador, indignado e impaciente sobremanera, puso una grande y aguda flecha en el arco, y, desviándole de sí cuanto pudo estenderse el brazo izquierdo, puso la empulguera con el derecho junto al diestro oído, y disparó la flecha con tan buen tino y con tanta furia que en un instante llegó a la boca de Bradamiro, y se la cerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma, con que dejó admirados, atónitos y suspensos a cuantos allí estaban.
Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero, que no recibiese por el mismo estilo la paga de su atrevimiento; porque un hijo de Corsicurbo, el bárbaro que se ahogó en el pasaje de Periandro, pareciéndole ser más ligeros sus pies que las flechas de su arco, en dos brincos se puso junto al capitán, y, alzando el brazo, le envainó en el pecho un puñal, que, aunque de piedra, era más fuerte y agudo que si de acero forjado fuera.
Cerró el capitán en sempiterna noche los ojos, y dio con su muerte venganza a la de Bradamiro, alborotó los pechos y los corazones de los parientes de entrambos, puso las armas en las manos de todos, y en un instante, incitados de la venganza y cólera, comenzaron a enviar muertes en las flechas de unas partes a otras. Acabadas las flechas, como no se acabaron las manos ni los puñales, arremetieron los unos a los otros, sin respetar el hijo al padre ni el hermano al hermano; antes, como si de muchos tiempos atrás fueran enemigos mortales por muchas injurias recebidas, con las uñas se despedazaban y con los puñales se herían sin haber quién los pusiese en paz.
Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes y entre estas muertes, estaban juntos la antigua Cloelia, la doncella intérprete, Periandro y Auristela, todos apiñados, y todos llenos de confusión y de miedo.
En mitad desta furia, llevados en vuelo algunos bárbaros, de los que debían de ser de la parcialidad de Bradamiro, se desviaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva, que estaba allí cerca, como a hacienda del gobernador. Comenzaron a arder los árboles y a favorecer la ira el viento, que, aumentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos y abrasados.
Llegábase la noche, que, aunque fuera clara, se escureciera, cuanto más siendo escura y tenebrosa. Los gemidos de los que morían, las voces de los que amenazaban, los estallidos del fuego, no en los corazones de los bárbaros ponían miedo alguno, porque estaban ocupados con la ira y la venganza; poníanle, sí, en los de los miserables apiñados, que no sabían qué hacerse, adónde irse o cómo valerse; y, en esta sazón tan confusa, no se olvidó el cielo de socorrerles por tan estraña novedad que la tuvieron por milagro.
Ya casi cerraba la noche, y, como se ha dicho, escura y temerosa, y solas las llamas de la abrasada selva daban luz bastante para divisar las cosas, cuando un bárbaro mancebo se llegó a Periandro, y, en lengua castellana, que dél fue bien entendida, le dijo:
-Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si los cielos me ayudan.
No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen; y así, pisando muertos y hollando armas, siguieron al joven bárbaro que les guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espaldas, que les servían de viento que el paso les aligerase. Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo. Viendo lo cual el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía. Desta manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina, y, habiendo andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva, en quien la saca del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvieron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose en una y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, ya agobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron, a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían libremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudiendo verlo ellos por la escuridad de la noche, y porque las luces de los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían, allí llegar no podían.
-¡Bendito sea Dios -dijo el bárbaro en la misma lengua castellana- que nos ha traído a este lugar, que, aunque en él se puede temer algún peligro, no será de muerte!
En esto, vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz, bien así como cometa, o por mejor decir exhalación que por el aire camina. Esperáranla con temor, si el bárbaro no dijera:
-Este es mi padre, que viene a recebirme.
Periandro, que aunque no muy despiertamente sabía hablar la lengua castellana, le dijo:
-El cielo te pague, ¡oh ángel humano!, o quienquiera que seas, el bien que nos has hecho, que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.
Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cuyo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea, y a brazos abiertos se fue a su hijo, a quien preguntó en castellano que qué le había sucedido, que con tal compañía volvía.
-Padre -respondió el mozo- vamos a nuestro rancho, que hay muchas cosas que decir y muchas más que pensar. La isla se abrasa, casi todos los moradores della quedan hechos ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias que aquí veis, por impulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárbaros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en acariciar a estos mis cansados y temerosos huéspedes.
Guió el padre, siguiéronle todos, animóse Cloelia, pues caminó a pie, no quiso dejar Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra.
Poco anduvieron, cuando llegaron a una altísima peña, al pie de la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quien servían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron con teas encendidas en las manos dos mujeres vestidas al traje bárbaro: la una muchacha de hasta quince años, y la otra hasta treinta; ésta hermosa, pero la muchacha hermosísima.
La una dijo:
-¡Ay, padre y hermano mío!
Y la otra no dijo más sino:
-Seáis bien venido, regalado hijo de mi alma.
La intérprete estaba admirada de oír hablar en aquella parte, y a mujeres que parecían bárbaras, otra lengua de aquélla que en la isla se acostumbraba; y, cuando les iba a preguntar qué misterio tenía saber ellas aquel lenguaje, lo estorbó mandar el padre a su esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pieles el suelo de la inculta cueva. Ellas le obedecieron, arrimando a las paredes las teas; en un instante, solícitas y diligentes, sacaron de otra cueva que más adentro se hacía, pieles de cabras y ovejas y de otros animales, con que quedó el suelo adornado, y se reparó el frío que comenzaba a fatigarles.
De la cuenta que dio de sí el bárbaro español
a sus nuevos huéspedes
Presta y breve fue la cena; pero, por cenarla sin sobresalto, la hizo sabrosa. Renovaron las teas, y, aunque quedó ahumado el aposento, quedó caliente. Las vajillas que en la cena sirvieron, ni fueron de plata ni de Pisa: las manos de la bárbara y bárbaro pequeños fueron los platos, y unas cortezas de árboles, un poco más agradables que de corcho, fueron los vasos. Quedóse Candia lejos, y sirvió en su lugar agua pura, limpia y frigidísima.
Quedóse dormida Cloelia, porque los luengos años más amigos son del sueño que de otra cualquiera conversación, por gustosa que sea. Acomodóla la bárbara grande en el segundo apartamiento, haciéndole de pieles así colchones como frazadas; volvió a sentarse con los demás, a quien el español dijo en lengua castellana desta manera:
-Puesto que estaba en razón que yo supiera primero, señores míos, algo de vuestra hacienda y sucesos, antes que os dijera los míos, quiero, por obligaros, que los sepáis, porque los vuestros no se me encubran después que los míos hubiéredes oído.
«Yo, según la buena suerte quiso, nací en España, en una de las mejores provincias de ella. Echáronme al mundo padres medianamente nobles; criáronme como ricos. Llegué a las puertas de la gramática, que son aquéllas por donde se entra a las demás ciencias. Inclinóme mi estrella, si bien en parte a las letras, mucho más a las armas. No tuve amistad en mis verdes años ni con Ceres ni con Baco; y así, en mí siempre estuvo Venus fría. Llevado, pues, de mi inclinación natural, dejé mi patria, y fuime a la guerra que entonces la majestad del césar Carlo Quinto hacía en Alemania contra algunos potentados de ella. Fueme Marte favorable, alcancé nombre de buen soldado, honróme el Emperador, tuve amigos, y, sobre todo, aprendí a ser liberal y bien criado, que estas virtudes se aprenden en la escuela del Marte cristiano. Volví a mi patria honrado y rico, con propósito de estarme en ella algunos días gozando de mis padres, que aun vivían, y de los amigos que me esperaban. Pero esta que llaman Fortuna, que yo no sé lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda que dicen que tiene, me derribó de su cumbre, adonde yo pensé que estaba puesto, al profundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumento para hacerlo a un caballero, hijo segundo de un titulado que junto a mi lugar el de su estado tenía.
»Éste, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas. Estando en la plaza en una rueda o corro de hidalgos y caballeros, donde yo también hacía número, volviéndose a mí, con ademán arrogante y risueño, me dijo: ``Bravo estáis, señor Antonio: mucho le ha aprovechado la plática de Flandes y de Italia, porque en verdad que está bizarro. Y sepa el buen Antonio que yo le quiero mucho''. Yo le respondí: ``Porque yo soy aquel Antonio, beso a vuesa señoría las manos mil veces por la merced que me hace. En fin, vuesa señoría hace como quien es en honrar a sus compatriotos y servidores; pero, con todo eso, quiero que vuesa señoría entienda que las galas yo me las llevé de mi tierra a Flandes, y con la buena crianza nací del vientre de mi madre. Ansí que, por esto, ni merezco ser alabado ni vituperado; y, con todo, bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa señoría, a quien suplico me honre, como merecen mis buenos deseos''. Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo mío, me dijo, y no tan bajo que no lo pudo oír el caballero: ``Mirad, amigo Antonio, cómo habláis, que al señor don Fulano no le llamamos acá señoría''. A lo que respondió el caballero, antes que yo respondiese: ``El buen Antonio habla bien, porque me trata al modo de Italia, donde en lugar de merced dicen señoría''. ``Bien sé -dije yo- los usos y las ceremonias de cualquiera buena crianza, y el llamar a vuesa señoría, señoría, no es al modo de Italia, sino porque entiendo que el que me ha de llamar vos ha de ser señoría, a modo de España; y yo, por ser hijo de mis obras y de padres hidalgos, merezco el merced de cualquier señoría, y quien otra cosa dijere (y esto echando mano a mi espada) está muy lejos de ser bien criado''.
»Y, diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas, con que le turbé de manera que no supo lo que le había acontecido, ni hizo cosa en su desagravio que fuese de provecho, y yo sustenté la ofensa, estándome quedo con mi espada desnuda en la mano. Pero, pasándosele la turbación, puso mano a su espada, y con gentil brío procuró vengar su injuria. Mas yo no le dejé poner en efeto su honrada determinación, ni a él la sangre que le corría de la cabeza, de una de las dos heridas. Alborotáronse los circunstantes, pusieron mano contra mí, retiréme a casa de mis padres, contéles el caso, y, advertidos del peligro en que estaba, me proveyeron de dineros y de un buen caballo, aconsejándome a que me pusiese en cobro, porque me había granjeado muchos, fuertes y poderosos enemigos. Hícelo ansí, y en dos días pisé la raya de Aragón, donde respiré algún tanto de mi no vista priesa. En resolución, con poco menos diligencia me puse en Alemania, donde volví a servir al Emperador. Allí me avisaron que mi enemigo me buscaba, con otros muchos, para matarme del modo que pudiese. Temí este peligro, como era razón que lo temiese; volvíme a España, porque no hay mejor asilo que el que promete la casa del mismo enemigo; vi a mis padres de noche, tornáronme a proveer de dineros y joyas, con que vine a Lisboa, y me embarqué en una nave que estaba con las velas en alto para partirse en Inglaterra, en la cual iban algunos caballeros ingleses, que habían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España; y, habiéndola visto toda, o por lo menos las mejores ciudades della, se volvían a su patria.
»Sucedió, pues, que yo me revolví sobre una cosa de poca importancia con un marinero inglés, a quien fue forzoso darle un bofetón; llamó este golpe la cólera de los demás marineros y de toda la chusma de la nave, que comenzaron a tirarme todos los instrumentos arrojadizos que les vinieron a las manos. Retiréme al castillo de popa, y tomé por defensa a uno de los caballeros ingleses, poniéndome a sus espaldas, cuya defensa me valió de modo que no perdí luego la vida. Los demás caballeros sosegaron la turba, pero fue con condición que me arrojasen a la mar, o que me diesen el esquife o barquilla de la nave, en que me volviese a España, o adonde el cielo me llevase.
»Hízose así; diéronme la barca proveída con dos barriles de agua, uno de manteca y alguna cantidad de bizcocho. Agradecí a mis valedores la merced que me hacían, entré en la barca con solos dos remos, alargóse la nave, vino la noche escura, halléme solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas, sin tomar otro camino que aquel que le concedía el no contrastar contra las olas ni contra el viento. Alcé los ojos al cielo, encomendéme a Dios con la mayor devoción que pude, miré al norte, por donde distinguí el camino que hacía, pero no supe el paraje en que estaba. Seis días y seis noches anduve desta manera, confiando más en la benignidad de los cielos que en la fuerza de mis brazos, los cuales, ya cansados y sin vigor alguna del contino trabajo, abandonaron los remos, que quité de los escálamos y los puse dentro la barca, para servirme dellos cuando el mar lo consintiese o las fuerzas me ayudasen.
»Tendíme de largo a largo de espaldas en la barca, cerré los ojos y en lo secreto de mi corazón no quedó santo en el cielo a quien no llamase en mi ayuda. Y en mitad deste aprieto, y en medio desta necesidad -cosa dura de creer-, me sobrevino un sueño tan pesado que, borrándome de los sentidos el sentimiento, me quedé dormido (tales son las fuerzas de lo que pide y ha menester nuestra naturaleza); pero allá en el sueño me representaba la imaginación mil géneros de muertes espantosas, pero todas en el agua, y en algunas dellas me parecía que me comían lobos y despedazaban fieras, de modo que, dormido y despierto, era una muerte dilatada mi vida.
»Deste no apacible sueño me despertó con sobresalto una furiosa ola del mar, que, pasando por cima de la barca, la llenó de agua. Reconocí el peligro; volví, como mejor pude, el mar al mar; torné a valerme de los remos, que ninguna cosa me aprovecharon. Vi que el mar se ensoberbecía, azotado y herido de un viento ábrego, que en aquellas partes parece que más que en otros mares muestra su poderío. Vi que era simpleza oponer mi débil barca a su furia, y, con mis flacas y desmayadas fuerzas, a su rigor. Y así, torné a recoger los remos, y a dejar correr la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla. Reiteré plegarias, añadí promesas, aumenté las aguas del mar con las que derramaba de mis ojos, no de temor de la muerte, que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena que mis malas obras merecían. Finalmente, no sé a cabo de cuántos días y noches que anduve vagamundo por el mar, siempre más inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla despoblada de gente humana, aunque llena de lobos, que por ella a manadas discurrían. Lleguéme al abrigo de una peña, que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra por temor de los animales que había visto. Comí del bizcocho ya remojado, que la necesidad y la hambre no reparan en nada. Llegó la noche, menos escura que había sido la pasada; pareció que el mar se sosegaba, y prometía más quietud el venidero día; miré al cielo, vi las estrellas con aspecto de prometer bonanza en las aguas y sosiego en el aire.
»Estando en esto, me pareció, por entre la dudosa luz de la noche, que la peña que me servía de puerto se coronaba de los mismos lobos que en la marina había visto, y que uno dellos -como es la verdad- me dijo en voz clara y distinta, y en mi propia lengua: ``Español, hazte a lo largo, y busca en otra parte tu ventura, si no quieres en ésta morir hecho pedazos por nuestras uñas y dientes; y no preguntes quién es el que esto te dice, sino da gracias al cielo de que has hallado piedad entre las mismas fieras''.