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Bienvenidos a la serie de libros de los Maestros de la Prosa, una selección de los mejores trabajos de autores notables.El crítico literario August Nemo selecciona los textos más importantes de cada autor. La selección se hace a partir de las novelas, cuentos, cartas, ensayos y textos biográficos de cada escritor.Esto ofrece al lector una visión general de la vida y la obra del autor.Esta edición está dedicada a Saki, seudónimo de H.H. Munro. Sus historias ingeniosas, traviesas y a veces macabras satirizan la sociedad y la cultura eduardiana. Es considerado por los profesores y estudiosos ingleses como un maestro del cuento, y a menudo se le compara con O. Henry y Dorothy Parker. Influido por Oscar Wilde, Lewis Carroll y Rudyard Kipling, él mismo influyó en A. A. Milne, Noël Coward y P. G. Wodehouse.Este libro contiene los siguientes escritos:Cuento: Catástrofe en la joven Turquía; Gabriel Ernesto; El ratón; Laura; El cuentista; Té; El buey cebado; Alpiste para codornices; El alce; El alma de Laploshka; El barco del tesoro; El buey cebado;El huevo de pascua; El lienzo; El marco; Esmé;El tatuaje; El programa de gala; La benefactora y el gato satisfecho; La inocencia de Reginald; La jauría del destino; La loba; La música del monte; La reticencia de lady Anne; La telaraña; La ventana abierta; Los fabuladores; Los lobos de Cernogratz; Sredni Vashtar; Tobermory.¡Si aprecias la buena literatura, asegúrate de buscar los otros títulos de Tacet Books!
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Seitenzahl: 259
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Título
El Autor
Catástrofe en la joven Turquía
Gabriel Ernesto
El ratón
Laura
El cuentista
Té
El buey cebado
Alpiste para codornices
El alce
El alma de Laploshka
El barco del tesoro
El buey cebado
El huevo de pascua
El lienzo
El marco
Esmé
El tatuaje
El programa de gala
La benefactora y el gato satisfecho
La inocencia de Reginald
La jauría del destino
La loba
La música del monte
La reticencia de lady Anne
La telaraña
La ventana abierta
Los fabuladores
Los lobos de Cernogratz
Sredni Vashtar
Tobermory
About the Publisher
Hector Hugh Munro, conocido por el nombre literario de Saki (Akyab, Birmania Británica, 18 de diciembre de 1870 - Beaumont-Hamel, Francia, 14 de noviembre de 1916), fue un escritor, novelista y dramaturgo británico. Sus agudos y, en ocasiones, macabros cuentos recrearon irónicamente la sociedad y la cultura victorianas en que vivió. El nombre Saki se ha relacionado a menudo con el del copero que aparece en el Rubáiyát de Omar Khayyam. Pero puede también referirse a un primate sudamericano de larga cola con el mismo nombre, personaje central de su relato "The Remoulding of Groby Lington", el cual, como el mismo escritor, oculta un trasfondo equívoco bajo una apariencia decente. Este relato es el único de Saki que se abre con una cita: «Se conoce a un hombre por las compañías que frecuenta», y juega con la idea de que el hombre llega a parecerse a sus propias mascotas.
Hector Hugh Munro nació en Akyab, Birmania. Era hijo de Charles Augustus Munro, inspector general de la policía birmana, cuando este país pertenecía aún al Imperio Británico. Su madre, de soltera Mary Frances Mercer (1849-1882) e hija de un contralmirante, murió durante una visita en Inglaterra el 14 de noviembre de 1872, corneada por una vaca lo que le provocó un aborto.1 Este incidente pudo tener influencia en sus relatos. Su niñez se trastocaría al ser después trasladado a Inglaterra con unos parientes puritanos de personalidad severa e intransigente, por lo que la convivencia con ellos marcaría negativamente y para siempre su carácter. Algún indicio de esto se observa en su famoso relato "Sredni Vashtar". Munro fue educado en el Pencarwick School de Exmouth, y en el Bedford Grammar School. En 1893, siguiendo el ejemplo de su padre, ingresó en la policía birmana. Tres años más tarde, su mala salud le obligó a regresar a Inglaterra. Su primer libro fue una obra histórica sobre el imperio de Rusia. Trabajó como periodista en diversos periódicos de Londres, oficio que le permitió vivir mientras escribía cuentos y novelas.
Sus últimas palabras, de acuerdo con distintas fuentes, fueron: «Put that damned cigarette out!» («¡Apaga ese maldito cigarrillo!»). Frase que se le escuchó decir desde una trinchera durante la Primera Guerra Mundial, dado que Munro se alistó en el ejército al comenzar la misma, a pesar de no tener edad que lo obligara a ello. Fue a Francia como sargento de los Fusileros Reales, y las ya citadas últimas palabras acontecieron en la mañana del 14 de noviembre de 1916, durante la batalla de Beaumont Hamel justo antes de ser abatido por un francotirador.
Después de su muerte, su hermana Ethel destruyó la mayor parte de sus papeles por odio, redactando seguidamente su versión particular de la historia familiar. H. H. Munro nunca contrajo matrimonio y, debido a la estricta moralidad de la época, mantuvo en secreto su homosexualidad.
Saki es considerado un maestro del relato corto, a menudo comparado con O. Henry y con Dorothy Parker. Sus personajes están finamente dibujados y sus elegantes tramas han recibido muy buenas críticas. "El cuentista" es un relato que promueve la reflexión en torno a la función de literatura y la imaginación. Quizá sea "La ventana abierta" ("The Open Window") su cuento más famoso; su última frase: «Las fabulaciones improvisadas eran su especialidad», se ha hecho célebre. Saki escribió también tres obras teatrales, las novelas El insoportable Bassington (The Unbearable Bassington, 1912) y Al llegar Guillermo (When William Came, 1914), además de una parodia de Alicia en el país de las maravillas (The Westminster Alice, 1902).
Saki describió incomparablemente a sus contemporáneos de la clase media victoriana, tan estrictos en sus maneras y amantes de absurdas fórmulas y rutinas. Su sentido del humor, cáustico e irónico, era muy apreciado por Jorge Luis Borges, quien lo situaba al lado de Kipling y Thackeray, como uno de los ingleses ilustres nacidos en Oriente. En el prólogo a la edición de los relatos de Saki perteneciente a la colección borgeana La Biblioteca de Babel, escribió sobre él: «Con una suerte de pudor, Saki da un tono de trivialidad a relatos cuya íntima trama es amarga y cruel. Esa delicadeza, esa levedad, esa ausencia de énfasis puede recordar las deliciosas comedias de Wilde».
El ministro de Bellas Artes (a cuyo ministerio se había anexado últimamente la nueva subsección de Ingeniería Electoral) le hizo una visita de trabajo al gran visir. De acuerdo con la etiqueta oriental, discurrieron un rato sobre temas indiferentes. El ministro se detuvo a tiempo para omitir una referencia casual a la Maratón que se había corrido, cuando recordó que el gran visir tenía una abuela persa y podía considerar la alusión a Maratón como una falta de tacto.
A continuación el ministro entró en el tema de su entrevista.
-¿Bajo la nueva constitución, las mujeres tendrán el voto? -preguntó repentinamente.
-¿Tener el voto? ¿Las mujeres? -exclamó el visir con cierta estupefacción-. Mi querido pashá, la nueva carta tiene cierto sabor de absurdo así como está; no tratemos de convertirlo en algo completamente ridículo. Las mujeres no tienen alma, ni inteligencia, ¿por qué demonios van a tener el voto?
-Sé que suena absurdo -dijo el ministro-, pero en Occidente están considerando esa idea seriamente.
-Entonces deben estar equipados con mayor solemnidad de la que yo les reconocía. Después de una vida de esfuerzos especiales por mantener mi gravedad, escasamente puedo reprimir mi inclinación a sonreír ante tal sugerencia. Mire usted, nuestras mujeres en la mayoría de los casos no saben leer ni escribir. ¿Cómo pueden ejecutar la operación de votar?
-Se les pueden mostrar los nombres de los candidatos y en donde pueden marcar con una cruz.
-Discúlpeme ¿cómo dijo? -lo interrumpió el visir.
-Con una medialuna, quiero decir -se corrigió el ministro-. Sería algo que le gustaría al Partido Turco Juvenil -agregó.
-Bueno -dijo el visir-, si vamos a cambiar las cosas, lleguemos al extremo de una vez. Daré instrucciones para que a las mujeres se les reconozca el voto.
La votación ya llegaba a su fin en la circunscripción de Lakoumistan. El candidato del Partido Turco Juvenil, según se sabía, iba ganando por trescientos o cuatrocientos votos, y estaba ya redactando su discurso para dar las gracias a los electores. Su victoria era casi un hecho, porque había puesto a funcionar toda la maquinaria electoral de Occidente. Había empleado hasta automóviles. Pocos de sus partidarios habían ido a las urnas en esos vehículos, pero gracias a la inteligente manera como los manejaron sus conductores, muchos de sus opositores habían ido a dar a la tumba, a los hospitales locales o se habían abstenido de votar por alguna otra razón. Y luego pasó algo inesperado. El candidato rival, Alí el Escogido, entró en escena con sus esposas y las mujeres de su casa, que llegaban más o menos a seiscientas. Alí no había desperdiciado mucho tiempo en literatura electoral, pero se le había oído afirmar que cada voto que le dieran a su adversario quería decir otro saco arrojado al Bósforo. El juvenil candidato turco, que se había adaptado a la costumbre occidental de una sola esposa y escasamente alguna amante, contempló impotente cómo su adversario llenaba las urnas hasta alcanzar la mayoría triunfante.
-¡Cristabel Colón! -exclamó invocando de modo algo confuso el nombre de un pionero distinguido-, ¿quién lo hubiera pensado?
-Extraño -murmuró Alí-, que alguien que peroraba de manera tan elocuente acerca de la Voto Secreto, no haya tenido en cuenta el Voto Velado.
Y, de regreso a casa con sus electoras, murmuró para sus barbas esta improvisación sobre una estrofa del poeta herético de Persia:
Alguien rico en metáforas y pareceres
Ama el verbo afilado como un cuchillo;
Y yo que en estos casos soy un chiquillo
Sólo llego a las urnas con mis mujeres.
Hay un animal salvaje en sus bosques -dijo el artista Cunningham, mientras lo llevaban a la estación. Era la única observación que había hecho durante el trayecto, pero como Van Cheele había hablado sin parar, el silencio de su compañero no había sido notorio.
-Un zorro extraviado o dos y unas cuantas comadrejas de la región. Nada más formidable que eso -dijo Van Cheele. El artista no dijo nada.
-¿Qué quería decir con animal salvaje? -le dijo Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.
-Nada. Mi imaginación. Aquí está el tren -dijo Cunningham.
Esa tarde, Van Cheele salió a dar uno de sus frecuentes paseos por su boscosa propiedad. Tenía una garza disecada en su estudio, y sabía los nombres de un gran número de flores salvajes, de modo que su tía tenía tal vez alguna justificación para describirlo como un gran naturalista. En todo caso, era un gran andarín. Tenía la costumbre de tomar nota mental de todo lo que veía durante esos paseos, no tanto para ayudar a la ciencia contemporánea, como para disponer de temas de conversación más tarde. Cuando las campanillas azules comenzaban a florecer, él se encargaba de informar a todo el mundo de ese hecho; la época del año hubiera podido advertir a sus oyentes de la probabilidad de que esto ocurriera, pero por lo menos pensaba que él les estaba siendo absolutamente franco.
Sin embargo, lo que vio Van Cheele esa tarde en particular era algo muy lejano de su experiencia corriente. En una saliente de piedra lisa sobre un pozo profundo en el claro de un bosquecillo de robles, un muchacho de unos dieciséis años estaba echado secándose deliciosamente los miembros bronceados al sol. Tenía el pelo mojado, partido por una zambullida reciente y pegado a la cabeza, y sus ojos castaños claros, tan claros que tenían casi un brillo atigrado, se dirigían a Van Cheele con cierta atención perezosa. Era una aparición inesperada, y Van Cheele se encontró envuelto en el desusado proceso de pensar antes de hablar. ¿Dé dónde en el mundo podía provenir ese muchacho de aspecto salvaje? A la esposa del molinero se le había perdido un chico hacía unos dos meses, se suponía que se lo había llevado la corriente que movía el molino, pero aquel era un bebé y no un muchacho crecido como este.
-¿Qué estás haciendo ahí? -le preguntó.
-Obviamente, asoleándome -replicó el muchacho.
-¿Dónde vives?
-Aquí en estos bosques.
-No puedes vivir en los bosques -dijo Van Cheele.
-Son unos bosques muy bonitos -dijo el muchacho con cierto tono condescendiente en la voz.
-¿Pero dónde duermes de noche?
-No duermo de noche; es cuando estoy más ocupado.
Van Cheele empezó a tener el irritante sentimiento de estar lidiando un problema que lo eludía.
-¿De qué te alimentas? -preguntó.
-Carne -dijo el muchacho.
Y pronunció la palabra con una lenta delicia, como si estuviera saboreándola.
-¡Carne! ¿Qué carne?
-Ya que le interesa, conejos, perdices, liebres, aves de corral, corderitos recién nacidos, y niños cuando consigo alguno; en general están encerrados con llave por la noche, cuando yo hago la mayor parte de la cacería. Hace ya dos meses que no pruebo carne de niño.
Haciendo caso omiso de la irritante naturaleza de la última frase, Van Cheele trató de llevar al muchacho al tema de la posible caza furtiva.
-Estás hablando por tu sombrero cuando mencionas lo de alimentarse con liebres (por el aspecto del muchacho no era un símil muy afortunado). Las liebres de nuestras colinas no son fáciles de cazar.
-Por la noche yo cazo en cuatro patas -fue la respuesta más o menos enigmática.
-¿Supongo que lo que dices es que cazas con un perro? -aventuró Van Cheele.
El muchacho se dio vuelta lentamente sobre la espalda y se rió con una extraña risa baja que tenía algo agradable de broma y algo desagradable de gruñido.
-No creo que ningún perro tuviera muchas ganas de andar conmigo, especialmente por la noche.
Van Cheele empezó a sentir que ese muchacho de ojos y hablar extraño tenía algo pavoroso.
-No puedo permitirle permanecer en estos bosques -declaró en tono autoritario.
-Creo que usted preferiría tenerme aquí y no en su casa -dijo el joven.
La perspectiva de ese animal desnudo y salvaje en la casa ordenada y perfecta de Van Cheele evidentemente era alarmante.
-Si no te vas, tendré que obligarte -dijo Van Cheele.
El muchacho se volvió como un rayo, se zambulló en el pozo, y en un momento ya había recorrido con su cuerpo mojado y brillante la mitad de la distancia de la otra orilla hasta el lugar donde estaba Van Cheele. En una nutria el movimiento no hubiera sido nada especial; en un muchacho, a Van Cheele le pareció suficientemente sobrecogedor. Se resbaló al hacer un movimiento involuntario para retroceder y se encontró casi postrado en la orilla húmeda, con aquellos ojos atigrados no muy lejos de los suyos. Casi instintivamente se llevó la mano a la garganta. El muchacho volvió a reírse, con una risa en la que el gruñido había hecho desaparecer casi toda la alegría, y luego, con otro de sus movimientos asombrosamente rápidos, desapareció corriendo hacia un tupido macizo de hierbas y helechos.
-¡Qué animal salvaje tan raro! -dijo Van Cheele mientras se ponía de pie. Y luego se acordó de la observación de Cunningham, “hay un animal salvaje en sus bosques”.
De regreso a casa sin prisa, Van Cheele empezó a darle vueltas en la mente a una serie de acontecimientos locales que podían atribuirse a la existencia de este asombroso muchacho salvaje.
Algo había estado haciendo que escaseara los animales silvestres últimamente en aquellos bosques, las gallinas desaparecían de las granjas, las liebres ya casi no se encontraban, y le habían llegado noticias de corderos a los que se habían llevado de sus rebaños en las colinas. ¿Sería posible que ese muchacho salvaje estuviera cazando en la región en compañía de algún perro inteligente? El muchacho había hablado de cazar “en cuatro patas” durante la noche, pero también había insinuado que a ningún perro le gustaría acercársele “especialmente de noche”. Era verdaderamente intrigante. Y luego, mientras Van Cheele repasaba las distintas depredaciones que se habían cometido en el último mes o dos, de pronto se detuvo tanto en su camino como en sus especulaciones. El niño perdido del molino hacía dos meses, la teoría aceptada era que se había caído entre la corriente del molino y ésta se lo había llevado, pero la madre siempre había declarado haber oído un grito en el lado de la casa que daba a la colina, en la dirección contraria a la del arroyo. Era impensable por supuesto, pero él habría preferido que el muchacho no hubiera hecho esa aterradora alusión a haber comido carne de niño hacía dos meses. Cosas tan horribles no debían decirse ni en broma.
Van Cheele, contra su costumbre, no se sentía dispuesto a mostrarse comunicativo sobre su descubrimiento en el bosque. Su posición como consejero de la parroquia y juez de paz se vería comprometida de cierto modo por el hecho de estar albergando en su propiedad a una personalidad de tan dudosa fama; había incluso la posibilidad de que le pasaran una costosa cuenta por el valor de los corderos y las gallinas que se habían perdido. Esa noche a la cena estaba desusadamente callado.
-¿Te comieron la lengua? -le dijo su tía-. Cualquiera diría que te encontraste con un lobo.
Van Cheele, que no conocía ese viejo dicho, pensó que la observación era bastante tonta; si se hubiera encontrado con un lobo en su propiedad su lengua hubiera estado extraordinariamente ocupada con el tema.
Al día siguiente al desayuno, Van Cheele se daba cuenta de que su desazón por el episodio del día anterior no había desaparecido del todo y resolvió tomar el tren hasta la población vecina, buscar a Cunningham, y enterarse de qué era lo que realmente había visto, obligándole a hablar con insistencia acerca de un animal salvaje en sus bosques. Tomada esa resolución, su alegría habitual volvió en parte, y empezó a musitar una pequeña melodía mientras se dirigía al estudio a fumarse su cigarrillo de costumbre. Al entrar al estudio, la melodía abruptamente dio paso a una invocación piadosa. Graciosamente extendido en la otomana, en una actitud de reposo casi exagerada, estaba el muchacho de los bosques. Estaba más seco que la última vez que lo había visto Van Cheele, pero por otra parte sin ninguna alteración notable de su apariencia.
-¿Cómo te atreves a venir aquí? -le preguntó Van Cheele furioso.
-Usted me dijo que no podía quedarme en los bosques -dijo el muchacho calmadamente.
-Pero no te dije que vinieras aquí. ¡Supón que te hubiera visto mi tía!
Y con la intención de minimizar semejante catástrofe, Van Cheele apresuradamente cubrió todo lo posible a su no bienvenido visitante bajo los pliegues del periódico de la mañana. En ese momento, la tía entró a la habitación.
-Este es un pobre muchacho que ha perdido su camino y perdido la memoria. No sabe quién es ni de dónde viene -explicó Van Cheele desesperadamente, mirando atemorizado a la cara del vagabundo para saber si agregaba la franqueza inoportuna a sus otras propensiones salvajes.
La señorita Van Cheele estaba enormemente interesada.
-Tal vez tenga alguna marca en la ropa interior -sugirió.
-Parece haber perdido eso también -dijo Van Cheele, dándole tironcitos nerviosos al diario de la mañana para mantenerlo en su lugar.
Un niño desnudo y sin hogar le atraía tanto a la señorita Van Cheele como un gatito perdido o un perrito sin dueño.
-Tenemos que hacer todo lo que podamos por él -decidió, y, en poquísimo tiempo, un mensajero despachado a la parroquia, en donde había un joven paje, había regresado con un juego de ropa y los accesorios necesarios como camisa, cuello, zapatos, etc. Vestido, limpio, y arreglado, el muchacho no había perdido nada de su expresión aterradora, a los ojos de Van Cheele, pero su tía lo encontraba encantador.
-Debemos llamarlo de algún modo mientras averiguamos quién es realmente -dijo ella-. Gabriel-Ernesto, me parece; son nombres apropiados y simpáticos.
Van Cheele estaba de acuerdo, pero en su interior dudaba sobre si se los estarían poniendo a un muchacho apropiado y simpático. Sus recelos no disminuyeron por el hecho de que su manso y viejo perro de cacería se había escapado de la casa apenas llegó el muchacho, y seguía tiritando y ladrando obstinadamente en el otro lado del huerto, mientras que el canario, usualmente tan activo vocalmente como el propio Van Cheele, se había encerrado en su mutismo de píos aterrados. Más que nunca se resolvió a consultar a Cunningham sin pérdida de tiempo.
Mientras él se dirigía a la estación, su tía hacía los arreglos para que Gabriel-Ernesto la ayudara a divertir a los niños de la escuela dominical, esa tarde en el té.
Al principio, Cunningham no estaba dispuesto a mostrarse comunicativo.
-Mi madre murió de una enfermedad cerebral -explicó -, de manera que usted comprenderá por qué me niego a confiarle a nadie cualquier cosa de naturaleza fantástica e imposible que haya visto o pensado que he visto.
-¿Pero qué fue lo que vio? -insistió Van Cheele.
-Lo que creí ver fue algo tan fuera de lo común, que nadie, en su sano juicio le daría crédito como a algo realmente sucedido. Yo estaba la última tarde que estuve con usted, medio escondido entre los arbustos de la entrada del huerto viendo la puesta del sol. De pronto me di cuenta de la presencia de un muchacho desnudo; pensé que fuera un muchacho que se había estado bañando en algún pozo cercano, y que se había quedado en la falda de la colina también mirando el atardecer. Su actitud sugería de tal modo la de un fauno silvestre de la mitología pagana que inmediatamente se me ocurrió contratarlo como modelo, y lo hubiera llamado un momento después. Pero justo en ese momento el sol dejó de verse, y todos los colores naranja y rosado desaparecieron del paisaje, dejándolo frío y gris. En ese mismo momento, pasó algo asombroso, ¡el muchacho también desapareció!
-Qué, ¿se desvaneció en la nada? -preguntó Van Cheele excitado.
-No; esa es la parte horrible del asunto -contestó el artista-, en la falda de la colina, en donde había estado el muchacho hacía un segundo, estaba un lobo grande, de color negruzco, con los colmillos brillantes y los ojos amarillos crueles. Uno creería...
Pero Van Cheele no se detuvo por algo tan fútil como lo que se creía. Ya estaba corriendo a toda velocidad hacia la estación del tren. Desechó la idea de un telegrama. “Gabriel-Ernesto es un hombre-lobo” era un esfuerzo desesperadamente inadecuado para hablar de lo que pasaba, y su tía lo tomaría por un mensaje en una clave de la cual él no le había dado la contraseña. Su única esperanza era alcanzar a llegar a casa antes de la puesta del sol. El taxi que tomó en el otro extremo del viaje en tren lo llevó con lo que parecía una lentitud exasperante por los caminos rurales, que ya se ponían rosados y malva bajo la luz del sol poniente. Su tía estaba recogiendo algunos bizcochos sin terminar cuando él llegó.
-¿Dónde está Gabriel-Ernesto? -preguntó casi gritando.
-Está llevando a casa al pequeño de los Toop -dijo la tía-. Se estaba haciendo tan tarde que no me pareció seguro dejarlo ir solo. Qué bonito atardecer, ¿cierto?
Pero Van Cheele, aunque consciente del resplandor del cielo al occidente, no se quedó a comentar su belleza. A una velocidad para la cual estaba escasamente dotado corría a lo largo del estrecho sendero que llevaba a casa de los Toop. A un lado corría la rápida corriente que movía el molino, del otro estaba la franja de loma pelada.
Un resplandor mortecino de sol poniente todavía se veía en el horizonte, y tras la próxima vuelta del camino podía estar la pareja dispareja que buscaba. De pronto el color de las cosas desapareció, y la luz gris se posó con un leve temblor sobre el paisaje. Van Cheele oyó un estridente grito de terror, y dejó de correr.
Nunca se volvió a saber nada del pequeño Toop o de Gabriel-Ernesto, pero se encontró la ropa de este último tirada en el camino, de modo que se supuso que el niño había caído al agua y que el muchacho se había desnudado y se había lanzado en un vano intento de salvarlo. Van Cheele y unos trabajadores que andaban por allí cerca en esos momentos testificaron sobre el fuerte grito del niño que habían oído hacia el lugar en donde se encontraron las ropas. La señora Toop, que tenía otros once hijos, se resignó decentemente a su desgracia, pero la señorita Van Cheele hizo un duelo sincero por su muchacho expósito perdido. Por iniciativa suya, se puso una placa en memoria de éste en la iglesia parroquial. A Gabriel-Ernesto, muchacho desconocido, que sacrificó valientemente su vida por la de otro.
Van Cheele complacía a la tía en la mayoría de sus asuntos, pero se rehusó por completo a contribuir con su dinero a una placa en memoria de Gabriel-Ernesto.
Teodoro Voler había sido criado, desde la infancia hasta los confines de la madurez, por una madre afectuosa cuya mayor preocupación era mantenerlo a raya de lo que solía llamar “realidades ordinarias de la vida”. Cuando la dama pasó a mejor vida, Teodoro quedó solo en un mundo mucho más real, y en buena medida más ordinario que lo necesario.
Para un hombre de su temperamento y educación, hasta un simple viaje en tren estaba lleno de pequeñas molestias y discordias, y cuando subió a un compartimento de segunda clase una mañana de septiembre, experimentó sentimientos perturbadores y una descompostura mental general. Se había hospedado en un iglesia de campo, cuyos habitantes no habían sido, por cierto, brutales ni bacanales, pero la supervisión que ejercían sobre el personal doméstico era de una laxitud que llama al desastre. El carruaje que debía llevarlo a la estación jamás fue aprontado, y cuando el momento de partir se acercó, el paje que debía aparecer con dicho artículo no estaba en ninguna parte. Ante tal emergencia, y para su mudo disgusto, Teodoro se vio forzado a colaborar con la hija del cura en la tarea de enjaezar un poni, para lo que fue necesario andar a tientas en un cobertizo mal iluminado al que llamaban establo, y que realmente olía a tal (excepto en algunos sectores, donde tenía aroma a ratones).
Sin llegar a temerles, Teodoro clasificaba a los ratones dentro de los incidentes más ordinarios de la vida, y creía que la Providencia, con un pequeño ejercicio de coraje moral, debería haber reconocido que no eran indispensables y retirarlos de circulación hace mucho tiempo ya. Al echar a andar el tren, la imaginación de Teodoro lo acusaba de despedir un ligero aroma a establo, y posiblemente mostrar una o dos horrendas pajillas en su atuendo siempre cepillado.
Afortunadamente, su única compañera de compartimento, una dama de aproximadamente su misma edad, parecía más bien inclinada al descanso que al escrutinio. El tren no se detendría hasta alcanzar la terminal, casi una hora más tarde, y el vagón era de aquellos antiguos, sin comunicación por medio de corredores, por lo que ningún otro compañero de viaje iba a entrometerse en la semiprivacidad de Teodoro.
Sin embargo, cuando el tren no había alcanzado aún su velocidad normal, Teodoro se percató de pronto de que no estaba solo con la soñolienta mujer: ¡Ni siquiera estaba solo en la comodidad de sus propios atuendos! Un movimiento tibio de algo que se arrastraba sobre su piel delató la molesta presencia, invisible pero conmovedora, de un ratón que evidentemente había ganado su actual refugio durante el episodio de preparación del poni. Furtivos pataleos y movimientos violentos con su pierna, sumados a numerosos pellizcos y golpes con la mano, no lograron desalojar al intruso, cuyo lema, para colmo, parecía ser “¡hasta la cima, siempre!”. El legítimo dueño de los pantalones se reclinó contra los cojines y se empeñó en desarrollar algún medio de poner fin a la posesión compartida. Era imposible continuar por espacio de una hora en el papel de casa de juguetes para ratones errantes (ya su imaginación había, por lo menos, duplicado el número de los invasores). Por otra parte, nada menos drástico que un desnudo parcial ayudaría a deshacerse de su atormentador, y desvestirse en presencia de una dama, aunque fuera por un propósito tan loable, era una idea que le hacía poner las orejas coloradas de vergüenza. Nunca había sido capaz siquiera de exponerse sin zapatos en presencia del sexo débil.
Sin embargo, la dama en este caso estaba, sin lugar a dudas, profundamente dormida.
El ratón, por su parte, parecía tratar de alcanzar la cima de su montaña en pocos minutos. Si hay algo de cierto en la teoría de la transmigración, este ratón en particular había sido miembro del club de alpinistas en otra vida. Por momentos, ante su ansiedad, perdía pie y se despeñaba algunos centímetros y entonces, presa del miedo, o probablemente del mal humor, lo mordía. Teodoro se encontraba ante la más audaz empresa de su vida. Adquiriendo el matiz de una remolacha, y manteniendo una desesperada vigilia a su soñolienta compañera, fijó silenciosamente los extremos de su manta de viaje a las rejillas a ambos lados del vagón, para que una sustancial cortina colgara a través del compartimento, dividiéndolo en dos. En el angosto vestidor improvisado, procedió con prisa a quitar (parcialmente para él, y totalmente para el ratón) el revestimiento de tweed y semilana. Cuando el desenmarañado animal brincó hacia el piso, la manta zafó de sus ataduras y también se precipitó con un pequeño estruendo, y casi simultáneamente la desvelada mujer abrió los ojos. Con un movimiento casi tan rápido como el del ratón, Teodoro se arrojó sobre la manta, y estiró su superficie a la altura del mentón, cubriéndose todo el cuerpo, mientras se desplomaba en la esquina más lejana del vagón. La sangre fluyó y latió en las venas de su cuello y su frente, mientras esperaba paralizado que la dama hiciera sonar la campana de alarma. Ella, sin embargo, se contentó con una silenciosa mirada en dirección a su compañero. Teodoro se preguntaba cuánto habría visto la mujer, y en todo caso qué diablos pensaría de su actual postura.
-Creo que he cogido un resfriado -arriesgó, desesperado.
-Es una pena -replicó ella-. Justo iba a pedirle que abriera esta ventana.
-Creo que es la malaria -añadió, con los dientes castañeteando, tanto por miedo como por deseo de apoyar su teoría.
-Tengo un poco de brandi en mi bolso. Si usted amablemente me lo puede alcanzar -propuso la compañera.
-¡¡¡Ni soñ... Es decir: nunca tomo nada para el resfrío -aseguró él, honestamente.
-Supongo que se lo pescó en el trópico...
Teodoro, cuyo conocimiento del trópico se limitaba al regalo anual de una caja de té por parte de un tío que vivía en Ceilán, sintió que hasta la excusa de la malaria se le escurría. ¿Sería posible revelarle la verdad en pequeñas instancias?
-¿Le teme usted a los ratones? -se aventuró, con el rostro que adquiría, si acaso fuera posible, un semblante de color aún más escarlata.
-No. A menos que sean grandes cantidades, como los que devoraron al obispo Hatto. ¿Por qué pregunta?
-Hace un instante había uno que intentaba trepar dentro de mis pantalones -susurró Teodoro, con una voz que no parecía suya-. Fue una situación por demás incómoda.
-Debió serlo, si es que usted usa pantalones ajustados -observó ella-. Pero los ratones tienen ideas extrañas sobre la comodidad.
-Tuve que librarme de él mientras usted dormía -continuó Teodoro, tragando saliva-. Fue justamente intentando quitármelo de encima que quedé... en este estado...
-No sabía que quitarse un pequeño ratón de encima causara un resfriado -exclamó ella, con una frialdad que Teodoro juzgó abominable.
Evidentemente, la mujer había detectado su situación y disfrutaba con su confusión. Toda la sangre de su cuerpo parecía haberse concentrado en el rostro, y una agonía de humillación, peor que una miríada de ratones, subía y bajaba sobre su alma. Luego, al comenzar a reflexionar, el pánico reemplazó a la humillación. Con cada minuto que pasaba, el tren se acercaba a la atestada y bulliciosa terminal, donde docenas de ojos curiosos reemplazarían al único par paralizante que lo contemplaba desde el otro rincón del vagón. Había una remota y desesperada oportunidad, que los siguientes minutos decidirían. Su compañera de viaje podía reasumir su bendito sueño. Pero al extinguirse los minutos, esa oportunidad se evaporó. La furtiva mirada que Teodoro le prodigaba de cuando en cuando, revelaba solo un desvelo continuo.
-Creo que nos acercamos a la estación -observó ella.
Teodoro ya había notado, con terror in crescendo