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¡Aristo haría cualquier cosa con tal de estar con su hijo! Cuando Teddie se dio cuenta de que estaba embarazada, su turbulento matrimonio con el magnate hotelero Aristo Leonidas ya había terminado. A partir de aquel momento guardó celosamente el secreto… hasta que Aristo descubrió que tenía un heredero y le exigió a Teddie que se casara con él otra vez. Pero, a pesar de que la química seguía siendo tan ardiente como siempre, Teddie quería algo más esta vez. ¡Para poder tener a su hijo, Aristo debía ahora recuperar también a su esposa!
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Seitenzahl: 198
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Louise Fuller
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Magia y deseo, n.º 2725 - agosto 2019
Título original: Demanding His Secret Son
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-330-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
TEDDIE Taylor se inclinó hacia delante y sacó las tres cartas dándoles la vuelta al instante y tapándolas con la mano mientras las recolocaba. Sus ojos verdes no daban pistas sobre su emoción, ni tampoco el salto que le dio el corazón cuando el hombre que estaba sentado frente a ella señaló con seguridad la carta de en medio.
Gruñó cuando ella le dio la vuelta y alzó las manos en un gesto de derrota.
–Increíble –murmuró.
Edward Claiborne se puso de pie y extendió la mano con una sonrisa satisfecha.
–No te imaginas lo contento que estoy de tenerte a bordo –clavó los ojos azules en el rostro de Teddie–. Estoy deseando tener un poco de magia en mi vida.
Ella sonrió. En otro hombre más joven o menos cosmopolita habría sonado un poco fuera de lugar. Pero sabía que Claiborne estaba demasiado bien educado para decir o hacer algo inapropiado como coquetear con una mujer a la que le doblaba la edad y a quien acababa de ofrecer un trabajo en su prestigioso y nuevo club privado.
–Yo también lo estoy deseando, señor Claiborne. No, por favor –le detuvo cuando iba a meter la mano en el bolsillo de la chaqueta–. Esto es cosa mía –señaló el café–. Ahora es usted un cliente.
Al verle alejarse para ir a hablar con alguien en el bar del hotel, Teddie aspiró con fuerza el aire y se sentó resistiendo la urgencia de ponerse a cantar una marcha victoriosa. ¡Lo había conseguido! Finalmente había captado a un cliente que veía la magia como algo más que un entretenimiento para una fiesta.
Se reclinó en la butaca y se permitió disfrutar de aquel momento. Aquello era lo que Elliot y ella estaban buscando, pero ese nuevo contrato valía más para ellos que un cheque. Claiborne era la quinta generación de una familia rica de Nueva York, y una recomendación de su parte le daría a su negocio la clase de publicidad que no se podía pagar con dinero.
Sacó el móvil y marcó el número de Elliot. Respondió al instante, casi como si hubiera estado esperando su llamada… y por supuesto, así era.
–Qué rápido. ¿Cómo ha ido?
Sonaba como siempre, hablando con aquel acento despreocupado de la Costa Oeste que podía confundirse con lentitud o falta de entendimiento. Pero Teddie lo conocía desde que tenía trece años y captó la tensión de su tono de voz. Era comprensible. Un trabajo de tres noches por semana llevando magia e ilusionismo al recién estrenado Castine Club no solo aumentaría sus ingresos, también significaría que podrían contratar a alguien para la administración del día a día.
–¡Es nuestro!
–¡Viva! –exclamó Elliot triunfante–. Lo sabía.
Una de las cosas que más le gustaban de su socio y mejor amigo era que siempre tenía fe en ella, incluso cuando no estaba justificado.
–¿Qué te parece si os llevo a George y a ti este fin de semana a La Parrilla de Pete para celebrarlo?
–Genial –Teddie frunció el ceño–. Una cosa, ¿por qué estamos hablando? Creí que la razón por la que yo tenía que hacer esto era porque tú tenías una reunión.
–Sí… de hecho, estoy yendo para allá. Luego nos vemos.
Colgó y Teddie pensó con una sonrisa que su compañero tenía razón, deberían celebrarlo. Y a George le encantaba la Parrilla de Pete.
Sintió que se le encogía el corazón al pensar en su hijo. Sentía por él un amor completo y absoluto. Desde el momento en que lo tomó en brazos nada más nacer su corazón se hizo esclavo de sus grandes ojos oscuros. Era perfecto, y era suyo. Y tal vez si aquel trabajo iba bien en un par de años podrían celebrarlo allí.
Teddie se reclinó en la butaca de suave cuero que seguramente costaba más que su coche y miró a su alrededor. Bueno, quizá allí no. El hotel Kildare era nuevo y estaba completamente fuera de su alcance. Exudaba una mezcla de confort de la vieja escuela y diseño vanguardista que le habría resultado intimidatorio si no fuera por su sensación de euforia.
Miró de reojo hacia donde Claiborne estaba charlando con alguien y sintió que se le aceleraba el pulso. Ella también debería estar allí haciendo nuevos contactos. No hacía falta que fuera demasiado obvio, solo tenía que pasar al lado de su nuevo jefe sonriendo y sin duda le presentaría a su acompañante.
No podía ver la cara del hombre, pero incluso desde lejos eran tangibles su elegancia y la confianza en sí mismo. A contraluz, al lado del enorme ventanal, con el sol rodeándole, parecía una figura mítica. El efecto resultaba irresistible e hipnotizador, y a juzgar por las miradas furtivas de los otros huéspedes, ella no era la única que lo pensaba.
Y entonces, cuando empezó a recoger las cartas que todavía estaban esparcidas por la mesa, se dio cuenta de que Claiborne estaba haciendo gestos en su dirección. Los labios de Teddie se curvaron automáticamente en una sonrisa cuando el hombre que estaba al lado de su nuevo jefe se giró hacia ella.
La sonrisa se le congeló en la cara.
Tragó saliva. Sintió el corazón latiéndole con fuerza. De hecho, todo su cuerpo parecía haberse convertido en piedra. La euforia de unos instantes atrás parecía ahora un recuerdo lejano.
No, no podía ser. Aquello no podía estar pasando. Él no podía estar allí.
Pero lo estaba. Y, peor todavía, le estrechó la mano a Claiborne, se excusó y se dirigió hacia ella con paso firme y aquella familiar mirada oscura clavada en ella. Y a pesar de la alarma que sonó en su interior, Teddie no podía apartar los ojos de aquel rostro frío y hermoso ni de su cuerpo firme y musculado.
Durante una décima de segundo le vio cruzar el bar y entonces el corazón empezó a latirle como una apisonadora y supo que tenía que moverse, que correr, salir huyendo. Tal vez no fuera lo más digno, pero le daba igual. Su exmarido, Aristotle Leonidas, era la última persona del mundo a la que quería ver, y mucho menos hablar con ella. Había demasiadas historias entre ellos, no solo un matrimonio fallido, sino también un hijo de tres años del que él no sabía nada.
Agarró el resto de las cartas y trató de meterlas en la caja. Pero el pánico la volvió más torpe de lo habitual y se le cayeron de las manos, desparramándose por el suelo en todas direcciones.
–Permíteme.
Si ya había sido un shock verle al otro lado del bar, tenerlo tan cerca era como si le hubiera alcanzado un rayo. Le habría resultado más fácil si le hubiera salido barriga, pero no había cambiado en absoluto. Si acaso estaba más atractivo que nunca.
Con el pulso acelerado, Teddie se preparó para mirarle a los ojos.
Habían pasado cuatro años desde que él le rompió el corazón y le dio la espalda al regalo de su amor, pero ella nunca le había olvidado ni le había perdonado por borrarla de su vida como si fuera un correo electrónico basura. Pero estaba claro que había subestimado el impacto de su voz ronca y seductora. ¿Qué otra razón había para que el corazón le brincara como un potro salvaje? Solo era el impacto, se dijo. Obviamente no esperaba volver a verlo después de cuatro años.
Apartó de sí el recuerdo del momento en que la abandonó y frunció el ceño.
–No hace falta. Puedo yo sola.
Él la ignoró, se agachó y empezó a recoger las cartas una a una metódicamente.
–Toma –dijo incorporándose para darle el mazo. Pero Teddie se lo quedó mirando en tensión, reacia a arriesgarse a que hubiera el menor contacto físico entre ellos.
La irracional respuesta de su cuerpo al escuchar de nuevo su voz le hizo darse cuenta de que a pesar de todo lo que había hecho todavía existía una conexión entre ellos, el recuerdo de lo que una vez hubo entre ellos, lo bonito que fue…
Trató de ignorar tanto aquel inquietante pensamiento como la atracción de su mirada y se sentó. Quería marcharse, pero para hacerlo tendría que pasar por delante de él muy cerca, y sentarse le pareció el menor de los males. Él ocupó la silla que Claiborne había dejado vacía.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó Teddie con tirantez.
Tras su ruptura, él se mudó a Londres, o eso fue lo que le dijo a Elliot cuando fue a recoger sus cosas. El apartamento no formaba parte de su acuerdo de divorcio y Teddie siempre dio por hecho que lo habría vendido. Aunque lo cierto era que no necesitaba el dinero, y seguramente tampoco conservaba malos recuerdos de él porque nunca estaba allí.
–¿En Nueva York? –preguntó él a su vez recorriéndole el rostro con la mirada–. Vivo aquí. Otra vez –añadió encogiéndose de hombros.
Teddie tragó saliva y sintió una punzada al pensar en él regresando a su hogar y sencillamente retomándolo donde lo habían dejado. Deseó que se le ocurriera algo devastador que decirle, pero eso implicaría que le importaba, y por supuesto eso no era así.
Observó con recelo cómo le deslizaba la baraja por la mesa. Su exmarido captó la expresión de su rostro y dijo entre dientes:
–No sé por qué me miras así. Soy yo quien debería estar preocupado. O al menos debería vigilar mi muñeca.
Aristo apretó los dientes al ver la furia surgir en sus preciosos ojos verdes. Seguía siendo tan obstinada como siempre, pero agradecía que no hubiera tomado las cartas directamente de sus manos. Si las hubiera tenido libres se habría sentido tentado a estrangularla.
No vio a Teddie cuando entró en el bar, en parte porque no llevaba el cabello castaño oscuro suelto por los hombros como la última vez que la vio, sino recogido en la nuca. Y principalmente porque, sinceramente, no esperaba volver a ver a su exmujer. Sintió una punzada de dolor en el corazón.
Pero ¿por qué tenía que ser así? Theodora Taylor lo había engatusado cuatro años atrás con sus ojos verdes, sus largas piernas y su actitud reticente. Había entrado en su vida como un huracán, interrumpiendo su calma y su ascenso a la estratosfera financiera, y luego desapareció igual de rápido dejándole la cuenta del banco vacía y el corazón roto como único vestigio de sus seis meses de matrimonio.
Aristo le lanzó una mirada implacable. Teddie se había llevado algo más que su dinero. Le había robado el latido del corazón y la poca confianza que tenía en las mujeres. Había sido la primera vez que bajó la guardia llegando incluso a honrarla con su apellido, pero ella solo se había casado con él con la esperanza de que el dinero y las conexiones de Aristo fueran un escalón hacia una vida mejor.
Por supuesto que no se dio cuenta hasta que regresó de un viaje de negocios y descubrió que se había marchado. Hundido y humillado, se refugió en el trabajo y dejó atrás aquel desastroso episodio. Hasta que hacía un momento se había tropezado con Edward Claiborne. Lo conocía y le gustaba su seguridad en sí mismo y su cortesía de la vieja escuela.
Ahora observó en silencio a Teddie, sintiéndose seguro al saber que su gesto externo no revelaba la batalla que rugía en su interior. La cabeza le decía que solo había una cosa que podía hacer. Un hombre cuerdo y sensato se levantaría y se marcharía de allí. Pero la cordura y la sensatez nunca habían formado parte de su relación con Theodora Taylor, y estaba claro que nada había cambiado… porque a pesar de saber que era el mayor error de su vida, siguió sentado. Bajó la mirada hacia la muñeca y alzó el labio en un gesto despectivo.
–No, sigue aquí. Quizá debería ver si todavía tengo la cartera. O llamar a Edward Claiborne y asegurarme de que él tiene todavía la suya. Sé que solo habéis tomado un café, pero siempre fuiste muy rápida. Lo sé por experiencia.
Teddie sintió que se le calentaban las mejillas. Su rostro era impenetrable, pero el desprecio de su voz era obvio. ¿Cómo se atrevía a hablarle así, como si ella fuera la mala cuando era él quien la había apartado de su vida sin decir una palabra?
Aunque lo cierto era que nunca había estado en su lista de prioridades. Seis meses de matrimonio le habían dejado claro que Aristo no tenía tiempo en su vida para una esposa. Incluso cuando ella se marchó e iniciaron los trámites de divorcio, Aristo se comportó como si nada hubiera pasado. Y, sin embargo, toda su indiferencia y su negligencia no pudieron prepararla para cómo se comportó al final.
Acostarse con él aquella última vez fue un error.
Con las emociones exacerbadas tras una reunión para hablar de su divorcio, acabaron en la cama y Teddie terminó embarazada. Solo que, cuando se dio cuenta de que el cansancio y las náuseas no eran síntomas de estrés, el divorcio estaba firmado y Aristo se había ido al otro lado del mundo, a trabajar a Europa. Pero para Teddie era como si se hubiera ido al espacio exterior.
Recordó sus repetidos y desesperados intentos por ponerse en contacto con él y sintió que se le ponía la espalda rígida. Deseaba desesperadamente decirle que estaba embarazada, pero su absoluto silencio le dejó muy claro que no solo no quería hablar con ella, sino que no quería escuchar nada que tuviera que decirle. Fue tras una llamada a su oficina de Londres, cuando una secretaria la atajó de no muy buenas maneras, cuando decidió que hacer lo correcto no iba a funcionar.
Desde luego con sus padres no sirvió.
A veces era mejor enfrentarse a la verdad aunque fuera dolorosa, y la verdad era que su relación con Aristo tenía unos cimientos muy poco sólidos. A juzgar por el desastre que había sido su matrimonio, quedaba claro que no tenía la fuerza suficiente para afrontar un embarazo no deseado.
Pero fue duro. El rechazo de Aristo le rompió el corazón y las repercusiones de su breve y condenado matrimonio habían durado más que sus lágrimas. Incluso ahora seguía teniendo tanto recelo de los hombres que apenas había salido con nadie desde que se separaron. Debido a la actitud despreocupada de su padre respecto a la paternidad, le costaba trabajo creer que pudiera ser alguna vez algo más que una aventura pasajera para ningún hombre. El cruel rechazo de Aristo había confirmado aquel miedo profundo.
Sentía mucho cariño por Elliot, pero como una hermana. Aristo era el único hombre al que había amado jamás. Fue su primer amante, y no solo eso, sino que además le había enseñado todo sobre el placer. Alzó los ojos verdes hacia los suyos. No solo el placer. Debido a él se había convertido en una autoridad en el sufrimiento y el dolor.
Entonces, ¿qué le daba exactamente el derecho a estar allí delante con aquel gesto despectivo en su rostro irritantemente bello?
De pronto se alegró de no haberse marchado. Apretó los puños y le miró.
–Creo que tu memoria te está jugando una mala pasada, Aristo. El trabajo ha sido siempre lo tuyo, no lo mío. Y no es asunto tuyo, pero Edward Claiborne es un hombre muy generoso. Se mostró encantado de pagar la cuenta.
Sabía cómo sonaba, pero no era mentira del todo. Edward se había ofrecido a pagar. Y, además, si con eso Aristo se sentía un poco mal, ¿por qué no hacerlo? Tal vez no la considerara digna de atención y compromiso, pero Edward se había mostrado encantado de regalarle su tiempo y su compañía.
–Y eso es lo que te importa a ti, ¿verdad, Theodora? Que te paguen las facturas aunque eso signifique llevarte lo que no es tuyo.
A Aristo no le importaba el dinero, lo que ella se había llevado no fue demasiado para su multimillonario patrimonio. Pero en su momento le dolió, sobre todo porque dejaba en evidencia lo estúpido que había sido. Por alguna razón desconocida no había cancelado sus cuentas comunes inmediatamente después del divorcio, y Teddie no tardó en aprovecharse. Pero no tendría que haberle sorprendido. Por muy mimadas que estuvieran, las mujeres nunca tenían suficiente. Lo aprendió a los seis años, cuando su madre encontró a un hombre más rico que su padre y con título nobiliario.
Pero saber que Teddie había empleado su «magia» con Edward le dolió, y por muy infantil que fuera, quería hacerle daño.
Ella entornó la mirada.
–Era mío –afirmó con vehemencia–. Era nuestro. En eso consiste el matrimonio, Aristo. Se trata de compartir.
Él la miró con desesperación. La brevedad de su matrimonio y la firme determinación de su equipo legal habían asegurado que la pensión de Teddie fuera mínima, pero ya era más de lo que se merecía.
–¿Es eso lo que te dices a ti misma?
Teddie sintió que se le erizaba el vello de la nuca al verle sacudir la cabeza lentamente.
–El hecho de que fuera una cuenta común no te daba derecho a vaciarla.
–Si tanto te molestaba podrías haber hablado conmigo –le espetó ella–. Pero yo no era más que tu mujer… ¿por qué ibas a querer hablar conmigo?
–¡No digas tonterías! –contestó él–. Claro que hablaba contigo.
–Hablabas conmigo de trabajo. Nunca de nosotros.
Nunca del hecho de que llevaran vidas prácticamente separadas, dos desconocidos que compartían cama, pero nunca una comida o una broma.
Al escuchar la emoción en su propia voz, Teddie se detuvo de golpe. ¿Qué sentido tenía tener aquella conversación? Llegaba cuatro años tarde, y su matrimonio no fue demasiado importante para Aristo si solo quería hablar ahora de la cuenta del banco.
¿Y tanto le sorprendía? Toda su vida había estado dedicada a hacer dinero. Aspiró con fuerza el aire.
–Y en cuanto al dinero, tomé lo que necesitaba para vivir.
«Para cuidar de nuestro hijo», pensó con una repentina punzada de rabia. Un hijo que incluso antes de su nacimiento había sido relegado a un segundo puesto.
–No voy a disculparme por eso, y si para ti supone un problema deberías haber dicho algo en su momento, pero dejaste muy claro que no querías hablar conmigo.
Aristo se la quedó mirando y sintió furia en su interior. En su momento vio su actitud como una prueba más del mal ojo que tenía. Una prueba más de que las mujeres que aparecían en su vida terminarían dándole la espalda tarde o temprano.
Pero no iba a revelar sus motivos para guardar silencio. ¿Por qué debería hacerlo? No fue él quien rompió el matrimonio. No necesitaba dar explicaciones.
El corazón empezó a latirle rítmicamente dentro del pecho, y una antigua sensación de impotencia y amargura le formó un nudo en el estómago. Teddie tenía razón. Tenía que haberse enfrentado a aquello años atrás, porque aunque había conseguido borrarla de su corazón y de su casa nunca logró eliminar la sensación de traición.
Pero ¿cómo iba a hacerlo? Su relación terminó tan rápido y tan abruptamente que no hubo tiempo de encararla adecuadamente.
«Hasta ahora».
Teddie se lo quedó mirando en un silencio angustiado cuando él se reclinó y estiró las piernas. Unos momentos atrás había deseado arrojarle la existencia de George a la cara. Pero ahora sentía el pánico subiéndole por la piel al pensar en lo cerca que había estado de revelar la verdad.
–Pues hablemos ahora –dijo él haciendo un breve gesto con la cabeza a un camarero que pasaba por allí y que se acercó con una rapidez casi cómica.
Teddie estuvo a punto de reírse, aunque era más triste que divertido. Aristo no quería hablar ahora como no quiso hacerlo cuatro años atrás. Nada había cambiado.
–Un expreso y un americano, por favor –pidió sin mirarla. Y el hecho de que todavía recordara cómo le gustaba el café y la arrogancia de pensar que quería uno sin preguntarle hizo que le dieran ganas de gritar.
–No voy a quedarme –afirmó con frialdad. Sabía por experiencia que el poder de persuasión de Aristo era incomparable, pero en el pasado le amaba. Ahora, en el presente, no iba a permitir que la acorralara–. Y no quiero hablar contigo –afirmó.
Él se encogió de hombros con una sonrisa burlona.
–Entonces yo hablaré y tú puedes escuchar.
Teddie se quedó callada mientras el camarero les servía los cafés con gesto nervioso.
–¿Desea algo más, señor Leonidas?
–No, gracias –Aristo sacudió la cabeza.
Teddie sintió una punzada de irritación en el pecho. Siempre era igual, Aristo tenía aquel efecto en la gente. Cuando se conocieron, ella se metía con él. Se suponía que ella, la maga, debía ser el centro de atención, pero Aristo exudaba una mezcla de poder, belleza y vitalidad que creaba un campo de atracción irresistible a su alrededor.
Se le debía de notar en la cara, porque cuando Aristo levantó la taza de café se detuvo a medio camino.
–¿Hay algún problema con el café? Puedo devolverlo si quieres.
Teddie sacudió la cabeza con desesperación.
–Sé que debe de ser difícil para ti desconectar del trabajo, pero este no es uno de tus hoteles.
Aristo se reclinó en el asiento y alzó la copa a los labios sin dejar de mirarla.
–Lo cierto es que sí lo es –afirmó–. Es el primero de una nueva línea que estamos probando. Elegancia tradicional y una sostenibilidad impecable.
Maldiciéndose a sí misma, a Aristo y a Elliot por no haber sido capaz de organizar su horario, Teddie se incorporó.
–Siéntate –le pidió él
Sus miradas se encontraron.
–No quiero.
–¿Por qué? ¿Te da miedo lo que pueda pasar si lo haces?
«¿Se lo daba?».
Teddie sintió que el calor se extendía por su cuerpo y de pronto se sintió mareada. En el pasado estuvo entregada a él. Era todo lo que había deseado en un amante y en un hombre. Al sentirse atrapada en la brillante oscuridad de su mirada se había sentido deseada. Y ahora, cuando el calor se extendía hacia fuera, se veía obligada a aceptar de nuevo que, aunque le odiara, su cuerpo seguía reaccionando a él del mismo modo, ajeno a la lógica e incluso al más mínimo instinto de conservación.
Horrorizada por la revelación de su continua vulnerabilidad, o tal vez de su estupidez, Teddie alzó la barbilla, entornó los ojos y tensó los músculos como si se estuviera preparando para el combate.
–Yo no tengo miedo, pero tú deberías. A no ser que te guste llevar el traje con manchas de café.
Los oscuros ojos de Aristo brillaron traviesos.
–Si quieres que me desnude no tienes más que decirlo.
Aristo era increíble e injusto al hacer aquella referencia tan obvia a su pasado sexual. Pero a pesar de la rabia, Teddie sintió una punzada de deseo. Igual que aquella noche cuatro años atrás, cuando su cuerpo la traicionó.
Le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo pudo permitir que pasara algo así? Tan solo unas horas antes estaban discutiendo sobre el divorcio. Teddie sabía que no la amaba y sin embargo se había acostado con él.
Pero nunca podría lamentar completamente su estupidez porque aquella noche había concebido a George. Miró fijamente a Aristo.
–No te deseo en absoluto –mintió–. Y no quiero tener contigo una conversación estúpida sobre un café.
Aristo alzó las manos en un gesto de rendición.