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Mare nostrum (1918) es una de las novelas más reconocidas a nivel internacional del autor. Fue escrita durante la primera guerra mundial y sucede como muchas de sus novelas, en este ambiente bélico. Deja clara su posición a a favor de los aliados y esto causo gran popularidad hasta convertirse en best-seller.
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Sus primeros amores fueron con una emperatriz.
El tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut—tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia—, admiraba las cosas del pasado.
Vivía cerca de la catedral, y los domingos y fiestas de guardar, en vez de seguir á los fieles que acudían á los aparatosos oficios presididos por el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hijo á oír misa en San Juan del Hospital, iglesia pequeña, rara vez concurrida en el resto de la semana.
El notario, que en su juventud había leído á Wálter Scott, experimentaba la dulce impresión del que vuelve á su país de origen al ver las paredes que rodean el templo, viejas y con almenas. La Edad Media era el período en que habría querido vivir. Y el buen don Esteban, pequeño, rechoncho y miope, sentía en su interior un alma de héroe nacido demasiado tarde al pisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otras iglesias enormes y ricas le parecían monumentos de insípida vulgaridad, con sus fulguraciones de oro, sus escarolados de alabastro y sus columnas de jaspe. Esta la habían levantado los caballeros de San Juan, que, unidos á los del Temple, ayudaron al rey don Jaime en la conquista de Valencia.
Al atravesar un pasillo cubierto, desde la calle al patio interior, saludaba á la Virgen de la Reconquista traída por los freires de la belicosa Orden: imagen de piedra tosca, con colores y oros imprecisos, sentada en un sitial románico. Unos naranjos agrios destacaban su verde ramazón sobre los muros de la iglesia, ennegrecida sillería perforada por largos ventanales cegados con tapia. De los estribos salientes de su refuerzo surgían, en lo más alto, monstruosos endriagos de piedra, carcomida.
En su nave única quedaba muy poco de este exterior romántico. El gusto barroco del siglo XVII había ocultado la bóveda ojival bajo otra de medio punto, cubriendo además las paredes con un revoque de yeso. Pero sobrevivían á la despiadada restauración los retablos medioevales, los blasones nobiliarios, los sepulcros de los caballeros de San Juan con inscripciones góticas, y esto bastaba para mantener despierto el entusiasmo del notario.
Había que añadir además la calidad de los fieles que asistían á sus oficios. Eran pocos y escogidos; siempre los mismos. Unos se dejaban caer en su asiento, flácidos y gotosos, sostenidos por un criado viejo ó por la esposa, que iba con pobre mantilla, lo mismo que una ama de gobierno. Otros oían la misa de pie, irguiendo su descarnada cabeza, que presentaba un perfil de pájaro de combate, cruzando sobre el pecho las manos siempre negras, enguantadas de lana en el invierno y de hilo en el verano. Los nombres de todos ellos los conocía Ferragut por haberlos leído en las Trovas de Mosén Febrer, métrico relato en lemosín de los hombres de guerra que vinieron al cerco de Valencia desde Aragón, Cataluña, el Sur de Francia, Inglaterra y la remota Alemania.
Al terminar la misa, los imponentes personajes movían la cabeza saludando á los fieles más cercanos. «Buenos días.» Para ellos era como si acabase de salir el sol: las horas de antes no contaban. Y el notario, con voz melosa, ampliaba su respuesta: «Buenos días, señor marqués.» «Buenos días, señor barón.» Sus relaciones no iban más allá; pero Ferragut sentía por los nobles personajes la simpatía que sienten los parroquianos de un establecimiento, acostumbrados á mirarse durante años con ojos afectuosos, pero sin cruzar mas que un saludo.
Su hijo Ulises se aburría en la iglesia obscura y casi desierta, siguiendo los monótonos incidentes de una misa cantada. Los rayos del sol, chorros oblicuos de oro que venían de lo alto iluminando espirales de polvo, moscas y polillas, le hacían pensar nostálgicamente en las manchas verdes de la huerta, las manchas blancas de los caseríos, los penachos negros del puerto, repleto de vapores, y la triple fila de convexidades azules coronadas de espuma que venían á deshacerse con cadencioso estruendo sobre la playa color de bronce.
Cuando dejaban de brillar las capas bordadas de los tres sacerdotes del altar mayor y aparecía en el púlpito otro sacerdote blanco y negro, Ulises volvía la vista á una capilla lateral. El sermón representaba para él media hora de somnolencia poblada de esfuerzos imaginativos. Lo primero que buscaban sus ojos en la capilla de Santa Bárbara era una arca clavada en la pared á gran altura, un sepulcro de madera pintada, sin otro adorno que esta inscripción: Aquí yace doña Constanza Augusta, Emperatriz de Grecia.
El nombre de Grecia tenía el poder de excitar la fantasía del pequeño. También su padrino, el abogado Labarta, poeta laureado, no podía repetir este nombre sin que una contracción fervorosa pasase por su barba entre cana y una luz nueva por sus ojos. Algunas veces, al poder misterioso de tal nombre se yuxtaponía un nuevo misterio más obscuro y de angustioso interés: Bizancio. ¿Cómo aquella señora augusta, soberana de remotos países de magnificencia y de ensueño, había venido á dejar sus huesos en una lóbrega capilla de Valencia, dentro de un arcón semejante á los que guardaban retazos y cachivaches en los desvanes del notario?…
Un día, después de la misa, don Esteban le había contado su historia rápidamente. Era hija de Federico II de Suabia, un Hohenstaufen, un emperador de Alemania, pero que estimaba en más su corona de Sicilia. Había llevado en los palacios de Palermo—verdaderas ruzafas por sus orientales jardines—una existencia de pagano y de sabio, rodeado de poetas y hombres de ciencia (judíos, mahometanos y cristianos), de bayaderas, de alquimistas y de feroces guardias sarracenos. Legisló como los jurisconsultos de la antigua Roma, escribiendo al mismo tiempo los primeros versos en italiano. Su vida fué un continuo combate con los Papas, que lanzaban contra él excomunión sobre excomunión. Para obtener la paz se hacía cruzado y marchaba á la conquista de Jerusalén. Pero Saladino, otro filósofo de la misma clase, se ponía rápidamente de acuerdo con su colega cristiano. La posesión de una pequeña ciudad rodeada de eriales y con un sepulcro vacío no valía la pena de que los hombres se degollasen durante siglos. El monarca sarraceno le entregaba Jerusalén graciosamente, y el Papa volvía á excomulgar á Federico por haber conquistado los Santos Lugares sin derramamiento de sangre.
—Fué un grande hombre—murmuraba don Esteban—. Hay que reconocer que fué un grande hombre…
Lo decía tímidamente, sintiendo que sus entusiasmos por aquella época remota le obligasen á hacer esta concesión á un enemigo de la Iglesia. Se estremecía al pensar en los libros blasfematorios, que nadie había visto, pero cuya paternidad atribuía Roma al emperador siciliano: especialmente el de Los tres impostores, en el que Federico medía con el mismo rasero á Moisés, Jesús y Mahoma. Este escritor coronado era el periodista más antiguo de la Historia: el primero que en pleno siglo XIII había osado apelar al juicio de la opinión pública en sus manifiestos contra Roma.
Su hija la había casado con un emperador de Bizancio, Juan Dukas Vatatzés, el famoso «Vatacio», cuando éste tenía cincuenta años y ella catorce. Era una hija natural, legitimada luego, como casi toda su prole: un producto de su harén libre, en el que se mezclaban beldades sarracenas y marquesas italianas. Y la pobre joven, casada con «Vatacio el Herético» por un padre necesitado de alianzas, había vivido largos años en Oriente con toda la pompa de una basilisa, envuelta en vestiduras de rígidos bordados que representaban escenas de los libros santos, calzada con borceguíes de púrpura que llevaban en las suelas águilas de oro, último símbolo de la majestad de Roma.
Primeramente había reinado en Nicea, refugio de los emperadores griegos mientras Constantinopla estuvo en poder de los cruzados, fundadores de una dinastía latina; luego, cuando, muerto Vatacio, el audaz Miguel Paleólogo reconquistaba Constantinopla, la viuda imperial se veía solicitada por este aventurero victorioso. Durante varios años resistió á sus pretensiones, consiguiendo al fin que su hermano Manfredo, nuevo rey de Sicilia, la devolviese á su patria. Federico había muerto; Manfredo hacía frente á las tropas pontificales y á la cruzada francesa que habían levantado los Papas ofreciendo al rudo Carlos de Anjou la corona de Sicilia. La pobre emperatriz griega llegaba á tiempo para recibir la noticia de la muerte de su hermano en una batalla y seguir la fuga de su cuñada y sus sobrinos. Todos se refugiaban en Lucera dei Pagani, castillo defendido por los sarracenos al servicio de Federico, únicos fieles á su memoria.
El castillo caía en poder de los guerreros de la Iglesia, y la esposa de Manfredo era conducida á una prisión, donde se extinguía su vida al poco tiempo. La obscuridad tragaba los últimos restos de la familia maldecida por Roma. La muerte rondaba en torno de la basilisa. Todos perecían: su hermano Manfredo, su hermanastro el poético y lamentable Encio, héroe de tantas canciones. Su sobrino el caballeresco Coradino iba á morir más adelante bajo el hacha del verdugo al intentar la defensa de sus derechos. Como la emperatriz oriental no representaba ningún peligro para la dinastía de Anjou, el vencedor la dejaba seguir su destino sola y desamparada, como una princesa de Shakespeare.
Viuda del emperador Juan Dukas, tenía el señorío de tres villas importantes de Anatolia, con una renta de tres mil besantes de oro fino. Pero esta renta lejana, no llegaba nunca. Y casi de limosna se embarcó en una nave que hacía rumbo á las perfumadas orillas del golfo de Valencia. Su sobrina Constanza, hija de Manfredo, estaba casada con el infante don Pedro de Aragón, hijo de don Jaime. La basilisa se instalaba en Valencia, recién conquistada. Su sobrino el futuro Pedro III, que intervenía en el gobierno por la ancianidad de su padre, le ofreció Estados; pero cansada de una vida de aventuras, prefería entrar en el convento de Santa Bárbara.
Ultima representante del glorioso Federico, ella y su sobrina Constanza transmitían á Pedro III los derechos sobre Sicilia, y el grave y tenaz monarca aragonés los reivindicaba años adelante, apoderándose de la isla luego de las famosas Vísperas Sicilianas. La pobre emperatriz vivió hasta el siglo siguiente en la pobreza de un convento recién fundado, recordando las aventuras de su destino melancólico, viendo con la imaginación el palacio de mosaicos de oro junto al lago de Nicea, los jardines donde Vatacio había querido morir bajo una tienda de púrpura, las gigantescas murallas de Constantinopla, las bóvedas de Santa Sofía, con sus teorías hieráticas de santos y basileos coronados.
De todos sus viajes y sus fortunas esplendorosas sólo había conservado una piedra, único equipaje que la acompañó al saltar en la playa de Valencia. Era un fragmento de una roca de Nicodemia que manó agua milagrosamente para el bautismo de Santa Bárbara. El notario mostraba á su hijo el sagrado pedrusco incrustado sobre una pileta de agua bendita. En la misma capilla estaba la tumba de otra princesa, hija del basileo Teodoro Lascaris, que había venido á reunirse con su tía en el lejano destierro.
Ulises, sin dejar de admirar los conocimientos históricos de su padre, los acogía con cierta ingratitud.
—Mi padrino me explicará mejor esto… Mi padrino sabe más.
Cuando miraba la capilla de Santa Bárbara en el transcurso de la misa, sus ojos huían del fúnebre arcón. Le inspiraba repugnancia el pensar en los huesos hechos polvo. Aquella doña Constanza no existía. La que le interesaba era la otra, la que estaba un poco más allá, pintada en un pequeño cuadro. Doña Constanza tuvo lepra—enfermedad que en aquellos tiempos no perdonaba á las emperatrices—, y Santa Bárbara curó milagrosamente á su devota. Para perpetuar este suceso, allí estaba Santa Bárbara en el cuadro, vestida con ancha saya y mangas de farol acuchilladas, lo mismo que una dama del siglo XV, y á sus pies la basilisa con traje de labradora valenciana y gruesas joyas. En vano afirmó don Esteban que este cuadro había sido pintado siglos después de la muerte de la emperatriz. La imaginación del niño saltaba desdeñosamente sobre estos reparos. Así había sido doña Constanza, tal como aparecía en el lienzo, pelirrubia y con enormes ojos negros, guapetona, un poco llena de carnes, como conviene á una mujer acostumbrada á arrastrar mantos regios y que sólo por devoción accede á disfrazarse de campesina.
La imagen de la emperatriz llenó su pensamiento infantil. Por las noches, cuando sentía miedo en la cama, impresionado por la enormidad del salón que le servía de alcoba, le bastaba hacer memoria de la soberana de Bizancio para olvidar inmediatamente sus inquietudes y los mil ruidos extraños del viejo edificio. «¡Doña Constanza!… » Se dormía abrazado á la almohada, como si ésta fuese la cabeza de la basilisa. Sus ojos cerrados veían las negras pupilas de la regia señora, maternales y amorosas.
Todas las mujeres, al aproximarse á él, tomaban algo de aquella otra que dormía seis siglos en lo alto de un muro.
Cuando su madre, la dulce y pálida doña Cristina, dejaba por un instante sus labores y le daba un beso, veía en su sonrisa algo de la emperatriz. Cuando Visanteta, una criada de la huerta, morena, con ojos de zarzamora y una piel ardorosa y fina, le ayudaba á desnudarse ó le despertaba para llevarle al colegio, Ulises tendía los brazos en torno de ella con repentino entusiasmo, como si le embriagase el perfume de animalidad vigorosa y púdica que exhalaba la muchacha. «¡Visanteta!… ¡Oh, Visanteta!… » Y pensaba en doña Constanza. Así debían oler las emperatrices, así debía ser el contacto de su epidermis.
Estremecimientos misteriosos é incomprensibles atravesaban su cuerpo como ligeros vapores, como débiles burbujas del légamo que duerme en el fondo de toda infancia y se remonta á la superficie con las fermentaciones de la juventud.
Su padre adivinaba una parte de esta vida imaginativa al ver sus juegos y lecturas.
—¡Ah, comediante!… ¡Ah, historiero!… Eres igual á tu padrino.
Decía esto con una sonrisa ambigua en la que entraban igualmente su menosprecio por los idealismos inútiles y su respeto á los artistas; un respeto semejante á la veneración que sienten los árabes por los locos, viendo en su demencia un regalo de Dios.
Doña Cristina ansiaba que este hijo único, objeto de mimos y cuidados como un príncipe heredero, fuese sacerdote. ¡Verle cantar la primera misa!… Luego canónigo; luego prelado. ¡Quién sabe si, cuando ella no existiese, otras mujeres le admirarían precedido de una cruz de oro, arrastrando el manto rojo de cardenal-arzobispo, rodeado de un estado mayor de sobrepellices, y envidiarían á la madre que había dado á luz este magnate eclesiástico!…
Para guiar las aficiones de su hijo había instalado una iglesia en uno de los salones inútiles del caserón. Los compañeros de colegio de Ulises acudían en las tardes libres, atraídos doblemente por el encanto de «jugar á los curas» y por la merienda generosa que preparaba doña Cristina para dejar satisfecho á todo el clero parroquial.
La solemnidad empezaba por el furioso volteo de unas campanas montadas en una puerta del salón. Los clientes del notario, sentados en el entresuelo en espera de los papeles que acababan de garrapatear á toda prisa los escribientes, levantaban la cabeza con asombro. El metálico estrépito hacía temblar aquel edificio, cuyos rincones parecían repletos de silencio, y conmovía la calle, por la que sólo de tarde en tarde pasaba un carruaje.
Mientras unos encendían las velas del altar y desdoblaban los sagrados manteles con primorosas randas, obra de doña Cristina, el hijo y sus amigos más íntimos se revestían á la vista de los fieles, cubriéndose con albas y doradas casullas, colocando en sus cabezas graciosos bonetes. La madre, que espiaba detrás de una puerta, tenía que hacer esfuerzos para no entrar y comerse á besos á Ulises. ¡Con qué gracia imitaba los gestos y genuflexiones del sacerdote principal!…
Hasta aquí todo iba perfectamente. Cantaban á pleno pulmón los tres oficiantes junto á la pirámide de luces, y el coro de fieles respondía desde el fondo de la pieza con temblores de impaciencia. De pronto surgía la protesta, el cisma, la herejía. Ya habían hecho bastante de capellanes los que estaban en el altar. Debían ceder las casullas á los que miraban, para que, á su vez, ejerciesen el sagrado ministerio. Esto era lo tratado. Pero el clero se resistía al despojo con la altivez y la majestad de los derechos adquiridos, y las manos impías tiraban de las santas vestiduras, profanándolas hasta rasgarlas. Gritos, coces, imágenes y cirios por el suelo, escándalo y abominación, como si ya hubiese nacido el Anticristo. La prudencia de Ulises ponía término á la lucha. «¿Si fuésemos á jugar al pòrche?… »
El pòrche era el inmenso desván del caserón. Todos aceptaban con entusiasmo. ¡Se acabó la iglesia! Y como una bandada de pájaros, volaban escalera arriba, sobre unos peldaños de azulejos multicolores con redondeles de barniz saltado que mostraban la roja pasta del ladrillo. Los ceramistas valencianos del siglo XVIII los habían ornado con galeras berberiscas y cristianas, aves de la cercana Albufera, cazadores de blanca peluca que ofrecían flores á una labradora, frutas de todas clases y briosos jinetes cabalgando en caballos como la mitad de su cuerpo ante casas y árboles que apenas llegaban á las rodillas del corcel.
Se esparcía el ruidoso grupo por el último piso como las más horrendas invasiones de la Historia. Gatos y ratas huían por igual á los rincones. Los pájaros, despavoridos, salían como flechas por los tragaluces del techo.
¡Pobre notario!… Jamás había vuelto con las manos vacías cuando era llamado fuera de la ciudad por la confianza de los labriegos ricos, incapaces de creer en otra ciencia jurídica que no fuese la suya. Era el tiempo en que los comerciantes de antigüedades no habían descubierto aún la rica Valencia, donde la gente popular se vistió de seda durante siglos, y muebles, ropas y cacharros parecían impregnarse de la luz de un sol siempre igual, del azul de un ambiente siempre sereno.
Don Esteban, que se creía obligado á ser anticuario en su calidad de individuo de varias sociedades regionales, iba llenando su casa con los restos del pasado adquiridos en los pueblos ó que le ofrecían espontáneamente sus clientes. No encontraba ya para los cuadros paredes libres, ni espacio en sus salones para los muebles. Por esto las nuevas adquisiciones tomaban el camino del pòrche, provisionalmente, en espera de una instalación definitiva. Años después, cuando al retirarse de la profesión pudiera construir un castillo medioeval—todo lo medioeval que fuese posible—en las costas de la Marina, junto al pueblo donde había nacido, colocaría cada objeto en un lugar digno de su importancia.
Lo que el notario iba dejando en las habitaciones del primer piso aparecía misteriosamente en el desván, como si le hubiesen salido patas. Doña Cristina y sus sirvientas, obligadas á vivir en continua pelea con el polvo y las telarañas de un edificio que se desmenuzaba poco á poco, sentían un odio feroz contra todo lo viejo.
Arriba no eran posibles las desavenencias y batallas de los muchachos por falta de disfraces. No tenían mas que hundir sus manos en cualquiera de los arcones que latían con sordo crepitamiento de carcoma, y cuyos hierros, calados como encajes, se desclavaban de la madera. Unos blandían espadines de puños de nácar ó largas tizonas, luego de envolverse en capas de seda carmesí obscurecidas por los años. Otros se echaban en hombros colchas de brocado venerables, faldas de labradora con gruesas flores de oro, guardainfantes de rico tejido que crujían como papel.
Cuando se cansaban de imitar á los cómicos con ruidoso choque de espadas y caídas de muerte, Ulises y otros amantes de la acción proponían el juego de «ladrones y alguaciles». Los ladrones no podían ir vestidos con ricas telas, su uniforme debía ser modesto. Y revolvían unos montones de trapos de colores apagados que parecían arpilleras. En las diversas manchas de su tejido se adivinaban piernas, brazos, cabezas, ramajes de un verde metálico.
Don Esteban había encontrado estos fragmentos rotos ya por los labradores para tapar tinajas de aceite ó servir de mantas á las mulas de labor. Eran pedazos de tapices copiados de cartones del Ticiano y de Rubens. El notario los guardaba únicamente por respeto histórico. El tapiz carecía entonces de mérito, como todas las cosas que abundan. Los roperos de Valencia tenían en sus almacenes docenas de paños de la misma clase, y al llegar la fiesta del Corpus cubrían con ellos las vallas de los terrenos sin edificar en las calles seguidas por la procesión.
Otras veces, Ulises repetía el mismo juego con el título de «indios y conquistadores». Había encontrado en los montones de libros almacenados por su padre un volumen que relataba, á dos columnas, con abundantes grabados en madera, las navegaciones de Colón, las guerras de Hernán Cortés, las hazañas de Pizarro.
Este libro influyó en el resto de su existencia. Muchas veces, siendo hombre, encontró su imagen latente en el fondo de sus actos y sus deseos. En realidad, sólo había leído algunos fragmentos. Para él lo interesante eran los grabados, más dignos de su admiración que todos los cuadros del desván.
Con la punta de su estoque trazaba en el suelo una línea, lo mismo que Pizarro en la isla del Gallo ante sus desalentados compañeros, prontos á desistir de la conquista. «Que todo buen castellano pase esta raya… » Y los buenos castellanos—una docena de pilluelos con largas capas y tizonas, cuya empuñadura les llegaba á la boca—venían á agruparse en torno del caudillo, que imitaba los gestos heroicos del conquistador. Luego surgía el grito de guerra: «¡Sus, á los indios!»
Estaba convenido que los indios debían huir: para eso iban envueltos modestamente en un trozo de tapiz y llevaban en la cabeza plumas de gallo. Pero huían traidoramente, y al verse sobre vargueños, mesas y pirámides de sillas, empezaban á disparar volúmenes contra sus perseguidores. Venerables libros de piel con dorados suaves, infolios de blanco pergamino, se abrían al caer en el suelo, rompiéndose sus nervios, esparciendo una lluvia de páginas impresas ó manuscritas, de amarillentos grabados, como si soltasen la sangre y las entrañas, cansados de vivir.
El escándalo de estas guerras de conquista atrajo la intervención de doña Cristina. Ya no quiso admitir más á unos diablos que preferían las gritonas aventuras del desván á las delicias místicas de la abandonada capilla. Los indios eran los más dignos de execración. Para compensar la humildad de su papel con nuevos esplendores, habían acabado por meter sus tijeras pecadoras en tapices enteros, cortándose varias dalmáticas de modo que les cayese sobre el pecho una cabeza de héroe ó de diosa.
Ulises, al quedar sin compañeros, encontró un nuevo encanto á la vida en el desván. El silencio poblado de chasquidos de maderas y correteos de animales invisibles, la caída inexplicable de un cuadro ó de unos libros apilados, le hacían paladear una sensación de miedo y de misterio nocturnos bajo los chorros de sol que entraban por los tragaluces.
En esta soledad se encontraba mejor. Podía poblarla á su capricho. Le estorbaban los seres reales, como los inoportunos ruidos que despiertan de un ensueño hermoso. El desván era un mundo con varios siglos de existencia, que le pertenecía por entero y se plegaba á todas sus fantasías.
Metido en un cofre sin tapa, lo hacía balancearse, imitando con la boca los rugidos de la tempestad. Era una carabela, un galeón, una nave, tal como los había visto en los viejos libros: las velas con leones y crucifijos pintados, un castillo en la popa y un figurón tallado en el avante, que se hundía en las olas para reaparecer chorreando.
El cofre, en fuerza de empujones, abordaba la costa tallada á pico de un arcón, el golfo triangular de dos cómodas, la blanda playa de unos fardos de telas. Y el navegante, seguido de una tripulación tan numerosa como irreal, saltaba á tierra tizona en mano, escalando unas montañas de libros, que eran los Andes, y agujereaba varios volúmenes con el regatón de una lanza vieja para plantar su estandarte. ¿Por qué no había de ser conquistador?…
Inútilmente acudían á su memoria fragmentos de conversación entre su padrino y su padre, según los cuales todo era conocido en la superficie de la tierra. Algo, sin embargo, quedaría por descubrir. El era el punto de encuentro de dos líneas de marinos. Los hermanos de su madre tenían barcos en la costa de Cataluña. Los abuelos de su padre habían sido valerosos y obscuros navegantes, y allá en la Marina estaba su tío el médico, un verdadero hombre de mar.
Al fatigarse de estas orgías imaginativas, contemplaba los retratos de diversas épocas almacenados en el desván. Prefería los de mujeres: damas de melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pintó Velázquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, dos lunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de la basilisa parecía esparcirse por estos cuadros. Todas las damas tenían algo de ella.
Entre los retratos de hombres había un obispo que le molestaba por su edad absurda. Era casi de sus años; un obispo adolescente, con ojos imperiosos y agresivos. Estos ojos le inspiraban cierto pavor, y por lo mismo decidió acabar con ellos: «¡Toma!» Y clavó su espada en el viejo cuadro, añadiendo á sus desconchados dos agujeros en el lugar de las pupilas. Todavía, para mayor remordimiento, añadió unas cuantas cuchilladas… En la misma noche, estando su padrino invitado á cenar, el notario habló de cierto retrato adquirido meses antes en las inmediaciones de Játiva, ciudad que miraba con interés por haber nacido los Borgia en una aldea cercana. Los dos hombres eran de la misma opinión. Aquel prelado casi infantil no podía ser otro que César Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando tenía diez y seis años. Un día que estuviesen libres examinarían con detenimiento el retrato… Y Ulises, bajando la cabeza, sintió que se le atragantaban los bocados.
Ir á casa del padrino representaba para él un placer más intenso y palpable que los juegos solitarios del desván. El abogado don Carmelo Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificación de la vida ideal, de la gloria de la poesía. El notario hablaba de él con entusiasmo, compadeciéndole al mismo tiempo.
—¡Ese don Carmelo!… El primer civilista de nuestra época. A espuertas podría ganar el dinero, pero los versos le atraen más que los pleitos.
Ulises entraba en su despacho con emoción. Sobre las filas de libros multicolores y dorados que cubrían las paredes veía unas cabezotas de yeso, con frentes de torre y ojos huecos que parecían contemplar la nada inmensa.
El niño repetía sus nombres como un pedazo de santoral, desde Homero á Víctor Hugo. Después buscaba con su vista otra cabeza igualmente gloriosa, aunque menos blanca, con las barbas rubias y entrecanas, la nariz rubicunda y unas mejillas herpéticas que en ciertos momentos echaban á volar las películas de su caspa. Los ojos dulces del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acogían á Ulises con el amor de un solterón que se hace viejo y necesita inventarse una familia. El era quien le había dado en la pila bautismal su nombre, que tanta admiración y risa despertaba en los compañeros de colegio; él quien le había contado muchas veces las aventuras del navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata á su nieto la vida del santo onomástico.
Luego, el muchacho consideraba con no menos devoción todos los recuerdos de gloria que adornaban la casa: coronas de hojas de oro, copas argentinas, desnudeces marmóreas, placas de diversos metales sobre fondo de peluche, en las que brillaba imperecedero el nombre del poeta Labarta. Todo este botín lo había conquistado á punta de verso en los certámenes, como guerrero incansable de las letras.
Al anunciarse unos Juegos Florales temblaban los competidores, temiendo que al gran don Carmelo se le ocurriese apetecer alguno de los premios. Con asombrosa facilidad se llevaba la flor natural destinada á la oda heroica, la copa de oro del romance amoroso, el par de estatuas dedicadas al más completo estudio histórico, el busto de mármol para la mejor leyenda en prosa, y hasta el «bronce de arte» recompensa del estudio filológico. Los demás sólo podían aspirar á las sobras.
Por fortuna, se había confinado en la literatura regional, y su inspiración no admitía otro ropaje que el del verso valenciano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, sólo la Grecia merecía su admiración. Una vez al año le veía Ulises puesto de frac, con el pecho constelado de condecoraciones y una cigarra de oro en la solapa, distintivo de los felibres de Provenza.
Era que se iba á celebrar la fiesta de la literatura lemosina, en la que desempeñaba siempre un primer papel: vate premiado, discurseante, ó simple ídolo, al que tributaban sus elogios otros poetas, clérigos dados á la rima, encarnadores de imágenes religiosas, tejedores de seda que sentían perturbada la vulgaridad de su existencia por el cosquilleo de la inspiración; toda una cofradía de vates populares, ingenuos y de estro casero, que recordaban á los Maestros Cantores de las viejas ciudades alemanas.
Labarta, después de transcurridos doscientos años, no había llegado á perdonar á Felipe V, déspota francés que reemplazó á los déspotas austriacos. El había suprimido los fueros de Valencia. «¡Borbón, maldito seas!… » Pero se lo decía en verso y en lemosín, circunstancias atenuantes que le permitían ser partidario de los sucesores de Felipe el Maldito y haber figurado por unos meses como diputado mudo del gobierno.
Su ahijado se lo imaginaba á todas horas con una corona de laurel en las sienes, lo mismo que aquellos poetas misteriosos y ciegos cuyos retratos y bustos ornaban la biblioteca. Veía perfectamente su cabeza limpia de tal adorno, pero la realidad perdía todo valor ante la firmeza de sus concepciones. Su padrino debía llevar corona cuando él no estaba presente. Indudablemente la llevaba á solas, como un gorro casero.
Otro motivo de admiración eran los viajes del grande hombre. Había vivido en el lejano Madrid—escenario de casi todas las novelas leídas por Ulises—, y cierta vez hasta había pasado la frontera, lanzándose audazmente por un país remoto titulado el Mediodía de Francia, para visitar á otro poeta que él llamaba «mi amigo Mistral». Su imaginación, pronta é ilógica en sus decisiones, envolvía al padrino en un halo de interés heroico semejante al de los conquistadores.
Al sonar las campanadas de las doce, Labarta, que no admitía informalidades en asuntos de mesa, se impacientaba, cortando el relato de sus viajes y triunfos.
—¡Doña Pepa! Aquí tenemos al convidado.
Doña Pepa era el ama de llaves, la compañera del grande hombre, que llevaba quince años atada al carro de su gloria. Se entreabría un cortinaje, y avanzaba una pechuga saliente sobre un abdomen encorsetado con crueldad. Después, mucho después, aparecía un rostro blanco y radiante, una cara de luna. Y mientras saludaba al pequeño Ulises con su sonrisa de astro nocturno, seguía entrando y entrando el complemento dorsal de su persona, cuarenta años carnales, frescos, exuberantes, inmensos.
El notario y su esposa hablaban de doña Pepa como de una persona familiar, pero el niño nunca la había visto en su casa. Doña Cristina elogiaba sus cuidados con el poeta, pero desde lejos y sin deseos de conocerla. Don Esteban excusaba al grande hombre.
—¡Qué quieres!… Es un artista, y los artistas no pueden vivir como Dios manda. Todos, por serios que parezcan, son en el fondo unos perdidos. ¡Qué lástima! Un abogado tan eminente… ¡El dinero que podría ganar!…
Las lamentaciones del padre abrieron nuevos horizontes á la malicia del pequeño. De un golpe abarcó el móvil principal de nuestra existencia, que hasta entonces sólo había columbrado envuelto en misterios. Su padrino tenía relaciones con una mujer; era un enamorado como los héroes de las novelas. Recordó muchas de sus poesías valencianas, todas dirigidas á una dama; unas veces cantando su belleza con la embriaguez y la noble fatiga de una reciente posesión; otras quejándose de su desvío, pidiéndole la entrega de su alma, sin la cual no es nada la limosna del cuerpo.
Ulises se imaginó una gran señora, hermosa como doña Constanza. Cuando menos, debía ser marquesa. Su padrino bien merecía esto. Y se imaginó igualmente que sus encuentros debían ser por la mañana, en uno de los huertos de fresas inmediatos á la ciudad, adonde le llevaban sus padres á tomar chocolate después de oír la primera misa en los amaneceres dominicales de Abril y Mayo.
Mucho después, cuando sentado á la mesa del padrino sorprendió cruzándose sobre su cabeza las sonrisas de éste y el ama de llaves, llegó á sospechar si doña Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusiástico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposición. No, no era posible; forzosamente debía existir otra.
El notario, que llevaba largos años de amistad con Labarta, pretendía dirigirle con su espíritu práctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubrían de polvo en la mesa, y don Esteban había de preocuparse de las fechas, para que el abogado no dejase pasar los términos del procedimiento.
Su hijo, su Ulises, sería otro hombre. Le veía gran civilista, como su padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre. La fortuna entraría por sus puertas como una ola de papel sellado.
Además, podía poseer igualmente el estudio notarial, oficina polvorienta, de muebles vetustos y grandes armarios con puertas alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dormían los volúmenes del protocolo envueltos en becerro amarillento, con iniciales y números en los lomos. Don Esteban sabía bien lo que representaba su estudio.
—No hay huerto de naranjos—decía en los momentos de expansión—, no hay arrozal que dé lo que da esta finca. Aquí no hay heladas, ni vendaval, ni inundaciones.
La clientela era segura; gentes de Iglesia, que llevaban tras de ellas á los devotos, por considerar á don Esteban como de su clase, y labradores, muchos labradores ricos. Las familias acomodadas del campo, cuando oían hablar de hombres sabios, pensaban inmediatamente en el notario de Valencia. Le veían con religiosa admiración calarse las gafas para leer de corrido la escritura de venta ó el contrato dotal que sus amanuenses acababan de redactar. Estaba escrito en castellano y lo leía en valenciano, sin vacilación alguna, para mejor inteligencia de los oyentes. ¡Qué hombre!…
Después, mientras firmaban las partes contratantes, el notario, subiéndose los vidrios á la frente, entretenía á la reunión con algunos cuentos de la tierra, siempre honestos, sin alusiones á los pecados de la carne, pero en los que figuraban los órganos digestivos con toda clase de abandonos líquidos, gaseosos y sólidos. Los clientes rugían de risa, seducidos por esta gracia escatológica, y reparaban menos en la cuenta de honorarios. ¡Famoso don Esteban!… Por el placer de oírle habrían hecho una escritura todos los meses.
El futuro destino del príncipe de la notaría era objeto de las conversaciones de sobremesa en días señalados, cuando estaba invitado el poeta.
—¿Qué deseas ser?—preguntaba Labarta á su ahijado.
Los ojos de la madre imploraban al pequeño con desesperada súplica: «Di arzobispo, rey mío.» Para la buena señora, su hijo no podía debutar de otro modo en la carrera de la Iglesia.
El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al interesado. Sería un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodarían hacia él como si fuesen céntimos; figuraría en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmesí y un birrete chorreando por sus múltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los estudiantes escucharían respetuosos al pie de su cátedra. ¡Quién sabe si le estaba reservado el gobierno de su país!…
Ulises interrumpía estas imágenes de futura grandeza:
—Quiero ser capitán.
El poeta aprobaba. Sentía el irreflexivo entusiasmo de todos los pacíficos, de todos los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista de un uniforme, su alma vibraba con la ternura amorosa del ama de cría que se ve cortejada por un soldado.
—¡Muy bien!—decía Labarta—. ¿Capitán de qué?… ¿De artillería?… ¿De Estado Mayor?
Una pausa.
—No; capitán de buque.
Don Esteban miraba el techo, alzando las manos. Bien sabía él quién era el culpable de esta disparatada idea, quién metía tales absurdos en la cabeza de su hijo.
Y pensaba en su hermano el médico, que vivía retirado en la casa paterna, allá en la Marina, un hombre excelente pero algo loco, al que llamaban el Dotor las gentes de la costa y el poeta Labarta apodaba elTritón.
Cuando de tarde en tarde aparecía el Tritón en Valencia, la hacendosa doña Cristina modificaba el régimen alimenticio de la familia.
Este hombre sólo comía pescado. Y su alma de esposa económica temblaba angustiosamente al pensar en los precios extraordinarios que alcanza la pesca en un puerto de exportación.
La vida en aquella casa, donde todo marchaba acompasadamente, sufría graves perturbaciones con la presencia del médico. Poco después de amanecer, cuando sus habitantes saboreaban los postres del sueño, oyendo adormecidos el rodar de los primeros carruajes y el campaneo de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro hacían crujir la escalera. Era el Tritón, que se echaba á la calle incapaz de permanecer entre cuatro paredes así que apuntaba la luz. Siguiendo las corrientes de la vida madrugadora llegaba al Mercado, deteniéndose ante los puestos de flores, donde era más numerosa la afluencia femenina.
Los ojos de las mujeres iban hacia él instintivamente, con una expresión de interés y de miedo. Algunas enrojecían al alejarse, imaginando contra su voluntad lo que podría ser un abrazo de este coloso feo é inquietante.
—Es capaz de aplastar una pulga sobre el brazo—decían los marineros de su pueblo para ponderar la dureza de sus bíceps.
Su cuerpo carecía de grasa. Bajo la morena piel sólo se marcaban rígidos tendones y salientes músculos; un tejido hercúleo del que había sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas. Era Neptuno antes de que le blanquease la cabeza; Poseidón tal como le habían visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con dos rematas en espiral que parecían formados por el goteo del agua del mar. La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos pequeños, oblicuos y tenaces, daban á su rostro una expresión de ferocidad asiática. Pero este gesto se esfumaba al sonreír su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado á alimentarse con salazón.
Caminaba los primeros días por las calles desorientado y vacilante. Temía á los carruajes; le molestaba el roce de los transeúntes en las aceras. Se quejaba del movimiento de una capital de provincia, encontrándolo insufrible, él, que había visitado los puertos más importantes de los dos hemisferios. Al fin emprendía instintivamente el camino del puerto en busca del mar, su eterno amigo, el primero que le saludaba todas las mañanas al abrir la puerta de su casa allá en la Marina.
En estas excursiones le acompañaba muchas veces su sobrino. El movimiento de los muelles tenía para él cierta música evocadora de su juventud, cuando navegaba como médico de trasatlántico; chirridos de grúas, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.
Sus ojos recibían igualmente una caricia del pasado al abarcar el espectáculo del puerto: vapores que humeaban, veleros con sus lonas tendidas al sol, baluartes de cajones de naranjas, pirámides de cebollas, murallas de sacos de arroz, compactas filas de barricas de vino panza contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercancías que se iban, los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de carbón procedentes de Inglaterra; sacos de cereales del mar Negro; bacalaos de Terranova, que sonaban como pergaminos al caer en el muelle, impregnando el ambiente de polvo de sal; tablones amarillentos de Noruega, que conservaban el perfume de los bosques resinosos.
Naranjas y cebollas caídas de los cajones se corrompían bajo el sol, esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de las montañas de trigo, escapando con medroso aleteo al oír pasos. Sobre la copa azul del puerto trenzaban sus interminables contradanzas las gaviotas del Mediterráneo, pequeñas, finas y blancas como palomas.
El Tritón iba enumerando á su sobrino las categorías y especialidades de los buques. Y al convencerse de que Ulises era capaz de confundir un bergantín con una fragata, rugía escandalizado:
—Entonces, ¿qué diablos os enseñan en el colegio?…
Al pasar junto á los burgueses de Valencia sentados en los muelles caña en mano, lanzaba una mirada de conmiseración al fondo de sus cestas vacías. Allá en su casa de la costa, antes de que se elevase el sol ya tenía él en el fondo de la barca con qué comer toda una semana. ¡Miseria de las ciudades!
De pie en los últimos peñascos de la escollera, tendía la vista sobre la inmensa llanura, describiendo á su sobrino los misterios ocultos en el horizonte. A su izquierda—más allá de los montes azules de Oropesa que limitaban el golfo valenciano—veía imaginativamente la opulenta Barcelona, donde tenía numerosos amigos; Marsella, prolongación de Oriente clavada en Europa; Génova, con sus palacios escalonados en colinas cubiertas de jardines. Luego su vista se perdía en el horizonte abierto frente á él. Este camino era el de la dichosa juventud.
Marchando en línea recta encontraba á Nápoles, con su montaña de humo, sus músicas y sus bailarinas morenas de pendientes de aro. Más allá, las islas de Grecia; en el fondo de una calle acuática, Constantinopla; y á continuación, bordeando la gran plaza líquida del mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olvidaban sus orígenes, sumidos en un hervidero de razas, acariciados por el felinismo de las eslavas, la voluptuosidad de las orientales y la avidez de las hebreas.
A su derecha estaba África. Veía los puertos egipcios, con su corrupción tradicional que empieza á removerse y croquear como un pantano fétido apenas desciende el sol; Alejandría, en cuyos cafetuchos bailan las falsas almeas sin más ropas que un pañuelo en la mano, y cada mujer es de una nación diferente, y suenan á coro todos los idiomas de la tierra…
Los ojos del médico se apartaban del mar para convergir en su aplastada nariz. Recordaba una noche de calor egipcio, aumentado por los ardores del whisky; el roce de las mercenarias desnudeces; la pelea con otros navegantes rojos y septentrionales; el boxeo á obscuras, y él, con la cara ensangrentada, huyendo al buque, que afortunadamente zarpaba al amanecer. Como todos los hombres mediterráneos, no bajaba á tierra sin llevar el aguijón oculto en el talle, y había pinchado para abrirse paso.
«¡Qué tiempos!», pensaba el Tritón, con más nostalgia que remordimiento. Y añadía como excusa: «¡Ay, entonces tenía yo veinticuatro años!»
Estos recuerdos le hacían volver los ojos á una mole que avanzaba en el mar, azuleada por la distancia, despegada de la tierra á la simple vista, como un islote enorme. Era el promontorio coronado por el Mongó, el gran promontorio Ferrario de los geógrafos antiguos, la punta más avanzada de la Península en el Mediterráneo inferior, que cierra por el Sur el golfo de Valencia.
Tenía la forma de una mano cuyas falanges fuesen montañas, pero le faltaba el pulgar. Los otros cuatro dedos se tendían sobre las olas, formando los cabos de San Antonio, San Martín, La Nao y Almoraira. En una de sus ensenadas estaba su pueblo natal y la casa de los Ferragut, cazadores de piratas moros en otros siglos, contrabandistas á ratos en los tiempos modernos, navegantes en todas las épocas, tal vez desde que los primeros caballos de madera aparecieron saltando sobre las espumas que hierven en el promontorio, desde que llegaron los griegos de Marsella para fundar Artemisión, la ciudad de la divina Artemis que los latinos llamaron Diana y tomó definitivamente el nombre de Denia.
En esta casa quería vivir y morir, sin deseos de ver más tierras, con la repentina inmovilidad que acomete á los vagabundos de las olas y les hace fijarse sobre un escollo de la costa, lo mismo que un molusco á una cabellera de algas.
Pronto se cansaba el Tritón de sus paseos al puerto. El mar de Valencia no era un mar para él. Lo enturbiaban las aguas del río y de las acequias de riego. Cuando llovía en las montañas de Aragón, un líquido terroso desaguaba en el golfo, tiñendo las olas de encarnado y las espumas de amarillo. Además, le era imposible entregarse al placer diario de la natación. Una mañana de invierno, al empezar á desnudarse en la playa, la gente corrió como atraída por un fenómeno. El pescado del golfo tenía para él un sabor insoportable á légamo.
—Me voy—acababa por decir al notario y su esposa—. No comprendo cómo podéis vivir aquí.
En una da esas retiradas á la Marina se empeñó en llevarse á Ulises. Empezaba el estío, el muchacho estaba libre del colegio por tres meses, y el notario, que no podía alejarse de la ciudad, veraneaba con su familia en la playa del Cabañal, cortada por acequias malolientes, junto á un mar despreciable. El pequeño se mostraba paliducho y débil por sus estudios y cavilaciones. Su tío le haría fuerte y ágil como un delfín. Y á costa de rudas porfías, pudo arrancárselo á doña Cristina.
Lo primero que admiró Ulises al entrar en la casa del médico fueron tres fragatas que adornaban el techo del comedor: tres embarcaciones maravillosas, en las que no faltaban vela, garrucha, cuerda ni ancla, y que podían hacerse al mar en cualquier momento con una tripulación de liliputienses.
Eran obra de su abuelo el patrón Ferragut. Deseoso de libertar á sus dos hijos de la servidumbre marina que pesaba largos siglos sobre la familia, los había enviado á la Universidad de Valencia para que fuesen señores de tierra adentro. El mayor, Esteban, apenas terminada su carrera, obtenía una notaría en Cataluña. El menor, Antonio, se hizo médico por no contrariar al viejo, pero una vez conseguido el título, entró á prestar sus servicios en un trasatlántico. Su padre le había cerrado la puerta del mar, y él entraba por la ventana.
Fué envejeciendo el patrón, completamente solo. Cuidaba de sus bienes, unas cuantas viñas escalonadas en la costa, á la vista de la casa. Estaba en frecuente correspondencia con su hijo el notario. De tarde en tarde llegaba una carta del menor, del predilecto, desde remotos países que sólo conocía de oídas el viejo navegante mediterráneo. Y las largas inercias á la sombra de su emparrado, frente al mar azul y luminoso, las entretenía construyendo sus pequeños buques. Todos ellos eran fragatas de gran porte y atrevido velamen. Así se consolaba el patrón de no haber mandado en su vida mas que pesados y robustos laúdes, iguales á las naves de otros siglos, en los que llevaba vino á Cette ó cargaba cosas prohibidas en Gibraltar y la costa de África.
Ulises no tardó en darse cuenta de la rara popularidad que gozaba su tío el Dotor, una popularidad compuesta de los más antagónicos elementos. Las gentes sonreían al hablar de él, como si le tuviesen por loco; pero estas sonrisas sólo osaban desplegarse cuando estaba lejos, pues á todos les inspiraba cierto miedo. Al mismo tiempo lo admiraban como una gloria local. Había corrido todos los mares, y además tenía su fuerza, su desordenada y tempestuosa fuerza, terror y orgullo de sus convecinos.
Los mocetones, al ensayar el vigor de sus puños pulseando con los tripulantes de los buques ingleses que venían á cargar pasas, evocaban el nombre del médico como un consuelo en caso de derrota.
—¡Si estuviese aquí el Dotor!… Media docena de ingleses son pocos para él.
No había empresa poderosa, por disparatada que fuese, de que no le creyeran capaz. Inspiraba la fe de los santos milagrosos y los capitanes audaces. En algunas mañanas de invierno serenas y asoleadas, corrían las gentes á la orilla, mirando con ansiedad el mar solitario. Los veteranos que se calentaban al sol, junto á las barcas en seco, al tender su vista, habituada al sondeo de los dilatados horizontes, alcanzaban á ver un punto casi imperceptible, un grano de arena danzando á capricho de las olas.
Todos emitían á gritos sus conjeturas. Era una boya ó un pedazo de mástil, restos de un lejano naufragio. Para las mujeres era un ahogado, un cadáver que la hinchazón hacía flotar lo mismo que un odre, luego de haber permanecido muchos días entre dos aguas…
De pronto surgía una suposición que dejaba perplejos á todos. «¡Si será el Dotor!» Largo silencio… El pedazo de madera tomaba la forma de una cabeza; el cadáver se movía. Muchos llegaban á distinguir el burbujeo de la espuma en torno de su busto, que avanzaba como una proa, y las vigorosas palas de sus brazos… ¡Sí que era el Dotor! Se prestaban unos á otros los viejos catalejos para reconocer sus barbas hundidas en el agua, su rostro contraído por el esfuerzo ó dilatado por los bufidos.
Y el Dotor pisaba la orilla seca, desnudo y serenamente impúdico como un dios, dando la mano á los hombres, mientras chillaban las mujeres llevándose el delantal á un solo ojo, espantadas y admiradas á la vez de su monstruosidad colgante que esparcía á cada paso una rociada de gotas.
Todos los cabos del promontorio le inspiraban el deseo de doblarlos á nado, como los delfines; todas las bahías y ensenadas necesitaba medirlas con sus brazos, como un propietario que duda de la mensura ajena y la rectifica para afirmar su derecho de posesión. Era un buque humano que había cortado con la quilla de su pecho las espumas arremolinadas en los escollos y las aguas pacíficas, en cuyo fondo chisporrotean los peces entre ramas nacaradas y estrellas movedizas como flores.
Se había sentado á descansar en las rocas negras con faldellines de algas que asoman su cabeza ó la hunden, al capricho de la ola, esperando la noche y el buque ciego que venga á romperse como una cáscara. Había penetrado lo mismo que un reptil marino en ciertas cuevas de la costa, lagos adormecidos y glaciales iluminados por misteriosas aberturas, donde la atmósfera es negra y el agua diáfana, donde el nadador tiene el busto de ébano y las piernas de cristal. En el curso de estas nataciones comía todos los seres vivientes que encontraba pegados á las rocas ó moviendo antenas y brazos. El roce de los grandes peces que huían medrosos, con una violencia de proyectil, le hacía reír.
En las horas nocturnas pasadas ante los barquitos del abuelo, Ulises le oyó hablar del Peje Nicolao, un hombre-pez del estrecho de Mesina, citado por Cervantes y otros autores, que vivía en el agua manteniéndose de las limosnas de los buques. Su tío era algo pariente del Peje Nicolao. Otras veces mencionaba á cierto griego que, para ver á su amante, pasaba á nado todas las noches el Helesponto. Y él, que conocía los Dardanelos, quería volver allá como simple pasajero, para que no fuese un poeta llamado Lord Byron el único que hubiese imitado la legendaria travesía.
Los libros que guardaba en su casa, las cartas náuticas clavadas en las paredes, los frascos y bocales llenos de bestias y plantas de mar, y más que todo esto sus gustos, que chocaban con las costumbres de sus convecinos, le habían dado una reputación de sabio misterioso, un prestigio de brujo.
Todos los que estaban sanos le tenían por loco, pero apenas sentían cierto quebranto en su salud, respiraban la misma fe que las pobres mujeres que permanecían largas horas en casa del Dotor, viendo á lo lejos su barca, esperando que volviese del mar para enseñarle los niños enfermos que llevaban en brazos. Tenía sobre los otros médicos el mérito de no cobrar sus servicios; antes bien, muchos enfermos salían de su casa con monedas en las manos.
El Dotor era rico, el más rico de todo el país, ya que no sabía qué hacer de su dinero. Diariamente, su criada—una vieja que había servido á su padre y conocido á su madre—recibía de sus manos la pesca necesaria para la manutención de los dos, con una generosidad regia. El Tritón, que había izado su vela al amanecer, desembarcaba antes de las once, y la langosta crujía purpúrea sobre las brasas, esparciendo un perfume azucarado; la olla burbujeaba, espesando su caldo con la grasa suculenta de la escòrpa; cantaba el aceite en la sartén, cubriendo la piel rosada de los salmonetes; chirriaban bajo el cuchillo los erizos y las almejas, derramando sus pulpas todavía vivas en el hervor de la cazuela. Además, en el corral mugía una vaca de repletas ubres y cacareaban docenas de gallinas de incansable fecundidad.
La harina amasada por la sirviente y el café espeso como barro era todo lo que el Tritón adquiría con su dinero. Si buscaba la botella de aguardiente de caña á la vuelta de una natación, era para emplear su contenido en frotaciones.
Una vez al año el dinero entraba por sus puertas. Las muchachas de la vendimia se extendían por la escalinata de sus viñas, cortando los racimos de grano pequeño y apretado. Luego los tendían á secar en unos cobertizos llamados riurraus. Así se producía la pasa menuda, preferida por los ingleses para la confección de sus puddings. La venta era segura: del mar del Norte venían los buques á buscarla. Y el Tritón, al ver en sus manos cinco ó seis mil pesetas, quedaba perplejo, preguntándose interiormente qué puede hacer un hombre con tanto dinero.
—Todo esto es tuyo—dijo á su sobrino al mostrarle la casa.
Suyos también la barca, los libros y los muebles antiguos, en cuyos cajones estaba disimulado el dinero con disfraces cándidos que atraían la atención.
A pesar de verse proclamado dueño de todo lo que le rodeaba, un despotismo cariñoso y rudo pesó sobre Ulises. Estaba muy lejos su madre, aquella buena señora que cerraba las ventanas á su paso y no le dejaba salir sin haberle anudado la bufanda con acompañamiento de besos.
Cuando dormía mejor, creyendo que aún le quedaban muchas horas á la noche, sentíase despertado por un tirón de pierna violento. Su tío no podía tocar de otro modo. «¡Arriba, grumete!» En vano protestaba, con la profunda somnolencia de su juventud… ¿Era ó no era el «gato» de la embarcación que tenía al médico por capitán y único tripulante?…
Las zarpas del tío lo exponían de pie ante las bocanadas de aire salitroso que entraban por la ventana. El mar estaba obscuro y velado por una leve neblina. Brillaban las últimas estrellas con parpadeos de sorpresa, prontas á huir. En el horizonte plomizo se abría un desgarrón, enrojeciéndose por momentos, como una herida á la que afluye la sangre. Abajo, en la cocina, humeaba el café entre dos galletas de marinero. El «gato» de barca cargaba con varios cestos vacíos. Delante de él marchaba el patrón como un guerrero de las olas, llevando los remos al hombro. Sus pies marcaban en la arena una huella rápida. A sus espaldas, el pueblo empezaba á despertar. Sobre las aguas obscuras se deslizaban como sudarios las velas de los pescadores huyendo mar adentro.
Dos paladas vigorosas separaban su barca del pequeño muelle de rocas. Luego iba por las bordas desatando la vela, preparando las cuerdas, haciendo acostarse la embarcación sobre un flanco bajo sus férreas plantas. La lona subía chirriante y se hinchaba con blanca convexidad. «Ya estamos; ahora á correr.»
El agua empezaba á cantar, deslizándose por ambas caras de la proa. Entre ésta y el borde de la vela veíase un pedazo de mar negro, y asomando poco á poco sobre su filo, una gran caja roja. La ceja se convertía en un casquete, luego en un hemisferio, después en un arco árabe estrangulado por abajo, hasta que al fin se despegaba de la masa líquida lo mismo que una bomba, derramando fulgores de incendio. Las nubes cenicientas se ensangrentaban, los peñascos de la costa empezaban á brillar como espejos de cobre. Se extinguían por la parte de tierra las últimas estrellas. Un enjambre de peces de fuego coleaba ante la proa, formando un triángulo con el vértice en el horizonte. La espuma de los promontorios era sonrosada, como si su blancura reflejase una erupción submarina.
—¡Bòn día!—gritaba el médico á Ulises, ocupado en calentar sus manos, ateridas por el viento.
Y enternecido por la alegría pueril del amanecer, lanzaba su voz de bajo á través del marítimo silencio, entonando unas veces romanzas sentimentales que había oído en su juventud á una tiple de zarzuela vestida de grumete; repitiendo otras las salomas en valenciano de los pescadores de la costa, canciones inventadas mientras tiraban de las redes, en las que se reunían las palabras más indecentes al azar de la rima. En ciertos recovecos de la costa amainaba la vela, quedando la barca sin otro movimiento que una lenta rotación en torno de la cuerda del ancla.
Al mirar Ulises el espacio obscurecido por la sombra del casco, encontraba el fondo tan inmediato, que casi creía alcanzarlo con la punta de su remo. Las rocas eran como de vidrio. En sus intersticios y oquedades, las plantas se agitaban con una vida animal y las bestias tenían la inmovilidad de los vegetales y las piedras. La barca parecía flotar en el aire, y á través de la atmósfera líquida que envolvía á este mundo del abismo iban bajando los anzuelos, y un enjambre de peces nadaba y coleaba al encuentro de la muerte.
Era un chisporroteo de fuegos amarillos, de lomos azules, de aletas rosadas. Salían de las cuevas plateados y vibrantes como relámpagos de mercurio; otros nadaban lentamente, panzudos, casi redondos, con una cota de escamas de oro. Por las pendientes se arrastraban los crustáceos sobre su doble fila de patas, atraídos por esta novedad que alteraba la calma mortal de las profundidades submarinas, donde todos persiguen y devoran, para ser á su vez devorados. Cerca de la superficie flotaban las medusas, sombrillas vivientes de un blanco opalino, con borde circular lila ó rojo tostado. Debajo de su cúpula gelatinosa se agitaba la madeja de filamentos que les sirve para la locomoción, la nutrición y el amor.
No había mas que tirar de los sedales y una nueva presa caía en la barca. Los cestos se iban llenando. El Tritón y su sobrino acababan por fatigarse de esta pesca fácil… El sol estaba próximo á lo más alto de su curva: cada ondulación marina se llevaba un pedazo de la faja de oro que partía la inmensidad azul. La madera de la barca parecía arder.
—Hemos ganado nuestro jornal—decía el Tritón mirando al cielo y luego á los cestos—. Ahora un poco de limpieza.
Y despojándose de sus ropas, se arrojaba al mar. Ulises le veía descender por el centro del anillo de espumas abierto con su cuerpo. Ahora se daba cuenta de la profundidad de este mundo fantástico, compuesto de rocas vidriosas, plantas-animales y animales-piedras. El cuerpo moreno del nadador tomaba, al descender, las transparencias de la porcelana. Parecía de cristal azulado: una estatua fundida con pasta de espejo de Venecia, que iba á romperse apenas tocase el fondo.
Caminaba como un dios de la profundidad, arrancando plantas, persiguiendo con sus manos los relámpagos de bermellón y oro que se ocultaban en las grietas de las peñas. Transcurrían minutos enteros; se iba á quedar para siempre abajo; no subiría. El muchacho pensaba con inquietud en la posibilidad de tener que guiar la barca él solo hasta la costa. De pronto, el cuerpo de blanco cristal se coloreaba de verde, creciendo y creciendo. Luego pasaba á ser moreno cobrizo, y aparecía sobre la superficie la cabeza del nadador dando bufidos, levantando los brazos, que ofrecían al pequeño toda su cosecha submarina.
—Ahora tú—ordenaba con voz imperiosa.
Resultaban inútiles sus intentos de resistencia. El tío le insultaba con las peores palabras ó le inducía con promesas de seguridad. No supo ciertamente si fué él quien se arrojó al agua ó si le arrancaron de la barca los zarpazos del médico. Pasada la primera sorpresa, experimentó la impresión del que recuerda algo olvidado. Nadaba instintivamente, adivinando lo que debía hacer antes de que se lo aconsejase su maestro. Despertaba en su interior la experiencia ancestral de una serie de marinos que habían luchado con el mar y algunas veces se quedaron para siempre en sus entrañas.
El recuerdo de lo que existía más allá de la blandura golpeada por sus pies le hacía perder de pronto su serenidad. La imaginación tiraba de él con la pesadumbre de una bala de artillería.
—¡Tío… tío!
Y se agarraba convulsivamente á la dura isla de músculos barbuda y sonriente. El tío emergía inmóvil, como si clavase en el fondo sus pies de piedra. Era igual al promontorio cercano que obscurecía y enfriaba el agua con su sombra de ébano.
Así pasaban las mañanas, dedicados á la pesca y la natación. Luego, en las tardes, eran las expediciones á pie por los acantilados de la costa.
El Dotor conocía lo mismo las alturas del promontorio que sus profundidades. Por senderos de cabra salvaje subían á las cumbres, desde las que se alcanzaba á ver la isla de Ibiza. A la salida del sol, la lejana tierra balear parecía una llama de color de rosa surgiendo de las olas. Otras veces caminaban casi á ras del agua. El Tritón mostró á su sobrino cavernas olvidadas, en las que se introducía el Mediterráneo con lentas ondulaciones. Eran á modo de cuadras marítimas, donde podían anclar los buques, permaneciendo ocultos á todas las miradas. Allí habían escondido muchas veces sus galeras los berberiscos, para caer inesperadamente sobre un pueblo cercano.
En una de estas cuevas, sobre un zócalo de peñascos, vió Ulises un montón de fardos.
—Vámonos—dijo el Dotor—. Cada hombre se gana la vida como puede.
Cuando tropezaban con el carabinero solitario que contempla el mar apoyado en su fusil, el médico le ofrecía un cigarro ó le daba consejos si estaba enfermo. ¡Pobres hombres! ¡Tan mal pagados!… Pero sus simpatías iban á los otros, á los enemigos de la ley. El era hijo de su mar, y en el Mediterráneo, héroes y nautas todos habían tenido algo de piratas ó de contrabandistas. Los fenicios, que difundían con sus navegaciones las primeras obras de la civilización, se cobraban este servicio llenando sus barcos de mujeres raptadas, mercancía rica y de fácil transporte.
La piratería y el contrabando formaban el pasado histórico de todos los pueblos que visitaba Ulises, amontonados unos al abrigo de un promontorio coronado por un faro, abiertos otros en la concavidad de una bahía moteada de islotes con cinturas de espuma. Las viejas iglesias tenían almenas en sus muros y troneras junto á las puertas, para el disparo de culebrinas y trabucos. El vecindario se refugiaba en ellas cuando las humaredas de los vigías avisaban un desembarco de piratas de Argel. Siguiendo las sinuosidades del promontorio, existía una fila de torres rojizas, cada una de ellas con otras dos iguales á la vista. Esta fila se prolongaba por el Sur hasta el estrecho de Gibraltar y por el Norte llegaba á Francia.
El médico las había visto iguales en todas las islas del Mediterráneo occidental, en las costas de Nápoles y en Sicilia. Eran las fortificaciones de una guerra milenaria, de una pelea de diez siglos entre moros y cristianos por el dominio del mar azul; lucha de piratería, en la que los hombres mediterráneos—diferenciados por la religión, pero idénticos en el alma—habían prolongado hasta principios del siglo XIX las aventuras de la Odisea.
Ferragut había alcanzado á conocer en su pueblo muchos viejos que en sus mocedades fueron esclavos en Argel. Las ancianas cantaban aún romances de cautivas en las noches de invierno y hablaban con pavor de los bergantines berberiscos. Los ladrones del mar tenían pacto con el demonio, que les avisaba las buenas ocasiones. Si en un monasterio acababan de profesar hermosas novicias, se conmovían sus puertas á media noche bajo los hachazos de los demonios barbudos que avanzaban tierra adentro, dejando á sus espaldas la galera preparada para recibir su flete de carne femenil. Si se casaba una muchacha de la costa, célebre por su belleza, á la salida de la iglesia surgían los impíos, disparando sus trabucos y acuchillando á los hombres sin armas, para llevarse las mujeres con sus ropas de fiesta.
De todo el litoral sólo temían á los navegantes de la Marina, tan audaces y belicosos como ellos. Cuando osaban atacar sus caseríos, era porque los marineros estaban en el Mediterráneo y habían ido á su vez á saquear é incendiar alguna aldea de la costa de África.
El Tritón y su sobrino cenaban bajo el emparrado en los largos crepúsculos estivales. Después de levantados los manteles, Ulises manejaba las fragatas de su abuelo, aprendiendo la nomenclatura de las diversas partes del aparejo y la maniobra del velamen. Algunas veces permanecían los dos hasta una hora avanzada en el rústico atrio, contemplando el mar luminoso bajo los esplendores de la luna ó con un tenue regleteo de luz sideral en las noches lóbregas.
Todo lo que los hombres habían escrito ó soñado sobre el Mediterráneo lo tenía el médico en su biblioteca, y lo repetía á su oyente. El mare nostrum de los latinos era para Ferragut una especie de bestia azul, poderosa y de gran inteligencia, un animal sagrado como los dragones y las serpientes que adoran ciertas religiones, viendo en ellos manantiales de vida.