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De los flashes de las cámaras al fuego de la pasión… Perseguida por los escándalos, atacada ferozmente por la prensa del corazón y sintiéndose muy vulnerable, Larissa Whitney decidió esconderse de los implacables paparazis en una pequeña y aislada isla. Pero tampoco iba a poder estar sola allí. Cuando menos se lo esperaba, se encontró con Jack Endicott Sutton… Le parecía increíble estar atrapada en esa isla con un hombre con el que había tenido un apasionado romance cinco años antes, un hombre por el que aún sentía una gran atracción y que sabía que la verdad de Larissa era aún más escandalosa de la que destacaban las revistas…
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Seitenzahl: 229
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Caitlin Crews. Todos los derechos reservados.
MÁS ALLÁ DEL ESCÁNDALO, N.º 2161 - junio 2012
Título original: Heiress Behind the Headlines
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0145-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
LARISSA Whitney se le torció su suerte cuando se abrió la puerta del restaurante. Era noviembre y hacía frío. No dejaba de llover y el viento se colaba cada vez que alguien abría la puerta.
Desde la ventana podía ver cómo las furiosas olas del Atlántico golpeaban las rocas de esa apartada isla.
Pertenecía al estado de Maine, pero en esa época del año nadie la visitaba. Por eso la había elegido. Había muy pocas casas allí y en esos momentos estaba en el único restaurante del pueblo. Había esperado no tener que encontrarse con nadie y poder estar sola. Llevaba varios días así.
Por eso se quedó sin respiración al verlo entrar en el restaurante. Se le hizo un nudo en el estómago al ver a ese hombre. Cerró un instante los ojos, casi creyendo que su imaginación le estaba jugando una mala pasada y que podría conseguir que desapareciera. Pero no lo consiguió. Era Jack Endicott Sutton el que había entrado y se quitaba en esos momentos una gabardina empapada por la lluvia.
–No puede ser… No Jack Sutton, por favor… –susurró ella mientras apretaba con fuerza su taza de café.
Pero no podía conseguir que se esfumara solo deseándolo.
Estaba allí y era él. No podía ser otra persona.
Lo había reconocido al instante, pero sabía que le habría pasado lo mismo a cualquier persona. Tenía grabada en su mente la imagen de ese rostro atractivo y muy masculino. Le resultaba tan conocido como el de cualquier estrella de cine de las que salían en las revistas.
De hecho, Jack había pasado algún tiempo apareciendo a menudo en ese tipo de prensa.
Pero para ella era alguien más conocido aún, ya que lo había conocido personalmente.
Vio que llevaba una camiseta negra de manga larga que dibujaba a la perfección su torso, pantalones vaqueros bastante gastados y botas. Le extrañaba verlo vestido así, cuando normalmente no se quitaba sus trajes de Armani. Estaba fuera de lugar, más acostumbrado a moverse en los selectos ambientes de Manhattan. Allí, casi parecía uno más de los clientes que estaban comiendo o tomando un café en el restaurante. Pero él destacaba por encima de los demás.
Le costaba verlo como uno más en cualquier circunstancia.
Jack Sutton siempre destacaba y no pudo evitar que se le acelerara el corazón un poco.
Procedía de una prestigiosa familia. Era mucho más que un hombre extraordinariamente atractivo con maravillosos ojos del color del chocolate y pelo oscuro. Llevaba con elegancia y cierta despreocupación pertenecer a la familia a la que pertenecía, como si fuera un privilegio que todos conocían, pero del que él prefería no presumir.
Bastaba con ver cómo se movía, el poder y la arrogancia que transmitía, para darse cuenta de que procedía de los Brahmins de Boston y de los Knickerbocker de Nueva York, dos de las familias más prominentes durante la edad dorada de la alta sociedad en Manhattan.
Sus predecesores habían sido grandes empresarios, líderes y visionarios, hombres generosos y dados a la filantropía.
Y él era el heredero perfecto de esa saga: fuerte, atractivo, engreído y con cierto aire peligroso.
Sabía muy bien quién era y de dónde venía. Ella procedía del mismo tipo de familia. Pero para Larissa era algo más. Era su peor pesadilla y en esos momentos acababa de dejarla sin escapatoria.
Frustrada y enfadada, se dio cuenta de que ni siquiera parecía ser capaz de esconderse y alejarse del resto del mundo.
Pero se dio cuenta de que no tenía motivos para ponerse nerviosa. Se hundió un poco más en su asiento y ajustó la capucha de su sudadera, esperaba que no la reconociera.
Ese gesto le recordó lo que estaba haciendo en esa isla, tratando de esconderse de lo que había sido hasta entonces su vida.
Apartó la vista y dejó de observar al que muchos consideraban el soltero de oro de Manhattan para concentrarse en el océano. Las olas seguían golpeando la costa con fuerza. Trató de convencerse de que no iba a reconocerla. Llevaba varios meses fuera de Nueva York y no le había dicho a nadie adónde iba a ir. Además, le parecía imposible que alguien esperara encontrarla en esa isla casi desierta y olvidada, a años luz del salón de belleza más cercano. Durante ese tiempo, había relajado mucho su aspecto. Llevaba pantalones vaqueros y sudaderas.
A modo de maquillaje, un poco de brillo en sus labios y nada más. Además, se había cortado su larga y famosa melena rubia y llevaba el pelo teñido de negro.
Su intención había sido evitar que la reconocieran, sobre todo si tenía la mala suerte de reencontrarse con alguien de su pasado.
Como acababa de pasarle con Jack Sutton. Por desgracia, tenía la sensación de que no era nada fácil engañar a alguien como él. Ni siquiera podría hacerlo ella, que llevaba años engañando a todos los que la rodeaban.
Era algo que había descubierto hacía poco tiempo y la había llevado hasta esa remota isla. Por eso le angustiaba tanto verlo aparecer en ese restaurante, que cada vez le parecía más pequeño y asfixiante. Estaba muy nerviosa, se sentía atrapada.
Trató de respirar profundamente para tranquilizarse, recordando lo que los médicos le habían aconsejado en Nueva York. Tenía que inspirar y espirar… Confiaba en que Jack no la viera y que, si lo hacía, no supiera quién…
–Larissa Whitney.
Su tono frío y lleno de seguridad le dejó muy claro que le divertía verla allí. No se movió, pero le dio la impresión de que todo su cuerpo temblaba.
Volvió a recordar que debía respirar, pero era demasiado difícil hacerlo en esa situación.
No esperó a que lo invitara y se sentó frente a ella.
Se atrevió por fin a mirarlo y vio que le brillaban sus ojos castaños. Tuvo que echarse un poco hacia atrás para que sus largas piernas no la tocaran bajo la mesa.
No le gustaba tener que mostrar su debilidad con esos gestos. Lo último que quería era que Jack supiera hasta qué punto le inquietaba su presencia.
De toda la gente que no querría haberse encontrado en esa isla, Jack Sutton era el que menos se alegraba de ver. No entendía qué podía estar haciendo allí. Era la única persona a la que no había conseguido engañar, ni siquiera sabiendo que su situación era muy similar a la de ella. Llevaba meses viviendo de incógnito y no estaba preparada para sentirse atrapada en una isla con un hombre que sabía demasiado sobre ella. Siempre había sido así.
Le entraron ganas de fingir que no lo conocía y hacerle creer que se había equivocado de persona. Podía decirle que no sabía quién era Larissa Whitney y hacerlo con la conciencia tranquila, pues creía que nunca había llegado a conocerse a sí misma. Le tentaba la idea de negar su propia existencia. Una parte de ella quería hacerlo, pero Jack la miraba fijamente a los ojos y no se atrevió a hacerlo.
Se limitó a sonreír con el mismo gesto frío y vacío que había estado ensayando toda la vida.
–Esa soy yo –repuso finalmente tratando de que su voz no reflejara cómo se sentía.
No podía permitir que la viera afectada por su presencia, pero no le resultaba posible ignorar la fuerza masculina y poderosa que parecía rodearlo. Intentó que su rostro no reflejara nada, que su expresión pareciera vacía. De todos modos, sabía que Jack la veía de ese modo, como una persona superficial, y ella temía que esa percepción se acercara a la realidad.
–No he visto reporteros ni paparazis por el pueblo.
Es noviembre y arrecia una fuerte tormenta. No hay yates amarrados en el puerto ni millonarios divirtiéndose en los clubs. ¿No habrás confundido esta isla de Maine con el sur de Francia?
No le gustó nada que se riera de ella. Le daba la impresión de que la miraba con desdén.
–Yo también me alegro de verte –murmuró ella con ironía.
No quería que viera hasta qué punto le dolían sus comentarios.
Ya debería haberse acostumbrado a que la gente la viera de cierta forma, había sido así durante toda su vida.
–¿Hace cuánto que no nos veíamos? ¿Cinco años?
¿Seis?
–¿Qué haces aquí, Larissa?
Su tono era algo desagradable y poco educado. Ese hombre era todo un encantador de serpientes, podía ganarse a cualquiera, llevaba toda la vida haciéndolo y ella lo sabía mejor que nadie. Había experimentado en primera persona lo seductor que podía llegar a ser. Se estremeció al recordarlo.
–¿Qué pasa? ¿Te extraña que me tome unas vacaciones? –le preguntó ella.
–No me parece el lugar más apropiado –repuso Jack mientras la observaba con los ojos entrecerrados–. Y aquí no hay nada para ti. Solo hay una tienda y este restaurante que además es el único hostal de la isla. Aquí viven menos de cincuenta familias, no hay nada más.
Las comunicaciones con el continente son más bien escasas, solo hay dos transbordadores a la semana, y eso cuando el tiempo lo permite. No encuentro ninguna razón para que alguien como tú esté aquí.
–Es la hospitalidad de la gente lo que me ha atraído –repuso con ironía mientras lo miraba a los ojos.
Se apoyó en el respaldo de su silla tratando de parecer más relajada de lo que lo estaba. Pero tenía un nudo en el estómago y no estaba cómoda. No sabía por qué su cuerpo la traicionaba de esa manera. Hacía mucho tiempo que conocía a Jack. Habían crecido en los mismos círculos exclusivos y claustrofóbicos de Nueva York. Habían ido a los mismos colegios privados y en sus familias habían esperado que fueran a las mejores universidades.
Estaban cansados de verse en las mismas fiestas y de coincidir en las pistas de nieve de Aspen, en las playas de los Hamptons, Miami o Martha’s Vineyard.
Recordaba habérselo encontrado a menudo durante su adolescencia. Más tarde, Jack se convirtió en un atractivo veinteañero del que estaban enamoradas todas sus amigas. Aún recordaba muy bien cómo había sido entonces. Era imposible olvidar su atlético cuerpo, bronceado por el sol en una playa privada de los Hamptons y con más carisma y personalidad que ningún otro joven. Era muy inteligente y tenía una sonrisa demoledora.
Cuando pensaba en él, era así como lo recordaba, brillante y con una gran sonrisa.
Pero ya no quedaba nada de ese joven. Y tenía otros recuerdos que prefería no desenterrar, los recuerdos de un fin de semana en el que intentaba no pensar. Entonces, Jack tenía más años y experiencia. Esos días habían conseguido sacudir algo en su interior. Fuera como fuera, había sido entonces cuando se había dado cuenta de lo peligroso que podía llegar a ser para ella. Era todo fuego y pasión. Tenía la sensación de que sus ojos veían demasiado y la conocía mejor que nadie.
Lo cierto era que ese hombre había conseguido fascinarla y aterrarla al mismo tiempo. Pero todo eso había ocurrido antes de que su vida cambiara y ella descubriera que debía darse una nueva oportunidad. La llegada de Jack Sutton no podía ser más inoportuna. Lo consideraba una persona incontrolable e imposible. Y creía que esas dos eran sus mejores cualidades.
Lo contempló como si poco le importara verlo allí.
Estaba tan acostumbrada a fingir que no le costaba nada hacerlo. Además, sabía que era esa Larissa la que estaba esperando ver Jack. Todo el mundo pensaba que era una joven fría y superficial. A veces, había llegado a creer que esa facilidad para fingir lo que no era debía de ser su única cualidad.
–¿Estás disfrazada? –le preguntó Jack con el mismo tono de voz sugerente que tanto conseguía afectarla–. ¿O acaso huyes de alguien? No sé si quiero saber a qué estás jugando.
–¿Por qué te interesa tanto? –repuso ella riendo–. ¿Es que te molesta que no tenga nada que ver contigo?
–Todo lo contrario –le aseguró él con algo más de frialdad.
Vio que la miraba con cierta dureza, como si ella le hubiera hecho daño. Le sorprendió verlo así. Suponía que cabía la posibilidad de que hubiera hecho algo que lo molestara, pero no lo recordaba. Jack no era el tipo de persona del que la gente soliera olvidarse con facilidad.
–Me comentaron que Maine está precioso en esta época del año –le dijo ella para no tener que darle más explicaciones–. Y no he podido resistirme.
Le hizo un gesto y miró hacia la ventana, esperando que él hiciera lo mismo. El cielo estaba aún más oscuro y el viento movía las nubes. La lluvia seguía golpeando con fuerza el cristal y las rocas soportaban impertérritas los golpes de las olas. Se sintió como una de esas rocas, golpeada y asediada continuamente, pero aún en pie. Su propio pasado era como esas olas, que no dejaban de chocar contra las rocas. Pensó que Jack era como esa lluvia. Un elemento frío y deprimente que no hacía sino agravar el dolor que le producían los ataques.
–Has tenido un año estupendo, ¿verdad? –le preguntó Jack entonces con ironía–. Eso es al menos lo que he oído.
Se sintió desnuda y vulnerable, algo que siempre trataba de evitar, sobre todo cuando estaba cerca de ese hombre y después de lo que había ocurrido la última vez. Lo peor de todo era no poder contarle la verdad ni defenderse. Tenía que aceptar lo que decían de ella, algo que todo el mundo había creído. No entendía por qué le dolía tanto esa vez. Después de todo, era solo un escándalo más. Pero esa vez, las noticias en las que se había visto envuelta no las había inventado ella.
–Sí, claro –repuso ella tratando de controlar su odio–. Una temporada en un centro de desintoxicación y un compromiso que no llegó a buen puerto. Muchas gracias por recordármelo.
No sabía qué podía decirle. Estaba convencida de que no la creería si le contaba que había estado en coma y una mujer se había hecho pasar por ella. La misma joven que se había liado con su prometido. Sabía que no creería la verdad. Su vida siempre había sido muy parecida a la de las telenovelas y lo que le había ocurrido ese último año parecía escrito por un mal guionista.
Después de todo, todo el mundo conocía a Larissa Whitney. Creían que era una joven superficial que se pasaba la vida comprando y yendo a fiestas. Era la oveja negra de su familia. Habían pasado ya ocho meses desde que se desmayara una noche a la salida de un club de Manhattan. Gracias a los reporteros que siempre la seguían y a las manipulaciones de una familia que dominaba los medios de comunicación, todos creían saber lo que había pasado después.
Según la prensa, había pasado una temporada en un centro de desintoxicación. Después, había vuelto a su vida anterior del brazo de su pobre prometido, Theo, que era además el director general de Whitney Media.
El ambicioso joven no tardó en romper su compromiso y en dejar su trabajo al frente de la empresa familiar.
Todo el mundo la culpó a ella, la infiel y fría Larissa.
Y no le extrañaba que lo hicieran. Después de todo, había tratado de humillarlo a menudo y de la manera más pública posible. Lo había hecho durante años y a nadie le había costado creer que ella fuera la mala en esa película.
En realidad, había pasado dos meses escondida en la mansión familiar, postrada en una cama. Todos creían que no iba a salir de aquella y a su familia le faltó tiempo para maquinar un plan con el que pudieran beneficiarse de esa situación. Creía que la verdad no era tan interesante como la ficción.
Estaba convencida de que nadie la creería. Y, como solía ocurrirle con frecuencia, sabía que ella era la única culpable de esa situación.
–¿No has causado ya suficientes problemas? –le preguntó Jack entonces como si acabara de leerle el pensamiento–. ¿Crees que vas a conseguir involucrarme en tus líos? Estás muy equivocada, Larissa. Hace mucho tiempo que me cansé de tus juegos.
–Si tú lo dices –repuso ella fingiendo cierto aburrimiento.
En realidad, se sentía dolida y le habría encantado poder levantarse de esa silla y salir corriendo del restaurante.
Habría hecho cualquier cosa para evitar que ese hombre siguiera mirándola con tanto desdén.
Pero no iba a darle la satisfacción de que viera que la había herido. No podía decirle por qué estaba allí, en una pequeña isla llena de pinares y a doce kilómetros de la costa de Bar Harbor. La tormenta no amainaba y estaba rodeada de agua por todas partes. No podía decirle que había terminado en el transbordador que la había llevado hasta allí porque necesitaba esconderse. Se sentía invisible y llevaba mucho tiempo deseando desaparecer. Ni siquiera sabía cómo expresar lo que sentía.
Lo que tenía muy claro era que su curación había sido un milagro y quería aprovechar la segunda oportunidad que le había brindado la vida. A Jack le habría costado mucho más explicárselo. A pesar de que en esos momentos la miraba con unos ojos impenetrables, llenos de oscuridad, seguía viéndolo como el brillante y carismático adolescente que había sido unos años antes.
Se había prometido a sí misma que no volvería a engañarse y estaba dispuesta a hacer lo necesario para cumplir esa promesa. Pero a él no tenía por qué decirle la verdad. Sentía que quedaba muy poco en su interior de la verdadera Larissa, de lo que realmente podía identificar como su persona y no estaba dispuesta a permitir que Jack viera cómo era en realidad. Estaba segura de que no tardaría en acabar con ese germen de vida.
Así que le dio lo que esperaba. Sonrió con el mismo gesto misterioso y seductor que tan bien le había funcionado con la prensa y con los hombres. Sabía que era sexy y que muchos proyectaban en ella sus fantasías.
Le parecía irónico, cuando ella nunca se había sentido más vacía.
Se le daba muy bien engañar a todo el mundo.
Inclinó la cabeza y lo miró a los ojos como si sus palabras no pudieran hacerle daño, como si la conversación que acababan de tener no fuera más que un simple coqueteo. Levantó las cejas y separó los labios de manera sugerente.
–Dime, Jack –le dijo entonces con su voz más sexy y seductora–. ¿Qué tipo de juegos te gustan?
JACK se dio cuenta enseguida de que Larissa parecía muy frágil. Se fijó en sus pómulos perfectos y delicados. No le había costado nada reconocerlos desde el otro lado del restaurante, aunque no terminaba de entender lo que una mujer como ella podía estar haciendo en un sitio tan remoto como esa isla. La imaginaba siempre divirtiéndose en los clubs más elitistas de Manhattan, acompañada de otros miembros de la alta sociedad neoyorquina.
Sus ojos verdes, misteriosos y tristes, parecían reflejar una profundidad que no creía posible en una joven como ella.
Creía que esa era la gran mentira de Larissa Whitney.
Y no le molestaba que ella siguiera siendo de esa manera, sino que él se hubiera dejado engañar.
Aún podía sentir la misma electricidad, aunque trataba de negarlo. Sin que pudiera hacer nada para evitarlo, el corazón le había dado un vuelco al verla sentada al otro lado del restaurante con un aspecto tan frágil y vulnerable.
Al ver cómo coqueteaba con él, no pudo evitar fijarse en sus deliciosos labios. Se pasó la lengua por ellos, tentándolo, tratando de llevárselo a su terreno y consiguiendo que recordara al instante cómo había sido estar entre sus piernas. Aún recordaba el sabor de su boca, perfecta y perversa. Pero ya no era el tipo de hombre que se dejaba llevar por su deseo, sobre todo cuando se trataba de una tentación tan destructiva como aquella.
Creía que una mujer como Larissa tenía poco que ofrecerle. Había cambiado y le importaba más su reputación que el placer.
–Agradezco el intento, pero ya lo he probado una vez y fue suficiente –le dijo él con gesto de aburrimiento.
En realidad, todo su cuerpo estaba en tensión y le bastaba con estar cerca de ella para sentirse excitado.
Le pareció que sus palabras le habían afectado, pero Larissa no se permitió ni un segundo de debilidad. Volvió a sonreírle. Era un gesto muy peligroso, tan difícil de ignorar como el canto de las sirenas. Se le pasó por la cabeza dejarse llevar y olvidar todo lo que sabía. Le habría encantado acercarse más a ella, atrapar su estrecha cintura entre las manos y saborear de nuevo su boca.
–Jack –murmuró Larissa entonces con el mismo tono seductor–. Es lo que dicen todos. Al principio…
No podía darle a Larissa la satisfacción de que viera cuánto le afectaban sus sugerencias, pero era difícil no reaccionar. Se le daba muy bien ese tipo de juego. Le habría encantado ser capaz de verla tal y como era, como la veían todos. Pero él no podía evitar fijarse en la elegante y delicada línea de su cuello, en su bello rostro y en lo frágil que parecía. Aunque sabía que era una locura, sentía un impulso en su interior que lo empujaba a tratar de protegerla. Se había cambiado el pelo. Lo llevaba corto y teñido de negro. Por desgracia, le quedaba muy bien, le daba un aire más serio.
Pero él sabía cómo era la verdadera Larissa y lo que había hecho. Conocía todos los escabrosos detalles y no pensaba dejarse engañar por su aparente vulnerabilidad.
Sabía que era despiadada y que no tenía corazón. Así eran todos en ese mundo que él había decidido abandonar para siempre. Y reconocía que también él había sido de esa manera hasta que decidió cambiar su vida.
Habían pasado cinco años desde entonces. Cuando miraba a Larissa, recordaba cómo había sido y no le gustaba. Además, ella era la que había hecho que se enfrentara por primera vez al espejo. Era algo que no podía olvidar.
–Hay un transbordador que sale hacia la costa el viernes a primera hora –le dijo él con frialdad–. Quiero que te subas a él.
Larissa se echó a reír. Era un sonido luminoso, mágico.
Le hacía pensar en cosas que sabía que no existían y odiaba a Larissa por hacer que se sintiera de esa manera.
–¿Me estás echando de la isla? –repuso ella con gesto divertido–. Das órdenes como un dictador. Vas a conseguir que me desmaye.
La fulminó con la mirada. Esa isla era su refugio, su escondite. Le gustaba pasar allí esos meses oscuros de invierno, cuando no había turistas y las casas veraniegas de algunas de las familias más prominentes de Nueva York se encontraban vacías. Le gustaba más así. Allí no tenía que ser Jack Endicott Sutton, el heredero de dos de las fortunas más importantes del país y la pesadilla de su abuelo. Cuando estaba en la isla, no tenía que pensar en sus responsabilidades, podía ser libre sin que nadie controlara todo lo que hacía y si sería o no capaz de dirigir algún día la Fundación Endicott. Se trataba de la organización que su familia había creado para llevar a cabo obras benéficas de todo tipo. En esa isla de Maine, entre pescadores y gentes sencillas, era simplemente Jack.
Lo último que quería era que alguien como Larissa Whitney contaminara su refugio. Creía saber qué hacía tan lejos de su ambiente habitual. Esa zona de Maine estaba muy tranquila en noviembre. Hacia frío y no era el lugar más apropiado para una joven mimada como Larissa.
Allí no había fiestas, tiendas ni reporteros. En esa isla no iba a encontrar las cosas que necesitaba para sobrevivir.
Creía saber lo que hacía allí y no le gustaba nada.
–Ni siquiera te has molestado en preguntarme qué hago aquí –le dijo él entonces mientras la observaba para ver cómo reaccionaba–. ¿Es que sigues tan centrada en ti misma como siempre o acaso ya sabías que podrías encontrarme aquí?
Por mucho que tratara de adivinar cómo se sentía, el bello rostro de Larissa no reflejaba nada. Siempre había sido así y le irritaba sentir que seguía buscando algo más en ella, cuando estaba seguro de que su interior estaba completamente vacío.
–Abriste la puerta del restaurante y entraste como si fueras Heathcliff, el protagonista de Cumbres borrascosas –murmuró ella como si esa escena hubiera formado parte de sus fantasías.
Pero no la creía. Igual que el resto de sus amistades, jóvenes procedentes de las familias más ricas y antiguas del país, se le daba muy bien actuar cuando así le convenía.
–Es muy romántico, ¿no te parece? –prosiguió Larissa–. No dejemos que todos esos detalles tan aburridos, mi horario, tus planes, echen a perder este delicioso momento.
–Creo que sé por qué estás aquí –le dijo él sin prestar atención a sus palabras ni a sus coqueteos–. ¿De verdad crees que iba a funcionar, Larissa? ¿Has olvidado que te conozco muy bien?
Larissa abrió mucho los ojos y le dio la impresión de que realmente no sabía de qué le estaba hablando.
Pero fue entonces cuando recordó que nada se le daba tan bien como actuar.
Pero cuando ella se acercó un poco más y colocó una de sus delicadas manos en su muslo, se dio cuenta de que había estado equivocado. Sus dotes de seducción eran su mejor arma. Le había bastado con dedicarle un par de sonrisas y esa caricia para despertar su deseo. Larissa era irresistible y lo sabía. Era letal.
Estaba tan cerca que lo embriagaba con su fragancia exótica y ligeramente especiada. Creía que era una lástima que aún oliera a vainilla. Recordaba demasiadas cosas sobre ella y le molestaba que fuera así. Su sabor, su aroma, su pasión. Había pasado tanto tiempo desde su breve romance que estaba seguro de que los años habían distorsionado sus recuerdos y exagerado lo apasionado de esos días. Pero lo que estaba ocurriendo en ese momento no era fruto de su imaginación. Podía sentir el calor de su mano a través de la tela de los vaqueros, recordándole cuánto la había deseado y cuánto seguía deseándola. Pero no pensaba dejarse llevar por la tentación.
Se puso de pie y vio cómo ella apartaba la mano.
Deseaba abrazarla, besarla, perderse en sus curvas y oír sus gemidos.
Pero ya no era ese hombre. No se dejaba llevar por ese tipo de juegos y no pensaba permitir que Larissa lo hiciera volver a la vida que había dejado atrás.
–El viernes, en el transbordador –le dijo con frialdad–. Sale a las seis y media de la mañana. No es una sugerencia, es una orden.
–Gracias por informarme de manera tan amable –repuso Larissa–. Pero haré lo que quiera, Jack, no lo que me ordenes tú.