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El sueño de Ryan Hess es convertirse en un gran boxeador. Para conseguirlo, acaba de trasladarse a México desde Texas, donde ha dejado atrás a un padrastro al que odia. Sin embargo, los problemas lo persiguen allá donde va, porque sus planes de pasar desapercibido y centrarse en el deporte se truncan cuando se cruza en su camino la inalcanzable Dalia Sandoval. Dalia no ha conocido nunca a nadie como Ryan. Ella es la niña mimada de uno de los mejores y más influyentes abogados de México, aplicada y brillante, y Ryan solo es un obstáculo para conseguir sus metas. Sin embargo, jamás se ha sentido tan viva como cuando está cerca de él. Ryan y Dalia son el uno para el otro en todos los sentidos y, por mucho que luchen contra sus sentimientos, no pueden resistirse a las chispas que saltan cuando están juntos. Y es que su amor es una llama que arde con demasiada intensidad.
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Título original: Crossing the Line
Edición publicada de acuerdo con Harper-Collins Children's Books, una división de Harper-Collins Publishers y Writers House LLC.
© Simone Elkeles, 2018
© Traducción María José Losada y Sabela Alonso
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: junio 2019
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2019: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Para Mindy, porque cuando Dios repartió amistades, me tocó la lotería con ella.
Ryan
Cuando te matan, se acaba el juego.
No hay vuelta atrás, no te quedan vidas y no puedes volver a empezar.
Estoy sentado en la última fila de la sala de espera del tanatorio, observando cómo la gente se acerca a la viuda de Max Trieger para presentarle sus respetos. Ella se abraza con fuerza a sus dos hijas pequeñas; una le pregunta llorando si su padre está en la caja de madera que tienen delante, y lo único que la señora Trieger logra es asentir entre sollozos. Su hijo está sentado de brazos cruzados a unos metros.
Siempre recordaré a Max como un duro policía fronterizo. Algunos de los niños mexicanos de nuestra escuela no confiaban en él, temían que empezara a husmear y a hacer demasiadas preguntas sobre sus padres o sobre la forma en la que entraron en el país. Pero su objetivo no era olisquear en la vida de cualquiera que hubiera cruzado la frontera ilegalmente, su misión era hacer desaparecer el tráfico de drogas para que la siguiente generación no tuviera que cargar con aquello.
Se suponía que Max Trieger trabajaba en una operación secreta en colaboración con las autoridades mexicanas y la DEA[1] para acabar con Las Calaveras, el cártel que operaba entre México y los Estados Unidos, y, por ello, le dispararon en la cara. Nadie sabe quién lo hizo y, aunque lo supieran, el lema en nuestro pueblo fronterizo de Texas es: «A los soplones les dan puntos». O algo peor.
Me quedo mirando el ataúd y me pregunto si Max pensó en algún momento que podría morir y dejar solos a su mujer y a sus hijos, y si así fuese, ¿habría participado en aquellas operaciones secretas en las que estaba involucrado?
Probablemente sí.
—Ryan, siéntate con nosotros —me dice mi madre, haciéndome una seña desde la primera fila, y yo pienso en cuánto alcohol habrá bebido antes de venir.
Niego con la cabeza con la esperanza de que deje de estar pendiente de mí mientras trato de mezclarme con la multitud. De hecho, miro hacia abajo para intentar no tener contacto visual con ella ni con nadie. Es un truco que aprendí hace mucho tiempo para escapar de algunas situaciones, que a veces funciona y a veces no. Y esta es una de esas ocasiones en las que no sirve de nada, porque después de unos minutos, siento que alguien me golpea en el hombro.
—Oye, perdedor. Tu madre quiere que te sientes delante con nosotros —dice el capullo de mi hermanastro PJ, con aquella voz estridente que podría hacer estallar un cristal.
No le respondo, le lanzo una mirada penetrante a modo de advertencia para que me deje en paz.
—Haz lo que quieras —añade con tono entrecortado—. De todas formas, yo no quería que te sentaras con nosotros.
Todo el mundo sabe que no somos hermanos de verdad. No es ningún secreto que soy el hijastro problemático del queridísimo sheriff de Loveland, y nada de lo que haga va a cambiar eso.
PJ se acerca a su padre, que está de guardia frente al ataúd, y le susurra algo. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que se está chivando, lo cual es bastante patético teniendo en cuenta que está a punto de cumplir diecisiete años. Mi padrastro, Paul, también conocido como sheriff Blackburn, me mira con cara de asco mientras PJ me sonríe de forma triunfal.
Decido ignorarlos y bajo de nuevo la cabeza para rezar por Max Trieger, que en realidad es lo único que he venido a hacer aquí.
Hace meses, Max me encontró sentado en un banco del parque con una navaja en la mano. Era ya de noche, no había nadie más alrededor y yo miraba fijamente el filo brillante como si fuera mi salvación. Cuando Max se me acercó, no me interrogó ni me pidió que le entregara el cuchillo —fue como si supiera lo que estaba pensando hacer—, se sentó en el banco a mi lado y allí estuvimos largo rato en silencio.
—¿Y si la cosa mejora —me dijo después con esa voz tranquila y serena que lo caracterizaba—, y no tienes la oportunidad de vivirlo porque te diste por vencido?
—¿Y si no mejora? —le pregunté mientras miraba la hoja del cuchillo.
Se encogió de hombros.
—La teoría de la probabilidad dice que lo hará, y yo sé un par de cosas sobre eso. ¿Por qué no me dejas un rato esa navaja, Ryan? Sería una pena que te cortaras de forma accidental mientras esperas a que las cosas mejoren. —Me tendió la mano, y le di el cuchillo—. Si alguna vez me necesitas, no dudes en llamarme. A mí o a mi compañero, Lance Matthews. Parece duro de pelar, pero es un buen tipo. —Me dio una tarjeta con los números de teléfono de los dos.
Aunque yo sabía que nunca los llamaría, la guardé en mi billetera como si fuera un salvavidas para el momento en el que perdiera la cordura.
Ese día, Max Trieger me salvó la vida. Max sí era un héroe, no como mi padrastro.
Miro al marido de mi madre, vestido con el uniforme azul oscuro de sheriff de Loveland, con su brillante estrella dorada y la chapa con su nombre: «Paul M. Blackburn. sheriff». Le encanta ese uniforme de poliéster, pero no por lo que representa, sino porque es un egocéntrico.
Paul está saludando a las visitas en la entrada. Las vacaciones de verano acaban de empezar y aquí, en el sur de Texas, hace un calor infernal. Me pregunto si le ven las gotas de sudor en la cara; probablemente no. Algunos lo miran como si fuera a proteger al pueblo de todo daño, aunque lo cierto es que a él le importa una mierda cualquiera que no sea él mismo. Deja que tipos como Max y Lance hagan el trabajo sucio mientras él se esconde en su gran despacho de la comisaría de Loveland atribuyéndose el mérito de cada arresto y detención por temas de drogas, como si fuera la única persona competente. Considera a los agentes federales de la patrulla fronteriza totalmente prescindibles, aun sabiendo que algunos departamentos de policía en las ciudades de la frontera son conocidos por sus policías corruptos a los que los cárteles pagan para que miren hacia otro lado.
Miro a mi madre, que está sentada en el segundo banco, al lado de Allen y PJ, los dos odiosos hijos del primer matrimonio de Paul. Lleva puesto un vestido de encaje negro de alguna boutique de la ciudad y tiene las manos cruzadas en el regazo. Sé que está borracha, pero mi madre es una profesional a la hora de disimularlo. ¡Joder!, apuesto algo a que ni siquiera Paul se da cuenta de que está bajo los efectos de la primera dosis de la mañana.
O tal vez le importa una mierda.
En su sórdida mente, tener una mujer florero a su lado es algo que mejora su imagen de héroe. Lo mismo que le molesta muchísimo tener que lidiar con el hijo bastardo de ella, el que no se ajusta a la imagen perfecta que quiere dar.
Cuando el flujo de visitas comienza a disminuir, aparece un grupo de chicas del instituto de Loveland. Todas visten de forma parecida, con modelos supercortos y de tirantes, y van juntas, como si fueran un rebaño.
—No quiero sentarme cerca de Ryan —anuncia Mikayla Harris, que se considera a sí misma líder del grupo, en un tono lo suficientemente alto para que yo pueda oírlo.
Le hago un corte de mangas.
—Capullo… —murmura mientras me mira fijamente, y vuelve a sacudir la sensual melena pelirroja, conduciendo a las demás chicas al otro extremo de la sala.
Cuando me vine a Loveland hace un año, desde Chicago, Mikayla y yo nos enrollamos en una fiesta. Le advertí que no andaba buscando novia porque estaba centrado en los entrenamientos de boxeo para ascender de categoría, pero supongo que ella esperaba que cambiara de opinión cuando empezáramos a salir. Al ver que me negaba a besar el suelo que ella pisaba, Mikayla se aseguró de que todos supieran que yo había estado en un reformatorio en Chicago cumpliendo una pena por asalto y robo de coches. No sé cómo llegó a enterarse, pero daba igual. Después de eso, casi todo el instituto empezó a evitarme.
Paul, que acaba de abandonar su puesto, se pone de repente delante de mí. Apesta a colonia barata.
—Siéntate al lado de tu madre —me ordena entre dientes.
—¿Para qué? ¿Para que podamos fingir que somos la familia feliz? —«Y una mierda…».
—Nada de eso, listillo —me dice, y sonríe con los labios apretados a una pareja que acaba de entrar; luego vuelve a mirarme—. Es para que tu madre no tenga que andar respondiendo preguntas sobre por qué su hijo ha elegido sentarse con extraños en un funeral. Así que, aunque solo sea por esta vez, ahórrale tener que inventarse excusas por tu culpa. —Cuando miro a mi madre, siento una punzada de culpa. No es que ella haya sido una madre supercariñosa conmigo, pero prefiero no darle otra excusa para emborracharse.
Empujo a mi padrastro para sentarme junto a ella, y encojo los hombros cuando me da palmaditas en la espalda, como si sintiéramos algún tipo de afecto el uno por el otro. Es todo un show. Ojalá todos los que están en el tanatorio supieran cómo engañó a Max y descubrieran quién es en realidad el verdadero sheriff Paul Blackburn.
La conmoción que se vive en la primera fila me hace volver a pensar en la razón por la que estoy aquí. Las hijas gemelas de Max siguen llorando. Cuando la señora Trieger le dice a su hijo que se siente más cerca de ella, el niño niega con la cabeza.
—¡No quiero estar aquí! —grita el niño.
Su madre lo consuela, pero él se aleja de ella y sale corriendo, y con toda la razón. Lo cierto es que yo tampoco quiero estar aquí.
Mientras las visitas y el compañero de Max, Lance, se apresuran a consolar a la afligida viuda, yo consigo escaquearme.
No me lleva mucho tiempo encontrar al niño. Tendrá unos once o doce años, una edad de mierda para perder a tu padre. ¡Qué coño!, yo perdí a mi padre antes de nacer y eso también fue una mierda, aunque la historia de mi padre no tiene nada que ver con esta, porque mi padre se largó. Desapareció justo después de que mi madre le dijera que estaba embarazada. Al parecer cogió todo el dinero que habían ahorrado y se piró con una stripper a la que había conocido en un club.
Mi padre era un idiota.
El hijo de Trieger asoma la cabeza por detrás de uno de los árboles para mirarme con curiosidad.
—No me importa lo que me digas, no pienso volver allí.
Me encojo de hombros y saco un cigarrillo del paquete que tengo en el bolsillo.
—Mira, majo, me importa una mierda si vuelves ahí o no. —Enciendo el pitillo y me siento en un banco de pícnic que hay cerca del árbol—. Por mí, puedes quedarte aquí y esconderte detrás de ese árbol todo el día.
—No me estoy escondiendo —dice mientras sale y deja ver su cuerpo escuálido y su cara roja e hinchada de tanto llorar.
Le doy una calada al pitillo y el humo me quema la garganta. Lo que me hace recordar que estoy hasta las narices de todo.
—Pues parece que te estabas escondiendo.
El niño se apoya tímidamente en el borde del banco.
—Eres el hijo del sheriff Blackburn, ¿no?
—Hijastro —le corrijo.
Fija la mirada en el cigarrillo.
—Eso da cáncer.
—Igual que comer perritos calientes. ¿Alguna vez has comido uno?
—Sí.
Doy una última calada y apago el cigarrillo contra el banco. Empecé a fumar más o menos a la edad de este niño, una noche que mi madre dejó una cajetilla de Newports en el mostrador de la cocina y salió de fiesta. Dejé de fumar cuando empecé a boxear y a hacer ejercicio, pero de vez en cuando aún enciendo alguno cuando estoy estresado. Como hoy, por ejemplo, que sin duda lo necesito.
—A veces es divertido hacer cosas malas —le digo.
—¿De verdad has estado en la cárcel por robar un coche? —pregunta.
—Yo no he robado nada, colega. Me lo llevé prestado.
—¿Por qué?
—¿Quieres que te diga la verdad? —Asiente con la cabeza.
—Para cabrear al novio de mi madre de entonces. —Hago un gesto señalando al velatorio—. ¿Por qué te has marchado de allí?
Se mete el dedo por el cuello de la camisa blanca y tira como si le estuviera ahogando.
—Es que… no quiero ver ese ataúd. No soy idiota, sé que está muerto. No quiero que me lo recuerden. Y no me gusta cómo me miran todos ahora que mi padre ya no está. —Le da una patada al banco al tiempo que agacha la cabeza—. ¿Alguna vez has querido desaparecer?
—Muchísimas veces. La teoría de la probabilidad dice que una vez que tocas fondo, las cosas empezarán a mejorar. Tu padre me lo dijo hace tiempo. —Miro hacia el aparcamiento donde me está esperando mi viejo y destartalado Mustang—. Huir no soluciona nada. —Lanzo una piedra y le doy a un árbol—. Y si te escapas, te quedarás solo, y, tengo que ser sincero, esas chicas de ahí dentro, tus hermanas…, te necesitan. Y tu madre también.
—Pero yo no quiero que me necesiten. —Coge una piedra y me imita, tratando de acertar al mismo árbol que yo.
—Te entiendo, pero a veces… —Pienso en el ataúd de Max, con la bandera de Texas encima—. A veces uno se tiene que hacer un hombre antes de tiempo. Créeme, lo sé por experiencia.
El niño coge otra piedra, pero en vez de apuntar al árbol, noto que se fija en algo que hay a mi espalda. Al darme la vuelta, me encuentro a mi padrastro que se acerca a nosotros con cara de cabreo.
«¡Oh, joder…!».
—Charlie, va a empezar el funeral —dice Paul con esa voz de pito; aunque intenta parecer autoritario, esa voz chirría tanto como rascar una pizarra con las uñas—. Entra.
El muchacho suspira.
—Venga —le digo—. Pórtate como un hombre.
El chico me da la piedra que tenía en la mano antes de volver al velatorio.
Paul me lanza una mirada fría.
—¿Qué le has dicho al crío?
Lo miro fijamente, porque sé que odia que lo haga. Prefiere que me esconda y me sienta intimidado, pero eso no va a ocurrir.
—Poca cosa.
Permanecemos ahí de pie como pasmarotes, pero no le da la gana largarse y dejarme en paz. Es demasiado predecible. Sé que en cualquier momento empezará a insultarme.
Paul señala el paquete de tabaco que hay sobre la mesa del jardín.
—¿Qué mierda es eso?
Saco un cigarrillo del paquete y lo enciendo.
—Se lo ofrecí al chico, pero me dijo que no quería.
—Eso es ilegal, Ryan.
Doy una calada y echo el humo.
—¿Y qué?
—Eres un perdedor —me dice como si yo no lo supiera. Así me lanza la primera piedra, pero la cosa no acaba ahí—. Deberías sentirte afortunado de que te deje vivir en mi casa en vez de enviarte con tu padre. —Hace una mueca con la boca—. ¡Oh, claro!, esa no es una opción. —Esa es la segunda piedra.
—Agradezco todos los días la suerte que tengo de que seas tan generoso, Paul —le digo con ironía, dando otra calada para echarle el humo lentamente, disfrutando de lo mucho que le está molestando la situación.
Mueve el dedo delante de mis narices.
—No quiero que hables con el hijo de Max. ¿Me oyes?
—No estaba haciendo nada malo. Acaba de perder a su padre y necesitaba a alguien con quien hablar.
—Pues si es así, que hable con alguien que trate a la gente con respeto. —Se mantiene erguido como si eso le hiciera parecer inteligente, pero sigue sin conseguirlo—. Alguien con honor e integridad. —Y con esto ya ha lanzado las piedras tres, cuatro y cinco.
¡Joder, parece que está en racha!
Si no fuera el marido de mi madre, probablemente lo noquearía. Se alimenta con los insultos que lanza, y es la persona menos indicada para hablar de honor e integridad.
—Lo que tú digas, tío —respondo—, pero tú no eres mi padre ni tampoco eres de mi familia.
—Gracias a Dios, porque si lo fuera, estarías sentado con tu pobre madre, vestido de traje y corbata en vez de… —Señala los vaqueros oscuros y la camiseta negra—. Eso.
Paul es más que consciente de que no tengo dinero para comprarme un traje y tampoco se ha ofrecido a regalarme uno.
Ya han sido suficientes insultos por hoy.
—Me rindo —le digo mientras apago el cigarrillo contra el banco y empiezo a alejarme.
—Estás ensuciando el suelo —dice Paul.
—Arréstame —respondo acercándome a mi coche.
Oigo las palabras del cura al pasar por la ventana del tanatorio.
—Hoy decimos adiós a nuestro querido Max Trieger, un hombre que vivió sin miedo y fue un héroe para todos nosotros… —Esas palabras me recuerdan mi lema en la vida…
Ser un héroe es una mierda.
[1] Administración para el Control de Drogas. En inglés: Drug Enforcement Administration, DEA. (N. de la E.)
Dalila
Lo mejor de escuchar tu música favorita con el volumen a tope es que hace que te olvides de todo lo que te rodea. Lo malo es que cualquiera puede colarse en tu habitación sin que te des cuenta, como por ejemplo, alguna de mis hermanas pequeñas. Tienen la mala costumbre de pensar que me apetece estar con la familia todo el tiempo.
—¿Te vas a poner esa ropa? —Margarita grita tan fuerte que se la oye más que a Atticus Patton, el cantante de mi grupo punk favorito, Shadows of Darkness. Mis padres no entienden por qué me flipa tanto la música americana y prefieren que escuche grupos mexicanos y música española, pero mi hermano Lucas y yo a veces salíamos a escondidas de casa y la poníamos en el coche de mi padre.
Me miro los vaqueros y la camiseta de tirantes.
—¿Qué tiene de malo lo que llevo puesto?
Margarita se pone a dar vueltas, su falda azul pálido ondula a su alrededor como un molino de viento.
—Papá ha dicho que teníamos que ponernos guapas, porque los señores Cruz van a venir esta noche con su hijo Rico, y con esa ropa, parece que vas a ir de caza con el tío Manuel.
—Y tú te has vestido como para ir a una puesta de largo —le digo mientras me acerco al tocador para coger la tiara de brillantes que usé en la mía, hace más de dos años.
—Toma, puedes ponerte esto.
Cuando le coloco la tiara en la cabeza, Margarita se pavonea delante del espejo como si fuera de la realeza.
—¿Quieres decir que parezco una princesa?
—Claro. Todos los hombres de Panche harán cola algún día para bailar contigo. —Si nuestro padre no lo impide. Los padres mexicanos no son precisamente los más permisivos, y el mío no es una excepción. Es muy estricto a la hora de decidir quién puede bailar, hablar o salir con sus hijas.
Yo, más que nadie, debería saberlo. Soy la hija mayor de Óscar Sandoval, uno de los abogados más solicitados de México, famoso por representar a poderosos empresarios y políticos. Sus clientes le pagan muy bien para que los libre de problemas. Sobra decir que es magnífico en su trabajo.
Margarita se pone delante de mi espejo moviendo la larga y rizada melena e intenta peinarla mejor, como si no estuviese ya perfecta
—El hijo del señor Cruz ya tiene diecinueve años.
—Sí, lo sé. —Nuestras familias se reúnen todos los años.
Cuando éramos más pequeños, Rico y yo jugábamos juntos y acostumbrábamos a meternos en bastantes líos. Nuestros padres nos tomaban el pelo diciendo que estábamos hechos el uno para el otro, pero durante estos últimos años, Rico ha estado pasando bastante de mí. El año pasado parecía más interesado en mandar mensajes de texto a otras chicas que en hablar conmigo, así que no tengo muchas ganas de que llegue esta noche.
—¡Está muy bueno, Dalila! Deberías salir con él —me intenta convencer Margarita.
—No estoy buscando un tío bueno.
—¿No se te ha ocurrido que puedes quedarte sola el resto de tu vida? ¡Aggg…! —Se ríe, con esa risa tan potente que resuena muchas veces en los pasillos de la Joya de Sandoval, la finca donde nací y que siempre consideraré mi hogar.
Lola, que es el ama de llaves desde que yo tenía cinco años, aparece en mi habitación. Su sonrisa siempre me alegra el día, en especial cuando se pone a cantar mientras trabaja. Sé que se inventa todas las canciones. A veces lo hace en español, y a veces en inglés. Conoce bien los dos idiomas porque nació en el pueblo turístico de Puerto Vallarta. Mi padre estudió en la universidad de Nueva York con una beca cuando era joven, por eso insiste tanto en que hablemos inglés tanto como sea posible, por si algún día necesitamos ser bilingües para algún trabajo. Incluso me envió a un instituto privado en Texas.
—¡Hola, niñas! Vuestra madre quiere que estéis abajo dentro de cinco minutos. La familia Cruz llegará enseguida para cenar —anuncia Lola.
—¿Estarán aquí dentro de cinco minutos? ¡Ay, Dios mío! Tengo que prepararme. —Margarita sale disparada de mi habitación, con esos rizos suyos flotando en el aire con cada zancada.
—Tiene la energía de cinco personas juntas —comenta Lola mientras retira las sábanas de mi cama. Hace una mueca cuando empieza a sonar otra canción de las mías por el altavoz—. Baja la música antes de que tu madre empiece a protestar. Sabes que no le gusta que la pongas tan alta.
—Eso es porque no sabe lo que dice la letra.
Lola frunce el ceño.
—¿La letra? A mí me parece que no dice más que tonterías.
—Eres una anticuada —suelto—. De las que piensan que los hombres tienen que pagarnos todo y abrirnos las puertas y…
—No hay nada malo en que un hombre muestre respeto por una señorita, Dalila —responde toda convencida—. Algún día me darás la razón.
Claro, mola que un tío nos abra una puerta, pero no voy a quedarme esperando sin entrar, como un pasmarote, a que lo hagan cuando puedo abrirla solita.
—Lola, ¿tengo pinta de querer ir de caza? —pregunto mientras me miro en el espejo. Me lo he recogido en una larga coleta para que el pelo no me caiga en la cara durante la noche. Me he puesto un poco de rímel y delineador, pero hace tanto calor que no me atrevo a maquillarme más por miedo a que se empiece a derretir y parezca un payaso.
—Eres la hija de uno de los hombres más importantes de México —dice Lola, que ha dejado lo que estaba haciendo al escuchar mi pregunta para cruzar mi habitación y ponerse delante del armario—. Unos vaqueros y una camiseta de tirantes no me parecen lo más apropiado, la verdad.
—No quiero parecer una presumida.
—No es una cuestión de presumir, Dalila, sino de dignidad. —Saca del armario un vestido corto amarillo que me compró mi madre en Italia el año pasado—. ¿Qué te parece este?
Todavía tiene puesta la etiqueta.
—Es para una ocasión especial, Lola.
—Recibir al hijo del señor Cruz me parece una ocasión especial.
Suspiro, le quito el vestido de las manos y arranco la etiqueta.
—¿Por qué me da la sensación de que toda mi familia quiere hacerme desfilar como si fuera una atracción?
Lola recoge las sábanas y se acerca a la puerta, dispuesta a salir de la habitación.
—Quieren verte feliz.
—Puedo ser feliz sin un chico en mi vida —respondo.
—Por supuesto, señorita. Pero una mujer enamorada se vuelve más dócil. —¿Más dócil? ¡Qué asco! ¡Qué asco!
No quiero ser dócil. Y no necesito un chico que me haga feliz. Tengo a mi familia y mis estudios… y la Joya de Sandoval. Tengo mi vida planeada, y en ella no hay tiempo para novios formales. Por lo menos hasta que termine la carrera de Medicina dentro de nueve años.
Miro por la ventana los colores del jardín. Mi madre lo cuida muchísimo, quiso plantar las flores típicas de México y se asegura de que estén bien cuidadas para que todo esté siempre lleno de colores. Creo que así se acuerda de su abuela, que vendía flores en los mercados de Sonora para poder poner siempre comida en la mesa. Está muy orgullosa del cempasúchil, las coloridas caléndulas naranjas que usamos en las celebraciones y fiestas tradicionales.
Mi madre siempre nos recuerda que ahora somos unos privilegiados, que tenemos una vida que mucha gente en mi país no podría ni imaginar.
Después de ponerme el vestido que Lola ha elegido para mí, bajo por la escalera de caracol de piedra y paso al lado de las piezas de arte de cerámica de colores que jalonan cada escalón. Cada detalle de la Joya de Sandoval ha sido diseñado por mis padres con la idea de crear un santuario para nuestra familia.
Cuando paso junto al estudio de mi padre, percibo que está teniendo una discusión muy acalorada con el señor Cruz.
—Ya lo he aceptado como cliente —oigo que le dice al señor Cruz en un tono firme—. No voy a traicionarlo.
—Tienes que darnos la información que nos hace falta, Óscar —responde Cruz, mientras yo echo un vistazo por la rendija que deja la puerta entreabierta—. Demuéstrame que eres leal a un viejo amigo.
—No es una cuestión de lealtad —replica mi padre enfadado, cruzándose de brazos—. Eres como un hermano para mí, Francisco. No vuelvas a insinuar semejante cosa. —La expresión de su cara enseguida se suaviza cuando me ve en el pasillo observando la escena—. Por fin estás aquí, cariño —dice mi padre, que sale de su oficina y nos guía al señor Cruz y a mí hacia el patio.
—¿De qué estabais hablando el señor Cruz y tú? —pregunto.
—De nada, Dalila —dice—. Cosas aburridas de negocios.
Quiero insistir para que me cuente más, pero los demás nos están esperando cuando llegamos al patio.
—Cada año estás más guapa, jovencita —me dice la señora Cruz.
Los invitados se sientan en las sillas acolchadas que hay en el patio abierto mientras mi madre les sirve una especie de brandy de color ámbar. El señor Cruz luce un bigote espeso y un traje gris; un pañuelo rojo se asoma por el bolsillo de su chaqueta. Se puede deducir que tiene dinero solo con mirarlo. La señora Cruz tiene un aspecto tan maravilloso que parece que se ha pasado el día entero en el salón de belleza antes de venir a cenar a casa. Lleva el pelo recogido en un moño bajo y las lentejuelas del vestido brillan tanto que parece que iluminan el patio.
Su hijo, Rico, ha cambiado un montón desde el año pasado. Se nota que ha estado haciendo ejercicio y cuidando su cuerpo. No usa ropa informal como la mayoría de los chicos de diecinueve años que conozco, sino un traje hecho a medida. Se ha cortado el pelo de tal manera que resulta más carismático. Es una combinación peligrosa.
Rico me saluda sin dejar de mirarme fijamente.
—¿Te acuerdas cuando, de pequeños, tiramos una de las macetas de tu madre jugando al escondite? —pregunta—. Te encantaban las flores, pero supongo que tus intereses han cambiado. Mi padre me ha dicho que tienes pensado ir a la universidad el año que viene, a estudiar Medicina.
—Sí. Quiero ser cirujana cardiovascular —le comento.
—Vaya —dice la señora Cruz, impresionada—. Me parece una decisión muy ambiciosa —añade.
Mi madre la mira y le sonríe de una forma cálida.
—Estamos muy orgullosos de Dalila.
Sé que está pensando en mi hermano mayor, Lucas. Si no hubiera sido por un soplo en el corazón, aún estaría vivo. Aunque ya hace tres años que murió, pienso en él todos los días y desearía que estuviera aquí. Sé que a ella le pasa lo mismo.
El señor Cruz mira a mi padre.
—Menos mal que no tengo hijas. No las dejaría ir a la universidad ni salir de casa sin guardaespaldas.
—Mis hermanas y yo sabemos cómo cuidarnos solas —respondo.
—Podéis cuidaros solas porque vivís en Panche —dice Rico con una sonrisa arrogante—, pero Panche no es el mundo real.
Arqueo una ceja.
—¿Insinúas que mi vida no es real?
—Solo digo que ahí fuera está el mundo de verdad, y que tú no sabes ni que existe.
Estoy empezando a cabrearme, pero mi madre me pone una mano en la rodilla para que me calle.
Lola aparece en ese momento y nos dice que la cena está lista, por lo que respiro aliviada. Espero que el tema de conversación cambie cuando empecemos a comer. Mientras intento seguir a los demás hacia el comedor, Rico se acerca a mí.
—No era mi intención insultarte.
—No me he sentido insultada —le digo—, pero no me gusta que insinúen que soy débil.
Rico me ofrece el brazo. Es evidente que no ha captado mi indirecta respecto a que no estoy buscando un trato especial.
—Mi padre me dice que hay que tratar a las mujeres como flores delicadas.
Intento contener la risa, pero no lo consigo.
—En serio. Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida. No soy una flor y no necesito que nadie me proteja. Soy una chica dura y puedo ocuparme de mí misma sin ningún problema.
—¿De verdad? —Me guiña un ojo—. ¿Crees que eres fuerte?
—Por supuesto que sí. —Asiento con la cabeza.
—Vale, mi querida señorita Sandoval. ¿Por qué no me enseñas cómo te defenderías de un tipo como yo?
—¿Aquí?
—Claro.
—Aquí no —añado. Me encantaría demostrarle que tengo razón, pero sé que eso avergonzaría a mis padres.
—En Sevilla pertenezco a un club de boxeo —dice Rico—. ¿Qué te parece si te llevo allí y me demuestras que no eres una frágil flor? Hasta podría enseñarte a boxear. ¿Te gusta el boxeo?
—El boxeo es como una religión en mi casa. Me he criado viendo peleas con mi padre y Lucas.
Rico levanta la cabeza y saca pecho.
—Yo soy casi profesional, estoy a punto de subir de nivel.
Entonces me quedo mirándolo.
—¿Tú? ¿Casi un profesional? ¿No eres el chico que se puso a llorar cuando se cortó con un papel haciendo un avioncito?
—Eso no cuenta. Tenía cinco años.
—De todas formas, nunca podrías convencer a mi padre para que me deje ir a un gimnasio de boxeo. —La verdad es que me encantaría salir, aunque fuese con el estúpido de Rico, que piensa que las mujeres somos flores delicadas. Tengo intención de demostrarle que no soy tan débil como se cree.
—No te preocupes —dice Rico seguro de sí mismo—. Al final de la cena, tu padre te dejará venir. Al fin y al cabo, considera a mi padre como un hermano. Confía en mí.
Durante la cena, Rico le cuenta a mi padre lo del gimnasio.
Mi padre me mira serio y con curiosidad
—¿Te gustaría ir a boxear, Dalila?
—Sí —confieso—. Quiero demostrarle a Rico que no soy una flor delicada sino una chica dura que puede valerse por sí misma.
Ryan
El club de boxeo Lone Star de Loveland en Texas, me recuerda al gimnasio en el que entrenaba en Chicago. Los dos son lugares para boxeadores con ganas, que entrenan con la esperanza de llegar a ser profesionales algún día. La mayoría de los chicos que vienen aquí a diario son como yo, y entrenamos lo máximo posible.
—¿Dónde estabas, Hess? —Larry, un adicto a los esteroides, me llama desde la recepción del club cuando entro por la puerta—. Normalmente llegas de madrugada.
—Cosas que pasan —digo.
—Cuéntamelas, tío.
Me lanza una toalla blanca que de tan lavada se le está despegando el logo. La cojo en el aire y voy al pequeño vestuario que hay al otro lado del gimnasio. Después de la charla que he tenido con Paul esta mañana necesitaba venir aquí. Es el único sitio en el que encajo, donde tengo el control de mi destino. Antes, el boxeo era mi válvula de escape, pero ahora ya forma parte de mi vida. Me da igual el sudor o el dolor. Cuando estoy luchando, mi mente está en paz y puedo concentrarme sin que nada ni nadie me distraiga.
Después de cambiarme, busco un saco de boxeo libre. A la mayoría de los que vienen aquí no les gusta hablar, algo que a mí me parece bien. No suelo hablar a menos que tenga algo que decir.
—¡Mira a quién tenemos aquí! Si es nuestro delincuente residente, Ryan Hess en persona —dice mi amigo Pablo. Él se pasa por el forro esa norma no escrita de no conversar en el gimnasio. Trabaja aquí un par de días a la semana y asiste al instituto Loveland conmigo—. Pensaba que estarías en el funeral —dice.
Doy un puñetazo al saco y empiezo a calentar.
—Estaba.
—¿Por qué te has escapado tan pronto?
—No me he escapado, Pablo —replico y dejo de boxear—. Estaba allí y me he pirado. Fin de la historia.
Sonríe, uno de los dientes delanteros está astillado, una señal de que no siempre va a lo seguro.
—¿Sabes lo que necesitas?
—Estoy seguro de que me lo vas a decir, quiera o no. —Pasaría de él, pero he dejado los auriculares en la mochila para no desconcentrarme.
—Necesitas pulir tus habilidades sociales.
«Lo que tú digas».
—Tal vez no quiero ser sociable. —Golpeo el saco otra vez.
Y otra.
—Necesitas que alguien te ayude, porque no puedes luchar contra el mundo tú solito, Hess. No eres una isla.
¿De qué coño habla? ¿Una isla?
—Has leído demasiados libros de autoayuda, Pablo. ¿Por qué no subimos al ring y entrenamos?
Se ríe y su risa resuena por todo el gimnasio.
—No me voy a meter en el ring contigo, Hess. Cuentan por ahí que la semana pasada noqueaste a Roach —recuerda—. Y a Benito la anterior.
—Eso fue porque estaban desconcentrados.
Pablo hace una mueca.
—Son dos de los mejores boxeadores del club, capullo. O por lo menos lo eran hasta que llegaste tú. Peleas como si llevaras toda la vida dando puñetazos.
Lo que no sabe es que de pequeño era un debilucho. En el colegio al que iba en los suburbios del oeste de Chicago, siempre me pegaban. No hablaba mucho y compraba la ropa de segunda mano en Goodwill. Era un marginado, un niño que no encajaba. ¡Joder! Sigo sin encajar y sin hablar mucho. Pero enseguida aprendí que no mola nada que te den una paliza.
Un día, en séptimo curso, Willie Rayburn me estaba persiguiendo a la salida de clase, como siempre. El muy gilipollas me estaba dando el coñazo, y yo estaba intentando pasar de él. Entonces, me encontré con un estudiante de secundaria que se llamaba Félix. Vivía en la caravana al lado de la nuestra. Me preguntó por qué le tenía miedo a Willie, y yo me encogí de hombros. También me preguntó si quería aprender a pelear. A lo que en seguida contesté que sí.
Desde aquel día, de vez en cuando quedaba con Félix en la parcela que había detrás del parque de caravanas, y él me enseñaba a boxear. Decía que su padre era boxeador y que, si aprendía a dar un puñetazo como un profesional, los tipos como Willie Rayburn me dejarían en paz.
Me acuerdo de la primera vez que me peleé con Rayburn. ¡Fue la leche!
Apareció en la cafetería del colegio. Yo estaba hablando con una chica muy guapa, que se llamaba Bianca. Willie se acercó y le dijo a Bianca que yo era un mierda, y que mi madre era una puta alcohólica. No soportaba que la gente supiese que vivía en un parque de caravanas viejo y sucio, a las afueras de la ciudad. Lo cierto era que mi madre tenía un largo historial llevando tíos a la caravana, pero no era ninguna puta. Ella tenía la esperanza de que uno de ellos se quedara el tiempo suficiente para poder cuidarla. Al final, lo único que hacían era ponerle un ojo morado e impulsarla a beber más.
Odiaba mi vida, a mi padre por haberse largado, a mi madre y a Willie Rayburn.
Ese día, todo lo que tenía dentro de mí estalló como un volcán. Ya no iba a seguir sintiendo lástima por mí mismo ni a hacerme la víctima.
Antes de darle tiempo a que me golpeara o me tirara al suelo, le endiñé a Willie un tremendo gancho de izquierda. Cayó al suelo y, enseguida, me puse encima de él y le pegué una y otra vez mientras me caían las lágrimas por la frustración que sentía. Mis puños siguieron dando golpes hasta que tres vigilantes del comedor vinieron a separarnos.
No me importaba haberle roto la nariz ni que me hubieran expulsado una semana. Cuando volví, los otros niños ni siquiera me miraban por miedo a que les hiciera lo mismo que a Willie. En vez de molestarme, aquello me hacía sentir poderoso. Me gustaba que la gente no se metiera conmigo y que pensaran que era duro.
Aunque seguía siendo un marginado.
El gimnasio se queda en silencio de repente, cuando Todd Projansky, el dueño, entra con cuatro tipos que parecen ser boxeadores profesionales.
—¿Quiénes son esos tíos que vienen con Projansky? —le pregunto a Pablo.
—El del medio es un luchador que se llama Mateo Rodríguez —responde en voz baja—. Al parecer entrena en un gimnasio de México donde Camacho ayuda a un par de tíos. Lo he visto pelear. Es bueno.
Espera un momento. Mi cerebro no consigue procesar lo que creo que acabo de oír.
—Repite eso. ¿El tío ese conoce a Camacho? ¿Te refieres a Juan Camacho, la leyenda del boxeo?
—El único e inigualable. —Pablo se encoge de hombros—. Por lo menos eso es lo que se dice por ahí.
¡Me cago en la leche! Juan Camacho es un boxeador mexicano famoso en todo el mundo, que fue campeón de boxeo en peso pesado en los años setenta. Fue una auténtica estrella, se hizo con el título de campeón del mundo en varios campeonatos consecutivos. Y luego desapareció sin dejar rastro. Ya debe de tener más de sesenta años. Era un luchador de la vieja escuela que entrenaba como un animal.
Cuando empecé a boxear, veía sus videos e imitaba sus movimientos. Hacía como que peleaba contra él, copiaba sus golpes rápidos y la forma en la que se movía por el cuadrilátero. Si el Rodríguez este lo conoce…
—Voy a ver si es verdad.
—No. —Pablo me agarra del hombro y no me deja avanzar—. No te puedes acercar a un tío como Rodríguez.
—Tal vez tú no puedas, pero yo sí. —Cruzo el gimnasio con el único objetivo de averiguar si el rumor es cierto.
Mateo Rodríguez es moreno, lleva una camiseta de tirantes blanca y pantalones cortos, tiene pinta de estar listo para pelear en cualquier momento. No es el típico tío musculoso con cara de loco, y no impone demasiado respeto, pero hace mucho que aprendí que no me puedo fiar de las apariencias hasta que vea cómo pelea en el ring.
Está de brazos cruzados viendo entrenar a dos tíos, a los que analiza como quien va a comprar ganado. Cuando me detengo delante de él, levanta la cabeza.
—He oído por ahí que conoces a Juan Camacho —pregunto sin dudar ni un segundo—. ¿Es verdad?
No me responde y me mira con cara de curiosidad.
—¿Quién es este gringo? —le pregunta a Projansky.
—Es Ryan Hess, un nuevo luchador que viene de Chicago —explica Projansky—. Se mudó aquí el año pasado cuando su madre se casó con el sheriff Blackburn.
Rodríguez me pone mala cara.
—Mira, colega, Camacho no firma autógrafos.
—No quiero un autógrafo —le digo—. Quiero conocerlo y pedirle que me entrene. ¿A qué club pertenece?
—¿Entrenarte? —A Rodríguez le da la risa y luego me mira fijamente—. Camacho no pertenece a ningún sitio. Y te aseguro que no tiene tiempo que perder con capullos como tú, que no saben una mierda de boxeo y que creen que pueden llegar a algún lado.
El problema de Rodríguez es que ha cometido el error de juzgar mi habilidad antes de verme en el ring.
—¿Echamos tres asaltos? —lo desafío—. Si gano, me presentas a Camacho.
—¿Me estás retando?
—Sí.
En su cara se dibuja una pequeña sonrisa.
—¿Y si gano yo?
Lo miro directamente a los ojos.
—No lo harás.
—Eres un presumido hijo de puta, ¿no? —De repente siento que todos nos miran. Los tíos como Rodríguez no rechazarán nunca un desafío, porque piensan que es su masculinidad lo que está en juego. Algunos lo arriesgarían todo para salvar sus egos, dentro y fuera del ring—. Te voy a decir algo, Hess. Te lo pondré fácil. —Les guiña el ojo a sus amigos—. Vamos treinta segundos al ring. Si das un puñetazo en condiciones, te presentaré a Camacho.
¿Un puñetazo en treinta segundos?
—¿Dónde está el truco? —pregunto.
—No hay truco —dice, abriendo los brazos—. No hay trampa. Si no eres capaz de darme un golpe en treinta segundos, es que no tienes lo que hace falta.
Le tiendo la mano
—Trato hecho.
Vuelvo a donde está Pablo.
—¿Quieres ser mi asistente? Has dicho que me cubrirías las espaldas.
—No he dicho que te cubriría las espaldas. —Pablo dice que no con la cabeza con tanta fuerza que parece que le va a explotar el cerebro—. He dicho que deberías ser más sociable y tener un equipo que te cubra las espaldas. Yo no soy un equipo.
—Bueno, eres todo lo que tengo.
Le cruje el cuello cuando mira a Rodríguez y a sus amigos, que están en el cuadrilátero preparándolo para la pelea.
—¿Crees que puedes darle un golpe en medio minuto? No me malinterpretes, eres un gran luchador, Hess. Pero él lleva mucho más tiempo que tú peleando. Puede ponerse a bailar durante treinta segundos y hacerte quedar como un gilipollas.
—No entra en mis planes parecer un gilipollas. Sé que puedo hacerlo. ¿Cuento contigo?
Pablo suelta los hombros como si fuera él quien estuviera a punto de pelear.
Cuando me coloco en una esquina del ring, el dueño del gimnasio se me acerca rápidamente.
—Eres un luchador bastante bueno, Ryan —dice—. Pero Mateo Rodríguez no es moco de pavo. Como te distraigas un solo segundo, te machacará como si fueras un trozo de carne cruda. Esos treinta segundos te van a parecer treinta minutos.
Asiento con la cabeza.
—¿Le has soltado a Rodríguez el mismo discurso?
Projansky niega con la cabeza.
—No. Tú estás en clara desventaja.
Llevan toda la vida despreciándome, así que sus palabras me importan una mierda. En todo caso, me hacen más fuerte y me ayudan a concentrarme en mi objetivo. Un puñetazo. Eso es lo único que me hace falta.
—Tiene una buena derecha, así que ten cuidado con la fuerza de sus golpes —me dice Pablo cuando Projansky se coloca entre el público que está fuera del ring—. Lo he visto noquear a un tipo de un solo golpe en el primer asalto. No te acerques mucho a él.
—¿Y cómo se supone que le voy a dar un puñetazo potente si no me acerco a él? —pregunto con ironía.
Pablo se encoge de hombros.
—Ni idea, tío.
Cuando suena la campana para indicar que empieza la pelea, Rodríguez y yo bailamos alrededor del ring. Él golpea el aire unas cuantas veces mientras yo esquivo sus puñetazos. Una de esas bombas en el aire me deja espacio suficiente para intentar darle un derechazo en el hígado, pero solo consigo rozarlo, porque él retrocede muy rápido.
—¿Crees que lo puedes conseguir? —se burla Rodríguez mientras nos movemos por el ring.
—No te preocupes por mí —respondo mientras le pido con los guantes que se acerque—. ¿Por qué no vienes aquí?
—Estoy esperando a que te muevas. Llevamos diez segundos y todavía no has conseguido nada…
—Hay tiempo suficiente —digo lleno de confianza.
—Tictac, tictac… No te olvides de mantener las manos en alto —suelta de manera condescendiente, como si fuera mi primer combate.
No se imagina que el ring es el lugar donde me siento más cómodo en el mundo. Cuando estoy aquí, todo lo demás da igual.
Suelo tener mucha paciencia cuando peleo, analizo con detalle a mi oponente. Así consigo ser impredecible. A veces me quedo lejos y a veces prefiero acortar la distancia para golpear fuerte y rápido. Si pienso que una técnica no me conviene, la cambio. El problema es que este asalto no dura los tres minutos habituales. Solo treinta segundos. Tengo que jugar mis cartas ya…
Pablo dice que Rodríguez es un gran bateador, lo que significa que puede ser lento pero muy potente. Voy a dejarle pensar que tiene la oportunidad de noquearme. Entonces iré a buscar mi premio.
Acorto la distancia y veo en la mirada de Rodríguez que está hambriento de sangre. Sé que su puñetazo va a doler, pero estoy preparado.
Se cree que ya ha ganado el combate cuando me suelta un gancho y finjo tropezar y caer hacia atrás para que se crea que me tiene bajo sus pies. Por supuesto que soy más fuerte de lo que parezco, e incluso soy mejor actor que atleta.
Los tíos tan egocéntricos suelen celebrar sus logros antes de alcanzarlos.
Mientras mira a sus amigos para alardear de su victoria, me recompongo rápidamente y le lanzo un gancho seco en la mandíbula justo en el momento que suena la campana. Ahora es Rodríguez el que tropieza hacia atrás.
—La próxima vez no te olvides de mantener las manos en alto —bromeo.
Le ofrezco mis guantes en señal de que se acabó el enfrentamiento. Rodríguez ha querido ponerme a prueba y yo he cumplido. Ahora me toca a mí recibir el premio.
Golpea mis guantes, un toque con los guantes entre boxeadores es señal de respeto.
—Eres duro —afirma—. Cualquier otro habría caído con ese gancho.
—Yo no soy cualquier otro.
—Eso está claro.