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Mientras tuviera vida, la dedicaría a ella, a hacerla feliz con la fuerza de un millón de soles. Desde hace siete generaciones, en la familia Windstone solo nacen varones. Todos dotados con la habilidad de sugestionar la mente de los otros y un instinto infalible para reconocer el peligro. Hasta que nace Phillipa James Windstone, una fuerza de la naturaleza en todos los sentidos. Jackson Deveraux es un agente del FBI con una carrera sobresaliente y un futuro más que brillante. Para él, "servir y proteger" es su forma de vivir la vida. Hasta que una misión, de la mano de la persona más inesperada, lo expone a su mayor vulnerabilidad. Cuando dos universos tan diferentes colisionan, solo el amor puede salvarlos, y les dará la fortaleza necesaria para abrazar su futuro, si tienen la valentía de hacerlo. A pesar del mundo y, sobre todo, de ellos mismos. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Jull Dawson
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más que una brisa, n.º 308 - octubre 2021
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1105-220-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Unas palabras sobre la obra
Así comienza esta historia…
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Agradecimientos
Acerca de la autora
Si te ha gustado este libro…
Para Zoe, por ser mi brisa y mi huracán.
Por ser quien me enseñó a amar sin condiciones ni medidas.
Por ser mi primer pedacito de eternidad
.
Escribí la trilogía de los Windsonte hace muchísimos años, es posible que si te gusta el romance New Adult los hayas leído. Durante mucho tiempo pensé en escribir como un desafío personal (ya sabes, ese «podré» o «seré capaz de…») un relato donde los personajes fueran superhéroes. Sí, como Batman o Superman o incluso alguno de los X-Men.
Viento oscuro, Viento calmoy Viento salvaje te cuentan cómo estos superhéroes se enamoran, y seguro que encontrarás una leve brisa de inspiración de los Cárpatos de Christine Feehan. Pensándolo bien, yo me inspiré en ella, y ahora Jull se inspira en Castalia Cabott. Y quizás la rueda siga girando.
Hace muchos años también una lectora me pidió más libros y yo me lamenté ante ella. Solo había imaginado un universo donde ellos eran los únicos con ese extraño poder de sugestión y ese instinto salvaje de detectar el peligro, como si el viento les hablara y ellos fueran las únicas personas en este mundo en entenderlo.
Y un día Jull me pidió permiso para continuar mi trilogía. «¿Qué tal», me dijo, «si el mayor de los hermanos, Bradford, tiene una hija?». Que fuera una hija cuando, generaciones tras generaciones, los Windstone solo engendraban varones me sorprendió felizmente.
Ni siquiera lo pensé.
He leído todos los libros de Jull Dawson. Me gusta su estilo, su forma de contar, es romántica, tiene un exquisito control de su pluma. Solo debes leer un libro para entender que en ella hay una brillante escritora.
Acabo de completar la lectura de Más que una brisa y estoy llena de anotaciones elogiosas. Creo que Jull está debutando con fuerza en narrativa erótica y lo hace de manera magistral. Pensé que el libro sería más sutil, romántico, y me encontré con el toque justo y perfecto de erotismo en esta apasionada relación que Jackson y Phillie inician.
Jackson es todo lo que deseas de un hombre: no solo es hermoso, sino valiente, sincero, leal y tan astuto como inteligente
Phillie es la niña mimada de su familia, y quien mejor entiende que cuando se trata de amar a veces no depende de lo que te dice la razón, sino de lo que el viento susurra en tus oídos y llega a tu corazón.
¿Una crítica? Me parece demasiado corta. Y cuando algo te parece demasiado corto es sinónimo de pasarlo bien.
Más que una brisa es una novela encantadora, una historia donde el romance se mezcla con la acción y ciertos superhéroes hacen lo que mejor saben hacer: cuidar a sus chicas.
Gracias, Jull, me siento honrada y emocionada.
Se me va de los dedos, la caricia sin causa,
se me va de los dedos… En el viento, al rodar,
la caricia que vaga sin destino ni objeto,
la caricia perdida, ¿quién la recogerá?
Pude amar esta noche con piedad infinita,
pude amar al primero que acertara a llegar.
Nadie llega. Están solos los floridos senderos.
La caricia perdida, rodará…, rodará…
Si en el viento, te llaman esta noche, viajero,
si estremece las ramas un dulce suspirar,
si te oprime los dedos una mano pequeña
que te toma y te deja, que te logra y se va.
Si no ves esa mano, ni la boca que besa,
Si es el aire quien teje la ilusión de llamar,
oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,
en el viento fundida, ¿me reconocerás?
La caricia perdida, Alfonsina Storni
Bradford es el mayor de los hermanos Windstone, dueños de la más prestigiosa empresa de investigación y seguridad privada en Chicago cuyas oficinas ocupan las últimas cuatro plantas de un edificio en el centro de la ciudad.
Estaba sentado al frente del majestuoso escritorio de madera rojiza, la luz imponente del mediodía ingresaba a raudales por las enormes ventanas de su oficina, dándole en ese preciso momento un aire casi místico. El silencio reinaba en el espacio y solo era interrumpido por el chocar frenético de sus dedos sobre el teclado de su Mac. El informe en el que trabajaba no iba a terminarse solo y sus hermanos lo esperaban para continuar con el último caso tomado.
Desde hacía mucho tiempo, no recordaba cuándo, quizás lo más acertado sería decir nunca, que su cabeza no se hallaba la mayor parte del tiempo tan dispersa, sus pensamientos rebotaban sin descanso entre el trabajo y Maddie, que lo esperaba en su departamento, tres pisos más arriba, en ese mismo edificio.
Brad siempre fue un hombre brillante, con una carrera increíble y una capacidad de trabajo que asombraba a quien lo conocía. Con un poder de concentración y una fuerza de voluntad inquebrantable, superiores a los de cualquier mortal. Sus hermanos y él formaron un equipo de trabajo impresionante con un récord imbatible del cien por ciento de los casos resueltos, de allí que su paso por el FBI fuera legendario, y motivo de estudio de los aspirantes a agentes, en su estadía en Quántico. Algunos hasta los consideraban un mito.
Pero de un tiempo a esta parte, una inquietud lo asolaba día y noche. Una rara sensación que no le agradaba en absoluto y que desde hacía siete meses era su fiel compañera. Justo desde el momento que se hubo enterado de que sería padre.
Esa opresión ya tan familiar bajo las costillas hacía que su humor volátil por naturaleza estuviera rozando los extremos a cada instante. Para alguien como él, para quien el control era indispensable en la vida y su línea de trabajo, era, al menos, inaceptable. Lo único que lograba calmarlo era pensar por qué se sentía así.
Y entonces, allí mismo, en ese inconmensurable trocito de tiempo, en ese instante, el mundo volvía a girar sobre su propio eje y la dicha lo colmaba, la sonrisa de hombre enamorado se instalaba en su rostro y le permitía respirar hondo: Maddie y su bebé.
Un bebé tan testarudo como su madre, que no se dejó ver en ninguna de las seis ecografías que habían tomado.
No es que tuviera dudas, desde hacía siete generaciones que en su familia los Windstone solo engendraban varones. Una peculiaridad más, que se sumaba al poder de sugestión que tenían los hermanos y a la capacidad de comunicarse con el entorno: hociqueando el viento y dejándose fluir, podían percibir el peligro.
Se estiró sobre su sillón, en un intento vano de relajar los músculos de la espalda, y se inclinó hacia la pantalla, leyó veloz el informe y guardó el documento en el disco compartido con sus hermanos, y del cual solo ellos tenían acceso. En Wind & Stone se manejaba información muy sensible de los clientes y ninguna precaución sobraba.
Bloqueó la pantalla de su computadora con su huella dactilar y recogió el saco del perchero. Se detuvo un instante frente a los cristales y contempló azorado, una vez más y como cada vez que lo hacía, el paisaje a sus pies. Amaba Chicago, aunque no se pareciera en nada a la tierra de sus ancestros.
Chicago con sus rascacielos, todo en vidrio y acero, autopistas y ruido. Desde su ventana divisaba la bahía del lago Michigan, los barcos, todo tan azul como el cielo y el mar, y tan gris como el metal y el cemento.
Santa Fe con su cielo turquesa y las montañas del color del ocre, arcilla y tierra, arena y calma, reinando solo la paz y el sonido del viento que traía consigo los murmullos de los antepasados.
Con paso ágil llegó hasta el ascensor y los tres segundos que demoraron en abrirse las puertas se le hicieron eternos. Al llegar a su piso la vio.
Maddie mordisqueaba una manzana, sentada en su sillón favorito, mientras acariciaba su vientre abultado. Sus piernas estaban cubiertas por una manta que estuvo con cada primer hijo, por las últimas tres generaciones, porque a pesar de estar corriendo el mes de septiembre, el otoño se presentaba muy fresco, algo bastante inusual.
—Hola. —Él se arrodilló a los pies de Maddie y dejó un beso tierno sobre su mano y otro en su hijo—. ¿Cómo está mi ratoncita?
—Brad. —Suspiró bajito, mirándolo con dulzura y perdiendo la mano en su larga cabellera—. Estoy, estamos muy bien, ya listos para ver a la doctora Smith. ¿Crees que podremos verlo hoy? —preguntó esperanzada.
—Espero que sí, ha estado jugando a las escondidas hasta ahora, ya es tiempo de ver que es tan hermoso como tú.
—¿Eso crees? Tengo la sensación de que va a ser todo un Windstone.
—Ya veremos, voy a cambiarme en un segundo y salimos.
Brad se levantó y dejó un beso dulce en la frente de Maddie, tomó las manos de ella entre las suyas y la ayudó a ponerse de pie.
Maddie respiró hondo y se dispuso a avanzar hacia la cocina, no había querido preocupar a Brad, durante toda la tarde tuvo algunos dolores que iban y venían, por lo que asumía que no eran otras que las contracciones de preparación del parto y que muchas mujeres suelen tener durante casi todo el embarazo, no era extraño que ella las tuviera a un mes de dar a luz.
Y si tomaba en cuenta, algo imposible de obviar, cómo se exasperaba Brad en torno a cualquier tema que la involucraba, sobre todo ahora que estaban esperando su primer hijo, mejor comentarlo en el consultorio cuando llegaran.
Pero no lo hicieron.
Brad escuchó el grito apagado y horrorizado de Maddie antes de siquiera elegir la camisa que iba a ponerse. Sus instintos prevalecieron y salió disparado hacia su esposa, para encontrarla apoyada en la isla de la cocina, sujetándose con fuerza al mármol y abrazando su prominente cintura, parada en medio de un charco de sangre.
La sola visión ante él lo dejó petrificado por un instante. Maddie lo miró por sobre su hombro y la mueca de dolor en su rostro pálido lo activó como si su sistema fuera alimentado con combustible para naves espaciales.
—Maddie… —musitó, dijo, pensó… Nunca lo supo. Brad corrió a su lado—. Maddie… Voy a llevarte al hospital ya, resiste para mí, nena. Resiste.
Al mismo tiempo que trataba de calmar a su esposa, presionó el discado rápido donde estaba almacenado el contacto de Troy, que sabía que estaba en su oficina reunido con los muchachos y poniéndolos al día con las instrucciones de la misión en la que estaban trabajando. El aparato llamó dos veces y su hermano respondió, aunque no le dio tiempo de decir nada.
—Estoy llevando a Maddie al hospital, algo no va bien, te veo en la cochera en dos minutos. —Y cortó la comunicación, no necesitaba respuesta.
Dos minutos más tarde, llegó al estacionamiento del edificio en el primer subsuelo, y encontró a Troy con la camioneta en marcha y la puerta trasera abierta de par en par, esperando por ellos.
—Dalton está en el campo de tiro, nos alcanza en el hospital.
Maddie jamás estuvo tan asustada en su vida. Su mente se enfocaba en sentir los movimientos del bebé y la cara de Brad. Si Brad estaba asustado, era algo malo, muy malo. Su marido desconocía el sentimiento del miedo, a veces creía que ni siquiera sabía de la existencia de esa palabra. Por lo visto estaba equivocada.
Troy voló por las calles de Chicago, el puñado de cuadras que los separaban hasta el Mercy Hospital desaparecían unas tras otras. Su concentración estaba en la ruta que tenía delante, Brad se ocupaba de Maddie y su trabajo era transportarlos seguros a pesar de todos los semáforos en rojo con los que se cruzó.
Los hermanos Windstone no pasaron desapercibidos en la sala de urgencias, el tono de sus voces, la emoción y sobre todo la sugestión impresa en cada una de sus palabras, pudieron contra toda la burocracia reinante, como un ballet coreografiado, médicos y enfermeras se encargaron de llevar a Maddie hasta el quirófano. Nadie se opuso cuando pidió indicaciones para cambiarse y acompañar a su esposa.
Algunos minutos después, tenía entre sus manos las de Maddie, cuando un llanto agudo silenció a todos en el aséptico cuarto.
—¡Es una niña! Felicidades, papás. Brad, ¿quieres cargarla y llevarla hasta Maddie? —preguntó con premura la doctora Smith.
La sorpresa y felicidad estaban reflejadas en la cara de ambos.
Un rato después y ya instalados en su cuarto, esperaban por el resto de la familia para dar las buenas noticias. Las… inesperadas noticias.
Maddie sostenía a la niña en brazos, recostada en una cantidad enorme de almohadas. Sentado a su lado, Brad las contemplaba con una sonrisa en su rostro, las tocaba, las acariciaba, las besaba. En su mente todavía veía el charco de sangre en el piso de la cocina, y esa imagen, que le hizo sentir el terror más absoluto, tardaría mucho tiempo en desvanecerse.
—¿Brad? —lo llamó con dulzura cuando se dio cuenta de que estaba abstraído jugando con la manita regordeta de su hija.
—Dime, ratoncita. —Sonrió hacia ella una vez más.
—Tenemos que elegir un nombre, pronto.
—Ya lo creo, no tengo ni idea de cómo sucedió que tuviéramos una hija, ni tampoco a quién preguntarle; esta hermosa princesa necesita un hermoso nombre, ¿tienes alguno en mente?
—Sí, me haría muy feliz que la llamáramos como mi madre —dijo bajando la mirada a su hija, que se aferraba a su dedo con fuerza.
—Me parece perfecto: Phillipa James Windstone. —Con una emoción a la que no podía ponerle nombre, aunque su vida dependiera de ello, bajó sus labios hasta la pequeña cabeza y besó, con una suavidad recién estrenada en él, la pelusa rubia de su bebé—. Bienvenida, hija. —Inspiró profundo y llenó sus pulmones del cálido aroma, uno dulce y nuevo, que lo agitó hasta las profundidades de su ser.
Con su mano libre, acomodó un mechón rebelde del cabello de su ratoncita tras la oreja y depositó un beso reverencial en su frente. Maddie era su mujer, su alma, y el motor de su existencia. Y todo eso que sentía quedó hecho trizas cuando su pequeña Phillie tomó su dedo en la manita y lo apretó, doblegando su voluntad con la dulzura de una brisa y la fuerza de mil huracanes.
La oficina del FBI en Nueva York bullía de actividad esa mañana, el principal informante del agente Deveraux al fin tenía una pista sólida.
Joseph «Joe» Hamilton llegaría en horas del mediodía procedente de Valencia, y si él estaba en la ciudad, seguro que era para una transacción de alto riesgo. Sus negocios eran turbios, aunque jamás a lo largo de los años se le había podido comprobar nada. Una estrategia impecable y una legión de carísimos abogados lograban que, a pesar de llevar un par de décadas en la mira del buró, no pudieran apresarlo.
Todo esto podría cambiar de un momento para otro, si estaba en Nueva York era porque en la ciudad estaba Joey Hamilton, su único hijo y heredero de los negocios de la familia, recién llegado de Los Ángeles.
En la calle se rumoreaba que el hijo no tenía las habilidades del padre, sobre todo en el área de la paciencia y la discreción, lo que llevaba a que, en poco menos de dos años, Joey tuviera un blanco pintado en la espalda, por la competencia en sus propios negocios y por los agentes federales.
Hamilton padre abarcaba todo tipo de industrias si le proporcionaba ganancias, no se interponían la moral ni los principios. Su conglomerado se encargaba de dar refugio y salvoconductos a terroristas, compra y venta de armas, tanto a un bando como al otro en Sudamérica y Europa del Este, extorsiones políticas y de las grandes empresas multinacionales, pasando por petroleras hasta farmacéuticas. Parecía ser que el único ítem que escapaba a sus servicios era el narcotráfico, aunque desde que Junior se unió al negocio era una opción más que abierta para un futuro no tan lejano.
La sala de reuniones en el edificio Hoover zumbaba de actividad. El operativo de vigilancia de Joey Hamilton era de vital importancia. Un equipo de doce agentes dependía de Jackson Deveraux para recolectar información, la necesaria para el próximo movimiento de la fuerza federal.
Hamilton no se manejaba para todos sus tratos de la misma manera, muchos se pagaban con transferencias a Praga, a Suiza, algunas a Sudáfrica, y muchas de ellas, las cuales tenían valores que superaban las siete cifras, a través de ventas ficticias de obras de arte, que se encontraban en el mercado y algunas también del mercado negro.
Y por esa razón su oficina estaba tan involucrada.
Jack revisó el dosier una vez más, las veces que Joey estaba en la ciudad siempre, sin excepción, pasaba parte de sus noches en el 1OAK, uno de los clubs más importantes de Nueva York. La discoteca era famosa por su público exclusivo, como hace referencia su nombre real One of a Kind, y su locación, 453 W 17th Street en Chelsea, cerca del Meatpacking District.
El objetivo de esa noche era sencillo, colocar micrófonos y rastreadores a los vehículos en los que se transportaba Hamilton y su gente, como así también en el departamento en el que se hospedaba. Eso indicaba un gran cambio de estrategia, ya que era la primera vez que no se quedaba en un hotel. Lo que implicaba que, en esta ocasión, quizás necesitara más privacidad, lo que solo aumentaba el riesgo y la importancia de la transacción entre manos.
—Josh —llamó a su compañero—, paso por mi departamento por un cambio de ropa, haz lo mismo o no podremos mezclarnos en el club. Nos vemos en la puerta a las diez. ¿OK? —dijo ya de camino a los ascensores.
—Seguro, nos vemos allí.
Joshua Pritchet era su compañero desde que ingresara en la academia; luego de tantos años, era más su amigo que su colega. Y ya habían perdido la cuenta de la cantidad de veces que uno salvó la vida del otro. Si Jack pudiera, lo llamaría hermano. Bien sabido era por quienes los conocían que tenía ese puesto ganado a pulso.
Jackson salió del edificio y presionó la alarma de su auto, no era fan de utilizar los vehículos de la agencia, parecían tener grabadas a fuego las palabras «agente federal» en cada puerta, rueda auxiliar y hasta en el techo.
Las luces de su Toyota Corolla gris oscuro se encendieron, en un acto ya automático, se desató el nudo de la corbata y la guardó en el bolsillo del saco. Con un gesto de cabeza, saludó al guardia del estacionamiento y se dirigió a su departamento. El viaje no excedía los quince minutos, para él duró lo que un parpadeo.
Jackson vivía en el 106 Cambridge, en Brooklyn, un departamento de dos plantas que había sido de sus padres muchos años atrás y que cuando llegó a Nueva York, apenas salir de la academia, se convirtió en su hogar. Si bien lo amaba, le traía recuerdos, pocos, porque vivió allí de muy pequeño, pero agridulces, y además era demasiado grande para él solo.
En sus planes no figuraba la idea de formar una familia, su línea de trabajo y sus prioridades se lo impedían, como así también su experiencia de vida. Con ese pensamiento recurrente, la próxima vez que visitara a su abuelo en Virginia lo conversarían. Vender esa propiedad era una decisión para tomar en familia.
El destino de esa noche quedó sellado en ese momento: a beber y bailar hasta caer rendidos.
—¡Estás preciosa! —dijo Allie cuando la vio salir del cuarto de invitados que utilizaba al estar en la ciudad—. Date una vuelta y deja que te mire.
Phillie obedeció y giró varias veces para él. La suave tela negra se pegaba a su figura, con un ligero vuelo a la altura de las rodillas, la espalda descubierta y breteles tan finos que apenas si se veían, el abrigo de la misma tela, zapatos y bolso rojos.
—Lo que dije, estás impresionante. —La abrazó y besó su frente—. Me van a mirar y no de buena manera —agregó con un mohín divertido.
—Gracias, Allie, vamos a pasarlo genial. —Apoyó ambas manos en los hombros de su amigo y miró directo a sus ojos claros—. Y lo que vean u opinen los demás esta noche no nos importa, ¿OK? —Phillie cargó sus palabras con toda la sugestión que pudo, haciendo un esfuerzo extra.
Por regla general, no utilizaba sus habilidades con amigos, salvo cuando fuera muy necesario o se encontrara en alguna clase de peligro. Y con su familia de sangre no surtía efecto. Nadie fuera de su círculo inmediato, sus padres y tíos, sabían de las peculiaridades de los Windstone. Y así debía permanecer, a cualquier costo. En este caso era necesario, no podía ver sufrir a Allie si podía hacer algo tan pequeño para aliviarlo de alguna manera.
Phillie, como su padre, fue consciente de su poder a los doce años, solo que en ella todo se presentaba con más intensidad, debía tener mucho cuidado con sus tonos y sus palabras. El único pesar que tenía con Allie era ese, no poder decirle, no poder compartirlo, era demasiado arriesgado para todos los involucrados. Su madre, Maddie, le aseguraba todo el tiempo que no estaba mintiendo, solo omitiendo. E incluso si así fuera, se sentía poco honesta. Y poco honesta, en su mundo, era igual a mentir.
Llegaron al club y tomaron asiento en una de las mesas, la música era genial, y perdieron la cuenta de la cantidad de martinisque bebieron. De repente, una de las canciones favoritas de Phillie comenzó a sonar: No Running From Me de Tolousse.
—Vamos, Allie, ven a bailar conmigo —dijo Phillie tratando, sin éxito, de arrastrarlo a la pista de baile.
—No, preciosa, estoy mareado, no es una buena idea, en un rato quizás… —Quiso sonar seguro, pero quedó en blanco al mirar hacia el otro lado del recinto.
—Alliiiiieeeee… —claudicó—. OK, voy sola —replicó y soltó su mano.
Al girar se encontró con el objeto de la distracción de su amigo, parado junto a una de las mesas al otro lado de la pista.
Todo su sistema colapsó, su respiración se agitó, su corazón golpeaba tan fuerte en su pecho que era muy probable que la gente a su alrededor pudiera percibirlo, un cosquilleo extraño, como nunca sintió en su vida, recorrió su cuerpo. Empezó por los pies y siguió subiendo como una llamarada de fuego, despertando cada célula de su organismo, todas y cada una de ellas en estado de alerta. Y eso no era lo peor.
El hombre alto, muy alto, podía darse cuenta desde donde lo observaba sin disimulo, dejó el vaso de whisky sobre la mesa. En un movimiento fluido, y como ausente, revolvió su cabello corto, un claro gesto mecánico sin ninguna intención aparente, que causó estragos en su sistema nervioso y el alcohol de su cuerpo se evaporó ante esa imagen, tan sexy y masculina. ¡Dios! ¿Era real?
No era tonta, ni mojigata, tuvo sus aventuras de una noche, con la vergüenza a la mañana siguiente obligatoria de los casos, un par de novios, por poco tiempo cada uno, sin embargo ninguno de ellos en particular, ni nadie en general, habían logrado sacudirla de esa manera. En ese instante supo que su naturaleza diferente estaba involucrada, lo sabía, una mezcla extraña de miedo y anticipación la envolvió. Era un juego muy peligroso, mas confiaba en poder dominar la situación, como pasaba siempre en su vida. La tentación y el desafío se sumaron al juego. Y lo peor, o lo mejor, no estaba segura, llegó.
La canción cambió, Symphatie For The Devil saturó el aire, la sensualidad de la música la invadió y comenzó a contonearse. Y justo en ese momento, ese espécimen sacado de un catálogo de perfume caro y yates de lujo elevó su rostro y sus miradas chocaron de frente. Sintió el exacto instante en que su cuerpo vibró y sus ojos reflejaron esa sensación.
Jackson tomó un sorbo de su Glenlivet, no podía beber estando en funciones, pero también tenía que representar su papel, y un trago no hacía mella en él. Siguió con la mirada a sus agentes apostados dentro de la gran sala, mezclados entre los invitados del 1OAK, cuando, de repente, lo inimaginable para él sucedió.
Sus ojos quedaron fijos en esa cosita diminuta de vestido negro, que se movía sin grandes aspavientos siguiendo la melodía, y que logró, a pesar de la distancia, captar toda su atención.
Dibujó el camino ascendente desde sus piernas, el vaivén de su cadera puso a su mejor amigo en estado de salutación y alerta, como en sus treinta y cuatro años jamás había pasado, no tan rápido ni tan intenso. Ella agitaba sus brazos por encima de la cabeza, giraba, su cabello multicolor ondeaba y acariciaba su espalda desnuda, y él solo podía observarla, devorarla en la distancia, tratando de resistir el picor de sus dedos por tocarla.
La idea de que si la tocaba desaparecería, se anidó en su mente. Ella era como un espejismo, un sueño, demasiado bueno y hermoso para ser real.
Josh, su compañero, notó que Hamilton y su comitiva estaban preparándose para partir del bar, y los micrófonos en los autos y las cámaras en el departamento que ocupaba Junior todavía estaban siendo procesados, necesitaban que algo los retuviera allí unos minutos más.
—Jack… —llamó por el auricular a su compañero con premura, cuando nadie respondió—. ¡Jack!
Le costó un par de segundos rescatar su cabeza de la nube de excitación en la que se encontraba, y se dio de patadas mentales por ello, se encontraba en una misión, ¿qué carajos estaba pensando? Y supo la respuesta a su estúpida pregunta con solo clavar la vista al frente.
—Josh, dime. —Bebió de su trago para hacer algo productivo con sus manos y despejar la mente. O, al menos, intentarlo.
—Hamilton se va, necesitamos una distracción…
—La tienes —lo interrumpió y sus pies se movieron con voluntad propia, incluso antes de que el pensamiento cristalizara en su mente.
Con el vaso en la mano, avanzó hacia su presa, sin desunir sus miradas. Podía sentir cómo el calor lo iba consumiendo con cada zancada que daba, y sus ojos claros se volvían negros como profundos pozos de deseo irrefrenable, le pareció que los de ella refulgían.
Ella era la luz, brillante como el sol, y a él no le quedaba más remedio que jugar su papel de Ícaro.
Se sentía arder. Y si iba a quemarse en esa estrella haría que valiera la pena.
Jack avanzaba hacia ella como un depredador lo hace con su presa, abriéndose paso entre la gente sin siquiera pedirlo, con sus pisadas lentas y largas, era como si su magnetismo lo llevara hasta ella, repeliendo todo lo demás. Cuando estuvo a tan solo tres pasos, estiró la mano hacia arriba y al costado, y dejó caer el vaso con el resto del líquido ambarino, que cayó en un estruendo sordo astillándose en mil pedazos.
Phillie no podía respirar, ni quitar la mirada de ese hombre que la devoraba con cada paso que se acercaba, su pulso se disparó y todo comenzó a dar vueltas a su alrededor. Todo. Menos él. Notó el cambio en el aire que los rodeaba, no era peligro, era algo más, diferente. Extraño y cautivante, hipnótico. Se supo en problemas, era débil ante él. No podía, o no quería resistirse.
Jack estiró una mano y la tomó firme de la cintura, atrayéndola hacia sí mismo, con la otra la sujetó de la nuca y recorrió su rostro, los ojos de ella ya no tenían el fulgor que le pareció percibir, era distinto. Lo miraba absorta, rendida, excitada, podría asegurarlo por la agitada respiración y el color carmesí de sus mejillas.
Phillie intentó alejarlo posando una mano en su pecho, y perdió la batalla. El galope furioso que sentía bajo los dedos a través de la tela la desarmó un poco más, incluso cuando pensó que eso no era ya posible. Sintió su aliento cálido y afrutado mezclarse con el suyo, todo su perfume era perturbador, olía a cítrico y madera, a cielo e infierno.
Él bajó la boca hasta su oído y murmuró casi rozando la piel de su cuello con los labios:
—Esto te pasa por bailar para mí de esa manera. —Lo escuchó y lo sintió salvaje, duro y ronco de deseo, se alejó apenas unos centímetros para clavar su mirada oscura en ella—. Tú te lo buscaste.
Phillie respiró todo lo hondo que sus pulmones y la situación se lo permitieron, cuando él la inclinó sobre su pierna, con la espalda arqueada y el cuerpo laxo, producto de sus palabras, con una sonrisa velada, entre satisfecha y arrogante, encantado de tenerla así entre sus brazos y saberse el único responsable.
Jack estrelló su boca contra esos labios rosados y carnosos, y la besó furioso. Con ansias y desesperación, con la voracidad que él sentía en sus entrañas. Necesitaba besarla, morderla, saborearla. Y ella, tras dos segundos, le devolvió el beso de la misma manera. Todas sus conexiones neuronales se crisparon, una sola palabra cristalizó en su mente, tan firme como si estuviera escrito en piedra, como si fueran los diez putos mandamientos: «Vida».
Él no era una persona religiosa desde hacía mucho tiempo ya, pero supo que, por ella, podría convertirse en el más devoto de los hombres.
Phillie y Allie eran amigos inseparables desde el primer año en la Universidad de Yale, cuando cursaron Ciencias Políticas él y Derecho ella.
Alistair, hijo de John y Camile Pemberton, se encargaba de manejar los negocios de la familia, Pemberton Shipment Inc, en Estados Unidos y Canadá. Su padre lo hacía desde Sussex, con todo el tránsito de Europa y Asia. No solo la globalización era la responsable del alejamiento de su familia, si bien la empresa era importante, lo que pesaba más era la relación con su padre y con sus socios y amigos.
John, a pesar de ser un hombre joven, mantenía en su vida personal y la de su familia ciertos preceptos de moralidad y prejuicios que no eran acordes a la vida algo… díscola de su hijo, según su propia opinión. La posibilidad de que Allie se alejara de Sussex surgió de manera natural con el tiempo.
El primer día de clases, cuando se encontró en la entrada de la cafetería con Phillie, en la línea para la foto de la credencial de la universidad, la química entre ellos fluyó de manera espontánea.
En medio de uno de los jardines del campus, una tarde cualquiera de octubre, sentados bajo la sombra del Gran Stan, le confesó a Phillie que era gay. Era la segunda vez en su vida que lo decía en voz alta, la primera fue a su madre cuando tenía dieciséis años y estaba enamorado de su amigo de toda la vida. Los años pasaron y fue un tema que, por historia familiar, sabía que no compartiría jamás con su padre.
Con Phillie, en cambio, sentía esa necesidad de sincerarse, de decir la verdad, siempre. De abrirse sin reservas y ser por fin él mismo, sin máscaras ni medias verdades.
Al terminar la carrera, Allie se instaló