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Su venganza era estrictamente económica… hasta que descubrió que se había quedado embarazada de él. El plan de Antonio era muy sencillo: convencer a la inocente Amelia diSalvo de que le vendiera las acciones de una empresa de su familia. Pero el plan del multimillonario español no incluía el deseo que surgió entre ellos. Ahora, Antonio solo tenía un objetivo: seducirla. Y varias semanas después, cuando se llevó la sorpresa de que se había quedado embarazada, hizo algo inimaginable y asombrosamente placentero, convertirla en su esposa.
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Seitenzahl: 184
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2019 Clare Connelly
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más que una venganza, n.º 2955 - septiembre 2022
Título original: Spaniard’s Baby of Revenge
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-014-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
MADRID brillaba a sus pies como un mar de joyas, con sus luces nocturnas centelleando contra el azabache del cielo nocturno. Era una ciudad llena de Historia, una ciudad rica en historias; pero, en ese momento, Antonio Herrera solo pensaba en la suya: una historia marcada por un conflicto familiar y un odio profundamente arraigado en su corazón.
Algunos habrían dicho que su vida había sido fácil, pero eso estaba lejos de ser verdad. El odio a los diSalvo corría por sus venas de sangre española, envenenando su mente. Nada impediría que librara esa batalla. No, nada impediría que la ganara.
Las maquinaciones de los diSalvo habían destruido a su padre. Habían desmontado todo su imperio, asentado en décadas y décadas de trabajo, y Antonio se había visto obligado a poner las cosas en su sitio.
A los dieciocho años, se hizo cargo del negocio y luchó junto a su padre por detener la sangría financiera. Redujo las pérdidas y fortaleció los activos de tal manera que ahora, a sus treinta años, dirigía en solitario una corporación valorada en muchos miles de millones de euros, una corporación famosa en el mundo entero por ser un titán de la industria.
Apartó la vista de la ciudad y la clavó en su brillante mesa de madera de roble y en el informe que había recibido esa tarde.
Era extraño que llegara precisamente entonces, cuando ni siquiera había pasado un mes desde la muerte de su padre, del hombre que había sufrido tanto por culpa de los diSalvo, de un hombre por el que Antonio habría hecho cualquier cosa. Por fin la habían encontrado. Tras todo un año de búsqueda, su investigador había encontrado una pista sobre el paradero de la escurridiza mujer y había conseguido algunas respuestas.
Amelia diSalvo; o Amelia Clifton, como se llamaba a sí misma. Pero el apellido carecía de importancia, porque seguía siendo una diSalvo.
La última pieza del rompecabezas, la mujer que controlaba las acciones que Antonio necesitaba para tomar el control de Prim’Aqua, la joya de la corona del imperio de los diSalvo, que había pertenecido a las dos familias hasta que sus patriarcas se enamoraron de la misma mujer, rompieron su alianza y se convirtieron en enemigos jurados.
Y ahora, el control de la empresa estaba en manos de esa mujer. Y él no se detendría hasta convencerla de que le vendiera sus acciones.
Antonio se quedó mirando la fotografía del informe, buscando algún parecido con Carlo, su hermanastro. No lo encontró. Carlo era tan típicamente mediterráneo como él, de cabello oscuro, piel morena y ojos negros; pero Amelia era rubia y de piel clara, como su madre, la famosa supermodelo que había sido amante de Giacomo diSalvo.
Sin embargo, había una diferencia importante entre Penny Hamilton y Amelia: que la primera era alta y la segunda, minúscula. De hecho, Antonio pensó que parecía una especie de hada; por lo menos, en la fotografía. Se la habían sacado en la calle y, por lo visto, en un día de calor, porque llevaba un sencillo vestido de algodón, de falda hasta las rodillas, rayas finas y botones en la parte delantera.
Mientras la miraba, sintió algo sospechosamente parecido al deseo. Amelia tenía el sol a su espalda y, como estaba al contraluz, la fina tela dejaba entrever su silueta, de lo más tentadora. Pero ¿cómo era posible que deseara a una diSalvo, a un miembro de la familia que había jurado destruir?
A pesar de su férrea fuerza de voluntad, miró la imagen más tiempo del necesario, absorbiendo los detalles de su pálida piel, su ancha sonrisa, su anguloso rostro y su largo y rubio cabello, que parecía sacado de un cuadro de Botticelli. ¿Sus rizos serían de verdad? No lo sabría hasta que la conociera en persona.
Y sería pronto.
En un pequeño pueblo inglés, en las cercanías de Salisbury, vivía una heredera multimillonaria, la hija de una supermodelo británica y un magnate italiano, una mujer que había crecido en un ambiente de lujos y rivalidades. Y esa mujer era la clave en la vieja guerra entre las dos familias, que Antonio estaba decidido a ganar.
Sus ojos se volvieron a clavar en la foto. Sí, era muy bella, pero el mundo estaba lleno de mujeres bellas. Y seguía siendo una diSalvo.
Pero, por mucho que odiara a los suyos, apelaría a su sentido de la decencia y le rogaría que le devolviera lo que debería haber sido suyo desde el principio. Y, si se negaba, encontraría otra forma de conseguir sus acciones.
En cualquier caso, se saldría con la suya. Porque era Antonio Herrera, un hombre que no aceptaba la derrota.
EL DÍA había sido perfecto, cálido y sin nubes, y el sol de última hora de la tarde se había estado filtrando por las ventanas de su casa, bañándolo todo con su luz dorada. Pero ahora, a pocos minutos de la noche, el cielo se había empezado a encapotar, y el aire había adquirido un olor distinto, que anunciaba una tormenta veraniega.
Amelia no habría podido pedir nada más a su primer día de vacaciones. Se había levantado tarde, se había leído un libro entero, se había acercado al pueblo para tomarse una sidra en un pub local y había vuelto a casa, donde estaba preparando un pastel de pescado mientras oía un episodio de The Crown. Ya había visto la serie, pero le gustaba oír la televisión; sobre todo, tratándose de la reina inglesa.
Se puso un poco de harina en los dedos y la añadió a la salsa que estaba removiendo, reduciéndola y mejorando su aroma poco a poco. Siempre hacía la salsa con ajo y azafrán, y era tan fragante que su estómago soltó un pequeño gemido.
Sí, el primer día de las vacaciones escolares había sido deliciosamente perfecto; o eso fue lo que se dijo a sí misma, haciendo caso omiso de la sensación de vacío que intentaba abrirse paso en su mente. Un mes y medio de descanso era mucho tiempo; sobre todo, porque su trabajo era lo único que daba sentido a su vida.
La enseñanza no era necesariamente la vocación de todos los profesores, pero lo era para ella, y la perspectiva de estar siete semanas lejos de las aulas no le agradaba demasiado. La habían invitado a ir a Egipto con parte del claustro, pero había rechazado la invitación. Estaba cansada de viajar. Su infancia había sido un continuo ir y venir, siempre en función del trabajo o los amantes de su madre.
No, Amelia prefería quedarse donde estaba, en mitad de Inglaterra, en aquel pueblo tan encantador.
Sus ojos azules contemplaron el interior de su casita de campo, y una sonrisa triste se dibujó en sus labios. No se podía negar que Bumblebee Cottage estaba en las antípodas de la vida que había llevado de niña.
Durante sus primeros doce años de vida, había vivido casi constantemente en hoteles de cinco estrellas, donde a veces se quedaban varios meses. Ir al colegio era un lujo que a su madre le parecía innecesario; pero, como Amelia ardía en deseos de aprender y no dejaba de hacer preguntas que ponían en peligro la paciencia de Penny, su madre terminó por contratar a un tutor.
Luego, Penny falleció; y Amelia, que a sus doce años ya era muy parecida a la supermodelo con quien se había criado, se vio arrastrada a otra forma de vida: tan encopetada y glamurosa como la anterior, pero mucho más pública. Como la muerte de su famosa madre estaba relacionada con las drogas, la seguían a todas partes; y su padre, un hombre al que apenas conocía, no entendió lo que implicaba para ella.
Fue como salir de la sartén para acabar en el fuego. Si ser la hija de una mujer como Penny Hamilton era ser un imán para los paparazis, convertirse en una diSalvo empeoró las cosas. Y desde entonces, recibió el trato acorde a los diSalvo. La amaban, la mimaban, la adoraban. Pero Amelia siempre tuvo la sensación de que no encajaba entre ellos.
De hecho, no había encajado en ninguna parte hasta que se mudó al pequeño pueblo donde estaba y aceptó un empleo en la Hedgecliff Academy.
Sin pretenderlo, sus ojos se clavaron en el frigorífico y los dibujos que lo adornaban, imágenes de colores donde sus alumnos le daban las gracias con sus garabatos infantiles. Imágenes de felicidad que casi siempre le arrancaban una sonrisa.
Amelia terminó el pastel de pescado y lo metió en el viejo horno que estaba en la casa cuando llegó, y que no había cambiado porque funcionaba perfectamente. Luego, volvió a mirar la estancia.
Era absurdo que ya se sintiera tan sola. A fin de cuentas, las vacaciones acababan de empezar. Pero, hasta el día anterior, había estado en compañía de veintisiete niños de ocho años, felices y curiosos. Y además, ella era la única profesora que había rechazado las invitaciones y había decidido quedarse en casa.
Sin embargo, no tenía sentido que se sintiera mal por llevar una existencia tan solitaria. La había elegido ella. Había dado la espalda a su padre, a su hermanastro y al mundo en el que vivían. Y no se arrepentía de haberlo hecho.
¿O sí?
La casita era tan pintoresca como si se hubiera escapado de un libro de Beatrix Potter. De piedra, pintada de color crema, con rosas en el jardín delantero, una parra encaramada al arco de la entrada y un tejado de paja en el que se veían las pequeñas ventanas de los dormitorios de la planta de arriba. Las luces estaban encendidas, y daban tal calidez al lugar que a Antonio se le encogió el corazón.
La miró durante unos segundos, frunció el ceño y, durante un raro y poco habitual momento, se preguntó si era verdaderamente necesario que siguiera adelante. Al fin y al cabo, ya se había introducido en muchos de los negocios de Carlo diSalvo, utilizando compañías interpuestas y, aunque no los controlaba, tenía el suficiente poder como para complicarle la vida al hombre al que se había acostumbrado a odiar.
Sin embargo, aquello era distinto. Habría renunciado a todo lo demás con tal de tomar el control de aquella empresa. Y, si Amelia diSalvo se lo ponía difícil, si apelar a su sentido de la decencia no servía de nada, le haría saber lo que había estado haciendo y lo cerca que estaba de arruinar a su hermano.
Se cruzó de brazos en el preciso momento en el que cayó la primera gota de lluvia, a la que rápidamente siguieron más. Era una tormenta veraniega, acompañada por el olor de la hierba calentada por el sol de la tarde y una amenaza de rayos. En el interior de la casa se movió una sombra. Él entrecerró los ojos, clavándolos en ella.
Amelia.
Antonio contuvo la respiración inconscientemente cuando la sombra, de cabello rubio recogido en un moño, se volvió visible. Era de piel clara y, aunque no podía estar seguro a tanta distancia, le pareció que no llevaba maquillaje. Amelia se quedó mirando la ventana durante unos instantes y se giró.
Ya no tenía ninguna duda.
Era una diSalvo.
Y por tanto, su objetivo.
Había pasado menos de un mes desde que Antonio había enterrado a su padre. Y lo único que lamentó ese día fue que Javier no hubiera vivido para ver el final de su profundamente personal venganza.
Con determinación renovada, Antonio avanzó por el sinuoso sendero, con largas y seguras zancadas. La grava crujía bajo sus pies, y la luna, que se asomó brevemente tras las nubes de tormenta, envolvió su cuerpo en una luz plateada de lo más inquietante, dándole un aspecto que otros habrían definido como fantasmal. Otros, no él.
Junto a la puerta, había un cartel que decía: Bumblebee Cottage. Sin embargo, Antonio rechazó la sensación de dulzura y tranquilidad que evocaba ese nombre. Aunque Amelia diSalvo quisiera jugar a ese tipo de vida, seguía siendo la hija de una supermodelo y del canalla más implacable del mundo. Y también era la pieza del rompecabezas que necesitaba.
Por fin, la victoria estaba a su alcance.
El timbre sonó, como si su sentimiento de soledad hubiera creado un acompañante por arte de magia. Pero ella no era tan sensiblera y autocomplaciente como para olvidar su sentido común. Casi eran las nueve de la noche. ¿Quién podía llamar a esas horas?
Había comprado Bumblebee Cottage porque era un lugar aislado, sin vecinos fisgones ni motoristas en la calle. Estaba en un callejón sin salida que solo le interesaba a ella y a la granja con la que lindaba. Era un lugar perfecto, un refugio recóndito. Justo lo que necesitaba cuando huyó de la vida que había estado llevando.
Al oír el timbre, la carne se le puso de gallina. Y antes de acercarse a la puerta, entró en la cocina y tomó un cuchillo de carnicero.
–¿Quién es? –preguntó.
La voz que le respondió era de hombre. Una voz ronca, de acento europeo.
–¿Puedes abrir?
Puedo, pero no quiero hacerlo, se dijo a sí misma. Y a continuación, ya en voz alta, contestó:
–¿Qué quieres?
–Algo que discutiríamos mejor cara a cara.
La lluvia amortiguó sus palabras de tal manera que Amelia no le oyó.
–¿Cómo?
–He dicho que…
Él soltó una maldición en español, que ella entendió al instante. Cuando solo tenía ocho años, Amelia se había quedado a solas en el yate de su madre, y los empleados le habían enseñado a maldecir en francés, italiano, alemán, español, griego, chino mandarín y polaco.
–Es importante, Amelia –añadió Antonio.
El hecho de que conociera su nombre le llamó la atención. Frunció el ceño y abrió la puerta, con la cadena echada. El porche estaba a oscuras, pero la luz del interior le mostró una cara tan fuerte como interesante.
–¿Cómo es posible que sepas mi nombre?
–Soy un conocido de tu hermano. Necesito hablar contigo.
–¿Por qué? ¿De qué quieres hablar? ¿Le ha pasado algo a Carlo?
Amelia se preocupó al ver la expresión de sus ojos, pero él sonrió y dijo:
–Carlo está bien, hasta donde yo sé. Tengo una propuesta que hacerte.
Esta vez fue ella quien frunció el ceño.
–¿Qué tipo de propuesta?
–Una demasiado confidencial como para contártela así, a través de una puerta.
–Es muy tarde. ¿No puedes esperar a mañana?
–Es que acabo de aterrizar –dijo él, encogiéndose de hombros–. ¿Te he pillado en mal momento?
Ella quiso decirle que se marchara. Había algo en él que le aceleraba el corazón. ¿Miedo, quizá?
–No tardaré mucho –continuó Antonio, intentando tranquilizarla.
Amelia se preguntó cuándo se había vuelto tan desconfiada. Sí, vivir con su padre y su hermanastro había sido todo un bautismo de fuego. Había aprendido que siempre había gente dispuesta a hacer daño, aunque no fuera necesariamente un daño de carácter físico. Pero se había alejado de ese mundo. Había huido al pequeño pueblo donde estaba ahora, y ya no era ni Amelia Hamilton ni Amelia diSalvo, sino Amelia Clifton.
Había adoptado el verdadero apellido de su madre. Un apellido del montón, irreconocible; un apellido que no llamaba la atención de nadie, que no despertaba el interés de nadie. Un apellido que solo era suyo.
–Está bien.
Cerró la puerta para poder quitar la cadena y la volvió a abrir; esta vez, de par en par.
Hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo guapo que era aquel hombre. Su oscuro y corto cabello enfatizaba los duros rasgos de su estructura craneal, y tuvo la impresión de que no lo llevaba revuelto porque se lo peinara así, sino porque se había pasado la mano por la cabeza. Su cara era una fiesta de ángulos y superficies planas, tan simétrica como agradable, y su mandíbula parecía esculpida en piedra.
Amelia clavó la vista en su ancha boca y su recta y aristocrática nariz, interesada; pero fueron sus ojos los que la dejaron momentáneamente sin aliento. Eran de color gris oscuro, de forma almendrada, y con unas pestañas tan negras y rizadas que casi se sintió celosa. Ojos llenos de historia; ojos llenos de emociones y pensamientos que ella no alcanzó ni a adivinar.
–¿Y bien? –preguntó él, sonriendo de nuevo–. ¿Puedo entrar?
Amelia carraspeó.
–Sí, por supuesto.
Ella se quitó una chaqueta, revelando una camisa que la lluvia ya había mojado. Fue un gesto sin intención, pero le mostró la anchura de su pecho y la perfección escultural de su torso.
Incómoda, Amelia cerró los ojos un instante y se apartó para dejarle pasar.
–Lo siento. No recibo muchas visitas.
–Ya lo veo –replicó, ensanchando su sonrisa de tal forma que ella pudo ver sus perfectos y blancos dientes–. Pero ¿siempre te defiendes con un cuchillo de carnicero?
Ella asintió y dijo, con sorna:
–Será mejor que lo sepas. Soy cinturón negro en instrumentos de cocina.
–¿En serio?
–Deberías verme con un pelador de patatas.
Él soltó una carcajada ronca, sin dejar de mirarla. Ella quiso apartar la vista, pero no pudo.
–Bueno, puedes dejar tus armas a un lado. Te aseguro que no tengo intención de hacerte daño.
–No lo dudo, pero los asesinos no suelen anunciar sus intenciones –replicó ella.
–No, supongo que no.
–Entonces, cabe la posibilidad de que estés buscando la mejor forma de matarme sin montar un escándalo.
–Salvo que ya te he explicado el motivo de mi presencia… –alegó él, dedicándole una sonrisa que la estremeció.
Amelia no recibía muchas visitas. El día de su cumpleaños, varios profesores del colegio se pasaron por allí y, en cierta ocasión, había dado clases privadas a un alumno por hacer un favor a sus padres; pero, normalmente, estaba sola. Y, cuando él miró el interior de la casa con curiosidad, ella intentó contemplar su hogar desde el punto de vista de un extraño.
La decoración pintoresca, la hogareña simplicidad de los muebles, la ausencia de fotografías, la abundancia de flores y novelas de bolsillo.
–Ah, sí, tu propuesta –dijo Amelia–. Pasa al salón, por favor.
Él pasó por delante de ella, y ella se sorprendió admirándolo, distraída por su duro y musculoso trasero, que sus vaqueros enfatizaban. Distraída por el descubrimiento de que el simple hecho de mirar a aquel desconocido la pusiera de los nervios.
La experiencia de Amelia en materia de hombres se reducía a unas cuantas citas con Rick Steed, el subdirector del colegio. Y habían terminado con castos besos en la mejilla, nada particularmente tentador o apasionante.
Durante su adolescencia, se había rebelado contra lo que se esperaba de ella, es decir, que se preocupara tanto por su belleza y tuviera una actitud tan sexualmente libre como su madre. Y ahora, empezaba a pensar que era frígida, completamente ajena al deseo y los impulsos sexuales. Pero no le parecía mal. ¿De qué le servían los hombres de verdad, si ya tenía a todos los que salían en sus libros?
–Bonito lugar.
–Gracias.
Él se la quedó mirando en silencio, y ella se sintió en la necesidad de romper ese silencio.
–¿Te apetece beber algo?
–Sí, gracias.
–¿Qué prefieres? ¿Té? ¿Café?
Él arqueó una ceja.
–¿A estas horas?
Amelia se ruborizó, espantada de su ingenuidad.
–¿Vino?
–Sí, un vino estaría bien.
–Siéntate. Vuelvo enseguida.
EL SALÓN tenía un aspecto aún más acogedor que el exterior de la casita, si es que tal cosa era posible; bonito y delicado, con cojines por todas partes y cuadros de flores en las paredes. Pero, por cálido y hogareño que le pareciera a Antonio, su mente estaba en otra cosa: en la propuesta que le iba hacer, y en qué haría si ella la rechazaba.
Ya se había dado cuenta de que Amelia diSalvo no era como la había imaginado. Pero ¿eso importaba? ¿Cambiaba acaso lo que necesitaba de ella?
Gracias a su investigación, sabía que ni participaba en los negocios familiares ni asistía a reuniones. Estaba en la junta directiva, pero no contribuía de ningún modo. Era obvio que no le interesaba el día a día de las operaciones de Industrias diSalvo. Sin embargo, eso no significaba que estuviera dispuesta a venderle sus acciones.