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Hace quince años, algo sumió Manhattan en la oscuridad y cambió para siempre la ciudad que nunca duerme. En la superficie, los supervivientes se han adaptado aferrándose a los vestigios de sus vidas cosmopolitas. En los subterráneos..., bueno, uno nunca baja ahí a menos que desee morir. O a menos que sea Rei Reynolds. Durante el día, Rei asiste a un instituto de élite en Nueva York. Por la noche usa sus habilidades especiales para cazar las letales criaturas que acechan en los túneles del metro de Manhattan y en las calles salpicadas de sangre. Las mismas que hace años asesinaron a sus padres. El Torneo es la meta en la carrera de Rei: el ganador se unirá a las fuerzas de élite que patrullan la ciudad. Ganar debería ser pan comido, pero hay un problema: entre sus principales rivales está Kieran Cross, el exasperante ex de Rei, con el que comparte una amarga historia. Y a medida que avanza el Torneo y aumentan tanto los desafíos como las traiciones, todo lo que Rei creía se pone en tela de juicio.
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Seitenzahl: 660
NIGHTBREAKER
Copyright © 2023 by Coco Ma
© de la traducción: Ana Isabel Sánchez Díaz, 2024
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: agosto de 2024
ISBN:978-84-19680-60-0
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
A Holly Root y Holly Black.
Hacéis que parezca que las estrellas están al alcance de la mano.
MATANOCHES
MANHATTAN, NUEVA YORK
7:05
Comienza con un retumbo.
Una multitud espera junto a la línea amarilla que marca el borde del abismo.
Ejecutivos descontentos. Obreros sobreexplotados. Padres amargados —aún a dos tazas de café de estar del todo despiertos— camino del colegio con su prole —igual de amargada— aferrada a las piernas como pelusas.
Para ellos, es un día más.
Entonces, aguzan los oídos. El chirrido lejano del metal contra el metal nunca había sonado tan bien. Se precipitan hacia delante antes incluso de que el tren entre en la estación a toda prisa y se detenga. Por supuesto, el siguiente metro llegará dentro de dos minutos, pero están empeñados en subir a este cueste lo que cueste.
«Será un baño de sangre».
Las puertas se abren deslizándose hacia los lados. Antes de que la muchedumbre se agolpe en el tren, una chica sale disparada del interior. Lleva una mochila echada al hombro y un par de zapatillas —las de clavos para correr— colgadas de un gancho sujeto al asa. Sus trenzas twist rebotan mientras fluye entre las grietas del gentío como el viento entre los árboles.
No puede llegar tarde. Hoy no.
Salta por encima del torno. Se imagina los vítores del público, las luces blancas y brillantes del estadio, la pista de caucho de color rojo ladrillo bajo sus pies. Enfila a toda velocidad las escaleras que llevan a la calle, subiendo los escalones de dos en dos. Cuando va por la mitad, lo siente.
Ese primer retumbo.
Le atraviesa la suela de las deportivas cuando llega a la superficie, le sube por la columna vertebral hasta la base del cráneo. Se le eriza el vello de los brazos. Puede que se deba a las vibraciones de los trenes que rugen mucho más abajo, en los túneles; o tal vez sea un terremoto, algo poco probable en Nueva York, aunque ¿acaso no es todo posible en esta ciudad?
Sin embargo, su intuición le dice que esto es distinto.
Lanza una mirada angustiada a la gente que pasa en tropel a su lado. Nadie parece darse cuenta. Y, cuando ve la hora que marca la pantalla de su teléfono, encima de una foto en la que aparece junto a su prima pequeña, suelta un taco y continúa cruzando la calle.
Aún no ha dado ni un paso cuando otro retumbo recorre la ciudad. Como si la propia Manhattan se hubiera estremecido. Esta vez, es lo bastante atronador como para que la gente se tambalee y el tráfico tiemble.
BUM.
Estaba cruzando la calle y, un segundo después, está tumbada en el suelo, bocarriba, sorda a todo salvo al pitido agudo que le perfora los oídos. Parpadea. La gente se baja de los coches a cámara lenta. ¿Qué hace todavía tirada en medio de la calle? «Debo de estar interrumpiendo el tráfico —piensa, confundida—. Tengo que quitarme de en medio».
Se levanta del áspero asfalto, con el pitido aún en los oídos y una disculpa en los labios. Todo el mundo señala, grita… ¿Es a ella? No. Se da la vuelta y mira el cielo. Parpadea una y otra vez, intentando comprender las imágenes que sus ojos le transmiten a su cerebro.
A lo lejos, unas nubes colosales, blancas y sucias brotan del suelo como la erupción de un volcán en el corazón de una selva de cemento. La niebla se eleva al crecer, espesa, viscosa y opaca, y en un instante engulle todos los edificios que la rodean. Se extiende por los tejados, devora incluso los rascacielos más altos.
¡BUM! ¡BUM! ¡BUM!
Las explosiones sucesivas sacuden Manhattan hasta los cimientos. Decenas de columnas de humo blanco se alzan hacia el cielo desde el Distrito Financiero hasta Harlem.
La gente se deja llevar por el pánico. Corren en estampida hacia ella.
El miedo le provoca náuseas, huye arrastrada por la marea. Un hombre choca contra ella desde atrás. La chica se tambalea cuando él se agarra a su mochila para evitar caerse. Las zapatillas de clavos se sueltan y el hombre se desploma contra el suelo. Sin dejar de correr, la muchacha mira hacia atrás, pero las masas ya lo han engullido.
El ulular de las sirenas de policía se mezcla con los gritos, el caos. Cuando una ambulancia frena para cargar a una mujer inconsciente en la parte de atrás, la niebla la alcanza. La sirena se extingue. Las luces de emergencia rojas y azules se apagan como la llama de una vela.
Nadie va a salvar a nadie.
Se adentra en una calle secundaria y consigue llevarse el teléfono a la oreja, a pesar de que la mano le tiembla tanto que casi se le cae. Escucha la señal de llamada una y otra vez. Con el corazón encogido, se da cuenta de que está llamando a un apartamento vacío: el turno de su padre en el hospital ya ha empezado, y su madre iba a asistir a la Asamblea General de las Naciones Unidas en el East Side. Pulsa el otro número que tiene en marcación rápida.
—Por favor, por favor.
Jadea, escondida tras la esquina de un edificio. Sola. Con cada tono de llamada vacío, siente que su esperanza se transforma en una vaina marchita. Entonces:
—Jiě jie? —responde una niña pequeña, y su voz es como una luz que se abre paso entre las nubes—. ¿Vas a venir hoy a jugar?
La chica abre la boca para contestar y rompe a llorar de inmediato.
—¿Es tu prima? —pregunta otra voz de fondo, haciéndose oír por encima del familiar chop-chop-chop de un cuchillo sobre una tabla de cortar de bambú y del chisporroteo crepitante de las verduras en la sartén—. ¿Está bien?
—¿Estás bien, jiě jie?
El suelo tiembla bajo sus pies.
Consigue pronunciar cinco últimas palabras, resollando junto al teléfono:
—No… salgas… a la calle.
Más adelante, en el cruce, atisba una chimenea de vapor naranja chillón con rayas blancas fluorescentes. Un elemento omnipresente de Manhattan, casi icónico.
Explota.
La fuerza de la explosión hace que la chica salga volando por los aires. El vapor que sale a borbotones de la tierra le arranca el móvil de la mano. Un calor abrasador le achicharra hasta el último centímetro de piel expuesta. El tramo de asfalto sobre el que se encontraba hacía unos segundos se fractura y se hunde. El enorme cráter que deja a su paso se traga semáforos, señales de tráfico y neoyorquinos por igual. Veinte, treinta, cuarenta personas desaparecidas. Consumidas, sin más.
Se alegra de no poder oír los gritos.
Las nubes de vapor ruedan hacia ella como una avalancha de niebla que envuelve la calle en una bruma impenetrable. Todo lo que toca desaparece en su interior, incluso la luz. Sobre todo la luz. La nube la rodea con sus remolinos, vaporosa, casi hipnótica.
La chica es la última persona que queda en pie. Pero ya no tiene adónde huir.
La niebla la acorrala, le llena los pulmones…
Y Manhattan se oscurece.
CAPÍTULO UNO
Últimamente, el único rato que tengo para matar monstruos es después de clase.
También es el único rato en el que puedo hacerlo sin que nadie se dé cuenta. Y así es como he acabado aquí, despatarrada en medio de las vías del metro, desangrándome en la oscuridad sin esperanza de obtener refuerzos.
Todavía veo por el rabillo del ojo los restos de la tarta de frutas que me he traído para hacer caer en la trampa al mortícola, el precioso glaseado blanco y las fresas con gelatina esparcidos a lo largo de los raíles mugrientos como una calavera aplastada.
Intento permanecer inmóvil por completo mientras el mortícola me olfatea. Apesta a aguas residuales, azufre y orina. El ruido de su trabajosa respiración se intensifica cada vez más hasta que me roza la oreja con unos labios húmedos y jadeantes. Tengo que hacer acopio de hasta mi último resquicio de control para no encogerme de miedo ante esas interminables hileras de dientes.
Desde que éramos pequeños, no han parado de grabarnos a fuego en el cerebro las reglas relacionadas con los mortícolas.
La primera: Cuando empiezan a sonar las campanas del toque de queda, es hora de que todo el mundo vuelva a casa.
La segunda: No comas dulces bajo tierra.
Y por último: Nunca te dejes atrapar.
Así de simple. Tres reglas de supervivencia que cualquier párvulo podría recitarte. Tres reglas que yo podría haber seguido. Tal vez hoy sea el día en el que por fin aprenda la lección.
Aprieto aún con más fuerza la pistola que tengo en el puño mientras espero mi oportunidad. Solo me queda una bala de nitro-novae. No puedo desperdiciarla.
No puedo ni imaginarme lo furiosa que se pondrá Maura si sobrevivo para contarle esta historia. La voz de mi hermana mayor me retumba en la cabeza: «Por la Dama de la Libertad, ¿cómo es posible que siempre andes metida en estos líos, mèi mei?».
Todo ha empezado esta tarde. Embuto mi libro de texto de Anatomía inhumana IV en la taquilla y, por el contrario, saco mi monopatín y mi pistola. Justo cuando suena el timbre, me guardo el arma en el bolsillo interior del pecho de la americana y los alumnos inundan los pasillos del Prep del Distrito Financiero.
Consigo llegar a los ascensores antes de que se llenen, aunque por los pelos. Se me taponan los oídos mientras descendemos.
21… 20… 19…
En la planta baja, las puertas de oro bruñido se abren con un ¡ping! al vestíbulo del instituto, donde hay un fornido guardia de seguridad sentado tras el mostrador. «Que tengas un anochecer seguro», nos va deseando a todos mientras salimos a la carrera.
Montada en la tabla, serpenteo entre el tráfico de la hora punta de Rector Street, zigzagueo con imprudencia entre taxis de color amarillo chillón y autobuses atestados de gente. Las ventanillas de los vehículos reflejan el cielo encapotado, de un gris pálido con volutas de nubes y esmog. Hordas de ciclistas obstruyen los huecos que quedan entre los carriles, unos espacios que apenas igualan la anchura de los manillares. Con el metro cerrado, la guerra perpetua por las plazas de aparcamiento y el atasco constante, la mayoría de la gente preferiría la muerte por espejo retrovisor sin dudarlo.
Llego hasta la tienda de una pieza. La dueña de la panadería del barrio merodea junto a la entrada, supervisando con la mirada cansada y sombría a un equipo de construcción que le está instalando ante el escaparate una nueva verja de acero bordeada de pinchos. La anterior yace tirada a un lado, tan abollada y agujereada con marcas de dientes que serviría más para que la expusieran en el MoMA que para defender con éxito un escaparate. Me agacho para poder entrar en la tienda y aspiro el maravilloso aroma de las tartas y las pastas recién horneadas. Si fuera menos irresistible, quizá no hubieran tenido que sustituir la verja del escaparate.
—Creía que no llegabas —me dice la señora del mostrador al entregarme por encima de este una caja blanca y grande atada con una cinta. Soy la única clienta que queda—. Estábamos a punto de quemarla.
Ni siquiera me da tiempo a responder antes de que un ¡TAN! ¡TAN! ¡TAAAN! disonante reviente el aire.
Algo cambia. Como un escalofrío helado y repentino que recorre las calles, todo el mundo se pone en movimiento. La cajera me pone en la mano un cruasán sobrante y me acompaña hasta la acera, donde el equipo de construcción aprieta con rapidez el último tornillo, mete sus bártulos en una furgoneta gris y se marcha haciendo chirriar las ruedas. A mi alrededor, la ciudad se atrinchera, las puertas se cierran con llave, las persianas se bajan, las ventanas se oscurecen.
Yo también tendría que volver corriendo a mi residencia. A un lugar seguro.
Pero tengo un asunto pendiente.
Cojo velocidad con el monopatín y vuelvo a Rector Street con la caja entre los brazos. Al doblar la esquina, estoy a punto de darme de bruces contra un par de vigilantes. Uno de ellos me grita:
—¡Quieta ahí!
De mala gana, derrapo y me detengo.
Llevan un uniforme idéntico, verde oscuro. El más alto de los dos empuja una carretilla con ruedas y el otro blande una pala ante mi cara. Una bocanada del olor abrumadoramente penetrante a granos de café que emana de la carretilla me obliga a fruncir la nariz.
—¿Dónde crees que vas? —pregunta en tono exigente el de la pala—. ¿No oyes las campanas?
Abro los ojos como platos, como si acabara de percatarme de los tañidos de advertencia que retumban por todo Manhattan.
—Ay, madre mía, lo siento mucho. Es que me he dejado el libro de texto en la taquilla…
—Tendrás que esperarte a mañana para recuperarlo. No puedes andar dando vueltas por ahí cuando está a punto de empezar el toque de queda.
—Tienen razón, pero es que necesito ese libro, tengo el examen final la semana que viene…
—Un momento.
Ambos entornan los ojos y miran justo hacia donde llevo escondida la pistola, a la altura del pecho.
Se me acelera el corazón. Creía que la había escondido bien, pero…
—¿Vas a un instituto de la Prep League?
Me invade una oleada de alivio. Debían de estar mirando el escudo que llevamos bordado en el bolsillo de la americana. Señalo con el pulgar una puerta de la misma calle.
—Sí, al Prep del Distrito Financiero. Justo ahí.
—¿Te estás formando para entrar en el Sindicato?
Me yergo.
—Sí, señor.
El vigilante asiente, un gesto de aprobación y, también, de cierta envidia.
—Sigue así. Bien sabe Dios que necesitamos que seáis cuantos más mejor en el cuerpo.
—Espero que te veamos competir en el Torneo, ¿eh? —bromea el de la pala al mismo tiempo que le da un codazo divertido a su compañero.
—Pues ahora que lo dice… —comienzo.
Un gemido atormentado brota de la rejilla de la alcantarilla que tienen detrás. Los vigilantes se dan la vuelta al instante, con las porras desenvainadas, y palidecen. A pesar del escalofrío que me recorre la columna vertebral, me limito a poner los ojos en blanco y aprovecho la oportunidad para escabullirme.
Salvo por los vigilantes, las aceras están completamente desiertas. Desprovistas de vida. No se oye el estruendo del tráfico subiendo por Battery Place. Ya no hay coches reptando por Greenwich Street. Los semáforos pasan del verde al amarillo y al rojo sin dirigir nada ni a nadie, pero ellos tampoco tardarán en apagarse.
Rector Station no es más que una reliquia. Las farolas, la barandilla verde oscuro, incluso los carteles de la estación son meros vestigios de un pasado que solo conocen las personas que siguen recordando esta ciudad como lo que una vez fue, las personas como yo. Y quienes luchan por recuperarla. Por poner fin a las noches dominadas por el terror y a las calles manchadas de escarlata.
Como el Sindicato.
Una agresiva barricada salpicada de grafitis me recibe en lo alto de la escalera. Paso por debajo de ella sin vacilar y me encamino hacia la puerta de acero que separa el subsuelo de la civilización.
¡PELIGRO! ¡MUERTE SEGURA!
¡PROHIBIDO EL PASO!
Aun sin esas letras negras y gruesas gritándote en la cara, nadie en su sano juicio intentaría franquearla. Sin ánimo de ofender, si un mortícola no es capaz de atravesarlas, tú tampoco.
Abro el teclado y marco una serie de doce dígitos. Se enciende una luz roja y parpadeante. Frunzo el ceño y lo intento otra vez.
No hay suerte.
Desde arriba, me llegan el traqueteo de las ruedas sobre el hormigón y las voces de los dos mismos vigilantes. Vuelvo a marcar el código, pero sigue sin funcionar.
—Tienes que estar de coña —siseo.
Se acercan cada vez más. Si me pillan…
Desesperada, marco un código totalmente distinto. «Venga, venga, por favor, funciona…».
El teclado emite una luz verde y la puerta se abre. Me precipito hacia delante. En cuanto las hojas de acero se cierran a mi espalda, me desplomo junto a ellas, respirando con dificultad. Algo aporrea el otro lado de la puerta. Oigo que el vigilante hunde la pala en la carretilla y empieza a arrojar escaleras abajo paletadas del repelente de mortícolas que menos me gusta, como si llenara una tumba.
Me obligo a ponerme en pie. Las luces del techo chisporrotean y proyectan un blanco enfermizo sobre los azulejos esmaltados. CENTRO CIUDAD. FERRY SUR. Acaricio la barandilla fría con los dedos mientras bajo las escaleras de puntillas para amortiguar el ruido de mis pasos. El aire se me asienta en la piel como un puño pegajoso, fresco pero húmedo. Rector es una de las estaciones más pequeñas situadas cerca del extremo sur de Manhattan, pasada la última parada exprés, de manera que solo hay dos vías que atraviesan la estación: una para el tren que lleva a la parte alta de la ciudad y otra para el que lleva a la parte baja.
En el torno, poso la caja blanca y brillante sobre el monopatín y le doy un empujón. Pasa rodando bajo los barrotes. Ninguno de los tornos funciona, así que apoyo las manos en los escáneres que tengo a ambos lados y salto. En la cabina no hay nadie que me lo impida.
Con la pistola en una mano y la caja en la otra, me subo a la tabla y circulo por el andén del metro. Las ruedas de goma se deslizan con sigilo por las baldosas lisas del suelo mientras trazan un surco nuevo sobre la capa de polvo.
Hacia la mitad del andén, las luces del techo han dejado de funcionar y la estación se sume en la oscuridad.
Bajo el pie derecho por un lado de la tabla hasta que rozo el suelo con la suela de la bota. Me detengo justo donde las sombras comienzan a coquetear con la luz menguante.
Me demoro un segundo al borde de la línea amarilla que reza NO CRUZAR para recordar la vaharada de aire caliente que me golpeaba la cara cuando los trenes atravesaban el túnel. El bullicio de la multitud, de los millones de neoyorquinos y turistas que se agolpaban por igual en los andenes. El rugido estruendoso de aquella bestia metálica reverberándome en los huesos. La correa de la mochila de Maura aferrada en mi puño diminuto mientras ella me tapaba los oídos con las manos para intentar aplacar el chirrido ensordecedor de las ruedas que chisporroteaban sobre los raíles.
«Manténgase apartado de las puertas mientras se cierran, por favor».
Pero hace quince años que nadie viaja en metro. Desde antes del Desvanecimiento.
Con un suspiro, apoyo el monopatín contra la pared. Salto desde el borde del andén y aterrizo en cuclillas sobre las pringosas vías. Pongo mucha atención en evitar tanto los charcos de repugnante porquería marrón como el tercer raíl, la veta de acero situada entre las vías que conducía la electricidad hasta los vagones del metro. Durante el día, la Autoridad de Tránsito aumenta el amperaje al doble del que necesitaban antes los trenes, una potencia con la que bastaría para freírme hasta dejarme crujiente. O, lo que es aún más importante, para freír a los mortícolas que vagan por las entrañas de Nueva York.
Con cuidado, dejo en el suelo mi preciada carga y tiro de la cinta. En cuanto se desata, la caja se abre y deja al descubierto una tarta de fresa recién horneada. Con precisión quirúrgica, la coloco entre el raíl electrificado y la vía más cercana a mí. La mitad a la luz y la otra mitad a la sombra. Me aseguro de que no me he manchado los dedos de glaseado. Luego me encaramo de nuevo al andén y corro hasta mi puesto de vigilancia: una barricada formada por tres enormes contenedores municipales negros que traje a empujones la semana pasada.
Agazapada, compruebo tres veces el cargador de mi arma. Las balas N.N. son muy muy difíciles de conseguir, y anteayer gasté la mitad del cartucho. Son proyectiles fabricados especialmente por los armeros del Sindicato y una sola bala puede marcar una gran diferencia frente a un mortícola hambriento.
Lo primero que hay que saber sobre los mortícolas es que van a devorarte. Pero solo al anochecer, cuando salen a cazar tras la puesta de sol.
La segunda cosa que hay que saber sobre los mortícolas es que hay que empezar a correr en cuanto captas su característico tufo a huevo podrido, porque, para cuando tengas uno lo bastante cerca como para verlo, los huevos podridos serán lo último que huelas en tu vida.
La tercera cosa que hay que saber sobre los mortícolas es que les encanta el dulce. Cualquier tipo de dulce. Los gofres belgas. Los churros. El pan de plátano. Sin embargo, he descubierto que no hay nada que les guste más que las tartas.
Como dice el refrán: «Allá donde haya una tarta, habrá mortícolas». O algo así.
Mantengo la mirada clavada en el vacío negro azabache del fondo del túnel del metro. Cuento los segundos que transcurren entre cada respiración, le impongo un ritmo firme y tranquilo a mi pulso. Como cabía esperar, no han pasado ni cinco minutos cuando ese hedor inconfundible impregna el aire. Frunzo la nariz, pero, por lo demás, permanezco inmóvil como una piedra.
Y, como un buitre a un cadáver apestoso, llega el mortícola.
CAPÍTULO DOS
Puede que cada mortícola sea único, pero todos nacen de la misma madre de pesadillas.
Algunos merodean por los recovecos más profundos del subsuelo, memorizando los alaridos de sus víctimas siempre que salen a cazar. A través de los conductos de ventilación y de las bocas de las alcantarillas, el inquietante soniquete de sus gritos de caza llega hasta la ciudad, incluso durante el día.
Algunos son cambiaformas, se te cuelan en la mente y te extirpan el rostro de un ser querido para ponérselo ellos. Con esas máscaras robadas se presentan en la puerta de tu casa. Los novatos sonríen por la mirilla como si llegaran tarde a una fiesta. Los listos lloran.
Y luego hay algunos tan letales que se han ganado un nombre propio.
Me tenso cuando una sombra sale deslizándose del túnel del metro. Lo primero que me pone sobre aviso es la corona de cuernos con púas. Luego el torso nervudo y cubierto de pelaje, la columna vertebral nudosa como la de algún tipo de abominación que se libera con violencia de la tumba. Oigo el roce de las garras contra los raíles, como el chirrido del hierro oxidado sobre el acero. Siete a cada lado, colgando de unos brazos musculosos y alargados que se arrastran tras él mientras se acerca.
Al final, el hocico rompe el velo de oscuridad. Husmea. Se crispa. Olfatea el cebo. La mirada de ojos negros como el carbón recorre la estación, en apariencia vacía, antes de detenerse en la perfecta tarta de frutas que tiene a apenas unos metros. Los dientes le brotan de unas mandíbulas inmensas. Hileras e hileras de colmillos como cuchillas, relucientes como perlas bajo la luz.
Es un colmillo nocturno.
Aunque… hay algo raro. Le veo la cabeza demasiado pequeña y las piernas demasiado cortas. Tengo que seguir mirándolo durante unos segundos para darme cuenta de a qué se debe.
Es un cachorro.
Aparte de unos cuantos esbozos teóricos de crías de mortícola en clase, nunca había visto nada parecido en la vida real, y mucho menos un cachorro. La curiosidad me abrasa por dentro. Me enderezo despacio para no asustarlo. La penumbra hace que sea demasiado difícil verlo bien desde lejos. Me acerco poco a poco. Engulle un bocado tras otro, ajeno a mi presencia, meneando en el aire la cola negra e hirsuta. Cuando rozo con los dedos de los pies la línea amarilla que bordea el andén, se queda paralizado… y yo también. Pasan unos instantes. Los latidos del corazón me retumban en la caja torácica. Luego, la tensión de su cuerpecito se relaja y vuelve a atiborrarse de tarta.
Me acerco un poco más mientras intento memorizar hasta el último detalle de la criatura. Ojalá hubiera podido traerme a Zaza para que lo dibujase, pero, además de la inminente amenaza de que te arranquen la cabeza, colarse en el metro es tan ilegal que mi mejor amiga y yo terminaríamos expulsadas. Desde luego, no es la mejor idea justo antes del examen final que determinará el resto de nuestra vida.
Sé que debería capturarlo. Entregárselo al Sindicato. «En beneficio de todo Manhattan». Entonces me imagino a un grupo de científicos inclinados sobre el cuerpo diseccionado del cachorro, hurgando en su interior, toqueteando los órganos diminutos, y se me revuelve el estómago.
«No tiene nada de malo echarle un vistazo más de cerca», me convenzo. Si intenta atacar, no dudaré en neutralizarlo.
Me agacho hasta sentarme despacio y me arrastro hasta el borde del andén antes de dejarme caer en las vías. El cachorro vuelve a tensarse. Levanta la cabeza de la tarta, tiene el hocico cubierto de glaseado.
Una descarga de familiaridad me recorre todo el cuerpo cuando su mirada de ojos negros y brillantes se cruza con la mía. Me recuerdan a las perlas de tapioca, pero hay algo más.
Permanecemos así unos momentos, manteniendo el contacto visual.
Al final, el cachorro ladea un poco la cabeza. Vacilante, levanto la mano. Se sacude el glaseado del pelaje, igual que un perro mojado, y echa a andar hacia mí. Un recuerdo me aflora de improviso a la superficie de la mente.
Trago con dificultad y lo reprimo.
El cachorro agacha la cabeza. Aturdida, me acuclillo para acariciársela y me coloco el arma en el regazo. Se me ocurre una idea: ¿no seré yo la susurradora de mortícolas?
No, no digo más que tonterías. El hecho de que actúe con docilidad no hace que esta cosa sea menos homicida. Por otra parte, como un cachorro de león que aún no ha aprendido a convertir todo lo que se mueve en comida, el cachorro no muestra ninguno de los comportamientos de un colmillo nocturno adulto. En cierto sentido, es casi… mono.
Algo retumba más adelante. El cachorro agacha las orejas. Se escabulle de vuelta a la seguridad de las sombras con los pelos del cogote erizados y enseñándole los dientes a la impenetrable oscuridad del túnel.
Un gruñido amenazador perfora el aire. Una abrumadora peste a huevos podridos me embiste como si fuera un camión. En un abrir y cerrar de ojos, me yergo del todo y amartillo el arma. En el Prep del Distrito Financiero pasamos años formándonos para esperarnos de todo y cualquier cosa en el campo de batalla.
Sin embargo, nada podría haberme preparado para el descomunal mortícola que emerge como una explosión de entre las sombras.
¡Pum! ¡Pum, pum! ¡Pum!
Las balas le atraviesan el pecho al colmillo nocturno más grande que he visto en mi vida. Cada una de ellas debería convertirse en un disparo mortal de manual. Sin embargo, con un rugido de agonía, la criatura continúa avanzando a toda velocidad. Se eleva en el aire de un salto, con las garras extendidas y gruñendo de furia, y me golpea en el pecho.
Se me rompe la americana. Apenas soy consciente del dolor que me rastrilla la piel. Gimo y me agarro al mortícola para que caiga conmigo, intento girar en el aire para que sea él quien se lleve la peor parte del impacto. Pero quintuplica en tamaño a cualquiera de los oponentes contra los que me he enfrentado en el instituto. La nuca se me resquebraja contra el suelo. Lo veo todo blanco. La sangre me gotea por la nariz y me inunda la boca.
«Ve a por los puntos débiles», les gritaba el entrenador Lee a mis oponentes cada vez que los inmovilizaba contra la colchoneta. La garganta, los ojos, el vientre, entre las costillas si logras llegar al corazón. Las balas N.N. no matan a las personas, pero una de ellas debería bastar para fundirle un agujero en la piel a un mortícola y desencadenar una explosión diseñada para desintegrarlo desde dentro hacia fuera. Al menos eso es lo que nos dice el Sindicato.
Y el Sindicato nunca miente.
Atrapada bajo las garras del colmillo nocturno, me obligo a hacer que la lucha abandone mi cuerpo. A dejar que mis extremidades se distiendan por completo. Con el sistema saturado de adrenalina, es difícil. Todos mis instintos me gritan que me levante y pelee, pero sé que mis posibilidades son casi nulas.
El mortícola se detiene ante mi repentina quietud. Cuando me da unos golpecitos con el hocico en la cara, percibo con absoluta claridad los amenazadores colmillos desplegados a escasos milímetros de mis globos oculares. Inhalo una lenta bocanada de aire a través de los dientes apretados y le acerco el arma un poquito más al pecho. Puede que solo me quede una bala, pero, estando tan cerca, no necesito más. Si consigo que el olor no me provoque arcadas, puede que incluso salga viva de aquí.
Entonces, retumbando en la distancia, oigo el nítido clac clac de unos zapatos Oxford que se acercan.
Un gruñido amenazador surge de la garganta del mortícola. Me clava las garras en el estómago. Un gemido de dolor se me escapa de entre los labios. Las mandíbulas del colmillo nocturno se cierran sobre el cuello de mi blusa. La saliva gotea por la tela y me empapa la corbata del instituto. El miedo me invade cuando la criatura empieza a arrastrarme hacia lo más profundo de las sombras.
—¡Vuelve a subirte al puñetero andén! —grita a mi espalda una voz con un inconfundible acento inglés.
Suelto un taco para mis adentros. «Roland». De repente, ser devorada por un mortícola ya no me suena tan mal.
Como un nubarrón humano, el maverick, el protegido estrella del maestro Sasha, se desliza hacia mí envuelto en una ondeante gabardina negra. La electricidad circula arriba y abajo por la magnífica vara que blande en el puño.
En cuanto Roland le asesta un golpe en las ancas al colmillo nocturno, yo lanzo un codazo hacia atrás y se lo clavo en el hocico. Abre las mandíbulas lo justo para soltar un rugido… y para que yo consiga liberarme de ellas. Me encaramo al andén sentándome y grito:
—¡Tercer raíl!
—No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo, buccino insufrible —replica el maverick mientras el colmillo nocturno lo examina, dudando solo a causa del amenazador crepitar de su vara eléctrica.
Me muerdo la lengua. Ni siquiera sé lo que es un buccino.
Roland apunta. El colmillo nocturno se alza sobre las patas traseras y se precipita hacia nosotros a la velocidad del rayo. Se me para el corazón. Si consigue salvar el andén, los dos estamos muertos. Ahora que está concentrado en Roland, por fin llega mi oportunidad. Me fijo como objetivo el ojo izquierdo de la bestia, el mejor disparo posible para atravesarle el cráneo.
Aprieto el gatillo.
Con un grito de agonía, el colmillo nocturno cegado se desploma contra el borde del andén, y eso le proporciona a Roland la ocasión perfecta para dispararle un largo rayo de electricidad con la vara. Un extremo le rodea el cuello como un lazo. El otro extremo se conecta con el tercer raíl.
Un calor abrasador erupciona en el túnel del metro. Levanto los brazos para protegerme los ojos de la llamarada de un amarillo infernal. Saltan chispas. Sale humo. Los últimos gritos del mortícola me taladran los oídos, más estruendosos que cualquier tren subterráneo. Me tapo la nariz con la americana. Casi prefiero el olor de las aguas residuales al de la carne quemada.
Y entonces todo se sume en el silencio.
Roland tose y agita una mano para quitarse el persistente humo de delante de la cara.
—Espectacular, eso es lo que ha sido —dice en un tono a todas luces autocomplaciente—. Otro rescate impecable en mi impecable historial.
Se me hinchan las fosas nasales. Como siempre, Roland huele a café. Tiene los ojos azules llorosos e inyectados en sangre. Seguro que se debe a la falta de sueño, pero, personalmente, espero que sea porque ha llorado.
—Si no le hubiera disparado, el colmillo nocturno habría llegado al andén y nos habría matado a golpes a ambos —le digo.
Inhala con fuerza y se vuelve hacia mí. Baja la mirada desde la capa de sangre que me cubre la barbilla hasta el uniforme roto, y después hasta el inidentificable lodo marrón que me corre por las rodillas. Envaina la vara y, con un tono que rezuma desdén, me espeta:
—¿Cómo dices?
—No puedes llegar…
Me señala la cara con un dedo a modo de advertencia.
—Dadas las circunstancias y la posición en la que te encuentras, yo que tú me andaría con mucho mucho cuidado. Y, ahora, guarda esa pistola robada.
No lo hago. Sé que me va a delatar de todas formas.
—Es prestada, no robada.
—Ah, ¿y también has cogido prestado el código de acceso a la estación?
Aprieto los dientes. Pero, antes de que se me ocurra una réplica ingeniosa, el fajo de papeles que le sobresale a Roland del bolsillo trasero capta mi atención.
—Espera. ¿Eso es…?
—¿El Mapa de Randel? Así es. —Sonríe con suficiencia y lo saca. Estiro los dedos hacia él, pero el maverick lo aparta con brusquedad para que no pueda alcanzarlo—. ¡Aleja tus sucias manos de rata de mi Artefacto!
Ahora me toca a mí reírme.
—¿«Tu» Artefacto? Pertenece a los Archivos.
—Como si tú supieras algo de los Archivos.
—Por favor, hasta los caniches de los neoyorquinos saben lo de los Archivos. Al fin y al cabo, los encargados de protegerlos son los eruditos más ilustres del Sindicato.
Se echa a reír.
—¿Esos imbéciles arrogantes? —«Mira quién fue a hablar»—. ¿Sabes siquiera a qué me dedico? ¿Quién soy?
Me encojo de hombros.
—Los eruditos son igual de importantes que los arietes. Necesitáis los Artefactos para luchar contra los mortícolas. Yo no me fiaría de vosotros para custodiarlos, y menos del Sindicato. Muchos de los objetos históricos y culturales más significativos de Nueva York están bajo un mismo techo, si esa clase de poder cayera en las manos equivocadas…, ya sabes cómo va.
—Vaya, pero si estás hecha toda una experta —se burla.
«No —me entran ganas de decirle—. El experto era mi padre». Sin embargo, lo último que necesito es proporcionarle tantos detalles como para que descubra mi identidad.
—¿Me dejas ver el mapa?
—No.
Hago de tripas corazón y esbozo mi sonrisa más angelical.
—¿Porfi?
Enarca una ceja y pregunta:
—¿Por qué iba a dejar que lo vieras?
Con la sonrisa emplastada en la cara, respiro hondo. Los Archiveros preservan los Artefactos bajo seguridad militar, ocultos a la vista del público general, así que hay personas que matarían por tener la oportunidad de ver un Artefacto real. Yo entre ellas. Por supuesto, Roland está al tanto de todo esto, y eso hace que lo que estoy a punto de decir me resulte aún más repugnante.
—Bueno —empiezo despacio. «Piensa en el premio», me digo—. Tengo entendido que los mejores mavericks, los más brillantes, son los únicos que tienen autorización para coger el mapa prestado de los Archivos. ¿Es eso cierto?
Lo miro batiendo las pestañas, por si acaso.
Roland muerde el anzuelo como el capullo presuntuoso que es.
—Vale. Te dejo que le eches un vistazo rápido. Pero ni se te ocurra tocarlo, estás llena de mierda.
—Prefiero considerar que es el alma de la ciudad de Nueva York.
Pone cara de hartazgo y despliega el mapa. Un resplandor suave y etéreo se proyecta hacia arriba y me calienta las mejillas como la luz del sol. Lo miro más de cerca. Una versión condensada y fantasmal del plano basado en cuadrículas que Randel diseñó para Manhattan —el plano original, elaborado casi un siglo antes de que se construyeran siquiera los cimientos de los primeros rascacielos de la ciudad— se extiende a lo largo y ancho del descolorido pergamino. Mientras tanto, el Manhattan actual se alza sobre él en tinta líquida y dorada y divide la ciudad en diez secciones, cada una de ellas un barrio distinto. Harlem corona la ciudad por el norte. Justo debajo, el Upper West Side y el Upper East Side, como las alas de Central Park. Estas son las tres mayores jurisdicciones del Sindicato. A continuación, por debajo de Central Park, se encuentran el Midtown, Chelsea, el Flatiron, el Soho, el Lower East Side y Tribeca, que combinan distritos más pequeños de antes del Desvanecimiento en aras de la unidad, pero sobre todo para ahorrar papeleo… Por último, pero no por ello menos importante, el sur lo ocupa el Distrito Financiero, donde nos encontramos.
El mapa es igual de fabuloso que en mis libros de texto, pero es la primera vez que veo con mis propios ojos los grupos de puntos de color verde oscuro que representan a los vigilantes que recorren la cuadrícula metódicamente, arriba y abajo, en busca de quienes infringen el toque de queda antes de que anochezca… y comience el baño de sangre.
—Es precioso —murmuro.
Roland suspira.
—Puedo usarlo para rastrear a quien quiera, así que supongo que es bastante útil.
—¿Bastante útil? ¿No te das cuenta de lo que…?
—No me aburras. Los mavericks como yo controlamos el Artefacto que queramos, no al revés. Tú ni siquiera podrías soñar con lo que yo soy capaz de hacer.
—Eso lo veremos dentro de dos semanas.
Se le escapa un bufido.
—¿En el Torneo? ¿Tú? Rei… —Hace una mueca—, Como-Quiera-Que-Te-Apellides, ¿la próxima maverick de Manhattan? No me hagas reír.
No me digno a responder. Aún me arrepiento de que sepa mi nombre de pila. Cometí el error de decirle cuál era antes de conocer la más que lamentable excusa que tiene por personalidad. Él no sabe cuántas tardes he pasado entrenándome en secreto, ni cuántos mortícolas he matado por mi cuenta. Y me gustaría que siguiera siendo así.
Señalo la furiosa X roja que parpadea en la esquina inferior izquierda del mapa.
—Esa soy yo, ¿no?
—Ah, sí, y eso me recuerda por qué me han enviado otra vez a buscarte. —Roland cierra el mapa de golpe y se lo guarda de nuevo en el bolsillo con una sonrisa altiva. Me trago la envidia—. Al parecer, todas estas escapadas subterráneas ilegales tuyas han llamado la atención de uno de los maestros.
—¿El maestro Sasha? —pregunto en un tono un pelín demasiado esperanzado.
Hace una mueca que no soy capaz de descifrar.
—Más quisieras. No, quien ha requerido tu presencia mañana por la tarde en la mansión Upper West Side es… la maestra Minyi.
Empiezo a soltar improperios tan violentos que Roland desenvaina la vara.
—¿Qué pasa? —pregunta, ya en posición de ataque.
—Nada. —Con una fuerte exhalación, le doy la espalda al maverick y cojo mi monopatín. Le lanzo una mirada lastimera al cadáver humeante del colmillo nocturno antes de dirigirme cojeando hacia la salida de la estación—. Que ojalá hubieras dejado que el mortícola se me llevara.
CAPÍTULO TRES
Vuelvo a la residencia caminando, con el ánimo por los suelos. El aire exuda un flagrante hedor a café. Un par de vigilantes caminan a buen paso por la acera con otra carretilla. En todas las puertas y en el alféizar de todas las ventanas de las plantas bajas, arrojan paladas de granos de café tostados y de color marrón oscuro como si fuera sal en una carretera helada. Las bestias no soportan el olor… Aunque, si te soy sincera, a estas alturas yo tampoco.
En contra tanto de sus deseos como de los míos, Roland me sigue hasta casa. El repiqueteo de sus zapatos contra los adoquines del Distrito Financiero me resulta insoportable. Siento un escalofrío cuando giramos hacia Wall Street y nos adentramos en las sombras de los siniestros edificios de piedra que bloquean los últimos vestigios de calidez del sol. Me gustaría poder admirarlos a la luz mortecina, pero, desde el Desvanecimiento, los atardeceres no son más que una cuenta atrás, un recordatorio de nuestra vulnerabilidad a la oscuridad y a todo lo que acecha en su interior.
—Inquietante, ¿eh? —se pregunta Roland en voz alta mientras sacude una mano en dirección a Wall Street Plaza.
La Bolsa de Nueva York, con sus imponentes columnas corintias, se cierne sobre ella. Hay once esculturas de marfil enclavadas en el frontón triangular de la parte superior. En el centro aparece una mujer vestida con una túnica ondulante y un gorro alado, rodeada de figuras casi desnudas que trabajan con ahínco: un hombre que mira hacia el otro lado desde detrás del timón de un barco; una mujer que maneja una rueca para hilar lino y lana; otro hombre que sufre bajo el peso del saco que lleva a la espalda. Se supone que representan el «trabajo de los humanos», pero la oscuridad reduce su majestuosidad a la de unos bultos grises indistinguibles.
—¿El qué?
—Caminar por Nueva York cuando está vacía.
No contesto. No es necesario. Tiene razón. Es irreal. Es imposible.
Y todo por culpa de los mortícolas.
Lo primero fue el Desvanecimiento, claro. Una erupción que surgió de debajo de las calles y envolvió la ciudad en una niebla tan impenetrable como el misterio de su causa. Recuerdo los murmullos angustiados de mis padres, que inundaban nuestro apartamento junto con el zumbido incesante de los reporteros de las noticias de la televisión; recuerdo el confinamiento y las advertencias de que no debíamos arriesgarnos a salir. El miedo a que la niebla no se disipara nunca, a que todo lo que conocíamos se hubiese perdido para siempre. Entonces, siete días después, la niebla desapareció y se llevó con ella a todas las personas que nos había arrebatado. En la superficie, la ciudad no parecía haber cambiado, y ni siquiera el luto por los fallecidos contuvo por completo el alivio de ser libres de nuevo. De respirar aire fresco tras días atrapados en el interior, a veces sin comida ni medicamentos, sin esperanza de que nos rescataran.
Para honrar a los perdidos, las campanas de las iglesias repicaron durante días en incesante y angustiosa solidaridad. Mis padres vestían aún más de negro que de costumbre. Los ramos de flores marchitas se amontonaban en todas las esquinas, saturaban el aire con el aroma empalagoso del dolor y la podredumbre.
Todo el mundo creía que habíamos sobrevivido a lo peor. Que, con el tiempo, la vida volvería a la normalidad.
En realidad, los verdaderos horrores no habían hecho más que empezar.
—¿Has pensado alguna vez en marcharte de este sitio? —Levanto la cabeza de golpe. Al principio, pienso que Roland me está tomando el pelo, pero luego me fijo en que tiene los ojos vidriosos y una expresión pensativa en la cara—. Siempre la misma farsa —murmura como si ni siquiera estuviera a su lado—. La gente finge que todo va bien. Van a trabajar, quedan con los amigos, forman familias. Se aferran a la apariencia de normalidad. Están locos de atar.
—¿Qué quieres que hagan si no? —le pregunto—. ¿Quedarse encerrados en casa muertos de miedo? ¿Ofrecer un sacrificio humano cada vez que haya luna llena para mantener a los mortícolas a raya?
—Tal vez.
Pienso en las historias que me han contado sobre los primeros anocheceres, cuando las únicas pruebas de la brutal carnicería que veían la luz del día eran los charcos de sangre seca que manchaban el cemento y los escasos supervivientes que tenían la suerte de llegar al amanecer con solo la mitad de las extremidades roídas y hechas papilla. Me rodeo con los brazos para contener un escalofrío y aprieto el paso.
—Pero ¿lo harías? —insiste Roland, que me sigue de inmediato—. Marcharte, quiero decir.
Algunas personas se negaron a abandonar la vida que llevaban aquí incluso después de que se confirmaran las primeras matanzas, estaban decididas a esperar a que pasara el peligro. Otras no tenían adonde ir. Pero el resto huyó en masa. Daban por hecho que el Desvanecimiento era un problema exclusivo de Manhattan y que, por ende, también lo eran los monstruos.
Hasta que llegó el baño de sangre de Boston. El de Denver. La masacre de San Francisco, a casi cinco mil kilómetros de distancia.
Entonces, la explosión de una tubería en San Luis llevó al descubrimiento de un nido de mortícolas cuyo origen, gracias a las investigaciones de los expertos, terminó identificándose en Nueva York. En la isla de Manhattan, para ser más concretos. Al final resultó que los mortícolas sí eran problema nuestro.
La noticia llegó a la mañana siguiente. Al principio, cuando mis padres intentaron explicarme la prohibición indefinida de todos los viajes interurbanos, no lo entendí, y no solo por lo pequeña que era. Nadie podía entrar ni salir de Manhattan, sin excepciones.
Era inconcebible.
Pero, si los mortícolas eran capaces de robar rostros y voces, ¿de qué otras formas podían engañarnos? ¿Y cómo iba a darse cuenta la gente antes de que fuera demasiado tarde?
Por supuesto, la prohibición no bastó para contener a las multitudes desesperadas por escapar. Así que el ejército recurrió a las barricadas y, como eso tampoco fue suficiente, el presidente se reunió con los líderes mundiales en una sesión de emergencia retransmitida a nivel internacional. Desde el sofá del salón, sumidos en un silencio impotente, mis padres y yo escuchamos a las autoridades de todo el mundo mientras decidían por unanimidad que no había más remedio que destruir todos los puentes y túneles que salían de Manhattan. Reducir a escombros nuestra conexión física con el mundo exterior.
«Los puentes pueden reconstruirse —dijeron—. Pero las vidas perdidas no pueden renacer».
—Esta es mi ciudad —respondo al fin—. Puede que no siempre nos trate bien, pero es nuestra. Somos neoyorquinos. Siempre encontramos la manera de sobrevivir, cueste lo que cueste.
Se le crispa la boca.
—Yo no soy uno de vosotros.
La sombra de la enorme estatua de George Washington erigida en lo alto de la escalinata del Federal Hall nos engulle. Cruzamos bajo la dura mirada de bronce del primer presidente, callados y tensos. La estatua, con una expresión severa en la cara y vestida con un abrigo ondeante, se eleva sobre la plaza como si representara a un maestro de otro tiempo, con una mano extendida como para lanzar un hechizo.
Es posible que el Desvanecimiento nos haya impuesto la muerte y la desesperación, pero al menos el Sindicato nos ha dado algo —y alguien— en lo que creer.
Nos detenemos ante una entrada de cristal embutida entre una joyería de lujo y un bar de batidos. Llamo al timbre y, demasiado tarde, intento alisarme el uniforme destrozado, roto donde las garras del mortícola me han sajado el pecho. Estoy a punto de caer en la tentación de pedirle a Roland que me preste su abrigo de maverick para ocultar lo más evidente, pero me apuesto lo que sea a que preferiría verme electrocutada por el tercer raíl antes que renunciar a él.
La puerta se abre.
—¡Rei Reynolds! ¿Es que no tiene ni una pizca de vergüenza? —brama la decana.
La decana Abigail mide dos metros y su corpulenta figura de señora mayor bloquea la entrada de la residencia como una barricada. Con su blusa y su falda lápiz gris cemento, la verdad es que no costaría confundirla con una. Su mirada de gárgola me perfora desde lo alto, ampliada por las gafas que lleva apoyadas en la ganchuda nariz.
A Roland se le escapa una risita.
La decana fulmina con la mirada al maverick.
—Usted —le espeta—, ¿no tendría que estar trabajando?
A él se le hinchan las fosas nasales.
—Señora…
—Déjese de «señoras», joven. ¡Entre, señorita Reynolds!
—¡Sí, decana Abigail!
Agacho la cabeza, con la cara colorada, y paso al vestíbulo mientras la mujer se aleja.
Roland me observa, con los finos labios apretados en una línea aún más fina. Me aclaro la garganta.
—Buen anochecer.
Justo cuando la puerta está a punto de cerrarse, el maverick la para con el pie.
—¿En serio? ¿Ni siquiera un puñetero gracias por haberte salvado ese patético culo?
Su tono es tan sarcástico que siento cada palabra como una bofetada. Sobre todo después de esas tonterías introspectivas que le ha dado por soltar antes.
Aprieto los puños. Tengo que recordarme que Roland ostenta el título de maverick y que no se lo otorgaron sin más, sino que tuvo que luchar por él durante el Torneo. Como escalafón de mando más alto dentro del Sindicato, junto con la anónima y esquiva Junta Directiva, los maestros de Manhattan —acompañados de sus protegidos, los mavericks— constituyen la primera línea de defensa de la ciudad contra la oscuridad. Son nuestros héroes.
Aunque ojalá este no fuera tan capullo.
—¿Por qué quisiste convertirte en maverick?
Roland se apoya contra la jamba de la puerta.
—Dinero. Poder. Respeto. Copas gratis en el bar. Etcétera.
Al menos es sincero.
—¿Recuerdas el lema del Sindicato?
Hace una mueca, como si no pudiera creerse que tenga la desfachatez de preguntárselo.
—Por supuesto que sí. «Álzate por encima del resto».
—Mis profesores dicen que tenemos que ser más rápidos. Más fuertes. Más listos. Mejores que el resto de la sociedad solo para tener una oportunidad de que el Sindicato nos elija. —Levanto la barbilla hacia él—. Pero ¿sabes de lo que acabo de darme cuenta? De que la gente solo se alza por dos razones: para servir a los que les admiran o para despreciar a quienes sirven. ¿De qué tipo eres tú?
No hay nada más satisfactorio que ver a Roland ponerse más rojo que un ladrillo.
—Eres desquiciante, una…
—¡Señorita Reynolds! —grita la decana desde la entrada del ascensor.
Disimulo una sonrisa y le dedico una elegante reverencia al maverick.
—Me temo que se me ha acabado el tiempo. Mi más sincero agradecimiento por haberme salvado el patético culo.
Todavía está boquiabierto cuando le cierro la puerta en las narices.
—¿Tiene algo que decir en su defensa, señorita? —me pregunta la decana en tono exigente en cuanto se cierran las puertas del ascensor—. ¿Qué hacía correteando por ahí cuando apenas faltan quince minutos para el anochecer? Y, en el nombre de la libertad, ¿qué le ha pasado a su uniforme?
—Estaba haciéndole un recado a mi tía, como de costumbre, señora.
Clavo la mirada en el frente. A mí quince minutos me parecen bastante. Y no necesito que me lo recuerde: me he saltado el toque de queda una sola vez en toda mi vida y, da igual el precio que pague: nada me devolverá lo que perdí aquella noche.
—¿Y ese maverick?
—Me topé con él cuando volvía e insistió en acompañarme a casa.
—Qué detalle —masculla la decana.
Internamente, está en guerra. Por un lado, es la responsable de mantener a salvo a todos los alumnos internos, incluida yo. Por otro lado, las dos sabemos que no le pagan lo suficiente como para tener que andar ocupándose de todas mis mierdas, ni mucho menos. Pero lo más importante es que está indefensa ante la autoridad de mi tía. Al menos, eso es lo que me gustaría que siguiera pensando.
Cuando el ascensor vuelve a emitir un pitido y las puertas se abren, su furia ya se ha reducido a resignación. Me hace un gesto para que salga a la cálida luz del pasillo.
—Doy por sentado que no está teniendo contratiempos con sus preparativos para el examen final.
—No he empezado.
La decana arquea tanto las cejas que casi se le salen de la frente.
—Señorita Reynolds…
—Era una broma, señora.
Exhala.
—Me gustaría que se lo tomara un poco más en serio, señorita Reynolds. ¿Debo recordarle que la única forma de clasificarse para el Torneo es…?
—Sacar la mejor nota —la interrumpo con una voz tan seca como su sentido del humor—. Sí, soy muy consciente, pero gracias de todos modos.
La puerta del fondo del pasillo se abre de par en par. Una chica con una bata salpicada de pintura sale en tropel por ella. El pelo castaño oscuro le cae en ondas por debajo de los hombros y en la mano lleva una taza de café humeante que chapotea con gran peligro. Una huella de pulgar amarilla le mancha la mejilla redonda y con hoyuelos.
—Aquí estás —dice Zaza—. Estaba a punto de empezar a ensayar tu panegírico.
—Por favor, señorita Alvarez —implora la decana sin apenas firmeza—. La seguridad de Rei no es cosa de risa.
Mi mejor amiga se limita a beber de la taza y sonreír.
—Y entrenar a chavales de trece años para matar a monstruos devoradores de carne con varas eléctricas tampoco.
Me tapo la boca con la mano a toda velocidad para reprimir una carcajada horrorizada. La decana se queda completamente atónita.
En ese preciso instante, las campanas del toque de queda se apagan en el exterior. Comienza un ruido nuevo. El de una sirena. Una sirena ululante, desgarradora, que corta el aire como una cuchilla, que se agudiza cada vez más hasta que los cristales de las ventanas de nuestra residencia traquetean en señal de protesta.
—Madre mía —susurra Zaza, aunque asegurándose de que todas lo oigamos—. Solo faltan cinco minutos para el anochecer.
La decana permanece inmóvil un segundo. Después, se pone en movimiento de golpe y nos empuja con suavidad hacia nuestro dormitorio.
—Buenas noches, chicas —gruñe antes de cerrar la puerta con brusquedad.
Cuando Zaza echa la llave, me desplomo contra la pared y me presiono con los dedos el pringue cálido de las heridas.
—Ay.
Mi amiga abre mucho los ojos. Deja la taza, se acerca a toda prisa y me rodea con un brazo para sostenerme. Me dejo caer sobre ella. Huele a loción corporal de pétalos de rosa, a pintura acrílica e, inevitablemente, a café. Es posible que sea el único líquido que la he visto beber en toda mi vida.
—Dios santo1, Rei. ¿Qué ha pasado esta vez?
—Me ha mutilado un colmillo nocturno —mascullo—. Ayúdame a llegar al alféizar, ¿vale?
Sin una sola pregunta más, mi compañera de piso me lleva casi en volandas hasta la cocina. Arrastrando los pies, dejamos atrás su caballete con el lienzo a medio terminar y el despliegue de tubos de pintura y pinceles que hay sobre la encimera de mármol, entre las cajas de comida para llevar, y llegamos a mi dormitorio.
Los objetos de coleccionista relacionados con los arietes dominan todos los espacios vacíos. Los hay de todas las formas y tamaños: pósteres de mis maestros y mavericks favoritos de todos los tiempos; figuras de acción colocadas como si estuvieran en plena batalla; todas las autobiografías del maestro Sasha —firmadas, con una mirada gélida atravesándome desde cada una de las cubiertas, las páginas desgastadas tras años de ávidas lecturas—; y viejos recortes de periódico que celebran las victorias más importantes de la División Ariete.
Zaza me suelta en la cama justo cuando se detiene el ulular de la sirena. Me arrimo todo lo que puedo a la ventana y me quito la americana. Me ayuda a aflojarme la corbata y a desabrocharme la camisa para dejar al descubierto las marcas que las garras me han abierto en los hombros y el torso. Frunzo la nariz al ver el pus negro que rezuman las heridas.
Los ojos avellanados de Zaza centellean, una nebulosa siempre cambiante de verdes, marrones y azules.
—Ostras. Voy a necesitar unas cuantas muestras. —Sale corriendo de mi habitación, deslizándose en calcetines sobre la madera del suelo—. ¡No te cures demasiado rápido! —me grita desde la puerta.
—Gracias por la abrumadora preocupación —refunfuño antes de desplomarme sobre las almohadas, aunque en realidad no me importa.
A pesar de que nuestros estudios nos han situado en divisiones opuestas dentro del Sindicato —arietes y eruditos—, seguimos opinando lo mismo. Como alumnas, tanto las oportunidades de adquirir y analizar muestras recientes de mortícola como las de cazar a esos monstruos en la vida real son escasas. Sería un desperdicio espectacular no aprovechar la situación. Y Zaza es demasiado inteligente para eso.
El melodioso tintineo de los cristales de la habitación de Zaza llena el silencio mientras apoyo los codos en el alféizar y dejo escapar un suspiro. Me quedo mirando el ardiente reflejo de mi pelo de color rojo rubí en los cristales y acaricio el negro natural que empieza a asomar por las raíces. Me pregunto si esta vez al fin me lo dejaré crecer.
A estas alturas, la noche ennegrece la mayor parte de la habitación. La penumbra me suaviza las líneas afiladas de la mandíbula, pero ahonda las sombras perpetuas que tengo bajo los ojos y que me atormentan desde la infancia. «Son como bolsos son de diseño, cariño», le gusta bromear a Zaza.
En la pared del fondo, un océano de Polaroids se extiende de esquina a esquina. En la oscuridad, se funden unas con otras, pero me las conozco todas al dedillo. Ahí está mi hermana mayor, Maura, adoptada antes del Desvanecimiento, riéndose en la diminuta cocina de su aún más diminuto nuevo apartamento. Ni siquiera tiene espacio para abrir del todo la puerta del frigorífico, pero no tiene que compartirlo con nadie.
Zaza está en todas partes. Pintando en la cocina, aplicándose pintalabios en el espejo del baño. A mi lado delante del Prep del Distrito Financiero durante el primer y el último día de clase de cada curso, las dos vestidas iguales, con nuestro pulcro uniforme almidonado. De izquierda a derecha, crecemos congeladas en el tiempo. Mientras que la sonrisa de Zaza es deslumbrante incluso en una imagen granulada, la mía se ha ido transformando en una mueca reacia a lo largo de los años.
En cuanto a mis padres…, solo tengo dos fotos que me ha legado mi tía, el resto quedaron reducidas a cenizas en la muerte del anochecer. Torbellinos de humo gris. Un calor insoportable que llegaba en oleadas que ahogaban el aire. Mientras contemplaba el infierno que consumía nuestra casa, pensé que el fuego nos lo había arrebatado todo. Pero eso fue antes de lo que vino después.
Ahora estas fotos son lo único que me queda para recordar a mis padres.
La primera la sacó mi tía y es del día que se casaron. Mi madre lleva un cheongsam de encaje rojo adornado con un dragón dorado que le serpentea alrededor de la cintura. Aunque mi padre lleva un esmoquin clásico, la pajarita tiene el mismo estampado de dragón que el vestido de la novia. Como siempre, lleva las gafas ligeramente torcidas.
En la segunda foto, mis padres están en las escaleras de la reconvertida Grand Central Station, en la 42 con Park Avenue, ahora más conocida como la sede central del Sindicato. Su primer día oficial de servicio: mi madre como vigilante y mi padre como conservador jefe de los Archivos. Era profesor de Historia Urbana en la Universidad de Columbia, célebre en todo el mundo por sus investigaciones sobre arqueología contemporánea, así que el Sindicato le pidió que dirigiera la recogida y la conservación de los Artefactos. Por aquel entonces, todavía no existían ni la División de Eruditos ni los Archivos. Sin embargo, con el gobierno peleándose por averiguar qué leches hacer, y con Manhattan ya al borde de un colapso catastrófico, el Sindicato no tuvo más remedio que dar un paso al frente. Y eso hicieron: contrataron al mejor experto de la ciudad para catalogar y estudiar las capacidades de todos los Artefactos desde el primer día. Mi padre lo consideraba un honor por encima de cualquier otro. Nunca lo había visto tan radiante como el día que le otorgaron el título de conservador jefe, ni siquiera en las fotos de la boda. Al fin y al cabo, la historia había sido su primer amor. Mamá y yo llegamos después.
Desvío la mirada hacia el último cajón del escritorio, donde tengo otra caja de fotos acumulando polvo en la oscuridad. Podría considerarse que es mi caja de los finales. Otro recordatorio de lo que…, de quienes he perdido. No me atrevo a mirar las fotografías que contiene, pero tampoco soportaría tirarlas.