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León Tolstói, el famoso escritor ruso, es reconocido como uno de los grandes nombres de la literatura universal, y entre sus obras destacan tres novelas de gran impacto: "Guerra y Paz", "Ana Karenina" y "Resurrección". Pero Tolstói no se limitó a las novelas y escribió muchos textos políticos y cuentos. Este eBook, al igual que ocurre en los otros volúmenes de la "Colección Mejores Cuentos", es una selección de los mejores cuentos de Tolstói, lo que lo convierte en una excelente puerta de entrada para descubrir y profundizar en la obra de este gigante de la literatura.
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Seitenzahl: 276
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Leon Tolstoi
Mejores Cuentos
Colección
Mejores Cuentos
Primera edición
Prezado leitor, León Tolstói, el famoso escritor ruso, es reconocido como uno de los grandes nombres de la literatura universal, y entre sus obras destacan tres novelas de gran impacto: "Guerra y Paz", "Ana Karenina" y "Resurrección". Pero Tolstói no se limitó a las novelas y escribió muchos textos políticos y cuentos.
Este eBook, al igual que ocurre en los otros volúmenes de la "Colección Mejores Cuentos", es una selección de los mejores cuentos de Tolstói, lo que lo convierte en una excelente puerta de entrada para descubrir y profundizar en la obra de este gigante de la literatura.
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"La libertad no se alcanza buscando la libertad, sino la verdad. La libertad no es un fin, sino una consecuencia."
PRESENTACIÓN
Sobre el autor
Los tres ermitaños
¿Cuánta tierra necesita un hombre?
Ilia
De lo que vive lo hombre
Donde está el Amor, allí está Dios
Tres preguntas
En donde está el amor
El prisionero del Cáucaso
Sin querer
Gente pobre
El padre Sergio
"Solo podría encontrar la felicidad si lograra subvertir el mundo para hacerlo ingresar en lo verdadero, lo puro, lo inmutable."
Franz Kafkaግ
León Tolstoi 1928 – 1910
León Tolstói fue un escritor ruso, autor de la novela "Guerra y Paz", un clásico de la literatura rusa. Con cientos de personajes en su versión original, se considera una de las mayores novelas de la historia. La obra retrata el juego político, las intrigas de la corte y la brutalidad de la guerra.
Tolstói nació en Iásnaya Poliana, Rusia, el 9 de septiembre de 1828. Hijo de una familia importante vinculada a los zares, quedó huérfano a los nueve años y fue criado por tías y educado por preceptores. En 1841 se trasladó a Kazán, donde estudió lenguas orientales y derecho, pero insatisfecho con la educación formal, abandonó sus estudios antes de graduarse.
En 1847, heredó vastas propiedades y se convirtió en "Conde de Tolstói". Se entusiasmaba con el lujo pero buscaba ofrecer las mejores condiciones a sus empleados, preocupado por las contradicciones de los dos mundos.
En 1851 se alistó en el ejército y combatió en la Guerra de Crimea, entre rusos y turcos. Inició su carrera literaria escribiendo la autobiografía "Infancia" (1852), que se publicó en la revista "El Contemporáneo" de San Petersburgo. Luego escribió "Adolescencia" (1853).
En 1855, regresó a San Petersburgo después de la derrota de las tropas rusas y se trasladó a la propiedad de su familia. Se casó con Sonia Andreievna. En 1856 escribió "Crónicas de Sebastopol" y en 1857 escribió "Juventud", completando así su trilogía autobiográfica. La vida en la corte lo dejaba decepcionado, la administración de sus propiedades no lo satisfacía y la vida militar le resultaba repugnante.
León Tolstói escribió sus dos novelas más importantes, "Guerra y Paz" (1869) y "Ana Karenina" (1877). En esa época, entró en una crisis espiritual, cuestionó la sociedad en la que vivía, rechazó la autoridad de la Iglesia Ortodoxa y fue excomulgado en 1901.
Tolstói rechazó la nobleza, se vistió como un campesino y caminó descalzo. Abandonó su casa y murió de neumonía en la estación de tren de Astapovo, en la provincia de Riazán, Rusia, el 20 de noviembre de 1910.
El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la menor oscilación.
Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el centro a un mujik1 que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.
Se detuvo el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Se acercó el arzobispo al grupo y aplicó el oído. Al verlo, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.
— No se violenten, hermanos míos — dijo este último— . He venido para oír también lo que contaba el mujik.
— Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños — dijo un comerciante menos intimidado que los otros del grupo.
— ¡Ah!… ¿Qué es lo que cuenta? — preguntó el arzobispo.
Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.
— Habla — añadió dirigiéndose al mujik— , también quiero escucharte… ¿Qué señalabas, hijo mío?
— El islote de allá abajo — repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el horizonte— . Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la salvación de sus almas.
— ¿Pero dónde está ese islote? — preguntó el arzobispo.
— Dígnese mirar en la dirección de mi mano… ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un poco más abajo, a la izquierda…, esa especie de faja gris.
El arzobispo miraba atentamente y, como el sol hacía brillar el agua, no veía nada por la falta de costumbre.
— No distingo nada — dijo— . Pero ¿quiénes son esos ermitaños y cómo viven?
— Son hombres de Dios — respondió el campesino— . Hace mucho tiempo que oí hablar de ellos, pero nunca tuve ocasión de verlos hasta el verano último.
El pescador volvió a comenzar su relato. Un día que iba de pesca fue arrastrado por el temporal hacia aquel islote desconocido. Por la mañana caminaba cuando distinguió una pequeñísima cabaña y cerca de ella un ermitaño, al que siguieron a poco otros dos. Al ver al mujik le dieron de comer, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.
— ¿Y cómo son? — preguntó el arzobispo.
— Uno de ellos es pequeño, encorvado y viejísimo. Viste una sotana raída y parece tener más de cien años. Los blancos pelos de su barba empiezan a hacerse verdosos. Es sonriente y sereno como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un capote desgarrado, y su larga barba gris tiene reflejos amarillos. Es un hombre tan vigoroso, que volvió mi barca boca abajo como si fuera una cáscara de nuez, sin darme tiempo ni a que lo ayudase. También está siempre contento. El tercero es muy alto: su barba, de la blancura del cisne, le llega hasta las rodillas; es hombre melancólico, tiene las cejas erizadas y sólo lleva para cubrir su desnudez un pedazo de tela hecho de corteza trenzada y sujeto a la cintura.
— ¿Y qué te dijeron? — interrogó el prelado.
— ¡Oh! Hablaban muy poco, aun entre ellos. Con una sola mirada se entendían inmediatamente. Yo pregunté al más alto si vivían allí desde hace mucho tiempo y él frunció las cejas y murmuró no sé qué en tono de enfado; pero el pequeño le cogió la mano sonriendo y el alto enmudeció. El viejecito dijo solamente:
“— Haznos el favor…
“Y sonrió.”
Mientras el pescador hablaba, el buque se había aproximado a un grupo de islas.
— Ahora se ve perfectamente el islote — dijo el comerciante— . Dígnese mirar Vuestra Grandeza — añadió extendiendo la mano.
El arzobispo miró una faja gris: era el islote. Quedó fijo durante largo tiempo, y luego, pasando de proa a popa, dijo al piloto:
— ¿Qué islote es ese que se ve allá abajo?
— No tiene nombre, hay muchos como ese por aquí.
— ¿Es cierto que en él, según se dice, están los ermitaños dedicados a trabajar por su salvación eterna?
— Así se dice, pero ignoro si es verdad. Los pescadores aseguran haberlos visto, pero también ocurre que se habla sin saber lo que se dice.
— Yo querría desembarcar en ese islote para ver a los ermitaños — dijo el prelado— . ¿Puede hacerse?
— No podemos acercarnos con el buque — repuso el piloto— . Hace falta para eso la canoa, y sólo el capitán puede autorizar que la botemos al agua.
Se avisó al capitán.
— Desearía ver a los ermitaños — le dijo el arzobispo— . ¿Podría llevarme allá?
El capitán trató de disuadirlo de su propósito.
— Es muy fácil — dijo— pero vamos a perder mucho tiempo. Casi me atrevería a decir a Vuestra Grandeza que no valen la pena de ser vistos. He oído decir que esos viejos son unos estúpidos, no comprenden lo que se les dice y en punto a hablar saben menos que los peces.
— Pues a pesar de todo deseo verlos; pagaré lo que sea, pero disponga que me lleven a donde se encuentran.
Ya no había nada que decir. Se hicieron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y se singló hacia la isla. Se colocó a proa una silla para el arzobispo que, sentado en ella, miraba el horizonte, y todos los pasajeros se reunieron a proa para ver también el islote de los ermitaños. Los que tenían buena vista distinguían ya las piedras de la isla y mostraban a los demás la pequeña cabaña. Bien pronto uno de ellos vio a los tres ermitaños.
El capitán trajo el anteojo y miró, entregándoselo en seguida al arzobispo.
— Es verdad — dijo— , a la derecha, junto a una gran piedra, se ven tres hombres.
A su vez el arzobispo enfocó el anteojo en la dirección indicada y vio, en efecto, a tres hombres, uno muy alto, otro más bajo y el último pequeñito. De pie, junto a la orilla, estaban cogidos de la mano.
El capitán dijo al prelado:
— Aquí tiene que detenerse el buque. Ahora, si quiere Vuestra Grandeza, debe bajar a la canoa y anclaremos para esperarlo.
Se echó el ancla, se cargaron las velas y el buque comenzó a oscilar. Fue botada al agua la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo bajó por la escala.
Una vez abajo, se sentó sobre un banco a popa, y los marineros, a golpes de remo, se dirigieron al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se veía perfectamente a los tres ermitaños: una muy alto, casi desnudo, salvo un pedazo de tela atado a la cintura y formado de cortezas entretejidas; otro más bajo, con su caftán desgarrado, y luego el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Los tres estaban cogidos de la mano.
Llegó la canoa a la ribera, saltó a tierra el arzobispo, bendijo a los ermitaños, que se deshacían en saludos, y les habló de este modo:
— He sabido que aquí trabajan por la eterna salvación, ermitaños de Dios, que ruegan a Cristo por el prójimo; y como, por la gracia del Altísimo, yo, su servidor indigno, he sido llamado a apacentar sus ovejas, he querido visitarlos, puesto que al Señor sirven, para traerles la palabra divina.
Los ermitaños permanecieron silenciosos, se miraron y sonrieron.
— Díganme cómo sirven a Dios — continuó el arzobispo.
El ermitaño que estaba en medio suspiró y lanzó una mirada al viejecito.
El gran ermitaño hizo un gesto de desagrado y también miró al viejecillo.
Éste sonrió y dijo:
— Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
— Entonces ¿cómo rezan? — preguntó el prelado.
— He aquí nuestra plegaria: “Tú eres tres, nosotros somos tres…, concédenos tu gracia”.
En cuanto el viejecito hubo pronunciado estas palabras, los tres ermitaños elevaron su mirada al cielo y repitieron:
— Tú eres tres, nosotros somos tres…, concédenos tu gracia.
Sonrió el arzobispo y dijo:
— Sin duda han oído hablar de la Santísima Trinidad, pero no es así como hay que rezar. Les he tomado afecto, venerables ermitaños, porque veo que quieren ser gratos a Dios, pero ignoran cómo se le debe servir. No es así como se debe rezar: escúchenme, porque voy a enseñarles. Lo que van a oír está en la Sagrada Escritura de Dios, donde el Señor ha indicado a todos cómo hay que dirigirse a Él.
Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a hombres, y les explicó el Dios Padre, el Dios Hijo y el Dios Espíritu Santo. Luego añadió:
— El Hijo de Dios bajó a la tierra para salvar al género humano, y he aquí cómo nos enseñó a todos a rezar: escuchen y repitan conmigo.
Y el arzobispo comenzó:
— Padre Nuestro…
Y uno de los ermitaños repitió:
— Padre Nuestro…
Y el segundo ermitaño repitió también:
— Padre Nuestro…
Y el tercer ermitaño dijo asimismo:
— Padre Nuestro…
— Que estás en los Cielos…
Y los ermitaños repitieron:
— Que estás en los Cielos…
Pero el ermitaño que se hallaba entre sus hermanos se equivocaba y decía una palabra por otra; el gran ermitaño no pudo continuar porque los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito, como no tenía dientes, pronunciaba muy mal.
Volvió a empezar el arzobispo la plegaria y los ermitaños a repetirla. Se sentó el prelado sobre una piedra y los ermitaños formaron círculo a su alrededor, mirándolo a la boca y repitiendo todo cuanto decía.
Durante todo el día, hasta la noche, el prelado batalló con ellos diez, veinte, cien veces, repitiendo la misma palabra y con él los ermitaños. Se embrollaban, él los corregía y volvían a empezar.
El arzobispo no dejó a los ermitaños hasta que les hubo enseñado la plegaria divina. La repitieron con él, y luego solos. Como el ermitaño de en medio la aprendiera antes que los otros, la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces y los otros dos lo imitaron.
Ya comenzaba a oscurecer y la luna surgía del mar cuando el arzobispo se levantó para volverse al buque. Se despidió de los ermitaños, que lo saludaron hasta el suelo, los hizo incorporarse, los besó a los tres, les recomendó que rogasen como les había dicho, se sentó sobre el banco de la canoa y se dirigió hacia el barco.
Mientras bogaban, seguía oyendo a los ermitaños que recitaban en voz alta la plegaria de Dios.
Pronto llegó el esquife junto al buque; ya no se oía la voz de los ermitaños, pero aún se les veía a los tres, a la luz de la luna, en la orilla, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a su izquierda.
El arzobispo llegó al barco y subió al puente. Levaron anclas, largaron las velas, que el viento hinchó, y el buque se puso en movimiento, continuando el interrumpido viaje.
Se instaló a popa el prelado y allí se sentó, siempre con la vista fija en el islote. Aún se veía a los tres ermitaños. Luego desaparecieron y no se vio más que la isla. Pronto esta misma se perdió en lontananza y sólo se veía el mar brillando a la luz de la luna.
Se acostaron los peregrinos y todo enmudeció en el puente; pero el arzobispo no quiso dormir aún. Solo en la popa, miraba al mar en la dirección del islote y pensaba en los buenos ermitaños. Recordaba la alegría que experimentaron al aprender la oración y daba gracias a Dios por haberlo llamado en ayuda de aquellos hombres venerables, para enseñarles la palabra divina.
Así pensaba el arzobispo, con los ojos fijos en el mar, cuando de pronto vio blanquear algo y lucir en la estela luminosa de la luna. ¿Sería una gaviota o una vela blanca? Mira más atentamente y se dice: de fijo es una barca con una vela, que nos sigue. ¡Pero qué rápidamente marcha! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y hela aquí ya muy cerca. Además, es una barca como no se ve ninguna y una vela que no parece tal…
Sin embargo, aquello los persigue y el arzobispo no puede distinguir qué cosa es. ¿Será un barco, un pájaro, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre, y además, un ser humano no podría andar sobre el agua.
Se levantó el arzobispo, fue a donde estaba el piloto y le dijo:
— ¡Mira! ¿Qué es eso?
Pero en aquel momento ve que son los ermitaños que corren sobre el mar y se acercan al buque. Sus blancas barbas despiden brillante fulgor.
Al volverse el piloto deja la barra espantado y grita:
— ¡Señor!, los ermitaños nos persiguen sobre el mar y corren sobre las olas como sobre el suelo.
Al oír estos gritos se levantaron los pasajeros y se precipitaron hacia la borda, viendo todos correr a los ermitaños, teniéndose unos a otros de la mano, y a los de los extremos hacer señas de que se detuviera el barco.
Aún no se había tenido tiempo de parar cuando alcanzaron el buque, llegaron junto a él y levantando los ojos dijeron:
— Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos has hecho aprender. Mientras lo hemos repetido nos acordábamos, pero una hora después de haber cesado de repetirlo se nos ha olvidado y ya no podemos decir la oración. Enséñanos de nuevo.
El arzobispo hizo la señal de la cruz, se inclinó hacia los ermitaños y dijo:
— ¡La plegaria de ustedes llegará de todos modos hasta el Señor, santos ermitaños! No soy yo quien debe enseñarles. ¡Rueguen por nosotros, pobres pecadores!
Y el arzobispo los saludó con veneración. Los ermitaños permanecieron un momento inmóviles, luego se volvieron y se alejaron rápidamente sobre el mar.
Y hasta el alba se vio una gran luz del lado por donde habían desaparecido.
FIN
Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra — pensaba a menudo— los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.”
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.
“Qué te parece — pensó Pahom— Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.”
Así que decidió hablar con su esposa.
— Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se colmó de anhelo.
“¿Por qué he de sufrir en este agujero — pensó— si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.
Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.
“Si todas estas tierras fueran mías — pensó— , sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.
— Sólo debes hacerte amigo de los jefes — dijo— Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
“Vaya — pensó Pahom— , allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”
Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
— De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
— ¿Y cuál será el precio? — preguntó Pahom.
— Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
— ¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
— No sabemos calcularlo — dijo el jefe— . La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.
Pahom quedó sorprendido.
— Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra — dijo.
El jefe se echó a reír.
— ¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
— ¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?
— Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
“¡Qué gran extensión marcaré! — pensó— . Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
— Es hora de despertarlos — se dijo— . Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.
— Es hora de ir a la estepa para medir las tierras — dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
— Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.
— Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
— Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.
— No importa — dijo al fin— . Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
“No debo perder tiempo — pensó— , pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.”
Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
— He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas — se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
“Seguiré otros cinco kilómetros — pensó— , y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
“Ah — pensó Pahom— , he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.
“Bien — pensó— , debo descansar.”
Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno — pensó— . El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
“¡Ah! — pensó Pahom— . Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
“No — pensó— , aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”.
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.
“Cielos — pensó— , si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.”
El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
“Hay tierras en abundancia — pensó— , ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.
“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.
— ¡Vaya, qué sujeto tan admirable! — exclamó el jefe— . ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.
FIN
Vivía en la región de Ufim un bachir llamado Ilia. Hacía apenas un año que lo había casado su padre, cuando éste murió, dejándole poca cosa.
Ilia tenía en aquel entonces siete yeguas, dos vacas y veinte carneros.
Pero era un muchacho trabajador y ahorrativo; en poco tiempo se acrecentó su patrimonio. Todo el día trabajaba, y su mujer lo ayudaba. Se levantaba más temprano, se acostaba más tarde que los demás, y se iba enriqueciendo poco a poco.
E Ilia vivió así, trabajando durante treinta y cinco años, y reunió una gran fortuna.
Tenía doscientos caballos, ciento cincuenta cabezas de ganado mayor y mil doscientos corderos. Los criados conducían los rebaños a los pastos; las criadas ordeñaban a las yeguas y a las vacas, y hacían kumiss, manteca y queso.
Todo era abundante en casa de Ilia, y sus paisanos lo envidiaban.
— ¡Qué dichoso es este Ilia! — decían— . Está repleto de bienes. Bien puede decirse de él que ha hallado el paraíso en la vida.
La gente sencilla solicitaba su amistad, y de lejos acudían para verlo. Él recibía bien a todos y les daba comida y bebida. A cuantos lo visitaban, Ilia hacía hervir kumiss, té, yerba y carnero. Si llegaba un forastero, mataba un carnero o dos; y si eran varios, hasta mataba una yegua.
Ilia tenia dos hijos y una hija. A los tres los casó. Cuando era pobre, sus hijos lo ayudaban en sus trabajos, y hasta guardaban las piaras de caballos. Cuando se vieron ricos, los varones empezaron a divertirse y uno se dio a beber.
Al mayor lo mataron en una riña; el otro, habiéndose casado con una mujer orgullosa, dejó de escuchar a su padre; Ilia se vio precisado a separarse de él.
Le dio una casa con ganados, lo que mermó la riqueza de Ilia. Al poco tiempo, se desarrolló una enfermedad entre los carneros, que le mató un gran número. Luego atravesaron un año de gran escasez; los prados no produjeron pastos y se murió el ganado en gran cantidad durante el invierno.