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Memorias de un solterón es una novela escrita por Emilia Pardo Bazán y publicada en 1896. Pertenece a una nueva etapa que los críticos diferencian de sus novelas más claramente naturalistas. En su madurez, la autora idea un plan metanovelístico similar al que Balzac, Zola o Galdós llevaron a la práctica. En su caso, las novelas se centran en las relaciones entre hombres y mujeres y la institución que las regula: el matrimonio. A través de los personajes femeninos de Memorias de un solterón (que forma un díptico con Doña Milagros), doña Emilia expresa sus ideas sobre la situación de la mujer en su época, centrándose en la problemática de las jóvenes de clase media.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Emilia Pardo Bazán
Memorias de un solterónAdán y Eva
(Ciclo) Emilia Pardo Bazán -
A mí me han puesto de mote el Abad. En esta Marineda tienen buena sombra para motes, pero en el mío no cabe duda que estuvie-ron desacertados. ¿Qué intentan significar con eso de Abad? ¿Que soy regalón, amigo de mis comodidades, un poquito epicúreo? Pues no creo que estas aficiones las hayan demostrado los abades solamente. Además, sospe-cho que el apodo envuelve una censura, que-riendo expresar que vivo esclavo de los goces menos espirituales y atendiendo únicamente a mi cuerpo. Para vindicarme ante la posteridad, referiré, sin quitar punto ni coma, lo que soy y cómo vivo, y daré a la vez la clave de mi filosofía peculiar y de mis ideas. Yo friso en los treinta y cinco años, edad en que, si no se han perdido enteramente las ilusiones, al menos los huesos empiezan a ponerse -6-durillos, y vemos con desconsoladora claridad la verdadera fisonomía de las cosas. -En lo físico soy alto, membrudo, apersonado, de tez clara y color mate, con barba castaña siempre recortada en punta, buenos ojos, y anuncios apremiantes de calvicie que me hacen la frente ancha y majestuosa. En resumen, mi tipo es más francés que español, lo cual justifican algunas gotas de sangre gala que vienen por el lado materno. -He formado costumbre de vestir con esmero y según los decretos de la moda; mas no por eso se crea que soy de los que andan cazando la última forma de solapa, o se hacen frac colorado si ven en un periódico que lo usan los gomosos de Londres. Así y todo, mi indumentaria suele llamar la atención en Marineda, y se charló bastante de unos botines blancos míos. Lo atribuyo a que en las personas de amplias proporciones y que se ven de lejos, es más aparente cualquier novedad. Mis botines blancos tenían las dimensiones de una servilleta. No crean, señores, que me acicalo por afeminación. Es que practico (sin fe, pero con fervor) el culto de mi propia persona, y creo que esta persona, para mí archiestimable, merece no andar envuelta en talegos o en prendas, ¿Voy a vestirme como un cesante?
Mil veces no. Me atrae todo lo que es confort, bien estar, pulcritud, decoro. Como que de estas condiciones externas pende y se deriva, en muchos casos, la paz del espíritu y la armonía del carácter. Soy solterón, y lo soy con deliberado propósito y casi diría que por convicción religiosa. Ya explanaré detenidamente mis teorías sobre tan delicado punto. Libre de familia, vivo, no en una fonda, donde me tratarían a puntapiés, me entregarían la ropa sin botones y no me barrerían el cuarto, sino en una casa de huéspedes muy especial que he descubierto, y donde me agazapé mientras no arreglo la garçonnière con que sueño, y a la cual me llevaré probablemente, en calidad de ama de llaves, a mi patrona actual, la mismísima doña Consolación Fontán y Guri-pe, a quien por ahorrar saliva llamo doña Consola. En España, la peor casa de huéspedes es siempre preferible a un hotel; pero la mía merece el dictado de la perla del género.
Fue doña Consola, en sus juventudes, doncella de confianza de una notable mujer marinedina, la ilustre viuda del guerrillero Esteva, a quien Isabel II hizo merced del título de duquesa de la Piedad. En la larga emigración de la dama, que pasó a Inglaterra acompa-
ñando a su esposo perseguido por liberal, doña Consola no se apartó de ella, y mientras hincaba el diente al negro pan consabido, aprendió muchas cosas que se ignoran por aquí: a asar bien, a servir un té en punto, a preparar las tostadas del desayuno como un ángel (si los ángeles se dedicasen a tales menesteres); a tener la ropa blanca lo mismo que un monte de nieve; a cultivar las virtudes del orden, de la puntualidad, de la formalidad, del aseo… Fue doña Consola -8- uno de esos criados en quienes la veneración y el cariño hacia un amo insigne trascienden mis-teriosamente a lo físico, y causan un parecido singular, más aún que en las facciones, en los movimientos, en la voz, en el gesto. Doña Consola tiene el rostro moreno, severo, algo bigotudo, de la duquesa; lleva, como ella, el pelo gris en bandós lisos; habla con reposado énfasis y frase escogida; usa por casa, en invierno, guantes de lana verde o negra, y siempre se la ve muy derecha, muy puritana, con cuello blanco planchado y delantal de seda a cuadritos, honrando su pecho la cadena de oro del reloj legado por su ama. Ha aprendido también en aquellos tiempos memorables a respetar al modo sajón la libertad del individuo, a no meterse en vidas ajenas, y a no fiscalizar a los huéspedes so pretexto de quererles como a hijos. Este tipo digno y serio es inconfundible con el de nuestras clásicas patronas. Como asistió a la duquesa con abnegación, sin acostarse en treinta noches, nadie extrañó que quedase asegurada su suerte, y que además, la duquesa dispusiese en su favor de todos sus muebles y ropas, con lo cual pudo montar la casa de pupilos.
Estos muebles son ricos, de poco gusto y anticuados. Corresponden a la última época del Imperio: mi cama, de caoba, tiene sus rose-tas pseudo egipcias, y el sofá y sillería están forrados con bonitas sedas, de un verde páli-do rameado de malva. Sobre la mesa dorada, redonda, de acanaladas patitas, campea un soberbio reloj con asunto mitológico, de -9-bronce y mármol, pero que rige, pues le honra una mecánica nada menos que de French.
Deliciosas miniaturas de la familia Real penden de la pared, entreveradas con ridículos trabajos de conchas, cuadros matizados de pluma y pelo, y un retrato al óleo, muy duro y mal engestado, de la duquesa. Vese asi-mismo un ejemplar de caligrafía barroca y enrevesada, (ofrenda de algún protegido o admirador), puesto en un marco de grandes pretensiones. Descifrado, no sin trabajo, dice así textualmente: «La gloria, con su fulgente aureola, enaltece vuestra sien. En el panteón de la inmortalidad os tejen los querubes dos purísimas guirnaldas. Ved, su lema: Beneficencia y Patriotismo. Vuestro evangélico y digno título simboliza elocuentemente vuestra alma, y en el Elíseo de los justos, donde mora vuestro esposo, un sinnúmero os bendice. Al adalid de la libertad, el cielo plugo concederle una heroína». El texto que traslado, figurése-lo el lector con el aditamento de infinitos rabos de cometa, nebulosas de rayas, espirales, cohetes, sombras y arabescos: cuanto pudo discurrir el calígrafo, echando el resto sobre todo en las palabras que expresan algún concepto grandioso, las cuales llevan mayúscula: vr. gr., Inmortalidad, Gloria, Libertad y Patria. -No eran, sin embargo, los cuadros ni los muebles la mejor parte del legado de la duquesa. Constituíala una biblioteca, excepcional por lo escogida, que la heroína no había reunido, sino que a su vez le había legado un amigo y compañero de emigración, bibliófilo eminente, de la raza vivaz de los Salvas y los Gallardos. Era la tal biblioteca, en poder de doña Consola, tocino en casa del judío, y algunas veces se le había ocurrido enajenarla, gestionando que la adquiriese la provincia.
Sólo que con valer mucho aquella espléndida colección de libros raros, no valía en venta todo lo que imaginaba doña Consola, y como la excelente pupilera no se resolvía a des-hacerse de ella, yo la usufructuaba con delei-te. A pesar de que los recuerdos de la heroína no carecen de atractivo, no acaban de convencerme estasantiguallaspatriótico-progresistas, que huelen a milicia nacional desde una legua, y voy poco a poco vistiendo las paredes con los cachivaches de moda, porcelanitas, acuarelas,manchasde paisaje encerradas en marco inmenso, fotografías, grabados, estatuillas en repisas, pedazos de tela vieja bordada, un yatagán, dos floretes, un relieve en bronce… Cuando me decida a arreglar mi nido (nido sin cría, por supuesto, ni más pájara que doña Consola, que es pája-ra disecada), entonces haré primores, y mi salita y mi despacho serán la envidia de todos los solteros marinedinos. ¡Sin pájara, sin cría!
¡Y qué bien, qué sosegado! -No te figures, lector, que en lo que voy a decir se contienen las verdaderas, las íntimas razones que me alejan del estado matrimonial; son las más superficiales, y ya llegaremos al análisis de las otras; pero ¿has admitido tú alguna vez el absurdo sofisma de que para vivir con tranquilidad, y hasta con un poco de poesía do-méstica, sea preciso casarse? ¿Has transigido con la vulgaridad de que las moradas de los solteros tengan que parecer una leonera o una zahúrda? Digan lo que digan, y aunque Pereda, de quien soy lector constante, haya declamado contra el buey suelto, nunca po-seemos un interior más pacífico y más estéticamente arreglado para recrear en su sereni-dad el alma, que cuando podemos hacerlo todo a nuestra imagen, y no según las exigencias siempre algo prosaicas de la vida de familia. Yo no soy como aquel Gedeón, el héroe de Pereda, un vicioso burdo y sin miaja de pesquis, a que no sabía ponerse de acuerdo consigo mismo, y que, por incapacidad, necesitaba con urgencia mujer, como los chicos niñera. Ninguna persona de mediano criterio tropezará en los inconvenientes en que tropezaba aquel zanguango. Los defensores sistemáticos del matrimonio me dan la razón en este particular sin querer, cuando llaman egoístas a los que como yo piensan. Nos cortan sayos, porque atendemos a nuestro propio bien y labramos como la abeja el panal de nuestra apacible vida, sin preocuparnos de la ajena y desoyendo el mandato de Dios al hombre, por lo cual, en vez de abejas, deberíamos llamarnos zánganos. Aun suponiendo, señores, que fuese labor… muy laboriosa la de engendrar un hijo cada once meses, siempre el producir humanidad sería lo contrario de destilar miel. Rejalgar es lo que general-mente destila el padre de una familia -12-numerosa, y a rejalgar sabe la existencia condenada si al venir a ella no traemos condiciones que nos la hagan llevadera al menos.
Yo de mí sé decir que, dadas las agonías y estrecheces y sonrojos y miserias con que se vive en ciertas casas, hiel y vinagre debe de ser la cotidiana bebida. El maltusianismo es el a, b, c, es la doctrina más trillada en los que sobre el matrimonio filosofamos; convengo en ello; pero también sé que estas razones no se han hecho vulgares sino a fuerza de ser evidentes. Sólo la gente superficial e irreflexi-va condena el egoísmo, cuando habría que erigirle altares como a numen tutelar: La pa-sión y el altruismo son los que casi siempre nos ponen en el caso de molestar, dañar y herir al prójimo: el egoísmo nunca. Consejero prudente sentado a nuestra cabecera y con-sagrado a reprimir nuestros caprichos sentimentales, nuestros arrechuchos, nuestras vehemencias, él es quien nos manda no alterar la paz del hogar ajeno, no meter la hoz en la mies del vecino, no revolver el cotarro, no buscar quimera, rehuir la acción y evitar el interés y la lucha, fuente de todo dolor. Rara vez nos aconsejará el egoísmo acciones malas, pues como inteligente y discreto sabe que en la fosa que cavamos nos rompemos las piernas. ¡Oh guía seguro y honrado, oh buen Mentor, oh incomparable egoísmo! Tén-gate, yo en mi compañía por siempre jamás amén. Soy capaz de probar con argumentos firmes y sólidos que más amo yo a la esposa que no torno y a los hijos que no tengo, que todos los casados y padres de familia del mundo a sus hijos y esposas. Porque amo a esa tierna compañera, no quiero verla con-vertida en ama de llaves, en sirviente o en nodriza fatigada y malhumorada; porque ido-latro a esos niños encantadores, a esos ángeles rubillos, no quiero procrearlos, no pudiendo untarles con manteca y miel las tortitas que han de merendar. ¡Querubines de mi corazón! No temáis, no, que os juegue la ma-la pasada de traeros a este mundo… No me salgan a mí por el registro de la modestia y el arreglo en el hogar. Hoy nadie puede pasarlo modestamente; es decir, nadie que sea bur-gués; y hasta a los mismos proletarios se les imponen necesidades y refinamientos que antes desconocían. El rasero ha pasado, yo visto como el millonario y como el magnate; mis hijas tendrían que gastar iguales trapos que las de la marquesa de Veniales o las de ese podrido de dinero, Chucho Díaz. No hay clases, como dijo el otro. No hay más que apetitos, vanistorios y exigencias. Nuestras instituciones democráticas han amenguado la fuerza social de la nobleza de sangre, pero han duplicado la del dinero. ¿Cómo quieren Vds. que sustente principios rígidos de honor y de altivez un padre de familia? ¡Engendrar hijos y no poder satisfacer, no digo ya sus necesidades, sino sus antojos! En el padre comprendo y llego a excusar no sólo el delito, sino el crimen. Ahí si que cabe decir que el fin justifica los medios. Vean Vds. por -14- qué entiendo que la paternidad es incompatible con el cumplimiento de la ley moral, pues nadie es capaz de afirmar que resistirá a ciertas tentaciones si es amante padre y esposo, y siente pesar sobre sus hombros la responsabilidad más abrumadora, la del sustento y el bienestar de seres que trajimos a la existencia sin que ellos lo solicitasen. Por eso un observador atento de este agitado mar que llamamos la sociedad y las costumbres, podrá anotar en su cartera que a fines del siglo XIX
han coincidido dos fenómenos morales: una exaltación casi morbosa de los sentimientos de familia, y un ansia de riquezas y de goces desenfrenada, que ocasiona la corrupción política y administrativa y la lucha más rabiosa por una migaja de pan. Gracias sean dadas a mi numen, al santo egoísmo, yo no necesito pelearme con nadie por el mendrugo. Mi profesión de arquitecto, que ejerzo sosegadamente, a sus horas, y mi humilde patrimonio, me bastan para vivir con desaho-go y para disfrutar de ciertas gratas su per-fluidades. No me hace falta intrigar, ni dispu-tar a un compañero, por esos medios que calificaría de indignos si la paternidad no los cohonestase, el encargo lucrativo, la apeteci-da comisión, la cátedra de la Escuela de Bellas Artes o la dirección del edificio público.
Así conservo mi ecuanimidad, y miro desde la orilla las batallas navales en una palangana que se riñen en Marineda por presas siempre mezquinas, pero que para algunas familias representan el pan. Repito que no es esto sólo lo que me ha determinado a conservar-me doncello, y que no faltan otras considera-ciones de un orden más elevado o por lo menos más alambicado y sutil. Mientras llega-mos a tal capítulo, oigan y envidien el pasar de este empedernido solterón. –
En verano dejo las ociosas plumas a la metálica voz del French, cuando lanza ocho estridentes notas en la soñolienta atmósfera de la sala, contigua al dormitorio. Me lavo a escape, me visto de negligé y corro a la playa del Rial a tomar un baño. Salgo del chapuzón regenerado, con la sangre fresca, dispuesto a resistir bien el calor del día. Desde el baño hago rumbo al Casino de la Amistad, muy próximo a mi casa (vivo en la calle Mayor, el corazón de Marineda), y me arrellano en una butaca, a leer la prensa de la corte, a abrir y gulusmear Ilustraciones y Revistas. La de Ambos Mundos, decadente y todo, sigue siendo mi predilecta; devoro sus novelas interesándome mucho en la ficción; tampoco me desagradan los reposados y agudos estudios críticos de Lemaître y Brunetière, ni ciertos artículos de carácter biográfico: con los admi-nistrativos, económicos y científicos no me atrevo nunca de puro respeto -18- que me infunden. No descuido el movimiento literario ameno, el que no fatiga el cerebro ni lo atolla en indigestas e insolubles cuestiones: leo a unos autores porque me divierten y estimulan (como Gyp), a otros porque me causan grata fiebre, (como Bourget), y a otros, (como Pre-vost), porque me tocan en el corazón. A las doce o doce y media vuelvo a mi domicilio, termino las operaciones de aseo, me pongo a gusto, en batín, y salgo al comedor. No me tengan Vds. por glotón; al contrario: en las horas de la mañana soy excesivamente sobrio, y guardo extraño régimen. Lo que me sirve con sus secas manos doña Consola, es buenamente ancha bandeja donde campea un tazón, no chinesco sino de nítida loza británica, rebosando de hirviente chocolate; un vidrio de agua cristalina y pura; un blanco azucarillo; unas rebanadas de dorado pan, y una limpia y bien planchada servilleta… Ni más ni menos. ¿Me dices, ¡oh lector abogado de la santa coyunda!, que es triste eso de sentarse a la mesa solo? ¡Bah! Lo de la soledad es según se entienda. No me falta compañía. La ex doncella de la heroína se encarga a veces de distraerme contándome las proezas y glorias de su ama, y cómo en aquella casa se vieron reunidos a la mesa el Gobernador, el Capitán general, el señor de Picavia y D. Salustiano Olózaga. «Si el general Espartero viene a Marineda -acostumbra añadir la buena mujer- a la mesa le tenemos seguro». Ni es la compañía de doña Consola mi único solaz. Poseo un amigo, un repolludo gato, negro, lucio, manso, con redondas pupilas de esmeralda, que al sentirme entrar acude enarcando el lomo, entiesando el rabo y fregándose contra las paredes. Llégase a mi asiento y se pone a hacer carretilla, alargan-do delicadamente una pata de terciopelo, a fin de avisarme de su presencia. Yo le arrojo bolitas de pan, y él juguetea con los proyecti-les. Sus brincos, zapatetas y zarpazos me divierten, como me divertirían las gracias de un rapazuelo. Raro es también que a la hora del chocolate no parezca algún conocido a traerme la chismografía de la ciudad: quién se casa, quién se muere, quien está tronado, a quién destinaron a Filipinas… Yo confieso que soy aficionado, no precisamente a arrancar a tiras el pellejo, pero sí a llevar un alta y baja de observación de las vidas ajenas, que ofrece sorpresas más entretenidas que novela alguna. Así, mientras chupo un excelente Henry Clay, traído en dechura de la Habana por un capitán de barco, me entero de cuanto ocurre en Marineda. Mi mejor reporter es el festivo maldiciente de la Pecera, Primo Cova (el que ha sentado y defendido la teoría de que la murmuración es el pan del espíritu).
Volviendo al Henry Clay, afirmo que es uno de los más exquisitos goces que debo a mi soltería. ¿Conocen Vds. algún hombre casado que a los ojos de su mujer tenga derecho a invertir peseta y media o dos pesetas [...]