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Mendizábal es el vigésimo segundo de los Episodios Nacionales del escritor español Benito Pérez Galdós.
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BENITO PÉREZ GALDÓS
EPISODIOS NACIONALES 24
[5]
Al anochecer de aquel día, el no sé cuántos de Septiembre del año 35 (siglo XIX), llegó puntual al parador de no sé qué, calle de Alcalá, entre la Academia y las Monjas Vallecas, la diligencia, galerón o quebrantahuesos ordinario de Zaragoza, que traía los viajeros de Francia por la vía de Olorón y Can-franc, único portillo que dejaban libre en aquellos tristes días los porteros del Pirineo, vulgo facciosos.
No bien pararon las ruedas del polvoriento arma-toste, fue cercado de gentes diversas: por una parte, familia o amigos de los pasajeros; por otra, intrusos, ganchos o buscones enviados por fondas y posadas.
Con este contingente y los viajeros que iban bajando perezosos, según les permitían sus remos entumeci-dos, se formó al instante un apelmazado y bullicioso grupo. Produjéronse rumores diferentes: aquí salu-taciones cariñosas; allí el restallido del besuqueo y los palmetazos [6] del abrazarse; acullá ofertas importunas de pupilajes cómodos y baratos. Entre tantos viajeros, sólo uno no tenía quien le esperase: nadie se cuidaba de él ni le decía por ahí te pudras, como no fueran los moscones de las casas de huéspedes. Era el tal un joven de facciones finas y aristocráticas, ojos garzos, bigotillo nuevo, melena rizo-sa y negra, que sería bonita cuando en ella entrara el peine y se limpiara del polvo del camino. Su talle sería sin duda airoso cuando cambiara el anticuado y sucio vestidito de mahón por otro limpio, de mejor corte. En lo más claro del grupo quedose como atontado palomino, contemplando el bullanguero tropel de gente descuidada y ociosa que por la calle a tales horas discurría. ¡Pobrecillo! Solo y sin maestro ni amigo a quien arrimarse, se lanzaba en aquel confuso laberinto; sin duda entraba gozoso y valiente, con la generosa ansiedad del mozuelo de veinte años a quien ha quitado el sueño y las ganas de comer, en las aburridas soledades de la aldea, la visión de la Corte y de sus placeres y grandezas, tal y co-mo las aprecian desde lejos los que empiezan a vivir, los que se hallan en pleno retoñar de ideas tem-pranas, producto fresco de las primeras lecturas, de las primeras pasiones, de la ambición primera, que tanto se parece a la tontería.
Embobado, como digo, estaba el hombre, contemplando el ir y venir de vagos bien vestidos, cuando le hizo volver en sí una voz bronca y desapacible que en el corro gritaba: [7] «¡D. Fernando Calpena!
¿Quién es Don Fernando Calpena?».
-No vocee usted tanto, que soy yo -dijo el mancebo, un tanto asustadico-. ¿Qué se le ofrece?
-Véngase conmigo, señor -replicó el otro, como sin ganas de entrar en explicaciones-. Tengo el encargo de llevar a usted a una casa de huéspedes.
-¿Encargo?, ¿de quién?… ¿Se puede saber?
-Del Sr. D. Manuel, el segundo jefe de la Superintendencia.
-¿D. Manuel?… A fe que no le conozco.
Recordando haber oído ponderar lo que abundan en Madrid los ladrones, pícaros y toda la caterva de gente perdida y maleante, tuvo Fernandito algo de miedo, y miró con recelo al que parecía, si no protector, mensajero de desconocidas influencias tutelares; y en verdad que el pelaje, la carátula y el vo-cerrón de aquel sujeto no eran para infundir tranquilidad. El desconocido distinguiríase entre mil por la pátina de su cara sudosa, afeitada de ocho días; por los ojos ribeteados de bermellón; por la boca desmedida y los labios con hemorroides; por los ojos de carnero moribundo; por la ropa, que habría sido decente en otro cuerpo y en remotas edades; por el sombrero de copa, que su oficio le obligaba a usar, y era de catorce modas atrasado. Rasgo final: usaba bastón de nudos con gruesa cachiporra.
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