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En Villa Maisetta, la intimidante finca de los Peltonen, encuentran muerto de madrugada al hijo de la familia, Jukka, un rico seductor con mentalidad de adolescente. En la villa se alojan esos días siete compañeros del joven en la coral de estudiantes, todos ellos con motivos sobrados para matar a Jukka: por celos profesionales o sexuales, por interés monetario... La detective encargada del caso, Maria Kallio, joven, pelirroja y muy poco convencional, recién reincorporada a la policía tras una temporada apartada del cuerpo para estudiar Derecho, tendrá que emplearse a fondo para enfrentarse a un caso con más de una conexión con su pasado. «La respuesta finlandesa a Henning Mankell.» «La serie policíaca de Lehtolainen ha alcanzado ya la categoría de culto.»
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Mi primer muerto
Leena Lehtolainen
Traducción de Dulce Fernández Anguita
Copyright © Leena Lehtolainen 2020 Edición original publicado por Tammi
Copyright © de la traducción al español: Dulce Fernández Anguita
Diseño portada: Maria Sundberg
ISBN: 978-91-78295-00-5
Publicado por: Word Audio Publishing Intl. AB, 2020
www.wordaudio.se
Edición en español publicado en acuerdo con Leena Lehtolainen y Elina Ahlback Literary Agency, Helsinki, Finland
La corriente al barco lleva, pero ¿dónde acaba el
[camino?
Golpean las olas el mástil y la quilla.
¿Qué es el hombre?
Fuego fatuo incansable, fuego fatuo incansable,
los pies enterrados en la arena que reluce.
Unos para el júbilo nacen y otros para la tristeza.
Y cada cual lleva un reloj en lo hondo del pecho
que, al pararse, a la muerte lo entrega.
La corriente lleva al barco, pero dónde acaba el camino,
de los hombres ninguno lo sabe,
porque mar, cielo y tierra, todo, todo se desvanecerá.
Ojalá el hombre su alma pudiera conservar.
Y en sueños es tan dulce pensar
que una vez más llegará la primavera con un nuevo
[renacer
y que los vientos darán mañana otra vez vida a los cerros.
¿O será mentira acaso?
La corriente al barco lleva.
Letra de Eino Leino, música de Toivo Kuula
Preludio
Jyri se despertó con unas ganas atroces de ir al baño. Notó en la boca el mal sabor habitual, una mezcla de whisky, cerveza, ajo y demasiados cigarrillos. Deseó que en la casa hubiese limonada de pomelo. Cada vez que tenía resaca, bebía limonada en cantidades industriales, aunque eso era solamente cuando la situación estaba bajo control y no había que echar mano de la cerveza.
La mañana era de una hermosura sobrenatural. Tuulia y Mirja se hallaban en la galería, ocupadas con su desayuno. Su charla sobre las características de los diferentes tipos de quesos le resultó graciosa a Jyri, más que nada porque sabía que no se soportaban la una a la otra. Pero como una era la mejor soprano de la ACUEF, la Asociación de Cantores Universitarios del Este de Finlandia, y la otra la mejor contralto, no tenían más remedio que soportarse. Mirja era la viva imagen de una contralto, morena, gruesa y de aspecto tenebroso, muy apropiada para hacer de vieja gitana —¿cómo se llamaba, por cierto…?— en El trovador de Verdi.
El reflejo del sol lo cegó de tal manera que la cabeza le retumbó. Por si acaso, Jyri se tomó dos Ultradol. Ya debía de ser inmune al ibuprofeno.
No había limonada ni zumo. El mundo le pareció de una exuberancia insoportable: el mar resplandeciente, las gaviotas que chillaban junto al embarcadero, el calor de la mañana, que ya se iba notando en el aire. Cantar a semejante temperatura no iba a resultar fácil.
—Qué, Jyri, tenemos resaca, ¿eh? —se cachondeó Tuulia. Ella también estaba pálida, todos debían de estarlo, porque habían dormido poco. Bueno, who cares… Hasta el día siguiente no había que ir a trabajar.
—Y los demás, ¿todavía están durmiendo?
—Piia iba a ir a nadar. De los demás, ni rastro. Ya se podrían ir levantando, a ver si conseguimos hacer algo. —La voz de Mirja sonaba amarga, no le gustaba que la gente se escaquease. En su opinión, si la mejor formación de doble cuarteto de la ACUEF se había reunido en la villa de los padres de Jukka, era esencialmente para ensayar y no para empinar el codo, ya que tenían a la vista una actuación importante. Así que venga, arriba, un café al coleto y a preparar todos esas voces.
Jyri se levantó. A lo mejor darse un baño era buena idea. El agua del mar estaba a veinte grados, en su punto. Se fue al embarcadero, arrastrando los pies. Piia estaba en la playa, junto a la sauna, con un biquini que dejaba muy poco que adivinar. Pero a Jyri no le apetecía ir tan lejos. Y al bañador, que le dieran, fuera ropa y de cabeza al mar.
También Jukka estaba bañándose, flotaba junto a las rocas de la orilla, donde el mar apenas cubría hasta media pierna. El tipo debía de tener un dolor de cabeza de cojones, a juzgar por la tremenda brecha que tenía en la cabeza… y tampoco parecía que estuviese muy espabilado… A Jyri le dio un vuelco el estómago y el vómito llegó hasta el cañaveral de la orilla.
Tardó un par de minutos en levantarse y llegar tambaleándose hasta el porche, donde ya había más gente. Su cristalina y envidiada voz de tenor no le sirvió en ese momento para poder articular palabra alguna.
—Pero, tío, ¿qué haces paseándote en bolas? —le soltó Tuulia.
—Jukka… ¡Ahí, en el embarcadero, joder…! ¡Creo que está muerto, que se ha ahogado!
—¿Qué demonios dices?
Antti echó a correr hacia la playa y Mirja se precipitó tras él. Pasado un momento, ésta regresó y se apresuró a llamar por teléfono. Los números de urgencias se encontraban pulcramente escritos junto al aparato. Los que estaban sentados en el porche se quedaron escuchando cómo Mirja, con su ahogada y grave voz de contralto, llamaba primero a la policía y luego a una ambulancia.
1
La corriente al barco lleva, pero ¿dónde acaba el camino?
Cuando sonó el teléfono me encontraba en la ducha, enjuagándome el salitre. Oí mi propia voz en el contestador y a continuación la voz de uno de mis colegas, que me pedía que llamase lo antes posible. Mi domingo libre había durado mucho, sorprendentemente, pero ni siquiera en la playa había podido relajarme. Por algún motivo me había sentido obligada a pasar mi primer día libre —y caluroso— del verano adorando al sol, aunque por una cuestión de principios odio la ociosidad y la vida de playa. Durante todo el invierno había acudido regularmente a hacer pesas al gimnasio, así que mi cuerpo se hallaba en condiciones más que aceptables, al menos más que años atrás. Aunque, al ritmo en que le daba a la cerveza, librarme de los michelines iba a ser otro cantar.
Apagué el contestador y marqué el número de la comisaría. En centralita me pasaron con Rane.
—¡Qué hay, guapa! Dentro de un cuarto de hora me tienes delante de tu puerta. Ya hemos recogido todo. Tenemos un cuerpo en Vuosaari, los chicos de orden público llamaron hará una media hora. No necesitarás nada de tu despacho, ¿verdad? ¡Nos vemos!
«Otra vez a la carga», pensé mientras buscaba en el armario algo decente que ponerme. Me había dejado la falda del uniforme en Pasila, así que el mundo tendría que conformarse con verme en vaqueros, los mejores que tenía, eso sí. Mi pelo estaba mojado, pero con el secador sólo conseguiría que mi cabeza se convirtiese en un avispero al rojo, así que mejor no intentarlo. Tenía la cara enrojecida, por lo que me di unos brochazos de maquillaje y me contemplé en el espejo haciendo una mueca. Desde luego, parecía cualquier cosa menos una respetable subinspectora de policía: los ojos, de color verde y ámbar, podía muy bien habérmelos prestado un gato, y esos pelos… además de tenerlos como el esparto, no se me había ocurrido nada mejor que rojo… Pero el rasgo que menos respeto inspira de mi fisonomía es sin duda mi nariz respingona, ahora marcada a fuego por el sol y las pecas. Alguien me había dicho una vez que mi boca era «sensual», lo que en finés grueso quiere decir que tengo el labio inferior tal vez demasiado lleno.
¿Pretendía acaso yo —aquella especie de proyecto de mujer con pinta de niñata— presentarme en Vuosaari de aquella guisa para defender la ley y el orden?
La sirena del coche de Rane se oía ya a lo lejos. Le encantaba hacerla sonar. A él y a la mitad de los agentes de policía de Finlandia. Los muertos no se mueven del sitio, pero eso es algo que los ciudadanos no necesitan saber.
—Los chicos de la Científica ya van para allá —me dijo Rane en cuanto me senté a su lado en el Saab—. Bueno, tenemos un cadáver en Vuosaari, ahogado, aunque parece que hay algo que no cuadra. Unos treinta años, un tal Peltonen, creo. Por lo visto, formaba parte de un grupo de unas diez personas que estaban pasando el fin de semana en una villa de recreo; según he entendido todos son miembros de un coro y esta mañana se han encontrado a Peltonen flotando en el mar.
—¿Lo ha empujado alguien al agua?
—No se sabe. Los datos son aún escasos.
—¿Y qué es eso del coro?
—Pues que deben de ser cantantes, o algo así. —Rane se metió por la carretera de circunvalación este a tal velocidad que en uno de los bandazos fui a parar contra la portezuela del Saab y me hice daño en un codo. Suspirando resignada, me abroché el molesto cinturón de seguridad. Los muchachos los graduaban a su altura, por lo que yo siempre acababa con el cuello rozado.
—¿Dónde andan Kinnunen y los demás? ¿No librabas tú hoy también?
—Los chicos siguen liados con lo del apuñalamiento de ayer. A Kinnunen llevo media hora intentando pillarlo, pero ya sabes cómo son estos domingos… Seguro que está luchando contra el resacón en la terraza de algún bareto.
Rane suspiró con resignación. No quisimos darle más vueltas al asunto. El jefe de nuestra división, el comisario Kalevi Kinnunen, era alcohólico. Punto. Yo era la siguiente en la jerarquía, así que me tocaba cargar con el mochuelo de aquel caso, al menos hasta que Kinnunen se recuperase de su borrachera, o de la consiguiente resaca. Punto final.
—Oye, Rane, creo que al tipo que ha muerto lo conozco… o lo conocía, más bien… Es un asunto un poco estúpido…
—Mis vacaciones empiezan mañana y pienso tomármelas. Este caso es tuyo, vaya si lo es, te guste o no. En este curro no se hacen preguntas.
Con su tono de voz Rane me dio a entender que lo mejor para mí hubiera sido continuar estudiando cualquier cosa, aunque fuese derecho, porque al menos los abogados eligen sus casos. Rane siempre me había mirado con escepticismo, al igual que muchos otros en la comisaría. Yo era una mujer y, encima, joven, no permanente ni real, no una policía para toda la vida, como ellos, sino una sustituta a la que solamente le quedaban dos meses al servicio del cuerpo policial.
Después de la reválida de bachillerato, y para asombro de todo mi entorno, me presenté a las pruebas de acceso de la escuela de policía y aprobé. En el instituto yo había sido una especie de rebelde, la punk de chupa de cuero que se graduó con la nota más alta. Bueno, la otra punk de la clase, que además era la que hacía más pellas, terminó siendo profesora de primaria. Yo tenía la cabeza llena de ideales, deseaba luchar por una sociedad más justa. Soñaba que siendo policía podría ayudar tanto a los criminales como a sus víctimas. Que iba a cambiar el mundo. Quería especializarme en los problemas sociales.
La escuela de policía resultó una decepción, aunque me las arreglé sorprendentemente bien con mis compañeros, casi todos hombres. Estaba acostumbrada a ser «uno más» de ellos, porque en el instituto tocaba el bajo en una banda masculina y jugaba al fútbol con «el resto de los tíos».
Habituada a ser la primera de la clase durante el bachillerato, pensaba que la escuela de policía sería un paseo. Al final, resultó que el trabajo de policía era sencillamente demasiado para mí. Tras un par de años de redactar informes, cachear a vagabundas y ahondar en los trasfondos sociales de los ladrones de tiendas, acabé harta. Sólo estaba usando una parte de mí, la más aburrida, burocrática y monótona de todas. Nadie necesitaba mi compasión, y mi cerebro, que era la parte que más me gustaba emplear, no parecía tener utilidad alguna.
Tras un par de años de escuela, mi ilusión por el estudio pareció despertar. Hice dos o tres cursos de jefatura a buen ritmo. Faltaban mujeres, así que tenía posibilidades de ascender más deprisa de lo normal. Eso provocó todo tipo de comentarios entre mis compañeros más envidiosos. Pero lo que de verdad fastidiaba a mis colegas era el hecho de que yo no estuviese satisfecha con mi profesión. Al final me presenté al examen de acceso a la Facultad de Derecho y me aceptaron. Creí que por fin estaba en el lugar apropiado. La aplicación de las leyes seguía interesándome y, con sólo veintitrés años, creía saber lo que quería de la vida.
Durante mis estudios me dediqué a hacer sustituciones de verano y algún que otro trabajo suelto para el cuerpo, y ahora, pasados cinco años, volvía a ser policía. Me había quedado atascada en los estudios, y una sustitución de medio año en la división de crímenes violentos de la Brigada de Investigación Criminal de Helsinki me había parecido una buena idea, sobre todo porque estaba especializada en derecho penal. Creí que durante aquel tiempo conseguiría distanciarme de mis estudios y contemplar mi vida desde otra perspectiva. Pero pronto se vio que, de nuevo, mi idea había sido un error. Ser policía no me dejaba fuerzas para pensar en otra cosa que no fuese mi trabajo, ir de vez en cuando a tomarme unas cervezas o, raramente, al gimnasio o a correr.
Para colmo, mi jefe sólo sacaba adelante el diez por ciento del trabajo que en realidad le correspondía. El resto del tiempo se lo pasaba borracho o con resaca. Me parecía inaudito que después de tantos años no lo hubiesen mandado a desintoxicación. Los demás terminábamos cargando con las tareas de Kinnunen, y la situación se volvía especialmente insoportable en verano. La partida del presupuesto destinada a las sustituciones se había agotado ya en abril y las vacaciones del personal, postergadas hasta el límite, se nos venían encima.
Además, mi resistencia ya no era la de antaño, cuando era más joven, aunque reconocerlo en público habría sido un grave error. Mis compañeros de sexo masculino estaban especialmente alertas al temple de mis nervios y observaban con interés mis reacciones, como en cierta ocasión en que examinaba el cuerpo cubierto de vómito e intestinos corroídos de un vagabundo que había bebido licor de vitriolo rebajado con agua. Naturalmente, a los demás también les repugnaba aquello, pero yo, por ser mujer, era la única que no podía permitirse el lujo de dar rienda suelta a las arcadas. Así que aguanté y, más tarde, mientras almorzaba en la cantina del trabajo con los compañeros, me dediqué a bromear sobre lo sucedido, aunque para comerme al mismo tiempo el puré de guisantes tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos.
Con mi aspecto físico no había nada que hacer: era femenino hasta la desesperación. Tenía que llevar el pelo largo y recogido en una cola, ya que de lo contrario mis indisciplinados rizos me habrían dado el aspecto de una mopa. Al lado de los hombres yo era un tapón. Me habrían denegado la entrada a la escuela de policía por culpa de mi estatura, de no ser por un médico amigo de la familia que se inventó los cinco centímetros que me faltaban para el certificado. Mi cuerpo era una curiosa mezcla de curvas femeninas y músculos. Soy fuerte, teniendo en cuenta mi estatura y, como soy consciente del alcance de mis fuerzas, no suelo tener miedo, ni siquiera en situaciones peligrosas. Pero en ese momento habría preferido la seguridad que proporcionaban la falda del uniforme y un moño bien prieto.
Hasta entonces, todos mis casos —ya se tratase de homicidios o de otros crímenes— me habían resultado de alguna manera ajenos. Pero ahora, las palabras «coro» y «Peltonen» se acoplaban la una a la otra en mi mente, haciéndome pensar en lo peor. Si mis temores no eran infundados, lo que me esperaba era como mínimo un puñado de conocidos con una imagen de mi persona que no tenía nada que ver con mi papel de policía.
Durante el primer año de carrera había vivido en un triste piso de estudiantes de Itäkeskus, un suburbio del este de Helsinki. Mis compañeras se peleaban continuamente, ya que una, Jaana, se pasaba la mitad del tiempo cantando. De vez en cuando, en su habitación se reunía un discordante cuarteto cuyo bajo era Jukka, el novio de Jaana. Jukka Peltonen; Jukka el seductor, que tenía los ojos de Paul Newman y el rostro bronceado por mil excursiones en velero; Jukka, el chico con el que Jaana pensaba irse a vivir, nuestro tema de tantas noches de conversación, cuando me invitaba a su cuarto para compartir una botella de vino tinto, mientras le dábamos vueltas a las posibles implicaciones de su decisión.
Harta de la insulsez de tanto policía musculitos, Jukka era puro alimento para mis ojos. Los continuos gorgoritos de Jaana no me molestaban demasiado, ya que entonaba bastante bien, y en cuanto me hartaba de su rollo clásico, ponía rock en el estéreo y me encasquetaba los auriculares.
Mi tía abuela falleció por aquella época, y los herederos no quisieron vender su apartamento de Töölö, en espera de una subida de los precios inmobiliarios. Me mudé al pisito y me encargué de mantenerlo en buenas condiciones, a cambio de pagar solamente los gastos de comunidad. Su precio iba subiendo y yo temía perderlo, pero mi codiciosa parentela seguía esperando que el metro cuadrado valiese aún más. Se quedaron con un palmo de narices cuando se presentó la crisis económica, y con ella el desplome de los precios, así que seguía viviendo junto al restaurante Elite. A Jaana me la topaba de vez en cuando por la universidad, y me enteré de que había cortado con Jukka. Luego, Jaana se enamoró del hijo de la familia anfitriona que la había acogido durante uno de los viajes del coro por Alemania, y había terminado convirtiéndose en una auténtica Hausfrau germánica. Manteníamos una relación de postales navideñas y de cumpleaños, la típica entre ex compañeras de piso.
Recordaba lejanamente a los amigos de Jaana, pero los nombres de algunos me vinieron enseguida a la memoria. Además de Jukka, había otro chico con el que también me había alegrado la vista… De vez en cuando me iba de juerga con los miembros de la ACUEF. Lo que más me atemorizaba era encontrarme con caras conocidas entre el grupo de Vuosaari, porque sabía que eran muchos los que se quedaban enganchados a los coros estudiantiles en un intento de alargar su juventud. A lo mejor aquella gente pertenecía a una especie de raza aparte, no eran más que un grupito de masoquistas sin otra aspiración que la de canturrear aburridas salmodias con compañeros de partitura de voces aún más feas que las suyas, bajo la dirección de algún torturador de batuta histérica.
El camino que llevaba a la villa serpenteaba a través del verdor estival del paisaje. Rane había apagado la sirena, pero seguía conduciendo alegremente por encima del límite de velocidad. Al fin y al cabo, los policías tienen sus derechos. Yo iba mirando el mapa con las instrucciones, así que supimos meternos a tiempo por el desvío correspondiente. Cuando se es policía da corte perderse. Me había ocurrido en un par de ocasiones, y siempre me echaban la culpa a mí. El mar plateado resplandecía tras los prados, una liebre cruzó la carretera a saltitos indolentes y una avispa intentó colarse por la ventanilla abierta del coche.
—Por aquí hay unas cuantas villas señoriales de las de antes —me explicó Rane—, los ricos las compran y las arreglan a su gusto.
Finalmente atravesamos un istmo de unos diez metros de ancho que terminaba en forma de isla. Pasamos bajo un alto arco. Una placa informaba al visitante del nombre de la propiedad, Villa Maisetta. Un camino estrecho y lleno de hierbajos conducía al jardín delantero de la villa, que era justamente el tipo de lugar bucólico donde me habría gustado vivir. Dos plantas, los marcos de las ventanas blancos, ornamentos de madera en la fachada y los aleros. Un coche patrulla y el viejo Volvo de los de la Científica, que más bien era una cafetera, se hallaban aparcados en el césped.
—Pues sí que han tardado poco estos tíos. A ver, ¿dónde está el muerto? —dije, adoptando una actitud cínica, casi agresiva. No pensaba permitirme soltar ni una lágrima delante del cadáver del ex novio de mi ex compañera de piso.
Un agente de la Brigada de Seguridad salió a nuestro encuentro acompañado de un chica morena de aspecto hosco. Nos presentamos y ambos me miraron con cara de sospecha, cosa que me molestó, por mucho que estuviese preparada para enfrentarme a la desconfianza. La chica morena me resultaba conocida, y cuando me dijo que se llamaba Mirja, recordé los comentarios poco favorables que Jaana le había dedicado, calificándola como la más quisquillosa del coro. Mirja ni siquiera probaba el alcohol, cosa que, al menos cinco años atrás, habría sido vista como un crimen imperdonable en aquellos círculos.
Mirja nos guió a la playa, donde los chicos de la Científica estaban fotografiando el cadáver, que flotaba indolente contra las rocas de la orilla. El médico también se encontraba ya allí. Supuse que llevaban rato esperándonos, porque todo parecía estar listo. Me pareció estúpido que los demás hubiesen tenido que esperar a que yo inspeccionase el cuerpo para poder sacarlo del agua. Yo, que ni siquiera quería ver aquel cadáver, reconocer que era Jukka, ni saber lo que le habían hecho.
—¿Qué pinta tiene? —le pregunté al forense, un tipo al que le sobraban por lo menos cincuenta kilos y que solía fumar unos puritos apestosos. Me odiaba casi tanto como yo a él, pero, mientras que yo era consciente de su valía profesional, él no pensaba lo mismo de mí.
—¿Dónde está Kinnunen? —me preguntó Mahkonen con desconfianza.
—Está donde esté, punto —le espeté—. No vamos a esperar hasta que venga, así que no queda otra que poner en marcha la investigación. ¿Qué me dices de la muerte del tipo este?
—A juzgar por la cara, nuestro amigo se ha ahogado. Aunque el boquete de la cabeza tiene una pinta tan interesante que da que pensar. Habrá que ver las muestras, así que me voy. —En ningún momento Mahkonen me había hablado a mí, sino a las punteras de los zapatos de Rane.
—¿Cabe la posibilidad de que lo golpeasen antes de arrojarlo al agua? —preguntó éste.
—Es muy probable. El porrazo es de importancia, y además tiene un aspecto muy raro. Estaría bien saber con qué lo han sacudido.
—¿Qué me dices de un pedrusco? —Rane miraba las rocas de la playa, entre las cuales había piedras de todo tipo, algunas de ellas del tamaño apropiado para ser usadas como arma.
—Buenooo… La que les va a caer a los chicos, como les hagáis poner toda la playa patas arriba —bufó el forense.
Autoricé a los de la ambulancia a que sacasen el cadáver del agua. Le dieron la vuelta con cuidado. Sus rasgos me resultaron familiares, pero de una manera grotesca, con aquellos cabellos rubios apelmazados por el agua y el salitre pegados a la cara. Ni siquiera la hinchazón había sido capaz de eliminar la expresión aterrorizada de aquellos ojos, que brillaban como dos luces de emergencia de color azul en el rostro violáceo. Las algas se le habían pegado al canguro blanco que llevaba, y me fijé en sus pies bronceados, que asomaban por las perneras de los vaqueros.
Como un fogonazo, la imagen del seductor Jukka volvió a mí de una forma dolorosa. Debía de tener un año o dos más que yo, así que ni siquiera había llegado a los treinta. Había visto muertos más jóvenes, pero aquellos cuerpos se los habían llevado el alcohol o las drogas. Reprimí las lágrimas y, tras un carraspeo, acosé a preguntas a los de la Científica: ¿cuál podía ser el arma que le había causado la herida de la cabeza?, ¿cabía la posibilidad de que hubiese resbalado en el embarcadero? Era consciente de que aquella brusquedad dejaba entrever mi nerviosismo. No podía ocultarlo porque, a diferencia de la ministra de Defensa, que se había atrevido a llorar en público, yo aún no podía permitírmelo.
—Vamos a la villa, a ver si ésos saben algo —le dije a Rane, echando a andar en dirección a la casa. Acababa de darme cuenta de que bajo el porche que daba al mar estaba sentado un grupo bastante numeroso de personas. Seguro que mi irritación había llegado hasta sus oídos, pero ninguno de ellos miraba en nuestra dirección, en un intento de negar la presencia de la policía.
Observada de cerca, la villa daba la sensación de ser la copia moderna de la original que probablemente alguna vez se había levantado en aquel mismo lugar. Al parecer, la pintura había tenido una veintena de años para perder su color, pero la casa no podía ser más vieja que yo.
El sol daba de lleno en el porche y maldije una vez más mis pantalones vaqueros. Algunos de los miembros del septeto me resultaron conocidos.
—¡Maria! —resonó sorprendida una voz clara y blanca—. ¡No me digas que eres policía! ¿No te acuerdas de mí? Soy Tuulia.
Recordaba a Tuulia muy bien. Era una de las que visitaban con frecuencia nuestro piso de estudiantes y a veces habíamos compartido mesa en el comedor de la universidad. Por aquel entonces, Tuulia me gustaba y nuestros sentidos del humor se complementaban. Era más guapa de lo que recordaba, como si su estilizado cuerpo de mujer hubiese ganado en gallardía al hacerse adulta.
—Te recuerdo, sí —dije sin acertar a sonreír—. Esto… soy la subinspectora Maria Kallio, de la Brigada Criminal, y él es el agente Lahtinen. ¿Qué os parece si para empezar nos decís vuestros nombres y lo que pasó anoche? —Me oí decir aquello e inmediatamente me sentí ridicula y no me atreví a mirar a nadie.
Al parecer, Mirja había nacido para dirigir. Hablaba en un tono monocorde, como si estuviese leyendo un memorando. A lo mejor incluso había planeado sus respuestas con antelación.
—Me llamo Mirja Rasikangas. Ah, y formamos parte de los integrantes del coro de la ACUEF, la Asociación de Cantores Universitarios del Este de Finlandia. La empresa de Jukka Peltonen iba a celebrar su fiesta anual de verano y le habían pedido que organizase una actuación musical. Como además pagaban bien, él nos propuso reunir un octeto y que cantásemos.
Según Mirja, el grupo allí presente estaba formado por el cuarteto de Jukka y otros cuatro cantantes que por casualidad se habían quedado a pasar el verano en la ciudad. Los padres de Jukka iban a estar varios días navegando en su velero, así que la villa de verano se había convertido en el lugar de reunión para los ensayos.
El octeto se había reunido la tarde del día anterior para ensayar un par de horas antes de entregarse al pasatiempo estival por excelencia de los finlandeses: la sauna y la bebida. Pasada la medianoche, la gente se había retirado poco a poco a dormir, pero nadie parecía saber cuáles habían sido los movimientos de Jukka. La última vez que lo habían visto con vida había sido a eso de las dos de la madrugada.
—Me extrañó no verlo por la mañana —explicó Mirja—, pero luego Jyri apareció gritando que Jukka se había ahogado, y ahí estaba… en la playa. —La voz le tembló en ese punto.
—Cuando acudisteis a ver el cuerpo de Peltonen, ¿lo movisteis?
—Yo intenté encontrarle el pulso, pero no lo movimos para nada —dijo una voz seca de bajo proveniente de la parte de atrás del porche—. Sí… soy Antti Sarkela, no sé si me recuerdas. No tenía pulso y se notaba a la legua que se había ahogado, así que no intentamos reanimarlo.
También recordaba a Antti. Había estado loquita por él casi dos semanas, después de una vez que se sentó a mi lado en el tranvía y charlamos un rato sobre el libro que yo llevaba para leer en el trayecto, uno de poemas de Henry Parland. ¿Cuántos hombres sabían quién era Henry Parland? Más tarde decidí olvidar a Antti para dedicarme a Henry en cuerpo y alma, pero desde aquella conversación aquel hombre me había interesado e irritado a partes iguales. Me gustaba su aspecto. Tenía un rostro fino, como de indio americano, con la nariz aguileña, y un cuerpazo de casi dos metros. Ahora, la expresión de sus ojos era difícil de interpretar, una mezcla de tristeza y temor. Recordé que Antti y Jukka habían sido buenos amigos.
—Vale. Me han pasado este caso, lo cual quiere decir que los interrogatorios se harán en Pasila. Para facilitar la investigación sería conveniente que fueseis lo antes posible. Quiero comenzar con las declaraciones esta misma tarde, así que aquellos que lo necesiten no tienen más que decirlo y se les ofrecerá el transporte. Parece que aquí no hay ni parada de autobús. Bueno, por el momento me gustaría saber, aunque sólo sea por encima, quién es quién, profesiones, direcciones y esas cosas. ¿Vas tomando nota tú, Rane? ¿Quién eres? —me dirigí a un chico bajito y bastante joven que no parecía encontrarse muy bien.
—Soy Jyri Lasinen —dijo con su voz alta y clara de tenor—, tengo veintitrés años y estudio matemáticas e informática en la universidad. —El muchacho parecía recién llegado a una entrevista de selección de personal.
—Yo soy Mirja Rasikangas —repitió la chica morena y gruesa—. Veintiséis años, estudiante de historia.
—Piia Wahlroos. —Su voz era apenas más fuerte que un susurro. Ojos marrones, grandes, pelo castaño, anillos de compromiso con piedras de considerable tamaño, cuerpo estilizado, ropa de verano con estilo… Registré todos aquellos detalles en mi cabeza sin conseguir ordenarlos—. Tengo veintiséis años y estudio lenguas nórdicas.
—Sirkku Halonen, veintitrés. Estudio químicas. Soy la hermana de Piia, pero ella está casada y por eso llevamos apellidos diferentes. —Sirkku era la versión pálida y corrientucha de su delicada hermana. A su lado, sosteniéndole la mano entre las suyas en ademán de consuelo, se sentaba un chico robusto de pelo tieso. El novio, al parecer.
—Me llamo Timo Huttunen, forestales, veinticinco.
—Tuulia Rajala, veintinueve. Zángana de profesión.
—Antti Sarkela. Asistente en la Facultad de Exactas. Veintinueve, aunque no termino de entender qué pintan nuestras edades en este asunto. —Rane masculló algo en voz baja, porque había empezado a anotar también su última frase de manera automática. Le lanzó a Sarkela una mirada acusadora.
—Muy bien… Preparad vuestras cosas, nos iremos lo antes posible.
Eché a andar hacia la playa porque aún quería hablar con los chicos de la Científica. Los camilleros venían hacia mí por el sendero. El nuevo domicilio de Jukka iba a ser el Instituto Anatómico Forense.
Cuando volví a la casa, Mirja estaba vaciando el refrigerador.
—Por cierto… ¿dónde habéis dormido cada uno exactamente?
—La habitación de Jukka está en el piso de arriba y da al pasillo. Jyri y Antti han dormido justo al otro lado de éste, en el dormitorio del hermano de Jukka. Timo y Sirkku estaban al final del pasillo, en la cama de los padres de Jukka, y Piia, Tuulia y yo hemos dormido aquí abajo, en el suelo de la sala de estar.
—Entonces, ¿Jukka era el único que dormía solo?
—En principio, aunque no tuve la impresión de que allá arriba durmieran mucho, porque la gente se ha pasado la noche yendo y viniendo, corriendo al baño, como Jyri, que ha estado usando el de aquí abajo aunque arriba hay uno. Al principio de la noche me costó horrores conciliar el sueño. Tuulia roncaba que daba miedo y, por mucho que intentase moverla, no había manera.
—Vaya, siento mucho haberte desvelado. —Tuulia entró en ese momento en la cocina—. La que sí estaba despierta, y no por mi culpa, era Piia, a lo mejor era la mala conciencia, que no la dejaba dormir… —Tuulia le echó un vistazo al frigorífico—. Al final no hemos hecho la cazuela de marisco. Podríais venir luego a cenar a casa, si es que el interrogatorio en tercer grado acaba temprano. La última cena en honor a Jukka… La salsa de tomate le irá que ni pintada, del color de la sangre. Lástima no tener vino tinto para acompañarla.
—¡Tuulia, haz el favor! —bufó Mirja, que no había reparado en el temblor de su voz.
Me fui de allí y subí al vestíbulo de la planta superior, donde Jyri estaba enrollando su saco de dormir. Desde el ventanal se divisaba el mar. El vestíbulo acababa en un pasillo estrecho, al final del cual se veía el gran dormitorio de los padres de Jukka. A través de la puerta entornada pude ver los pies de una mujer que estaba tumbada en la cama. Una mano masculina los acariciaba. Eran Sirkku y Timo.
La habitación de adolescente de Jukka estaba vacía. Se notaba que aquel cuarto no había experimentado cambio alguno en los últimos diez años. Tejidos azul mar, pósteres de motivos náuticos en las paredes, un par de botellas vacías de Cutty Sark en la estantería, libros de navegación a vela, una guitarra. Un jersey de lana sobre el respaldo de una silla y un par de zapatos bajo la cama. Jukka había andado descalzo la noche de su muerte, para no despertar a nadie, al parecer. La cama estaba deshecha, como si tratara de decir que, dondequiera que Jukka hubiese estado, antes había dormido en ella y a ella pensaba regresar. En la última habitación del pasillo, Antti Sarkela estaba tumbado con los brazos bajo la nuca en una cama estrecha. Al verme se puso en pie de un salto, firme como un recluta ante su sargento.
—¿Alguna pista? —Su voz denotaba antipatía.
—A lo mejor. ¿Tú dormiste en este cuarto?
—Sí…
—Conoces… conocías a Jukka bastante bien. ¿Podrías venir a su habitación y decirme si falta algo?
Antti parecía demasiado grande para aquel cuarto.
—Pues no sabría decir si falta alguna cosa. —Le echó un vistazo rápido al armario—. Los mismos trapos de siempre. Jukka tenía aquí la ropa que usaba en su tiempo libre, así que cuando vinimos sólo traía una bolsa pequeña. Esa de ahí… Me imagino que dentro llevaría partituras, alguna muda limpia… Desde luego, el cuarto parece estar como siempre.
La mirada de Antti se detuvo en un libro bastante manoseado que había sobre la mesa, una recopilación de partituras para coro. Estaba abierto por la canción La corriente al barco lleva, compuesta por Kuula. Aunque no soy muy dada a la poesía tradicional, siempre me había gustado el poema de Eino Leino que servía de letra a la composición. Jukka había hecho abundantes anotaciones en los márgenes. Antti apartó la vista y vi que se estaba mordiendo el labio.
—¿Esto es lo que ensayasteis ayer?
—Entre otras cosas. Nos habían pedido canciones finlandesas.
La cartera de Jukka se hallaba junto al libro y me la guardé. Tenía la extraña sensación de que había algo más en aquella habitación, algo que mis ojos estaban pasando por alto.
Por fin pudimos irnos de la villa. Los de la Científica acordonaron la playa y se quedaron buscando cualquier objeto que hubiese podido servir de arma homicida. Dos agentes de uniforme esperarían allí a los padres de Jukka, que, según las informaciones, llegarían a lo largo de la tarde.
Contemplé al confundido grupo de mis interrogados. En principio entraba dentro de lo posible que algún extraño que deambulara por la zona hubiese presenciado la muerte de Jukka, o que incluso fuese el responsable de ésta. Era una posibilidad que no había que dejar de lado. Durante el verano se habían producido numerosos robos con allanamiento en la capital, y a lo mejor Jukka había pillado por sorpresa a algún delincuente que estaba merodeando por allí.
Pero en aquel momento la posición clave la ocupaba aquel septeto: un doble cuarteto menos uno. Alguno de los integrantes del coro sabía más de lo que había contado. Tal vez alguno de ellos había matado a Jukka y, en ese caso, no se trataría de un criminal curtido, sino de un ser humano corriente al que la culpabilidad pronto le resultaría una carga demasiado pesada para llevarla solo, pensé con optimismo.
De repente, Antti y Tuulia se pusieron a llamar y sisear de una manera extraña en dirección a la playa, mientras explicaban algo a los de la brigada.
—¿Qué pasa? —pregunté al acercarme para dar la orden de partida.
—Einstein, mi gato —respondió Antti—. Hace un par de horas que se perdió de vista y no puedo irme sin él.
—¿Crees que se habrá perdido? —dijo Tuulia, entre jadeos.
—¡Pero si ha nacido aquí! Estará de excursión, seguro.
—¿Y si te vas ahora y regresas en otro momento a buscar al gato? —Mi frase sonó más desagradable de lo que yo hubiese deseado. Ordené a los agentes que iban a quedarse que mantuviesen los ojos abiertos por si veían al animal y que lo cogieran en cuanto apareciese, y éstos me miraron como si fuese una retrasada. «Lo que nos faltaba, ponernos a cazar gatos», murmuró uno de ellos con irritación.
El coche de Jukka se quedó en la villa a la espera de que alguien lo llevase al laboratorio para ser examinado por los de la Científica. Las llaves estaban en el contacto. En el BMW de Piia Wahlroos cupieron cinco miembros del coro. Era inútil vigilarlos para que no se pusieran de acuerdo en las coartadas, porque habían tenido tiempo de sobra antes de la llegada de la policía. Si hubiese apostado a que Mirja Rasikangas y Antti Sarkela serían los únicos del grupo que aceptarían ir en el coche de policía, habría ganado. Notaba las largas piernas de Antti a través del respaldo de mi asiento, así que lo moví un poco hacia delante. Su contacto me resultaba irritante.
—¿Y tú qué haces de poli, Maria? —preguntó Antti. En aquel momento estábamos saliendo del pequeño camino del bosque e incorporándonos a la carretera—. La última vez que te vi estudiabas derecho.
—También he ido a la academia de policía. Surgió una sustitución que me convino.
—¿Y has resuelto muchos asesinatos como éste?
—Los suficientes.
—Tío, no infravalores la inteligencia de la chávala. Seguro que pilla al culpable —fue el comentario ácido de Rane. Me hizo gracia. Ya volvía a entrarle el síndrome de la talla… Rane superaba por apenas un centímetro la altura exigida por la ley para ser poli y siempre se mostraba especialmente desagradable con los tipos altos. No quise llamarle la atención por llamarme «chavala», ya que por una vez había salido en mi defensa. Un camarada es un camarada.
—Tú eras compañera de piso de Jaana. —Mirja acababa de caer en la cuenta—. Ahora caigo… —Por el tono de su voz, tuve la impresión de que sus recuerdos no eran del todo positivos. Tal vez se debía a que, cierta noche en que la cerveza corrió más de lo normal, yo metí la pata hablando más de la cuenta y cuestionando la necesidad de que existiesen coros.
Tenía que llamar a Jaana a Alemania. Había salido con Jukka y podía darme datos importantes. Con seguridad conocería a la mayor parte de los integrantes del coro involucrados en el caso, porque hacía apenas dos años que se había marchado.
El resto del viaje fue silencioso. Necesitaba organizar la información de que disponía y darle forma en mi cabeza antes de los interrogatorios. Según la estimación preliminar del forense, Jukka había recibido un golpe en la cabeza desde delante y desde arriba con un objeto romo cuya forma no podía determinarse. Posiblemente, el agresor era más alto que él —y Antti era el único de los presentes en el momento del crimen que reunía esa condición—, o tal vez Jukka se hallaba sentado o de rodillas, pero en cualquier caso no inclinado, ya que entonces el ángulo del impacto habría sido otro.
¿Había acordado Jukka encontrarse con alguien en el embarcadero de forma discreta, o simplemente había salido y lo habían pillado por sorpresa?
La única manera que conozco de aclarar las cosas es a base de pico y pala, hablando con la gente y escuchándola. Los homicidios que había resuelto hasta el momento habían sido muy simples: apuñalamientos en el pecho en plena borrachera en los que víctimas y culpables eran amigos, o hachazos propinados a la propia esposa. Todos ellos, homicidios sin complicaciones. ¿Sería éste mi primer asesinato?
2
Golpean las olas el mástil y la quilla
Kinnunen seguía sin aparecer por la comisaría. El oficial de guardia me dijo que finalmente había conseguido hablar con la novia de turno, que se había puesto al teléfono y le había informado de que nuestro jefe se había quedado en la terraza de Kappeli bebiéndose su cuarta cerveza de medio litro. Rane y yo decidimos que lo mejor era ponerse manos a la obra sin contar con él, más que nada para no tener a la gente esperando toda la tarde en la comisaría. No contaba con nadie más para ayudarme con los interrogatorios. Ya ni siquiera nos apetecía acordarnos de la madre de Kinnunen… tantas eran las veces que nos habíamos visto obligados a sustituirlo para ocultar sus irresponsabilidades.