Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Este ebook presenta "Miguel Strogoff" con un sumario dinámico y detallado. "Miguel Strogoff, el correo del zar" es el título de una novela de Julio Verne, publicada en 1876. El zar de Rusia debe entregar una carta al duque de Irkutsk, a fin de prevenir de la inminente invasión tártara encabezada por el traidor Iván Ogareff que quiere asesinarlo y entregar su ciudad a los tártaros. En su apresurado camino conoce a Nadia, una joven que va a la misma ciudad, Irkutsk, para ver a su padre, que fue desterrado. Durante el camino se encuentra con muchos problemas y varias personas que siguen su camino, entre ellos dos reporteros, un inglés y un francés, y tiene la oportunidad de ayudar en el viaje a una joven de los Litonia que busca reunirse con su padre. Al fin Miguel es descubierto, obligado a negar a su madre y como consecuencia queda supuestamente ciego, siendo la joven Nadia la que le guía para cumplir su misión. Jules Verne (1828 - 1905). Escritor francés, considerado el fundador de la moderna literatura de ciencia ficción. Fue célebre por sus relatos de aventuras fantásticas, narradas siempre con un tono de verosimilitud científica. Predijo con gran precisión en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 528
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
—Señor, un nuevo mensaje.
—¿De dónde viene?
—De Tomsk.
—¿Está cortada la comunicación más allá de esta ciudad?
—Sí, señor; desde ayer.
—General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para que me tengan al corriente de cuanto ocurra.
—A sus órdenes, señor —respondió el general Kissoff.
Este diálogo tenía lugar a las dos de la madrugada, cuando la fiesta que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su esplendor.
Durante aquella velada, las bandas de los regimientos de Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre lo mejor de sus repertorios.
Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el infinito a través de los espléndidos salones de Palacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de Piedra», donde tantos dramas terribles se habían desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber despertado aquella noche para servir de tema a los corrillos.
El Gran Mariscal de la Corte estaba, por otra parte, bien secundado en sus delicadas funciones, ya que los grandes duques y sus edecanes, los chamberlanes de servicio y los oficiales de Palacio, cuidaban personalmente de animar los bailes. Las grandes duquesas, cubiertas de diamantes y las damas de la Corte, con sus vestidos de gala, rivalizaban con las señoras de los altos funcionarios, civiles y militares de la «antigua ciudad de las blancas piedras». Así, cuando sonó la señal del comienzo de la polonesa, todos los invitados de alto rango tomaron parte en el paseo cadencioso que, en este tipo de solemnidades, adquiere el rango de una danza nacional; la mezcla de los largos vestidos llenos de encajes y de los uniformes cuajados de condecoraciones ofrecía un aspecto indescriptible bajo la luz de cien candelabros, cuyo resplandor quedaba multiplicado por el reflejo de los espejos.
El aspecto era deslumbrante.
Por otra parte, el Gran Salón, el más bello de todos los que poseía el Palacio Nuevo, era, para este cortejo de altos personajes y damas espléndidamente ataviadas, un marco digno de la magnificencia. La rica bóveda, con sus dorados bruñidos por la pátina del tiempo, era como un firmamento estrellado. Los brocados de los cortinajes y visillos, llenos de soberbios pliegues, empurpurábanse con los tonos cálidos que se quebraban centelleantes en los ángulos de las pesadas telas.
A través de los cristales de las vastas vidrieras que rodeaban la bóveda, la luz que iluminaba los salones, tamizada por un ligero vaho, se proyectaba en el exterior como un incendio rasgando bruscamente la noche que, desde hacía varias horas, envolvía el fastuoso palacio.
Este contraste atraía la atención de los invitados que sin estar absortos por el baile se acercaban a los alféizares de las ventanas, desde donde se apreciaban algunos campanarios, confusamente difuminados en la sombra, pero que perfilaban, aquí y allá, sus enormes siluetas. Por debajo de los contorneados balcones se veía también a numerosos centinelas marcar el paso rítmicamente, con el fusil sobre el hombro y cuyo puntiagudo casco parecía culminar en un penacho de llamas bajo los efectos del chorro de fuego recibido del interior. Oíanse también las patrullas que marcaban el paso sobre la grava, con mayor ritmo que los propios danzarines sobre el encerado de los salones. De vez en cuando, el alerta de los centinelas se repetía de puesto en puesto, y un toque de trompeta, mezclándose con los acordes de las bandas, lanzaba sus claras notas en medio de la armonía general.
Más lejos todavía, frente a la fachada y sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas de Palacio, las masas sombrías de algunas embarcaciones se deslizaban por el curso del río cuyas aguas, iluminadas a trechos por la luz de algunos faroles, bañaban los primeros asientos de las terrazas. El principal personaje del baile, anfitrión de la fiesta y con el cual el general Kissoff había tenido atenciones reservadas únicamente a los soberanos, iba vestido con el uniforme de simple oficial de la guardia de cazadores. Esto no constituía afectación por su parte, antes reflejaba la habitud de un hombre poco sensible a las exigencias del boato. Su vestimenta contrastaba con los soberbios trajes que se entrecruzaban a su alrededor y era esa misma la que lucía la mayoría de las veces entre su escolta de georgianos, cosacos y lesghienos, deslumbrantes escuadrones espléndidamente ataviados con los brillantes uniformes del Cáucaso.
Este personaje, de elevada estatura, afable apariencia y fisonomía apacible, pero con aspecto de preocupación en aquellos momentos, iba de un grupo a otro, pero hablando poco y no parecía prestar más que una vaga atención tanto a las alegres conversaciones de los jóvenes invitados como a las frases graves de los altos funcionarios o de los miembros del cuerpo diplomático, que representaban a los principales gobiernos de Europa. Dos o tres de estos perspicaces políticos —psicólogos por naturaleza— habían observado en el rostro de su anfitrión una sombra de inquietud, cuyo motivo se les escapaba, pero que ninguno de ellos se permitió interrogarle al respecto. En cualquier caso, la intención del oficial de la guardia de cazadores era, sin lugar a dudas, la de no turbar con su secreta preocupación aquella fiesta en ningún momento y como era uno de esos raros soberanos de los que casi todo el mundo acostumbra acatar hasta sus pensamientos, el esplendor del baile no decayó ni un solo instante.
Mientras tanto, el general Kissoff esperaba a que aquel oficial, al que acababa de comunicar el mensaje transmitido desde Tomsk, le diera orden de retirarse; pero éste permanecía silencioso. Había cogido el telegrama y, al leerlo, su rostro se ensombreció todavía más. Su mano se deslizó involuntariamente hasta apoyarse en la empuñadura de su espada, para elevarse a continuación, a la altura de los ojos, cubriéndoselos. Se hubiera dicho que le hería la luz y buscaba la oscuridad para concentrarse mejor en sí mismo.
—¿Así que, desde ayer, estamos incomunicados con mi hermano, el Gran Duque? —dijo el oficial, después de atraer al general Kissoff junto a una ventana.
—Incomunicados, señor; y es de temer que los despachos no puedan atravesar la frontera siberiana.
—Pero, las tropas de las provincias de Amur, Yakutsk y Transballkalia, ¿habrán recibido la orden de partir inmediatamente hacia Irkutsk?
—Esta orden ha sido transmitida en el último mensaje que ha podido llegar más allá del lago Baikal.
—¿Estamos en comunicación constante con los gobiernos de Yeniseisk Omsk, Semipalatinsk y Tobolsk desde el comienzo de la invasión?
—Sí, señor; nuestros despachos llegan hasta ellos y tenemos la certeza de que, en estos momentos, los tártaros no han avanzado más allá del Irtiche y del Obi.
—¿No se tiene ninguna noticia del traidor Iván Ogareff?
—Ninguna —respondió el general Kissoff—. El jefe de policía no está seguro de si ha atravesado o no la frontera.
—¡Que se transmitan inmediatamente sus señas a Nijni-Novgorod, Perm, Ekaterimburgo, Kassimow, Tiumen, Ichim, Omsk, Elamsk, Koliván, Tomsk y a todas las estaciones telegráficas con las que todavía mantenemos comunicación!
—Las órdenes de Vuestra Majestad serán ejecutadas al instante —respondió el general Kissoff.
—No digas una palabra de todo esto.
El general hizo un gesto de respetuosa adhesión y, después de una profunda reverencia, se confundió entre el gentío y abandonó el Palacio sin que nadie reparase en su partida.
En cuanto al oficial, permaneció pensativo durante algunos instantes, pero cuando decidió mezclarse entre los militares y políticos que formaban grupos en varios puntos de los salones, su rostro había recuperado el aspecto habitual.
Sin embargo, los graves acontecimientos que habían motivado la conversación anterior no eran tan secretos como el oficial de la guardia de cazadores y el general Kissoff creían. Si bien es verdad que no se hablaba de ello ni oficialmente, ya que las lenguas, siguiendo «órdenes oficiales» no podían desatarse, algunos altos personajes habían sido informados más o menos extensamente sobre los acontecimientos que se desarrollaban más allá de la frontera. Pero lo que ignoraban era que, cerca de ellos, dos personajes desconocidos hasta para los miembros del cuerpo diplomático, y que no lucían uniforme ni condecoración alguna que les distinguiera entre los invitados a aquella recepción del Palacio Nuevo, conversaban en voz baja y parecían haber recibido información muy precisa.
¿Cómo? ¿Por qué medio? ¿Gracias a qué estratagemas sabían estos dos simples mortales lo que tantos altos personajes apenas sospechaban? No era tan fácil de precisar. ¿Poseían el don de adivinar o de prevenir? ¿Tenían un sexto sentido que les permitía ver más allá de los estrechos horizontes a los que está limitada la mirada humana? ¿Tenían un olfato particular para captar las noticias más secretas? ¿Se había transformado su naturaleza gracias a ese hábito que era ya connatural en ellos? Casi podía afirmarse.
Estos dos hombres, inglés uno y francés el otro, eran ambos altos y delgados. Éste, moreno como un provenzal. Aquél, rubio como un caballero de Lancashire. El inglés, calmoso, frío, flemático, parco en sus gestos y en sus palabras, parecía no hablar ni gesticular sino a impulsos de un estímulo que operaba a intervalos regulares. El galo, por el contrario, vivo, petulante, expresándose a la vez con los labios, ojos y manos, tenía mil maneras de hacerse entender, mientras que su interlocutor no parecía poseer más que una, inmutable y estereotipada, postura.
Lo contradictorio entre estas dos personalidades habría sorprendido hasta al menos observador de los hombres; pero un fisonomista, observando un poco a estos dos extranjeros, habría determinado rápidamente la particularidad fisiológica que caracterizaba a cada uno de ellos diciendo que el francés era «todo ojos» y el inglés «todo oídos».
En efecto; el hábito de la observación había agudizado singularmente su vista. La sensibilidad de su retina era tan fulminante como la de los prestidigitadores, que reconocen una carta nada más que con un rápido movimiento en un corte de baraja, o por cualquier marca, imperceptible para otra persona. Este francés poseía, pues, en el más alto grado, lo que se llama «memoria visual.»
El inglés, por el contrario, estaba especialmente preparado para oír y captar cualquier sonido. Cuando su aparato auditivo había percibido el tono de una voz, no lo olvidaba jamás y, al cabo de diez o veinte años, lo podía reconocer entre mil. Sus orejas no tenían, ciertamente, la facultad de orientarse como las de los animales dotados de grandes pabellones auditivos; pero, ya que los sabios han dejado constancia de que las orejas humanas no son totalmente inmóviles, se hubiera podido decir que las del referido inglés se enderezaban, torcían o inclinaban en busca de sonidos, de manera poco ostensible para un naturalista.
Es preciso observar que esta perfección de la vista y oído de estos dos hombres les servía maravillosamente en sus tareas. El inglés era corresponsal del Daily Telegraph y el francés lo era del... De cuál o de qué periódicos era corresponsal, él no lo decía jamás. Y cuando alguien se lo preguntaba, respondía que era corresponsal de su «prima Magdalena». En el fondo, este francés, bajo su apariencia de frivolidad, era sumamente perspicaz y astuto. Pese a que hablaba un poco a tontas y a locas, puede que para camuflar mejor su deseo de oír, no se extravertía jamás. Su misma locuacidad era como un mutismo y resultaba, si cabe, más cerrado, más discreto que su compañero del Daily Telegraph. Si ambos asistían a esta fiesta dada en el Palacio Nuevo la noche del 15 al 16 de julio, era en calidad de periodistas y con el único propósito de informar a sus lectores.
Huelga decir que estos dos hombres amaban apasionadamente la misión que la vida les había encomendado; disfrutaban lanzándose como hurones a la caza de la más insignificante noticia, sin que nada ni nadie les amedrentase ni les hiciera desistir en su empeño. Poseían una imperturbable sangre fría y la espartana bravura de los hombres de su profesión. Verdaderos jockeys de carreras de obstáculos de la información, saltaban vallas, atravesaban ríos y sorteaban todos los obstáculos con el ardor incomparable de los purasangre, que se matan por llegar a la meta los primeros.
Además, sus periódicos no les regateaban el dinero —el más seguro, rápido y perfecto elemento de información conocido hasta hoy—. Pero había que reconocer también en su honor que jamás fomentaban sensacionalismo y que únicamente se ocupaban en asuntos político-sociológicos.
En resumen, hacían lo que viene llamándose desde hace varios años «el gran reportaje político-militar.» Siguiéndoles de cerca veremos que la mayoría de las veces tenían una singular manera de interpretar los hechos y, sobre todo, sus consecuencias, poseyendo cada uno de ellos su «propia opinión». Pero, al fin y al cabo, como jugaban limpio, tenían dinero abundante y no lo regateaban dada la ocasión, nadie les criticaba.
El periodista francés se llamaba Alcide Jolivet. Harry Blount era el nombre del inglés. Acababan de saludarse por primera vez, en esta fiesta del Palacio Nuevo, de la cual tenían que informar a sus lectores por encargo expreso de sus respectivos periódicos. Las diferencias de carácter, unidas a una cierta competencia profesional, eran motivos suficientes para que no reinase entre ellos una mutua simpatía, sin embargo, no sólo no trataron de evadir el encuentro, sino que cada uno de ellos puso al otro al corriente de las noticias del momento. Eran, después de todo, dos profesionales que cazaban en el mismo predio y con las mismas reservas; así, la pieza que a uno se le escapaba podía ser abatida por el otro. Por su propio interés, les convenía estar «a tiro».
Aquella noche estaban los dos al acecho y, efectivamente, algo flotaba en el ambiente.
—Aunque se trate de falsos rumores —se decía Alcide Jolivet— conviene cazarlos.
Cada uno de los dos periodistas buscó charlar intencionadamente con el otro durante el baile, momentos después de la partida del general Kissoff, y procuraron sondearse mutuamente.
—A todas luces, señor, es una fiesta encantadora —dijo Alcide Jolivet, con sus aires de simpatía, creyendo que debía entrar en conversación con esta frase tan típicamente francesa.
—Yo ya he telegrafiado que es sencillamente espléndida —respondió Harry Blount con estas palabras, reservadas especialmente para expresar la admiración de un ciudadano del Reino Unido.
—Sin embargo —añadió Alcide Jolivet— he creído que debía advertir también a mi prima...
—¿A su prima? —preguntó Harry Blount a su colega, en tono de sorpresa.
—Sí —respondió Alcide Jolivet—, a mi prima Magdalena... Es a ella a quien envío mis crónicas. A mi prima le gusta estar bien informada y con rapidez... Por eso he creído que debía advertirle que durante esta fiesta una especie de nube parece ensombrecer la frente del Soberano.
—Pues a mí me ha parecido que estaba radiante —respondió Harry Blount, queriendo disimular su propio pensamiento respecto a este asunto.
—Y, naturalmente, lo habrá hecho usted «resplandecer» en las columnas del Daily Telegraph.
—Exactamente.
—¿Recuerda usted, señor Blount —dijo Alcide Jolivet—, lo que ocurrió en Zaket en 1812?
—Lo recuerdo como si lo hubiera presenciado —respondió el periodista inglés.
—Entonces —prosiguió Alcide Jolivet— sabrá usted que en medio de una fiesta que se celebraba en honor del zar Alejandro, se le anunció que Napoleón acababa de franquear el Niemen con la vanguardia del ejército francés. Sin embargo, el Zar no abandonó la fiesta, pese a la gravedad de la noticia, que podía costarle el Imperio, ni dejó entrever ningún atisbo de inquietud...
—De la misma manera que nuestro anfitrión no ha mostrado ninguna cuando el general Kissoff le ha notificado que acaba de ser cortada la comunicación entre la frontera y el gobierno de Irkutsk.
—¡Ah! ¿Conocía usted este detalle?
—Sí, lo conocía.
—Pues a mí me sería difícil desconocerlo, ya que con mi último cable ha llegado hasta Udinsk —dijo Alcide Jolivet con aire satisfecho.
—Y el mío hasta Krasnoiarsk solamente —respondió Harry Blount con no menos satisfacción.
—Entonces ¿sabrá usted que han sido transmitidas órdenes a las tropas de Nikolaevsk?
—Sí, señor, al mismo tiempo que se ha telegrafiado una orden de concentración a los cosacos del gobierno de Tobolsk.
—Nada tan cierto, señor Blount; conocía también esos detalles. Y puede estar seguro de que mi querida prima sabrá rápidamente alguna otra cosa.
—Como también lo sabrán los lectores del Daily Telegraph, señor Jolivet.
—¡Claro! ¡Cuando se ve todo lo que ocurre!...
—¡Y cuando se oye todo lo que se dice...!
—Toda una interesante campaña a seguir, señor Blount.
—La seguiré, señor Jolivet.
—Entonces, es posible que nos encontremos en algún terreno menos seguro que el encerado de este salón.
—Menos seguro, si, pero...
—¡Pero también menos resbaladizo! —respondió Alcide Jolivet, sujetando a su colega en el momento en que perdía el equilibrio, al dar unos pasos hacia atrás:
Después de esto, los dos corresponsales se separaban, contentos de saber cada uno de ellos que el otro no le aventajaba en cuanto a noticias se refiriese. En efecto, estaban empatados.
En aquel momento se abrieron las puertas de las salas contiguas al Gran Salón, donde aparecían ricas mesas admirablemente servidas y cargadas profusamente de preciosas porcelanas y vajillas de oro. Sobre la grada central, reservada a príncipes, princesas y miembros del cuerpo diplomático, resplandecía un centro de mesa de precio incalculable, procedente de una fábrica londinense, y, alrededor de esta obra maestra de orfebrería, centelleaban mil piezas de la más admirable vajilla que saliera jamás de las manufacturas de Sèvres.
Los invitados empezaron a dirigirse hacia las mesas donde estaba preparada la cena.
En aquel instante, el general Kissoff, que acababa de entrar, se acercó apresuradamente al oficial de la guardia de cazadores.
—¿Qué ocurre? —preguntó éste, con la misma ansiedad con que lo había hecho la primera vez.
—Los telegramas no pasan de Tomsk, señor.
—¡Un correo, rápido!
El oficial abandonó el Gran Salón y quedó esperando en otra pieza del Palacio Nuevo. Era un vasto gabinete de trabajo, sencillamente amueblado en roble y situado en un ángulo de la residencia. Colgadas de sus paredes se veían, entre otras telas, algunos cuadros firmados por Horacio Vemet.
El oficial abrió la ventana con ansiedad, como si el aire escaseara en sus pulmones y salió al gran balcón para respirar el aire puro de aquella hermosa noche de julio.
Ante sus ojos, bañado por la luz de la luna, se perfilaba un recinto fortificado en el cual se elevaban dos catedrales, tres palacios y un arsenal. Alrededor de este recinto se distinguían hasta tres ciudades distintas: Kiltdi-Gorod, Beloï-Gorod y Zemlianoï-Gorod, inmensos barrios europeo, tártaro y chino, que dominaban las torres, los campanarios, los minaretes, las cúpulas de trescientas iglesias, cuyos verdes domos estaban coronados por cruces plateadas. Las aguas de un pequeño río, de curso sinuoso, reflejaban los rayos de la luna. Todo este conjunto formaba un curioso mosaico de diverso colorido que se enmarcaba en un vasto cuadro de diez leguas.
Este río era el Moskova; la ciudad era Moscú; el recinto amurallado era el Kremlin, y el oficial de la guardia de cazadores que con los brazos cruzados y el ceño fruncido oía vagamente el murmullo que salía del Palacio Nuevo de la vieja ciudad moscovita, era el Zar.
Si el Zar había abandonado tan inopinadamente los salones del Palacio Nuevo en un momento en que la fiesta dedicada a las autoridades civiles y militares y a los principales personajes de Moscú estaba en pleno apogeo, era porque graves acontecimientos estaban desarrollándose más allá de la frontera de los Urales. Ya no cabía ninguna duda. Una formidable invasión estaba amenazando con sustraer las provincias siberianas al dominio ruso.
La Rusia asiática, o Siberia, cubre una superficie de quinientas sesenta mil leguas, pobladas por unos dos millones de habitantes. Se extiende desde los Urales, que la separan de la Rusia europea, hasta la costa del Pacífico. Limita al sur con el Turquestán y el Imperio chino, a través de una frontera bastante indefinida, y en el norte limita con el océano Glacial, desde el mar de Kara hasta el estrecho de Behring. Está formada por los gobiernos o provincias de Tobolsk, Yeniseisk, Irkutsk, Omsk y Yakutsk; comprende los distritos de Okotsk y Kamtschatka y posee también los países kirguises y chutches, cuyos pueblos están también sometidos en la actualidad a la dominación moscovita.
Esta inmensa extensión de estepas, que comprende más de ciento diez grados de oeste a este, es, a la vez, una tierra de deportación de criminales y de exilio para aquellos que han sido condenados a la expulsión. La autoridad suprema de los zares está representada en este inmenso país por dos gobernadores generales. Uno reside en Irkutsk, capital de la Siberia oriental. El otro en Tobolsk, capital de la Siberia occidental. El río Tchuna, afluente del Yenisei, separa ambas Siberias.
Ningún ferrocarril surca todavía estas planicies, algunas de las cuales son verdaderamente fértiles, ni facilita la explotación de los yacimientos de minerales preciosos que convierten a esas inmensas extensiones siberianas en más ricas por su subsuelo que por su superficie. Se viaja en diligencias o en carros durante el verano, y en trineo durante el invierno.
Un solo sistema de comunicaciones, el telegráfico, une los límites este y oeste de Siberia, a través de un cable que mide más de ocho mil verstas de longitud (8.536 kilómetros). Más allá de los Urales pasa por Ekaterimburgo, Kassimow, Ichim, Tiumen, Omsk, Elamsk, Koliván, Tomsk, Krasnoiarsk, Nijni-Udinsk, Irkutsk, Verkne-Nertschink, Strelink, Albacine, Blagowstensk, Radde, Orlomskaya, Alexandrowskoe y Nikolaevsk. Cada palabra transmitida de uno a otro extremo del cable vale seis rublos y diecinueve kopeks. De Irkutsk parte un ramal de línea que va hasta Kiatka, en la frontera mongol y, desde allí, a treinta kopeks por palabra, se transmiten telegramas a Pekín en catorce días.
Ha sido esta línea, tendida entre Ekaterimburgo y Nikolaevsk, la que acaba de ser cortada, primeramente más allá de Tomsk y, algunas horas después, entre Tomsk y Koliván. Por eso el Zar, al escuchar al general Kissoff cuando se presentó a él por segunda vez, sólo dio por respuesta una orden: «Un correo rápido.» Hacía sólo unos instantes que el Zar permanecía inmóvil frente a la ventana de su gabinete cuando los ujieres abrieron de nuevo la puerta, por la que entró el jefe superior de policía.
—Pasa, general —dijo el Zar con gravedad— y dime lo que sepas acerca de Iván Ogareff.
—Es un hombre extremadamente peligroso, señor —respondió el jefe superior de policía.
—¿Tenía el grado de coronel?
—Sí, señor.
—¿Era un jefe inteligente?
—Muy inteligente, pero imposible de dominar y de una ambición tan desenfrenada que no retrocede ante nada ni ante nadie. Pronto se metió en intriga secretas y fue por lo que Su Alteza, el Gran Duque lo degradó y más tarde envió exiliado a Siberia.
—¿En qué época?
—Hace dos años. Después de seis meses de exilio fue perdonado por Vuestra Majestad y volvió a Rusia.
—¿Y desde esa época no ha vuelto a Siberia?
—Sí, señor. Volvió; pero esta vez voluntariamente —respondió el jefe superior de policía, añadiendo en voz baja—: hubo un tiempo, señor, en que cuando se iba a Siberia ya no se regresaba.
—Siberia, mientras yo viva, es y será un país de que se vuelva.
El Zar tenía sobrados motivos para pronunciar estas palabras con verdadero orgullo, ya que había demostrado muy a menudo, con su clemencia, que la justicia rusa sabía perdonar.
El jefe superior de policía no respondió, pero era evidente que no se mostraba partidario de las medias tintas. Según él, todo hombre que atraviesa los Urales conducido por la policía, no debía volverlos a franquear; el que esto no ocurriera así en el nuevo reinado, él lo deploraba sinceramente. ¡Cómo! ¡No más condenas a perpetuidad por otros crímenes que los del derecho común! ¡Exilados políticos regresando de Tobolsk, Yakutsk, Irkutsk! En realidad, el jefe superior de policía, acostumbrado a las decisiones autocráticas de los ucases, que no perdonaban jamás, no podía admitir esta forma de gobernar. Pero se calló, esperando a que el Zar le hiciera más preguntas. Éstas no se hicieron esperar.
—¿Iván Ogareff —preguntó el Zar— no ha vuelto por segunda vez a Rusia, después de ese viaje a las provincias siberianas, cuyo verdadero motivo desconocemos?
—Ha vuelto.
—¿Y, después de su regreso, la policía ha perdido su pista?
—No, señor, porque un condenado no se convierte en verdadero peligro más que el día en que se le indulta.
El ceño del Zar se frunció por un instante, haciendo temer al jefe superior de policía que había ido demasiado lejos, pese a que el empecinamiento que mostraba en sus ideas era, al menos, igual a la devoción que sentía por su soberano. Pero el Zar, desdeñando estos indirectos reproches respecto a su política interior, continuo con sus concisas preguntas.
—Últimamente, ¿dónde estaba Iván Ogareff?
—En el gobierno de Perm.
—¿En qué ciudad?
—En el mismo Perm.
—¿Qué hacía?
—Al parecer, no tenía ninguna ocupación y su conducta no levantaba sospecha alguna.
—¿No estaba bajo la vigilancia de la policía?
—No, señor.
—¿Cuándo abandonó Perm?
—Hacia el mes de marzo.
—¿Para ir a...?
—Se ignora.
—¿Y desde entonces, no se sabe qué ha sido de él?
—Nada, señor.
—Pues bien, yo lo sé —respondió el Zar—. He recibido algunos avisos anónimos que no han pasado por las manos de la policía y, a juzgar por los hechos que se están desarrollando más allá de la frontera, tengo motivos para creer que son exactos.
—¿Quiere decir, señor, que Iván Ogareff tiene algo que ver con la invasión tártara?
—Exactamente. Y voy a ponerte al corriente de lo que ignoras. Iván Ogareff, después de abandonar Perm, ha pasado los Urales y se ha internado en Siberia, entre las estepas kirguises, intentando allí, no sin éxito, sublevar a la población nómada. Se dirigió después hacia el sur, hacia el Turquestán libre, y en los khanatos de Bukhara, Khokhand y Kunduze ha encontrado jefes dispuestos a lanzar sus hordas tártaras sobre las provincias siberianas, provocando una invasión general del Imperio ruso en Asia. El movimiento fomentado secretamente acaba de estallar como un rayo y ahora tenemos cortadas las vías de comunicación entre Siberia oriental y Siberia occidental. Además, Iván Ogareff, ansiando vengarse, quiere atentar contra la vida de mi hermano.
El Zar iba excitándose mientras hablaba y cruzaba la estancia con pasos nerviosos. El jefe superior de policía no respondió nada, pero se decía a sí mismo que, en los tiempos en que un emperador de Rusia no perdonaba jamás a un exilado, los proyectos de Iván Ogareff no hubieran podido realizarse. Transcurrieron algunos instantes de silencio, después de los cuales el jefe superior de policía se acercó al Zar, que se había dejado caer en un sillón, diciéndole:
—Vuestra Majestad habrá dado, sin duda, las órdenes necesarias para que la invasión sea rechazada inmediatamente.
—Sí —respondió el Zar—. El último mensaje que ha podido llegar a Nijni-Udinsk ordenaba poner en movimiento a las tropas de los gobiernos de Yeniseisk, Irkutsk y Yakutsk y las de las provincias de Amur y del lago Baikal. Al mismo tiempo, los regimientos de Perm y Nijni-Novgorod y los cosacos de la frontera se dirigen a marchas forzadas hacia los Urales, pero, desgraciadamente, transcurrirán varias semanas antes de que se encuentren frente a las columnas tártaras.
—Y el hermano de Vuestra Majestad, Su Alteza el Gran Duque, aislado en estos momentos en el gobierno de Irkutsk, ¿no ha tomado más contactos directos con Moscú?
—No.
—Pero, gracias a los últimos mensajes, debe conocer las medidas que ha tomado Vuestra Majestad y qué refuerzos puede esperar de los gobiernos más cercanos al de Irkutsk.
—Lo sabe —respondió el Zar—, pero lo que ignora es que Iván Ogareff, al mismo tiempo que el papel de rebelde, se dispone a desempeñar el de traidor, y mi hermano tiene en él un encarnizado enemigo personal. La primera gran desgracia de Iván Ogareff se debe a mi hermano y, lo que es peor, no conoce a este hombre. El proyecto de Iván Ogareff es entrar en Irkutsk con nombre falso, ofrecer sus servicios al Gran Duque y ganarse su confianza. Así, cuando los tártaros cerquen la ciudad, él la entregará, franqueándoles la entrada y con ella a mi hermano, cuya vida estará directamente amenazada. Éstos son los informes que tengo; esto es lo que ignora mi hermano y que necesita saber.
—Pues bien, señor, un correo inteligente, con coraje...
—Lo estoy esperando.
—Y que actúe con rapidez —agregó el jefe de policía— porque, permitidme que lo recalque, señor, no hay tierra más propicia a las rebeliones que Siberia.
—¿Quieres decir que los exiliados políticos harán causa común con los invasores? —gritó el Zar, perdiendo su dominio ante la insinuación del jefe superior de policía.
—Perdóneme Vuestra Majestad... —respondió, balbuceando, el interlocutor del Zar, pues era evidente que ése había sido el pensamiento que había atravesado por su mente inquieta y desconfiada.
—¡Yo supongo mayor patriotismo en los exiliados! —replicó el Zar.
—Hay otros condenados, aparte de los políticos, en Siberia —respondió el jefe superior de policía.
—¡Los criminales! ¡Oh, general, a ésos los dejo de tu cuenta! ¡Son el desecho del género humano! ¡No pertenecen a ningún país! Además, la sublevación, y mucho menos la invasión, no va contra el Emperador, sino contra Rusia, contra este país al que los exiliados no han perdido la esperanza de volver... ¡y al que volverán! ¡No, un ruso no se unirá jamás a un tártaro para debilitar, ni siquiera por una sola hora, el poderío de Moscú!
El Zar tenía sus razones para creer en el patriotismo de aquellos a quienes su política momentáneamente había alejado. La clemencia (que era la base de su justicia cuando podía controlarla personalmente) y la dulcificación tan considerable que había adoptado en la aplicación de los ucases, le garantizaban que no podía equivocarse. Pero, aun sin que estos poderosos elementos apoyasen la invasión tártara, las circunstancias no podían ser más graves, porque era de temer que una gran parte de la población kirguise se uniera a los invasores.
Los kirguises se dividen en tres hordas: la grande, la pequeña y la mediana, y cuentan alrededor de cuatrocientas mil «tiendas», o sea, unos dos millones de almas. De estas diversas tribus, unas son independientes y otras reconocen la soberanía, ya sea de Rusia, ya sea de los khanatos de Khiva, Khokhand y Bukhara, es decir, de los más terribles jefes del Turquestán. La horda más rica, la mediana, es, al mismo tiempo, la más numerosa y sus campamentos ocupan todo el espacio comprendido entre los cursos del Sara-Su, Irtiche e Ichim superior, el lago Hadisang y el Aksakal. La horda grande, que ocupa las comarcas al este de la mediana, se extiende hasta los gobiernos de Omsk y de Tobolsk.
Por tanto, si estas poblaciones kirguises se sublevaran, significaría la invasión de la Rusia asiática y, por tanto, la separación de Siberia al este del Yenisei.
Ciertamente, los kirguises son verdaderos novatos en el arte de la guerra y constituyen más bien una banda de rateros nocturnos y asaltantes de caravanas que una formación de tropas regulares. Por eso ha dicho Levchine que «un frente cerrado o un cuadro de buena infantería podría resistir a una masa de kirguises diez veces más numerosa y un solo cañón provocaría en ellos una verdadera carnicería». Pero para ello es necesario que ese cuadro de buena infantería llegue al país sublevado y que los cañones se trasladen desde los parques de las provincias rusas hasta lugares alejados dos o tres mil verstas. Aparte, salvo la ruta directa que une Ekaterimburgo con Irkutsk, las estepas, frecuentemente pantanosas, no son fácilmente practicables, y pasarían varias semanas antes de que las tropas rusas se encontraran en condiciones para enfrentarse a las hordas tártaras.
Omsk es el centro de la organización militar de Siberia occidental, encargada de mantener sumisas a las poblaciones kirguises. Allí se encuentran los límites de estos nómadas, no sometidos totalmente y que se han sublevado en más de una ocasión, por lo que al Ministerio de la Guerra no le faltaban motivos para temer que Omsk se viera ya seriamente amenazada. La línea de colonias militares, es decir, de puestos de cosacos que se escalonan desde Omsk hasta Semipalatinsk, era de temer que hubiera sido cortada en varios puntos. Además, posiblemente los grandes sultanes que gobiernan aquellos distritos kirguises habían aceptado voluntariamente la dominación de los tártaros, musulmanes como ellos, que aportarían a la lucha el rencor provocado por la servidumbre a que estaban sometidos y el antagonismo de las religiones griega y musulmana. Porque desde hace mucho tiempo, los tártaros del Turquestán y, principalmente, los de los khanatos de Bukhara, Khokhand y Kunduze, buscaban, tanto por la fuerza como por la persuasión, sustraer a las hordas kirguises de la dominación moscovita.
Pero digamos algo sobre los tártaros.
Pertenecen principalmente a dos razas distintas: la caucásica y la mongol. La raza caucásica, que según Abel de Rémusat «se considera en Europa el prototipo de la belleza de nuestra especie porque de ella proceden todos los pueblos de esta parte del mundo», reúne bajo una misma denominación a los turcos y a los indígenas de puro origen persa. La raza puramente mongólica comprende, en cambio, a los mongoles, manchúes y tibetanos. Los tártaros que amenazaban el Imperio ruso eran de raza caucásica y habitaban principalmente el Turquestán, extenso país dividido en diferentes estados, gobernados por khanes, de cuyo nombre procedía la denominación de khanatos. Los principales khanatos son los de Bukhara, Khiva, Khokhand, Kunduze, etc.
En la época a que nos referimos, el khanato más importante era el de Bukhara. Rusia había tenido que enfrentarse varias veces con sus jefes que, por interés personal y por imponerles otro yugo, habían mantenido la independencia de los kirguises contra la dominación moscovita. Su jefe actual, Féofar-Khan, seguía las huellas de sus predecesores.
El khanato de Bukhara se extiende de norte a sur entre los paralelos 37 y 40, y de este a oeste entre los 61 y 66 grados de longitud, es decir, sobre la superficie de unas diez mil leguas cuadradas. Este estado cuenta con una población de dos millones y medio de habitantes, un ejército de sesenta mil hombres, que se triplicaban en tiempos de guerra, y treinta mil soldados de caballería. Es un país rico, con una producción variada en ganadería, agricultura y minería y engrandecido considerablemente por la anexión de los territorios de Balk, Aukoi y Meimaneh. Posee diecinueve grandes ciudades, entre las que se encuentran Bukhara, rodeada de una muralla flanqueada por torres, que mide más de ocho millas inglesas; ciudad gloriosa que fue cantada por Avicena y otros sabios del siglo X, está considerada como el centro del saber musulmán y es una de las ciudades más célebres del Asia central; Samarcanda (donde se encuentra la tumba de Tamerlan) posee el célebre palacio donde se guarda la piedra azul sobre la que ha de venir a sentarse todo nuevo khan que suba al poder y está defendida por una ciudadela extremadamente fortificada; Karschi, con su triple recinto, situada en un oasis envuelto por un pantano lleno de tortugas y lagartos, es casi impenetrable; Chardjui, defendida por una población de más de veinte mil almas y, finalmente, Katta-Kurgan, Nurata, Dyzah, Paikanda, Karakul, Kuzar, etc., forman un conjunto de ciudades difíciles de someter. El khanato de Bukhara, protegido por sus montañas y rodeado por sus estepas es, por tanto, un estado verdaderamente temible y Rusia iba a verse obligada a oponerle fuerzas importantes.
El ambicioso y feroz Féofar-Khan, que gobernaba entonces ese rincón de Tartaria apoyado por otros khanes, principalmente los de Khokhand y Kunduze, guerreros crueles y rapaces, dispuestos siempre a lanzarse a las empresas mas gratas al instinto tártaro, y ayudado por los jefes que mandaban las hordas de Asia central, se había puesto a la cabeza de esta invasión, de la que Iván Ogareff era el verdadero cerebro. Este traidor, impulsado tanto por su insensata ambición como por su odio, había organizado el movimiento de los invasores de forma que cortase la gran ruta siberiana.
¡Estaba loco si, de verdad, creía debilitar el Imperio moscovita! Bajo su inspiración, el Emir —éste era el título que tomaban los khanes de Bukhara— había lanzado sus hordas más allá de la frontera rusa, invadiendo el gobierno de Semipalatinsk, en donde los cosacos, poco numerosos en ese punto, habían tenido que retroceder ante ellas. Había avanzado luego más allá del lago Baljax, arrastrando a su paso a la población kirguise, saqueando, asolando, enrolando a los que se sometían, apresando a los que ofrecían resistencia, iba trasladándose de una ciudad a otra, seguido de toda la impedimenta típica de un soberano oriental (lo que podría llamarse su casa civil, mujeres y esclavas), todo ello con la audacia de un moderno Gengis-Khan.
¿Dónde se encontraba en este momento? ¿Hasta dónde habían llegado sus soldados a la hora en que la noticia de la invasión llegó a Moscú? ¿Hasta qué lugar de Siberia habían tenido que retroceder las tropas rusas? Imposible saberlo. Las comunicaciones estaban interrumpidas. El cable, entre Koliván y Tomsk, ¿había sido cortado por unas avanzadillas del ejército tártaro, o era el grueso de las fuerzas quien había llegado hasta las provincias de Yeniseisk? ¿Estaba en llamas toda la baja Siberia occidental? ¿Se extendía ya la sublevación hasta las regiones del este? No podía decirse. El único agente que no teme ni al frío ni al calor, al que no detienen las inclemencias del invierno ni los rigores del verano; que vuela con la rapidez del rayo: la corriente eléctrica, no podía circular a través de la estepa, ni era posible advertir al Gran Duque, encerrado en Irkutsk, sobre el grave peligro que le amenazaba por la traición de Iván Ogareff.
Únicamente un correo podría reemplazar a la corriente eléctrica, pero ese hombre necesitaba tiempo para franquear las cinco mil doscientas verstas (5.523 kilómetros) que separan Moscú de Irkutsk. Para atravesar las filas de los sublevados e invasores, necesitaba desplegar una inteligencia y un coraje sobrehumanos. Pero con esas cualidades se va lejos.
«¿Encontraré tanta inteligencia y tal corazón?», se preguntaba el Zar.
Poco después se abrió el gabinete imperial y un ujier anunció al general Kissoff.
—¿Y el correo? —le preguntó con impaciencia el Zar.
—Está ahí, señor —respondió el general Kissoff
—¿Has encontrado ya al hombre que necesitamos?
—Respondo de él ante Vuestra Majestad.
—¿Estaba de servicio en Palacio?
—Sí, señor.
—¿Lo conoces?
—Personalmente. Varias veces ha desempeñado con éxito misiones difíciles.
—¿En el extranjero?
—En la misma Siberia.
—¿De dónde es?
—De Omsk. Es siberiano.
—¿Tiene sangre fría, inteligencia, coraje...?
—Sí, señor. Tiene todo lo necesario para triunfar allí donde otros fracasarían.
—¿Su edad?
—Treinta años.
—¿Es fuerte?
—Puede soportar hasta los extremos límites del frío, hambre, sed y fatiga.
—¿Tiene un cuerpo de hierro?
—Sí, señor.
—¿Y su corazón?
—De oro, señor.
—¿Cómo se llama?
—Miguel Strogoff.
—¿Está dispuesto a partir?
—Espera en la sala de guardia las órdenes de Vuestra Majestad.
—Que pase —dijo el Zar.
Instantes después, el correo Miguel Strogoff entraba en el gabinete imperial.
Miguel Strogoff era alto de talla, vigoroso, de anchas espaldas y pecho robusto. Su poderosa cabeza presentaba los hermosos caracteres de la raza caucásica y sus miembros, bien proporcionados, eran como palancas dispuestas mecánicamente para efectuar a la perfección cualquier esfuerzo. Este hermoso y robusto joven, cuando estaba asentado en un sitio, no era fácil de desplazar contra su voluntad, ya que cuando afirmaba sus pies sobre el suelo, daba la impresión de que echaba raíces. Sobre su cabeza, de frente ancha, se encrespaba una cabellera abundante, cuyos rizos escapaban por debajo de su casco moscovita. Su rostro, ordinariamente pálido, se modificaba únicamente cuando se aceleraba el batir de su corazón bajo la influencia de una mayor rapidez en la circulación arterial. Sus ojos, de un azul oscuro, de mirada recta, franca, inalterable, brillaban bajo el arco de sus cejas, donde unos músculos supercillares levemente contraídos denotaban un elevado valor —el valor sin cólera de los héroes, según expresión de los psicólogos— y su poderosa nariz, de anchas ventanas, dominaba una boca simétrica con sus labios salientes propios de los hombres generosos y buenos.
Miguel Strogoff tenía el temperamento del hombre decidido, de rápidas soluciones, que no se muerde las uñas ante la incertidumbre ni se rasca la cabeza ante la duda y que jamás se muestra indeciso.
Sobrio de gestos y de palabras, sabía permanecer inmóvil como un poste ante un superior; pero cuando caminaba, sus pasos denotaban gran seguridad y una notable firmeza en sus movimientos, exponentes de su férrea voluntad y de la confianza que tenía en sí mismo. Era uno de esos hombres que agarran siempre las ocasiones por los pelos; figura un poco forzada pero que lo retrataba de un solo trazo.
Vestía uniforme militar parecido al de los oficiales de la caballería de cazadores en campaña: botas, espuelas, pantalón semiceñido, pelliza bordada en pieles y adornada con cordones amarillos sobre fondo oscuro. Sobre su pecho brillaban una cruz y varias medallas. Pertenecía al cuerpo especial de correos del Zar y entre esta elite de hombres tenía el grado de oficial. Lo que se notaba particularmente en sus ademanes, en su fisonomía, en toda su persona (y que el Zar comprendió al instante), era que se trataba de un «ejecutor de órdenes». Poseía, pues, una de las cualidades más reconocidas en Rusia —según la observación del célebre novelista Turgueniev—, y que conducía a las más elevadas posiciones del Imperio moscovita.
En verdad, si un hombre podía llevar a feliz término este viaje de Moscú a Irkutsk a través de un territorio invadido, superar todos los obstáculos y afrontar todos los peligros de cualquier tipo, era, sin duda alguna, Miguel Strogoff, en el cual concurrían circunstancias muy favorables para llevar a cabo con éxito el proyecto, ya que conocía admirablemente el país que iba a atravesar y comprendía sus diversos idiomas, no sólo por haberlo recorrido, sino porque él mismo era siberiano.
Su padre, el anciano Pedro Strogoff, fallecido diez años antes, vivía en la ciudad de Omsk, situada en el gobierno de este mismo nombre, donde su madre, Marfa Strogoff, seguía residiendo. En ese lugar, entre las salvajes estepas de las provincias de Omsk, fue donde el bravo cazador siberiano educó «con dureza» a su hijo Miguel, según expresión popular. La verdadera profesión de Pedro Strogoff era la de cazador. Y tanto en verano como en invierno, bajo los rigores de un calor tórrido o de un frío que sobrepasaba muchas veces los cincuenta grados bajo cero, recorría la dura planicie, las espesuras de maleza y abedules o los bosques de abetos, tendiendo sus trampas, acechando la caza menor con el fusil y la mayor con el cuchillo. La caza mayor era nada menos que el oso siberiano, temible y feroz animal de igual talla que sus congéneres de los mares glaciales. Pedro Strogoff había cazado más de treinta y nueve osos, lo cual indica que igualmente el número cuarenta había caído bajo su cuchillo. Pero si hemos de creer la leyenda que circula entre los cazadores rusos, todos aquellos que hayan muerto treinta y nueve osos han sucumbido ante el número cuarenta.
Sin embargo, Pedro Strogoff había traspasado esa fatídica cifra sin recibir un solo rasguño.
Desde entonces, Miguel, que tenía once años de edad, no dejó de acompañar a su padre, llevando la ragatina, es decir, la horquilla para acudir en su ayuda cuando sólo iba armado con un cuchillo. A los catorce años Miguel Strogoff mató su primer oso sin ayuda de nadie, lo cual no era poca cosa; pero, además, después de desollarlo, arrastró la piel del gigantesco animal hasta la casa de sus padres, distante muchas verstas, lo cual revelaba que el muchacho poseía un vigor poco común.
Este género de vida le fue muy provechoso y así, cuando llegó a la edad de hombre hecho, era capaz de soportarlo todo: frío, calor, hambre, sed y fatiga. Era, como el yakute de las tierras septentrionales, de hierro. Podía permanecer veinticuatro horas sin comer, diez noches consecutivas sin dormir y sabía construirse un refugio en plena estepa, allí donde otros quedarían a merced de los vientos.
Dotado de sentidos extremadamente finos, guiado por unos instintos de Delaware en medio de la blanca planicie, cuando la niebla cubría todo el horizonte, aun cuando se encontrase en las más altas latitudes (allí donde la noche polar se prolonga durante largos días), encontraba su camino donde otros no hubieran podido orientar sus pasos.
Su padre le había puesto al corriente de todos sus secretos y las más imperceptibles señales, como: proyección de las agujas del hielo, disposición de las pequeñas ramas de los árboles, emanaciones que le llegaban de los últimos límites del horizonte, pisadas sobre la hierba de los bosques, sonidos vagos que cruzaban el aire, lejanos ruidos, vuelo de los pájaros en la atmósfera brumosa y otros mil detalles que eran fieles jalones para quien supiera reconocerlos. Y Miguel Strogoff había aprendido a guiarse por ellos. Templado en las nieves como el acero de Damasco en las aguas sirias, tenía, además, una salud de hierro, como había dicho el general Kissoff y, lo que no era menos cierto, un corazón de oro.
La única pasión de Miguel Strogoff era su madre, la vieja Marfa, que jamás había querido abandonar la casa de los Strogoff, a orillas del Irtiche, en Omsk, donde el viejo cazador y ella habían vivido juntos tanto tiempo. Cuando su hijo partió de allí fue un duro golpe para ella, pero se tranquilizó con la promesa que le hizo de volver siempre que tuviera una oportunidad; promesa que fue escrupulosamente cumplida.
Cuando Miguel Strogoff contaba veinte años, decidieron que entrase al servicio personal del emperador de Rusia, en el cuerpo de correos del Zar. El joven siberiano, audaz, inteligente, activo y de buena conducta, tuvo la oportunidad de distinguirse especialmente con ocasión de un viaje al Cáucaso, a través de un país difícil, hostigado por unos turbulentos sucesores de Samil. Posteriormente volvió a distinguirse en una misión que le llevó hasta Petropolowsky, en Kamtschatka, el límite oriental de la Rusia asiática. Durante estos largos viajes desplegó tan maravillosas dotes de sangre fría, prudencia y coraje que le valieron la aprobación y protección de sus superiores, quienes le ascendieron con rapidez.
En cuanto a los permisos que le correspondían una vez realizadas tan lejanas misiones, jamás olvidó consagrarlos a su anciana madre, aunque estuviera separado de ella por miles de verstas y el invierno hubiese convertido los caminos en rutas impracticables. Sin embargo, Miguel Strogoff, recién llegado de una misión en el sur del imperio, por primera vez había dejado de visitar a su madre.
Varios días antes se le había concedido el permiso reglamentarlo y estaba haciendo los preparativos para el viaje, cuando se produjeron los sucesos que ya conocemos. Miguel Strogoff fue, pues, llamado a presencia del Zar ignorando totalmente lo que el Emperador esperaba de él.
El Zar, sin dirigirle la palabra, lo miró durante algunos instantes con su penetrante mirada, mientras Miguel Strogoff permanecía absolutamente inmóvil. Después, el Zar, satisfecho sin duda de este examen, se acercó de nuevo a su mesa y, haciendo una seña al jefe superior de policía para que se sentara ante ella, le dictó en voz baja una carta que sólo contenía algunas líneas.
Redactada la carta, el Zar la releyó con extrema atención y la firmó, anteponiendo a su nombre las palabras bytpo semou, que significan «así sea», fórmula sacramental de los emperadores rusos.
La carta, introducida en un sobre, fue cerrada y sellada con las armas imperiales y el Zar, levantándose, hizo ademán a Miguel Strogoff para que se acercara.
Miguel Strogoff avanzó algunos pasos y quedó nuevamente inmóvil, presto a responder.
El Zar volvió a mirarle cara a cara y le preguntó escuetamente:
—¿Tu nombre?
—Miguel Strogoff, señor.
—¿Tu grado?
—Capitán del cuerpo de correos del Zar.
—¿Conoces Siberia?
—Soy siberiano.
—¿Dónde has nacido?
—En Omsk.
—¿Tienes parientes en Omsk?
—Sí, señor.
—¿Qué parientes?
—Mi anciana madre.
El Zar interrumpió un instante su serie de preguntas. Después, mostrando la carta que tenía en la mano, dijo:
—Miguel Strogoff; he aquí una carta que te confío para que la entregues personalmente al Gran Duque y a nadie más que a él.
—La entregaré, señor.
—El Gran Duque está en Irkutsk.
—Iré a Irkutsk.
—Pero tendrás que atravesar un país plagado de rebeldes e invadido por los tártaros, quienes tendrán mucho interés en interceptar esta carta.
—Lo atravesaré.
—Desconfiarás, sobre todo, de un traidor llamado Iván Ogareff, a quien es probable que encuentres en tu camino.
—Desconfiaré.
—¿Pasarás por Omsk?
—Está en la ruta, señor.
—Si ves a tu madre, corres el riesgo de ser reconocido. Es necesario que no la veas.
Miguel Strogoff tuvo unos instantes de vacilación, pero dijo:
—No la veré.
—Júrame que por nada confesaras quien eres ni adónde vas.
—Lo juro.
—Miguel Strogoff —agregó el Zar, entregando el pliego al joven correo—, toma esta carta, de la cual depende la salvación de toda Siberia y puede que también la vida del Gran Duque, mi hermano.
—Esta carta será entregada a Su Alteza, el Gran Duque.
—¿Así que pasarás, a todo trance?
—Pasaré o moriré.
—Es preciso que vivas.
—Viviré y pasaré —respondió Miguel Strogoff.
El Zar parecía estar satisfecho con la sencilla y reposada seguridad con que le había contestado Miguel Strogoff.
—Vete, pues, Miguel Strogoff —dijo—. Vete, por Dios, por Rusia, por mi hermano y por mí.
Miguel Strogoff, saludando militarmente, salió del gabinete imperial y, algunos instantes después, abandonaba el Palacio Nuevo.
—Creo que has acertado, general —dijo el Zar.
—Yo también lo creo, señor —respondió el general Kissoff—, y Vuestra Majestad puede estar seguro de que Miguel Strogoff hará todo cuanto le sea posible a un hombre valiente y decidido.
—Es todo un hombre, en efecto —dijo el Zar.
La distancia que Miguel Strogoff tenía que franquear entre Moscú e Irkutsk era de cinco mil doscientas verstas (5.523 kilómetros). Cuando la línea telegráfica aún no existía entre los montes Urales y la frontera oriental de Siberia, el servicio de despachos oficiales se hacía mediante correos, el más rápido de los cuales empleaba dieciocho días en recorrer la distancia de Moscú a Irkutsk. Pero esto era una excepción y lo general era que para atravesar la Rusia asiática se emplease, ordinariamente, de cuatro a cinco semanas, aunque todos los medios de transporte estaban a disposición de estos emisarios del Zar.
Como hombre que no temía al frío ni a la nieve, Miguel Strogoff hubiera preferido viajar durante la ruda estación invernal, que permite organizar un servicio de trineos en toda la extensión del recorrido. De esta manera, las dificultades que entraña el empleo de diversos medios de locomoción quedaban, en parte, disminuidas sobre aquellas inmensas estepas cubiertas de nieve, ya que hay menos cursos de agua que atravesar y el trineo se desliza fácilmente sobre aquel manto helado. Ciertos fenómenos atmosféricos de esta época son temibles, como la persistencia e intensidad de las nieblas, el frío extremado, además de las largas y terribles ventiscas, cuyos torbellinos lo envuelven todo y hacen desaparecer caravanas enteras. Ocurre también que los lobos, acosados por el hambre, cubren a millares las llanuras. Pero era preferible correr esos riesgos porque, con la crudeza del invierno, los invasores tártaros se verían obligados a acantonarse en las ciudades, sus Merodeadores no correrían por la estepa, todo movimiento de tropas sería impracticable y Miguel Strogoff podría pasar más fácilmente. Pero él no había podido elegir su tiempo ni su hora y debía aceptar las circunstancias para partir, cualesquiera que fueran.
Ésta era la situación que Miguel Strogoff apreció claramente, preparándose para afrontarla.
Además, no se encontraba en las condiciones habituales de un correo del Zar, ya que era preciso que nadie sospechara esta circunstancia mientras realizara su viaje, porque en un país invadido, los espías abundan y él sabía que su misión era muy comprometida. Por eso el general Kissoff se limitó a entregarle una importante suma de dinero para el viaje, e, incluso, el medio de facilitárselo hasta cierto punto, pero sin entregarle ninguna orden escrita en la que constara que estaba al servicio del Emperador, «Sésamo» que abría todas las puertas; entrególe únicamente un podaroshna.
Este podaroshna, extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, comerciante domiciliado en Irkutsk, autorizaba a su titular para hacerse acompañar en caso necesario por una o varias personas, y era valedero hasta en los casos en que el gobierno moscovita prohibía a sus súbditos abandonar el territorio ruso. El podaroshna es una autorización para tomar caballos de posta, pero Miguel Strogoff no podía emplearlo más que en las ocasiones en que poseer este documento no le hiciera sospechoso, es decir, que únicamente podía hacer uso de él mientras estuviera en territorio europeo. En resumen, cuando se encontrase en Siberia, es decir, cuando atravesara las provincias sublevadas, no podría actuar como dueño de las paradas de posta, ni hacerse entregar caballos con preferencia a cualquier otro, ni requisar medios de transporte para su uso personal. Miguel Strogoff no debía olvidar esto: él no era un correo, sino un simple comerciante llamado Nicolás Korpanoff, que iba de Moscú a Irkutsk y, como a tal, sometido a todas las eventualidades de un viaje ordinario.
Pasar desapercibido, con más o menos rapidez, pero pasar. Tal debía ser su programa.
Treinta años atrás, la escolta de un viajero importante no comprendía menos de doscientos cosacos a caballo, doscientos infantes, veinticinco jinetes baskires, trescientos camellos, cuatrocientos caballos, veinticinco carros, dos lanchas transportables y dos cañones. Tal era el material necesario para un viaje por Siberia. Pero él, Miguel Strogoff, no tenía cañones, ni jinetes, ni infantes, ni bestias de carga.
Iría, si podía, en coche o a caballo; si no había más remedio, iría a pie.
Las primeras mil cuatrocientas verstas (1.493 kilómetros), que comprendían la distancia entre Moscú y la frontera rusa, no debían ofrecer dificultad alguna. Ferrocarriles, diligencias, buques a vapor y caballos de refresco en todas las paradas, estaban a disposición de todo el mundo y, por consiguiente, a la merced del correo del Zar.
Aquella mañana del 16 de julio, desprovisto de su uniforme, portando un saco de viaje sobre sus espaldas y ataviado con un simple traje ruso compuesto de túnica ceñida al talle, cinturón tradicional de mujik, anchos calzones y botas cinchadas al jarrete, Miguel Strogoff se dirigió a la estación para tomar el primer tren que le conviniera.
No llevaba ningún tipo de armas, al menos ostensiblemente; pero bajo su cinturón se ocultaba un revólver y en su bolsillo una especie de machete, de esos que tienen tanto de puñal como de alfanje y con los cuales un cazador siberiano sabe destripar a un oso tan limpiamente que no deteriora en lo más mínimo su preciosa piel.
La estación de Moscú estaba a rebosar de viajeros y es que las estaciones de los ferrocarriles rusos son lugares de reunión muy frecuentados, tanto por los que parten como por los que son simples espectadores de la partida de trenes. Se toma como una pequeña bolsa de noticias.
El tren en el que tomó asiento Miguel Strogoff debía llevarle hasta Nijni-Novgorod, en donde, por aquella época, se detenía el ferrocarril que, enlazando Moscú con San Petersburgo, debía proseguir hasta la frontera rusa. Esto significaba un trayecto de unas cuatrocientas verstas (426 kilómetros), que el tren franqueaba en una decena de horas.
Una vez en Nijni-Novgorod, Miguel Strogoff tomaría, según las circunstancias, la ruta terrestre o uno de los buques a vapor del Volga, con el fin de llegar a los Urales lo antes posible. Se acomodó, pues, en su rincón, como digno burgués a quien no inquieta demasiado la marcha de sus negocios y busca matar el tiempo durmiendo. Pero como no iba solo en el compartimiento, no durmió más que con un ojo y escuchó con los dos oídos.
Sus vecinos, como la mayor parte de los viajeros que transportaba el tren, eran mercaderes que se dirigían a la célebre feria de Nijni-Novgorod; conjunto necesariamente heterogéneo, compuesto por judíos, turcos, cosacos, rusos, georgianos, calmucos y otros, pero casi todos ellos hablando la lengua nacional.
En efecto, el rumor de la sublevación de las hordas kirguises y de la invasión tártara había trascendido algo y los viajeros que el azar le destinó como compañeros de viaje lo comentaban con cierta circunspección. Se discutía, pues, los pros y contras de los graves acontecimientos que se desarrollaban más allá de los Urales, y los comerciantes temían que el gobierno ruso se hubiera visto obligado a tomar medidas restrictivas, sobre todo en las provincias limítrofes con la frontera, con lo cual se resentiría el comercio.
Naturalmente, estos egoístas no consideraban la guerra, es decir, la represión de la revuelta y la lucha contra la invasión, más que bajo el punto de vista de sus intereses particulares amenazados. La sola presencia de un simple soldado uniformado hubiera sido suficiente para contener las lenguas de estos mercaderes, pues ya se sabe cuán grande es la importancia que se da al uniforme en Rusia. Pero en el compartimiento ocupado por Miguel Strogoff, nada hacía sospechar la presencia de un militar, y el correo del Zar, viajando de incógnito, no era de los hombres que se traicionan.
Limitábase, pues, a escuchar.
—Se afirma que el té de las caravanas está en alza —dijo un persa, que se identificaba por su gorro forrado de astracán y su oscura túnica de anchos pliegues, rozada por el uso.
—¡Oh! El té no ha de temer la baja —respondió un viejo judío, de gesto ceñudo—. El que se encuentre en el mercado de Nijni-Novgorod se expenderá fácilmente por el oeste, pero, desgraciadamente, no ocurrirá lo mismo con los tapices de Bukhara.
—¡Cómo! ¿Está usted esperando algún envío de Bukhara? —preguntó el persa.
—No, pero sí lo espero de Samarcanda, y no está menos expuesto. ¡Cuenta con las expediciones de un país en el que se han sublevado todos los khanes desde Khiva hasta la frontera china!
—¡Bueno! —respondió el persa—. Si no llegan los tapices, supongo que tampoco llegarán las letras de cambio.
—¡Y los beneficios, Dios de Israel! ¿No significan nada para usted? —exclamó el pequeño judío.
—Tiene razón —dijo otro viajero—. Los artículos de Asia central corren el peligro de escasear en el mercado. Y ocurrirá lo mismo con los tapices de Samarcanda, las lanas, sebos y chales de Oriente.
—¡Pues tenga cuidado, padrecito! —respondió un viajero ruso de aspecto socarrón—. ¡No vaya usted a engrasar horriblemente los chales si los mezcla con los sebos!
—¡No es cosa de risa! —respondió el comerciante, a quien no parecían gustarle mucho esta clase de bromas.
—Aunque nos tiremos de los pelos y nos rasguemos las vestiduras no haremos cambiar el curso de los acontecimientos. ¡Y menos el de las mercancías! —respondió el viajero.
—¡Bien se ve que no es comerciante! —hizo observar el judío.
—No, a fe mía, digno descendiente de Abraham. No vendo lúpulo, ni edredón, ni miel, ni cera, ni cañamones, ni carne salada, ni caviar, ni lana, ni madera, ni cintas, ni cáñamo, ni lino, ni marroquinería, ni...