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Miguel Strogoff (título original: Michel Strogoff. De Moscou à Irkoutsk) es una novela del escritor francés Julio Verne. Sacando provecho de la amnistía que el zar le había concedido (el libro no identifica al zar, pero es claramente Alejandro II), Iván Ogareff, militar retirado y exiliado, instiga una invasión de Siberia por los tártaros. Impulsado por su deseo de venganza, Ogareff convence al emir de Bujara, Féofar Khan, y a otros khanes del Turquestán libre de llevar a cabo tamaña empresa. No obstante, todo su odio recae sobre el hermano del zar, el Gran Duque, acantonado en Irkutsk, la capital de Siberia Oriental. El Gran Duque no le conoce personalmente, aunque ha sido la autoridad que lo ha mandado al exilio.
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Julio Verne
Mayo 2017
MIGUEL STROGOFF
PRIMERA PARTE
1. UNA FIESTA EN EL PALACIO NUEVO
2. RUSOS Y TÁRTAROS
3. MIGUEL STROGOFF
4. DE MOSCÙ A NIJNI NOVGOROD
5. UN DECRETO EN DOS ARTÍCULOS
6. HERMANO Y HERMANA
7. DESCENDIENDO POR EL VOLGA
8. REMONTANDO EL KAMA
9. EN TARENTA NOCHE Y DÍA
10. UNA TEMPESTAD EN LOS MONTES URALES
11. VIAJEROS EN APUROS
12. UNA PROVOCACION
13. SOBRE TODO, EL DEBER
14. MADRE E HIJO
15. LOS PANTANOS DE LA BARABA
16. EL ÚLTIMO ESFUERZO
17. VERSOS Y CANCIONES
SEGUNDA PARTE
1. UN CAMPAMENTO TÁRTARO
2. UNA ACTITUD DE ALCIDE JOLIVET
3. GOLPE POR GOLPE
4. LA ENTRADA TRIUNFAL
5. «¡ABRE BIEN LOS OJOS! ¡ÁBRELOS!»
6. UN AMIGO EN LA GRAN RUTA
7. EL PASO DEL YENISEI
8. UNA LIEBRE ATRAVIESA EL CAMINO
9. EN LA ESTEPA
10. EL BAIKAL Y EL ANGARA
11. ENTRE DOS ORILLAS
12. IRKUTSK
13. UN CORREO DEL ZAR
14. LA NOCHE DEL 5 AL 6 DE OCTUBRE
15. CONCLUSION
‑Señor, un nuevo mensaje.
‑¿De dónde viene?
‑De Tomsk.
‑¿Está cortada la comunicación más allá de esta ciudad?
‑Sí, señor; desde ayer.
‑General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para que me tengan al corriente de cuanto ocurra.
‑A sus órdenes, señor ‑respondió el general Kissoff.
Este diálogo tenía lugar a las dos de la madrugada, cuando la fiesta que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su esplendor.
Durante aquella velada, las bandas de los regimientos de Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre lo mejor de sus repertorios.
Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el infinito a través de los espléndidos salones de Palacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de Piedra», donde tantos dramas terribles se habían desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber despertado aquella noche para servir de tema a los corrillos.
El Gran Mariscal de la Corte estaba, por otra parte, bien secundado en sus delicadas funciones, ya que los grandes duques y sus edecanes, los chamberlanes de servicio y los oficiales de Palacio, cuidaban personalmente de animar los bailes. Las grandes duquesas, cubiertas de diamantes y las damas de la Corte, con sus vestidos de gala, rivalizaban con las señoras de los altos funcionarios, civiles y militares de la «antigua ciudad de las blancas piedras». Así, cuando sonó la señal del comienzo de la polonesa, todos los invitados de alto rango tomaron parte en el paseo cadencioso que, en este tipo de solemnidades, adquiere el rango de una danza nacional; la mezcla de los largos vestidos llenos de encajes y de los uniformes cuajados de condecoraciones ofrecía un aspecto indescriptible bajo la luz de cien candelabros, cuyo resplandor quedaba multiplicado por el reflejo de los espejos.
El aspecto era deslumbrante.
Por otra parte, el Gran Salón, el más bello de todos los que poseía el Palacio Nuevo, era, para este cortejo de altos personajes y damas espléndidamente ataviadas, un marco digno de la magnificencia. La rica bóveda, con sus dorados bruñidos por la pátina del tiempo, era como un firmamento estrellado. Los brocados de los cortinajes y visillos, llenos de soberbios pliegues, empurpurábanse con los tonos cálidos que se quebraban centelleantes en los ángulos de las pesadas telas.
A través de los cristales de las vastas vidrieras que rodeaban la bóveda, la luz que iluminaba los salones, tamizada por un ligero vaho, se proyectaba en el exterior como un incendio rasgando bruscamente la noche que, desde hacía varias horas, envolvía el fastuoso palacio.
Este contraste atraía la atención de los invitados que sin estar absortos por el baile se acercaban a los alféizares de las ventanas, desde donde se apreciaban algunos campanarios, confusamente difuminados en la sombra, pero que perfilaban, aquí y allá, sus enormes siluetas. Por debajo de los contorneados balcones se veía también a numerosos centinelas marcar el paso rítmicamente, con el fusil sobre el hombro y cuyo puntiagudo casco parecia culminar en un penacho de llamas bajo los efectos del chorro de fuego recibido del interior. Oíanse también las patrullas que marcaban el paso sobre la grava, con mayor ritmo que los propios danzarines sobre el encerado de los salones. De vez en cuando, el alerta de los centinelas se repetía de puesto en puesto, y un toque de trompeta, mezclándose con los acordes de las bandas, lanzaba sus claras notas en medio de la armonía general.
Más lejos todavía, frente a la fachada y sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas de Palacio, las masas sombrías de algunas embarcaciones se deslizaban por el curso del río cuyas aguas, iluminadas a trechos por la luz de algunos faroles, bañaban los primeros asientos de las terrazas. El principal personaje del baile, anfitrión de la fiesta y con el cual el general Kissoff había tenido atenciones reservadas únicamente a los soberanos, iba vestido con el uniforme de simple oficial de la guardia de cazadores. Esto no constituía afectación por su parte, antes reflejaba la habitud de un hombre poco sensible a las exigencias del boato. Su vestimenta contrastaba con los soberbios trajes que se entrecruzaban a su alrededor y era esa misma la que lucía la mayoría de las veces entre su escolta de georgianos, cosacos y lesghienos, deslumbrantes escuadrones espléndidamente ataviados con los brillantes uniformes del .
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