Morriña - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Morriña E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Morriña es una novela de Emilia Pardo Bazán. La novela, de corte realista, aborda la relación a tres bandas de los personajes de doña Aurora, su hijo Rogelio y Esclavitud, la nueva doncella de la casa.-

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Seitenzahl: 205

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

Morriña

 

Saga

Morriña

 

Copyright © 1889, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685718

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

Si el entresuelo que habitan en Madrid doña Aurora Nogueira de Pardiñas y su hijo único Rogelio no es ni de los menos obscuros ni de los mas espaciosos, tiene en desquite la ventaja inestimable de encontrarse sito en la calle Ancha de San Bernardo, tan frontero a la Universidad Central, que, hablando en plata, aquello es vivir en la Universidad misma. Encajada la señora dentro de su butaca de gutapercha, en el rincón de la ventana, mientras crece y mengua su labor de calceta sin mirarla una sola vez, sigue los pasos al adorado chiquillo, y en cierto modo, salvando la distancia de la calle y calando el espesor de las paredes, le acompaña hasta el aula misma. Le ve entrar; al salir observa si se detiene en algún grupo, y con quién charla, y cómo se ríe; conoce a todos los camaradas, a los amigotes, a los antipáticos, a los estudiosos, a los holgazanes, a los asiduos, a los que hacen rabona casi siempre. También está familiarizada con las caras de los profesores, y estudia su continente y su modo de responder al saludo de los discípulos, sacando de los signos exteriores importantes consecuencias psicológicas, relacionadas con el problema de los exámenes. —« ¡Ay! Allí viene ya el viejiño Contreras, el de Procedimientos. ¡Qué afable!... ¡Qué cara de santo! Anda despacito el pobre... bien se nota que padece reuma articular, como yo. ¡Malpecado! Me es simpático por eso. No, y sobre todo, porque sé que es blando y que le ha de dar a Rogelio un aprobado como una casa. Ahora sale Ruiz del Monte, tan almidonado y tan engreído. Parece todo él hecho de una pieza. ¡Pobres de nos! Con éste no valen empeños, ni influencias, ni... Arre que le han de saber los chicos la asignatura tan bien como él. Pues para eso, que les deje a ellos la catedra... y la paga. ¡Ay! Ahí tenemos al señor de Lastra. Jorobadito es un poco. ¡Qué gracia, las caricaturas que los muchachos le sacan en clase! Y se pasa de campechano. Ahí está pegándole palmadas en el hombro a Benito Díaz, el amigacho de Rogelio. Me parece uno de esos señores que dejan rodar el mundo. Bendito él sea. No sé qué se saca de disgustar a las familias y crucificar a los pobres rapaces.»

Suspendiendo el soliloquio, la señora se hincaba en el moño entrecano la aguja de calceta, rascándose los cascos ligeramente. De pronto la piel floja y rancia de sus mejillas se teñía de rosa vivo, como si una brisa de juventud le orease las facciones.

— ¡Ay! Rogelio.

Salía el estudiante, envuelto en su capa de embozos de felpa carmesí, con el hongo un tantico ladeado y la mirada fija, desde el primer momento, en la ventana aquella. Por lo común sonreía; pero a veces, poniéndose muy formal, llevaba tres dedos al hongo, y estirando el brazo con movimiento de marioneta, remedaba el saludo de los gomosos en el Retiro. Contestaba la madre amenazándole con la mano abierta y descuajándose de risa, cual si fuese nueva una gracia consuetudinaria ya. Después, el muchacho platicaba tres o cuatro minutos con algunos condiscípulos; de refilón se metía con el fosforero, la billetera, el naranjero de la esquina y los dependientes de la tienda más próxima, acabando por echar un requiebro a las criadas que charloteaban a la puerta; y al fin subía a su domicilio, esperándole en el recibimiento doña Aurora. Las primeras frases solían ser por este estilo:

—Mater amabilis... brinda el corporal sustento al fruto de tu vientre. Traigo un hambre que no la merezco. ¡Aaam! Si no llega pronto el bisteque, se producirán repugnantes escenas de canibalismo.

—Sí—decía risueña la señora; —ya vendrá todo a parar en que te comerás dos aceitunas y una hebra de carne. Anda, pistraco, señorito de la media almendra.

La habitación predilecta de la casa no era ni la sala, siempre abandonada y desierta, ni el despacho de Rogelio, ni el gabinete de la señora: era el comedor, muy próximo a la antesalita. Allí estaba el reloj de pared, que consultaba para las horas de clase Rogelio, perezoso en dar cuerda a su remontuar; allí la mesilla, donde el cesto de la labor y la media empezada desaparecían bajo números del Madrid Cómico, de Los Madriles y de todas las Ilustraciones habidas y por haber; allí el sofá bajo, ancho y cómodo y las vastas poltronas; allí, sobre el aparador, el reparito del estómago, botella de jerez y bizcochos, o, en verano, frutas que el chico gulusmeaba; allí, en una copa, el ramo de lilas frescas, o los claveles que se ponía en el ojal; allí el botijón trasudando agua, y el azucarero, y el frasco del jarabe ferruginoso, y el abanico japonés, y la novela empezada, con la plegadera entre las hojas, y algún libro de texto, maltratado, mucho más que por el uso, por el mal humor y displicencia con que lo cogían y soltaban. Allí, en fin, la chimeneíta, la que funcionaba tan bien, la que consolaba de las cátedras glaciales y los desmantelados patios y pasillos del templo de Minerva. ¡Con qué gusto se ponía Rogelio, al llegar de clase, al canto de la lumbre, sin desembozarse, extendiendo las palmas hechas dos carámbanos! El calor desentumecía sus tejidos, activaba su empobrecida sangre, y le daba fuerzas para pedir, entre chistosos regaños y súplicas mimosas, el almuerzo, sintiendo casi la puntualidad con que se lo servían, porque se le acababa el tema de sus humoradas y bromas. Aún no había él cruzado la puerta y ya estaba doña Aurora gritando:

—Fausta... Pepa... Que llega el señorito... Almorzar por el aire... Niño, el jirope de hierro... ¿Te cuento las gotas amargas?

— ¿Qué mayores amarguras que las de la muerte por inanición? Usted, fámula encargada del ramo culinario, ¿se puede saber con qué deleitosos manjares piensa V. calmar hoy el hambre que me roe las entrañas? ¿Me ha destilado V. ambrosía celestial, néctar extraído del cáliz de las flores... o callos y caracoles del Petit Fornos? ¡Sacadme de esta cruel incertidumbre!

Risas sofocadas en la cocina.

— ¡Dénmele de comer a este loco, para que calle!

Sentados ya madre e hijo, contadas las gotas y tragadas también, venía el sopicaldo humeante, el par de huevos estrellados, abuñoladitos, y el bisteque, el cual precisamente había de traerse del café cercano. Sólo así lo comía Rogelio. Por mucho que se esmerase Fausta, la vizcaína, no conseguía desbancar al cocinero del cafetín. Llegaba el rico pedazo de vianda medio cruda, encerrado entre dos platos, con sus patatas sopladas, tierno, jugoso, apetecible. Mientras Rogelio trinchaba preparándose a despachar las tajaditas, su madre le observaba con inquietud y avidez, lo mismo que si nunca hubiese visto aquel tipo delicaducho, tan diferente del ideal de las madres gallegas. Veinte años espigados; palidez mate; ojos negros y alegres, pero de caído parpado y cárdenas ojeras; boca de espiritual dibujo y arqueada con finura, un poco amoratada de labios, con una dedada de bozo; nariz enjuta; pelo lacio y suave, del que suele llamarse de ratón; cabeza estrecha de sienes, garganta delgada, nuca con canal, muñecas planas y talle cimbrador, componían una figura no salida aún de la adolescencia y como detenida en su desarrollo por la clorosis que produce la vida de invernáculo, donde la planta necesitada de aire bravo y libre se ahíla o se seca. Así doña Aurora no podía disfrutar momento de tranquilidad con aquel hijo, si no precisamente enteco, al menos de complexión flaca y nerviosa, según revelaba su carácter, en que a la alegría propiamente infantil sucedían sin transición ratos de inexplicable abatimiento. Por eso le miraba comer, tan ansiosa como si cada buen bocado le cayese a ella en el estómago después de dos días de ayuno. Con el pensamiento le decía a la substanciosa carne: «Anda, fortaléceme a ese niño. Dale fibra, dale sangre, dale huesos. Házmele robustote, varonil, patrón. Que se vuelva un torito... aunque fuese así, a modo de un bárbaro... no importa, mejor, ¡ojala! Mira que no me queda a mi otro cariño en el mundo sino este rapaz tan poca cosa.» Y agregaba en alta voz:

—Come, hijiño, come, que la carne, carne cría.

II

Doña Aurora tenía su tertulia, y vespertina—nada menos que un five o’clock, como diría algún revistero—sólo que sin tea, ni ganas de él; porque caso de ofrecer algo a los tertulianos, la señora de Pardiñas, muy chapada a la antigua, optaría por unas buenas magras de jamón, o cosa análoga. Como los amigos de la señora sabían que no acostumbraba salir a la calle sino por la mañana, de manto y arrebujada en su rotonda de pieles, a visitas de confianza o a compras, y que las tardes se las pasaba haciendo media en la ventana del comedor, acudían fielmente, atraídos por la chimenea, las poltronas, la intimidad y el hábito.

El mayor núcleo de relaciones de doña Aurora lo formaban compañeros de su difunto marido, magistrados, o como ella decía en lenguaje profesional, «señores». Algunos, jubilados ya, eran los más constantes en acudir. Ciertos muebles del comedor teníalos vinculados determinada persona; la butaca de respaldo ancho se le reservaba a Don Nicanor Candas, el fiscal, aficionado a arrellanarse; la de gutapercha de asiento blando, a Don Prudencio Rojas; la de cretona rameada, a la vera de la chimenea, que nadie se la disputase al patriarca Don Gaspar Febrero; este venerable sujeto era el alma de la tertulia, el más vivo, rozagante y animoso de los concurrentes, a pesar de sus ochenta y pico de navidades y su pata coja, quebrada al saltar de un tranvía. El primer cuarto de hora de conversación solía consagrarse al estado atmosférico y a la salud; ninguno de los respetables señores estaba sin alifafes y goteras; algunos eran ya una pura ruina; y el lamentar achaques y discutir métodos curativos resultaba siempre de actualidad. Allí se llevaba el alta y baja de los catarros crónicos, de los dolores artríticos, de los flatos y las acedías de cada quisque, y se deliberaba, tan solemnemente como en otro tiempo sobre una sentencia, sobre las ventajas del salicilato y las pastillas pectorales.

Agotada la cuestión sanitaria—todo se agota—pasaban, casi siempre por iniciativa del señor de Febrero, a tratar otros asuntos más agradables. No podía sufrir el amable ochentón que se hablase tanto de botica, recetas y potingues. —«No parece sino que esta uno con un pie en el sepulcro»—decía sonriendo y luciendo su brillante dentadura postiza. La conversación variaba de rumbo, pero casi nunca versaba sobre temas contemporáneos. Como gavota ejecutada por una abuela sobre viejo clavicordio, sonaba allí el anticuado ritornelo de las memorias y de las reminiscencias. Los diálogos solían empezar así.

— ¿Se acuerda V.? Cuando me destinaron a la Gran Canaria, mandando Narváez...

O de este otro modo:

— ¡Que tiempos! Lo menos diez años antes que se sustanciase la célebre causa Fontanelas... Aún no había nacido mi hijo mayor...

El señor de Febrero les iba a la mano también en esto de contar tristemente los lustros ya corridos, exclamando con juvenil viveza:

—Qué, si eso pasó ayer, como quien dice. En la vida de una nación, nada significan miserables veinticinco o treinta años.

—Sí; pero en la de un hombre...

—Tampoco en la de un hombre, si Vds. me apuran. A los cuarenta, a los cincuenta llamo yo la flor de la edad.

—Hable V. por sí... Usted ha descubierto el elíxir de larga vida. Más fresquito que una lechuga. En cambio, los demás parecemos zapatillas, y estamos para que nos saquen en un carro al sol.

Con su muleta entre las piernas, Don Gaspar se reía, y como sacudiese la cabeza, relucían al reflejo del fuego los rizos argentados de su peluquín. Sentimos tener que pagar tributo a la exactitud descriptiva, consignando que llevaba peluca y dientes postizos el señor de Febrero: más importa añadir que era tanta la verdad de su mentira, que eclipsaba a lo real, y engañaba al más lince. Revelando exquisito gusto y consumado arte, el anciano había encargado su peluca del color de la nieve, y la diadema de ligeros rizos canos que coronaba su frente de marfil era como majestuosa aureola, bien distinta de la tupida pelambrera con que los viejos verdes se obstinan en reparar el irreparable ultraje de los años. Asimismo la dentadura, hábilmente contrahecha, algo desigual y gastada, con una mellita en el lado izquierdo, se la pegaba a cualquiera. Con aquel pelo tan decorativo; con el rostro escrupulosamente afeitado, de facciones correctas, muy expresivas aún; con la pulcritud y dignidad afable de su persona, Don Gaspar recordaba las mejores cabezas del siglo XVIII, tal como nos las ha conservado la miniatura. Daba pena que no vistiese chupa de raso bordado. El traje de paño no le caía. Hasta la muleta de ébano, con almohadón de terciopelo azul, realzaba y completaba la autoridad de su presencia. A fuer de hombre de otras épocas que ya fenecieron, Don Gaspar, en cuanto veía mujeres, se encandilaba, y le chorreaban azúcar y miel los labios: hasta con la misma señora de Pardiñas, enteramente fuera de combate, no prescindía de sus formas, más que corteses, galantes y rendidas.

A aquel viejo que llevaba tan serena y elegantemente la vejez, le cosquilleaba en la vanidad de un modo grato oír a los contertulios, todos cascados, todos asmáticos y catarrosos, todos ostensiblemente calvos, que le decían en tono de envidia:

—Este Don Gaspar... es mucho cuento. Nos entierra a cuantos venimos aquí.

Otra satisfacción de amor propio muy grande era la de probarles la frescura y nitidez de su memoria: y la disfrutaba a menudo, porque en la tertulia de la señora de Pardiñas se hilaba continuamente el copo de los recuerdos, del cual salía una hebra de oro, pero oro amortiguado ya, como el de las antiguas casullas. Era la memoria de Don Gaspar una especie de armario de cedro, donde se guardaban perfumados, empaquetados, clasificados, íntegros, los sucesos, los nombres, las fechas y hasta las palabras. —«Este señor de Febrero es una cartilla vieja», —solía decir doña Aurora. Cuando se discutía algo, apelabase al arbitraje de Don Gaspar. —« ¿Verdad, señor de Febrero, que la causa Zaldívar, de Sevilla, se elevó a plenario en el invierno del 56?»—«No, señor, el 57: y por cierto que ocurrió eso hacia el 15 de Diciembre... digo mal, el 16, cumpleaños del amigo Don Nicanor Candas.»

— ¡Pero, hombre!—exclamaba el aludido cuando llegaba a enterarse. — ¡Reniego hasta de quien hizo su memorión de V.! ¡Pues no va este maldito gallego a acordarse de la fecha de mi cumpleaños, que yo mismo no me acuerdo nunca! Los años nadie me los ha de robar, con que no veo la necesidad de llevarlos por cuenta exacta.

Don Nicanor Candas, fiscal jubilado, asturiano, malicioso y presumido a fuer de buen ovetense; listo como una pimienta y más atravesado que una espina, daba mucho que reír a la tertulia metiéndose con el señor de Febrero, a quien llevaba la contraria por sistema, sin respetar sus fueros patriarcales y su decanato glorioso. Para mejor marear a su contrincante, adoptaba Candas un método raro, que no carecía de chiste. Fingíase sordo como una pared, y llevaba siempre en el bolsillo del gabán una trompetilla de plata que se introducía en el oído cuando le convenía responder acorde y rebatir al contrario, y que decía haber olvidado en casa cuando le daba la gana de contestar yéndose por los cerros sin atender a razones ajenas. Tal estratagema era de resultado seguro, y conseguía ponerle a salvo de todos los riesgos de la disputa. En su lenguaje, el señor de Candas era crudo y ordinario, tanto como Don Gaspar atildado, atento y melifluo, y por semejante modo de hablar desentonaba en la reunión. Ni era sólo por esto, sino también porque era el único que prefería las noticias de actualidad a los recuerdos, el único que vivía con un pie en lo presente, el único que traía a aquel enmohecido senado una corriente de aire callejero y de vida real. Don Gaspar, en tono agridulce, le llamaba «nuestro reporter».

La portentosa memoria del ochentón se confundía y embrollaba al tratarse de sucesos recientes, y Candas, aprovechándose de esta deficiencia en las admirables facultades del patriarca, siempre estaba tomándola con él. —«A ver, —decía, —cómo se iba a componer nuestro Don Gasparín para probar una coartada. Muy fuerte en todo lo que se refiere al ministerio Calomarde o a la regencia de Espartero, y no sabe por dónde anduvo esta mañana misma.» Y remedando la voz de Don Gaspar, añadía: « ¿Qué hice yo ayer tarde? Espérense Vds. ¿Fui a casa de Rojas? Me parece que sí... Digo, no, no. Estuve paseando en Recoletos. Con todo, no se lo juraría a Vds.»

Esta observación cómica relativa al patriarca, podía hasta cierto punto aplicarse a los demás tertulianos. Diríase que para ellos no existía lo actual, y sólo lo pretérito tenía vida y realce. Las noticias del reporter Don Nicanor las comentaban tres minutos, con esa tendencia pesimista que aflige a la edad senil; después volvían a subir corriente arriba, engolfándose muy a gusto entre las nieblas de los años desvanecidos. Quizá en esto influyese, además de la vejez, el carácter que imprime la magistratura, profesión cuya base son nociones científicas estratificadas ya, un derecho puramente histórico, en que el espíritu de innovación es una herejía, y en que se resuelven problemas jurídicos de hoy con el criterio de la ley romana o del fuero visigodo. Así es que cabía comparar la reunión de casa de Pardiñas a una peña inmóvil en medio del mar de la existencia. No veían los excelentes «señores» que también en la polilla de los legajos palpitan gérmenes y late el ímpetu renovador: apegados a fórmulas vanas, creían custodiar un licor sagrado, cuando en sus manos no quedaba ya sino la ampolla vacía; y, al tratarse de novedades, en el mismo grado de heterodoxia ponían el uso de la barba, las audiencias de perro chico, el Jurado y la revisión de códigos.

III

Aquella asamblea de sonámbulos se despertaba y alborozaba al entrar Rogelio, quien, por las tardes, antes de salir a pie o en coche, acostumbraba dejarse ver en la tertulia, riendo mucho de lo que ocurría en ella, pero sin malicia, con travesura de chico mimado. Habíale puesto de mote Inútil Club; a Candas, por su calva amarilla y enorme, le llamaba Laín Calvo; y al afeitado y galante señor de Febrero, Nuño Rasura. Las criadas repetían por lo bajo estos apodos. La misma señora de Pardiñas se reía en secreto, aunque aparentaba enfado diciendo al chico:

—Está muy mal que te burles... ¡Tanto como los pobres señores te quieren!

Sí que le querían. Al aparecer Rogelio, era como si algún rayo de sol dorado y caliente se deslizase en una de esas habitaciones cerradas, donde muebles, cortinas, papel y cuadros, han adquirido el desmayado matiz del polvo y la humedad. Todos los viejos amaban entrañablemente al chico: el uno le había visto en mantillas; el otro había asistido a su primera comunión; éste le traía juguetes cuando pasó la escarlatina; aquél, compañero de Sala e íntimo amigo de su padre, chocheaba recordando los dulces del bautizo... Si se dejasen llevar del primer impulso, a pesar de la orla negra que realzaba el arqueado labio superior de Rogelio, serían capaces de besuquearle los carrillos y traerle caramelos y cacahuetes. Para ellos era siempre el pequeño, el rapaz: cierto que, por un fenómeno natural de óptica, los excelentes tertulianos de la señora de Pardiñas propendían a seguir considerando como niños a los jóvenes, y como jóvenes a los machuchos. Se les oía decir, verbigracia: «¿Conque se murió Valdivieso? ¡Hombre, pues si estaba en lo mejor de la edad, si era un chico!» Y necesitaba intervenir el maligno asturiano, haciendo de la diestra embudo acústico, o metiéndose la trompetilla: « ¡Caray, caray con los chicos que sueñan Vds.! Valdivieso no cumplía ya los cincuenta.» «No tanto, no tanto.» « ¿Que no tanto? Y los que mamó y anduvo a gatas.»

Al tratarse de Rogelio, extremaban la manía de no advertir que el tiempo pasa y hacerse los distraídos cuando suena el reloj. Cada año que ganaba en la carrera de Derecho, era para ellos un asombro: no le concebían abogado: quisiéranle deletreando todavía en la escuela. Lo cual no dejaba de amoscar al estudiante. Al regresar de una excursión de veraneo a San Sebastián, sucedió que le preguntase con la mejor fe del mundo el señor de Rojas:

— ¿Cómo te habrás divertido, eh? ¡Todo el día corriendo y jugando por la playa!

Y el chico respondió, sin descubrir el amostazamiento sino con un mohín de pillería truhanesca:

— ¡Vaya! Muchísimo. Hice agujeritos y chocitas con la arena. ¡Gocé más!

En el fondo, el buen corazón del chico se había apegado a la colección de honrados vejestorios que frecuentaba su casa. Aquel mismo señor de Rojas (por ejemplo), le infundía un respeto cariñoso, por su justificación y rectitud intachable. Si Temis descendiese a este bajo mundo, se hospedaría en casa del señor de Rojas, y encontraría allí altar y simulacro (de madera, según Candas). Estricto celador del sentido literal de la ley, Rojas marchaba por el angosto camino que veía, sin titubear, alta la frente y tranquila la conciencia. Persuadido de la altísima dignidad de su cargo, cubría las exigencias del decoro social a costa de una economía y una modestia inverosímiles de puertas adentro, comprendido y secundado en esta obra heroica por su mujer. No conocía influencias políticas, ni amistosas, ni de ninguna especie. Pasaron por sus manos asuntos en que se atravesaban millones, y la codicia, que no es sino instinto de conservación en forma de adquisividad, ni resolló siquiera. Por eso el severo nombre de Prudencio Rojas era pronunciado, ya con veneración, ya con la solapada y disolvente ironía que adopta el vicio para desacatar a la virtud. El caustico Don Nicanor llamaba a Rojas fantoche del Derecho. Decía que todo en él era de palo, la inteligencia y el carácter; sin ver o sin querer ver que esta clase de hombres, cuando las leyes fuesen perfectas dentro de lo humano, podrían, con su firmeza e integridad en aplicarlas, hacer reinar la edad de oro.

Muchas tardes, especialmente si hacía frío riguroso o llovía o nevaba, Rogelio, en vez de salir, se acurrucaba en el rincón del ancho sofá, y atendía a las soñolientas conversaciones de los viejos. Cuando podía, trataba de dirigirlas hacia un punto para él muy interesante: nunca se cansaba de oír hablar de su tierra, Galicia, de donde había salido muy pequeño. Casi todos los tertulios, o eran de allí, o allí habían pasado largas temporadas desempeñando puestos en la Audiencia de Marineda; y hacíanse lenguas de la benignidad y salubridad del clima, lo barato y sabroso de los alimentos, lo tratable y afectuoso de la gente, y la hermosura extraordinaria del país.

—No sé cómo nuestra amable amiga doña Aurora no lleva allá a este pollo para que conozca su cuna—decía el señor de Febrero sobando el cojín de la muleta.

—Si siempre estoy proyectándolo—contestaba la señora—y es de esos planes que tienen desgracia. La verdad, ustedes comprenden que hasta el día todo se me ha vuelto dificultades y tropiezos.

—Di que eres muy remoloncita, mater admirabilis—objetaba el hijo. —Por tu gusto serías árbol, para echar raíces donde te plantasen.

—Lo mismo que te llevo a San Sebastián, a Galicia te hubiese llevado, niño; pero no fue posible. ¿Crees tú que no me llama a mí la tierra? Los que allá nacimos... es tontería; no tenemos más ganas que de volver, ni perdemos nunca la querencia.

—Y los que no nacimos lo mismo—intervino Don Nicanor Candas, armado de trompetilla. —Ahora daba yo el dedo meñique por pasarme un año en Marineda; mejor me voy allá que a Oviedo o a Gijón.