Anotación
Todos los que se han acercado a la obra de Nathaniel Hawthorne (1804-1864) (Poe, Melville, Henry James, Borges) se han mostrado unánimes al destacar la imaginación como elemento dominante en su escritura. Musgos de una Vieja Rectoría, obra perturbadora y profunda, impregnada de un romanticismo negro y una visión del mundo intensamente pesimista, es el producto de una imaginación radical y despiadada en su clarividencia. La constitución psicológica y moral del hombre es algo monstruoso y deforme, y la civilización ha exacervado sus cimientos en el mal. Según Hawthorne, la sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre el abismo que se extiende por todas partes, debajo de nosotros… y esa lámina mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla, basta con apoyar el pie. Hawthorne intentó expresar ese abismo -esa oscuridad que sostiene nuestra fábrica de ilusiones- mediante la metáfora y la alegoría, a través de una serpiente en el pecho o una marca de nacimiento.
MUSGOS DE UNA VIEJA RECTORÍA
Todos los que se han acercado a la obra de Nathaniel Hawthorne (1804-1864) (Poe, Melville, Henry James, Borges) se han mostrado unánimes al destacar la imaginación como elemento dominante en su escritura. Musgos de una Vieja Rectoría, obra perturbadora y profunda, impregnada de un romanticismo negro y una visión del mundo intensamente pesimista, es el producto de una imaginación radical y despiadada en su clarividencia. La constitución psicológica y moral del hombre es algo monstruoso y deforme, y la civilización ha exacervado sus cimientos en el mal. Según Hawthorne, la sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre el abismo que se extiende por todas partes, debajo de nosotros… y esa lámina mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla, basta con apoyar el pie. Hawthorne intentó expresar ese abismo -esa oscuridad que sostiene nuestra fábrica de ilusiones- mediante la metáfora y la alegoría, a través de una serpiente en el pecho o una marca de nacimiento.
MUSGOS DE UNA VIEJA RECTORÍA
NATHANIEL HAWTHORNE
LA VIEJA RECTORÍA
The Old Manse (1846)
EL AUTOR DA A CONOCER SU MORADA AL LECTOR
Entre dos altos postes de piedra desbastada (la puerta se había caído de sus goznes en alguna época desconocida) contemplamos la fachada gris de la vieja casa del párroco, al final de una avenida de fresnos negros. Habían pasado doce meses desde que cruzó esa puerta en dirección al camposanto de la ciudad la procesión funeraria del venerable clérigo, su último habitante. Las roderas que conducían hasta la puerta, así como la avenida en toda su anchura, estaban casi cubiertas por la hierba, ofreciendo sabrosos bocados a dos o tres vacas vagabundas y a un viejo caballo blanco que vivía por su cuenta al lado de la carretera. Las sombras trémulas, que como si estuvieran medio dormidas se interponían entre la puerta de la casa y el camino público, formaban una especie de ambiente espiritual; y visto a través de éste el edificio no tenía el aspecto de pertenecer al mundo material. Poco tenía en común la casa, ciertamente, con esas moradas ordinarias que sobresalen de manera inminente en el camino de manera que todo viandante podría introducir la cabeza, por así decirlo, en su círculo doméstico. Desde las tranquilas ventanas de este edificio las figuras de los viandantes parecían demasiado remotas y oscuras como para turbar la sensación de intimidad. Por su alejamiento, y al mismo tiempo su accesibilidad, era el lugar adecuado como residencia de un clérigo: un hombre que aun sin verse enajenado de la vida humana, en medio de ésta se envolvía en un velo tejido a medias por el brillo y la oscuridad. La rectoría podía confundirse con una de las clásicas casas parroquiales de Inglaterra en las cuales, a lo largo de muchas generaciones, una sucesión de ocupantes sagrados las habitaban desde la juventud hasta la vejez, dejando cada uno una herencia de santidad que invadía la casa y quedaba suspendida sobre ella, como formando una atmósfera.
La verdad es que hasta que entré en ella convirtiéndola en mi casa, la antigua rectoría no había sido profanada nunca por un ocupante seglar. Un sacerdote la había construido; un sacerdote la había heredado; otros ministros del Señor habían habitado en ella de tiempo en tiempo; y los niños nacidos en sus estancias habían asumido al crecer el carácter sacerdotal. Imponía pensar en todos los sermones que debían haberse escrito allí. Sólo el último de sus habitantes —aquél que al trasladarse al Paraíso había dejado vacía la morada— había escrito casi tres mil discursos, aparte de aquellos, mejores si no mayores en número, que salieron a borbotones de sus labios. ¡Cuántas veces debió pasear sin duda por la avenida, sintonizando sus meditaciones con los suaves murmullos y susurros, y con las profundas y solemnes ráfagas de viento entre las elevadas copas de los árboles! En esa variedad de expresiones naturales pudo encontrar algo que concordara con cada pasaje de su sermón, ya fuera éste de carácter tierno o de miedo reverencial. Las ramas que tenía sobre mi cabeza parecían oscurecidas no sólo por las hojas crujientes, sino también por pensamientos solemnes. Me avergoncé de haber sido durante tanto tiempo escritor de historias insustanciales y me atreví a esperar que esa sabiduría descendiera sobre mí junto con las hojas que caían sobre la avenida, y que encontrara en la vieja rectoría un tesoro intelectual tan valioso como los montones ocultos de oro que la gente suele buscar en las casas cubiertas por el musgo. Profundos tratados de moralidad; una visión de la religión profana y no profesional, y por tanto sin prejuicios; historias brillantes (como las que Bancroft podría haber escrito aquí de haberse venido a vivir a la rectoría tal como se propuso en una ocasión), que iluminaran con la profundidad de su pensamiento filosófico... éstas eran las obras que deberían fluir de un lugar retirado como éste. Humildemente decidí lograr por lo menos una novela que transmitiera una lección profunda y tuviera suficiente sustancia física como para poder ser considerada como única.
En apoyo de mi designio, no dejándome pretexto para no cumplirlo, había en la parte trasera de la casa un pequeño y delicioso escondrijo a modo de estudio que permitía a un erudito un retiro de lo más cómodo y caliente. Aquí fue donde Emerson escribió Nature; pues en aquel tiempo habitaba en la rectoría, y desde la cumbre de nuestra colina del este solía observar el amanecer asirio y el crepúsculo páfico, y el ascenso de la luna. Cuando vi por primera vez la habitación, sus paredes estaban ennegrecidas por el humo de innumerables años, pero todavía parecían más negras por los retratos ceñudos de los ministros puritanos que colgaban de sus paredes. Extrañamente, esos personajes parecían ángeles malignos, o al menos hombres que habían luchado contra el diablo de manera tan continua y severa que de alguna manera la fiereza negra de aquel se había transmitido a sus rostros. Todos ellos habían desaparecido ya; una alegre capa de pintura y papeles de tono dorado iluminaban el pequeño apartamento, mientras la sombra de un sauce que rozaba los aleros atemperaba la alegría del sol poniente. En lugar de los retratos ceñudos colgaban ahora la cabeza dulce y atractiva de una de las Madonas de Rafael y dos agradables paisajes del Lago de Como. Los únicos elementos decorativos, aparte de los cuadros, eran un jarrón morado que contenía flores siempre frescas y otro de bronce con hermosos helechos. Mis libros (escasos y en absoluto elegidos, pues se trataba principalmente de aquellos que el azar había puesto en mi camino) se encontraban ordenados en la habitación, y raras veces eran molestados.
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