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Todos los que se han acercado a la obra de Nathaniel Hawthorne se han mostrado unánimes al destacar la imaginación como elemento dominante en su escritura. "Musgos de una vieja rectoría", obra perturbadora y profunda publicada en 1846, impregnada de un romanticismo negro y una visión del mundo intensamente pesimista, es el producto de una imaginación radical y despiadada en su clarividencia. La constitución psicológica y moral del hombre es algo monstruoso y deforme, y la civilización ha exacerbado sus cimientos en el mal.
Según Hawthorne, la sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre el abismo que se extiende por todas partes, debajo de nosotros... y esa lámina mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla, basta con apoyar el pie. Hawthorne intentó expresar ese abismo –esa oscuridad que sostiene nuestra fábrica de ilusiones– mediante la metáfora y la alegoría, a través de una serpiente en el pecho o una marca de nacimiento.
"Musgos de una vieja rectoría" reúne los cuentos que Hawthorne escribió en la casa parroquial de Massachusetts donde residió durante tres años después de casarse, e incluye varios de sus mejores relatos: "La hija de Rappaccini", que narra una historia de amor fatal entre un joven estudiante y la hija de un extraño jardinero que vive enfrente de su residencia, "El joven Goodman Brown", uno de los relatos de brujería y sabbat más inolvidables de la historia de la literatura, "Feathertop", una historia con moraleja sobre la problemática creación de vida artificial, o "La marca de nacimiento", un relato obsesivo en el que un científico lucha por lograr la imposible perfección del cuerpo de su mujer.
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MUSGOS DE UNA VIEJA RECTORÍA
La vieja rectoría
La marca de nacimiento
Una fiesta selecta
El joven Goodman Brown
La hija de Rappaccini
El ferrocarril celestial
Feathertop
Los nuevos Adán y Eva
El egoísmo; o la serpiente del pecho
El banquete de Navidad
El entierro de Roger Malvin
La correspondencia de P.
El holocausto de la Tierra
La colección de un virtuoso
El artista de lo bello
EL AUTOR DA A CONOCER SU MORADA AL LECTOR
Entre dos altos postes de piedra desbastada (la puerta se había caído de sus goznes en alguna época desconocida) contemplamos la fachada gris de la vieja casa del párroco, al final de una avenida de fresnos negros. Habían pasado doce meses desde que cruzó esa puerta en dirección al camposanto de la ciudad la procesión funeraria del venerable clérigo, su último habitante. Las roderas que conducían hasta la puerta, así como la avenida en toda su anchura, estaban casi cubiertas por la hierba, ofreciendo sabrosos bocados a dos o tres vacas vagabundas y a un viejo caballo blanco que vivía por su cuenta al lado de la carretera. Las sombras trémulas, que como si estuvieran medio dormidas se interponían entre la puerta de la casa y el camino público, formaban una especie de ambiente espiritual; y visto a través de éste el edificio no tenía el aspecto de pertenecer al mundo material. Poco tenía en común la casa, ciertamente, con esas moradas ordinarias que sobresalen de manera inminente en el camino de manera que todo viandante podría introducir la cabeza, por así decirlo, en su círculo doméstico. Desde las tranquilas ventanas de este edificio las figuras de los viandantes parecían demasiado remotas y oscuras como para turbar la sensación de intimidad. Por su alejamiento, y al mismo tiempo su accesibilidad, era el lugar adecuado como residencia de un clérigo: un hombre que aun sin verse enajenado de la vida humana, en medio de ésta se envolvía en un velo tejido a medias por el brillo y la oscuridad. La rectoría podía confundirse con una de las clásicas casas parroquiales de Inglaterra en las cuales, a lo largo de muchas generaciones, una sucesión de ocupantes sagrados las habitaban desde la juventud hasta la vejez, dejando cada uno una herencia de santidad que invadía la casa y quedaba suspendida sobre ella, como formando una atmósfera.
La verdad es que hasta que entré en ella convirtiéndola en mi casa, la antigua rectoría no había sido profanada nunca por un ocupante seglar. Un sacerdote la había construido; un sacerdote la había heredado; otros ministros del Señor habían habitado en ella de tiempo en tiempo; y los niños nacidos en sus estancias habían asumido al crecer el carácter sacerdotal. Imponía pensar en todos los sermones que debían haberse escrito allí. Sólo el último de sus habitantes —aquél que al trasladarse al Paraíso había dejado vacía la morada— había escrito casi tres mil discursos, aparte de aquellos, mejores si no mayores en número, que salieron a borbotones de sus labios. ¡Cuántas veces debió pasear sin duda por la avenida, sintonizando sus meditaciones con los suaves murmullos y susurros, y con las profundas y solemnes ráfagas de viento entre las elevadas copas de los árboles! En esa variedad de expresiones naturales pudo encontrar algo que concordara con cada pasaje de su sermón, ya fuera éste de carácter tierno o de miedo reverencial. Las ramas que tenía sobre mi cabeza parecían oscurecidas no sólo por las hojas crujientes, sino también por pensamientos solemnes. Me avergoncé de haber sido durante tanto tiempo escritor de historias insustanciales y me atreví a esperar que esa sabiduría descendiera sobre mí junto con las hojas que caían sobre la avenida, y que encontrara en la vieja rectoría un tesoro intelectual tan valioso como los montones ocultos de oro que la gente suele buscar en las casas cubiertas por el musgo. Profundos tratados de moralidad; una visión de la religión profana y no profesional, y por tanto sin prejuicios; historias brillantes (como las que Bancroft podría haber escrito aquí de haberse venido a vivir a la rectoría tal como se propuso en una ocasión), que iluminaran con la profundidad de su pensamiento filosófico… éstas eran las obras que deberían fluir de un lugar retirado como éste. Humildemente decidí lograr por lo menos una novela que transmitiera una lección profunda y tuviera suficiente sustancia física como para poder ser considerada como única.
En apoyo de mi designio, no dejándome pretexto para no cumplirlo, había en la parte trasera de la casa un pequeño y delicioso escondrijo a modo de estudio que permitía a un erudito un retiro de lo más cómodo y caliente. Aquí fue donde Emerson escribió Nature; pues en aquel tiempo habitaba en la rectoría, y desde la cumbre de nuestra colina del este solía observar el amanecer asirio y el crepúsculo páfico, y el ascenso de la luna. Cuando vi por primera vez la habitación, sus paredes estaban ennegrecidas por el humo de innumerables años, pero todavía parecían más negras por los retratos ceñudos de los ministros puritanos que colgaban de sus paredes. Extrañamente, esos personajes parecían ángeles malignos, o al menos hombres que habían luchado contra el diablo de manera tan continua y severa que de alguna manera la fiereza negra de aquel se había transmitido a sus rostros. Todos ellos habían desaparecido ya; una alegre capa de pintura y papeles de tono dorado iluminaban el pequeño apartamento, mientras la sombra de un sauce que rozaba los aleros atemperaba la alegría del sol poniente. En lugar de los retratos ceñudos colgaban ahora la cabeza dulce y atractiva de una de las Madonas de Rafael y dos agradables paisajes del Lago de Como. Los únicos elementos decorativos, aparte de los cuadros, eran un jarrón morado que contenía flores siempre frescas y otro de bronce con hermosos helechos. Mis libros (escasos y en absoluto elegidos, pues se trataba principalmente de aquellos que el azar había puesto en mi camino) se encontraban ordenados en la habitación, y raras veces eran molestados.
En el estudio había tres ventanas con cristales pequeños y anticuados, cada uno de ellos con una grieta. Las dos del lado occidental miraban, o mejor sería decir escudriñaban, hacia el huerto entre las ramas del sauce, y a través de los árboles podían obtenerse fugaces visiones del río. La tercera ventana, que daba al norte, permitía una vista más amplia del río en una zona en la que sus aguas, oscuras hasta entonces, brillaron con la luz de la historia. Desde esta ventana el clérigo que habitaba entonces la rectoría vio el comienzo de una lucha larga y terrible entre dos naciones; contempló la formación irregular de sus parroquianos en la orilla más lejana del río, y las líneas refulgentes de los británicos en la más cercana. Aguardó en un suspense doloroso la descarga de mosquetería. Se produjo ésta y sólo debió hacer falta una suave brisa para que el humo de la batalla penetrara en esta casa tranquila.
Quizás prefiera el lector —a quien no puedo dejar de considerar como mi huésped en la vieja rectoría, y con derecho a ser tratado con toda cortesía y a enseñarle los puntos más interesantes—, tener una visión más próxima de ese memorable lugar. Nos encontramos ahora a la orilla del río: es un acierto que se llame el Concord, el río de la paz y la tranquilidad, pues ciertamente se trata de la corriente más perezosa que se haya dirigido nunca imperceptiblemente hacia su eternidad: el mar. Tuve que vivir tres semanas a su lado antes de que mis sentidos perceptivos tuvieran claro en qué sentido fluía la corriente. Jamás tiene un aspecto vivaz, salvo cuando una brisa del noroeste turba su superficie en un día soleado. Por la indolencia incurable de su naturaleza este río, felizmente, no puede convertirse en esclavo del ingenio humano, tal como suele ser el destino de tantos torrentes montañosos impetuosos y salvajes. Mientras todos los demás se ven obligados a servir a algún propósito útil, él vive su vida ociosa en una perezosa libertad, sin hacer girar un solo eje ni dar fuerza hidráulica suficiente siquiera para moler el maíz que crece en sus orillas. La languidez de su movimiento no permite que exista en parte alguna de su curso ni una orilla cubierta de guijarros brillantes y mucho menos una estrecha franja de arena centelleante. Avanza adormecido entre amplias praderas, besando las altas hierbas de los prados y bañando las ramas colgantes de viejos arbustos y sauces, las raíces de olmos y fresnos y los macizos de arces. En sus orillas pantanosas crecen juncos y espadañas; los nenúfares amarillos extienden en los márgenes sus hojas anchas y planas; mientras los fragantes nenúfares blancos abundan, eligiendo generalmente una posición lo suficientemente alejada de la orilla del río como para que no podamos cogerlos sin correr el riesgo de sumergirnos en él.
Resulta maravilloso pensar de dónde obtiene esta flor perfecta su encanto y perfume, puesto que brota del barro negro sobre el que duerme el río, allí donde habitan la viscosa anguila, la rana jaspeada y la tortuga del barro, que no puede limpiarse aunque se esté lavando continuamente. Es el mismo barro negro del que el nenúfar amarillo succiona su vida obscena y su olor fétido. De la misma manera podemos ver en el mundo que algunas personas sólo asimilan lo que es feo y malvado de las mismas circunstancias morales que proporcionan bien y belleza —la fragancia de las flores celestiales— a la vida diaria de otros.
No debería el lector sentir desagrado hacia esa corriente adormecida basándose tan sólo en mi testimonio. A la luz de una puesta de sol tranquila y dorada se vuelve encantador hasta un punto que no es posible expresar; más atractivo todavía en la quietud que tan bien concuerda con la hora, cuando incluso el viento que ha estado fanfarroneando todo el día suele mandarse callar a sí mismo para descansar. Se repite con claridad la imagen de cada árbol, cada piedra y cada hoja de hierba, y aunque no puedan verse en realidad asumen la belleza ideal en el reflejo. Las cosas más diminutas de la tierra y el amplio aspecto del firmamento se representan igualmente sin esfuerzo y con el mismo oportuno éxito. El cielo entero brilla a nuestros pies; las nubes exquisitas flotan por el pecho liso del río como los pensamientos celestiales a través de un corazón pacífico. Por tanto, no trataremos injustamente a nuestro río de grosero e impuro, cuando es capaz de gloriarse con una imagen tan adecuada del cielo que medita las cosas encima de él; y si recordamos su tono tostado y la barrosidad de su lecho suponemos que es un símbolo de que el alma humana más terrenal tiene una infinita capacidad espiritual y puede contener en sus profundidades un mundo mejor. Pero ciertamente esa misma lección podría extraerse de cualquier guijarro embarrado de las calles de una ciudad; y tal como se nos enseña en todas partes, eso debe ser lo cierto.
En nuestro paseo hemos tomado un caminillo algo sinuoso que nos conduce hasta el campo de batalla. Ya estamos aquí, en el punto en el que el río era cruzado por el viejo puente, cuya posesión se convirtió en el objetivo inmediato del enfrentamiento. En el lado de acá crecen dos o tres olmos que arrojan una sombra circular, pero que debieron ser plantados en los setenta años que han transcurrido desde el día de la batalla. En la otra orilla, sobresaliendo de unos saúcos, discernimos el estribo de piedra del puente. Mirando el río descubrí una vez unos pesados fragmentos de los maderos, verdecidos todos por medio siglo de crecimiento de musgo acuático; pues durante ese tiempo han dejado de oírse en este camino los pasos humanos y las fuertes pisadas de los caballos. La anchura de la corriente en este punto equivale aproximadamente a veinte brazadas de un nadador, espacio no excesivo cuando las balas silbaban por encima. Los ancianos que por aquí viven señalarán los puntos exactos en los que en la orilla occidental cayeron y murieron nuestros compatriotas; y en este lado del río se ha levantado un obelisco de granito sobre el suelo que fue fertilizado con sangre británica. El monumento, cuya altura no sobrepasa los seis metros, resulta más parecido a los que levantan los habitantes de un pueblo como ejemplo de un asunto de interés local, y no resulta conveniente para conmemorar una época de la historia nacional. Sin embargo, este famoso hecho lo llevaron a cabo los padres del pueblo; y sus descendientes pueden reivindicar con toda razón el privilegio de construir un monumento memorial.
Bajo el muro de piedra que separa el campo de batalla del recinto de la casa parroquial puede verse un recuerdo del combate más humilde, pero más interesante, que el obelisco de granito. Es una tumba marcada con un pequeño fragmento de piedra recubierta de musgo en la cabeza y otro en los pies; la tumba de dos soldados británicos que murieron en la escaramuza y desde entonces duermen pacíficamente allí donde los enterraron Zechariah Brown y Thomas Davis. Bien pronto que terminaron sus acciones bélicas: una fatigosa marcha nocturna desde Boston, una sonora descarga de mosquetería por encima del río y luego todos esos años de reposo. Estos dos soldados desconocidos fueron los primeros de la larga procesión de invasores que pasaron a la eternidad desde los campos de batalla de la Revolución.
Cuando me encontraba una vez de pie junto a esta tumba con el poeta Lowell, éste me contó una tradición que hacía referencia a uno de los habitantes del pueblo. La historia tiene algo que deja una impresión profunda aunque sus circunstancias no puedan reconciliarse plenamente con la veracidad. Sucedió que un joven que estaba al servicio del clérigo se hallaba cortando leña esa mañana de abril junto a la puerta trasera de la rectoría, y cuando el ruido de la batalla resonó de un lado a otro del puente se apresuró a cruzar el campo para ver lo que estaba sucediendo. Resulta bastante extraño que aquel muchacho se hallara trabajando con tanta diligencia cuando toda la población de la ciudad y del campo había abandonado sus asuntos habituales por el avance de las tropas británicas. Pero, sea como sea, cuenta la tradición que el muchacho abandonó entonces su tarea y corrió hacia el campo de batalla llevando todavía el hacha en la mano. Para entonces los británicos se retiraban perseguidos por los americanos; el escenario de la batalla había sido abandonado por ambos grupos. En el suelo yacían dos soldados, uno de ellos cadáver; pero cuando el joven se acercó, el otro británico se alzó dolorosamente sobre las manos y las rodillas lanzándole una mirada fantasmal al rostro. El muchacho —debió de tratarse de un impulso nervioso, sin propósito, sin pensamiento previo, que revelaba más una naturaleza sensible e impresionable que un espíritu endurecido—, levantó el hacha y descargó con ella sobre la cabeza del soldado herido un golpe fuerte y fatal.
Me gustaría que pudiera abrirse la tumba; pues así sabría si alguno de los esqueletos de los soldados tenía en el cráneo la señal de un hachazo. La historia ha llegado hasta mí como si fuera cierta. Algunas veces, a modo de ejercicio intelectual y moral, he tratado de seguir a ese pobre joven en su carrera posterior, observando cómo era torturada su alma por la mancha de sangre, pues se la había hecho antes de que la prolongada costumbre de la guerra hubiera robado su santidad a la vida humana, cuando todavía parecía que matar a un hermano era un asesinato. Esa única circunstancia me ha producido más frutos que todo lo que la historia nos cuenta acerca de la batalla.
Durante el verano vienen muchos desconocidos para contemplar el campo de batalla. En cuanto a mí, nunca ha excitado demasiado mi imaginación este o aquel escenario de la celebridad histórica; tampoco perdería su encanto este plácido margen del río si los hombres nunca hubieran luchado y muerto allí. Hay un interés más raro en ese trozo de tierra, quizás de cien metros de anchura, que se extiende entre el campo de batalla y el lado norte de nuestra vieja rectoría, con su huerto y avenida contiguos. Aquí, en una edad desconocida, antes de que llegara el hombre blanco, había un pueblo indio convenientemente próximo al río, del que sus habitantes debían obtener una gran parte de lo necesario para la subsistencia. Se identifica por las puntas de lanza y flechas, los cinceles y otros instrumentos de la guerra, el trabajo y la caza que el arado va dejando al descubierto en el suelo. Contemplas una astilla de piedra medio oculta bajo la hierba; no parece que sea nada que merezca la pena contemplar; ¡pero si tienes la fe suficiente para levantarla, tienes ante ti una reliquia! Thoreau, que tenía una extraña facultad para encontrar lo que los indios habían abandonado, fue el primero que me inició en esa búsqueda. Después me enriquecí con algunos ejemplares muy perfectos, trabajados toscamente que daba casi la impresión de que el azar les hubiera dado forma. Su mayor encanto está en esa tosquedad y en la individualidad de cada artículo, diferente de las producciones de las máquinas de nuestra civilización, que da forma a todo siguiendo un modelo. También hay un placer exquisito en coger una punta de flecha que fue lanzada hace siglos y no ha sido tocada desde entonces, que por tanto es como si la recibiéramos directamente de la mano de un cazador piel roja que la lanzó a su pieza de caza o a un enemigo. Un incidente semejante vuelve a reconstruir el pueblo indio y el bosque circundante, nos recuerda la vida de los guerreros y los jefes pintados, las squaws dedicadas a sus tareas domésticas, los niños jugando entre los wigwams, mientras los bebés cuelgan de la rama de un árbol mecidos por el viento. Tras esa visión momentánea resulta difícil saber si era una alegría o un dolor contemplar a nuestro alrededor, bajo la luz diurna de la realidad, las cercas de piedra, las casas blancas, los campos de patatas y los hombres, que tenazmente trabajan con la azada en mangas de camisa y pantalones tejidos en casa. Pero esto es absurdo. La vieja rectoría es mejor que mil wigwams.
¡La vieja rectoría! Casi la habíamos olvidado, pero regresamos a ella cruzando el huerto. Fue creado por el último clérigo cuando ya declinaba su vida y los vecinos se reían de ese hombre de cabeza cana que plantaba unos árboles cuyos frutos no tendría posibilidad de recoger. Aunque así hubiera sido, habría tenido tanto más excelente motivo de plantarlos con la esperanza pura y carente de egoísmo de beneficiar a sus sucesores, objetivo que raramente se consigue con los esfuerzos, más ambiciosos. Pero el anciano ministro, antes de llegar a la edad patriarcal de los noventa años, comió durante mucho tiempo las manzanas de ese huerto, y añadió plata y oro a su estipendio anual al disponer de lo que le sobraba. Resulta agradable pensar en él caminando entre los árboles en las tranquilas tardes de principios de otoño y recogiendo aquí y allá una fruta que el viento ha hecho caer mientras observa lo cargadas que están las ramas y calcula el número de barriles de harina vacíos que llenará con su carga. Ama cada uno de los árboles, sin duda, como si fuera su propio hijo. Un huerto tiene una relación con la humanidad y se conecta fácilmente con los asuntos del corazón. Los árboles poseen un carácter doméstico; han perdido la naturaleza salvaje de sus semejantes del bosque y han crecido humanizados por el hecho de recibir el cuidado del hombre y también por el de contribuir a sus necesidades. Pero también hay entre los manzanos mucha individualidad de carácter que les da un derecho adicional a ser objeto del interés, humano. Uno de ellos es hosco y severo en sus manifestaciones; el otro nos da frutos tan suaves como la caridad. El uno es poco amistoso e intolerante, y da de mala gana las pocas manzanas que tiene; el otro se agota en su benevolencia y liberalidad del corazón. La variedad de formas grotescas en las que se contorsionan los manzanos produce su efecto en aquellos que llegan a conocerlos: extienden hacia el exterior sus ramas ganchudas y prenden de tal manera en la imaginación que los recordamos como humoristas y antiguos compañeros. ¿Y qué hay que resulte más melancólico que los viejos manzanos que persisten allí donde en otro tiempo se levantó una casa, pero ahora sólo queda una chimenea en ruinas surgiendo de un sótano recubierto de hierba? Ofrecen sus frutos a todo viandante: manzanas agridulces por las consecuencias de las vicisitudes del tiempo.
No he conocido en el mundo un problema tan agradable como el de encontrarme, teniendo el privilegio de alimentar sólo dos o tres bocas, como único heredero de la riqueza de frutos del viejo clérigo. Durante todo el verano había cerezas y grosellas; después llegaba el otoño con su carga inmensa de manzanas que caían continuamente de sus hombros sobrecargados mientras él paseaba. En la tarde más tranquila, si prestaba atención, podía escuchar el golpe sordo que producía una manzana grande al caer sin que ni siquiera soplara el viento, por la mera necesidad de su madurez perfecta. Y había además perales que dejaban caer un bushel tras otro de gruesas peras; y melocotoneros que en un buen año me atormentaban de melocotones, que no podían ni comerse ni guardarse, ni podían regalarse sin producir esfuerzo y perplejidad. A través de atenciones como éstas podía uno hacerse idea de la generosidad infinita y la bondad inagotable de nuestra Madre Naturaleza. Ese sentimiento sólo pueden disfrutarlo en perfección los nativos de las islas en las que siempre es verano y donde el fruto del pan, el cacao, la palma y el naranjo crecen espontáneamente y hacen que la comida esté siempre dispuesta; pero esa misma sensación producían en un hombre habituado durante mucho tiempo a la vida de la ciudad que se sumerge en una soledad como la de la vieja rectoría y recoge los frutos de árboles que él no plantó, y que por tanto, para mi gusto heterodoxo, guardan un gran parecido con los que crecían en el Edén. En estos cinco mil años ha sido un apotegma que el trabajo endulza el pan que nos ganamos. Por mi parte (y hablando desde la dura experiencia adquirida cuando aporreaba los surcos accidentados de Brook Farm), disfruto más de los dones generosos de la Providencia.
Y no es que pueda discutirse que el ligero esfuerzo que requiere el cultivo de un huerto de tamaño moderado da a las hortalizas de la cocina un sabor que no se encuentra nunca en los del hortelano del mercado. Los hombres que no tienen hijos y que quieran conocer algo de la bendición de la paternidad deberían plantar una semilla —sea ésta de calabaza, judía, maíz indio o quizás una simple flor o una poco valiosa hierba—, deberían plantarla con sus propias manos, y alimentarla desde la infancia hasta la madurez cuidándola ellos mismos. Cuando no hay muchas, cada planta individual se convierte en un objeto interesante por sí mismo. Mi huerto, que bordeaba la avenida de la rectoría, era exactamente de la extensión adecuada. Lo único que necesitaba era una o dos horas de trabajo por las mañanas. Pero solía visitarlo hasta una docena de veces al día, y me quedaba en pie, sumido en la contemplación de mis hijos vegetales con un amor que no podría compartir ni concebir quien no hubiera tomado parte en el proceso de su creación. Una de las vistas más encantadoras del mundo era contemplar una ladera de judías abriéndose paso en el suelo, o una hilera de guisantes tempranos que habían brotado lo suficiente para marcar una línea de delicado verdor. Más tarde, en esa misma estación, los colibríes se sentían atraídos por las flores de una variedad peculiar de judía; y para mí eran una alegría aquellos pequeños visitantes espirituales, quienes desde el aire se dignaban a sorber el alimento de mis copas de néctar. Multitud de abejas solían atarearse entre las flores amarillas de las calabazas de verano. También ellas me producían una satisfacción profunda; a pesar de que cuando se habían cargado de dulzor volaban hasta alguna colmena desconocida que no me daría nada a cambio de la contribución de mi jardín. Pero me alegraba ofrecer así un beneficio a la brisa pasajera con la certeza de que alguien se beneficiaría, y de que habría un poco más de miel en el mundo que mitigara la amargura y acidez de la que la humanidad se queja siempre. Sí, ciertamente; mi vida era más dulce gracias a esa miel.
Ya que he hablado de las calabazas de verano o comunes debo decir algunas palabras acerca de sus hermosas y variadas formas. Ofrecen una variedad ilimitada de urnas y vasos, profundos o de escasa superficie, ranurados o lisos, moldeados en diseños que un escultor haría bien en copiar, pues nunca ha inventado el arte nada que sea más gracioso. Cien calabazas en el jardín merecían, al menos a mis ojos, volverse indestructibles en mármol. Si alguna vez la Providencia me asignara una abundancia de oro (aunque sé bien que nunca lo hará), gastaría parte del él en un servicio de plata o de la porcelana más delicada con las formas de calabazas comunes recogidas de parras que plantaría con mis propias manos. Resultarían peculiarmente apropiadas como fuentes para verduras.
Mi trabajo en el huerto no sólo se veía gratificado por el amor a la belleza de las calabazas. También obtenía un placer sincero al observar el crecimiento de las calabazas confiteras de cuello ganchudo desde su primer y pequeño bulbo, con la flor marchita adherida a él, hasta que yacían esparcidas sobre el suelo, grandes y redondeadas, ocultando la cabeza bajo las hojas pero elevando sus grandes y amarillentas rotundidades hacia el sol del mediodía. Al contemplarlas sentía que por mi actividad se había hecho algo que merecía vivir. Una sustancia nueva había nacido en el mundo. Tenían existencias reales y tangibles que la mente podía captar y regocijarse de ellas. También una col —especialmente la col holandesa temprana que se hincha en una circunferencia monstruosa hasta que su corazón ambicioso suele estallar debajo— es algo de lo que estar orgulloso cuando podemos reivindicar haber compartido su producción con la tierra y el cielo. Pero al fin y al cabo el placer mayor de todos se reserva para el momento en que esas hortalizas y verduras, hijas nuestras, humean sobre la mesa, y nosotros, como Saturno, las convertimos en nuestra comida.
Quizás el lector, con el río, el campo de batalla, el huerto y el jardín, empiece a desesperar de encontrar el camino de regreso a la vieja rectoría. Pero si el clima es agradable, la hospitalidad más sincera nos obliga a acompañarle en un paseo al aire libre. No llegaba nunca a conocer del todo mi habitación hasta que un prolongado período de malhumorada lluvia me había confinado bajo su techo. No podía existir un aspecto más sombrío de la naturaleza exterior que el que se veía desde las ventanas de mi estudio. El gran sauce había captado y retenido entre sus hojas toda una catarata de agua que a intervalos sacudían las frecuentes ráfagas de viento. Todo el día, y durante una semana, la lluvia goteaba y goteaba, y salpicaba, plash, desde los aleros, y burbujeando y espumeando hasta caer a las cubas debajo de los canalones. Las viejas tablas sin pintar de la casa y los cobertizos exteriores habían ennegrecido por la humedad; pero los musgos, que crecían desde antiguo sobre las paredes, parecían verdes y frescos, como si fueran las cosas más nuevas, una idea tardía del tiempo. La superficie habitualmente especular del río había perdido nitidez por causa de una infinidad de gotas de lluvia; el paisaje entero tenía un aspecto absolutamente empapado de agua, transmitiendo la impresión de que la tierra estaba humedecida como una esponja; la cumbre de una colina arbolada situada a unos dos kilómetros de distancia se hallaba envuelta en una densa niebla en la que parecía que el demonio de la tempestad tuviera su morada desde la que tramaba inclemencias todavía peores.
Mientras llueve la naturaleza no es amable ni hospitalaria. En el calor de los días soleados retiene una piedad secreta y da la bienvenida al paseante en escondrijos sombreados de los bosques que el sol no puede penetrar; pero no proporciona abrigo alguno contra sus tormentas. Nos estremece pensar en esos escondrijos umbrosos y profundos, en esas orillas sombreadas en las que tanto placer encontramos en las tardes sofocantes. No hay allí ni una sola ramita que no nos enviara al rostro una pequeña lluvia. Mirando con actitud de reproche el cielo impenetrable —si es que existe el cielo por encima de esa lúgubre uniformidad de nubes—, somos capaces de murmurar contra el sistema entero del universo, puesto que significa la extinción de tantos días de verano de corta vida mediante la lluvia siseante y balbuceante. El emparrado de Eva en el Paraíso durante esas rachas de clima —pues es de suponer que tendrían ese clima— debía ser un abrigo palúdico y sin alegría, en nada comparable a la vieja parroquia con recursos propios para entretenerse durante esa semana de encarcelamiento. ¡Vaya idea la de dormir sobre un colchón de rosas húmedas!
Feliz el hombre que en un día lluvioso puede trasladarse a un enorme desván que, como el de la rectoría, se ha ido amueblando con los trastos viejos que cada generación ha dejado tras ella desde un período anterior a la Revolución. Nuestro desván era un salón con arcos, débilmente iluminado por unas ventanas pequeñas y cubiertas de polvo; en el crepúsculo era cuando mejor parecía, y contenía escondrijos, o más bien cavernas de profunda oscuridad, de cuyos secretos nunca me enteré por la reverencia que sentía hacia su polvo y sus telas de araña. Las vigas del techo, toscamente devastadas y todavía con tiras de corteza, así como la albañilería tosca de las chimeneas, hacían que el desván pareciera salvaje y sin civilizar: un aspecto tan diferente de lo que se veía en otras áreas de la tranquila y decorosa casa. En uno de los lados había un pequeño apartamento encalado que mantenía el título tradicional de Cámara del Santo, pues en su juventud los hombres santos habían dormido, estudiado y rezado allí. Ese elevado retiro con una ventana, un pequeño hogar y un lavabo, tan conveniente para un oratorio, era el lugar exacto que inspiraría a un hombre joven cierto entusiasmo solemne, y le haría acariciar sueños de santidad. En diversas épocas, los ocupantes habían dejado escritas en la pared breves frases y exclamaciones. Estaba también colgado allí un lienzo enrollado, raído y arrugado que cuando lo inspeccioné resultó ser un retrato muy trabajado de un clérigo con peluca, banda y sotana que sostenía una Biblia en la mano. Cuando volví su rostro hacia la luz me miró con un aire de autoridad que los hombres de su profesión raramente asumen en nuestros tiempos. El original había sido pastor de la parroquia hacía ya más de un siglo, amigo de Whitefield, el predicador metodista inglés, y casi su igual por su fervorosa elocuencia. Me incliné ante la efigie del digno teólogo y sentí como si me encontrara entonces frente a frente con el fantasma que, había razones para suponer, ocupaba la rectoría.
Las casas de cierta antigüedad de Nueva Inglaterra estaban poseídas por espíritus de manera tan invariable que apenas si parece que merezca la pena aludir a ello. Nuestro fantasma solía exhalar suspiros profundos desde una determinada esquina del salón, y a veces hacía crujir un papel, como si estuviera pasando la página de un sermón en el largo pasillo de arriba, aunque era invisible a pesar de la brillante luz de la luna que entraba por la ventana del este. No es improbable que él deseara que me encargara yo de la edición y la publicación de una selección de discursos manuscritos que llenaban un arca que estaba en el desván. En una ocasión, cuando Hillard y otros amigos estaban sentados charlando con nosotros en el crepúsculo, se produjo un crujido, como si la sotana de seda del ministro pasara por en medio del grupo, y tan cerca que casi rozó las sillas. Pero nada se hizo visible. Un caso todavía más extraño era el de una criada fantasmal a la que solíamos oír en la cocina en la profundidad de la noche, moliendo café, cocinando, planchando —realizando, en suma, todo tipo de trabajos domésticos—, aunque a la mañana siguiente no podía detectarse rastro alguno de lo que había hecho. Algún deber olvidado de su servidumbre —alguna banda ministerial mal almidonada— inquietaba a la pobre dama en su tumba y le hacía trabajar sin cobrar salario.
Pero abandonemos esa digresión. Se guardaba en el desván una parte de la biblioteca de mi predecesor: un receptáculo nada inadecuado para la aburrida pacotilla que era el mayor número de volúmenes. Los viejos libros no habrían valido nada en una subasta, pero en ese desván venerable poseían un interés, totalmente lejano de su valor literario, como legados de familia, muchos de los cuales habían sido transmitidos a través de una serie de manos consagradas desde los días de los poderosos teólogos puritanos. En algunas de sus solapas podían verse escritos con tinta descolorida autógrafos de nombres famosos; y había también observaciones en los márgenes o páginas interpoladas totalmente recubiertas de una taquigrafía manuscrita ilegible que ocultaba quizás materias de profunda verdad y sabiduría. El mundo no sería nunca mejor por ello. Algunos de los libros eran infolios latinos escritos por autores católicos; otros, en inglés sencillo, se dedicaban a demoler el papado como si lo hicieran con un mazo. Una disertación sobre el libro de Job —que sólo el propio Job habría tenido la paciencia de leer— llenaba al menos una veintena de libros en cuarto, pequeños y gruesos, a una media de dos o tres volúmenes por capítulo. Había luego un vasto cuerpo de infolios acerca de la divinidad: un cuerpo demasiado corpulento, era de temer, para comprender el elemento espiritual de la religión. Volúmenes de este tipo se retrotraían a doscientos años o más, y generalmente estaban encuadernados en cuero negro, mostrando exactamente ese aspecto que atribuiríamos a los libros de encantamientos. Otros, igualmente antiguos, tenían un tamaño adecuado para llevarse en los amplios bolsillos de los chalecos de aquellos tiempos antiguos: diminutos, pero tan negros como sus hermanos más voluminosos, y mezclados con abundancia de citas griegas y latinas. Esos pequeños y viejos volúmenes me daban la impresión de que habían tenido la intención de ser muy grandes, pero que desafortunadamente se habían echado a perder en alguna fase temprana de su crecimiento.
La lluvia golpeteaba en el tejado y el cielo se veía oscuro a través de las polvorientas ventanas del desván mientras yo hurgaba entre esos venerables libros buscando algún pensamiento vivo que ardiera como un carbón en el fuego o brillara como una gema inextinguible bajo esa tremenda inutilidad que durante tanto tiempo la hubiera ocultado. Pero no encontré tales tesoros: todo estaba muerto y no pude hacer otra cosa que meditar profundamente, con curiosidad, acerca del hecho humillante de que las obras del intelecto humano entran en decadencia lo mismo que los frutos de sus manos. El pensamiento se enmohece. Lo que era un alimento bueno y nutritivo para el espíritu de una generación no ofrece sustento a la siguiente. Sin embargo, los libros de religión no pueden considerarse una prueba justa de las propiedades vitales y de resistencia del pensamiento humano, pues esos libros sólo raramente tocan en realidad el tema ostensible, y por tanto tiene muy poco sentido el escribirlo. En tanto en cuanto un alma iletrada pueda alcanzar la gracia salvadora, no parece que sea un error mortal sostener que las bibliotecas teológicas son, en su mayor parte, acumulaciones de asombrosas impertinencias.
Muchos de los libros se habían acumulado en los últimos años de vida del último clérigo. Amenazaban éstos con tener todavía menos interés que las obras más antiguas, de hacía un siglo, para cualquier investigador curioso que revolvieran entre ellos como estaba haciendo yo en ese momento. Volúmenes del «Liberal Preacher» y el «Christian Examiner», sermones ocasionales, panfletos controvertidos, tratados y otras producciones de naturaleza igualmente fugaz ocupaban el lugar de los volúmenes gruesos y pesados de los tiempos antiguos. Desde un punto de vista físico había la misma diferencia que entre una pluma y un trozo de plomo; pero considerados intelectualmente la gravedad específica de los antiguos y los nuevos era pareja. Ambos eran, asimismo, glaciales. Sin embargo los libros más antiguos parecían haber sido escritos seriamente, y podía pensarse que en algún período anterior poseyeron calidez, aunque con el paso del tiempo las masas calientes se habían enfriado hasta el punto de congelación. Por otra parte, la frigidez de las producciones modernas era característica e inherente; y evidentemente tenía muy poca relación con las cualidades de mente y corazón del autor. En conclusión, de todo el polvoriento montón de literatura puse a un lado la parte sagrada, y no me sentí menos cristiano por rehuirla. No parecía haber esperanza de ascender a un mundo mejor ni por la escalera gótica de los antiguos infolios ni volando con las alas de un tratado moderno.
Resulta extraño decir que nada retenía savia alguna salvo lo que había sido escrito para el día y el año fugaces sin la más remota pretensión o idea de Permanencia. Había algunos viejos periódicos, y almanaques todavía más antiguos, que reproducían ante mi visión mental la época en la que habían salido de la prensa con una claridad que era totalmente inexplicable. Era como si hubiera encontrado entre los libros pedacitos de un espejo mágico que reflejaba las imágenes de un siglo desaparecido. Elevé la vista hacia el cuadro raído antes mencionado y pregunté al divino austero cómo era posible que él y sus hermanos, tras las laboriosas exploraciones y búsquedas a tientas de sus mentes, sólo hubieran sido capaces de producir algo que no resultaba ni la mitad de real que lo que los garabateadores de periódicos y redactores de almanaques habían conseguido en la efervescencia de un momento. El retrato no me respondió, por lo que tuve que buscar por mí mismo la respuesta. Es la propia época la que escribe los periódicos y almanaques, que por tanto tienen un significado y un propósito claros en su momento, y una especie de verdad inteligible para todas las épocas; mientras que casi todas las otras obras —escritas por hombres que en el acto mismo de escribir se apartan de su época— probablemente no poseen mucho significado cuando son nuevas, y ninguno en absoluto cuando envejecen. El auténtico genio funde muchas épocas en una, y de esa manera realiza algo permanente, pero el escritor más efímero tiene con aquel una similaridad de oficio. Una obra de genio no es sino el periódico de un siglo, o acaso el de cien siglos.
Aunque haya hablado a la ligera de esos libros antiguos persiste en mí una reverencia supersticiosa por todo tipo de literatura. A mis ojos un volumen encuadernado tiene un encanto similar al que poseen para un buen musulmán los fragmentos manuscritos. Imagina éste que esos escritos mecidos por el viento se hallan quizás santificados por algún verso sagrado; y pienso yo que todo libro, nuevo o antiguo, puede contener el «ábrete sésamo»: el hechizo que revela tesoros ocultos en alguna insospechada cueva de la verdad. Por eso me alejé, no sin tristeza, de la biblioteca de la vieja rectoría.
Bendito fue el sol cuando desde el borde del horizonte occidental volvió a brillar al final de otro día tormentoso; aunque el enorme firmamento nuboso arrojaba toda la tenebrosidad que podía, ésta sólo servía para encender la luz dorada convirtiéndola, gracias a las sombras fuertemente contrastadas, en una luminosidad más brillante. Bajo sus párpados pesados el cielo sonreía a la tierra, a la que hacía tanto tiempo que no había visto. Mañana sería un día para subir a las colinas y recorrer los senderos de los bosques.
O quizás Ellery Channing, el pastor reformista, subiría por la avenida para unirse a mí en una excursión de pesca por el río. Extraños y felices eran aquellos tiempos en los que dejábamos a un lado todos los formalismos tediosos y las costumbres estrictas y nos entregábamos al aire libre, viviendo como los indios o cualquier otra raza menos convencional durante un brillante semicírculo del sol. Remando en el bote contra la corriente, entre amplios prados, nos metíamos en el Assabeth. Nunca sobre la tierra había fluido un río más encantador que éste, una milla por encima de su unión con el Concord; en ninguna parte existía una corriente semejante, salvo la que recorría las regiones interiores de la imaginación de un poeta. Los bosques y la ladera de una colina abrigaban al río de la brisa; por eso en cualquier otra parte podía haber un huracán, y allí apenas una ondulación recorrería las sombrías aguas. La corriente es tan suave que la simple fuerza de la voluntad del remero parece bastar para impulsar la barca en contra de ella. Fluye suavemente a través de lo más profundo del corazón de un bosque que le susurra que guarde silencio, y la corriente le responde susurrando también desde los juncales de sus orillas, como si río y bosque se sisearan el uno al otro mandándose dormir. Sí; el río duerme a lo largo de su curso y sueña con el cielo y con el follaje arracimado en medio del cual cae una lluvia de luz solar descompuesta que lo marca con manchas de viva alegría que contrastan con la profundidad tranquila del tono predominante. El río durmiente guarda en su pecho una imagen soñada de esa escena. Y después de todo, ¿qué era más real: la imagen o el original? ¿Los objetos que podemos captar con nuestros sentidos más groseros o su apoteosis en la corriente inferior? Seguramente las imágenes desencarnadas están en estrecha relación con el alma. Pero tanto el original como el reflejo tienen aquí un encanto ideal; si hubiera pensado en ello con mayor fantasía podría haber sospechado que ese río había salido del rico escenario del mundo interior de mi compañero; sólo que entonces la vegetación de sus orillas habría tenido un carácter más oriental.
Aunque el río es suave y discreto, sin embargo los bosques tranquilos no parecen satisfechos de permitirle el paso. Los árboles tienen sus raíces en el borde mismo del agua, y sumergen en ésta sus ramas colgantes. En una zona hay una orilla elevada sobre cuya pendiente crecen algunos abetos del Canadá, que se inclinan hacia la corriente como si estuvieran decididos a zambullirse en ella. En otros lugares las orillas están casi al nivel del agua, por lo que la tranquila congregación de árboles pone sus pies en ella y se rodean de follaje hasta su superficie. Unas flores rojas encienden sus llamas espirales e iluminan los rincones oscuros entre los matorrales. En los márgenes crecen en abundancia los nenúfares: esa flor deliciosa que, como me dijo Thoreau, abre su pecho virginal a la primera luz del sol y perfecciona su ser con la magia de ese beso genial. Dice haber contemplado cómo éstas se despliegan sucesivamente conforme el amanecer penetra gradualmente de flor en flor; aunque es ésta una vista que no cabe esperar a menos que un poeta ajuste su mirada interior con un enfoque adecuado del órgano visual externo. Aquí y allí los emparrados de uvas se entrelazan alrededor de los matorrales y los árboles, de manera que sus racimos cuelgan sobre el agua, al alcance de la mano del barquero. A menudo dos árboles de distinta raza se entrelazan inextricablemente, como si el bosque uniera contra su voluntad al abeto con el arce, y los enriqueciera con unos descendientes morados de los que ninguno es el padre. Uno de estos parásitos ambiciosos había escalado hasta las ramas más altas de un pino elevado y blanco, y seguía ascendiendo de rama en rama, insatisfecho hasta coronar la aireada copa del árbol con una guirnalda de su amplio follaje y un racimo de sus uvas.
El curso serpenteante de la corriente cerraba en todo momento la escena que teníamos a nuestra espalda, y revelaba por delante otra tranquila y encantadora. Nos deslizábamos de profundidad en profundidad y con cada giro respirábamos un nuevo apartamiento. El tímido martín pescador volaba desde una rama marchita que tenía cerca hasta otra alejada, lanzando un agudo grito de cólera o alarma. Los patos, que habían estado flotando allí desde la víspera, se sobresaltaron con nuestra proximidad y se deslizaron por el vidrioso río, rompiendo su superficie oscura con líneas brillantes. El lucio saltó entre los nenúfares. La tortuga, que estaba solazándose sobre una roca o al pie de un árbol, se sumergió repentinamente en el agua. El indio pintarrajeado que había remado con su canoa por el Assabeth trescientos años atrás difícilmente habría podido ver en sus orillas y reflejada en su fondo una suavidad mayor que la que nosotros contemplamos. Tampoco ese mismo indio habría podido preparar su comida del mediodía con mayor simplicidad. Llevamos nuestro esquife hasta un punto en el que las ramas formaban una arcada natural y allí encendimos un fuego con piñas de pino y ramas secas, que abundaban en los alrededores. Enseguida el humo ascendió entre los árboles impregnado de un aromático incienso que no era pesado y excesivo, como el vapor de las cocinas en el interior, sino alegre y picante. El olor de nuestro festín era semejante a los olores del bosque con los que se mezclaba: con nuestra intromisión allí no se había cometido sacrilegio; la sagrada soledad era hospitalaria y nos concedía permiso para cocinar y comer en aquel lugar apartado que era, al mismo tiempo, nuestra cocina y salón de banquetes. Resulta extraño que los oficios humildes puedan llevarse a cabo en una escena hermosa sin destruir su poesía. Nuestro fuego, de resplandor rojizo entre los árboles, y nosotros a su lado, atareados con ritos culinarios y extendiendo nuestra comida sobre un leño cubierto de musgo, parecía ir al unísono con el río que se deslizaba a nuestro lado y con el follaje que crujía por encima de nosotros. Y lo que resultaba más extraño era que ni siquiera nuestra alegría parecía perturbar el decoro de los bosques solemnes; los duendes de los viejos bosques y los fuegos fatuos que brillaban en los lugares pantanosos hubieran podido venir en tropel a compartir nuestra conversación junto a la mesa, añadiendo sus agudas risas a nuestra alegría. Era uno de esos lugares en los que podía expresarse el absurdo más extremo o la sabiduría más profunda, o bien ese producto etéreo de la mente que comparte ambas cosas y puede convertirse en una o en otra según sea la fe y la percepción del oyente.
Y así, entre la luz del sol y las sombras, entre las hojas que crujían y las aguas que suspiraban, derramamos nuestra conversación como si fuera el murmullo de una fuente. La espuma evanescente era la de Ellery; y suyos fueron también los pensamientos dorados que brillaban en el lecho de la fuente y con su reflejo iluminaban nuestros rostros. Si él hubiera podido extraer ese oro virginal y marcarlo con la señal de la Casa de la Moneda, que es la que lo convierte en dinero, el mundo habría obtenido los beneficios, y él la fama. Mi mente era más rica sólo por el hecho de saber que estaba allí. Pero el principal beneficio de aquellos días libres, para él y para mí, no estaba en ninguna idea definida, ni en ninguna verdad angular o redonda que extrajéramos de la masa informe de materiales problemáticos, sino en la libertad que de ese modo obteníamos frente a toda costumbre, convencionalismo e influencia encadenante del hombre sobre el hombre. Éramos tan libres en aquel día que resultaba imposible que al siguiente volviéramos a ser esclavos. Cuando cruzáramos el umbral de la casa o camináramos sobre las aceras atestadas de una ciudad, las hojas de los árboles que se hallaban suspendidas sobre el Assabeth seguirían susurrándonos: «¡Sé libre! ¡Sé libre!». Por eso a la orilla de ese río umbrío hay lugares señalizados con un montón de cenizas y ramas consumidas a medias que en mi recuerdo no son menos sagrados que el hogar de un fuego doméstico. ¡Y qué dulce, sin embargo, cuando regresábamos flotando a casa al anochecer sobre el río dorado, qué dulce era regresar al sistema de la sociedad humana, no como a un calabozo con sus cadenas, sino como a un edificio majestuoso desde el que podríamos pasar a voluntad a una simplicidad todavía más augusta! ¡Y qué amable también la vista de la vieja rectoría, que desde donde mejor se veía era desde el río, a la que daban sombra el sauce y todo el entorno del follaje de su huerto y avenida, qué amable su aspecto gris y hogareño, que rechazaba las extravagancias especulativas del día! Se había vuelto sagrada en relación con la vida artificial a la que dirigíamos nuestras invectivas; a pesar de todo se había convertido en un hogar para muchos años, era también mi hogar, y con aquellos pensamientos me pareció que todo el artificio y el convencionalismo de la vida era de una delgadez impalpable sobre su superficie, y que la profundidad que había debajo no era peor por ello. Una vez, cuando dirigíamos nuestro bote hacia la orilla, había una nube en forma de sabueso gigantesco echado encima de la casa, como si la estuviera guardando. Contemplando ese símbolo recé para que las influencias superiores protegieran mucho tiempo las instituciones que habían surgido del corazón de la humanidad.
Si alguna vez mis lectores deciden abandonar la vida civilizada, las ciudades, las casas y cualquier enormidad moral o material que haya inventado el pervertido ingenio de nuestra raza, que lo hagan a principios de otoño. La naturaleza le amará entonces más que en cualquier otra estación, y le conducirá junto a su pecho con una ternura más maternal. En aquellos primeros días otoñales apenas podía soportar encima de mí el techo de la vieja casa. ¡Y qué pronto, además, llega durante el verano la profecía del otoño! Algunos años antes que otros; a veces incluso en las primeras semanas de julio. No hay otro sentimiento como el que produce esta percepción débil, dudosa pero sin embargo real —si es que no se trata de algo más que un presagio— de la decadencia del año, tan maravillosamente dulce y triste al mismo tiempo.
¿Dije que no hay otro sentimiento semejante? Ah, existe una melancolía como ésta, conocida a medias, cuando nos encontramos en el vigor máximo de nuestra vida y sentimos que el tiempo nos ha dado ya todas sus flores, y que el siguiente trabajo de sus dedos, jamás ociosos, será el de robárnoslas una a una.
He olvidado si la canción del grillo no será una señal temprana de la cercanía del otoño: esa canción a la que podríamos describir como una quietud audible; pues aunque la escuchemos muy fuerte y lejana, su existencia individual se funde de una manera tan completa con las características de la estación que lo acompañan que la mente no toma nota de ese canto en cuanto que sonido. ¡Ay del agradable tiempo estival! En agosto, la hierba está todavía verde en las colinas y valles; el follaje de los árboles es tan denso como siempre, y tan verde; las flores brillan en mayor abundancia en los márgenes del río, junto a los muros de piedra y en las profundidades de los bosques; los días son tan ardientes como lo fueron un mes atrás; y sin embargo, en cada aliento del viento y en cada haz de luz del sol escuchamos la despedida susurrada y contemplamos la sonrisa de adiós de un querido amigo. Entre todo ese calor hay una frialdad, una suavidad en el ardiente mediodía. Ni una brisa se agita que no nos emocione con el aliento del otoño. En los lejanos y dorados brillos, entre las sombras de los árboles, se ve una gloria meditabunda. Las flores —hasta las más brillantes de ellas, y son las más vistosas del año— tienen esa tristeza suave unida a su pompa, y cada una tipifica en su interior el carácter del tiempo delicioso. Las brillantes flores rojas nunca me habían parecido alegres. Conforme avanza la estación, se fortalece la delicadeza de la naturaleza. Es imposible no encariñarse ahora con nuestra madre; ¡pues ella está tan encariñada con nosotros! En otros períodos no me produce esa impresión, o lo hace sólo en raros intervalos; pero en esos días geniales del otoño, cuando ha perfeccionado sus cosechas y logrado todas las cosas necesarias que tenía que hacer, fluye entonces de ella una abundancia de amor. Tiene tiempo ahora para acariciar a sus hijos. En esos momentos es bueno estar vivo. ¡Hay que dar gracias al cielo por el aire —sí, por el simple aire— cuando está formado por esa brisa celestial! Es como un auténtico beso en nuestras mejillas; si pudiera, se quedaría más tiempo, cariñosamente, a nuestro alrededor; pero como debe marcharse nos abraza con todo su amable corazón y sigue adelante para abrazar de esa manera lo siguiente que encuentre. Se ha lanzado una bendición que se ha esparcido a lo largo y lo ancho de la tierra para ser captada por todo el que lo desee. Me reclino sobre la hierba, que todavía no se ha marchitado, y susurro para mí mismo: «¡Oh, día perfecto! ¡Oh, mundo hermoso! ¡Oh, Dios benefactor!», y ésa es la promesa de una bendita eternidad, pues nuestro Creador nunca habría creado esos días tan encantadores y nos habría concedido un corazón profundo para disfrutarlos, por encima y más allá de todo pensamiento, si no fuéramos inmortales. La luz del sol es, por tanto, la prenda dorada. Brilla a través de las puertas del Paraíso y nos permite vislumbrar su interior.
Más tarde, al poco tiempo, el mundo exterior asume una austeridad más seca. En algunas mañanas de octubre hay una escarcha gruesa sobre la hierba en la parte superior de las cercas; y al amanecer las hojas caen desde los árboles de nuestra avenida sin la menor brisa de viento, descendiendo tranquilamente por su propio peso. A lo largo de todo el verano han murmurado como el ruido de las aguas, sus ramas han producido un fuerte estruendo cuando luchaban con las ráfagas tormentosas; han hecho sonar una música al mismo tiempo alegre y solemne; han sintonizado mis pensamientos con su sonido tranquilo mientras yo paseaba de aquí para allá bajo el arco de las ramas entremezcladas. Ahora sólo pueden crujir bajo mis pies. Desde ahora la grisácea casa del párroco empieza a asumir una importancia mayor y nos mueve hacia su chimenea —pues la abominación de su estufa hermética se reserva para el clima invernal—, del mismo modo que atrae cada vez más junto a su fuego los impulsos errantes que nos habían hecho deambular durante el verano.
Cuando el verano murió y fue enterrado, la vieja rectoría se volvió tan solitaria como una ermita. Y no es que nunca, al menos mientras yo vivía allí, abundara en compañía; pero en intervalos no raros dábamos la bienvenida a algún amigo que salía del tumulto y el brillo polvoriento del mundo y nos regocijábamos de compartir con él la oscuridad transparente que flotaba sobre nosotros. ¡En un aspecto nuestro contorno era como el campo encantado que cruzaba el peregrino en su camino hacia la Ciudad Celestial! Los invitados, todos ellos, sentían una influencia somnolienta: se quedaban dormidos en su silla, o se echaban, más deliberadamente, una siesta en el sofá, o les veíamos estirarse entre las sombras del huerto, mirando hacia arriba, soñadoramente, a través de las ramas. No podrían haber hecho un mayor cumplido a mi morada, ni a mis cualidades como anfitrión. Lo consideraba una prueba de que habían dejado atrás sus preocupaciones nada más pasar los postes de piedra de la puerta que había en la entrada de la avenida, y de que ese potente opiáceo era la abundancia de paz y de tranquilidad a nuestro alrededor. Otros podrían darles placer, diversión o instrucción —todo ello podía encontrarse en cualquier parte—, pero a mí me correspondía darles descanso: reposo en una vida turbulenta. ¿Qué otra cosa mejor podía hacerse por esos espíritus fatigados por el mundo? ¿Por aquellos cuya carrera de acción perpetua se veía impedida y acosada por el más raro de sus poderes y la más rica de sus adquisiciones? ¿O por aquellos otros que desde su más temprana juventud habían arrojado su corazón ardiente en la refriega de la política, y quizás ahora empezaban a sospechar que una sola vida es demasiado breve para el logro de cualquier objetivo elevado? ¿Por aquella sobre cuya naturaleza femenina se ha impuesto el don pesado de una capacidad intelectual, bajo la cual un hombre fuerte podría tambalearse, y con ese don le llega la necesidad de actuar sobre el mundo? En una palabra, para no multiplicar los ejemplos: ¿qué otra cosa mejor podía hacerse por cualquiera que entrara en nuestro círculo mágico que arrojar sobre él el hechizo de un espíritu tranquilo? Y cuando éste había producido su pleno efecto, le despedíamos entonces con reminiscencia neblinosas, como si hubiera estado soñando con nosotros.
Si tuviera que adoptar una idea favorita, como hacen muchos, y la abrazara cariñosamente con exclusión de todas las demás, sería que la gran necesidad con la que lucha la humanidad en esta época es el sueño. El mundo debería reclinar su enorme cabeza sobre la primera almohada que fuera conveniente y echar un sueño de una era. Se halla distraído por una actividad malsana, y aunque preternaturalmente está bien despierto se ve sin embargo atormentado por visiones que ahora le parecen reales, pero que asumirían su verdadero aspecto y carácter una vez tranquilizado por un intervalo de reposo natural. Éste es el único método de librarse de los viejos engaños y evitar los nuevos, de regenerar nuestra raza, para que a su debido tiempo pueda despertar como un niño de su húmedo sueño, de restaurar en nosotros la percepción simple de lo que es correcto y el deseo sincero y resuelto de lograrlo, pues ambas cosas hace tiempo que se han perdido como consecuencia de esta fatigosa actividad del cerebro y del letargo o la pasión del corazón que afligen ahora al universo. Los estimulantes, el único tratamiento que se ha intentado hasta ahora, no pueden someter la enfermedad: lo único que hacen es aumentar el delirio.
Que nunca se cite en contra del autor el párrafo anterior; pues aunque teñido con su cantidad mínima de verdad, es la consecuencia y expresión de lo que, cuando escribía, sabía que sólo era una visión distorsionada del estado y las perspectivas de la humanidad. Había a mi alrededor circunstancias que dificultaban que viera el mundo exactamente tal como existe; pues, por severa y sobria que fuera la vieja rectoría, bastaba con alejarse un poco más allá de su umbral para encontrarse formas morales humanas más extrañas de las que podría hallarse en otro lugar en mil millas a la redonda.
Esos duendes de carne y hueso se veían atraídos allí por la extendida influencia de un gran y original pensador que tenía su morada terrenal al otro extremo de nuestro pueblo. Su mente actuaba sobre otras de determinada constitución con maravilloso magnetismo, atrayendo a muchos hombres que realizaban un largo peregrinaje para hablar con él cara a cara. Visionarios jóvenes —a quienes se les había impartido tanta percepción que a su alrededor la vida se había convertido en un laberinto— venían a buscar la pista que les guiara fuera del aturdimiento que ellos mismos habían provocado. Teóricos de cabellos grises —cuyos sistemas, airosos al principio, habían acabado por aprisionarlos en una estructura de hierro— viajaban dolorosamente hasta su puerta no para pedir la liberación, sino para invitar al espíritu libre a que penetrara en su propia esclavitud. Personas que habían alumbrado un pensamiento nuevo, o un pensamiento que ellos consideraban como tal, acudían junto a Emerson de la misma manera como el que encuentra una gema brillante se apresura a acudir junto a un lapidario para averiguar su calidad y valor. Hombres que erraban inseguros, turbados y ansiosos a través de la medianoche del mundo moral contemplaban su fuego intelectual como un faro encendido en la cumbre de una colina, y al realizar la difícil ascensión miraban la oscuridad circundante con mayor esperanza que antes. La luz revelaba objetos que antes no habían visto: montañas, lagos relucientes, vislumbres de una creación entre el caos; pero también, era inevitable, atraía murciélagos, búhos y toda hueste de aves nocturnas que agitaban sus alas polvorientas frente a los ojos de quienes los contemplaban, y a veces los tomaban equivocadamente como aves de plumaje angélico. Esos engaños se han encontrado siempre suspendidos cerca de todo faro de verdad que se haya encendido.
En cuanto a mí, había habido en mi vida épocas en las que también yo habría pedido a ese profeta la palabra clave que me solucionara el acertijo del universo; pero ahora, siendo feliz, comprendía que no había pregunta que plantear, y admiraba por tanto a Emerson como a un poeta de belleza profunda y ternura austera, pero nada buscaba en él como filósofo. Era agradable sin embargo encontrarle en los senderos de los bosques, o a veces en nuestra avenida, con ese brillo intelectual puro que difundía su presencia a modo de prenda de un ser brillante; y él, que era tan tranquilo, tan simple, tan carente de pretensiones, se enfrentaba a cada hombre como si esperara recibir más de lo que podía impartir. Y en verdad el corazón de muchos hombres ordinarios tenía quizás inscripciones que él no sabría leer. Pero era imposible habitar en su vecindad sin inhalar en mayor o menor medida la atmósfera montañosa de su pensamiento elevado, que en los cerebros de algunas personas producía un vértigo singular: pues la verdad nueva es tan embriagadora como el nuevo vino. Nunca un pueblo rural tan pequeño y pobre se vio tan plagado de tal variedad de mortales extraños, raramente vestidos y de comportamiento excéntrico, la mayoría de los cuales se consideraban un agente importante del destino del mundo, cuando eran simples agujeros rellenos de un agua muy intensa. Tal es, imagino, el carácter invariable de las personas que se amontonan junto a un pensador original para captar su aliento impronunciable e imbuirse así de una falsa originalidad. Esta vulgaridad de lo novedoso basta para que cualquier hombre con sentido común reniegue de toda idea que tenga menos de un siglo, y reza para que el mundo pueda petrificarse y volverse inmóvil aunque sea en el peor estado moral y físico que haya alcanzado, antes que beneficiarse de los planes de tales filósofos.
Y empiezo a darme cuenta ahora —aunque quizás debería haberlo percibido antes— de que hemos hablado ya suficiente de la vieja rectoría. Posiblemente, mi honrado lector vilipendiará al pobre autor llamándole egoísta por parlotear tantas páginas acerca de una casa parroquial rural cubierta de musgo y sobre su vida dentro de esas paredes, en el río y en los bosques, y las influencias que todo ello produjo en él. Mi conciencia no me reprocha, sin embargo, el que un espíritu humano haya revelado a su espíritu fraterno algo sagradamente individual. ¡Qué estrecha, y también qué superficial y escasa, es la corriente de pensamiento que ha fluido desde mi pluma en comparación con la amplia marea de profundas emociones, ideas y asociaciones que se arremolinan a mi alrededor desde esa parte de mi existencia! ¡Qué poco es lo que he contado! ¡Y casi nada, de ese poco, se ha visto teñido por alguna cualidad que lo haga exclusivamente mío! ¿Ha deambulado el lector, su mano en la mía, por los conductos interiores de mí ser? ¿Hemos recorrido juntos y a tientas sus cámaras, examinando sus tesoros o su basura? No es así. Hemos estado de pie sobre el césped, en el borde interior de la boca de la caverna, en donde puede penetrar libremente la luz del sol común y donde puede entrar todo paso. No he apelado a ningún sentimiento o sensibilidad, salvo los que se hallan difundidos entre todos nosotros. En aquello que soy un hombre de atributos realmente individuales velo mi rostro; no soy ni he sido nunca de esas personas supremamente hospitalarias que sirven su corazón, delicadamente frito con salsa de cerebro, ofreciéndolo como golosina a su amado público.