No somos tu clase de gente - Roberto Ramírez Paredes - E-Book

No somos tu clase de gente E-Book

Roberto Ramírez Paredes

0,0

Beschreibung

En una calle de negocios tradicionales, llena de "mascotas" (personas que se disfrazan para promocionar, conviven los protagonistas de esta irreverente fábula; Guillermo, escritor que se disfraza de gallina; Gardenia, una atractiva mujer que, como una leona, busca pagar una deuda; y el Lléntelman, un caballero de sombrero de copa y frac, cuya voz es inconfundible. Cuando la apertura de un centro comercial amenaza con sacarlos del negocio, el Lléntelman, convoca a las masas, arma la protesta y levanta una mítica resistance… ¿Pero ¿quién es realmente éste héroe de la clase trabajadora? Quizá lo único que se sepa de él es su calidad de Don Juan, que ama a su perro Cambó y que tiene más poder del evidente. A medida que Guillermo y Gardenia intentan responder esta interrogante, se adentran en el corazón de la protesta y en la mente de LLéntelman: usando tácticas más anárquicas y terroristas que revolucionarias, él quiere resistir a lo que el centro comercial representa, quiere convertirse en un mensaje, en el símbolo definitivo, sin importar las consecuencias.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 597

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



1

II

3

IV

5

VI

7

VIII

9

X

11

XII

13

XIV

15

XVI

17

XVIII

19

XX

21

XXII

23

XXIV

25

XXVI

27

XXVIII

29

Nota del autor

Roberto Ramírez Paredes (Quito, 1982). La ruta de las imprentas, su ópera prima, fue finalista del Premio Latinoamericano a Primera Novela Sergio Galindo y se publicó en 2015 en la Universidad Veracruzana de México. En el mismo año, su cuento “Visca el Barshe” apareció en la revista Nagari de Miami; en 2014 dos cuentos suyos formaron parte de la antología Los que verán: nuevos cuentistas ecuatorianos, de Alejandría Editorial. Ha ganado dos concursos de cuento, ha escrito para El Comercio y Hoy. Estudió Comunicación y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, es Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y actualmente cursa el Doctorado de Filología de la Universidad de Barcelona.

credito

No somos tu clase de gentede Roberto Ramírez ParedesPrimera edición© 2018 Roberto Ramírez Paredes© 2018 Pontificia Universidad Católica del EcuadorCentro de Publicaciones PUCEwww.edipuce.edu.ecQuito, Av. 12 de Octubre y RoblesApartado n.º 17-01-2184Telf: (593) (02) 2991 [email protected]ón Última Erranza. La Caracola EditoresIlustración de portada: Majo RodríguezDiseño de la portada: Juan Fernando Villacís, Estudio 9ISBN: 978-9978-77-499-1Ebook Octubre 2020Prohibida la reproducción de este libro, en todo o en parte, por cualquier medio, sin previa autorización del propietario del Copyright.

fran

[FRAN Y STEPHEN ESTÁN OBSERVANDO DESDE LA TERRAZA DEL CENTRO COMERCIAL]FRANCINE PARKER: ¿Qué están haciendo? ¿Por qué vienen aquí?STEPHEN: Algún tipo de instinto. El recuerdo de lo que solían hacer. Este era un lugar importante en sus vidas.George A. Romero, Dawn of the DeadTraduzco un artículo de Esquiresobre una hoja de la Kimberly-Clark Corp.,en una antigua máquina Remington.Lo que me paguen irá directamente a las arcas de Gerber, Kellogg’s, Procter and Gamble, Nabisco, Heinz,General Foods, Colgate-Palmolive, Gillette y California Packing Corporation.José Emilio Pacheco, Ya todos saben para quién trabajanLa vida es aquello que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes. John Lennon, Beautiful Boy (Darling Boy)La historia de un alma humana, aunque sea la más mezquina, es por lo menos tan interesante y tan útil como la historia del mundo entero.Mijaíl Lérmontov, El héroe de nuestro tiempo

"La Calle de las Mascotas"

1

—Óyeme, sopa, la cosa es así: se usan letras para calificar el sabor mix de una mujer: A, B, C y D. A es lo más de lo más, la mujer más sabrosa que puedas encontrar. ¿Me sigues, sopa? Pero no puedes poner una A directamente, la A es una calificación sagrada, tienes que meditar mucho, como esos monjes de Asia, en flor de loto y todo, meditar si la mujer que acabas de ver es una A o una B. Por eso al principio todas las mujeres serán B, porque la A es demasiado sagrada. ¿Me entiendes, sopita? Cuando ya hayas pensado mucho en la mujer y creas que es digna de pasar de B a A, pues la haces pasar, como quien le abre una puerta. La otra parte de este sistema infalible es calificar con números, del 1 al 4. ¿Qué califican estos números? La accesibilidad de la mujer. El número 1 sirve para las mujeres que no querrían acostarse contigo ni por un millón de dólares, son los números que se usan en mujeres que te encuentran repulsivo, vomitivo, las mujeres que te dicen tú no eres mi clase de gente. El 1 es para las frígidas, mientras que el 4 es para las reputísimas hijas de su madre, esas que se acostarían contigo aunque tuvieras sida y lepra... Maldita lata de mierda, ¡cae!... ya mismo, ya mismo… ah… ¿Entiendes, sopita de menestra? Aquí te va un ejemplo gratis: ¿ves esa tipa que está entrando en El Rincón de la Abuelita Anita, la que va de la mano de su novio? Yo creo que es una B2. ¿Por qué B2? Porque está guapa, ¿no? Sí, está guapa, bastante guapa: buenas tetas, buenas caderas, falda pequeñita que muestra demasiada pierna, como esos cerdos que cuelgan en los camales: carne para regalar. No, ¿sabes qué?, esa tipa es una B3, sí, B3, porque, la verdad, se viste como una zorra, su ropa hizo que descendiera en la escala de accesibilidad, que descendiera para bien. Nadie que quiera la vida eterna con su novio se puede vestir así. Es una puta en proceso, puta loading, si no es que ya es puta-puta, para lo que habría que conocerla un poco más, que es cuando verdaderamente se le puede dar el número: se necesita conversar un rato con la tipa para saber qué tan puta es, pero, bueno, mi número 3 es porque se viste como puta y creo que con unas tres que cuatro palabras la podría llevar a mi cama, aunque, ahora que lo pienso bien, quizás se viste así para hacer feliz a su novio, para que vean que es una buena pareja, esposa, lo que sea, quizás solo quiere gustarle. Aunque eso no existe. ¿Has oído hablar de que en verdad las mujeres se visten para otras mujeres? Es verdad: ella se viste así para que todo el mundo la vea, lo que la hace una puta, putísima, más puta que esta lata maricona que no quiere caer…¿En qué estaba? Ah, sí, B3… Incluso, si no te molesta, compañero sopa, yo la bajaría a C3. ¿Por qué? Porque estaba pensando en vos, sé que a vos te gustan esas mujeres, las mujeres así, por eso le di una B, pero para mí será una C o tal vez una D, no es mi tipo aunque reconozco que está guapa, le daría y no precisamente consejos. Pasa lo mismo que con tus novelas: reconoces que una novela está buena, pero no te gustó tanto, una novela buena que no te gusta tanto. ¿Eso pasa, sopita? ¿Sí?, ya ves que tengo razón. Supongo que lo mismo pasa con las pinturas de pintores famosos y otras mariconadas de las que te gustan, pero yo creo que lo mejor es usar este sistema de calificación para las mujeres, a menos que quieras robarme mi sistema. Si quieres robarme mi sistema y usarlo en tus escrituras, por mí bien, me importa un comino, cojudo, haz lo que quieras, igual: de seguro a alguien, en alguna parte del mundo, ya se le ocurrió un sistema como este que incluso sea mejor, qué sé yo, quizás ese sistema use letras, números y signos y flechas y dibujitos de animales, qué sé yo. En fin. Esa tipa es una C3. Punto. ¿Te imaginas lo explosiva que será una C4? Jajaja, ¡una C4!: aparte de fea, reputísima de su mama… ¿Quién? ¿Gardenia? Ah, Gardenita. Gardenita para mí es una C y como ya la conozco un poco, te diré que es un 3. Gardenia Montoya es una C3, como la tipa esa, porque ya sabes cómo me gustan a mí las mujeres, aunque sí le daría: el que come de todo, come siempre… Yo sé que para vos… sí, a mí no me engañas, yo te he visto cómo la miras…, yo sé que para vos es una A, incluso una A+, y no digo un número porque te me vayas a ofender, sopa, aunque, si me lo preguntas y si te interesa, creo que para vos sería un 2, Gardenita es una A2 para vos, ¡hasta rimado me salió, como tus poesías de maricón, sopa!, así que vas a tener que trabajar si quieres una probadita de esa piel de carbón, sopita… ¿Quieres una?

Dije que no y traté de impregnar en mi negativa un tono que denotara que estábamos haciendo algo ilegal para que, por lo menos, se apresurara.

—Ya mismo acabo, sopita, aguanta un poco, calladito, y avísame si sale el Oso.

El Lléntelman estaba acuclillado frente a la máquina de gaseosas, metiendo un flexómetro por la ranura. La punta doblada de la cinta se aferraba a la cima de las latas y, tras un tirón descomunal, la lata se liberaba de los resortes o, por el contrario, se quedaba a medio camino y se perdía para siempre. La canasta ya tenía una lata, los resortes tenían tres aprisionadas. El Lléntelman trataba de conseguir una segunda lata.

—¿Seguro que no quieres una, sopa? Mira que aquí hay todas las marcas refrescantes, sabrositas, que calman la sed de tu paladar exquisito, todas gratis, jaja… ¿No? Bueno, entonces solo Cambó y yo nos deleitaremos con ese sabor inconfundible de la gaseosa que reúne a toda la familia.

Cuando dijo Cambó, el perro se puso alerta, levantó las patas y las apoyó contra el vidrio de la máquina. El Lléntelman lo empujó diciéndole «Quita, cojudo, que el papi está trabajando». Después de tres intentos, la segunda lata, un refresco de naranja, cayó en la canasta. El golpe metálico coincidió con la puerta de El Oso Goloso abriéndose. Salió el Oso, con el traje de felpa café y la máscara bajo el brazo.

—Maldita sea, Lléntelman —exclamó el Oso—. ¡Devuelve las latas o dame el dinero! Mi jefe me descuenta a mí cuando tú nos robas.

—Yaaa, pues, cojudo, ¡paga vos!, ¡vos ganas mejor que cualquiera de la calle! —Agitaba los brazos en el aire, como un histrión—: ¿Qué hay de malo en invitarle una refrescante bebida a tu colega de la clase obrera y a su fiel perro sediento? —Señaló a Cambó que estaba sentado en la acera: se puso una pata en la cara, como ocultando la vergüenza. El Oso sonrió ante el gesto pero enseguida frunció el ceño. El Lléntelman me miró—. ¿Oíste cómo hablé, Guillermito sopa? Ya me parezco a un personaje de tus novelas…

El Lléntelman se alejó del Oso, que se quedó maldiciendo su suerte, entró de nuevo en la dulcería, balanceando ese cuerpo esponjoso de felpa café que era su disfraz. Adentro, el Oso balbuceaba unas palabras a su jefe, Jorge Báez, que estaba detrás del mostrador: buscó al Lléntelman a través del vitral que daba la calle e hizo un gesto como diciendo «Bah».

El Lléntelman y Cambó cruzaron la calle y se acomodaron en el banco de madera que está afuera de Confecciones Gentleman. Para cuando me uní a ellos, el Lléntelman ya había hecho una abertura por el costado de una de las latas con una navaja suiza y, después de achatar el lado opuesto, esta descansaba sobre la acera y Cambó bebía frenéticamente el líquido azucarado del bebedero improvisado. Mientras guardaba la navaja en el grandísimo bolsillo de su frac, bebía de su lata. Tras un gran sorbo eructó y, para mi pesar, descubrí lo que había desayunado esa mañana.

—Como te decía, sopita —dijo—: tienes que ser más entrador, más directo, menos misterioso, que esa faceta de escritor solo te hace ver como un cojudo maricón amante de las sopas de menestra. A las mujeres les gustan los hombres que se ven seguros, que tienen pasatiempos interesantes, como motociclista, astronauta, la clase de hombres que dan la impresión de tener aventuras de espías internacionales, como las del cero cero siete. Dime si no me parezco a James Bond con este frac, ¿ah?, dime, dime, jaja. —Levantó los brazos en el aire para que admirara su disfraz, como si fuera la primera vez que lo veía: para robar las latas, se había quitado la máscara y los guantes, de manera que, en ese momento, vestía el frac incompleto.

Cambó arrastraba la lata por la acera para conseguir las últimas gotas de refresco. Cuando comprobó que ya no había más, se sentó frente al Lléntelman y lo vio a los ojos, suplicante. Ante la indiferencia de su dueño, se paró en dos patas y comenzó a dar vueltas, con las extremidades delanteras en eterno ruego. El Lléntelman, como siempre, se apiadó: levantó su lata arriba del perro y vertió el líquido en el aire, que caía directamente en el hocico. Era un enano que bebe de las hojas de un árbol, después de la lluvia. Cambó no derramó una sola gota y tampoco abandonó su posición circense.

—Perro sopa, cojudo, te vas a morir de diabetes —dijo el Lléntelman mientras le acariciaba el morro—. Si te digo que es adicto a esa pendejada negra con azúcar.

Cambó se recostó sobre la acera caliente por el sol de mediodía. El Lléntelman hizo lo propio en el espaldar del banco, unió las manos por detrás de la nuca y bostezó. Tintineó la campanilla de la puerta de Confecciones Gentleman y el señor Ortiz apareció a nuestro lado: tenía un trozo de tela gris doblado en su brazo derecho, aguja con hilo en la mano izquierda. Tenía dos o tres agujas más aprisionadas en la comisura de la boca.

—Qué lindo, qué lindo —balbuceó el señor Ortiz—. Yo adentro matándome con este traje que debe estar para el viernes y ustedes aquí disfrutando del sol. ¿Para qué te pago, Lléntelman? Está bien que te tomes unos minutos, pero ya vas casi veinte… ¿Y tú, Guillermo? ¿El señor Morán te deja tomar descansos así de largos?

—No, señor —respondí—. Ya me iba a mi puesto.

—Yaaa, no se me encolerice, Juanito, que a su edad es peligroso —dijo el Lléntelman a su jefe—. Estaba dándome la pausa merecida del obrero trabajador, después de cuatro horas de entregar volantes que le habrán reportado millones y millones de clientes…

—Millones y millones, millones y millones… Ponte el disfraz y trabaja. —El señor Ortiz se perdió dentro de su negocio.

—Bueno, mi amigo sopita, es hora de volver a esas tareas humanas tan divertidas y apasionantes que nos permiten llevarnos el pan a la boca.

Estaba regresando a mi puesto cuando exclamó «Ayúdame, carajo». Recogí los pasos y lo ayudé a disfrazarse: tomé las solapas de la levita hinchada y se las acomodé, hice lo propio con las mangas (qué diminutas eran sus manos sin los guantes). Busqué los broches que unían la levita negra al pantalón gris y los uní. La botarga estaba completa. Tomé los guantes que imitaban piel y se los quise poner pero dijo «No, está haciendo mucho sol, ya es suficiente infierno el de acá adentro». Y tenía razón: cuando la temperatura máxima es de veintiséis o veintisiete grados centígrados, adentro de los disfraces puede rondar los treinta, treintaitrés grados, lo necesario para desmayar a los cuerpos no hidratados ni preparados, como me sucedió el año pasado, cuando inicié en este negocio. Tomé la máscara, que más que máscara es un casco de cartón que el mismo Lléntelman fabricó con una pelota inflable de playa como molde y pedazos de papel periódico sobre cartón pegados a ella: cuando ese caparazón de papel se secó y estaba firme como el casco de un motociclista, reventó la pelota, lo pintó de color piel, pegó un gracioso bigote victoriano y cabello al lado de las orejas hecho de algodón, cortó agujeros en la zona de los ojos para poder ver y cortó otro tanto bajo el bigote, donde pegó una malla metálica negra para representar la boca y para que su voz pudiera escapar y los peatones oyeran las promociones de Confecciones Gentleman. Al final, para rematar su obra de arte, colocó un sombrero de copa en la cabeza redonda de caballero. Cómo construyó el disfraz, me lo contó el señor Ortiz hace ya algún tiempo. Lo que le convenció para contratar al Lléntelman fue su inventiva al fabricar esa máscara de aristócrata inglés, que se veía bastante convincente. Juntos trabajaron en el disfraz que acompañaría a ese rostro inerte de distinción y decoro, de buen vestir. El señor Ortiz confeccionó un traje que se adaptó a estructuras metálicas, dignas de una botarga del carnaval de Venecia o de Disney World, y que, sorpresivamente, no limitaba sus movimientos. Después, cuando la ilusión estaba lista, ambos coincidieron en que faltaba algo: el señor Ortiz fue hasta la trastienda que está llena de telas y casimires que cuelgan del techo y duermen en anaqueles, y regresó con un sombrero de copa real. Removió el que había hecho el Lléntelman con una caja de televisión. Después de un par de puntadas y silicona, el sombrero de copa fue la cereza sobre el pastel. Así nació el Lléntelman, la mascota oficial pregonera de Confecciones Gentleman. El Lléntelman solía jactarse de que su disfraz estaba mejor construido que los demás que había en La Colina, también conocida como la Calle de las Mascotas, y no se equivocaba: el armazón de alambre que sostenía el frac era tan amplio que permitía el flujo regular de aire en el interior, así el Lléntelman no se asaba demasiado, cosa que no sucedía con las demás mascotas de La Colina. Se jactaba siempre de su disfraz, sobre todo cuando lo conocí hace más de un año. Como al inicio no lo conocía bien y no atinaba la forma de comportarme con él, fui directo y le dije, en presencia del señor Ortiz, que la mascota de Confecciones Lléntelman más que parecer un caballero victoriano que sabe de vestir, parecía el hombre viejo del Monopolio, el juego de mesa donde se debe poseer todas las propiedades y comprar casas y hoteles y llevar a los contrincantes a la quiebra, perfecta metáfora lúdica del capitalismo. Una breve búsqueda en Internet me permitió conocer su nombre real: Mr. Monopoly, antes llamado Uncle Rich Pennybags. Cuando les di la información, que no estuvo exenta de reproche, ambos miraron el traje con asombro, de arriba a abajo y de abajo para arriba: se dieron cuenta de que tenía razón.

—¿Perfecta metáfora del capitalismo? —preguntó el señor Ortiz—. Aquí no queremos conceptos elevados, Guillermo, eso no sirve de nada cuando se trata de saltar y gritar.

—Conque señor Monopolio… —dijo el Lléntelman—. Lárgate a jugar con tus muñecas de mesa, ¡sopa de menestra!

Cuando el disfraz del Lléntelman estuvo en su posición, regresé a mi puesto. Tomé el casco de gallina que había dejado en la puerta del Pollo Carbonero cuando el Lléntelman me llamó para que lo ayudara con el robo de las latas, aunque más que ayuda lo que quería era compañía: al parecer mi sombra es imprescindible para sus chanchullos. Antes de ponérmelo, observé el interior: era igual a la construcción del casco del Lléntelman (todos nos inspiramos en él para fabricar los cascos). Quisiéramos copiar su armazón de alambre para nuestros disfraces, pero eso ya implica una elaboración mayor en la que tendría que participar el señor Ortiz, a quien ninguno de nuestros jefes está dispuesto a pagar, no porque no tengan una buena relación con él, sino porque consideran que nuestros disfraces pegados al cuerpo son perfectos. Nos morimos de calor y ellos lo saben.

Me puse el casco de gallina blanca en mi cabeza y lo acomodé: hice coincidir el agujero existente entre el pico y las barbillas con mis cejas, ojos, nariz y boca. Peiné hacia atrás la cresta roja, hecha de tela roja, de manera que apuntara al cielo aunque no tardaría en caerse de nuevo. Me aseguré de que las patas y sus garras todavía estuvieran ahí (he perdido garras en tres ocasiones), y de que el cuerpo y las alas hechas de felpa y tela no se hubieran manchado al sentarme en el banco ni que tuvieran pelos perdidos de Cambó.

Entregué los volantes que sacaba de mis alas (no se ven mis manos) a los peatones que curioseaban en La Colina a esa hora, con ese calor a cuestas, preparándose para el almuerzo. La gente que tomaba mis volantes con indiferencia caminaba unos quince metros, sorteando a la Abuelita, para llegar adonde el Lléntelman, que hacía sus cabriolas e imitaba las poses de un caballero, con Cambó a su lado, que se refregaba contra las piernas de los posibles compradores, saltaba alrededor de ellos y luego subía por los brazos y trepaba a los hombros del Lléntelman y, como si fuera un estatua, se congelaba, altiva, apoyado en el sombrero de copa. Entonces se sucedían los aplausos, los volantes bien recibidos, incluso los curiosos entraban en el negocio del señor Ortiz aunque no tuvieran la intención de hacerse un traje o vestido a la medida, solo entraban para ver qué clase de negocio tenía una mascota tan animada.

Pero mis ojos, desde hace tres días, ya no solo son para los malabares del Lléntelman. Mis ojos viajan de esa abstracción del capitalismo, cruzan la calle hasta Hot Dogs Express, y se posan sobre la Leona que reparte volantes a diestra y siniestra. Mis ojos se quedan en esa felina y, si se esfuerzan un poco, distinguen las curvas femeninas que yacen debajo de ese disfraz.

A, susurré. ¿Uno, dos, tres o cuatro?, me pregunté en voz alta.

En la penumbra de la habitación, la tijera recorre el papel, lo corta con simetría, sigue los contornos del anuncio publicitario que muestra a una muchacha, una adolescente bellísima que mira a la cámara, con el mentón descansando sobre la mano y una expresión de tristeza. Bajo ella una pregunta: «¿Te sientes deprimida?». Bajo la pregunta, la respuesta: «Prueba RockStalts, la combinación perfecta de caramelos de miel y esa sensación explosiva que amas en tu boca». Y en la parte inferior de la publicidad, la muchacha bailando con varios hombres de su edad, tan atractivos como ella. «RockStalts hace tu día increíble». La tijera recorta a la adolescente deprimida junto con la pregunta; las manos ponen sobre el escritorio el recorte. Buscan el bote de goma y embarran el líquido espeso en el envés, donde se aprecia una noticia sobre la crisis económica en algún país. Las manos abren el álbum de fotografías, otrora destinado a los recuerdos de una boda, encuentran una página vacía y, firmes y decididas, pegan el recorte en el centro de la página. Ahora la adolescente está cercada por otros recortes: un hombre maduro que sonríe (con perfecta dentadura) a la cámara, una ama de casa (atractiva) que mira hacia el piso, un niño (qué ropa más hermosa) que corretea con su perro y una niña que juega con su casa de muñecas (carísima). Ahora la adolescente de los caramelos explosivos pertenece a la familia feliz… pero sigue deprimida. Entonces las manos toman la tijera y recortan la segunda fotografía: la adolescente es separada de sus compañeros de baile y se inserta a un lado de esa nueva familia. Las manos toman un rotulador rojo y trazan una flecha que conduce a la adolescente triste a su versión alegre, la flecha pasa a un lado de los demás recortes. La ilusión está completa. Las manos se sacuden los grumos de goma, cierran el álbum y lo guardan en un cajón del escritorio.

II

Estoy tan ahogada en una deuda que si fuera un barco sería el Titanic. Trato de sacar la nariz a flote para respirar un poco pero la vida no me deja, me vuelve a meter bajo el agua. Qué injusticia. Yo no estaba preparada para esta clase de vida a la que me han botado mis padres, mezquinos, como si no tuvieran suficiente dinero. No les importa que su hija se rompa el lomo diez horas al día en un trabajo humillante con tal de no perder una de sus casas. Tienes que aprender responsabilidades, Gardenia, me dijo mi papi. Coge tus cosas, te vas de aquí, dijo mi madre llorando. Se confabularon en mi contra para enseñarme una lección que me va a servir toda la vida. Lo único que estoy aprendiendo es que uno puede desaparecer fácilmente en la ciudad, volverse invisible. Estoy desapareciendo, llegará el día que ni Andrés pueda reconocerme. Andrés, la noche antes de que me fuera de intercambio, mientras buscaba su ropa atrás del velador, me dijo que me iba a extrañar pero que salir al extranjero a empezar de cero le parecía una idea magnífica. Ya nos hablaremos por Skype, dijo. Sí, claro, le respondí. Cuando ya estuvo vestido, me quiso besar en la boca a modo de despedida, para sellar los buenos tiempos que se estaban terminando, pero yo lo rechacé porque nunca me ha parecido correcto besar a un amigo en la boca cuando no se está en pleno sexo. Es raro. Él entendió esa especie de filosofía mía y me sonrió. Luego abrió la puerta y escuché la música que venía de la sala y a mis amigos riendo y gritando por el alcohol que a estas horas ya estaría escaso. Cerró la puerta y yo me quedé sola, al fin. Me puse a llorar con las manos tapándome la cara, como si Andrés siguiera en la habitación. Me limpiaba las lágrimas mientras buscaba mi ropa. Había decidido desaparecer y eso es lo que estaba haciendo. Salí de la habitación y, al verme bien vestida, en la cima de las escaleras, mis amigos me aplaudieron. Me recibieron con un trago de tequila o aguardiente, no pude distinguir, y la fiesta continuó hasta que a eso de las ocho de la mañana me escabullí sin que nadie me viera, ni siquiera Andrés, que tiene el sueño ligero. Salí de su casa para siempre. Seguramente, cuando despertaran con resaca alguno de mis amigos consultaría el reloj y diría: A esta hora la Gardenia ya debe estar en el avión. Pero no, qué va: yo estaba en mi casa, en la casa de mis padres, mejor dicho, lamentando mi mala suerte, escondida. Ya quisiera estar en Roma o Barcelona o París u otra capital hermosa estudiando lenguas, como siempre quise. Ya quisiera. Pero bueno, me estoy adelantando: ¿cómo es que llegué a ese punto en el que mis amigos creían que me iba al extranjero? Todo empezó hace varios meses cuando mis padres me echaban de casa por reprobar la carrera de Administración en la universidad. En sus palabras: fue lo último y más grave que pudiste habernos hecho en toda lavida. Como si fuera tan grave. Mis padres se endeudaron con un banco para pagar mis estudios, que fallé en el penúltimo semestre. Me retiro, dejo la carrera, les dije, es que la administración no es lo mío. Prefiero algo más cosmopolita, como estudiar idiomas para viajar y conocer gente. Eso es lo único que dije en mi defensa. Ellos se pusieron a llorar y me echaron en cara que se habían endeudado e hipotecado la casa que arriendan a las afueras de la ciudad. Dos días les duró la indignación. Al tercer día me pidieron que me sacara los audífonos y apagara la computadora, querían hablar conmigo. Me dijeron que, dado que desperdicié todo ese dinero, el préstamo era ahora mi responsabilidad. Ellos se encargarían de pagarle al banco para que no les quitaran la casa, pero yo tendría que pagarles a ellos, al menos el costo de los últimos semestres, incluso fijaron una cifra que no entendí porque creí que todo era una broma. Exagerados. Como no se rieron, supuse que era verdad, aunque me quedó la molestia de no haber consultado a un abogado. Entonces vino la tragedia: querían que consiguiera un empleo de lo que fuera para pagarles la deuda, también querían que me fuera de la casa y me mantuviera por mí misma. Me puse a llorar, no podía creer que mis propios padres me lanzaran así al mundo salvaje, cuando apenas había cumplido los veintisiete años (sí, ya sé: inicié tarde mis estudios). Pasó una semana, por lo menos, en la que nadie dijo palabra. Ese silencio me convirtió en la maestra zen de mis emociones: me dediqué a meditar y a pensar y a escuchar música y a buscar una salida a mi situación. Sentía la necesidad de hablar con Sandra, mi mejor amiga, y desahogarme con ella, pero me daba vergüenza confesarle que mis padres se habían endeudado para pagar mis estudios. No pude ni ver a Andrés para pegarnos un revolcón que me hiciera olvidar mis problemas por una media hora o la noche entera, en su lugar tuve que conformarme con Juan Daniel, un amigo que metí clandestinamente en mi habitación y me hizo olvidar mis problemas en tres tandas de cinco minutos cada una. Un consuelo triste. Me resigné. Estaba sola. Y sola encontré la respuesta: con el pasar de los días, la idea de desaparecer se me hizo más atractiva. Pero no desaparecer del verbo tomar-mis-maletas-y-largarme-de-la-ciudad o tomarme-las-pastillas-para-los-nervios-que-mi-mami-guarda-en-el-baño. Me avergüenza la idea de que mi foto salga en Diario Mundo, toda rodeada de vómitos. Me refiero a desaparecer a plena de vista, iniciar una nueva vida, dejar a mis amigos atrás y, de paso, a mis padres, ser independiente, llegar a mi casa o departamento (mejor un departamento) a la hora que yo quisiera, dormir con música a todo volumen y hacer lo que me diera la gana. Así que empecé a buscar trabajo. Imprimí varios currículum y los encarpeté, pero para alguien con título de bachiller como única distinción y siete semestres de Administración es bastante difícil que la contraten de buenas a primeras. Dejé mi carpeta en trabajos que sabía que tendría alguna esperanza: librerías y restaurantes. Pasó un mes cuando recibí la primera llamada: querían que me probara como mesera en Sports Universe, un restaurante que se llena de testosterona cada vez que hay partidos de fútbol importantes. El precio de la comida era una ridiculez: yo veía cómo preparaban los platos en la cocina, los ingredientes y la calidad de la mano de obra, y si a eso se le multiplicara apenas por dos, aun así era una estafa. Está ubicado en una de las partes lujosas de la ciudad, desde donde veía las casas donde quisiera vivir. Uno de esos días conocí a Enrique, un ejecutivo de ventas que manejaba un BMW y llevaba el saco amarrado sobre los hombros. No pasó ni una semana y ya conocía su departamento, que estaba cerca de Sports Universe. Fue la primera vez que dormí en una cama de agua: son horribles, hacen doler la espalda. Al sexto día de entrenamiento en el restaurante, estaba atendiendo las mesas del fondo, donde las meseras ubicamos adrede a los hombres que vienen a ver el fútbol porque se emborrachan y meten tanta bulla que molestan a los comensales que no gustan de los deportes. Ahí estaba Enrique, acompañado de sus amigos, todos bien trajeados. Dinero, mucho dinero. De vez en cuando desatendía el televisor para darme una sonrisita maliciosa, de esas de actor porno. Me gustaba esa clase de coqueteo, lo reconozco, así que le pedí a una compañera mesera que intercambiáramos mesas. Ella aceptó y fui la encargada de llevar cerveza tras cerveza a Enrique y sus amigos. Cuando iniciaba el segundo tiempo, Enrique estaba tan borracho que había perdido el pudor y me pellizcaba las caderas cada vez que me acercaba, me decía cosita rica y otras vulgaridades que empezaron a molestarme por que las hacía para demostrar la estúpida superioridad machista que tienen todos los hombres, todos sin excepción. Mi paciencia llegó al límite cuando me agarró el culo y me hizo sentar a la fuerza en sus piernas, mientras sus amigos lo celebraban. Una cosa es que una mujer desee a un hombre y se entregue a él (o que una lo haga suyo, que es en realidad como pasan las cosas), y otra muy distinta es que un hombre sea un cavernícola frente a sus amigos cavernícolas. Me gusta sentirme un trofeo, me gusta que me ganen, pero la grosería ya es otra cosa. Me liberé como pude y le lancé la cerveza en la cara. Sus amigos se callaron y la cara de Enrique se puso roja. Supuse que querría pegarme para seguir con su exhibición de testosterona, así que me adelanté rompiéndole el jarro vacío en la cabeza. La sangre empezó a chorrear de su frente y dos de sus amigos lo llevaron al baño. El gerente apareció detrás de mí, acompañado por las meseras, y les pidió a los hombres que abandonaran el lugar. Me sentí respaldada, hasta el gerente se me hizo más guapo que el día de la entrevista, pero todo se fue al diablo cuando, al siguiente día, en su oficina, me dijo que Enrique era uno de sus mejores clientes y que no quería perderlo, así que, como yo estaba de prueba en Sports Universe, lo mejor era que me fuera. Quise gritarle pero no sacaría nada, incluso si lo denunciara en algún ministerio, el trámite demoraría meses o años, lo que retrasaría mis planes de desaparecer. Lo único bueno fue que el gerente sabía que estaba cometiendo una injusticia, así que me pagó por un mes, como si me hubieran contratado. Esa noche lloré mucho y mi madre me consoló. Nunca le dije por qué había perdido el trabajo, supongo que creyó que lloraba porque estaba viviendo una situación desconocida y difícil para mí, y lo era. Acepté su silencio como una prueba de buena fe. Nunca le conté a Sandra del trabajo y de Enrique porque me daba vergüenza. Pero la situación mejoró al siguiente día: me llamaron de una agencia de modelaje donde había dejado mi carpeta. Les había gustado mi foto y querían probarme. Fui a la entrevista y una hora después estaba metida en una malla azul tan apretada que marcaba mi ropa interior, así que tuve que sacármela. La malla azul de una pieza era lo único que evitaba mi desnudez en el centro comercial. Igual me sentía desnuda: era una modelo que se paraba atrás de un estand tan azul como mi malla de Mayonesa Hurtz, que ahora tenía un nuevo sabor, picante, y yo era la encargada de embarrar la salsa en unas galletitas y entregárselas a todo el que pasara por los corredores del centro comercial que, por desgracia, no estaba lo suficientemente lejos de Sports Universe. Ahí estaba yo, parada, con unos tacones que me mataban y me hacían sudar y doler las piernas, entregando unas galletitas con esa salsa blanca horrible que no picaba nada de nada. Como estaba afuera del Megamercado del centro comercial, el target oficial de Hurtz eran las amas de casa, pero la mayoría de gente que se me acercaba eran hombres. Seré sincera: se debe a mi cuerpo, específicamente a mis senos: son un poco más grandes de la media. Una mujer delgada y alta como yo debería tener unos senos un poco más pequeños, que fueran un poquito más armónicos con el resto, pero no: son senos cargados y hermosos. Sandra tiene los senos tan grandes como los míos, pero los de ella no se ven tan bien porque es más pequeña y regordeta que yo, a veces parece una enana embarazada, ja, nunca se lo he dicho, pero lo sospecha, por eso nunca usa escotes. Varios hombres trataron de sacarme mi número de teléfono pero me negué. Pasé una semana así, de pie, y la promoción de Hurtz terminó. Me pagaron una miseria, dijeron que me llamarían cuando hubiese otra promoción. Me llamaron a las tres semanas y el proceso se repitió: ahora la malla era roja y promocionaba la salsa de tomate de Hurtz, afuera del mismo Megamercado. A un día de terminar el trabajo, los vi: venían hacia mí, con Sandra y Andrés a la cabeza. Se detenían de vez en cuando en los escaparates, señalaban productos y se reían, a veces entraban en los negocios y salían con bolsas llenas de compras. No me habían visto, así que hice lo que cualquiera haría en mi situación: huí para siempre, corrí y corrí. Ni siquiera fui a reclamar mi pago por los cuatro días de salsa de tomate, el hombre que me entrevistó tampoco me llamó para reclamarme el abandono. La vergüenza, la vergüenza. Mejor así. Pasaron dos semanas de no hacer nada, vegetando en mi casa. Me di cuenta de que, misteriosamente, extrañaba trabajar. Me di un par de cachetadas para reaccionar ante semejante disparate, pero la sensación no desapareció. ¿Podrían entender mis amigos esta urgencia por este mundo nuevo cuando ni yo misma lo entendía? Sandra solía decir: Yo trabajaré cuando mi padre deje de mantenerme, pero con todo lo que me quiere, no creo que me deje ir nunca. Julián solía decir: ¿Trabajar? ¿Estás loca? Andrés solo decía bah y le pedía dinero a sus padres para la gasolina. ¿Qué me estaba pasando? ¿Será posible que este cambio tan importante se dé en la vida de toda mujer? ¿Será que existen otras mujeres como yo, sintiendo lo mismo, justo ahora? No lo sé pero me empezaba a agradar la nueva Gardenia Montoya, mujer independiente o que al menos trataba de serlo, e imaginaba «Gardenia Montoya, Mujer Independiente» impreso en una tarjeta de presentación. Con el dinero que gané en Sports Universe y en Hurtz me compré un pantalón y un par de zapatos en el mismo centro comercial del que huí. Al salir con las compras, aunque seguía con la idea de desaparecer (mis amigos me reprochaban por e-mails por qué no me había asomado a tal o cual fiesta), sentí que no tenía prisa: el mundo era mío. Me di el tiempo de caminar y admirar cada escaparte, incluso leí todo un letrero que anunciaba que próximamente se abriría un nuevo centro comercial en alguna parte de la ciudad. En la calle pedí un taxi y fui a mi casa a probarme la nueva ropa. Mis padres, al verme modelar para ellos, se sintieron orgullosos: era la primera vez que compraba algo con dinero salido de mi bolsillo. Lo recalcaron varias veces. Esa noche me dieron una buena noticia: creí que me quitarían el castigo, la obligación de tener que trabajar para ahorrar y pagarles. Me dijeron que si lograba pagarles la deuda, ellos me ayudarían a estudiar una nueva carrera, Lenguas o Turismo, lo que yo quisiera, incluso podría ser en el extranjero. Estaban dispuestos a endeudarse nuevamente si yo demostraba disciplina al pagar la deuda. Los abracé como no lo había hecho en mucho tiempo. Y como si las cosas no pudieran ser mejor, al siguiente día me llamó un tal Pedro Escobar, quería entrevistarme para un posible trabajo en el mundo de la comida rápida. ¿Cómo había conseguido mi currículum si yo jamás dejé una sola carpeta en Hot Dogs Express, peor aún en La Colina? No lo sé, quizás el gerente del Sports Universe se había sentido mal. Conocía Hot Dogs Express: muchas madrugadas había comido sus productos después de salir de algún bar, muerta del hambre, para pasar la borrachera. Lo curioso es que algunas veces sentí el sabor de su mayonesa con especias directamente de la boca de Andrés: casi era un ritual revolcarnos como monos después de comer en Hot Dogs Express, por eso cuando el señor Escobar me preguntara si conocía sus productos, no tendría que mentir, y no lo hice: la entrevista fue muy simpática, breve y reveladora. Me sorprendió descubrir que el local de Hot Dogs Express de La Colina se regía por normas propias de esa calle y no de los otros tres locales de la franquicia. El señor Escobar me dijo que La Colina era una calle especial, tan especial que estaba habitada por animales, como un zoológico (aquí él se rió y tuve que reírme también). Como ves, dijo, hay animales en las aceras, sí, a eso me refiero, a las mascotas, a los dignísimos hombres que se disfrazan para atraer clientes. En toda la ciudad, qué digo en la ciudad, en todo el país, y seguramente en el resto de Latinoamérica, somos famosos porque aquí las mascotas son un atractivo vivo, inusual. Ya me dirás que existen otros lugares con mascotas, sí, lo sé, pero aquí es diferente: la gente viene acá con la idea de que viene a un circo, como una rambla donde se fotografían con los hombres-estatua. Nuestras mascotas son famosas y así queremos que siga la tradición. Por eso, aunque el negocio se llama Hot Dogs Express, este local de La Colina no es exprés, no, es un lugar para compartir, por eso es el único de los locales que tiene mesas y sillas para que la gente venga, compre, coma y converse. Ya ves, por eso somos tan especiales. Pero también somos especiales por… El señor Escobar me explicó que la dinámica laboral de las mascotas es diferente en La Colina. Me dijo que aquel que desee convertirse en mascota debe ser soltero, no tener cargas familiares, predisposición para llamar la atención y cero vergüenza, capacidad de resistir varias horas en un mismo disfraz. Cuando le pregunté por qué las mascotas no debían estar casadas ni tener hijos, me dijo que el trabajo incluía vivienda y comida: como un ama de llaves puertas adentro, las mascotas de La Colina viven en los pequeños departamentos que hay atrás de los negocios. Mascotas puertas adentro. Luego dijo: He visto su currículum, señorita Montoya, y tiene la experiencia que necesito: mesera, modelo de productos, incluso ha sido estudiante de Administración… ¡Quién sabe que con el tiempo termine en nuestro departamento de Contabilidad, todo depende de usted y sus ganas de superarse, ja! No supe por qué le divertía tanto la idea. Señor Escobar, le pregunté, ¿por qué el empleo incluye casa y comida? El teléfono sonó y contestó, dijo un par de palabras, se disculpó y salió de ese cuartucho diminuto que era su oficina. Me levanté de la silla y caminé hasta la ventana y contemplé La Colina: al frente de Hot Dogs Express había un perro que ladraba a un hombre vestido de ¿duque?, ¿de caballero elegante?, ¿del Monopolio?, luego se trepaba en su pecho y le lamía la cara, mejor dicho la máscara. Vi otras mascotas haciendo los movimientos ridículos que no tardaría en imitar si aceptaba la propuesta del señor Escobar. A mi lado, en un perchero, colgaba el que sería mi disfraz: una vaca cuyas ubres eran más grandes que la cabeza. Miré por la ventana otra vez y vi a un hombre disfrazado de gallina gigante, que agitaba los brazos-alas y las plumas subían y bajaban al compás de su baile, cacareaba de lo más patético. ¿Yo tendría, entonces, que mugir? El señor Escobar regresó. Apresurado, me especificó cuál sería mi sueldo, dijo otras cosas importantes que no escuché porque mi atención estaba en el disfraz de vaca, en lo ridículo que me vería en él, muuugiendo, entregando papeles, llamando a gente. Me gustaba la idea de disfrazarme y tener por primera vez mi espacio para vivir, uno que fuera solo mío. Eso era desaparecer a plena vista, incluso si alguna vez mis amigos iban a La Colina a comer o pasear, no me reconocerían y no tendría que huir como pasó en mi etapa de modelo. ¿Entonces, le interesa el trabajo?, me preguntó el señor Escobar. Sí, mucho, respondí, pero con una condición. El señor Escobar puso cara de intriga. Y rápidamente vi lo que haría por la tarde: les avisaría a mis amigos que me había ganado una beca para estudiar en el extranjero y que me iría el sábado, así que tendríamos que celebrar todo el viernes y en algún momento me escaparía con Andrés para darnos el último revolcón, luego beberíamos y después desaparecería de sus vidas para siempre, y la tarde del sábado y el domingo pasaría con mis padres, consolándoles porque me iba de la casa, me iba por un tiempo a trabajar, y esas lágrimas serían de tristeza y también de alegría porque su Gardenia se estaba convirtiendo en la nueva y mejorada Gardenia Montoya, modelo 2010, la responsable y trabajadora de veintisiete años, y el lunes vendría a primera hora con mis cosas y me metería en el disfraz de vaca y muuugiría y bailaría y desaparecería. ¿Condición?, preguntó de nuevo el señor Escobar. Sí, señor Escobar, le dije, ¿se da cuenta de que si una vaca es el símbolo de Hot Dogs Express, le estamos recordando a la gente que nuestro negocio es acribillar y destripar animales, que están comiendo vacas y cerdos? ¿Se da cuenta? Eso no es bueno para su negocio, incluso puede atraer la atención de los grupos defensores de animales y todo se podría ir al diablo. Todo esto lo dije asegurándome de erguir los senos porque tienen un efecto hipnótico. ¿Sugiere cambiar de mascota, señorita Montoya?, preguntó. Se quedó callado, meditando. Y dijo: ¿Qué sugiere?, mientras no sea un disfraz ridículo como el del Lléntelman. Y yo le dije toda orgullosa: Quiero ser una leona.

Dinero ahorrado: por lo pronto, $385. Nunca había ganado tanto. Nunca había ganado nada.

3

El italiano en boca del Lléntelman tenía la reverberación del espanglish. Cantaba, vociferaba los versos de su canción favorita tal como los escuchaba, con oído distorsionado, con pasión. También bailaba, continuaba con los malabares de las horas de trabajo, pero con más improvisación y fogosidad: era don Quijote haciendo penitencia en Sierra Morena. Me gustaba verlo así, electrocutado de la alegría, epiléptico de sentimiento. En el hombro cargaba su radiograbadora de los ochenta o noventa, sin atisbo de ranura para discos compactos, las emisoras se sintonizaban con perilla. El casete giraba, los parlantes nos tosían la canción en italiano que para mí caracterizan al Lléntelman y a Cambó. «Sopa, esta es la pieza musical más grandiosa jamás construida». Nunca me dijo su nombre, tampoco quién la cantaba. El himno de su ascenso y caída.

—¿Qué pasa con esa música tan anticuada? —me preguntó Gardenita. Hice lo imposible para sentarme a su lado en la reunión de las once de la noche. Incluso tuve que mentir sobre la calidad de las sillas—. ¿Siempre es así este tipo?

—Siempre. —Y no supe qué más acotar para sostener la conversación.

Cambó lo miraba con censura: le gustaba bailar, pero ya estaba cansado y se lo hacía saber. El Lléntelman, de vez en cuando, se disculpaba con el animal a la distancia. Cambó salió de su escondite y, con el hocico, haló a pierna de su amo hacia Confecciones Gentleman: «Ya me estoy atrasando a dormir», parecía decir. El Lléntelman se lo sacudió de la pierna y caminó hasta Gardenita (eso no me lo esperaba), le tendió la mano para bailar. Ella no supo qué responder hasta que Cambó acudió en su ayuda: molesto, se subió a sus piernas y cualquier intención de baile quedó clausurada.

—¿Está bañado este perro? ¿De qué raza es? —preguntó Gardenita. Lo miró con desconfianza, incapaz de poner una mano en él mientras se acomodaba y convertía el disfraz de leona en un colchón improvisado.

—Es de todas las razas posibles —respondí creyéndome ingenioso.

La canción terminó. Presionó el botón Stop y la radiograbadora hizo clic. Todos aplaudimos menos Gardenita.

—Bueno, pedazos de sopas, ya saben todos por qué nuestras presencias han sido requeridas aquí, en este momento preciso del mundo mundial —dijo el Lléntelman fingiendo maneras de maestro de ceremonias—. Tenemos un nuevo miembro, mejor dicho miembra, en nuestra comunidad de mascotas, como quien dice nuestro zoológico. Si nos haces el favor… —extendió el brazo, indicándole que debía presentarse.

Gardenita intentó ponerse de pie pero Cambó no cedió ni un centímetro, así que habló desde la silla.

La noche era clara y refrescante, se sentía el calor del día atrapado en la hierba y el concreto. El parque donde nos encontrábamos, escasamente iluminado a esa hora, es nuestro centro de reuniones oficial, donde colocamos las sillas de plástico para que las diez mascotas recibamos las últimas noticias o simplemente cumplamos con la principal motivación del Lléntelman: beber en la vía pública. La Calle de las Mascotas, cuyo nombre científico es La Colina, es más bien una callejuela que alberga de un lado cinco negocios que se enfrentan con otros cinco. Hacia el final, otra calle cruza perpendicular a La Colina y sirve de preámbulo al parque, que siempre consideré un desperdicio: supera con creces el tamaño de una cancha de fútbol reglamentaria, con unos pocos árboles por aquí, unas mesas por allá, unos caminitos de piedra por acullá. Podría albergar un estadio. Había algo de desolador en él, tal vez porque hacia el sur se veían las luces de Los Estrechos, siempre ignotas y amenazadoras, mientras que hacia el norte estábamos nosotros con nuestra alegría y nuestro mundo, ignorantes de las vidas de los menos afortunados. Emana una sensación de lugar de transición, uno que está a punto de ser demolido o que adolece de reparaciones de última hora. Era un segundo hogar para mí: como ser feliz en una prisión o un sanatorio.

—Bueno, este perro no… —empezó Gardenita.

—Cambó —corrigió el Lléntelman.

—¿Qué? —dijo ella.

—Cambó, se llama Cambó.

Mirada despectiva de Gardenita.

—Bueno, como Cambó no me deja parar, voy a hacerlo desde aquí. —Gardenia se acomodó en la silla, lanzó su cabello lacio hacia atrás (que descubrió una serie de lunares diminutos en la zona del maxilar y del cuello) y prosiguió, evidentemente incómoda—: Mi nombre es Gardenia Montoya, tengo veintisiete años y empecé recién ayer en Hot Dogs Express, de mascota… ¡Quédate quieto, perro!... Soy una leona, como ya sabrán por mi disfraz. —Tomé su casco-máscara que descansaba en el suelo, junto a la silla, y lo levanté para que todos lo vieran, como un trofeo. «Parece el Rey León rapado», dijo Kelly. Todos asintieron. Gardenia continuó—: Sí, aunque se parece más a la novia del Rey León, Nala. Yo no hice la máscara, el señor Escobar, me parece, la compró así o la mandó a hacer. En fin…

Me gustó su forma de desenvolverse: segura, dominante. Su rostro y maneras decían que era, además, una mujer delicada, como Oliva Oil, la novia de Popeye, pero con atributos que saltan a la vista, hieren los ojos y las sensibilidades chapadas a la antigua. Cuando la vi caminar el lunes, vestida de civil, antes de empezar en el trabajo, la imaginé rompiéndose en pedazos, como porcelana al impactar la acera. Me recordó la fragilidad del hueso de la suerte de la gallina, pero un hueso con mucha carne.

Como nadie más hablaba tomé la iniciativa: me puse la cabeza de gallina, agité mis alas. De pie, frente a ella, dije:

—Como ya saben todos, menos tú, Gardenita, digo, Gardenia… —Me sudaban las manos—, me llamo Guillermo Gangotena, tengo veintinueve años y soy la mascota del Pollo Carbonero hace más de un año. Soy el más joven de por aquí, bueno, era el más joven antes de que tú llegaras, y también era el más nuevo en este trabajo, título que te pertenece ahora a ti, como puede verse… —Secaba mis manos en el interior de las plumas de felpa—. Además de ser gallina soy escritor, escribo cuentos y actualmente una novela… —Me faltaba el aire, sentía la urgencia de sentarme—. Eso… Ah, cierto, Gardenia, como todos aquí, puedes llamarme Guillo o Guille o Guillermo…

—¿Qué tal Gallina? —el Lléntelman y sus clásicas interrupciones, ahora recostado sobre la hierba, como una de las majas de Goya. Todos rieron, incluyendo Gardenita, para mi pesar. Casi siempre nos tratábamos por nuestros apodos, que eran nuestros disfraces. Me senté. Oí un par de aplausos discretos por atrás.

—Mi nombre es Kelly Lasso y tengo treintaisiete años. —Kelly se puso de pie y ondeó los brazos para que Gardenita apreciara los detalles de su disfraz: una rebanada triangular de pizza, con retazos de tela de varios colores y formas que hacían las veces de champiñones, salami y jamón, el queso era tela blanca de fondo, su rostro aparecía en un círculo en la mitad de una aceituna, semejante al portillo de un submarino—. Como ves, soy una pizza. Trabajo en el local Pizza Al Passo, que está al frente del tuyo.

—Me llamo Luis Pazmiño, tengo cuarenta años. Llevo trabajando cinco años en El Rincón de la Abuelita Anita, que, como habrás visto en otros locales de la cadena, vende comida tradicional. El Rincón es una cadena de restaurantes muy famosos en la ciudad. Han salido muchas veces en los periódicos porque es un negocio de tres generaciones. Ahora está manejado por Francisco Flores, que era el nieto de Anita, que empezó solo con un puestito de comida en la calle. Estoy orgulloso de trabajar aquí. Soy una abuelita —mostró su disfraz—. A tus órdenes para lo que gustes.

—Me llamo Juan Carlos Echeverría y soy la mascota de El Oso Goloso. Me dicen Oso, a veces me dicen Yogui. Mi trabajo tiene dos funciones principalmente: atraer clientes para que compren caramelos nacionales e importados y evitar que el Lléntelman se robe las latas de la máquina. —Rieron, incluyendo a Gardenita. El Lléntelman hizo una reverencia.

—Soy Víctor Vélez, soy la mascota de Helados del Señor Frío.

—¿Y qué eres? —preguntó Gardenita—. ¿Un astronauta?

—Sí, sí, soy un astronauta —dijo Víctor y se sentó, evidentemente molesto por algo. En cierta forma, el disfraz de Víctor sí parece un astronauta, pero en realidad se trata de un villano de Batman, Mr. Freeze. El disfraz está basado en esa espantosa película Batman y Robin de 1997. Antes de ese año, el negocio tenía otro nombre, pero tras un viaje a Estados Unidos, el dueño, César Lagos, volvió con ese disfraz y decidió renombrar al negocio y, la verdad, la estrategia le funcionó bastante bien.

—Hola, Gardenia. Bienvenida a nuestro humilde hogar. Espero que te vaya de maravilla en este trabajo y que te quedes muchos años con nosotros y que nos hagamos buenas amigas, que nos llevemos bien como hasta ahora lo hemos hecho. Mi nombre es Laura Tomalá, soy el toro ambulante de Carnes En Serio. Como a una mujer nunca se le pregunta la edad, sobre todo cuando ya tiene más de cuarenta años, te diré que tengo veintidós. Llevo trabajando aquí casi siete años, en los que he visto grandes transformaciones, muchas motivadas por nuestro gran amigo el Lléntelman, para quien pido un aplauso.

Aplaudimos.

—Hola, soy una Aspirina, jaja. Mentira, soy una pastilla muy parecida a una Aspirina, digamos que soy un genérico: alivio dolores de cabeza, cólicos y pesares, jaja. Me llamo Ramiro Mármol y trabajo en la farmacia-bazar Santo Remedio. Al principio, hace mucho tiempo, era solo farmacia… Antes de olvidarme, ¿trajiste la foto que te pedí? —Gardenita metió la mano en el pelaje corto y beis del vientre, que escondía un bolsillo. Sacó una foto de carné y se la entregó a Ramiro. «Mira», le dije, «yo también tengo bolsillos secretos debajo de mis alas». Ella dio una rápida ojeada y, tras una sonrisa falsa, dejó de verme. Me sentí estúpido, sobre todo porque mi siguiente paso en la conversación era confesarle que a veces escondía libros en esos bolsillos y de la vez en que estaba leyendo el Ulises y este se caía a cada instante, y de los regaños de mi jefe que me prohibía leer en horas de trabajo.

—Para terminar, aunque soy el primero de la calle, mi nombre es Daniel Paredes. Soy la mascota de Homero Fa-shion. Junto con Laurita, le damos la bienvenida a los consumidores porque somos los primeros que ven al entrar en nuestra calle, a menos que entren por la calle del sur, la del parque —señaló con el índice Los Estrechos—, en ese caso te tocaría ti y a Kelly dar la bienvenida. Como debes estarte preguntando por qué un perro es la mascota de un negocio de ropa —sobreactuó la pregunta—, te diré que fue decisión de todos los propietarios de los locales. Ellos creen que un perro siempre te hace sentir bienvenido y que todos quieren a los perros… —Caminó hasta Cambó, le acarició la cabeza. Ya casi era medianoche: Cambó ya no estaba para juegos ni caricias—. ¿O no es verdad, o no es verdad, mi perro bello?

—¡Qué emotivas palabras, sopas! ¡Qué emotivas palabras! Déjenme felicitarlos y aplaudirlos, ahora, que estamos vivos, jóvenes y guapos. —El Lléntelman se puso de pie y dio tres palmadas muy espaciadas entre sí—. Espero que lo estén pasando bien, a pesar de la cara larga del Señor Frío que parece que se acaba de cagar en los pantalones. ¡Quita esa cara, cojudo, que no es velorio! Ni mi perro, que es más viejo que vos, tiene esa cara de caca. ¡Mejor sirve los tragos y luego da las malas noticias! Bueno, no sé ustedes, amables televidentes, pero yo digo que son malas noticias, no sé cómo las tomarán, así que por el momento, y mientras nos calentamos el alma con un poquito de aguardiente, diremos que son noticias sopa, pura sopa.

Mientras el Señor Frío vertía breves chorros de aguardiente en vasos diminutos, Gardenita, para mi sorpresa, se inclinó hacia mí hasta que nuestros hombros se tocaron.

—¿Qué es sopa? ¿Por qué dice tanto sopa? —preguntó en voz baja, modulada, casi lírica.

—No sé bien —dije secándome las manos sobre las patas de mi disfraz—, nadie lo sabe bien. A veces, por el contexto, creo que quiere decir, ejem, marica…

—¿O sea que nos está diciendo maricas?

—Sí, pero no es ofensivo porque, bueno, es el Lléntelman, así es él… Además, otras veces quiere decir otras cosas, según el contexto. —Y las manos que nunca se secaban del todo.

—¿Y por qué habla así, tan raro? ¿De dónde es? Porque de aquí no es.

No supe qué responderle. Siempre había creído que el Lléntelman era natural de esta ciudad o al menos de este país, hasta que Gardenita me hizo esa pregunta. Su jerigonza y maneras, era obvio, apenas se ajustaban a las de esta ciudad. En otras ciudades encontraba similitudes, pero jamás equivalencias exactas. ¿Quizá era el habla de una pandilla? Siempre supuse que era un hombre viajado, que había vivido en todos los rincones del mundo y que a todos esos lugares les robó algo de su esencia para crear un habla propia, un espíritu libre que se mecía sobre olas que jamás lo mojarían y que se doblegaban a su voluntad. Como escritor, mi apreciación de la vida es narrativa. No puedo decir cuándo inició, pero hoy es una costumbre natural y extendida que mi mente reciba imágenes del Lléntelman, imágenes estáticas y en movimiento que luego escribo, como una postal del futuro en la que una secuencia de cinco segundos se repite eternamente. Así lo veo al Lléntelman en mi mente. En la primera postal reposa en una hamaca, agitándose con el viento de una playa de arena blanca caribeña, el mar azul tendido a sus pies, sorbiendo agua con ron de un coco. La segunda postal: el Lléntelman bebe cerveza en un pub irlandés de mala muerte, ubicado en la callejuela más criminal de Dublín, con otros hombres fabricados con el mismo molde. Al terminar la cerveza estrella el jarro contra el suelo y grita: «¡OTRO!». El barman se molesta y el Lléntelman le rompe la cara a puñetazos, sus amigos lo ayudan y todos juntos muelen a coces y puños al barman, después se beben toda la cerveza del pub, toda, y, en cierto momento, el barman se une a la celebración y juntos cantan, gritan en inglés:

I’m Shipping Up To Boston!Whoa!I’m Shipping Up To Boston!Whoooa!

Usé las dos postales en mi novela El último hombre decente para caracterizar al Trickster, uno de los personajes principales, que está basado en el Lléntelman. Poco se sabe del Trickster, por eso me gusta desconocer sobre la vida del Lléntelman, amén de que él no es aficionado a hablar sobre sí mismo.

Nada de esto le conté a Gardenita, aunque planeo hacerlo: quiero que me conozca.

—Buena pregunta. No sé de dónde es. —Me encogí de hombros. Víctor puso una charola con vasitos de aguardiente frente a Gardenita: bebió de un solo trago, también bebió el mío cuando dije que no quería. Cambó se irguió: con la lengua buscó la boca de Gardenita para probar el líquido azucarado.

Cuando la botella de aguardiente se acabó, Víctor le indicó al Lléntelman que estaba listo para el anuncio y este, tras recostarse nuevamente en la hierba del parque, dio el visto bueno. El Señor Frío pidió la ayuda de la Toro y de la Abuelita, quienes desenrollaron un cartel rectangular frente a todos: a la izquierda aparecía el dibujo de un ingeniero (su casco amarillo lo delataba) que, junto a un hombre común y corriente, señalaba un edificio blanco de tres plantas; a la derecha aparecía una familia muy atractiva (padre, madre, hijo, hija; la madre tenía la sonrisa de Gardenita) que miraba con atención el escaparate de una joyería; en medio de las ilustraciones, enmarcado, un mensaje: