Noches en el desierto - Susan Stephens - E-Book
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Noches en el desierto E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

Aunque Casey Michaels creía que había ido muy bien preparada para su nuevo trabajo en el desierto, se sintió totalmente fuera de lugar ante el poderoso atractivo de su maravilloso jefe. El jeque Rafik al Rafar reconoció la inexperiencia de Casey nada más verla, y bajo el sensual calor del desierto se encargó de su iniciación sexual. Para su sorpresa, Casey le enseñó a su vez el significado de los placeres sencillos de la vida; sin embargo, su sentido del deber como rey lo reclamaba…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Susan Stephens. Todos los derechos reservados. NOCHES EN EL DESIERTO, N.º 1776 - marzo 2011 Título original: Sheikh Boss, Hot Desert Nights Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9833-1 Editor responsable: Luis Pugni

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Noches en el desierto

SUSAN STEPHENS

Capítulo Uno

Tenía una mochila del tamaño de una montaña. Al ir a sacarla de la cinta transportadora, por poco le sacó un ojo a la mujer que tenía al lado. Hebillas y correas colgaban por todas partes, junto con una soga, un saco de dormir impermeable y un par de botas. Llevaba el pelo recogido debajo de un sombrero militar, de camuflaje, con su correspondiente pañuelo para protegerse el cuello del sol.

Cuando se enteró de que tenía que viajar al interior de A'Qaban como parte de su trabajo como directora de marketing para la agencia de desarrollo de aquel país, Casey había cambiado su traje de ejecutiva por el equipo de safari. Pero no había aterrizado precisamente en un remoto aeródromo de A'Qaban, sino en el aeropuerto internacional de la capital, uno de los más modernos del mundo.

Como tenía costumbre hacer con los proyectos que le encargaban, Casey se había documentado a fondo. Sin embargo, apenas unos minutos antes de abordar el avión, le habían comunicado que su itinerario había cambiado... y nada menos que por órdenes directas del jeque Rafik en persona, el nuevo monarca del país. Al parecer Su Majestad había insistido en reunir a sus más destacados empleados antes de empezar a gobernar.

Sorprendida de que se hubieran ocupado de una subalterna como ella, se había sentido halagada en un principio... hasta que le recordaron que Raffa, que era el nombre con que el jeque educado en Eton y formado en las fuerzas especiales prefería que lo llamaran, estaba más que habituado a despedir a los empleados que no satisfacían sus expectativas. Así que allí estaba, disfrazada de agente forestal y sin la ropa adecuada para enfrentar la jornada que se avecinaba.

¿Podía el ardor sexual atravesar un cristal? Mientras contemplaba a Casey Michaels cruzar la sala de equipajes, no tuvo ninguna duda al respecto. Incluso con aquella vestimenta estaba preciosa. Y muy diferente de la mujer vestida a la última moda que había visto en la fotografía de su expediente. Ahora se daba cuenta de que era una foto antigua, desfasada. Casey ya no estaba tan delgada, y el cabello que se adivinaba bajo aquel horrible sombrero militar era mucho más rubio. Todo eso, junto con sus curvilíneas caderas, su mirada imperturbable y su paso decidido, formaba un conjunto más que atractivo.

Sin dejar de acariciarse la barba de tres días, continuó admirando su esbelta figura enfundada en la vestimenta de safari. Su virginal inocencia clamaba al cielo. «Y eso que yo nunca mezclo los negocios con el placer», se recordó. Procuró concentrarse en lo único importante. Aquella mujer… ¿sería capaz de ilusionarse con su trabajo? ¿Podría dirigir? ¿Estaría preparada para luchar por su gente? Ésas eran las cosas que le importaban. Sólo los ejecutivos más eficaces lograban superar sus exigentes criterios de selección.

Pero Casey lo intrigaba. Se retiró de su posición de observador privilegiado: ya era hora de moverse si quería fiscalizar su progreso. Después de dar las gracias a los funcionarios de aduanas, abandonó la sala de control. Se sentía superconectado, como solía ocurrirle cuando se activaba su instinto cazador. No había nada malo en ello. Necesitaba un poco de locura, de frescura en su vida. ¿En su vida? ¿Negocios y placer?

Había un brillo de humor en sus ojos cuando se incorporó a la multitud en la sala de llegadas. Algunos lo reconocieron; más de uno se quedó sorprendido. Otros sólo lo conocían como Adam. La pregunta era: ¿lo reconocería ella?

Lo sentía en el estremecimiento que le recorría la espalda. Alguien la estaba acechando; alguien mucho más poderoso que los funcionarios con los que hasta el momento se había encontrado, la observaba. Tan distraída estaba por aquella sensación que hasta chocó contra una puerta.

«Nada de atravesar puertas», se advirtió firmemente Casey, pese lo fácil que le resultaba distraerse con el timbre ronco de la lengua árabe, el rumor de las túnicas y los pasos de las sandalias resonando en sus oídos. El sencillo trayecto hasta el mostrador de inmigración sirvió de hecho de presentación al misterioso Oriente, al igual que los incontables retratos del líder de A'Qaban servían de impresionante presentación de su jefe.

Había imágenes del joven y poderoso líder por todas partes, y cuando Casey se detuvo un momento para fijarse en uno, se dio cuenta de que era el mismo retrato oficial de la sede de su empresa en Inglaterra: una magnífica figura de cuerpo entero ataviada con la túnica tradicional de un guerrero beduino. Desvió entonces la mirada a la bandera real, que ondeaba en un alto astil del centro del vestíbulo. Una luna creciente de plata con fondo azul, y en primer plano, un león rampante con las fauces abiertas.

Volvió a asaltarle un escalofrío cuando recordó que el león era el símbolo personal del jefe Rafik. El símbolo perfecto para un hombre que había remado en Eton, jugado al rugby en Oxford y boxeado en el ejército durante el tiempo que pasó en las fuerzas especiales, antes de estampar el sello de su autoridad en el mundo de los negocios, al igual que en su país. Rafik al Rafar era el indisputado león alfa del Golfo Pérsico, un hombre cuya ética laboral tenía fama de despiadada.

Casey se incorporó a una cola de pasajeros que se movía a buen paso mientras reflexionaba sobre su posición en la empresa del jeque. Indudablemente, su pasión por aquel país la había ayudado a promocionarse. A'Qaban era sin duda el más excitante proyecto imaginable. Rodeado de un mar turquesa y enmarcado por montañas de granito, el país alardeaba de tener una capital sin parangón en el mundo, y ella estaba decidida a convertirla en líder de mercado en la industria turística mundial.

Pero A'Qaban también tenía una inestimable joya que estaba por descubrir. En opinión de Casey, el interior del país era su mejor activo turístico. Un paisaje intocado por la mano del hombre, a excepción de las tribus nómadas de beduinos que estaban bajo la protección del jeque Rafik al Rafar. Casey proyectaba precisamente paquetes de viaje turísticos que combinaran el conocimiento respetuoso de la cultura de los beduinos con rutas y excursiones de interés cultural y ecológico.

Frunció rápidamente los labios con gesto decepcionado cuando recordó que, de no haber sido por el imprevisto cambio de opinión del jeque, en aquel preciso momento se habría encontrado en mitad del desierto. Ésa era la única razón por la que había bajado del avión vestida como un figurante de película de Indiana Jones. Esperaba, sin embargo, que ésa fuera la única decepción a la que tuviera que hacer frente aquel día.

Estaba a punto de sacar su pasaporte cuando la asaltó de nuevo el presentimiento: alguien la estaba observando. Tenía la fuerte impresión de que alguien había salido a cazar y que ella era la presa. Tenía que mantenerse alerta. Sus colegas la habían advertido de que Rafik al Rafar solía saltarse las reglas: una perspectiva que la había excitado cuando se lo contaron, ya que le gustaban los desafíos. Pero ahora que estaba allí, ya no se sentía tan confiada.

Atravesó los mostradores de inmigración sin incidentes. No esperaba que fuera nadie a buscarla, así que su plan era llamar a un taxi y dirigirse al hotel más cercano. Una vez allí, tomaría una ducha y contactaría con la oficina. Apenas había atravesado la mitad del vestíbulo cuando de repente se encontró rodeada de guardias. Todos llevaban túnicas negras y pantalones bombachos, con dagas a la cintura. Casey se giró en redondo. Era inútil, no tenía escapatoria.

Jamás le había sucedido nada parecido: era la experiencia más aterradora de su vida. ¿Qué terrible pecado habría cometido? No tuvo que esperar demasiado para averiguarlo. El círculo de guardias se abrió para dejar entrar a un hombre solo. Todo un bombón en tejanos.

En tejanos azules, ceñidos, botas y una camiseta ajustada, para ser exactos. Pelo negro, mirada acerada, tez morena, una boca sensual y... ¿un arete en la oreja? Por unos segundos fue incapaz de pensar con un mínimo de coherencia. Aquel hombre era altísimo y tenía el físico de un boxeador. Tragando saliva, rezó para poder recuperarse rápidamente. Aquél no era el momento más adecuado para quedarse deslumbrada y sin palabras ante la presencia… del jeque Rafik al Rafar.

–Te mueves más rápido de lo que pensaba, Casey Michaels.

Los ojos color castaño oscuro del jeque eran absolutamente impresionantes, pensó temblando por dentro mientras improvisaba una torpe reverencia.

–Su Majestad...

–Déjate de ceremonias y tutéame. Llámame Raffa.

Raffa no solamente era el hombre más guapo que había visto en mucho tiempo, quizá nunca, sino que además tenía una voz cálida y aterciopelada, con un levísimo acento, que trastornaba sus sentidos.

–Raffa.

–Ahlan wa sahlan, Casey Michaels.

Había un ligero matiz burlón en su voz. ¿Acaso podía leerle el pensamiento? Con el corazón acelerado, vio que se llevaba una mano al pecho, luego a los labios y por fin a la frente.

–Ahlan wa sahlan bik, Su Majes… Raffa –bajó la mirada, contenta de haber aprendido en Inglaterra unos rudimentos de árabe. Cuando volvió a alzarla, fue para descubrir que el jeque seguía contemplándola con interés.

–Vamos.

«¿Adónde?», se preguntó, nerviosa. En realidad le daba igual, siempre y cuando no la despachara de vuelta a casa. El jeque la llevó a un pequeño despacho que contenía un escritorio y dos sillas de aspecto incómodo, lo cual fue un alivio.

–¿Qué llevas en esa mochila, Casey? –le preguntó, volviéndose hacia ella después de cerrar la puerta a su espalda.

Por un instante se quedó completamente desconcertada.

–¿Qué llevas ahí? –insistió.

Casey la bajó al suelo, apoyándola contra el escritorio.

–Ábrela.

Se le encendieron las mejillas. Aquella orden no tenía apelación posible. Abrió la mochila y se irguió. Intentó recordarse que aquello no era más que un asunto de trabajo, que no había nada personal en ello, en un intento de recuperar su maltrecha confianza. Con los asuntos de trabajo sí que podía enfrentarse: el problema eran los hombres. Además, los hombres tan guapos como aquél jamás se fijaban en las mujeres como ella. Casey no tenía ninguna práctica en tratar a alguien como...

Se dio cuenta de que se había quedado mirando sus labios. Dio un respingo y se puso súbitamente alerta cuando el jeque volvió a hablarle.

–Enséñame lo que has traído, Casey.

Capítulo Dos

–¿Que te enseñe lo que he traído? –le preguntó mientras revisaba mentalmente el contenido de su mochila.

–Toma asiento, si lo prefieres –le sugirió él, apartándose de la pared en la que había estado apoyado.

¿Y dejar que lo intimidara más todavía con su estatura? Ni hablar.

–Prefiero permanecer de pie, si no te importa.

–Como quieras.

Claro que lo quería. Se encogió al verlo acercarse.

–Sólo quiero comprobar si has venido bien preparada para el desierto.

Estaba jugando con ella, empujándola al límite, y su propio cuerpo la estaba traicionando. Aquél muy bien podría ser un asunto de trabajo, pero era irremediablemente consciente de Raffa y de su ostentosa masculinidad debajo de aquella ropa informal. Porque le resultaba casi imposible no mirar y no pensar en el enorme bulto de la bragueta de sus tejanos… casi como si fuera una tercera presencia en la habitación.

Además, para colmo, las lágrimas amenazaban con brotar. Casey Michaels, la eficaz ejecutiva, corría serio peligro de desmoronarse. Porque si sus posibilidades de conseguir aquel puesto dependían de sus atributos femeninos… ya podía ir pensando en volverse a casa.

Raffa nunca antes había hecho nada parecido. Siempre partía de la premisa de que cualquier empleado que trabajara para él sabía lo que estaba haciendo. Jamás había escogido a uno recién desembarcado del avión y lo había encerrado en una oficina para interrogarlo, y tampoco tenía excusa alguna para ponerse a hacerlo ahora. Pero Casey Michaels lo intrigaba. Temía que acabara revelándose como una rubia vacua y frívola. Ya había conocido demasiadas a lo largo de su vida y no tenía lugar para ellas en su negocio.

Mientras la veía sacar el primer objeto de la mochila, se dio cuenta con cierta diversión de que sus temores eran infundados. La fotografía del expediente personal de Casey era tan engañosa como su propio retrato oficial, con su tradicional vestimenta de beduino.

Casey creía haber empacado todo lo necesario, pero a esas alturas ya lo estaba dudando. En aquel momento sacó el plástico que llevaba para obtener agua potable por condensación. Vio que asentía con gesto aprobador. Luego le enseñó el espejo con el que había pensado hacer señales si se extraviaba en medio del desierto.

El espejo le ganó otro gesto de aprobación. Siguieron tijeras, sedal y un encendedor de yesca.

–¿Tijeras?

–Sí, junto con la navaja multiusos, la pala plegable y la cantimplora. Todo lo llevo guardado en una bolsa impermeable... aquí está –la sacó.

Rafa le indicó que continuara: no hacía falta que la abriera.

Una caja de tabletas potabilizadoras, seis tubos de tabletas de sal y un frasco de repelente contra insectos de tamaño industrial, junto con un botiquín de primeros auxilios.

–¿Y un mapa?

–Por supuesto... –sacó el mapa, bien guardado en un sobre impermeable–. Y la brújula.

–¿Y ese bulto?

Lo que quería mirar ella era el bulto de él, pero consiguió reprimirse.

–Mi ropa.

–¿Algún traje formal?

–Desgraciadamente, no.

–Bueno, pues afortunadamente... –subrayó la palabra con irónico énfasis– aquí tenemos tiendas.

Una ola de rubor cubrió el rostro de Casey.

–De haber sabido que vendría a la capital, habría preparado un equipaje completamente diferente –de repente se quedó helada. A juzgar por la cara que puso Raffa, no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran. Lo cual representaba otro problema. Dominarse era algo que podía hacer. Pero cambiar su personalidad en tan poco tiempo iba a resultar bastante más difícil.

Vio que encogía sus poderosos hombros con actitud indiferente.

–Te quería aquí –no le dio más explicaciones.

Se estaba mostrando tan ofensivamente insensible, mientras que ella... La tensión parecía crepitar en el aire.

–Ya puedes volver a guardarlo todo. Me quedo satisfecho con lo preparada que has venido para el desierto.

Casey soltó un «hurra» en su fuero interno. Gracias a Dios que no le había pedido que siguiera sacando cosas, entre ellas los seis pares de bragas de estilo más bien puritano, la alarma contra violaciones y los preservativos que su siempre pragmática madre había insistido en que llevara.

Raffa contemplaba pensativo a Casey mientras volvía a guardar sus pertenencias. Sus referencias eran buenas sobre el papel, su ética laboral intachable, pero él necesitaba algo más que eso. La persona que acabaría liderando su equipo de marketing debería demostrar un compromiso total para con A'Qaban, y ser una persona inquieta, innovadora, con iniciativa.

Volvió a recorrerla con la mirada. Por debajo de su absurda vestimenta, aquella combinación de ingenuidad y de absoluta determinación le daba un encanto sin afectaciones. Aunque sospechaba que también podría llegar a ser muy tozuda, a la menor oportunidad.

Decidió interpretar todo eso como un valor en sí. Aunque tendría que estar dispuesta a viajar cuando y como él se lo pidiera, así como a adaptarse a cualquier cambio de itinerario sobre la marcha. También tendría que arreglárselas bien en el interior. Hasta que no estuviera bien segura de sus capacidades, la retendría en la capital.

Estaba deseoso de descubrir si acabaría respondiendo o no a las expectativas. De hecho, deseaba secretamente que saliera bien librada de la prueba...

Estaba cansada del viaje y estremecida por la rapidez de los últimos acontecimientos. Y por Rafik al Rafar. Sobre todo por él. Lo consideraba el principal responsable.

Podía incluso identificar, gracias a su olfato bien entrenado en el departamento de perfumes de incontables tiendas, cada ingrediente de su exótica colonia: vainilla, que era afrodisíaco; sándalo, una especia fuerte y...

–¿Podemos irnos? ¿Casey? –bajando la cabeza, le lanzó una mirada turbadoramente directa–. Te llevaré al hotel para que dejes allí tu equipaje. Luego...

Casey enrojeció de vergüenza. Tenía veinticinco años e ignoraba en absoluto cómo comportarse con los hombres.

–Luego te compraremos un traje –fue el decepcionante final de frase.

–No hay necesidad. Yo...

–¿No aceptas regalos de los hombres? –arqueó una ceja.

–He traído dinero.

–Si prefieres pagar tú, por mí estupendo.

Seguía mirándolo a los ojos como un cachorrillo obediente. Algo que parecía haberse convertido en una costumbre. Raffa la estaba esperando, sosteniendo la puerta.

–Vamos.

Asintió con la cabeza. Ni siquiera confiaba en su propia voz.

Raffa se detuvo nada más salir a la calle. Sus guardias, anticipando el gesto, se detuvieron al instante, alertas.

–Bienvenida a A'Qaban –le dijo a Casey–. Mi país será el tuyo durante los días siguientes.

Un calor que nada tenía que ver con el sol se derramaba sobre ella en oleadas. Se sentía tan sucia y sudorosa por el viaje... Sobre todo al lado del jeque, que era la frescura y elegancia personificadas. Parecía estudiarla cada vez que la miraba, siempre con un ligero dejo de diversión. Desde luego, era imposible que no se sintiera honrada por la distinción de la que le había hecho objeto al ir a buscarla... pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse amenazada a un nivel personal. Era como si su feminidad estuviera en juego, al descubierto. Lo cual no debería importarle si lo que quería era conseguir aquel puesto. Pero le importaba. Y mucho más de lo que habría debido.

Raffa señaló la limusina que acababa de detenerse frente a ellos. Los guardias habían formado un pasillo de seguridad hasta el vehículo real. El vehículo tenía los cristales tintados: una hermética cámara donde, si se metía, permanecería aislada del mundo... con él.

No le quedó más remedio que hacerlo.

Capítulo Tres

Raffa sentía a Casey, sentada a su lado en la limusina, como una llama calentando un corazón helado. Tantas mujeres y tan pocos recuerdos: al menos que mereciera la pena conservar. Quizá fuera por eso por lo que siempre se mostraba tan cínico.

Se mantuvo bien alejado de ella, confiando en que se relajara. Vio que se quedaba sentada muy rígida antes de ponerse a mirar por la ventanilla. Aspiró su fragancia. Un leve perfume a flores, que combinaba perfectamente con el suyo, fuerte y especiado.

Mientras la observaba juguetear con sus rizos rubios, enredándolos y desenredándolos en sus finos dedos, se recriminó por ser tan ridículo. Una mujer como Casey Michaels perfectamente podría no estar a la altura de los requerimientos del puesto ofrecido. Con lo que quizá simplemente su propia libido le había sugerido lo contrario…

–¿Ésos son pozos artesianos?

Raffa se inclinó hacia delante, sorprendido y agradado por su interés.

–Efectivamente...

Volvió a recostarse en su asiento, preguntándose si habría sentido su calor como él el de ella. Era muy consciente de la blancura de su cutis, salpicado de pecas. Se quemaría con el sol, estaba seguro: un motivo más para mandarla de vuelta a casa. Pero el oscuro lado de su personalidad lo incitaba a saborear aquella piel, a ver sus ojos arder de pasión y de deseo por él.

–¡Oh, mira! –exclamó ella de pronto, distrayéndolo de sus pensamientos–. Un dromedario.

–¿De veras? –increíble: un dromedario en el desierto. Su infantil entusiasmo no hizo más que subrayar la decisión que acababa de tomar. La despacharía de vuelta a su casa.

–No puedo creer que el desierto llegue hasta el mismo borde de esta autopista –comentó Casey, volviéndose hacia él como un brillo en sus ojos azul celeste.

Vio tanta inocencia en aquella mirada, que no pudo evitar responderle:

–Si miras hacia las montañas, podrás distinguir más dromedarios en el horizonte.

–¡Oh, es verdad! –exclamó alborozada mientras las negras siluetas de los animales en marcha se recortaban contra el globo dorado del sol.

Prácticamente estaba apretando la cara contra el cristal de la ventanilla, olvidado el nerviosismo que le había producido su presencia. En un momento dado, se llevó las manos a la cara, maravillada.

De todas formas, Raffa no habría cambiado su decisión de despacharla a su casa si no hubiera sido porque sospechaba que Casey Michaels escondía algo. Bien podría ser un talento oculto, a la espera de ser descubierto. ¿Acaso podía permitirse el lujo de prescindir de alguien así sólo porque no podía confiar en sí mismo para no terminar acostándose con ella?

–Creo que esto es muy excitante –le dijo, girándose en redondo hacia él–. Me muero de ganas de empezar. Es un desafío tan grande...