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Mi vida estaba perfectamente organizada, suave y fácil como mi whisky escocés favorito. Tenía relaciones que empezaban y acababan. Mi lema era "Sin ataduras románticas de ningún tipo". Hasta que conocí a Maggie. Una mujer joven y guapísima que trataba de encontrar su sitio en el áspero universo que es Manhattan. Se merecía algo mejor que un hombre de vuelta de todo como yo, por lo que la dejé marchar. Pero el destino me tenía preparada una sorpresa, y descubrí que era padre de una niña que no sabía que existía. Desesperado, contraté, sin verla antes, a una niñera que tenía excelentes recomendaciones. Cuando ella llamó a la puerta de mi ático, abrí para encontrarme con Maggie al otro lado. Ver cómo Maggie cuidaba tan amorosamente de mi hija me hizo querer aprender a ser buen padre. Pero tener a Maggie tan cerca era peligroso. Era un terrorífico rayo de sol que amenazaba con derretir mi helado corazón. La necesitaba para mi niña. Al menos, eso era lo que me decía a mí mismo… Hasta que fue demasiado tarde.
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Seitenzahl: 376
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Título original: Secret Nights
Primera edición: julio de 2021
Copyright © 2019 by Liv MorrisPublished with Bookcase Literary Agency
© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2021
© de esta edición: 2021, Ediciones Pàmies, S. L.C/ Mesena, 1828033 [email protected]
ISBN: 978-84-18491-44-3BIC: FRD
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografías de cubierta: OPOLJA/LittlenySTOCK/Shutterstock
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
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Contenido especial
Lucas
Cuando acabé de entrenar, cogí una toalla y me quité el sudor de los pecados del día anterior, incluso aunque todavía estaban acostados en mi cama. Caminé hacia la pared de ventanales de mi gimnasio y observé los primeros rayos de sol que iluminaban el horizonte al este y despertaban a Manhattan de su letargo.
La gente diría que soy afortunado de despertar por las mañanas con semejantes vistas, pero lo único que yo veía era otro día en el que debía poner de nuevo mi ensayada cara de póquer y conquistar mis demonios hasta que el tiempo transcurriera y, al siguiente amanecer, comenzara de nuevo la farsa.
Cerré los ojos y traté de suprimir el hilo de pensamientos tristes y filosóficos que se repetían una y otra vez en mi cabeza. Necesitaba concentrarme, dar rienda suelta al poder que había en mi interior y todos esos otros estúpidos mantras de autoayuda que había escuchado en los publirreportajes nocturnos en la tele. Esos programas solo servían para una cosa: ayudar a dormir a la gente con insomnio.
—Disculpe, señor —se presentó la distracción perfecta a mis pensamientos.
Al parecer, mi jornada laboral iba a comenzar temprano.
Me giré hacia la puerta, donde estaba mi asistente personal vestido con traje negro y una corbata roja de político y con su fiel tablet en la mano. Era como mirar la imagen de la campaña publicitaria de una marca de moda clásica, pero sin sonrisas desmesuradas.
Se había graduado en la prestigiosa facultad de Empresariales Wharton de UPenn. Yo lo escogí porque su segundo nombre era «Ambición». También le pagaba más que a sus compañeros de clase, que seguían dejándose la piel en fondos de riesgo con malos resultados con la esperanza de dar el golpe un día y llamar la atención del jefe. El contrato de confidencialidad de una página de mi asistente resumía nuestra relación: si me jodía, sería la última vez que esta ciudad sería testigo de sus encantos.
—Sí, Jared —fue mi respuesta, breve y concisa.
No me gustaba que me pillara desprevenido ni que entrara en mis dominios sin avisar. Yo era el rey que gobernaba en ese castillo del cielo. Arrastré los pies hacia él mientras él deslizaba la pantalla de su tablet y fruncía el ceño con concentración.
—Su padre ha convocado una reunión de emergencia esta mañana.
Jared me miró. Pensé que sería lo suficientemente inteligente como para no arrojar una bomba en mi dirección, en especial cuando ya estaba casi a punto de lanzarle un puñetazo en su recién afeitada barbilla. Sus ojos examinaron mi cara en busca de una fractura o una diminuta fisura en mi resolución, pero hacía mucho que había aprendido a congelar mis rasgos ante la mención de mi querido y viejo padre. No podía evitar que los hombros se me tensaran ni que mi mano se cerrara en un puño, pero no sería testigo de la rabia que ardía a fuego lento detrás de mi cara.
Dejé escapar una larga exhalación combinada con años de resentimiento y opté por centrarme en cómo había terminado Jared por entrar en mi gimnasio sin mi ayuda.
—Supongo que eso explica por qué has entrado en el ático. —El sarcasmo ocultó la preocupación que bullía en mi interior.
—He llamado a la puerta.
Levanté una ceja y esperé a que continuara. Una pequeña inclinación en sus labios acabó con su imperturbable semblante habitual; siempre parecía que le habían metido un palo por el culo.
—Barbie me ha abierto la puerta.
—¿De verdad? —me mofé al imaginarme a Barbie saludando a Jared recién salida de mi cama.
Pasé a su lado y caminé por el pasillo hasta llegar a mi impersonal cocina de granito y acero inoxidable. Detrás de mí podía escuchar el sonido de las pisadas de sus zapatos italianos sobre el suelo de mármol.
—Sí. Creo que ya se marchaba.
—Por lo menos iba vestida. —Tampoco era algo que le importara. Quizá estuviera más interesado en su hermano, si lo tenía.
—Averigua qué quiere. No tengo planeado llegar a la reunión sin haberme preparado antes. Y hazme el batido de proteínas de siempre. Estaré listo en quince minutos.
—Sí, señor. — La puerta del dormitorio se cerró justo cuando sus palabras llegaron a mis oídos.
Las sábanas de la cama vacía estaban retorcidas y revueltas como un río que atraviesa un cañón. Mi limpiadora las cambiaría y eliminaría cualquier resto de la noche anterior. Al menos, así tendría algo que hacer aparte de inspeccionar el apartamento en busca de una mota de polvo.
Entré en el baño y me acerqué al motivo por el que había comprado ese apartamento: la ducha de un millón de dólares.
La pared de la ducha era de cristal desde el suelo hasta el techo y te ofrecía una imagen completa del mundo exterior. Mi edificio se alzaba sobre la parte sur de Central Park, y por delante de él no había más que árboles y césped verde en lo que sumaba unas cincuenta manzanas.
Si hubiera creído en Dios, esa sería mi iglesia, y el agua que corría por mi cabeza sería el bautismo que me libraba de mis pecados. El cielo estaba al alcance de mi mano. Nunca había compartido ese refugio secreto con nadie.
Quince minutos más tarde me había puesto un traje azul marino y una corbata a juego y me había terminado mi bebida proteínica en el asiento trasero de mi sedán privado. Mi chófer tomó dirección sur por la West Side Highway hasta llegar a mi oficina en Wall Street, la meca mundial del dinero. La empresa de mi familia le rendía homenaje ayudando a mantener engrasados los motores del capitalismo. Nos había hecho ricos durante generaciones, pero nuestras almas tenían tan poco valor como las papeletas de compraventa que se quedaban pisoteadas en el suelo de la Bolsa.
Mi hermana, Chloe, era la única excepción a la locura de la familia Shaw. Su corazón no estaba tan impregnado de traición y mentiras, y cada día me prometía a mí mismo que protegería su inocencia de nuestros engaños.
Jared estaba sentado en el otro extremo del lujoso asiento trasero de cuero. Ladraba al teléfono mientras trataba de averiguar el motivo de la reunión. La frente se le comenzó a llenar de sudor al no encontrar las respuestas que buscaba. Hasta la asistente personal de mi padre, Vanessa, que había estado con él durante veinticinco años, aseguraba que no tenía ni idea.
Di golpecitos en el reposabrazos con los dedos a un ritmo lento y cadencioso. A veces conseguía ganar a los juegos que organizaba mi padre, pero ese día me sentía perdido incluso antes de saliera palabra alguna de su boca. Fuese lo que fuese lo que tenía preparado, se lo había escondido a conciencia debajo de su gruesa piel.
Mi teléfono vibró con un mensaje entrante. Me lo saqué del bolsillo del traje y desbloqueé la pantalla. Era de Barbie, y contenía una imagen de sus labios fruncidos enviándome un beso. El pelo rubio y largo le enmarcaba la cara, que formaba un óvalo perfecto. Pero lo que era más importante eran las emociones reflejadas en sus ojos azules: insinuaban travesuras y ni una pizca de rechazo o tristeza. La escogí de la agencia a sabiendas de que cuando acabara nuestra relación se marcharía siendo más rica y sin pretender un final de cuento de hadas.
Me lo he pasado bien contigo, y espero que encuentres lo que estás buscando en la vida. Eres un buen hombre. Besos.
Cuántas gilipolleces. Bloqueé su número y eliminé todo rastro suyo de mi teléfono.
¿Haría eso un buen hombre?
Maggie
—Eh, Maggie, ¿te estás preparando para la entrevista?
Levanté la mirada y me encontré con mi mejor amiga y compañera de piso, Tessa, apoyada en la puerta del dormitorio. Llevaba puesto un vestido de color rosa pálido, su tono favorito. Era toda una patada en el culo al color negro de los trajes que se veían en Manhattan, pero a ella le sentaba bien.
Tessa y yo éramos las dos bajitas, pero polos opuestos en todo lo demás. Su pelo rubio contrastaba con mis rizos negros. Su piel todavía conservaba un bronceado dorado del sol del verano y los viajes a los Hamptons con su novio. Yo parecía un fantasma que rondaba las calles de Nueva York. Resumiendo: era la mejor amiga estilo Dita Von Teese de la Barbie de Malibú.
Ella admitía ser tranquila, callada y serena. Yo parecía un torbellino. Tan solo con echar un vistazo a nuestras habitaciones te dabas cuenta. En la de ella se veía el suelo, mientras que la mía se parecía a una escena de la película Tornado.
En pocas palabras, ella era la sensatez contra mi locura. La mejor amiga de verdad que nunca había tenido. En mis días buenos ya costaba mucho aguantarme, y desde que había llegado a Nueva York llevaba un par de meses malos, ese día incluido en ellos.
—Me he levantado una hora antes y todavía voy a llegar tarde si no me pongo un cohete en el culo. —Correteé por la habitación mientras metía mis tacones negros en mi bolso negro grande—. ¿Has visto mis bailarinas? Las negras.
Después de llegar a la ciudad con una caja llena de tacones de diez centímetros, me di cuenta de que Sexo en Nueva York mentía. Tan solo las ricas que tenían a un chófer a su disposición podían pasear tan frescas por Nueva York con tacones como esos.
Yo viajaba como la mayoría de los neoyorquinos, en el metro. Tenía que caminar durante manzanas por aceras desniveladas, atravesar rejillas de desagües a las que les encantaba tragarse los tacones de aguja y subir miles de escalones. Ya me pondría los tacones una vez llegara al edificio en donde iba a hacer la entrevista.
—¡Ya las veo! Debajo del rodapié de la cama. —Tessa señaló hacia un lugar cerca de mi mesita de noche, y yo divisé un trocito de piel brillante.
—¿Cómo se me ha podido pasar? —Aparté la tela del rodapié y cogí las bailarinas por las que había destruido toda mi habitación para encontrarlas. Inspiré y espiré, tratando de calmarme, mientras me las colocaba—. Menos mal que tengo la cabeza puesta.
—Sí, menos mal. —Tessa se rio de mí y me observó con cariño. Nadie tenía más paciencia que ella conmigo—. ¿Cuál es tu parada del metro para la entrevista?
—Wall Street. —Volví a comprobar mi monedero por enésima vez para asegurarme de que tenía la tarjeta del metro, y ahí estaba, el abono amarillo chillón de transportes de la ciudad de Nueva York. Ya había perdido dos, y estaban casi llenos.
—Es la entrevista para el puesto de ayudante que Barclay te ha organizado, ¿verdad?
—Sí. Por favor, dale las gracias de nuevo. Una vez ponga el pie en cualquier sitio, podré embrujarlos con mi encanto y astucia. —Pestañeé varias veces y me atusé el pelo como si estuviera en un concurso de belleza sureño, pero todavía tenía el estómago hecho un nudo de nervios.
No tenía nada más planeado para después de esa entrevista.
Barclay era el novio de Tessa y el director general de la editorial donde ella había conseguido el trabajo de sus sueños. Tardó menos de una semana desde que nos graduamos en la universidad para encontrarlos, el trabajo y a él, cuando llegó a la ciudad. Para ella todo había ido a la perfección.
En cambio, para mí…
Creía que Nueva York me recibiría con los brazos abiertos, que sería llegar y besar el santo. Encontraría un buen trabajo para principiantes y quizá también un chico guapo que me enseñara los lugares más guays de la ciudad, pero nunca imaginé ni de lejos que sucediera lo que me pasó. Sentía que estaba pasando por lo peor de mi vida con creces.
Durante mis noches solitarias, estuve casi a punto de llamar a mi madre y decirle que volvía a casa. No sabía cuánto tiempo podría sobrevivir allí si las cosas no cambiaban. Odiaba tener que rendirme, pero mis sueños se estaban esfumando a toda prisa.
Después de apuntarme a varios trabajos para principiantes online, lo único que había conseguido era una carpeta llena de rechazos. Mi grado en Psicología, con una subespecialidad en Empresariales, de una universidad de Alabama no parecía ser de mucho interés en la ciudad de los fondos de riesgo, las empresas emergentes y los graduados en la Ivy League.
Nadie me quería, y la decepción dolía tremendamente, en especial cuando mis amigos veían cómo triunfaba Tessa. No pude evitar preguntarme cuál era mi problema. Quizá, al final, Manhattan y yo no estábamos hechos el uno para el otro y el universo estaba tratando de enviarme una señal para que me largara de allí cagando leches.
—¿Qué tienes pensado para esta noche? —me preguntó Tessa—. Barclay tiene una cena con unos clientes. He pensado que quizá podríamos pedir comida tailandesa y ver algo en Netflix.
—Ojalá pudiera, pero voy a hacer de niñera para el hijo de los Wilson mientras ellos asisten a una fiesta de recaudación de fondos del colegio. Es para la guardería, y la señora Wilson va a ir toda emperifollada con un vestido largo. Dice que este colegio prepara a los niños desde bebés para entrar en Harvard. Entre tú y yo, lo que tienen que hacer primero es conseguir que su hijo se quite el hábito de comerse los lápices de colorear.
—Parecen muy intensos.
—Ni te lo imaginas. La verdad es que el niño me gusta, y puede que esa sea la única diversión que Andrew tiene en su vida.
Había conocido a los Wilson de la manera más antigua en que se conocen las personas en una ciudad de ocho millones de personas.
Por el destino.
Estaba caminando por la acera cerca de nuestro apartamento mientras pensaba en mi ausencia de perspectivas laborales y me preguntaba cómo iba a pagar mi mitad del alquiler cuando me di cuenta de que una mujer corría detrás de su hijo presa del pánico. Agitaba los brazos, en alto, y gritaba «¡Andrew! ¡Andrew!». El chiquillo estaba más cerca de mí que de su madre y listo para estrellarse contra el tráfico de Manhattan.
Sin pensarlo dos veces, corrí hacia él y agarré al pequeño torbellino entre mis brazos antes de que pisara la calle. Me lo apreté contra el pecho, y sus piernas se movían en el aire como si todavía estuviera correteando por el suelo. El niño estaba encantado y lucía una sonrisa satisfecha. Su madre estaba mucho más afectada; lloraba a moco tendido cuando le devolví al pequeño delincuente.
La señora Wilson se presentó y me dio las gracias una y otra vez por haber evitado que su «testarudo» hijo se saliera a la carretera. Una cosa llevó a la otra y, hasta que encontrara un puesto estable, acordé trabajar para ellos como niñera provisional. La señora Wilson no trabajaba fuera de casa, con lo que podía tener tiempo libre para hacer entrevistas, que tristemente habían sido solo unas pocas y muy espaciadas en el tiempo.
Cuando al fin estuve lista para la entrevista, seguí a Tessa al comedor-cocina de nuestro pequeño apartamento —y con «pequeño» me refiero a que vivíamos en una habitación del tamaño de la de un hotel que había sido convertida en apartamento de dos dormitorios—.
Saqué dos botellas de agua del frigorífico y las metí también en mi bolso. El calor de agosto convertía en saunas los pasillos del metro, así que necesitaba mantenerme hidratada.
—Vale, me voy —me despedí de Tessa por encima del hombro, antes de abrir la puerta de la calle.
—¡Que tengas suerte! —me respondió ella.
—La tendré.
Pulsé el botón de llamada del ascensor y esperé a que llegara a nuestra planta. Me giré hacia el enorme espejo que había en la pared de al lado de los ascensores y evalué mi aspecto.
Había escogido mi traje negro de lino aburrido de la muerte con una camisa con encaje blanco debajo de la chaqueta, de la que no paraba de darme tirones con la esperanza de que, por arte de magia, se colocara bien en su sitio. Parecía profesional, pero me sentía como si llevara puesta una camisa de fuerza que asfixiaba toda la originalidad que había en mí. Decidí cumplir con las normas por una razón: necesitaba un maldito trabajo.
Me había recogido el pelo en un moño prieto. Llevaba un bolso de piel falsa colgado del brazo. Gracias a las falsificaciones de Canal Street, se parecía a uno de Prada de verdad. Por debajo de la clavícula me caía una tira de perlas perfectas que pertenecían a Tessa y que sustituían a mi collar habitual de piedras de cristal. Cuando toqué los fríos abalorios de color marfil, sentí un estremecimiento. Nervios.
Desesperada por rebelarme de una manera que fuera aceptable, saqué mi pintalabios favorito, el de color rojo profundo, y me pinté los labios. Era un grito mudo contra mi piel pálida. Entré en el ascensor rezando para no cargarme la entrevista.
Treinta minutos más tarde, y algo marchita tras el calor del metro, me encontré enfrente de un rascacielos de Wall Street sobre cuya marquesina de la majestuosa entrada de acero y cristal brillaban las letras «IG». Me sudaban las palmas de las manos, y no solo por el calor. Tenía el estómago encogido por todo lo que había en juego en esa entrevista. Esa oportunidad iba a ser o bien el principio, o bien el fin de todo.
Entré en la cafetería que había junto al edificio y me senté en una mesa vacía para ponerme los tacones de guerrera. Dado que la entrevista era en quince minutos, no tenía tiempo para tomar café, pero lo haría después, cuando llamase a mi madre para contarle cómo me había ido, que esperaba que al fin fuera bien.
Dejé el reconfortante olor del café atrás y entré por la puerta giratoria en el edificio de IG. El santuario interior me recibió con suelos de mármol brillante y un techo alto que ocupaba al menos cuatro plantas. Aquel lugar era inhóspito y frío como el dinero. A lo largo y ancho del vestíbulo, una maraña de profesionales de aspecto serio acechaba como los tiburones a la caza.
Me quedé paralizada en medio de la enorme entrada y me sequé las palmas de las manos en la chaqueta mientras el corazón me martilleaba en el pecho. Una mujer con traje hecho a medida me revisó de arriba abajo al pasar. El instinto asesino de sus ojos me intimidó por completo, y casi me di la vuelta y volví a salir a la acera. No quería convertirme en una persona con ese tipo de frialdad y malicia en la mirada.
Sin embargo, tampoco podía salir corriendo por miedo, así que decidí echarle valor y hacer la entrevista. Cuadré los hombros y me dirigí hacia el mostrador de seguridad.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —Un hombre vestido con un traje negro y mirada inquisitiva se echó hacia delante para dirigirse a mí. Tuve ganas de preguntarle si tenía un tranquilizante a mano.
—Magnolia Talbot. Tengo una cita esta mañana con Michelle Lindsay, de Recursos Humanos.
—Su identificación, por favor. —Tendió su enorme mano y yo rebusqué en el interior de mi bolso y encontré mi carné de conducir de Alabama.
Después de observarlo, resopló y tecleó algo en su ordenador. A su lado se activó una impresora, de la que salió una tarjeta de papel.
—Esto es un pase diario. Úselo para entrar por el torniquete que hay detrás de mí. Suba por el ascensor de su derecha a la décima planta. Una recepcionista le indicará adónde tiene que ir.
Le cogí el pase de la mano y lo estudié. En la parte frontal estaban la fecha de hoy y mi nombre. Seguí sus indicaciones y esperé junto a otras personas a que llegara el ascensor. Nadie miró en mi dirección, ni tampoco en ninguna otra, ya puestos. Todos estaban aislados en su propio mundo.
Cuando subía en el ascensor a la décima planta, traté de acabar con mi inseguridad y convencerme a mí misma de que encajaba allí. Al menos podía quedarme con el pase a modo de recuerdo, con independencia de lo que ocurriera ese día. Sin embargo, no podía borrar esa sensación de desasosiego en el estómago que me hacía pensar que esa entrevista sería el fracaso que tanto temía que fuera.
Lucas
A las nueve menos cinco, me apoyé contra la pared forrada de cuadros del exterior del despacho de mi padre. Tenía las manos metidas en los bolsillos delanteros mientras pensaba en lo que me esperaba al otro lado de las puertas de madera de doble hoja.
¿A qué está jugando el viejo?
El breve anuncio de la reunión se había emitido con la idea de mantenerme en vilo, y esta vez había tenido éxito.
Me separé de la pared, abrí las puertas y entré en su lujoso despacho. El aire zumbó a mi espalda cuando las puertas se cerraron automáticamente.
—Buenos días, Vanessa —saludé a la secretaria de mi padre de camino a su mesa.
Vanessa y las espectaculares vistas hacia el bajo Manhattan eran las dos únicas notas de color en ese despacho amueblado en fríos tonos negros acentuados con los acabados en cromo. La alfombra en tono gris glacial te hacía sentir como si estuvieras sobre un lago congelado: un movimiento en falso y el suelo se agrietaría.
—Lucas, estás tan elegante como siempre. —Vanessa me recibió con una sonrisa juguetona que se extendía a sus cálidos ojos marrones. El pelo gris, con mechones negros entremezclados, le llegaba hasta los hombros.
—Y tú eres demasiado encantadora como para estar trabajando para mi padre detrás de esa mesa.
—Tan encantador como siempre.
Ni de lejos.
Me senté en la esquina de su mesa, con una de las piernas apoyadas en el suelo. Me pregunté si todavía me sonreiría si conociera mis oscuros secretos. Probablemente me tiraría de un empujón esperando que cayera de culo al suelo.
Vanessa había empezado a trabajar para mi padre cuando yo era solo un adolescente torpe, mucho antes de haber alcanzado mi altura de metro con ochenta y ocho. Puesto que era una mujer mayor a quien yo parecía importarle de verdad, se convirtió en lo más cercano a una figura materna en mi vida. No conseguía comprender cómo una persona tan adorable podía trabajar para mi padre, con la reputación de cabrón que tenía. Al menos le pagaba en torno al medio millón de dólares a cambio de su cautividad en el piso superior de ese infierno empresarial.
—Supongo que me llamará cuando esté listo. ¿O estamos esperando a los abogados?
Cogí la bola de cristal que había sobre la mesa de Vanessa. Desapareció dentro de la palma de mi mano. Cuando nos conocimos por primera vez, lancé esa bola al aire y ella contuvo el aliento. La volví a coger con facilidad y le dediqué una sonrisa perversa. Esos eran días más felices, antes de que mi vida cambiara para siempre.
—Bueno… Eres el único que ha sido convocado para la reunión —murmuró Vanessa al tiempo que meneaba la cabeza.
—Interesante. Entonces se trata de algo personal.
Me levanté del escritorio y me pasé los dedos por el pelo para apaciguar el incómodo cosquilleo que me recorría la piel. Era incapaz de recordar la última vez que mi padre y yo habíamos estado solos en esa oficina sin estar rodeados de un tropel de abogados.
Ella se encogió de hombros y siguió actuando como si no tuviera ni idea de qué iba la reunión. Lo más probable era que no lo supiera. Yo siempre podía contar con que ella me detallara algún cotilleo «informativo». No lo suficientemente importante como para acusarla de indiscreción, pero sí para ayudarme.
—Hablando de cosas personales… —dijo con astucia—. He visto una fotografía en la columna de sociedad de ti y de tu novia actual. Es bastante guapa. ¿Vais en serio?
—Es una ex —afirmé, devolviendo la bola de cristal a su lugar. No añadí el sustantivo «novia». Barbie y yo habíamos tenido una relación de compraventa en especie.
—Me rindo contigo. —Vanessa levantó las manos al aire y resopló.
—Sí, no esperes que haya una señora de Lucas Shaw en esta vida.
La verdad era que yo también me había rendido veinte años atrás.
—Vale, Peter Pan. —Miró la pantalla de su ordenador y la sonrisa desapareció de su cara—. Tu padre te está esperando.
—Deséame suerte. —Lancé la sensiblería por encima de mi hombro y pasé junto a Vanessa.
Cuadré los hombros y me erguí en toda mi estatura. Era más alto que mi padre, y utilizaba ese hecho cada vez que podía. Giré la pesada manilla de la puerta de su despacho y me adentré en la guarida de Lucifer.
Bartholomew Shaw estaba de pie, tieso como un palo, detrás de su enorme mesa de despacho mientras observaba el vasto horizonte que había más allá de los ventanales. Tenía las manos entrelazadas detrás de la espalda.
—Siéntate, Lucas —me ordenó con su voz de barítono, monótona y exenta de emoción. También había aprendido a ocultar bien su odio.
—Me quedaré de pie. —Caminé hacia su mesa y acorté el espacio que nos separaba.
—Haz lo que quieras. —Se giró hacia mí y nuestras miradas se encontraron. La suya era oscura, como su alma. La mía era azul, como siempre solía estar mi estado de ánimo.
—¿Cuándo he hecho yo lo que quería? —Fui yo quien lanzó la primera pulla, y él se echó hacia atrás como si le hubiera pegado.
—Nunca. Y no pretendo enturbiar ese perfecto historial. —Mi padre volvió a recuperar la compostura.
—Ya veremos. —Observé el despacho vacío, los lugares donde solían estar sus abogados observándonos—. ¿Dónde están tus abogados? ¿Se han ido al circo?
—Están trabajando en el asunto para el que te he hecho llamar aquí. Hemos recibido una oferta seria para esta empresa.
Me miró en busca de una respuesta, pero yo continué en silencio y esperé a que él prosiguiera. Habían intentado comprar Iron Gate en infinidad de ocasiones, así que esta vez debía de tratarse de algo especial de la hostia, como por ejemplo una oferta mucho mayor del precio de venta.
—Teniendo en cuenta que nunca te has casado ni has proporcionado un heredero para la próxima generación, he decidido aprobar esta propuesta. Pero hay un problema, tal y como sabes.
Yo me reí y meneé la cabeza, y mi padre entrecerró los ojos, enfadado. Todo estaba claro como el agua en el fango en el que se había hundido mi familia. El bisabuelo de mi madre había fundado la empresa, y había sido lo suficientemente listo como para incluir una cláusula sencilla en los estatutos: la única manera de vender Iron Gate era con el consenso total de todos los accionistas. Era o todos o ninguno.
Mi padre necesitaba mi voto, y esa era la única ventaja que yo tenía sobre él. Sin ella, perdería toda mi influencia en los cuidados de mi madre, y de ninguna manera pensaba dejarla escapar. A menos que hiciera concesiones, y además de tipo legal, a las que nunca accedería.
—¿Qué es lo que quieres? —siseó, como si fuera una serpiente venenosa.
Apoyó las palmas de las manos sobre la superficie tallada de su mesa de despacho. La mueca que asomaba en sus labios mostraba a las claras su total desprecio hacia mí, junto con su probable deseo de que jamás hubiera nacido.
Yo había hecho mi papel de hijo obediente y había asistido a una universidad de prestigio, y después a la facultad de Empresariales de Harvard. Tomé esas decisiones con el fin de seguir involucrado en la empresa, pero, de haber hecho lo que deseaba, no estaría trabajando bajo su mirada escrutadora ni bajo su pesado yugo. Estaría encorvado sobre un teclado, volcando todas mis emociones en una página con el fin de escribir la siguiente gran novela americana sobre una familia disfuncional, un tópico que conocía bien, puesto que pertenecía a una.
Incapaz de seguir mirando a sus furiosos ojos, atravesé la habitación y me detuve frente a la ventana. La cabeza me martilleaba. Quería frotarme la frente en busca de alivio, pero eso habría demostrado una debilidad que no podía permitirme en su presencia. Cerré los párpados durante unos segundos y esperé a que el dolor desapareciera.
—¿Dinero? —contraatacó—. Estoy dispuesto a dártelo todo de una vez por todas.
—Ya tengo mucho más de lo que podría gastarme en toda la vida. —Me giré para hacerle frente. En sus ojos apareció un asomo de preocupación.
—¿Hay alguna otra cosa? —Hizo al fin la pregunta cuya respuesta había estado reservándome durante veinte años.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
Mi padre apartó la mirada y giró la cabeza. No me iba a decir lo que yo ya sabía. Habían pasado años, quizá una década, desde que él saliera por la puerta principal de nuestra casa familiar en Greenwich. Se había separado de ella.
—¿Qué quieres de mí, Lucas? —exigió, todavía sin hacerme frente.
—Su tutela. En todos los aspectos de su vida. —Tiré el guante—. Solo entonces tendrás mi voto. Y no voy a discutir sobre el tema hasta que uno de tus payasos legales lo haga posible.
No quedaba más por decir, y yo no quería escuchar su respuesta —si es que la tenía—, así que abandoné su oficina. No habría más reuniones privadas entre nosotros. La pelota estaba ahora en su campo y mis normas, sobre la mesa.
—Lo siento, pero hoy estará hecho una furia, así que ve preparándote —advertí a Vanessa cuando me detuve junto a su escritorio.
—¿Y cuándo no lo está? —Puso los ojos en blanco—. No tardes tanto en volver a aparecer por aquí, ¿vale? Tienes mi número de teléfono por si necesitas algo.
—Gracias, Vanessa. —Dio un salto cuando la voz de mi padre rugió desde su despacho—. Sabes que te mereces algo mejor.
—Voy a tomarme unas vacaciones de un mes a partir de este fin de semana. A lo mejor no regreso —añadió, y me guiñó un ojo.
—Terminará por enviar un equipo de búsqueda. Nadie más es capaz de aguantar toda esta mierda. Disfruta de tu libertad mientras puedas.
Los dos nos reímos con tristeza, y después me marché de la oficina en dirección al ascensor. Me pregunté si mi padre cedería al fin. Si renunciaba al poder que tenía sobre mi madre, podría abandonar esa empresa para siempre y no mirar nunca atrás. Vivir una vida distinta, y ser mi propio yo en vez de verme obligado a convertirme en lo que se esperaba de mí.
Sentí una opresión en el pecho, y los hombros se me tensaron solo de pensar en ir a mi despacho y pasar otro día más de rutina inútil. Necesitaba una válvula de escape, volver a respirar.
Sin pensarlo dos veces, llamé a mi asistente.
—¿Cómo ha ido la reunión? —preguntó Jared.
—Voy a tomarme el resto del día libre. Cancélalo todo.
—Vale. Tiene una reunión con Joseph Rickman a las diez. ¿Le traigo el café de la mañana antes?
—¿Es que no me has oído?
—Espere, ¿no estaba bromeando? —Era una pregunta justa. Era un as del sarcasmo.
—No —dije, poniendo énfasis en la «n».
—Pero nunca se toma un día libre que no haya programado antes.
—Hasta mañana, Jared. Quizás.
—Pero, señor… —Colgué el teléfono antes de que pronunciara ninguna palabra más.
Cuando bajaba por el ascensor, me solté la corbata y me desabotoné el primer botón del rígido cuello de la camisa. Inspiré hondo la dulce libertad, y espiré. Después apagué el móvil y me concedí a mí mismo un aplazamiento de mi vida de mierda durante unas cuantas horas.
Lo primero que quería hacer era algo normal que no había hecho en años: pedir mi maldito café. Después de eso, todo era posible.
Puesto que había comenzado desde la planta superior, el ascensor estaba lleno de gente cuando se paró en la décima planta. Una mujer joven y bajita, vestida de negro —algo habitual allí—, entró con tanto ímpetu que todo el mundo se apartó de su camino. Estaba renegando en voz baja, pero pude advertir su evidente acento sureño en las palabras de «yo nunca» y «cómo se atreve» que conseguí entender.
Llevaba recogido el pelo negro en un moño alto que dejaba la delicada y pálida piel de su cuello al descubierto. Quise ver algo más que el perfil de su nariz chata, pero permanecí en la esquina del fondo del ascensor.
Mientras insultaba a un enemigo desconocido, hizo añicos el pase de visitante que llevaba en la mano y tiró los trozos al aire. A su alrededor sonaron risas sofocadas. Una esquina de mis labios se levantó.
Menuda fiera.
Salí del ascensor y la seguí por el vestíbulo. Caminar despacio detrás de ella me permitió apreciar la manera en que su falda se adhería y resaltaba sus curvas sexys, y cómo sus tacones altos estilizaban sus torneadas piernas.
Se recolocó el bolso en el brazo y se dirigió a la cafetería. Un hombre de negocios mayor salió primero y le sostuvo la puerta. Sus ojos pasaron de su cara a sus piernas, y volvieron a subir. Se alejó de ella con un vaso grande de café y una sonrisa maliciosa. Quise llamarle la atención por ser un guarro, pero yo había tenido los mismos pensamientos cuando la estaba siguiendo.
Un momento más tarde, me encontraba detrás de ella en la cola para pedir. Levantó las manos y se sacó las horquillas del pelo de una en una. Yo contuve el aliento, como si estuviera esperando a que se quitara toda la ropa.
Después de meter las horquillas en el bolso, se pasó la mano por los mechones, negros y brillantes. Yo me acerqué un poco más y capté el olor de su perfume. Fresco, como una brisa limpia, todo un contraste con los hedores de la ciudad. Ella olía a juventud con potencial. Quizá incluso también a alegría, un concepto extraño para mí, que creía que la mayoría de las sonrisas eran más bien una mueca.
Tenía curiosidad sobre ella, y contuve las ganas de iniciar una conversación. Estábamos en Nueva York, donde solo los chiflados o las personas de otra parte del mundo hablaban con extraños sin motivo alguno, y yo no pertenecía a ninguna de esas categorías.
Yo no tenía relaciones de la manera tradicional en que un chico conoce a una chica. Una conversación inocente podía conducir hacia un lugar al que no tenía interés en ir. Y después de aquella mañana, lo último que necesitaba era hablar con una mujer enfadada. Aunque… ya no lo parecía. No parecía rencorosa, al contrario que yo.
Me pasé una mano por la barbilla y la chica se acercó al mostrador y pidió. Cuando terminó, miró por encima de su hombro en mi dirección. Nuestros ojos se encontraron durante unos segundos, y fui incapaz de apartarlos.
Su mirada verde estaba rodeada de piel blanca y luminosa y de cabello negro azabache. Su cara tenía un brillo inusual, o quizá era el ángulo de las luces del techo. De cualquier forma, era impresionante.
Antes de alejarse, sus carnosos labios rojos se curvaron en una leve sonrisa, como si estuviera saludándome.
—Señor. Señor —me llamó la camarera, tratando de captar mi atención. Me giré hacia el mostrador y traté de recordar qué demonios estaba haciendo allí—. ¿Qué quiere pedir, señor?
—Café —tartamudeé.
Qué patético.
—Muy bien. ¿Puede ser más específico? —Ella inclinó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados—. ¿Se encuentra bien, señor?
—Estoy un poco desentrenado.
Me pasé los dedos por el pelo y estudié el cartel del menú que colgaba de la pared, detrás del mostrador. Lo único que quería era pedir una taza de café caliente y marcharme intacto. La palabra «cappuccino» me sonó bien, pero el tamaño no parecía ser el correcto. «Alto» era el más pequeño, y eso no tenía sentido.
—¿Quizá un cappuccino «grande»?
—¿Lo quiere con leche normal, desnatada, de soja, de almendras o de coco?
Joder, ¿por qué tantas opciones?
Estaba a tan solo unos segundos de volver a encender el móvil y pedirle a Jared que me dijera qué es lo que siempre me pedía.
—¿Normal?
—Vale. ¿Su nombre?
—Herb. —No tenía ni idea de por qué le había dado la versión abreviada de mi segundo nombre, Herbert. Aunque aquello no pareció molestarle a la camarera. Seguro que había unos cuantos Herbs sueltos por las calles de Manhattan.
Me dijo cuánto era y yo coloqué un billete de diez sobre el mostrador y le dije que se quedara con el cambio para poder conseguir mi café cuanto antes. Me dio las gracias con una sonrisa, que desapareció enseguida.
—¿Ocurre algo? —le pregunté.
—Señor, tiene que moverse hacia la otra punta del mostrador y esperar a que digan su nombre. —Yo seguí la mirada de la camarera y vi a la mujer guapa a la que había evitado haciendo cola. Sostenía el móvil en mi dirección, y desvió los ojos.
¿Me está haciendo una foto?
Solo era un tipo pidiendo café; no estaba cometiendo un atraco.
Esa invasión a mi privacidad era exactamente el motivo por el que no aparecía en público a menudo ni salía con mujeres a las que acabara de conocer. Había demasiados chiflados por el mundo.
Maggie
Descubrí una nueva especie de macho en Manhattan: los hombres con traje. Estaban por todas partes: caminaban por la calle, viajaban en el metro, hacían cola para el café justo detrás de mí. La ciudad era una caja llena de bombones, y yo estaba teniendo problemas para decidirme por uno.
Evalué al último de los trajeados mientras este pedía café. Era una cabeza más alto que el resto del mundo. Tenía la mandíbula, cuadrada y perfecta, cubierta por una capa suave de barba, lo cual le daba el punto justo de masculinidad.
Llevaba un traje azul oscuro con una corbata de color azul cielo. De las mangas asomaban unos gemelos dorados con diamantes que merecían un hueco en el paseo de las estrellas.
Bajé la vista hacia los pantalones de vestir. Ajustados. Al estilo europeo. Mi lugar favorito cuando se trataba de la ropa de vestir masculina. Me encantaba el look deportivo de Abercrombie en la universidad, pero Nueva York me había hecho pasarme a marcas tales como Armani o Hugo Boss. Hechas a medida. Impecables. Justo como él. Se parecía a un modelo de Abercrombie pero en adulto. Lo mejor de ambos mundos.
Don Armani se pasó los dedos por el pelo peinado a la perfección, pero cada mechón volvió a colocarse justo en su lugar. ¿Era ese el tipo de magia que hacían los hombres con traje? Una cosa estaba clara: esa confianza en sí mismo característica de un miembro de un club de campo unida a la refinada arrogancia de Manhattan era una distracción más que una bienvenida tras mi desastrosa entrevista. Hasta podría haberme reído si las críticas que me había hecho la entrevistadora no hubieran dado casi en el clavo.
La mujer se había presentado cuando entré en su oficina, y yo le di mi discurso de presentación habitual sobre por qué su empresa me necesitaba en su nómina. Me costó menos de tres minutos soltarlo todo sin hacer una pausa. Después de acabar, ella había permanecido sentada y con cara de póquer delante de mí y había meneado la cabeza. Entonces abrió el cajón de su escritorio, sacó una tarjeta de visita y la deslizó por la madera pulida sin decir ni pío.
Yo cogí la tarjeta y la leí. «Centro de formación para la modificación del discurso/acento americano». No me lo podía creer. Mi ligero acento sureño la había ofendido. ¡Si yo era americana, joder!
Me quedé mirando a la mujer y yo también meneé la cabeza para dejarle claro que no deseaba trabajar para una empresa que no pudiera aceptarme tal y como soy, y después arrojé la tarjeta en su dirección. Mi puntería fue tan mala —en realidad habría sido buenísima si hubiera estado intentando comportarme como una zorra, lo cual no había sido mi intención— que le di en medio de la frente. Pensé que me iba a echar de su oficina, pero en su lugar se colocó bien el peinado, que ya estaba perfecto, y pestañeó varias veces antes de preguntarme con calma si no me lo quería pensar mejor. Me dijo que trataría con clientes por teléfono, y que estos esperarían —y levantó las manos en el aire para hacer unas comillas— una calidad «profesional» en el discurso de su interlocutor.
No tenía ni idea de a quién estaba citando al hacer las comillas. ¿Quizá al dueño de la empresa? Al final, tampoco importó. Me levanté de la silla, salí de la oficina y dejé la puerta abierta de par en par. No pasé ni un segundo más en su presencia.
Me alegré de haberme ido cuando lo hice. Prefería estar acompañada del tipo guapo que estaba pidiendo un café. Era de lejos el tío más bueno que había visto en la ciudad con uniforme o con traje. Saqué el móvil para tratar de hacerle una foto. Quería tener pruebas de su existencia para mostrárselas después a Tessa.
Estaba sonriendo para mí misma y pensando que era muy lista cuando alcé la mirada y lo vi mirándome directamente. Entonces bajó la vista hacia el móvil y sus ojos se endurecieron. Cuando nuestras miradas se cruzaron de nuevo, casi di un salto por la frialdad que emanaba de él. Comenzó a caminar hacia mí sin dejar de observarme.
Ostras, no hacía falta ser un verdadero americano para saber que no estaba contento. Me guardé el móvil y mantuve agachada la cabeza cuando se acercó a la zona de espera para recoger el pedido. Por alguna extraña razón, sentí una sensación de apremio en el aire, a buen seguro porque el tipo estaba enviando rayos de furia en mi dirección. Levanté la cabeza un poco y vislumbré sus piernas cubiertas por los pantalones del traje y sus zapatos brillantes de diseño. Estaba solo a unos centímetros, así que me acerqué un poco más a la gente que estaba esperando cerca del mostrador con la esperanza de alejarme de él. Estaba demasiado nerviosa y avergonzada como para levantar la mirada y comprobar que aún estuviera enfadado.
Los minutos pasaron demasiado despacio. Lo único que quería era recoger mi latte y marcharme.
Venga, daos prisa.
Di unos golpecitos con el tacón en el suelo y recordé que tenía que volver a ponerme las bailarinas antes de entrar en el metro. Me acerqué más al mostrador en busca de unos milímetros de hueco libre. Rebusqué en el bolso y saqué una de las bailarinas. Con cuidado, me apoyé en una sola pierna, levanté la otra para quitarme el zapato y me coloqué la cómoda bailarina. Todo facilito, hasta que alguien pasó junto a mí y me dio en el brazo. Fue solo un toque ligero, pero bastó para hacerme perder el equilibrio y tirarme hacia atrás.
Perdí el contacto con la superficie sólida del mostrador antes de colocar el pie que tenía levantado en el suelo, y entonces comencé a mover los brazos en el aire. Lo siguiente que supe fue que el zapato saltó de mi mano vete tú a saber dónde.
—¡Ahhh! —Solté un grito largo e indefenso mientras cerraba los ojos, y me preparé para la caída. Sin embargo, antes del impacto, alguien me agarró por debajo de los brazos.
Mi descenso se interrumpió de manera abrupta. Me soplé un mechón de pelo de la cara y levanté la mirada para comprobar quién había evitado que me cayera de espaldas.
Bueno, bueno… Don Armani era mucho más guapo de cerca y boca abajo. La manera en que abrió las fosas nasales me indicó que todavía no había superado lo del incidente de la foto.
Lucas